La conmoción abierta con cada femicidio confirma aporías y abre preguntas. En los últimos años, se manifestó una intensa creencia en las instituciones. Aún si ellas funcionan mal, o demasiado bien si las vemos en la perspectiva de los poderes estructurales, la convicción de que los cambios políticos las reformarían fue ganando terreno en amplias franjas de la opinión pública progresista y los elencos gubernamentales. El viejo paradigma, “no importa cuán corruptas y miserables sean las instituciones si las gobernamos y dirigimos nosotros” ha revelado toda su impotencia en una larga serie de hechos que involucran el gatillo fácil como forma de regulación de la vida de los jóvenes pobres, la reorganización mafiosa de los territorios y las dificultades para revertirla por parte de las organizaciones populares que allí trabajan, el encubrimiento de la represión, ahora llamada violencia institucional, y los femicidios. La complicidad judicial, policial y de los poderes locales respecto a estos hechos, sean ellos poderes estatales o para estatales con anclaje en el estado, no cesa en confirmar la impotencia de la acción estatal, cuando se propone reformadora, y la eficacia de esos segmentos del estado que están articulados a los poderes concretos. Entonces, ¿no ha llegado la hora de pensar en qué punto estamos parados y cómo encarar los desafíos actuales?
Cuando desapareció Jorge Julio López, testigo del accionar terrorista de la policía en la dictadura, no pudo ser cuidado por la “policía de la democracia”, demasiado tributaria de la anterior aún si no se lo propuso explícitamente. Desde el vértice del estado se llevó a cabo una extensa política de reconocimiento y reparación de las víctimas de la dictadura, como así también una apertura jurídica para la condena de sus crímenes. Esas políticas, también acompañadas de una miríada de programas, educativos, jurídicos, de asistencia, protección de testigos, etc., no pudo evitar la desaparición de López ni que su rostro se destiñera por el sol, viajando impreso en las lunetas de los patrulleros.
Cuando vemos dirigentes sociales de amplia trayectoria tener que irse de ciertos territorios por el accionar narco, el negocio inmobiliario o la expansión de la frontera de la soja, con la complicidad de fiscalías y policías, y a merced de la narrativa de los medios de comunicación. Cuando vemos a las pibas que denuncian abusos o violencia de género y son verdugueadas por fiscales y policías, muchas veces mujeres, o alentadas a desestimar esas denuncias a través de amenazas o burocratizando y diluyendo su contenido (pasó en el reciente caso de los jugadores de fútbol con la testigo que fue a denunciar, y también en el caso de Úrsula), cuando vemos una justicia cómplice con el accionar represivo (como en el caso de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel) o en los casos de gatillo fácil (el caso de Facundo Astudillo Castro, amparado por el Secretario de Seguridad de la Pcia. de Bs As Sergio Berni, fue el más resonante de una patética lista que abarca todo el país), confirmamos la impotencia del estado para resolver estas situaciones de un modo favorable.
Hoy el estado se proclama en favor de la igualdad de género, habilitando ciertas leyes, proponiendo un ministerio y programas educativos obligatorios. También se declara partidario de los Derechos Humanos, de los jóvenes, de los migrantes, y de todos los sectores desfavorecidos por la dinámica del capitalismo actual. Sin embargo, estos reconocimientos, sin duda importantes, poco pueden respecto a situaciones concretas donde esos enunciados se ponen en juego, y donde una eficaz política de derechas, con enunciados fáciles, efectistas y moralizantes, parece llenar el vacío de sentido que recorre la experiencia contemporánea.
La política no consiste en ocupar lugares sino en definir qué es un problema para abrirlo y tratarlo de otro modo. Entre el credo institucional y el voluntarismo militante algo precisa ser inventado. ¿No habrá llegado el momento de pensar en otras formas de acción capaces de revertir aquel horror que constatamos a diario y percibimos envuelto en los designios de un triste fatalismo? ¿No será la hora de fundar nuevas instituciones populares en los territorios concretos donde se dan estas peleas (estructuras militantes, jurídicas, profesionales, laborales, de información, investigación, cuidado y autoprotección), reconocidas jurídicamente por el estado y sostenidas económicamente por él? ¿No precisamos con urgencia estos nucleamientos de contrapoder, constituidos con lógicas diferentes al modo mercantil, financiero, mediático y estatal? Aún si estos puntos activos, capaces de acompañar de modo múltiple la fragilidad de las experiencias que buscan abrirse paso en esos territorios, tuvieran que ir contra el estado por la propia dinámica de las formas en que este se manifiesta (policía, justicia, bandas de diverso tipo), ¿no es pensable que el estado en lugar de reconocer sus narrativas y hablar sus conceptos, admita una consistencia que les es propia y que precisa desplegarse para revertir el horror que opera en los barrios? Y los núcleos militantes, a menudo mirándose en el espejo del estado, ¿no podrían pensar en formas de autoinstitución popular que consigan recursos para el sostenimiento de las experiencias del cuidado y la producción de modos de vida sin quedar atrapados en voluntarismo y el desgastante esfuerzo individual? ¿Seguirán las víctimas a merced de fiscales y comisarías locales o podremos pensar en un nuevo poder popular (ligado al feminismo, la justicia popular, las nuevas economías y la inteligencia colectiva) capaz de llevar adelante otras lógicas, otros vínculos, dando consistencia a las iniciativas que denuncian y enfrentan los actuales mecanismos de poder? ¿No será el momento de reconocer la impotencia gubernamental y exigir los recursos y respaldos para el desarrollo de este tipo de experiencias? ¿No hemos constatado lo suficiente el carácter racista, patriarcal, jerarquizante y propietario de las instituciones? ¿Cómo nos daremos la fuerza para enfrentar este nuevo tipo de poder que se impone, a través de la violencia y el manejo de la afectividad popular, sobre nuestros territorios y proyectos? Tal vez debamos darnos un espacio para hipótesis materialistas menos sostenidas en nuestras creencias (estatistas, autonomistas, de izquierda o del tipo que sean), que nos posicionen en el terreno de la disputa, entre la sutileza y la eficacia, sacándonos del gesto impotente de quien constata aquello que ya se nos ofrece como una evidencia irrefutable.