Sobre el debate que surgió a propósito de la experiencia #EntrenarLaFiesta, del grupo ORGIE
El debate comenzó cuando un texto de Silvio Lang, titulado “Descaretizar la fiesta” y publicado en este blog Lobo Suelto, a propósito de #EntrenarLaFiesta, seminario-happening bailable organizado por ORGIE (Organización Grupal de Investigaciones Escénicas), fue recusado por Juan Laxagueborde: «Si hay algo que no se puede preparar, entrenar o prever es el comportamiento para una fiesta (…) Lo único que queda de toda esta vida gris es la promesa de una fiesta, de algo más allá del barranco, una especie de renacimiento, un milagro (…) El único entrenamiento para la fiesta es la vida misma, dañada, el ritmo cotidiano del trabajo, que prepara para la apoteosis, el no cálculo, que supone la fiesta”.
Desde su página oficial, ORGIE respondió a esto con un comunicado en el que afirma: “La fiesta no es para nosotros una generalidad apolítica, separada del mercado, deshistorizada y espontánea, sino una fabricación deseante de cómo queremos gozar y enfiestarnos-relacionarnos y como tal exige ser pensada, elaborada, investigada, disputada, preparada, practicada y entrenada tanto como los cuerpos militantes lo hacen en el motín, la asamblea y la insurrección, con organización y formación política, activismo y procedimiento artísticos, práctica de deportes, ensayos y entrenamiento de tácticas de guerrilla y defensa urbana, hartazgo y odio, etc.”
El intercambió generó una amplia variedad de reacciones, poniendo sobre el tapete un tema interesante para pensar. La propuesta de ORGIE, con el provocativo título (y aparente oxímoron) de “Entrenar La Fiesta” (ELF), abrió un interrogante ahí donde parecía no haber más que el reino de la obviedad estéril. A partir de suspender la verdad axiomática de la primera impresión, por la cual la fiesta no era algo que pudiera ser entrenado; ORGIE permitió una pregunta que no parecía posible, y que ahora se revela como necesaria: ¿se puede entrenar la fiesta?, ¿cómo?, ¿qué implica tal cosa?
En primer lugar, sería mejor aclarar (y declarar) una diferencia, si es que acordamos sobre esto. Por “fiesta” no se está refiriendo Laxagueborde (ni nosotros) al sentido en que se usa la palabra cotidianamente sino a esa otra, que podría darse, incluso por afuera de una “fiesta”, en el sentido cotidiano de la palabra: la Fiesta con mayúscula, ese estado de excepción que parece bordear la imagen del carnaval, que elijo llamar “fiesta-acontecimiento”. Así, a la fiesta de la industria cultural la dejamos por el momento fuera de este debate. La pregunta pasa entonces a ser sobre qué es ese acontecimiento y si hay algo que los seres humanos podemos hacer para provocarlo, invocarlo, etc., o no. Afirma Laxagueborde: “La fiesta sucede poco y vale poco nuestro optimismo o la voluntad de hacerla, sucede generalmente por sobre nosotros, nos pasa por arriba. El punto es si entrenarse para una fiesta venidera no es negarla, preestabecerla para dominarla. (…) Me parece que fiesta es algo que nos agarra de un rapto, que es ingobernable e inesperada”
Acordemos en que la fiesta-acontecimiento (o tal vez, incluso, ya podemos hablar lisa y llanamente del acontecimiento), es: “ingobernable”, en el sentido en que lo es, por ejemplo, el inconsciente. El tinte metafísico que le fue adjudicado a las palabras de Laxagueborde, aparece en frases como “por sobre nosotros, nos pasa por arriba”. Por ejemplo, el inconsciente no nos pasa por arriba, es lo más simple y llano y cotidiano que hay. Lo que nos pasa por arriba es la conciencia, lo imaginario. Existe una sustancialización metafísica del inconsciente que circula a veces, errada. Propongo reemplazar esto por una mirada más materialista (no por eso determinista). El inconsciente está hecho nada más y nada menos que de las miles de imágenes, palabras, afectos, cuerpos, relaciones, que le damos de comer en nuestra experiencia de vida. Inconsciente es el cuerpo, inconsciente es el lenguaje; lo más cotidiano del mundo. Está hecho de lo que lo alimentamos. No es mágico. El acontecimiento tampoco es mágico. Es simplemente la emergencia de una configuración diferente de las relaciones. Una configuración no determinada; puede ser impredecible (impredecible su nueva configuración, seguramente), no determinada por los agentes determinantes de la experiencia que normalmente rigen la vida. Pero, ¿de dónde sale? No sale de algo mágico (la imagen del “rapto”, tiene una connotación evidentemente mágico-romántica). Si todo lo que hace el ser humano cotidianamente es entrenarse en ser cada día más igual a sí mismo: ¿la disrupción, no debería implicar, por lo menos, un contra-entrenamiento? Pensemos entonces en un contra-entrenamiento para la fiesta. Invito a que observen que un contra-entrenamiento implica a su vez un entrenamiento. La imagen instataneísta del acontecimiento, o de la revolución, suponen una intervención cuasi-magicista: ¿cómo no habrá entrenamiento para la revolución? Si no estudiamos, no aprendemos, no practicamos, si no ensayamos, ¿cómo esperamos que mágicamente aparezca algo distinto? Sobre todo, cuando la vida cotidiana es una vidriera permanente de cómo el acontecimiento fracasa en cada momento; gracias a las relaciones y hábitos impuestos, y entrenados. (Gracias a ese silencioso entrenamiento nos dominan).
Por otra parte: para clarificar algo de la palabra “entrenar”. Nadie dice que implica “un saber que es enseñado”, como afirma el sociólogo, es decir, como una instrucción sobre la forma que debe tener esa fiesta-acontecimiento. Estamos de acuerdo en que no implica eso. Importante entender el concepto de procedimiento. Lo que se trasmiten son procedimientos, modos de hacer. Pero esos modos son disparadores para la experimentación y el devenir de otros, y de ninguna manera determinan una forma final específica. A quienes lean esto incrédulos, les aseguro que si estuvieran ahí constatarían lo que estoy diciendo. Por lo tanto, la trasmisión de una serie de procedimientos para la experimentación no configura ninguna predeterminación ni “gobierno” de la experiencia, sino herramientas (como armas, escudos o lanzas), sin las cuales, ¿a qué guerra podríamos lanzarnos, sin más armas que las que, ya presentes en nuestro cuerpo, se direccionan en sentido contrario, gracias a nuestro entrenamiento cotidiano en la sumisión? De las tres horas que dura la experiencia de ELF, una hora y media se usa en bailar libremente, sin que nadie prohíba, dictamine, siquiera hable, y en donde los procedimientos originalmente practicados se deforman, mutan, y se convierten en otros; dando lugar a nuevas y sorpresivas formas. Pero esa “sorpresa” (consecuencia de lo inesperado) jamás hubiera ocurrido si antes no nos hubiéramos entrenado, por lo menos, en nuestra capacidad de salir de nuestras casas, con nuestros hábitos y comodidades; para agendarnos un espacio y tiempo, estar ahí, prepararnos, organizar, esforzarnos, escuchar, transpirar, y luego jugar, finalmente vivir, ahí, con esos cuerpos en ese lugar, y con esas armas (u otras, pero siempre otras, que alguien –o alguienes–, fabricaron, tal vez inconscientemente).