Hace unas semanas me encontré con un libro sorprendente. Su autor es Philippe Sands y el libro se titula Calle Este-Oeste. Es un excelente y minucioso trabajo sobre la historia de Europa oriental desde 1900, cuando comienzan las persecuciones y matanzas de judíos, el ascenso y caída del nazismo hasta el juicio de Núremberg. Del libro destaco la historia de dos abogados judíos que lograron introducir en el derecho internacional las leyes de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio” mientras ellos mismos y sus familias eran víctimas del nazismo.
Si hubiera leído este libro unos años antes me habría causado admiración. Hoy, impotentes y angustiados con las imágenes cotidianas que recibimos del genocidio que realiza el gobierno de extrema derecha de Israel con su máquina de guerra sobre el pueblo palestino, estas historias cobran otra resonancia. Conflicto que no comenzó en 2023 sino en 1948, tal como lo anticiparon algunos intelectuales judíos como Sigmund Freud, Albert Einstein y Martin Buber, entre otros, en las primeras décadas del siglo poniendo el acento en el temor de que “el fanatismo irrealista” del sionismo, según Freud, despertara la desconfianza del pueblo árabe.
El corazón del libro son las ciudades de Lemberg y Zolkiew, ubicadas en la Galitzia oriental, es decir, en territorio del imperio austrohúngaro, a unos 25 kilómetros de distancia la una de la otra. Allí vivió un conglomerado de pueblos que, aún en un ámbito de conflictos constantes, ocupaciones, tensiones y un creciente antisemitismo, desarrollaron una profunda tradición intelectual, una cultura sostenida por polacos, judíos, ucranianos y rusos en su mayoría, cada uno con sus costumbres, sus religiones y sus lenguas. Había sinagogas, templos católicos y ortodoxos, una imprenta que editaba libros, un teatro de ópera, un museo, una universidad prestigiosa, un impactante edificio del Parlamento de Galitzia heredado de los fastos del imperio austrohúngaro, una catedral, una sinagoga del siglo XVII.
La ciudad de Zolkiew estaba construida sobre un trazado de dos calles, una llamada Norte-Sud y la otra Este-Oeste que es la que da el título al libro. Allí vivieron las familias de los protagonistas judíos de esta historia, allí nacieron y pasaron su infancia y juventud y dos de ellos hicieron estudios de derecho en su universidad.
A poco de subir Hitler al poder, invade Austria y luego Polonia y designa como gobernador general de este país a Hans Frank, apodado el “carnicero de Varsovia”. Se le asigna un territorio que triangula entre Varsovia al norte, Lemberg al este y Cracovia al oeste. En agosto de 1941 Lemberg y Galitzia fueron incorporados al Gobierno General de Alemania. Ya era territorio ocupado. Lemberg se convirtió en la capital del Distrikt Galizien. Esas fronteras incluyeron poco después los campos de concentración de Treblinka, Belzec, Majdanek y Sobibor, también a cargo directo de Frank. A un paso de esa frontera estaba Auschwitz.
La acción de Frank fue feroz. Se vanagloriaba de su eficacia en deshacerse de todos aquellos que perturbaran su plan de una Alemania “ampliada y racialmente intacta”. De los tres millones de judíos que habitaban esa zona no quedó prácticamente nadie. Primero eran enviados a guetos miserables que habían creado en cada ciudad, donde una buena parte moría por falta de alimentos, y luego llevados a los campos de exterminio. Idéntica suerte corrieron cerca de 200.000 polacos ejecutados, con especial violencia hacia sus intelectuales, y 800.000 fueron llevados al Reich como mano de obra esclava.
Hubo un particular ensañamiento con los niños. En el campo de Janowska en Lemberg mataron a más de 8.000. A otros los usaban como blancos para hacer práctica de tiro. Con total frialdad y una precisión matemática, Frank comentaba que el índice de mortalidad infantil en el gueto de Varsovia era del 54%. El objetivo era la liquidación completa.
Por la calle Este-Oeste fueron conducidos los 3.500 judíos a los que ejecutaron en un hermoso bosque cercano en el que jugaban de niños los protagonistas de esta historia. Como decían las actas de la Conferencia de Wannsee, hubo un acuerdo “para purgar el espacio vital alemán de judíos por medios legales”.
En 1944, cuando los nazis están perdiendo la guerra y los soviéticos se acercan a Lemberg, Frank huye hacia su casa en Alemania en compañía de su secretario y su chofer. Lleva consigo las 39 carpetas donde, prueba de su grado extremo de infatuación y del afán burocrático que caracterizó a todos los jerarcas nazis a cargo de la solución final, hizo transcribir día a día sus “hazañas”. Estas carpetas fueron la prueba irrefutable que lo condujo a la pena de muerte en el juicio de Núremberg. Lleva consigo también su cuadro preferido, de los tantos que confiscó en Galitzia, La dama del armiño de Leonardo da Vinci, y una pequeña película casera titulada Cracovia. Cuando llega a Alemania crea una patética cancillería del Gobierno General en el exilio hasta el día en que un jeep se detiene en la puerta de su casa, baja el teniente Walter Stein del VII Ejército de Estados Unidos y lo lleva detenido.
La película casera contenía algunas escenas familiares, imágenes de Frank en su despacho, otras acariciando a un perro, trenes pasando por delante de la cámara y una escena filmada en una de sus visitas al gueto de Cracovia donde aparece una niñita con un vestido rojo sonriendo a la cámara. En la página 318 del libro, Sands incluye una foto de la escena de la niña del vestido rojo. Aquí no queda más que cerrar el libro y abandonarse al silencio. Las palabras, heridas, ya no alcanzan. El lector queda detenido ante el misterio insondable de la imagen de esa niña que sonríe a la cámara en medio del infierno.
Uno de los personajes del libro es su abuelo León Buchholz, nacido en Lemberg aunque la mayor parte de la familia residía en Zolkiev. Además de ser la persona que está en el origen de este libro, su figura presentifica a los miles y miles de judíos que tuvieron que salir hacia el oeste de Europa, muchos de ellos expulsados, como es su caso, otros para salvar sus vidas, abandonando su familia, su tierra y su lengua. Fueron los que padecieron, como dice W. G. Sebald con extrema lucidez, “el escalofrío de la apatridia que sopla sobre el campo del exilio”. Son los judíos errantes, los Ostjuden, que describe Joseph Roth en sus novelas.
En 1937 Hitler abandona la Sociedad de las Naciones y avanza ferozmente sobre las minorías oprimidas.
El autor conoce a sus abuelos en Paris en los años sesenta. Recuerda que en su departamento reinaba el silencio. Ninguna referencia a la vida anterior, a la familia, ninguna fotografía. Pese a eso, el nieto afirma que León resurgió del terror “con la dignidad intacta, con la calidez de su sonrisa”. Quizás debido a ese silencio, Sands reconstruye, con habilidad de detective, ese pasado de sus abuelos.
Otro personaje del libro es Herst Lauterpacht, el jurista que logró introducir en el juicio de Núremberg y luego en el derecho internacional el término de “crímenes contra la humanidad”. Nacido también en Zolkiew, en la calle Este-Oeste, hijo de una numerosa familia judía de clase media, muy culta y devota, estudia luego en Lemberg, donde se recibe de abogado en su universidad. Se destaca siempre por su inteligencia y tenacidad, devora libros, aprende idiomas, pero también esos años de aprendizaje dejan en él la marca del antisemitismo y de todos los trágicos acontecimientos que ocurrieron en Lemberg en momentos previos y durante la Primera Guerra, mientras se producía el derrumbe del Imperio Austrohúngaro. No puede rendir sus exámenes finales porque la universidad ya no acepta más a los estudiantes judíos de Galitzia oriental. Así, decide ir a Viena, donde también la situación es muy difícil para los judíos. Se puede matricular en la universidad, donde entra en contacto, a través de su maestro Hans Kelsen, con una idea nueva en el ámbito del derecho internacional: la idea de que un individuo tiene derechos constitucionales y puede ir a un tribunal para hacer valer esos derechos. Con todas esas ideas en su cabeza y la preocupación por el futuro de su familia de Lemberg se instala en Londres en 1923. Desde ese momento se dedica intensamente al tema de los derechos del individuo en el derecho internacional. Para él los derechos humanos eran una cuestión de “necesidad vital”. Fue titular de derecho internacional en la Universidad de Cambridge y publicó libros considerados fundamentales en su especialidad. En el prólogo de uno de ellos escribió: “El bienestar del individuo es el objeto último de todo el derecho”. Fue una vida de trabajo y de reconocimiento pero no exenta de sufrimiento. Su familia no había querido salir de Lemberg y las noticias que llegaban desde allí eran cada vez más escasas y angustiosas.
Las actividades de Lauterpacht no se limitaron al ámbito académico, sino que activó en la creación en Inglaterra y Estados Unidos de distintas instancias de protección de los derechos humanos de las minorías, en ese momento diezmadas por el nazismo. Por ejemplo, la creación de una comisión de crímenes de guerra que luego se convertiría en la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas. Lauterpacht logró que la noción de “crímenes contra la humanidad”, por la cual tanto había luchado, fuese introducida en el derecho internacional y en el estatuto del juicio de Núremberg . Tuvo una gran participación en el juicio no sólo como asesor de Robert Jackson, el fiscal jefe del Tribunal de Núremberg, sino que participó en la confección de su gran discurso inaugural así como en el alegato final del fiscal general británico.
Rafael Lemkin fue el otro gran abogado judío de la calle Este-Oeste, el creador e introductor en el derecho internacional del término “genocidio”. Las violentas persecuciones que se vivían lo afectaron fuertemente y, según lo que escribe en sus memorias, fueron las noticias de las matanzas de los armenios en Turquía lo que lo llevaron a interesarse por la suerte de los grupos minoritarios y comenzar a pensar cómo hacer algo para paliar su situación, para que no quedaran tan expuesto a las decisiones de un Estado. Estudió derecho en la Universidad de Lemberg, con algunos de los mismos profesores que había tenido Lauterpracht. Cuando los alemanes estaban llegando a Lemberg ya hacía siete años que era fiscal de Estado en Varsovia y había escrito varios libros. Tenía una idea que lo obsesionaba: ¿cuál era la naturaleza de la ocupación alemana, cuál era el objetivo, cuál era el patrón, cuál era la pauta de comportamiento? Pensando que la clave podía estar en los documentos oficiales que emitían los alemanes comenzó a reunir decretos y ordenanzas nazis aprovechando sus vinculaciones profesionales. Cuando decide exiliarse ya estaban cerradas las fronteras. Inicia un viaje muy accidentado cargando enormes maletas llenas de documentos. Llega así a Estados Unidos, donde le habían ofrecido una cátedra en la Universidad de Carolina del Norte. Luego de meses de arduo trabajo con los documentos, algunos firmados por Hitler, consigue encontrar elementos comunes, el “patrón”, una “trama concentrada” que enuncia del siguiente modo:
-La destrucción total de los territorios ocupados tenía como objetivo el Lebensraum del que hablaba Hitler en Mi lucha, la creación de un nuevo “espacio vital” para ser habitado por los alemanes. Polonia recibía una nueva denominación, Territorios Orientales Incorporados. “Era este un territorio donde se podía germanizar el suelo y la gente, hacer de los polacos ‘personas sin cabeza y sin cerebro’, liquidar a la intelectualidad y reorganizar a las poblaciones como mano de obra esclava”. Para lograr ese objetivo había pasos.
-El primer paso era la desnacionalización, que cortaba el vínculo entre los judíos y el Estado despojándolos de la protección de la ley.
-El segundo paso era la deshumanización que eliminaba todos los derechos legales. Estos dos pasos fueron aplicados en toda Europa.
-Se obligaba a los judíos a ir a los guetos, estableciendo la pena de muerte para los que los abandonaban. Lemkin se pregunta el porqué de la pena de muerte. ¿Quizás era una forma de “acelerar” lo que ya estaba “previsto”?
-La incautación de propiedades convertía al grupo en “indigente” y “dependiente del racionamiento”. Los decretos limitaban las raciones de carbohidratos y proteínas reduciendo a los miembros del grupo a “cadáveres vivientes”. Con el espíritu quebrantado, los individuos se volvían “apáticos con relación a sus propias vidas”, sometidos como estaban a trabajos forzados que además causaban numerosas muertes. Para los que seguían con vida había ulteriores medidas de “deshumanización y desintegración” mientras se les dejaba aguardar la “hora de la ejecución”.
He conservado los términos de Sands en la descripción de estas pautas.
En Estados Unidos, Lemkin sigue peleando, tratando de difundir las matanzas que ocurrían en Europa oriental y su idea de genocidio ante sus alumnos, en conferencias públicas, hasta acceder como asesor a los altos mandos del ejército. La guerra de Alemania estaba dirigida contra los pueblos, explicaba, lo que violaba las leyes internacionales. En la práctica, Alemania había rechazado las regulaciones de La Haya. Hasta llegó a enviarle una carta al presidente Roosevelt para pedirle que detuviera las matanzas, pero le llegó una respuesta negativa. El presidente reconocía el peligro, pero no era el momento de actuar. “Sea paciente, se informaba a Lemkin, habrá una advertencia, pero todavía no”.
Empecinado en hacer valer su idea viaja a Núremberg donde no había sido invitado oficialmente y, enfermo e internado en un hospital en Paris, escucha desalentado que en la sentencia final no se reconoce el genocidio como un crimen. Ni tampoco todas las matanzas ocurridas previas a la guerra.
Pero semanas después del juicio se reúne la Asamblea General de las Naciones Unidas y en su resolución 96 determina que “el genocidio niega el derecho a existir a grupos humanos enteros”, y dictamina que “el genocidio es un crimen según el derecho internacional”.
Lemkin luchó durante toda su vida para sostener su idea y finalmente consiguió imponerla. Tanto Lauterpacht como Lemkin recién se enteraron en Núremberg de la suerte corrida por sus familiares. De la familia del primero, compuesta por más de sesenta personas, sólo quedaba viva una sobrina. De la de Lemkin, un hermano que ocasionalmente no había estado en Galitzia.
Terrible, siniestra paradoja de la historia, los que antes fueron víctimas ahora son victimarios. La tecnología y la industrialización de nuevas armas se ha “perfeccionado” a pasos acelerados y ahora en un minuto un edificio habitado por centenares de personas puede derrumbarse como si fuera de papel.
Ya lo había anunciado otro judío persistente en tiempos de precariedad, Walter Benjamin, cuando define a la historia no como una larga marcha de la humanidad hacia el progreso sino como una montaña de ruinas que se eleva al cielo.
¿Podrá el gobierno de Israel escuchar las voces del dolor de Galitzia? ¿Sabrá que detrás de las instituciones internacionales cuyos hospitales y escuelas bombardea sin descanso y denosta constantemente hubo dos judíos que, en circunstancias extremas, creyeron firme y apasionadamente que valía la pena instituir leyes que protegieran a los grupos o individuos indefensos?
Las instituciones internacionales no son perfectas ni tan eficaces como sería necesario pero es lo que supimos conseguir. Sin ellas, el desastre humanitario sería mucho mayor, como bien lo sabe el autor de este libro que además de historiador es abogado especialista en derecho internacional y ha participado en numerosos casos de violaciones a los derechos humanos. Sin ellas, dejaríamos aún más vía libre a que los lobos exterminemos al otro.
El periodista israelí Gideon Levy recuerda una frase de Golda Meir, quien afirmaba que después del Holocausto los judíos tenían el derecho de hacer lo que quieran. No, señora Meir, precisamente por haber vivido el Holocausto, y así no lo hubieran vivido, ustedes no pueden hacer lo que quieren. Ni ustedes ni nadie.
Durante el juicio de Núremberg, el comandante de Auschwitz Rudolf Hoss hizo una descripción minuciosa del gaseado y entierro de al menos dos millones y medio de personas en el término de tres años. En privado, Hoss le dijo al doctor Gilbert, un psicólogo que estaba a cargo de la atención de los acusados, que la actitud predominante en Auschwitz era de absoluta indiferencia. “Nunca se nos pasó por la cabeza cualquier otro sentimiento.”
Es la indiferencia del burócrata que cumple debidamente su tarea. En alemán la palabra Willfahrigkeit significa complacencia, docilidad, deferencia y también aceptación, obediencia, sumisión, el “hágase su voluntad”. Cuestiones de lengua.
Indiferencia, según el diccionario: in como prefijo significa falta o negación de la cosa expresada por la palabra primitiva. Indiferencia sería entonces falta de diferencia. Si no hay diferencia no se es afectado. Necesidad de heterogeneidad, necesidad de pasar por el otro.
Terminando este escrito llega la noticia de que el gobierno de extrema derecha de Israel aprobó la mayor confiscación de tierras en Cisjordania ocupada de los últimos treinta años. Los palestinos no tendrán más acceso a esas tierras. El ministro Smotrich declaró que por cada país que reconozca al estado de Palestina construirá una nueva colonia. Lo denuncia la organización israelí Peace Now.
Teresa Poyrazian
Buenos Aires, julio de 2024