Diego Sztulwark realiza una lectura del libro «El niño resentido”, de César González, donde el escritor cuenta la historia de su propia muerte, la del fusilado que narra.
Por Diego Sztulwark*
(para La Tecl@ Eñe)
Del niño resentido podemos decir que nació en una villa de Buenos Aires, la Carlos Gardel, y que tuvo una vida tan intensa como breve. Podríamos ampliar: a sus 15 años ya había cumplido sus sueños de venganza social sin haber derrotado a la vergüenza. Convertido en una gloria del crimen marginal, sólo podía acelerar su final. Fue acribillado por la policía y metido de inmediato en una tumba.
Con esta historia se pueden hacer cosas muy distintas. Es propio de todo sobreviviente portar con un saber extranatural. De postmortem. Que envuelve su palabra en un halo de gravedad, propio del testimonio. Son pocos quienes retornan del más allá y se dan los medios verbales para contarlo. César González es uno de ellos. Un resurrecto.
La historia misma, seguramente representativa de muchas otras vidas, es una parte del asunto. La otra parte es el espesor propio de las palabras y las frases con las que este fusilado vive una vida nueva. Una vida no arrepentida sino narrativa. Dos cosas acá. La primera: el Niño Resentido no es exactamente un “fusilado que vive”. Estas palabras, que dieron origen a la investigación Operación masacre, circulaban bajo la forma de un rumor secreto en busca del escritor que supiera escucharlas, como el comienzo de un nuevo tipo de escritura. Aquí, en cambio, el escritor cuenta la historia de su propia muerte. Es un fusilado que narra.
La segunda: el Niño Resentido sintió una inmensa culpa, y consumió kilos de rivotril y de merca para morigerar y anestesiar su dolor. Robó, fue violento, disparó. Más lo hacía, más quería seguir haciéndolo. Fue mortalmente herido más de una vez, y ni así menguó en su decisión de salir a robar. El Niño Resentido no se convirtió nunca en Niño Arrepentido. El sobreviviente que cuenta la historia tampoco lo es. No hay pedidos de disculpas, ni conversión sumisa a la ley, sino escritura. Esto es: una forma de la conciencia que regresa a la escena de los hechos: a la infancia, a la familia, a las drogas, a las muertes, a los pibes chorros como ángeles y héroes. A todo eso. Pero lo hace no bajo el modo de un regreso escandalizado y moralizante. Si vuelve sobre los hechos es para reparar -en el sentido de tratar cuidadosamente- todo aquello que ocurrió mientras sentía que solo a velocidad de vértigo se remeda la humillación de la pobreza. La herida ya estaba ahí: el descubrimiento fue, en todo caso, la adrenalina. El retorno a las escenas del pasado no conlleva para el narrador ninguna clase de renegación. Si busca algo es más bien restituir aquello que se pasó por alto durante la ciega carrera que el niño resentido emprendió en busca de una ilusión que aliviase, una forma inmediata de justicia. No hay, por tanto, paso del niño Resentido al adulto Arrepentido, sino al sujeto Narrativo. El Arrepentido, por otra parte, no hace sino equivocarse dos veces. La narración, en cambio -me refiero a este ensayo específico-, hace algo más osado y valioso: reabre los recuerdos más doloridos, aquellos en los que un orgullo astigmático y mortífero se revela incapaz de proporcionar la fuerza redentora que solo le otorga la poesía. Transcribo un fragmento: “Nunca brillé tanto como cuando fui delincuente. La belleza de robar consistía en la dichosa ilusión de que la justicia podía saborearse un instante. Toda la sumisión retenida en la saliva durante generaciones se abreviaba, superaba y transformaba en los avances de un altivo malón”.
“La sumisión retenida en la saliva” (durante generaciones) y “el malón altivo” son los temas del orgullo y del honor. De un lado brillo, justicia y glamour. Del otro -y como contracara-, la humillación y la vergüenza brotando de esa herida irreparable de la infancia pobre. Lo primero aparece como embelesamiento temprano al ver a los pibes que “rochos”, enfundados en ropas deportivas de marca, paseando en motos caras que son conquista de un poder de desplazamiento que contrasta con la fijación en el gueto, y también señales de una revancha ostentativa, gracias a la cual unos cuerpos oscuros empoderados se pasean montando tesoros arrebatados a las clases sociales merecedoras. Lo segundo, como zonas necesariamente negadas en la carrera individual hacia un destino al que algunos llegan primero y otros después: proyectiles que caen sobre el cuerpo de los pibes, arruinándolos, despedazándolo. Balas disparadas por propietarios, por miembros de otras bandas o por policías. Esas zonas insensibilizadas, necesariamente narcotizada por la adrenalina, son las del sufrimiento de quienes amando a estxs pibxs que van al muere quisieran salvarlos, protegerlos (madres, abuelas, amigxs); pero también la de los giles que pierden, y que permanece como un fondo burgués indiscriminado (del que hay pocas noticias para el Niño Resentido: personas que viven en la riqueza, ciudad misteriosa de la que surgen médicos que salvan vidas y, más tarde, gran mercado del que surgimos -indispensables- los lectores), zona inerte que solo puede ser asolada por el malón, por la inoperancia o la distracción estatal.
Hay también una zona alucinada, dominada por la fascinación con la acción, con la propia audacia física y los consumos que la favorecen. La acción es la única proveedora de una sensación real de resarcimiento. Hay, finalmente, una zona más, inexistente, que es la indiferencia ante la posibilidad política. Lo político está totalmente fuera de alcance. 2001 apenas como un desfile de luchadores que dice algo, un padre de un compañero colectivero y votante del MAS. Son apariciones fugaces de una práctica incapaz de decirle nada a quien busca invertir jerarquías (aunque fuera exclusivamente en el terreno de la ilusión), que no tiene nada para comunicar a estos sujetos heridos, a los que la rebelión podría convocar, volviendo socialmente conducente su acción directa y valorándolos en su condición moral de humillados que no se han doblado para humillar a otros. Son estas zonas descuidadas las que ahora son de algún modo rescatadas.
Que un libro en el que relucen pulsiones de accesos violentos a lo prohibido y donde se aprende a admirar a esos machacados héroes de una brevísima justicia social tenga lectores en la Argentina de hoy, desmiente el fiat de la nueva generación reaccionaria de escritores, pulverizadores y contrainsurgentes, hechos solo de carne y alma, sin cuerpo ni calle. La refutación está en el modo en que lo múltiple real resiste a lo simple. El Niño Resentido tiene tantas personalidades simultáneas como recursos verbales tiene el narrador a la hora marcar el texto. Ahí encontramos expresiones como “gaznápiro” y “distimias” para probarlo: la primera proviene del lunfardo y quiere decir torpeza, ignorancia, rusticidad; y la segunda procede del vocabulario psiquiátrico y remite a profundas y prolongadas depresiones. Murmullo callejero y poder psiquiátrico. Contra esta coexistencia de experiencias funciona la censura de nuestra época. Por eso entusiasma imaginar lo que sucede en el lector que trata de entender ese deseo de “morir brillando” y de un cuerpo joven que comienza a sobrar. Y que enseña algo sobre un resurgir por medio de la escritura, de la organicidad recompuesta en su actividad propiamente lingüística.
Leo El niño resentido como un libro contra la sociedad argentina, por el modo en que acepta el castigo que se le ha impuesto. Como si la pena fuera merecida y la condena un indicador de una falta cometida (pero ¿cuál fue esa falta? ¿la sumisión?). Lo leo contra la silenciosa interiorización de una vergüenza que quisiéramos ver arrojada al rostro de los poderes castigadores. Sólo el revolucionario de izquierda y el escritor consecuente, siguen buscando respuestas ahí donde no la hay. Esta insistencia en la imposibilidad nos confronta con una complejidad inconmensurable del mundo y de los sujetos, que persiste a pesar de la agresión de los grandes simplificadores, jueces impiadosos o inquisidores de una supuesta batalla cultural.
Buenos Aires, 5 de marzo de 2024.