Conversación con David Lapoujade a propósito de su libro Potencias del tiempo. Versiones de Bergson.
Por Pablo Ires
Ante todo, queríamos preguntarte qué fue lo que te llevó hacia Bergson, qué problemas te condujeron a él, qué fuiste a buscar.
Siempre trabajé sobre Bergson, como estudiante y luego como profesor. Por empezar, es un gusto por su filosofía, un gusto que no me explicaba pero que exploraba, un gusto por los problemas que plantea, por su escritura elegante y directa. Luego ese gusto se vio reforzado y además desplazado con la lectura de Deleuze la cual me hizo amar a Bergson de otro modo. Pero si escribí este libro, es a causa de otro precedente sobre William y Henry James, Fictions du pragmatisme. Especialmente en Henry James, encontramos personajes que viven encerrados en una suerte de fuera de tiempo, como el personaje de la novela “La Bestia en la jungla” quien espera a lo largo de su vida el acontecimiento que lo debe transfigurar. Todo pasa como si él viviera en el exterior del tiempo que pasa. Y cuando “desciende” finalmente en el tiempo, es para aprender que es demasiado tarde, que el tiempo ha pasado… Ahora bien, es eso lo que me ha fascinado, la experiencia por la cual entramos en el tiempo para transcurrir con él, matar allí aquello a lo que estábamos atados, en lugar de situarse más allá y mirarlo pasar, quedando atados a pequeñas eternidades facticias. Me parece que es la experiencia misma del bergsonismo: pasar al interior del tiempo en lugar de pensarlo desde afuera.
Tu lectura de Bergson pone el foco en el problema de la libertad. ¿Cómo se vinculan la libertad y la crítica de la inteligencia? ¿Cuál es el sujeto de la libertad bergsoniana, o en todo caso, qué es lo que se libera y de qué se libera?
Pero la libertad es justamente eso para Bergson: descender en el tiempo y rencontrar allí la continuidad subterránea de la que estamos hechos. Como en Henry James, es una manera de romper con un destino prexistente. La libertad, en Bergson, es inseparable de la afirmación de uno mismo, de un yo profundo, como él dice. Ahora bien, ese yo profundo se confunde con las emociones más intensas que hemos experimentado en el curso de nuestra vida –lo cual no quiere decir necesariamente las más fuertes o las más violentas–. Solo entramos en el interior del tiempo por la emoción. O más bien, experimentar el pasaje del tiempo es sin duda la emoción más profunda en Bergson, la fuente de todas las demás, una emoción positiva, sin melancolía alguna. Entonces, ¿en qué compromete eso nuestra libertad? Es que el mundo social, con todas sus exigencias, no espera de nosotros más que acciones prestablecidas, todo un automatismo cotidiano, familiar, de cada uno. Es como un sistema de preguntas a las cuales uno no cesa de responder conforme a las expectativas de todo orden, político, social, conyugal, familiar, profesional. Se espera de nosotros acciones, palabras, reacciones, como si el mundo no cesara de preguntarnos a cada instante, de forma imperativa: ¿y ahora, qué hacer? Ahora bien, tenemos la impresión de que la emoción jamás responde a las preguntas que el mundo nos plantea, responde siempre al lado de ellas: es gracioso, es injusto, es perturbador, es intolerable, etc. La emoción es una respuesta que no está precedida, que no está determinada por ninguna pregunta previa. Solo que, la mayoría de las veces, no podemos hacer justicia a dichas exigencias de expresión, estamos obligados a ignorarlas. Ellas van a fundirse y a acumularse en las profundidades hasta llegar a adquirir en ciertas ocasiones una potencia explosiva. En el mejor de los casos, esta potencia se liberará en un acto o en una serie de actos expresivos que llegan a justificar aquellas reivindicaciones. Es, me parece, el acontecimiento inaugural del bergsonismo: el vínculo indisoluble entre el tiempo y la emoción, el tiempo como emoción fundamental, como afecto de la libertad.
¿Se puede pensar desde Bergson no solamente una crítica de la inteligencia, sino también una crítica de las emociones, o al menos de cierto tipo de emociones? ¿No existen sobre todo en la actualidad técnicas de control y formas de servidumbre completamente recostadas sobre lo emocional?
Seguramente, y Bergson no lo ignoraba. Sin duda, en la época de Bergson, ciertos melodramas en el teatro, ciertas novelas jugaban ese rol. Hoy en día, el deporte, el cine y la televisión, otros medios de comunicación pueden jugar todavía ese rol. No es difícil experimentar emociones dulces, fuertes, individuales o colectivas. El problema entonces es encontrar el criterio entre esas emociones –a las que Bergson llama superficiales– y las emociones profundas. La solución de Bergson es muy bella: son superficiales todas las emociones provocadas por el objeto que emociona. Un film triste hace llorar, una broma hace reír, un acto inmoral escandaliza, etc. Hay allí una causalidad evidente. Las emociones profundas son las que invierten esta causalidad. Son profundas todas las emociones que engendran su objeto, en el sentido en que ellas nos lo hacen ver bajo un aspecto radicalmente nuevo, como si nadie antes que nosotros lo hubiera visto bajo ese aspecto. En este sentido, una emoción profunda no nos emociona, nos enseña algo nuevo, inolvidablemente nuevo. Sí, la emoción no emociona, enseña.
¿Podrías explicarnos la distinción que planteás entre “atención a la vida” y “apego a la vida”? Teniendo en cuenta que siempre está en el horizonte el problema de la libertad, ¿pensás que esa distinción conceptual coincide también, o al menos implica, una alternativa política o ética?
¡Oh!, esa distinción no la planteó yo, sino Bergson. Solo que es verdad que nadie la había señalado, creo. La atención a la vida describe el mecanismo por el cual estamos obligados a interesarnos en lo que pasa en el mundo exterior para vivir en él. Define en Bergson nuestro “sentido de lo real”, es decir nuestra “normalidad”. Aquel que pierde momentáneamente el sentido de lo real es un soñador o un distraído; aquel que lo pierde de manera durable sufre de una patología mental o bien se volvió loco. El apego a la vida es algo completamente distinto y concierne un problema que Bergson sólo se plantea al final de su vida: ¿qué liga a los hombres con la vida? ¿Qué hace que los hombres se aferren a la vida? Ahora bien la respuesta de Bergson es sorprendente: es la moral y la religión aquello que los apega a la vida, al ligarlos con los otros miembros del grupo y con los dioses.
Ahora bien este concepto es, para Bergson, directamente ético y político, casi en el sentido en que Nietzsche hablaba de “gran política”. La última pregunta que plantea Bergson, en el último capítulo de su último libro, puede resumirse de la siguiente manera: en su carrera frenética de desarrollo industrial, en su consumismo, en sus guerras incesantes, siempre más devastadoras y mortíferas, ¿cómo se puede decir que el hombre está aún apegado a la vida?, ¿y bajo qué forma lo está? La pregunta que plantea Bergson es ya global, no es una pregunta de política interior o siquiera internacional, es una pregunta dirigida a la humanidad en tanto forma dominante de la vida sobre la Tierra. Es una pregunta cosmopolita en sentido estricto. Eso me parece muy moderno y cercano a muchos tipos de preguntas contemporáneas, aun si hoy en día toman otras formas.
Esta diferencia que describís, entre la “atención a la vida” y el “apego a la vida” parece tener relación con problemas de salud, enfermedad y locura, en síntesis con problemas de equilibrio. La sensación que nos daba era que en el primer momento de la diferencia, Bergson se concentraba en la operación humana que nos permite vivir sin volvernos del todo locos, en equilibrio. Y que más bien, al final de su obra, estaba más interesado por el “apego a la vida” que implica, así lo leímos nosotros, cierto desequilibrio, “volverse un poco locos”. ¿Cómo lo ves?
Es completamente así, salvo que el apego a la vida no exige volverse un poco loco; exige por el contrario salir de la enfermedad propia de la especie humana, liberarse de todas las ficciones religiosas a las cuales se aferra, según Bergson, de manera infantil. En este sentido, Bergson es efectivamente un filósofo “médico de la civilización”. Como en Nietzsche, el hombre se le aparece como una especie enferma. Y aquellos que parecen “un poco locos”, como ustedes dicen, son quizá quienes poseen la mayor salud. Soy muy consciente que al decir esto nos alejamos de la ortodoxia bergsoniana. A menudo se ha tenido la costumbre de leer Las dos fuentes de la moral y de la religión como un libro en el que Bergson se reconcilia con el cristianismo, pero el problema me parece completamente en otra parte, y mucho más moderno, mucho más actual. De cierta manera, tengo la impresión de que él dice lo siguiente: haría falta un acontecimiento tan importante como el del cristianismo para que el hombre ya no sea un animal enfermo.
“Intuición” y “simpatía” son a la vez palabras del lenguaje común y conceptos muy fuertes en la obra de Bergson. ¿Nos podrías aclarar qué lugar ocupan en ella?
La intuición en Bergson es uno de los conceptos más conocidos, también uno de los más controversiales. Durante mucho tiempo se ha visto en él una especie de sentimiento adivinatorio, cargado de simpatía justamente. Ahora bien lo que yo quería mostrar es que la simpatía es ciertamente inseparable de la intuición, pero que es completamente distinta de ella. La intuición es una relación de uno mismo con uno mismo. Bergson lo repite continuamente. Es una relación del espíritu consigo mismo. De modo que no dispone de ningún medio para “salir” de sí mismo. Ahora bien, es justamente la simpatía la que va a permitirle, no salir de sí mismo, sino enriquecerse con todas las alteridades que pueblan el mundo, al abrazar sus movimientos. Simpatizar es siempre simpatizar con un movimiento, es decir, para Bergson, con un ritmo de duración. Y el movimiento es el propio espíritu de la cosa, su sentido o su “conciencia”. Así, cuando abraza un movimiento exterior, el espíritu deviene otro; deviene la conciencia o el espíritu de dicho movimiento, en el instante mismo en que el propio movimiento deviene espíritu o conciencia. Un deleuzeano llamaría a esto un devenir. Deleuze y Guattari dicen: uno deviene animal si el animal mismo deviene otra cosa. Y bien, Bergson podría decir: el espíritu deviene movimiento exterior en la medida en que dicho movimiento deviene espíritu. Esta operación es efectuada por la simpatía, no por la intuición.
Decís en tu libro que “para Bergson como para Nietzsche la verdadera enfermedad no es estar enfermo, es cuando los medios para salir de la enfermedad pertenecen aún a la enfermedad (…)”. Entre esos medios se encuentran las relaciones sociales de obligación y obediencia. Suponemos, por tanto, que eso incluye las relaciones políticas. Si es así, entonces, el problema de la libertad ya no se jugaría en torno de las luchas políticas o de la resistencia a las obligaciones, lo cual nos mantendría dentro del círculo de la enfermedad, sino en torno de experiencias de despersonificación, de desyoificación, “místicas”, psicóticas, esquizofrénicas, decís en tu libro. ¿Esto es así? ¿El problema de la libertad abandona el terreno de la política y se desplaza al de las experimentaciones? Y si es así, ¿cómo podríamos caracterizar mejor estas experimentaciones? ¿Las pensás como experimentaciones que parten siempre de un individuo, o podrían ser colectivas?
No estoy seguro de que las alternativas de las que parten sean las mejores. Ya que todo está ligado. Usted no puede resistir políticamente si no ha hecho la experiencia de otra “visión” del mundo, aun cuando eso solo le haya sucedido una vez en la vida. La oposición no es tampoco entre la experimentación individual y la actividad política colectiva. Puesto que la experimentación es ya colectiva por naturaleza. Bergson lo dice a su manera cuando, en las Dos fuentes, habla de la propagación de las creencias en el mundo social. Hay allí efectivamente una dimensión interindividual, incluso infra individual, un proceso de difusión que procede a partir de focos radiantes. Pero es verdad que esta comunicación solo es posible porque se dirige a fuerzas infra personales, de allí la importancia de experiencias de despersonalización, en el fondo tan comunes. La oposición se jugaría más bien a este nivel, entre lo infra individual, lo más profundo para Bergson que podemos llamar lo distributivo y lo supra individual, lo que se acostumbra llamar lo colectivo. Y sin duda hay allí, entre los dos, tanto una lucha como un modus vivendi.
En relación al lugar que le atribuís a la noción de “acto libre”, y partiendo de la base que no parece ser una noción muy gestionable, ¿se te ocurre pensable una “política” a partir de dicha noción?
Si entendemos por una política un programa preciso, la respuesta es no. Pero habida cuenta del hecho de que el acto libre está cargado de todas las emociones reprimidas que nos constituyen, posee una dimensión política profunda, esencial, más decisiva quizá que toda “política”. Es que las emociones de las que está preñado el acto libre nos hacen literalmente nacer a la política. De manera muy sumaria, una política supone concebir un mundo posible mejor, posibilidad según la cual actuamos. Pero aquí, es ante todo una potencia afectiva la que nos revela el mundo como bello, innoble, escandaloso, injusto, sublime, afectos directamente políticos en el sentido de que nos hacen percibir y expresar de otro modo. Henos aquí en lucha contra las maneras en las que habitualmente se nos hace ver, hablar y actuar. Quizá es solamente bajo esta condición que podemos reapropiarnos de este mundo. Como digo en mi libro hay en Bergson más ira de lo que se cree.