Tragos // Agustín J. Valle

Tengo dos amigos que perdieron a sus padres en la pandemia, sendos papás muertos de o con COVID, y que no los vieron morir. Respetaron la política de cuidado sanitario y no solo perdieron las vidas de sus papás, sino que se perdieron también sus muertes, el proceso y momento de morir, que es parte, claro, de la vida. Y esto fue una decisión social general.

En la pandemia se extremó lo que ya éramos, y hay dimensiones de lo allí asentado que cuesta aún percibir -de tanto que nos constituyen-. Tuvo algo de templanza, la pandemia. Al hierro se lo templa sometiéndolo a una temperatura extrema para darle la forma que luego quedará dura, durísima. En pandemia el cuerpo multitudinal se sometió a condiciones extremas de mediatización, de que la vida transcurra totalmente mediatizada por pantallas; un aislamiento físico con hiperconexión social. Después salimos, pero esa forma, esa forma de bicho conectivo y con el mundo mediatizado, nos templó: el cuerpo lo sabe. Nos encontramos allí con lo que somos; somos el cuerpo colectivo capaz de que la vida entera transcurra pantalla mediante. Y de contar la muerte como dato.

No es gratis estar dispuestos como sociedad a dejar a los seres queridos agonizar y morir en soledad. Decidirlo, asumirlo como bueno, aceptarlo, afirmar la racional política común de que no vamos a visitar a nuestros amados en sus últimos días, horas. Más allá de que haya estado “bien” o “mal”, es un trago con complejos y hondísismos efectos en la subjetividad. Y es un bocado que deglutimos todos -no solo a quienes efectivamente les sucedió-: se decidió como pauta común, se hizo socialmente, es una política que trama el ambiente de la época. Una disposición a transitar y aceptar un gigantezco dolor; una disposición a una distancia, a endurecerse y aguantar. A ser fuertes para bancar la distancia y el dolor, la distancia en el dolor, el dolor en -y de- la distancia; la pena de que no nos duela de cerca el dolor. De que no podamos hacer nuestro -acompañar- el dolor de aquellos cuya suerte sentimos. Un desapego.

Velar a nuestros murientes es una praxis milenaria, es una parte -muy particular- de la vida, pero que juega un rol en la integralidad de la vida; quiero decir que aceptar tacharla -tachame el acompañar a mi viejo, mi hermana, mi abuela, en su despedida de este mundo- tiene efectos en la constelación total de lo que somos, en la sensibilidad efectiva de la época.

Haber estado dispuestos a eso, haberlo aceptado y decidido como bueno socialmente, es un trago -de dolor y de tolerancia- que se aloja en la médula de nuestra sensibilidad. Nos hemos asumido en ese espejo, como seres capaces de eso, dispuestos a eso. No es que estuviera mal; de hecho tuvo la forma del bien, de sacrificar deseos personales en pos del bien general, de un cálculo para cuidar cuantitativamente las vidas. Vidas capaces de normalizar cada vez más cosas.

Después aparece un genocidio viral y quizás es para decir claro: esto, este show de supresión poblacional, este espectáculo de la crueldad, que es sobre todo un espectáculo de la indiferencia, de la naturalización del horror como parte de la normalidad cotidiana, este hito histórico donde se rompe una suerte de pacto moral que durante ochenta años condenó como tabú al genocidio, impidiendo que nadie en Occidente se embanderara y enorgulleciera de un genocidio, consenso moral anti-genocida plantado desde 1945 en los cadáveres del Holocausto -ahora usados para justificar la excepción o craso fin de tal consenso-, este genocidio palestino, verdadero caso testigo global que ejemplifica y enseña cómo es posible suprimir la condición de semejante de algunos sujetos, que enseña hasta qué punto no somos iguales, y cómo el orden normal de la vida y su excitación estimulada no se interrumpen por atestiguar el horror, no vino sin que antes el cuerpo occidental profundizara su encallecimiento sensible, su capacidad de dosificar indiferencia para tolerar y seguir, embuchada como trago del bien y la razón.

Y en el celular pasan los chiquitos palestinos desnutridos como brillos fugaces del infierno a cielo abierto que constituye la normalidad de la tierra; los escroleamos en el tren o andando por la calle y le dan sentido y lo reciben también de los marginados, excluidos, escupidos, excretados por el orden productivo, multitudes rotas que sobreviven con casi nada, durmiendo en la calle, adheridos como por tozudez orgánica a un mundo que los abandona. Tragamos, pasamos a lo que sigue y deja de doler.

Dos películas sobre genocidios, muy distintas entre sí, son El acto de matar y Zona de interés, muy buenas y muy distintas pero con una escena llamativamente en común. Zona de interés estuvo en cines hace no tanto, alemana, con bastante éxito internacional; cuenta la historia de una familia alemana que vive pegada a un campo de exterminio, porque el pater-familia es uno de los ingenieros que diseña el sistema de hornos donde cremar judíos. Vive al lado del laburo; sus niños juegan felices, ignorando lo que hay tras la medianera. Aunque a veces ruidos llegan. Y el tipo es un perfecto nazi ordenado, racional y eficientista: la masacre no es más que la aplicación de un cálculo que optimiza rendimientos. La entronización del cálculo trata la vida como cosa, como materia sin cualidad diferencial. Volumen, peso, flujo de gas, tiempo, gestión de residuos y demás. Hasta en una gala de jerarcas del Reich, no puede evitar calcular el volumen del salón palaciego y la cantidad de gas necesario para eliminar toda la vida que se encuentre en su interior; el tipo ve cuerpos inertes aún en los vivos -la vida es pues anecdótica, contingente-, y se encuentra con que, por lo tanto, judío o ario son medio lo mismo…

La otra peli, The act of killing, es un documental increíble sobre el genocidio indonayo, donde entre 1965 y 1975 fueron masacradas alrededor de un millón de personas. El director Joshua Oppenheimer fue a Indonesia a investigar y filmar, y encuentró que, lejos de esconderse, los asesinos y torturadores son orgullosos ídolos de su pueblo y están chochos de contar sus trapisondas. Incluso convienen hacer una película donde recrear, ficcionalmente, las tropelías que realizaran décadas atrás. De paso, se convierten en estrellas de cine. Pero en el proceso, les van pasando cosas…

Y a los dos protagonistas de ambas películas, asesinos, torturadores, activos agentes de genocidio, en sendas escenas les pasa lo mismo: entran un momento en crisis, y la crisis es una revuelta del cuerpo, una descomposición donde quieren vomitar, lanzar, devolver, comienzan a regurgitar, ambos indonayo y nazi lo mismo, el cuerpo tomado por el trance violento del vómito, sus movimientos y sonidos nauseabundos, pero por más que su organismo realice toda la mecánica de vomitar, nada sale, solo sonidos, ecos rancios, eructos: no logran sacarse de adentro eso que -se- hicieron y -finalmente- les causa un íntimo y orgánico rechazo, no logran devolver lo que deglutieron, el suculento trago de insensibilización radical que incorporaron tanto que ya no es cosa en su interior que puedan sacar, ya es ellos, ya es tarde, no pueden diferenciarse y ver como ajena la monstruosidad que ejercieron, los constituye. Acaso somos lo que comemos, incluso o sobre todo los sapos que tragamos.

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