Un común vivir // Marcelo Percia

Vivir con otros no equivale a un común vivir.

Hace falta advertir que el con otros puede hacer daño.

El con otros puede lastimar a través de la burla, el desprecio, la indiferencia, la desaprobación, la falta de amor, el rechazo, la exclusión, el sometimiento, la manipulación, la discriminación, la desconfianza, el hacer sentir inferior, la desvalorización, el infundir terror.

 

Bajo diferentes acciones, el con otros puede comprimir la vida.

El con otros puede actuar como eco de una moral que ordena, condena, premia.

El con otros puede solicitar uniformidad y acatamiento a la voz de un Amo.

El con otros puede amontonar desemejanzas y obligar al parecido.

 

No en la semejanza sino en la infinita disparidad reposa lo vivo.

 

Conviene reservar la idea de un común vivir para cercanías que no mandan ni prescriben, que no sancionan ni castigan, que no recompensan ni condecoran.

Para cercanías que se saben delicadas y provisorias, gustosas y quebradizas.

 

Conviene reservar la idea de un común vivir para proximidades que no demanden homogeneidad ni festejen lo unísono. Que no fomenten respuestas reflejas de cuando reír y cuando aplaudir.

Proximidades que no obliguen reverenciar, venerar, repetir, lo que un poder espera escuchar.

 

El culto de una autoridad no ayuda a pensar, solo sirve para disputar quién interpreta mejor su voluntad.

 

Homogeneidades comienzan como simplificaciones perceptivas y terminan como atribuciones que constriñen a pertenecer a lo mismo.

 

Escribe Gombrowicz (1951): “Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen de nosotros o entre nosotros? Si en un concierto estallan aplausos, eso no quiere decir que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otros, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse a esa desquicia colectiva. Todos se comportan como si estuvieran entusiasmados, aunque nadie se sienta  entusiasmado, al menos hasta tal punto”.

Emociones, ¿surgen de nosotros o entre nosotros?

No brotan de fuentes personales ni de pluralidades individuales entramadas, tal vez se trata de oleadas que golpean sensibilidades que se estremecen sin saber del todo por qué.

Cierto: cuando un auditorio estalla en un simultáneo aplauso no todas las sensibilidades sienten ni celebran lo mismo.

Las coincidencias se presentan como efectos temporales antes que como sincronías sentimentales.

 

Lo unísono, a veces, sobreviene como una decisión de anclar la vida, por un momento, en un solo tono: un fingido silencio que suspende los sonidos del mundo.

 

Escher, "Bond of Union" (1956) | Arte

M.C Escher, Bond of Union, 1956

 

No se resuelve la cuestión de un común vivir diciendo que hay que respetar el ritmo de cada cual o las diferencias de cada quien. Ni repitiendo que se está a favor de la singularidad, del deseo, de la palabra de cada sujeto. Volviendo a confundir sujeción con soberanía.

Eso no alcanza.

Como escribe Horacio González (1996): “Deberíamos pensar otra cosa y no sabemos qué. Ese no saber es lo que nos interesa”.

 

Se necesitan imaginar composiciones pasajeras. Rompientes de pasiones que se impulsan y expanden hasta desaparecer absorbidas en la arena. Urdir singularidades como súbitas conversaciones entre lenguas intraducibles. Presumir atonalidades, barullos, algarabías indisciplinadas. Estimar juegos rítmicos entre disonancias que se aproximan en los desacordes.

No se pretende poetizar la idea de una singularidad no individual, se quiere volver más amable la inadecuación entre lenguaje y vida.

 

Conviene reservar la idea de un común vivir para disparidades que no se ajustan a los lugares asignados.

Vagabundeos que no se someten a consignas unificadoras.

 

¿Hay una vida así?

Tal vez en algún momento de la amistad y el amor, en la inesperada alegría de la fiesta o la de un juego no reglado.

 

Pichón Riviere sostenía que un conjunto de vidas separadas por una multitud de diferencias necesitaban una tarea en común para agruparse.

Entendía que la homogeneidad de una meta conjugaba y potenciaba heterogeneidades.

Sin embargo, se insiste aquí en un común pensar sin finalidades preconcebidas. Pero tampoco como deriva y naufragio.

Un común estar como la sola partida, el solo desprendimiento, el solo desasimiento.

Ya no la figura del objetivo común ni las metáforas de la navegación y el naufragio.

Un común estar como comienzo de un exilio o una separación de las restricciones que la idea de mismidades individuales impone.

Después de todo el artificio de una mismidad funciona como reducción o limitación o privación que persigue sustraer un poco del vértigo de lo vivo.

 

¿Se puede estar así en la vida, en la enseñanza, en la clínica?

¿Para qué insistir en la preposición de un común vivir en lugar de decir como todo el mundo una vida en común, una vida en comunidad, una vida en sociedad?

Porque quizás algún día se pueda o, al menos, para que no se naturalice una limitación actual como límite o cerco para un vivir venidero.

 

Se trata de prevenir fanatismos colectivos.

Violencias con y sin uniformes. Indolencias que dañan y matan.

 

Necesitamos pertenecer a algo aunque esa filiación estreche, comprima, amordace.

Insistimos en ir hacia lo común para buscar amor.

No sabemos otro modo posible de sosiego.

La amenaza de no reconocimiento actúa como presión para la integración comunitaria: extorsión normalizadora.

 

No se trata de vivir con otros, sino de vivir con otras vibraciones incapturables, con otras disidencias inclasificables, con otras soledades irreductibles, con otras aflicciones inimaginables, con otras complicidades imprevisibles, con otras formas de abrazar, con otras recepciones de lo no sabido.

Entonces, vivir en proximidad de lo incapturable, lo irreductible, lo inimaginable, lo imprevisible, lo siempre extranjero y no sabido.

 

Una de las meditaciones  de John Donne (1624) en sus días de enfermedad dice:

“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. / Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, / como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. / Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, / porque me encuentro unido a toda la humanidad; / por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

El escritor inglés escribe este fragmento en momentos en que siente la proximidad de la muerte. Escucha el sonar de las campanas de la catedral como anuncio de una existencia difunta próxima de la suya.

Las metáforas de la isla y el continente y de la parte y el todo recorren el pensamiento de lo común.

Lo mismo pasa con la imagen de que todas las vidas están unidas en el instante de la muerte. Como dicen los versos de las coplas de Manrique (1501): “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir…”.

 

No conviene repetir que se es parte de un todo como los órganos de un cuerpo.

Lo común se siente como embriaguez de cercanías y necesidad de las lejanías, se experimenta como mareo, como cuando se comienza a girar con los ojos cerrados no sabiendo si confiar en los sentidos.

Conviene discutir la idea componentes de una totalidad cuando se trata de pensar lo común.

Se necesita rehusarse a considerar lo común como una materia completa y entera de una existencia conjunta que se divide en elementos individuales.

Hace falta pensar la vida como demasía en la que se está, se lo sepa o no, en tanto sensibilidades expuestas y desamparadas en una común exposición y desamparo.

 

Escribe Rilke (1905) en El libro de las horas un poema, Hora grave, que dice: “Quien llora ahora en cualquier parte del mundo,/ sin motivo llora en el mundo, llora por mí./ Quien ríe ahora en cualquier parte de la noche,/ sin motivo ríe en la noche,/ ríe de mí./ Quien va ahora a cualquier parte del mundo/ sin motivo va por el mundo,/ y va hacia mí./ Quien muere en cualquier parte del mundo,/ sin motivo muere en el mundo,/ me mira a mí”.

Conmueve lo que escribe Rilke. Se advierte cómo esa ilusión de mismidad se ve traspasada, como las demasías desbordan territorios posesivos del mínimo yo. El llorar de todos los llantos, el reír de todas las risas, el ir de todas las partidas, el morir de todas las muertes, pulveriza angosturas de las conciencias, sus posibles resguardos y duplicaciones.

La gravedad de las horas necesita de una común recepción y, a veces, ni siquiera eso alcanza.

La gravedad de las horas, la enormidad de lo que estamos viviendo, todavía no puede pensarse.

Nunca antes la atracción de las cercanías se había tornado tan peligrosa.

Muertes y contagios aceleran pulsaciones, musculaturas ateridas chocan contra los fríos muros del encierro.

Conviene plantar una diferencia entre la ira y el odio. Mientras el odio desea dañar, la ira dice basta a lo que daña.

Manos maliciosas no implantan deseos de destrucción.

Odios, que brotan de la desesperación, exigen salvación matando.

Cuando las rutinas contenedoras del mundo del capital fallan, crueldades agazapadas -que anidan en las indolencias naturalizadas- se desatan.

 

Un acto de crueldad, en cualquier lugar que estalle, llama a que pensemos no en una personalidad maligna, sino en el mundo que lo hizo posible.

 

Hablas de las derechas se aferran a la ilusión inmunitaria del odio. La aversión como desmentida de la intemperie planetaria. Las consignas “déjennos circular” o “las escuelas no transmiten tanto el virus” expresan necedades y confusiones destructivas de pasiones individualistas.

 

En el último año comenzamos a representar una vida en común según la metáfora de las burbujas.

Burbujas protectoras, porosas, flexibles, livianas. Burbujas refugios de supervivencia.

Una banda de rock estadounidense The Flaming Lips (algo así como labios en llamas) realiza en 2020, en medio de la pandemia, dos recitales en Oklahoma en los que quienes asistieron escucharon y bailaron encerrados en burbujas plásticas.

Cada burbuja tenía espacio para tres convivientes. Contaba con un altavoz para escuchar el concierto, una botella de agua, un ventilador a pilas, una toalla, un cartel con la frase «tengo que orinar” y otro con la de “hace calor aquí».

El tiempo en que una vida que respira puede permanecer en estos espacios es de una hora y diez minutos.

 

Otredad -2019-2020

Otredad -2019-2021, Pedro Fz., fotografía

 

La idea de burbuja conmueve la ilusión de individualidad. Subvierte fronteras corporales, concibe islotes no personales, instala una interioridad no interior.

Una delgada silicona simula una piel común.

Un globo de aire en el que se acompasan latidos de varios corazones.

Sabíamos burbujas de clase, burbujas coloniales, burbujas de género, burbujas hetero-normativas, burbujas familiares, burbujas universitarias, burbujas urbanas, burbujas de impunidad.

Ahora también sabemos burbujas inmunitarias.

Tal vez algún día se sepa lo que ya se sabe: todo lo vivo reside en la sola burbuja planetaria.

 
 
El pensamiento europeo inventa la ficción de otredad como frontera de nieblas, como frente de tormenta, como horizonte inalcanzable.

Conviene pensar lo que se llama otredad sin contornear superficies de cuerpos capturados.

No alcanza con sumar clasificaciones: el otrola otrale otre.

Se necesita pensar en soplos que expanden misterios e íntimos suspiros.

No se pretende una poética de las otredades, sucede que no hay otra manera de decirlo: se trata de ternuras de aire, brisas de fuego, desgarraduras de agua.

Repentinas proximidades entre existencias que, mientras conversan y se acarician, no se conocen, ni se identifican, ni se comprenden.

Empatías, simpatías, antipatías, sirven, a veces, para aplazar la incógnita interminable de una vida.

Suelen cubrir con relatos convencidos ese lugar de no saber.

Hay atracciones inmediatas y rechazos automáticos, también cercanías que estremecen y emocionan sin que medien historias y explicaciones.

Sensibilidades traspasan fronteras: a eso se llama afectación. Pero esas demasías emocionales aturden sentidos, aceleran latidos, transpiran en las manos. Se sueñan y deliran.

Empatías, simpatías, antipatías, se vivencian como narrativas que rescatan a las sensibilidades del desconcierto.

El inaudible musitar de las cercanías no corresponde al rubro del conocimiento.

Se trata de proximidades silenciosas entre cordialidades que saben desconocerse respetando lo irreductible. Absortas ante esos extraños pliegues de lo vivo.

 

Desde antes de nacer, amorosas acogidas que abrigan, acarician, apalabran, accionan para que una ávida existencia, para no sucumbir, se abrace a la ficción de una interioridad.

Movimiento paradojal de invención de una interioridad forastera: una interioridad fuera de sí.

 

Un poema de Wislawa Szymborska (2012) se llama ABC, dice así:

“Ya nunca sabré / qué pensaba de mí A. / Si B. llegó a perdonarme de verdad. / Por qué C. aparentaba que no pasaba nada. / Qué papel jugó D. en el silencio de E. /…Qué esperaba F., si es que esperaba. / Qué aparentaba G., a pesar de estar segura. / Qué quería ocultar H. / Qué quería añadir I. / Si el hecho de que yo estuviera a su lado / tuvo alguna importancia / para J. para K. y para el resto del alfabeto”.

Este texto podría recordarse como el abecedario de las soledades. Todas sus preguntas van precedidas de un “ya nunca sabré”.

Tal vez se trata de eso: imaginar un común vivir entre cercanías que nunca se supieron, ni se saben, ni se sabrán.

Un común vivir que, sin embargo, sí sepa un común desamparo y la común intemperie planetaria.

Y que también sepa un radical rechazo de lo que daña llámese individualismo o capitalismo, sujeción o normalidad.

La tecla Ñ

 

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