Tras el diluvio. De la vía chilena al socialismo a la vía chilena de capitalismo académico // Mauro Salazar J.

En el marco de las transformaciones de los sistemas universitarios –tendencias «glonacales»– la sociedad chilena experimentó (años 80’ y 90’) la configuración de un «sistema terciario», masificación populista, o acelerada al decir del mainstream, traducido en la instauración de un rubro rentable para la iniciativa de emprendedores que pavimentaron el camino hacia la «Universidad de los incentivos» (Clark, Burton: 1998). La episteme crediticia-gerencial de los ‘chicagos boys’ (1976), similar al ensayo de Saramago sobre la ceguera, se ha caracterizado por mitificar la anarquía de la oferta universitaria, soslayando todo tipo de prevención en las dinámicas de cobertura pública, explotación cognitiva y criterios mercantiles ex post. De allí, el condicionamiento corporativo del financiamiento institucional y de los salarios individuales, sujetos al cumplimiento de ciertas metas que han estimulado el fenómeno del “soborno de los incentivos”, a saber, el intercambio de acciones por el cumplimiento de metas, bajo el “hechizo” de que ello generará tarde o temprano, cambios positivos en el desempeño de las instituciones (College), bajo una «fiebre de los indicadores» (Acosta, 2010). Y así, en medio de la Uribe Noche, se erigió un sector neo-extractivista de servicios educacionales que se benefició empresarialmente de la dinámica de los mercados emergentes vinculados a la irrupción de la gobernanza promovida por el BID y el Banco Mundial. Todo ello bajo el dictum de la llamada Nueva Gestión Pública y la economía política del management. 

 

Tal instauración de la “industria de educación terciaria” (academic capitalism) ha sido el corolario del desmantelamiento de la Universidad de los «presupuestos nacionales» mediante la episteme gestional, sus mediciones alogarítmicas, la industria editorial (“gatekeepers”), y los formatos de higienización que han exhumado el “pensamiento crítico” del panorama universitario chileno para normar las economías del conocimiento en clave de valorización y capital de perdida. Tal cultura de la evaluación –y las imposturas del referato ciego en los cuerpos colegiados- obedecen a un marco global de mercantilización del conocimiento, como así mismo, a la tecnocratización de las funciones de las instituciones de Educación Superior (IES de aquí en adelante) que implantó la “universidad-empresa” (college de la docencia) para asegurar el aumento de productividad del “capital humano” inscrito funcionalmente en las nuevas relaciones mercantiles de la modernización post-estatal (1976-1981). Bajo la «dominante neoliberal», y en pleno despliegue de la metodología privatizadora de los gobiernos de la Concertación (1990-2010), en nuestro presente se ha naturalizado la necesidad de establecer «mecanismos de aseguramiento de la calidad» (pauperización fomentada por el corporativismo de la Comisión Nacional de Acreditación, CNA para el caso chileno) en los procesos reproductivos del capital, bajo las lógicas tecno-empresariales de la “excelencia”, la “calidad del servicio” y los “desempeños de gestión” –junto a otros indicadores de logro–. Hoy las dimensiones de impacto, las bulladas externalidades, agravan la frágil visibilidad de las publicaciones en el campo de la investigación social, emplazando la irrelevancia de los resultados, no sólo en la esfera de las políticas públicas, la legislación desinformada de nuestra clase política, sino también en la ciudadanización del conocimiento. La infinita tendencia managerial a valorar el “producto papers” bajo empresas productoras de bases de datos (WoS y Scopus) abunda en formatos de indexación y cultura del “experto indiferente”, que migra en desmedro de las posibilidades de construcción y visibilidad social de la institución universitaria hacia los procesos territoriales, urbanos y sus antagonismos, como así mismo, en las nuevas formas de mediatización del campo popular. Todo ello de la mano de una aristocracia cognitiva (Napoleónicos, Humboldtianos o metodistas de Bolonia) que dista de cultivar las “hermenéuticas de la mundanidad” que abrió la «imaginación insurreccional» de la revuelta chilena (Karmy, 2020), emplazando los rectorados del orden –mainstream chileno– evidenciado su condición elitario-parroquial (2019). En tal perspectiva, la Universidad del emprendimiento con sus discursos de la desigualdad cognitiva ha quedado off side respecto a las materias más sustanciales del campo social que fueron impugnadas por la «potencia octubrista». Tal movilización abrazó la tensión entre movilización e institucionalización que aún asedia la actual Convención Constitucional (2021). Y ello en virtud del modo de producción oligárquico-crediticio, donde las IES han devenido en un reducto de incidencia periférica respecto a los territorios y las comunidades so pena de la experiencia plebeya del año 2019. 

 

Y a no dudar, los indicadores de la depredación académica, vienen a representar un avance importante en la consolidación de instituciones docentes y hacen connivencia con la producción de un conjunto de exigencias, estampillas y sellos de accountability para validar los demiurgos de las estadísticas, los mercenarios del conocimiento serial, el identitarismo disciplinario, la axiomatización de los «argumentos» y la acumulación de la anárquica plusvalía. Bajo la jubilosa «vía chilena de capitalismo académico» la Universidad neoliberal ocupa el lugar de la «renta infinita» y la difusión guiada por criterios científicos se torna profundamente endogámica en un contexto donde el orden del discurso se juega en las mercancías mediáticas dada la obsolescencia neoliberal que ha configurado la Universidad de la Pasarela. Todo ello comprende un pavoroso rescate de la «agónica filosofía» y la coyuntura nos informa del fáustico fin de los contenidos de «historia» en los planes de estudio para exhumar los traumas de la memoria pinochetista. De paso, la indexación se ha comportado como una especie de «limpieza étnica» de la intelectualidad crítica, agotando las tradiciones cognitivas, agravando la indigencia simbólica, por la vía de un lenguaje rentista que habilitó la figura del «experto indiferente» que cinceló una «imago» de la perpetuación chicago-hacendal (1981). En suma, se trata de una startup que se erige como un «capital emprendedor» donde el modelo de negocios es similar a las empresas que cuentan con un gran potencial de crecimiento y riesgo (Facebook, Twitter o Academia.edu) que surgen a partir de una idea emprendedora, merced al uso de tecnologías e innovación programática, aunque esencialmente gracias al crecimiento y trabajo de sus usuarios -los propios “académicos” bajo la ficción del trabajo inmaterial-, en uno de los esquemas empresariales de inaudita obsolescencia, en tanto servidumbre, proletarización y administración de miserias en el mundo público-privado.

 

Y así, entre alta tecnocracia y aristocracia cognitiva, ha obrado un movimiento depredador de la creatividad intempestiva del pensamiento –«experimentación», «hermenéutica», «imaginación» y «despistes del ensayo respecto al oficialismo cultural»– que ha difundido la monotonía escritural, la expulsión de la imaginación como «metáfora de la realidad» y no su negación (Freud, la tragedia griega, Edipo y Electra), validando un sinfín de certificaciones policiales para alivianar el «ejército de reserva» de Doctores que deben lidiar con un modelo que administra la crisis lecto-escritural, la ausencia de «narrativas», y devela el destino manifiesto de la deserción ocupacional. Y así, en pleno repliegue del discurso crítico, las humanidades están cada vez más confinadas a la burocratización de los espacios, a la confiscación de las distancias, y a ficcionar la razón cínica mediante «adornos» en las mallas curriculares.

En alguna medida, y admitiendo la factualidad de la CNA con la doble presencia de sus pares evaluadores, los procesos de acreditación de las IES irrumpieron para legitimar –normar el crecimiento, estigmatizar la ideología y clasificar el riesgo– la venta de servicios educacionales de baja rentabilidad en los mercados del conocimiento, recurriendo a mecanismos de control y regulación que instalan la ficción de la “calidad del servicio” dirigida a un tipo de estudiante-consumidor. De tal suerte, se fue consolidando, estratégicamente, la «Universidad managerial» como «bien de consumo» (al decir de Sebastián Piñera el 2011) y una ética del accountability, mediante la rúbrica gerencial contra la rentabilidad de los servicios donde «lo contiguo», «lo inmediato», «lo fáctico» y «pre-crítico» adquieren un protagonismo fundamental.

 

La cuestión de la calidad, su aseguramiento y permanente mejoramiento, se han convertido en un problema fundamental de la fallida discusión pública sobre educación. Pese a su racionalidad normalizadora, la ficción de la “calidad” debe ser imputada en todas sus definiciones, y diferenciada en sus usos y nichos de mercado (broker). Persistir sobre el trasfondo de lo que nombra tal palabra ayuda a detallar los lugares comunes petrificados del actual discurso que prioriza lo técnico-operacional y «desprecia» la dimensión hermenéutico-reflexiva, la fricción imaginal, devastando el género literario, la cultura del libro, y las prácticas escriturales. Los dispositivos de “excelencia” y “calidad” –afines a los sistemas de administración corporativa– son parte de una «racionalidad depredadora» que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia o rendimiento de procesos productivos mercantiles.

El carácter aparentemente “neutro”, abstracto y general, tras el cual se encubre la noción de “calidad”, sirve para reproducir un modelo cerrado sobre sí mismo que, con sus procedimientos de medición basados en «métricas uniformadoras», no matiza los juicios que emite sin someter dichos juicios a discusión, borra la particularidad histórica, social e imaginaria de los universos de referencia y sus «cualidades experimentales». Lo mismo pasa con las definiciones imperantes de qué entender sobre el dispositivo estandarizador que aquí está en juego. Uno de los significados naturalizados alude a la norma de fabricación fordista de un producto o servicio regulado por la competitividad de los agentes en un mercado. La lógica técnico-empresarial que hoy se impone en el campo de la educación hace prevalecer lo simplificador de esta definición, bajo la cual “estandarizar” se vuelve sinónimo de serializar y homogeneizar.

Las nociones de “excelencia” y “calidad” deben ser rechazadas porque, en su «racionalidad abstracta», destruyen la particularidad de los proyectos universitarios y sus finalidades educativas sostenidas por la “misión-visión” de cada institución. Como ya lo sabemos, más allá de una estratificación obesa del laicado universitario o de la tradición eclesiástica, las comunidades no deben tener el mismo perfil ni cumplir con la homologación docente o los fines que se agotan en la función técnico-profesionalizante.

Según el paradigma concentrado en la rational choice, tanto los individuos como los grupos y las instituciones solo pueden cambiar mediante un esquema de estilo y recompensas al desarrollo. Ergo, hemos transitado desde la acreditación de programas educativos, estimulando la estandarización, donde aún subsiste una pequeña parte de investigadores que caminan por las «cornisas institucionales», pero cuyas prácticas, en muchos casos, favorecen la simulación y el ritualismo.

En suma, los fondos están fatalmente condicionadas a negociar año por año y programa por programa para resolver las condiciones materiales de vida. En nuestra parroquia, la incertidumbre de recursos genera una alta dosis de pauperización, automatización de la explotación, y hace del posdoctorado un amortiguador de liquidez para no padecer las estéticas de la cesantía y los escarnios de la plusvalía cognitiva. El célebre “trabajo inmaterial” tiene lugar principalmente en emprendedores autoexplotados donde la pretendida independencia -trabajo abstracto- es una mera ficción. A raíz del “outsourcing”, reducción de personal, se hace evidente el trabajador “autónomo” -a boleta-, incluyendo aquí a los académicos contratados por horas (HP). En suma, el académico es un “micro-pyme”, presuntuosamente crítico, que gestiona su infinita precariedad -subsistencia- donde la precarización es la norma, dado que la crisis del trabajo afecta a los “mercados educacionales”.

¿Fin de la educación? De momento, la versión parroquial de capitalismo académico augura una carrera excedentaria por las nuevas exigencias de la plusvalía, donde la masificación populista del doctorado –nivelador lecto/escritural en el caso chileno- es insuficiente para el enrolamiento en el mercado académico. De tal suerte se abren brechas de sobreexigencia en el mapa universitario que obligan a analizar excedentes de productividad, asimetrías de información y posibles «fallas de mercado», según reza la jerga gestional de los teóricos de la educación.

Aquí, en nuestro mundanal tupido, no hay «pacto republicano» para una nueva ciudadanización del conocimiento. El ocaso del campus individual fue también el fin de una determinada figura intelectual, aquella que creía posible la «metáfora del exilio» (Said) o del «punto de vista» (Sarlo) donde ensayo y pensamiento litigaban sobre lo imprevisto (suspensión argumental). Las murallas de la «ciudad letrada» fueron desbordadas no solo por la expansión de sus conocimientos, sino también por una «oligarquía tecnocrática» que, ante la desregulación propia del laissez-faire, no hace más que sellar un compromiso a perpetuidad con los «saberes manageriales» -un programa homogeneizador sin palabras, como diría Musil- que nos ha exiliado, cual extranjeros, del acontecimiento de la escritura y ha relevado la ilusión del emprendizaje. Parafraseando a Raúl Rodríguez, autor de La Universidad sin atributos (2020), Benjamin, especie de rockstar de la teoría crítica contemporánea, era un par-time de otros tiempos

 

Por fin, dada la coyuntura que tiene lugar en el caso chileno en diciembre de 2021, entre el ultraderechista José Antonio Kast, y el activo social-demócrata, Gabriel Boric, la universidad chilena debería revisar el “templo colegiado” de cara al futuro abstracto que inauguró la revuelta nómade (2019), asumiendo una dimensión ciudadana y popular que le permita re/impulsar un rol incidental. La educación terciaria chilena no tiene horizontes de sentido. Nuestras oligarquías académicas, “han creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo” (Juan Rulfo, 1980: 11)

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