En septiembre de 1982, Jean Genet fue uno de los primeros extranjeros en entrar al campo de refugiados de Chatila en Beirut, apenas sucedida la masacre en la que allí y en Sabra murieron cientos de palestinos de manera atroz, a manos de milicias cristianas habilitadas para ello por las fuerzas de ocupación israelíes (“En Chatila, en Sabra, unos no-judíos han masacrado a unos no-judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?”, dirá cínicamente días después el primer ministro Begin ante el parlamento israelí). La operación estuvo coordinada por el futuro primer ministro Ariel Sharon, en ese momento ministro de defensa. El hecho sería calificado como un acto de genocidio por la Asamblea de las Naciones Unidas.
Bajo estado de conmoción Genet redacta un texto tremendo, de amplia repercusión internacional, que titula Cuatro horas en Chatila (“—¿Viene de allá? (su dedo apuntaba a Chatila). —Sí. —¿Ha visto? —Sí. —¿Va a escribirlo? —Sí. Me devolvió el pasaporte. Me hizo una señal para que me fuese. Los tres fusiles se bajaron”). Años más tarde vuelve a escribir sobre la causa palestina en Un cautivo enamorado (Un captif amoureux) -publicado póstumo a partir de los manuscritos en los que trabajaba al momento de morir en 1986. Se trata de una memoria de sus encuentros con los fedayines (combatientes), junto a los que había vivido dos años en 1970 en los campos de refugiados de Jordania (“he vivido la época jordana como un cuento de hadas”, escribe luego de Chatila).
Este apunte nace por la curiosidad de una mención extraña. La que testimonia la presencia de Spinoza, uno de los mayores tesoros culturales del pueblo judío, en los campamentos palestinos. En Un cautivo enamorado el nombre de Spinoza aparece en dos ocasiones. En la primera a través de Alí, un muchacho que moriría en la masacre de Tel al-Zaar, en agosto de 1976. Genet pone en su boca que “En Tel al-Zaatar los jefes -dice los jefes, no los responsables- hablan entre ellos por lo bajo, a veces en voz muy alta, como si fuéramos incapaces de entender lo que dicen. Desarrollan elevadas especulaciones en las que Spinoza está siempre presente a pesar de sus orígenes… Nosotros, los simples fedayines, nos callábamos para escuchar” (Cemal Bali Akal recuerda este pasaje en un precioso libro reciente sobre la pintura holandesa del siglo XVII y la filosofía spinozista).
Poco más adelante, se evoca nuevamente a Spinoza en boca de Moubarak, un fedayín palestino negro proveniente de Sudán, con quien Genet mantenía largas conversaciones sobre la negritud (“Los negros -le dice en una de ellas- no podemos existir por nuestra inteligencia. Sólo podemos decir que existimos si nos metemos bajo la piel de otros”). Y luego: “Como negro, me forzaron [a aprender la lengua árabe], pero soy animista. El único jefe que admito es un judío, Spinoza”.
Después de haber sido abandonado por su madre y conocer desde niño la vida en correccionales, orfanatos y prisiones, Genet desarrolló el arte de sobrevivir al margen de la ley sin dejar de mostrar la sordidez de los “normales” y la criminalidad de los valores socialmente admitidos. Quizá ese malditismo ya no es sostenible para nosotros por haberse convertido en una ingenuidad -en el mejor de los casos. Pero importa detenerse en un motivo extraño que, aunque poco advertido, aparece muy recurrente bajo la pluma de genetiana: la belleza, el contenido político de la belleza, “la fuerza de esa dicha de ser [que] también se denomina belleza”.
Esta palabra, a la que adjudica un sentido complejo, quizá sea la que orienta su compromiso y su búsqueda de un arte de vivir (es decir de hacer algo con lo que hicieron de nosotros, como quería Sartre): “En las bases palestinas, durante la primavera de 1971, la belleza estaba sutilmente difusa en un bosque animado por la libertad de los fedayines. En los campamentos de refugiados la belleza se establecía como el reino de las madres y los hijos, y era diferente, un poco más ahogada”. El propósito de la revolución no es -escribe en el texto sobre Chatila- la libertad o la virtud como propone Arendt. Más bien, “haría falta tal vez reconocer que las revoluciones y liberaciones se dan (en el fondo) con el fin de encontrar o reencontrar la belleza”, pero en un significado no habitual de la palabra: “por belleza entendemos una insolencia reidora a la que desafían la miseria pasada, los sistemas y los hombres responsables de la miseria y de la vergüenza, pero una insolencia reidora que percibe que el estallido, lejos de la vergüenza, era fácil”.
El estallido, sin embargo, no es fácil. Tampoco sabemos ya si es deseable, en caso de haberse desvanecido todo horizonte emancipatorio que pudiera dotarlo de sentido. Solo sabemos que es inevitable cuando se produce, e imposible si no lo hace. Tal vez el signo que el nombre de Genet encripta -el elogio del mal y la transgresión- sea objeto de una obsolescencia. No así las condiciones que motivaron su tan singular escritura, su compromiso con las vidas breves y su repulsa de tanto daño.
En tanto, es hermoso imaginar que el nombre de Spinoza es atesorado por millones de judíos que en Israel y en todo el mundo se oponen a la masacre de Gaza, tanto como entre quienes se resisten a ser destruidos y encuentran en sus ideas cosas que pensar, y en él a un compañero.
[En la imagen, Genet en un campo de refugiados palestino de Jordania, 1971]