Cada cual tiene su propia manera de hablar con las vacas. Louis les habla como si fueran los hijos que nunca tuvo: con dulzura y con furia, susurrándoles o imprecándoles. Yo no sé cómo les hablo; pero, a estas alturas, ellas sí que lo saben. Reconocen mi voz sin verme.
John Berger, “La cueva de Chauvet”
Menos con relatos fantásticos que con un diario ladino, Bioy Casares prefirió dejar su nombre estampado en la historia de la literatura que perderlo en la nómina de garcas que se dan palmadas en la espalda en la reunión anual de la Sociedad Rural. Las rutinas del campo, el olor a bosta, pero sobre todo las pocas chances de aventuras amorosas –más allá de las que ofrecían la hija del casero y una prima que no faltaba–, hacían del campo un infierno. Fue entonces que un día rechazó el mandato paterno de hacerse cargo de la “estancia de los Bioy” y más temprano que tarde publicó su primer libro de cuentos, solventado sino por su padre, que, como vemos, no es figura fácil de sacarse de encima; algo que no le ocurre solo a Bioy, claro.
Convengamos que es dura la vida en el campo: el sol y la seca, omnipresentes; y las heridas (no solo en el cuerpo) están más próximas a aparecer que en la ciudad, al alcance de la mano, se diría, o más bien de un ojo, que se puede perder, incluso hasta si se ha seguido a pie y juntilla las precauciones que mandó tener papá, que vaya a saber por qué, hasta decide a qué temperatura tomaremos el mate cocido toda la vida.
A quien no le queda otra que seguir los consejos de papá es a Nelson, protagonista, narrador y bebedor de mate cocido que deberá hacerse cargo del campo familiar en Voz de vaca, primer, sobrio y por qué no soberbio libro de cuentos de Ernesto Gallo.
Nelson es el primogénito de tres hermanos y ya se sabe cómo son las tradiciones en el campo, en donde aún quedan tradiciones, lazos de familia y mandatos que cumplir.
Mamá busca la mejor escuela en la ciudad para los tres y es quien, cuando salen al campo, les da el repelente; eso sí, a escondidas de papá, que “odiaba ese tipo de cosas de la ciudad”. Ella es buena madre, busca, da y luego confía en sus hijos, tarea imposible para las “mamis” de hoy día que matan por asfixia.
Desde muy temprano, papá, que no es un “papi de chat” de hoy, enseña a manejar la chata, a cebar mate, a llevar el machete y cómo tratar a los animales. Perros, caballos y hasta yacarés, “hay que mirarlos siempre a los ojos y demostrarles quién es el que manda”, dice, con voz de quien “daba donde duele”, y sin embargo, se le tiene cariño; aunque, para ser justos, cabe aclarar que “había cariño en esas palabras […], pero a mí me caían como hacha en la nuca”, admite Nelson.
Como la de un sueño que se repite, la de Voz de vaca es una narración recursiva: en uno y otro relato se vuelve a alguna escena ya leída, a un relato ya escuchado. Pero Gallo no es un Henry James, un Pepe Bianco o un Denevi campero, alguien que le gusta jugar con la perspectiva. Lo suyo no es juego, sino la vida misma, llena de escenas que retornan en forma de pesadillas, leyendas, historias inventadas o imágenes que, aunque queramos, no podemos dejar atrás.
Además de la recursividad, que da unidad y solidez a este volumen de cuentos que no romantiza la vida en el campo pero la pone en valor, hay simetrías en los relatos: se mueren las vacas por la seca y también un padre se despide para siempre; Nelson se va a Capital para hacer un trámite que encomendó el padre, pero ese viaje, sobre todo interior, no va sino a su encuentro. La unidad es tal entre los textos que el volumen bien puede leerse como una novela breve, de esas muy buenas que aparecen una vez cada muerte de obispo, tal su cuantía.
Aunque hayan sido pulidos en un taller literario, los relatos que componen Voz de vaca son de alguien que tiene, antes que oficio, talento, pulso de buen narrador y, además, tacto de orfebre en el arte de titular como lo prueban “La noche más oscura”, “Mamá flotaba como si tuviera el cuerpo de madera” y el cuento que da título al libro.
En ese relato se cuenta que el padre de Nelson:
“Cuando le hablaba al ganado su voz cambiaba. Se manifestaba con una firmeza que hacía imposible no obedecer. Él decía que para amansar a las vacas había que hablarles, guiarlas, que no había falta cagarlas a golpes”.
Cuando el capitalismo industrial nos abandonaba con bombos y platillos con el pleno empleo de posguerra, John Berger eligió mudarse a la campiña francesa, donde, según creía, aún había vestigios de los lazos de amor, lealtad, amistad y hasta violencia que habían sostenido durante milenios la vida campesina. Como Pasolini y antes Thoreau, Berger pensaba que otro modo de vida es posible: ese modo era el campesino, una vida que, poco a poco e inexorablemente, se fue apagando como la luz de una vela en esta oscuridad con pantallas.
Cuando el post-capitalismo es barco a la deriva sin nadie al comando, cuando la única firmeza en pie parece ser la del mercado, voz impiadosa si las hay, alivia saber que aún quedan narraciones que nos recuerdan que la voz que guía y sostiene lo hace con “cariño” y “hacha”, o como se dice en el relato de Berger, “con dulzura y con furia, susurrando[nos] o imprecándo[nos]”.