por Maristella Svampa
Cuesta reflexionar sobre la ola de saqueos que ha recorrido el país en estos últimos días y no quedar preso de las imágenes y las declaraciones de coyuntura. Sin embargo, sin contar con un panorama del todo claro al respecto, hay por lo menos tres hipótesis interpretativas sobre las cuales me gustaría detenerme un momento.
Hay una primera hipótesis, que podemos llamar “catastrofista”, que suele asociar los saqueos al fin de época. Así ocurrió en 1989, cuando la hiperinflación arrasaba con el país, y lo mismo sucedió en 2001, cuando la desocupación y el hambre se conjugaron explosivamente con medidas restrictivas (el corralito). En la Argentina de hoy, las brechas de la desigualdad continúan siendo enormes y el deterioro de la situación socio-económica, en amplias franjas de los sectores populares, es mucho mayor que el que el Gobierno nacional estaría dispuesto a reconocer, cualquiera fuera la circunstancia. Pero 2012 no es 2001 ni tampoco 1989. No estamos viviendo un “fin de época”, pero tampoco un “freno a la paz social”, como declaró el funcionario Abal Medina. Tampoco éstos son, como se ha leído por ahí, los “saqueos de la abundancia”. Estos, como los dichos poco afortunados del funcionario más arriba citado, constituyen un insulto a la inteligencia, además de un acto de ceguera política.
La segunda es la hipótesis “conspirativa”: todo saqueo es organizado, y éstos aparecen asociados al incorregible peronismo, cuya base está en el conurbano bonaerense y otras grandes periferias urbanas. Lo particular en este caso sería, como bien apunta en este mismo diario Pablo Stefanoni, que por primera vez dichos dispositivos conspirativos (¿o serán llamados destituyentes?) buscarían atentar contra la estabilidad de un gobierno también de signo peronista.
Más allá de las internas peronistas, hay que tener en cuenta que, por lo general, la hipótesis conspirativa apunta a estigmatizar y descalificar a quienes son vistos como el “enemigo principal”. Algunas declaraciones gubernamentales se orientaron en esta dirección, acusando nada menos que a la CGT comandada por Moyano. No faltarán quienes comiencen a hablar de maniobras ocultas y manipulatorias por parte de un debilitado Duhalde (a quien se liga a los saqueos de 2001). Sin embargo, el problema de esta hipótesis es que tiende a tomar la parte por el todo, ya que en alguna de sus modalidades –peronismo partidario, sindical o punteros– habría, más temprano que tarde, una explicación reduccionista, que apunta, en última instancia, a la tesis del Responsable Político e Intelectual. Aunque probablemente haya episodios de saqueo promovidos por punteros y dirigentes peronistas alineados en una feroz interna, propias del peronismo infinito, lo cierto que esta tendencia a tomar la parte por el todo, acusando al “enemigo principal”, nunca alcanza a explicar el meollo central de estos sucesos.
Una tercera hipótesis plantea que los saqueos constituyen un repertorio de acción colectiva –espontáneo u organizado, según los casos, y a veces de modo sucesivo y combinado– de los sectores populares, asociados a momentos de crisis. El sociólogo Javier Auyero ha hecho interesantes trabajos sobre el tema y ha hablado de los saqueos como una “zona gris”, señalando que no habría discontinuidades entre práctica cotidiana y violencia colectiva, aun si el autor coloca demasiado el acento en la articulación entre saqueos, punteros y dirigentes partidarios (del Partido Justicialista) en sus análisis de lo sucedido a finales de 2001. Desde nuestra perspectiva, esta tercera hipótesis –como recurso de los sectores populares en tiempos de crisis, ya instalado en la memoria colectiva– debe ser puesta en perspectiva socio-geográfica, esto es, tener en cuenta el lugar donde se originaron los saqueos. Se trata nada menos que de Bariloche, la ciudad turística más emblemática de la Patagonia y, a la vez, paradigma de la fractura socio-espacial. No es la primera vez que Bariloche nos sorprende con sus imágenes extremas. Ya lo hizo en 2010, cuando la policía asesinó a tres adolescentes y hubo fuertes manifestaciones de xenofobia y racismo por parte de los comerciantes del Bajo, en apoyo a la policía del gatillo fácil… La impunidad y la desigualdad fueron potenciadas por la situación de emergencia económica que, desde 2011, atraviesa la ciudad (y otras regiones de la provincia de Río Negro y Neuquén) como producto de las cenizas del volcán Puyehue.
Así, quienes conocen Bariloche saben que en realidad es la ciudad-country de la Patagonia: por un lado, está la ciudad del Bajo, la de los operadores turísticos y las chocolaterías con sonoridades centroeuropeas, protegida por las fuerzas de seguridad; la ciudad blanca, racista y xenófoba, la de los chalets suizos que se despliegan de modo barroco por los kilómetros, al borde de uno de los lagos más hermosos de la Patagonia.
Por otro lado, está el Alto, de corte mestizo y de raigambre mapuche, con sus sonoridades chilenas e indígenas, hundido en la pobreza y la marginalidad, cuyas imágenes urbanas tienen más de campamento permanente de refugiados que de extinto barrio proletario.
Punto de arranque de una situación perturbadora que, sin llegar a ser leída como “fin de época”, pero tampoco como mera “conspiración”, Bariloche vuelve a poner en el centro de la agenda pública tanto la vigencia de la fractura social, en sus formas extremas, como el evidente y rápido deterioro socio-económico de amplios sectores populares a lo largo del país.