Un cactus en medio de Spinoza. Viabilizar la pasión por la lectura en medio de la crisis // Diego Sztulwark

En octubre de 2003 se publicaba En medio de Spinoza, una buena parte del curso dado por Deleuze en 1980, en la Universidad de Vincennes, sobre el autor de Ética. El libro es una bomba: ofició de fondo conceptual de una época. Como la feria La Salada o como los clubes de trueque de la Argentina emergentes de 2001, Cactus nacía como una estrategia que viabilizaba la pasión por la lectura en medio de la crisis. Más que una editorial, Cactus es lo que podríamos llamar un “modo de ser”, que toma forma en las aulas de la Facultad de Sociales de principios de siglo, en medio de una eclosión de la que solo sobrevivirían los grupos y colectivos capaces de tomar distancia del mundo.

En medio de Spinoza (reeditado con las clases completas en 2006) venía para responder una pregunta urgente: ¿cómo hacernos filósofos en aquel contexto? Quince años después, podemos decir algo importante: Cactus representa un pequeño pero nada insignificante éxito generacional, el de haber hecho y sostenido hasta el día de hoy la experiencia de sumergirnos por nuestra cuenta y riesgo en la alegría de la filosofía, de crear nuestros hábitos y mundos de lectura, de apropiarnos del archivo europeo, de hacer las conexiones más libres y tal vez las más delirantes. Su persistencia catalizó la decisión biográfica (de grupo) de reinventar una relación con eso que aún llamamos filosofía y que prefiero (como muchos otros) llamar para mis adentros “spinozismo”. Un nuevo spinozismo. Eso es Cactus para mí. La proliferación de prácticas y discursos de una inmanencia radical en una nueva geografía, y en torno de la fuerza centrífuga de la crisis.

¿Y por qué era tan importante este libro sobre Spinoza para aquel contexto y probablemente también para el actual? Arriesgo mi opinión: creo que Deleuze traza en estas clases tres líneas que conforman un protocolo para la experimentación vital:

  1. No existe algo así como un mundo armónico, representable y preconstituido, a la espera de nuestro feliz arribo: la experiencia vital consiste siempre en organizar encuentros, componer relaciones, crear una cierta política de los afectos. En Spinoza hay un composicionismo.
  2. La ética –como opuesta a la moral, que enarbola valores trascendentes– es la práctica de evaluar los encuentros y las relaciones de modo tal que posibilite la extracción de conocimientos existencialmente útiles para esta política de la vida (el trayecto nunca del todo realizable de aprender a vivir).
  3. La crítica al poder como proyecto que obstaculiza esta política difundiendo tristezas (premios y castigos).

El libro es también el primero de la serie “Clases”. Esta serie tiene la importancia extraordinaria de descubrir para nosotros a un Deleuze profesor, ya esbozado en sus libros bajo la imagen de un camino al desierto, como una reivindicación de una cierta experiencia de la soledad. En la medida en que lo social se nos impone como capas hechas de consignas, de poderes y hasta de crueldades, una pedagogía de la soledad querría decir, quizás, invitar a descubrirse a uno mismo como una multiplicidad con velocidades propias –ese sería el desierto, uno mismo como desierto, recorrido por unas poblaciones nómades que serían las propias multiplicidades–, una libertad para crear las conexiones que necesitamos.

Deleuze profesor despliega en las clases una serie de comentarios que intercala en medio de sus exposiciones, tales como la necesidad de que sus alumnos no le dirijan preguntas inmediatas cuando él está haciendo el esfuerzo de explicar algún concepto nuevo. Les dice: “Esperen, al menos un día. Que decante en ustedes lo que charlamos hoy”. En otro momento aconseja: “No objeten a los autores que no les gustan. No pierdan el tiempo. Vayan directo a aquellos con los que tienen una afinidad”. Esa afinidad se detecta bastante rápido, no hay que leer toda la obra de un filósofo para darse cuenta si va con uno o no. Es un consejo muy importante, ya que –advierte– si se ponen a criticar todo serán filósofos amargos, pero si en cambio encuentran a los autores que aman “encontrarán allí sus moléculas”. En otro momento, pide a los asistentes al curso que cuando él emplea un concepto técnico, abstracto, sean capaces de recibirlo movilizando alguna imagen de su propia experiencia, incluso de su infancia, que sean capaces de asentar en su vivencia un concepto que viene de la tradición. Su pedagogía de la soledad –Deleuze habla de una “soledad poblada”, no de aislamiento y desolación– es convergente con su teoría de la lectura en la que el sentido nunca preexiste (ni siquiera en los grandes libros clásicos), sino que se crea por conexión entre el texto y un cierto “afuera”, es decir, por medio de un nuevo uso o funcionamiento.

Cuando le conté a Ignacio Lewkowicz que se publicaría el libro (conocíamos varias de esas clases porque ya estaban en Internet), me respondió que le daba pena. Opinaba que ese libro difundiría una ideología en el peor sentido del término: una retórica preñante capaz de bloquear el pensamiento –las preguntas–, dándonos la sensación de contar con todas las respuestas. Tan peligrosa como todas las demás, la ideología deleuziana (o rizomática) llegó a funcionar como superficie de justificación de un –no tan nuevo– hedonismo de mercado. Quizás sea cierto que a todo gran autor le toca hacerse cargo de sus rasgos caricaturales a partir de los cuales se torna manipulable. Hace unos años, publicamos juntos (Tinta Limón y CactusSpinoza, poema del pensamiento, un hermoso libro de Henri Meschonnic que indica un camino contra la neutralización ideológica de la filosofía: el poema. Es decir, una relación particularmente atenta con la dimensión afectiva del pensamiento como un mapa de intensidades del que depende la esquematización conceptual. Evitar que los puros conceptos se desvinculen de la tarea de crear modo de vida.

Un reciente libro de Cactus permite volver sobre lo hecho (traducciones, publicaciones, lecturas). Me refiero a Deleuze. Los movimientos aberrantes de David Lapoujade. Un libro riquísimo por muchas cuestiones (y que uso mucho en los grupos de estudio en los que trabajo), pero del que ahora me importa una sola frase: Deleuze “ha instaurado un procedimiento o un método perverso, que consiste en extraer una suerte de doblez del original estudiado que le permite pasar del otro lado del límite asignado por el original”. Lapoujade habla de “la más fiel de las traiciones”, puesto que el método de la perversión o del “plegado” repite el original para extraer de él, repitiéndolo, un nuevo pensamiento (un nuevo sentido). Y bien, ¿qué pervertimos con Cactus? Llego a contar, al menos, cuatro perversiones. La primera, la de la filosofía francesa –el archivo universitario europeo–, leída en su literalidad a partir de unas prácticas y unas condiciones muy diferentes. La segunda, la de la política o la revolución, sospechada como obstáculo y melancolía, a la que nos liga el gesto de la repetición solo para ver hasta dónde podemos inventarlas en un sentido muy diferente. La tercera, la del “optimismo” (y su reverso pesimista), viva en las autocomplacencias de la época –sean las “progres” o las “cínicas”–: como dijo una vez el amigo Jun Fujita, vivimos en un mundo de mierda, y nos maravillamos de que el amor y el pensamiento puedan ser aún posibles. La cuarta y última perversión, la de las lecturas programadas, académicas o no, puesto que al fin de cuentas toda programación tiene fondo teológico. Celebramos en estos, los quince años de Cactus, la más perversa (y eterna) desprogramación a la que podemos aspirar, la de este spinozismo del desierto que sigue haciendo valer sus espinas.

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