Anarquía Coronada

Toni Negri: Autopercepción Intelectual de un proceso histórico

Meditando sobre la vida:
autorreflexión entre dos guerras
1989: cae el muro de Berlín. La guerra, primero la caliente, después la fría, acabó ayer. Mi vida. mi historia, son, duran tanto como estas guerras. Primero la sufrí, después participé en ella. En este asunto lo he perdido todo. No obstante no me reconozco entre los vencidos. Al contrario, cuando en esta guerra ha habido algo que vencer he estado entre los vencedores: en la lucha antifascista por la democracia, en el asalto al cielo del 68. y en el gran episodio de la reconquista de la libertad por parte de los explotados del «socialismo real». Vengo de un mundo de barbarie; la infancia la he vivido en la Italia fascista y en la guerra civil he soportado los bombardeos, aliados y el hambre. Dicen que la filosofía nace de la maravilla: mi vocación filosófica debe haber sido verdaderamente precoz si, siendo adolescente durante la guerra, no acababa de maravillarme de estar vivo. Estaba desesperado por poder morir. Después gocé súbitamente de la libertad reencontrada, sentí el dolor y los lutos de mi familia y me abrí a la esperanza renacida. Y si en los años que siguieron, mientras alcanzaba la filosofía era trajinado por la pasión, el horizonte se obscureció de nuevo, no obstante las ganas de libertad y el deseo de gozar de ella no disminuyeron. Creciendo de esta manera entre acontecimientos diversos y una larga experiencia de luchas, particulares y colectivas, llegué a comprender la prescripción spinoziana: «El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es meditación sobre la muerte sino sobre la vida». Percibir críticamente el tiempo de mi vida intelectual significa comprender cómo he pasado del miedo a la muerte a la meditación sobre la vida. Atravesando la guerra.

En Italia todos eran hegelianos entonces, entre el final de la guerra peleada y el comienzo de la guerra fría: el tío Benedetto Croce y los sobrinos gramscianos. Después del fascismo todas las trompetas sonaban la misma música dialéctica: ¡Libertad y Progreso! Pero el recuerdo es confuso; tan confuso como confuso era aquella unidad improvisada, y ninguno consigue contar bien este periodo. Por el contrario, todos recuerdan que en cierto momento explotó la guerra fría y que de golpe quien estaba de acuerdo se encontró en desacuerdo Inexplicablemente. En efecto, no era culpa de Hegel que los frentes se separasen permaneciendo hegelianos: ¡si hubiese dependido de él!, en su dialéctica había puesto para todos y no era imposible articular en ella el humanismo. La culpa estaba en la realidad. Una realidad cargada de antagonismos, de luchas, de irreducibles singularidades y de esperanza. La dialéctica se revelaba una llave falsa porque permitía abrir todas las puertas pero la realidad tiene pocas puertas y son particulares. La vida no es absorbible, si no es reducida a destino. Pero la singularidad y el destino chocaban aquí. Y, no obstante, la mistificación dialéctica es eficaz, incluso cuando ya toca la realidad. Paradójicamente, dividiéndose, el horizonte dialéctico conseguía ser todavía más potente y su eficacia era multiplicada y sobredeterminada por la división. Se presentaban dos procesos dialécticos, uno ante el otro armado de su propia legitimidad, cada uno dotado de un método, un camino, un proyecto un resultado prometido. Dos Aufhebungen. La historia era dos veces terminada. La sanción de la marginalidad y de la irrelevancia era relegada a quien se obstinaba en vivir la historia verdadera. Quise ser original. En cualquier caso, contra una falsedad eficaz y contra la otra, había sabotajes, revueltas, revoluciones: pero su derrota era, como en toda guerra, apología del vencedor. La victoria establecía la verdad. En el reino de la lógica, Aristóteles había sido sustituido por Clausewit. La historia de la filosofía, la estética, la filosofía de la religión, y la de la historia, la pedagogía y la filosofía del derecho, e incluso la filosofía de la naturaleza; en suma, la metafísica entera estaba dominada por dos reglas que se oponían y estaba recorrida por dos caminos que pretendían igualmente llevar a dos cumbres igualmente radiantes y sublimes. La falsedad dialéctica era multiplicada por dos. Rechacé la regla dialéctica y su doble versión.
 
Mi aprendizaje filosófico se desenvolvió sobre dos frentes. En el primero se trató de demostrar la homologación de los dos enemigos. Esta guerra era insensata, en ella se moría sin saber por qué se debía vivir. Esta guerra era una jungla de acontecimientos de falsedad. Yo la atravesaba con el estupor con el cual Simplicissimus atravesaba los campos de batalla de la guerra de los treinta años, donde ni siquiera la religión era ya motivo de separación o de alianza, y sólo la destrucción del paisaje humano se había convertido en razón de vida. También Cartesius había vivido aquella guerra: junto a la poêle (estufa), en la soledad dentro de los campos de exterminio, había descubierto la obstinación del pensamiento frente a la falsedad, y por consiguiente había afirmado un principio de existencia subjetiva de la verdad. Aquí nacen la Ilustración y el pensamiento crítico -como rechazo de la muerte, como lucha implacable contra toda forma de poder que haya perdido significado vital. Yo no sé si el pensamiento de Marx puede ser calificado, en su núcleo crítico, como pensamiento ilustrado. Es cierto, no obstante, que a mí me parecía tal Como a Sartre y a Merleau Ponty, por un lado, como a la Escuela de Francfort por otro- en el mismo periodo. La aventura marxista comenzó así como un proyecto ilustrado que ofrecía la posibilidad de reunir en la crítica al capitalismo y al «socialismo» real. Ambos aparecían como expropiación del significado de la vida de su potencia constitutiva, como fijación del trabajo vivo en una perspectiva muerta de alienación económica y política. El pensamiento ilustrado es enciclopédico -por eso la crítica se desarrolló en el terreno interdisciplinar, y, sin olvidar nunca su fundamento metafísico, se movió entre la sociología y la economía, entre la ciencia de la lógica y la historiografía. El estructuralismo fue aceptado como terreno constituido por la capacidad de desestructurar. El racionalismo fue aceptado como paradoja, es decir, fue mostrado como absurdo por sus éxitos, como imposibilidad de contener la razón ante el desarrollo de la racionalidad instrumental de los sistemas de poder- por tanto, hasta el punto en que la razón se liberaba, como potencia destructiva. de una racionalidad instrumental tan omnipotente cuanto insensata. ¡Cuántas páginas de Max Weber y de Georg Simmel, de Dilthey y del joven Lukács. y de tantos otros, nos tragamos entonces con el deseo goloso de una metodología positiva de la negación! La singularidad se instauraba en el rechazo. Una especie de frenesí crítico atravesó las singularidades -en medio de la guerra hicimos prevalecer el punto de vista del desertor, la amarga y singular toma de conciencia de la identidad de los enemigos y la decisión (todavía no ética, porque aún no era prácticamente activa) de liberar la metafísica del yugo de la alienación de la explotación, del poder.
 
Una segunda (y siguiente) línea crítica fue definida pronto. El paso de las armas de la crítica a la crítica de las armas reside en el mismo principio. La crítica no puede permanecer en sí misma sino que requiere -por íntima lógica interna- transformarse en proceso de subjetivización ética. El desertor se convierte en resistente, no podía hacer menos. El rechazo y el sabotaje se convertían en experiencias colectivas. El francotirador formaba el ejército de liberación. La metafísica de la potencia transfería su incitación del terreno de la crítica al de la constitución ética. La crítica del «afuera» se replegaba al análisis de la potencia del «adentro». Últimamente Deleuze nos ha mostrado -interpretando a Foucault- la validez metafísica de este repliegue. Una vez anulada la falsa dialéctica de los dos enemigos, se abría la verdadera dialéctica del sujeto y del poder. Una dialéctica verdadera, es decir, una dialéctica despedazada, que jamás habría conocido Aufhebungen, superaciones, síntesis, pero que tejía siempre el hilo interrumpido del mundo de la vida, a partir de y concluyendo en la singularidad. El nacimiento del método genealógico de los sistemas, a partir de la subjetividad nunca ha sido estudiado en sus dimensiones generales y en su irradiación metafísica: no obstante por toda Europa hay un momento, antes y alrededor del 68, en el cual surge, diferenciado y único, con distintas variantes culturales, pero con un espíritu metafísico común. Foucault, Deleuze, Guattari, en Francia, sobre el tejido de la epistemología y del psicoanálisis; el último Adorno, Krahl y otros muchos, en Alemania: en la crítica de la vida cotidiana y de los sistemas políticos; Tronti, Alquati, en Italia, en el ámbito de la crítica del trabajo y del análisis de las luchas de clase. Una común sensibilidad teórica, que era una actitud ética: hacer de la crítica el punto de fundación de la liberación; en su concreción subversiva y constitutiva, representar y vivir un devenir revolucionario, construido por las singularidades. Estamos, pues, más allá de Marx, en el sentido que la crítica de la economía política descarnada (¿afilada?), una vez aceptadas (y verificadas) sus conclusiones. Si Marx nos había conducido al punto de sutura de las ideologías de la modernidad y del extrañamiento del poder; si Marx nos había hecho comprender la absoluta racionalidad de Auschwitz y de Hiroshinia, ahora se debía ir más allá de Marx para comprender corno podía y debía constituirse el proceso de liberación para pasar de la lógica de la muerte a la meditación sobre la vida.
 
Pero ,cómo puede resurgir a la vida quien ha tocado la muerte. De esa experiencia llevará consigo siempre señales y su vida siempre contendrá un momento de desesperación irreductible. Su alma se plegará sobre la memoria de aquel vacío y siempre será obligada si quisiera liberarse, a perseguir el principio de liberación en esa profundidad. Misticismo y terrorismo son el espejo de esa necesidad de liberación, pero conducida por el camino ciego del resentimiento metafísico. El nihilismo y el pensamiento débil son la representación cínica y desfigurada de ese mismo sentimiento metafísico, pero caricaturizado en un juego indecente. En el terreno de la praxis, que es el único que hoy cuenta para la metafísica el malin génie tiene la paranoica fisionomía de la tentación y la encarnada blandura de la segunda. ¿Cómo proponer, a esa profundidad, el camino spinoziano que va de la muerte a la vida? ¿Cómo practicar aquella desutopía radical que hace de la experiencia de la muerte el punto de apoyo de la vida y de la libertad? ¿Cómo vivir esa esquizofrenia constitutiva?
 
Descubrir el contenido creativo del rechazo nada tiene que ver con una experiencia romántica del hórrido y húmedo antro del sepulcro. Me aconteció entonces leer a dos pesimistas: Jacob y Leopardi. En ambos, sobre el fondo de la derrota contra Jehová y la Naturaleza, hay la simple e irresistible afirmación de la singularidad creativa. En ambos la lucha define el terreno de la suprema y última resistencia como carácter propio de la creatividad ontológica. Empujada sobre el vacío de todo significado, la ontología se revela como praxis incoercible. Jacob se salva oponiendo a la divinidad (y a Behemot, y a Leviatán) la intrépida resistencia de la singularidad, fuerza constitutiva en el interior del cambio cosmogónico; Leopardi se salva oponiendo a la violencia de la naturaleza, a la destrucción volcánica, que representa la esencia de ella, la fuerza constitutiva de la comunidad humana, y esto lo hace en el primer y fundamental momento de la genealogía de la racionalidad instrumental e individual de la modernidad. Ahora bien, en la guerra que lleva al agotamiento a la modernidad, Jehová y Vulcano, la insensata desmedida de la racionalidad instrumental y la organización extrañada de las fuerzas productivas, todas indisolublemente unidas, son nuestro enemigo. Emerge de nuevo la singularidad como punto de resistencia; pero en estas dimensiones, una singularidad colectiva: ella es, en su conjunto, la fuerza de resistir al enemigo y el núcleo que fundamenta la praxis colectiva.
 
Otros dos pasajes se convierten en centrales: la constitución de la singularidad como singularidad colectiva y la evolución de su afirmación ontológica a partir de la experiencia del rechazo y de la resistencia hasta la de la constitución. ¿Pero en la práctica pueden ser distintos estos dos procesos? Cuando, en los años sesenta y setenta, el marxismo crítico abordó este problema, quedó bloqueado. De hecho se consideró, en la jerga de la época, que el lenguaje de la organización y el del poder no podían ser regidos por la misma lógica. ¿Qué ocurría en realidad? Que una práctica -más bien brutal- pretendía remedar una teoría más bien dulzona de un poder futuro, pero en la separación; ¿cómo se podía no ser realistas? ¿No reconocer que ahora todas las fuerzas debían ser utilizadas en la organización del rechazo, y que sólo después hubiese sido posible construir la nueva comunidad? Pero ¡de este realismo están las tumbas llenas! Pero pronto, como suele ocurrir, los errores teóricos y las ilusiones se transformaron en pesadillas y derrotas. No obstante (y esto nos salvó) fueron aquellos años, alrededor del 68, los que nos permitieron estar en disposición de comprender la absoluta originalidad de nuestra experiencia filosófica. De improviso, pero con esplendor inaudito, hizo su aparición el acontecimiento. La potencia de la multitud alzó sus canciones y sus armas contra el poder. Se presentó la comunidad futura Comenzó a desarrollar su ya irreductible presencia. El rechazo del poder generaba una nueva cultura. La riada subterránea de la resistencia aparecía en la superficie, ofreciendo el modelo ontológico constitutivo: una comunidad de singularidades cooperantes. La revolución estaba allí, presente y potente, cuanto estructural y creativa. Desde entonces toda represión muestra al poder como violencia definitivamente degenerada: las represiones en EEUU en el 68, y en Europa, tanto del Este como del Oeste, anunciaban la monstruosa decrepitud de los regímenes en guerra el uno contra el otro, unidos, no obstante, en el sofocar la vida. Pero, desde entonces, todo movimiento revolucionario muestra, bien sea derrotado, como el de Tien Anmen, bien sea vencedor, como en Danzig o Leipzig, que la organización de la singularidad como singularidad colectiva y la evolución de la resistencia hacia una nueva concepción del poder son un único proceso: el proceso de un poder constituyente.
 
Como unidad temporal y temática, no existe el siglo XX. El siglo XIX ha durado hasta el 68. Todas sus manifestaciones -las ideologías, las guerras, las pasiones, las localizaciones políticas, las formas de organización social, la industria, la música, la ciencia, etc- han sido hasta el 68 repeticiones y desesperada continuidad del siglo precedente. Es sólo con el 68 cuando todo es nuevo -nuevo y desconocido. Hemos entrado en el siglo XXI con treinta años de antelación. La innovación consiste en la presencia de la multitud como conjunto de singularidades, el conjunto de singularidades como poder constituyente.
 
Pero, en positivo, ¿qué es el proceso de conjunto que ve la constitución de las singularidades como singularidad colectiva y la formación de éstas como poder constituyente? La instauración del acontecimiento no nos libera de la necesidad de desarrollar, con amplitud y demostración, el acontecimiento mismo: el acontecimiento no suprime la lógica, sino que la abre a la innovación. Ahora bien, la lógica del nuevo acontecimiento es la lógica constitutiva de una comunidad de singularidades. Si estuviésemos en el terreno tradicional, en el que el uno dirige a lo múltiple, siempre seríamos presa de la dialéctica. La singularidad como multitud y la comunidad como cooperación la rompen. Si estuviésemos en el terreno platónico, en el que lo múltiple se reduce al uno, estaríamos obligados al formalismo de la racionalidad instrumental, del derecho y del estado; la modernidad es este formalismo progresivo. Pero el traje transparente que, en el formalismo, el uno impone a la multiplicidad no es menos devastador que el traje que le impone totalitarismo; es sólo más ligero de llevar pero es igualmente feroz. Por el contrario, romper la transparencia para desarrollar la impermeabilidad de la singularidad múltiple y la absoluta apertura de sus procesos de cooperación, esta es la tarea de lógica de las singularidades, y por consiguiente el proyecto del poder constituyente. De esta manera se abre un proceso incontenible de libertad, donde libertad es creación; de igualdad, donde igualdad es cooperación. La lógica de la singularidad se hará praxis constitutiva, acción ontológica. Sacar a la luz el proceso ontológico de la creación que se realiza en la praxis de la multitud es la tarea de la filosofía y el acontecimiento del poder constituyente. Un poder que destruye las viejas formas de la lógica porque subordina el uno a la multiplicidad y destruye las viejas formas del poder constituido porque lo subordina a la indefinida apertura de la potencia de la multitud. Son composiciones singulares y colectivas que, de tanto en tanto, se codifican a sí mismas; bloquean, determinándolo, el proceso de constitución ontológica, lo arreglan cada vez en forma pacífica. En este proceso no hay nada de idealista. Al contrario, aquí el hombre se instaura conscientemente en la dimensión de lo finito y de lo indefinido. La relación absoluto-infinito (que desde Platón hasta Hegel constituye el refrán vulgar de la indecente estética de la Verdad) está definitivamente rota. Pecado original de la metafísica del poder: debemos perseguir con implacable persecución esta miseria religiosa, esta inmunda superstición, esta violencia dialéctica originaria. Sólo lo indefinido es absoluto. El hombre no está condenado a la libertad; esta supuesta condena es su dignidad y su ley. El ser indefinida es la única dimensión de la praxis, por consiguiente de la filosofía. El absoluto: la cooperación en lo finito, la tolerancia ética, la desutopía metafísica y política. El ateísmo absoluto y la democracia absoluta son posibles por ello; son las prácticas filosóficas y políticas de la metafísica de la desutopía. Nos es impuesta, mejor dicho, nos es connatural la esquizofrenia de un esfuerzo continuo de posición de la finitud como absoluto: gocemos de ello. Lo absoluto es la irreducible conjunción de las singularidades. Que el hombre haga su regla a partir de su esencia crítica. Regla de su potencia ininterrumpidamente.
 
El poder constituyente es poder productivo. Quiero decir que la producción de la riqueza y la reproducción de la vida no son imaginables fuera de este terreno. Permanezco marxista, totalmente marxista no distinguiendo metafísica y producción. Y hoy mucho más… De hecho, cuando recorro la historia de mi percepción del mundo productivo, también me encuentro ante un acontecimiento: es decir, frente a un momento en el cual se hace evidente el realizarse de un proceso histórico que hace del poder constituyente la única fuerza productiva. Me explico. También aquí, la resistencia y el rechazo constituyen la base -y el capitalismo moderno se nos ha manifestado ampliamente capaz de reasumir estas pasiones humanas en la producción, de explotarlas y transformarlas en su provecho, constituyendo de esta manera, juntamente con el uso y represión de ellas, el progreso. Pero después, todo cambia. De hecho hay un paso catastrófico al cual hemos asistido, y que hemos provocado, juntamente con millones de hombres en lucha. Ello ha ocurrido cuando para resistir al ataque de la clase obrera, convertido en continuo y de masa, el capital se encontró en la necesidad de anular su consistencia, de disiparla y confundirla en la sociedad; y lo hacía consecuentemente, puesto que el capital es la relación de explotación, la relación de asumir toda la sociedad en la relación de explotación. Marx llamaba a este paso, que había obscuramente intuido como punto terminal y realización de la relación capitalista, «subsunción real» de la sociedad en el capital. Ahora bien, esta subsunción, tendencialmente sin residuos, de la sociedad en el capital, tanto burgués como socialista, produce efectos que hemos visto realizarse y hemos vivido en el curso de nuestra vida. También en este punto, el 68 representa una línea divisoria; es allí donde se realizó el acontecimiento. Para destruir su oposición determinada, la clase obrera, el capital automatiza la fábrica, informatiza la sociedad, ejerce su antiguo poder a través de la nueva comunicación social. Es un verdadero cambio de paradigma social. Los efectos teóricos de esta «catástrofe» están a la vista de todos -y Foucault/Deleuze, por un lado, la Escuela de Francfort y Habermas, por otro, lo han subrayado fuertemente, representando el nuevo paradigma en la categoría «sociedad de la comunicación». Otros, de modo apologético y no crítico, han hablado de «postmodernidad». Mirándolo todo desde un punto de vista crítico, podemos comenzar a resumir. Antes de este paso, la crítica de la economía política era un arma de la clase obrera; después se convierte en una crítica metafísica del poder, de un capital que se ha hecho sociedad, dominio y explotación social. Por tanto, no es ya el obrero, sino el individuo social quien es el sujeto de la crítica, puesto que él es la nueva, paradigmática, singular y creativa, potencia productiva. En esto, entonces, la lucha contra la explotación no corre el peligro ya de tener efectos corporativos, por amplios que puedan ser, ni de ser una proyección ideológica, por muy eficaz que pueda ser: se hace directamente práctica de emancipación de la vida cotidiana. Vida productiva y Lebenswelt son la misma cosa. He pasado mucho tiempo, en mi trabajo filosófico y en mi experiencia política, siguiendo este decurso de la historia productiva. Nos encontramos en el punto sin retorno en el que todo comportamiento vital es productivo y, por consiguiente, toda singularidad, definida en el Umwelt de la explotación, lucha por la libertad para vivir. Libertad es liberación. En mi trabajo he seguido y hecho típico los tránsitos del obrero profesional al obrero de masa, del obrero fordista al obrero social; en este proceso no sólo está en juego la organización del trabajo, sino una metafísica de la liberación, sus condiciones y la praxis constituyente. Estas condiciones y esta praxis consisten ahora en comprender la realidad transversal de todos los procesos productivos, su resumirse en la comunicación a este nivel, y por consiguiente las nuevas determinaciones de la liberación. En esta inmersión de la producción en la vida. La lucha contra la explotación se traduce en poder constituyente, porque todo el universo de la vida está recorrido por la explotación y sólo un universo diverso podrá ser definido como universo de libertad. Pero, no obstante el poder constituyente existe ya hoy como tejido de toda relación social. La potencia de la singularidad social es hoy la única potencia productiva. En las condiciones de la sociedad de comunicación el capital existe sólo como explotación -una explotación cada vez más externa, más parasitaria- de esta potencia. El capital actúa sobre la capa externa, sobre el límite de una potencia productiva que, automatizándose, se libera definitivamente de todo dominio.
 
En la definición de la «subsunción real» de la sociedad del capital, Marx hace intervenir a dos elementos prospectivos. Por un lado, el agotamiento de la potencia y de la autonomía del capital fijo, que habiendo llegado a un nivel de acumulación muy alto, él mismo suprime la dialéctica con la fuerza del trabajo. Toda medida de explotación disminuye; el trabajo humano no encuentra ya en el tiempo de explotación una base de medida: el tiempo es una medida miserable ante el gigantismo de la acumulación. Por otro lado, emerge la hegemonía de las fuerzas intelectuales aplicadas a la producción: la producción de riqueza depende ya sólo de ellas. Pero estas fuerzas permanecen explotadas; caída la medida, y por consiguiente toda dialéctica progresiva, toda posibilidad residual de legitimación del desarrollo capitalista, permanecen las antiguas relaciones de fuerza. Contra este dominio el general intellect social, es decir, la inteligencia técnico-científica socialmente difusa, el conjunto de los procesos de subjetivización que se inscriben en esta materia, establece su afirmación de autonomía, expresa la libertad creativa y la igualdad cooperativa. La gestión capitalista de la sociedad. así como aquella alternativa imaginaria que quiere ser el socialismo de Estado, se encuentran por primera vez confrontadas al comunismo.
 
Como todo horizonte del poder, también el horizonte de la comunicación es doble. A la racionalidad instrumental Habermas opone la racionalidad del horizonte de la comunicación. Esto no es más que nuevas caracterizaciones típicas y sociológicas de la vieja oposición entre Verstand y Vernunft. Por consiguiente, este discurso es incorrecto y mistificador. De hecho la distinción no discurre entre diversas formas de racionalidad, sino que plantea un problema más profundo: el del antagonismo que discurre entre las lógicas que atraviesan la comunicación. La comunicación es el mundo. Y en la comunicación el mundo ve la oposición de orden y creación, norma y productividad. La subsunción de la sociedad en el capital y en el Estado es real; la reducción del mundo a comunicación es verdadera. Pero la otra cara de esta realidad es la inserción de la multitud de las singularidades en el horizonte del comando, en la relación de poder, la crisis del carácter de incontenible y de ruptura que esta inserción determina. Es decir, que la comunicación existe junto con el contexto del poder y el de la potencia: este contexto único es recorrido por dos lógicas antagonistas. Por un lado la lógica de control de la comunicación; por otro, el ejercicio de la comunicación como cooperación. La comunicación es el horizonte de la producción; por consiguiente. en ella o bien se produce el orden o se crea libertad, El lenguaje del mundo de la vida es completamente atravesado por esta alternativa. Desde el punto de vista de los procesos de subjetivización, la alternativa se resuelve con celeridad: para vivir debemos comunicar, para comunicar debemos liberarnos del control de la comunicación. El tema revolucionario, que es el mismo que el de los procesos de subjetivización, es la toma de posesión de la comunicación como ámbito creativo de la multitud de las singularidades; es, por consiguiente, la afirmación ontológica de la comunicación liberada. La comunicación se convierte en horizonte humano en la que es el contexto de un proceso de liberación.
 
La comunicación libre es una producción rica. Democracia y riqueza van al mismo paso. Pero es necesario entenderse en un campo y otro. Riqueza. Nací pobre y me he convertido en paupérrimo No obstante, mi pobreza no es miseria, Al contrario, mi pobreza no puede ser reducida a nada negativo: ella es desposesión de todo aquello que puede condicionar mi libertad, una desterritorialización; por consiguiente una puesta a disposición del mundo. Mi ser intelectual. que al final ha constituido mi única riqueza, lo he puesto a disposición de un mundo que se ha apropiado de él. Formo así parte de un colectivo inteligente. soy una fracción del general intellect, es decir, de una potencia colectiva de producción, abstracta ya y desterritorializada que va reencontrando un territorio y haciéndose subjetiva de un modo nuevo. Cuando miro hacia atrás lo que más me sorprende en mi vida filosófica es cómo el contexto de mi discurso se ha convertido cada vez más homogéneo con el de mis interlocutores, privilegiados por mí, pero lejanos, con los cuales me entretuve hasta la adolescencia: los obreros. Hemos cambiado todos, no solo yo, sino también ellos; ahora nos volvemos a encontrar, desterritorializados, delante del mismo ordenante; nos volvemos a encontrar, revolucionarios. delante de la misma figura del poder. En esta nueva lucha nos reterritorializarnos. De este modo, cada vez más, la potencia de mi imaginación se ha implantado en un contexto rico, me he fijado en un nuevo trascendental concreto, verdadera y propia constructividad cooperativa. Yo conozco y frecuento la fábrica que produce mi subjetividad, yo trabajo con las máquinas de la inteligencia y de la imaginación: aquí he vuelto a encontrar el mundo, un nuevo mundo de subjetividad Esta nueva cualidad del ser intelectual, esto es, el hecho de que la universidad y la prisión, la patria y la emigración, la fábrica y el tiempo libre, se hayan convertido en intercambiables, y que sólo el uso que de ello se hace pueda dar sentido a la vida, en todo esto encuentro mi pobreza y mi riqueza, mi historia individual y mi universalidad operativa. Mi vida es la vida de los demás. Mi meditación sobre la vida está, de hecho, instaurada sobre este trato frecuente con la máquina de mi subjetivización; los otros son otras y semejantes ruedas de esta máquina creativa que me constituye Constituidos en una nueva materia inscritos en un lenguaje nuevo, partícipes de una nueva productividad, nosotros somos lo mismo y sujetos diversos -o para decirlo mejor, no somos ni siquiera sujetos, más bien funciones o matrices de un proceso de subjetivización, nuevas composiciones y nuevos bloques de energías colectivas, momentos de un imparable flujo de enunciación trascendental colectiva.
 
En este mismo terreno también la democracia se vuelve a vivir, cosa que ya me ha ocurrido en algún escrito mío. Ella forma parta ya, en cuanto fórmula política de la libertad y de la igualdad, de los procesos de subjetivización colectiva. La democracia es una esencia revolucionaria, pero siempre ha estado domesticada y amordazada. En mi vida, la experiencia revolucionaria de la metafísica ha estado siempre combinada con el análisis de las funciones constitutivas, ontológicas, radicales, de la democracia. La democracia es producción. La producción es democrática. Sólo que este círculo está interrumpido y sus sentidos son confusos. Me ha acontecido, como a muchos otros, estar involucrado por esta interrupción y esta confusión. Pero ser arrastrados por la sed metafísica de democracia es una experiencia noble. ¿Cómo se puede resistir a ella? ¿Incluso cuando este deseo se convierte en violencia? Sí, porque esta sed es inagotable y no acepta lo intolerable. La relación constitutiva que la multitud de los sujetos mantiene con la potencia en ningún caso puede ser interrumpida o aislada. Nada es más miope que el querer poner camisetas o lazos al deseo de democracia. Potencia y multitud constituyen un mercado muy singular: el de constituir democracia, en la cual libertad e 
igualdad, creatividad y cooperación, no pueden no estar combinadas. Aquí el límite no es sino un obstáculo que hay que superar. Según el democrático Maquiavelo, con todos los medios.
 
Es el momento de que descubra santos en el Paraíso, es decir, los autores de metafísica con los que más he discutido. En mi juventud fueron Kant, Hussserl, Heidegger, Wittgenstein. Después Marx. Después de nuevo Heidegger, y Spinoza, y después Foucault y Deleuze. No se trata de tres épocas, una primero, una con y otra después de Marx. Se trata, más bien, de un recorrido tortuoso, cuyas estaciones he seguido de la manera descrita, pero con frecuencia retornaba y retorno a algunas de ellas, y entonces las consecuencias pueden cambiar. También he frecuentado, y he escrito, sobre Descartes y Hegel; he aprendido mucho del lenguaje de ellos, especialmente del hegeliano, que durante mucho tiempo me ha fascinado; en realidad me han sido extraños y sobre todo adversarios. Sin embargo, el encuentro con Kant sido un encuentro obligado en un ambiente académico en una facultad de Derecho, enferma de formalismo, en los años cincuenta cuando era un joven profesor. ¡Cuánto me aburrían las discusiones sobre el Kant formalista, padre de los variopintos neokantismos del XIX y del XX. En cualquier caso, estando obligado, tanto daba ir hasta el fondo de este Kant. Y el descubrimiento fue formidable. Fue el descubrimiento del Kant de la Crítica del Juicio y del Opus postumun con el que me encontré; el Kant del esquematismo trascendental, de la teoría del juicio reflexivo y de la imaginación, aquel que quería repensar «la cosa en sí». Un Kant descontento, insatisfecho, una analítica que volvía sobre la estética transdental, no ya para justificarla y organizarla, sino para superarla y liberarla. Una tensión indefinida hacia otra definición de la racionalidad. Una verdad que comenzaba a reaparecer, en términos ontológicos, articulándose sobre las líneas del deseo trascendental. Cómplices de este descubrimiento fueron el Heiddegger de Sein und Zeit y el Husserl de la Krisis. El gran tema era el de la comprensión de la modernidad, es decir, como querían Heidegger y Husserl a propósito de Kant, comprender la analítica del concepto y el curso de la racionalidad instrumental, y al mismo tiempo, aproximar el sentido del esquematismo transcendental y de la imaginación – este último nos habría permitido aprehender de nuevo la dimensión ontológica y crítica, a partir de aquí, la analítica del concepto y la formación de la modernidad. Quiero decir, que iba descubriendo otro mundo, más verdadero que el mundo presente, otro universo que podía ser imaginado y construido fuera y contra la determinación analítica de la modernidad. De ello procedía una nueva teoría de la verdad que reposaba sobre una comunicación trascendental abierta al futuro y que aludía a la praxis ontológica del hombre como su productor. En este contexto problemático, irrumpió Wittgenstein como una bomba. A aquel mundo de quienes buscábamos una clave epistemológica que lo hiciese significativo, un fundamento ontológico que lo sacase del dominio de la analítica, Wittgenstein lo llamaba lenguaje. El lenguaje es el mundo. La fenomenología del lenguaje era la epistemología del mundo. El mundo era esta cosa aquí. Husserl y Heidegger se nos volvían a presentar completamente laicizados. De verdad no sé, y me interesa poco, si esta interpretación de Wittgenstein era exacta: en cualquier caso este era el sentido del coup de foudre que probamos. Por otra parte, en nuestra aventurada interpretación resolvíamos prácticamente el equívoco que dominaba en la recepción de Wittgenstein. Los filósofos analíticos anglosajones, exportados a Europa con las mercancías del Plan Marshall y los agentes de la CIA, pretendían de hecho, bajo la bandera de Wittgenstein, imponer a la filosofía el régimen de un elegante juego de cámara. Nos prescribían analizar el lenguaje; nosotros objetábamos (convencidos de estar con Wingenstein) que el lenguaje es el mundo. Lenguaje, mundo: una presencia banal, aunque formidable; la antimetafísica lingüística de Wittgenstein nos introducía, o mejor, nos estabilizaba en la ontología del mundo. Limpiaba la plaza. Pero la filosofía no terminaba aquí, sino que recomenzaba. Aquí se repetía la interrogación (después, a través de la purificación wittgensteiniana, más aún, por ello con más fuerza): cómo articular la solidez ontológica del mundo como lenguaje y los mecanismos productivos trascendentales del deseo y de la imaginación. El tránsito de Wittgenstein del Tractatus a los escritos del periodo cambridgeano nos parecía plantear el mismo problema en esta cuestión. Pero, ¿era resolutiva la respuesta de Wittgenstein? Después de haber planteado el problema renunciaba a la solución, así nos parecía, eligiendo el misticismo en la teoría y en la desesperación irónica en el análisis de la vida práctica. Su meditación se replegaba en la meditación sobre la muerte. Bien, cada generación filosófica conoce un camino singular y alucinaciones específicas… Nosotros encontramos en Marx el esquema adecuado al interrogante que la imaginación trascendental plantea a la constitución lingüística del mundo. La metafísica marxiana parecía inventada para esto. Ella fundamentaba el lenguaje en la producción, constituía como necesidad la reestructuración de la producción en la comunicación, ponía la tendencia a la subsunción del mundo en el lenguaje; pero, por otra parte y al mismo tiempo, construía la imaginación productiva como posibilidad y praxis alternativa al mundo existente. Para mí Marx es, y mucho rnás lo era entonces, el autor metafísico, que fundamenta la interpretación del mundo en la crítica estructural de su lenguaje, y consecuentemente afirma la tendencia a reconstruir el mundo sobre la trama de la imaginación trascendental. Marx estabiliza en el capital el fundamento ontológico del mundo, del lenguaje, e incluso de la imaginación; después plantea la necesidad de la ruptura del Lebenswelt. Nunca me interesó el marxismo enmohecido de la ortodoxia soviética, ni los heréticos hegeliano-marxistas, aspirantes a grandes síntesis me fascinaron. El único terreno sobre el que el marxismo era interesante era el ontológico, donde, en la «subsunción real». el mundo se convertía en comunicación y la comunicación en mundo. Y aquí dentro, a esta altura del desarrollo, sólo aquí se daba la ruptura. Fuera de este punto sólo había socialdemocracia o socialismo de Estado, filosofías revolucionarias, vulgares, cuando no fueron trágicas. Bien, ¿cómo romper esta férrea envoltura de la «subsunción real»? ¿Cómo romper y dar sentido alternativo al horizonte de la comunicación? Marx no da respuesta a este interrogante: una vez definida la tendencia extrema de la subsunción, su metafísica se detiene. Aquí, por consiguiente, entran de nuevo Heidegger, y después Foucault y Deleuze, así como otros muchos contemporáneos nuestros. Fijado en el terreno ontológico el nexo de fenomenología y epistemología, determinada la necesidad de la ruptura de este horizonte, esta ruptura era construida ahora siguiendo los procesos de subjetivización, reconstruyendo el mundo desde el punto de vista genealógico y apartando la ruptura del ápice de los procesos estructurales que constituían la modernidad, a la red de los procesos subjetivos que emanaban de la vida. Como quiera que sea, ha sido ciertamente Spinoza quien más me ha mantenido en la definición y sobre todo en el proceder en esta nueva problemática. ¿Quién es. por tanto, mi Spinoza? Es el autor que, desde la estructura del ser como guerra. introduce al sujeto como alternativa de la vida contra la muerte, y de este mecanismo hace la clave de reconstrucción del ser mismo. Spinoza fija este proceso cosmogónico en las pasiones de la singularidad y a través de ellas, y la imaginación, recompone el absoluto. La fenomenología se hace ontología, la ontología episternología, la epistemología ética, o bien praxis constituyente: he aquí el punto en el cual el ser y la acción constitutiva se recomponen, y el mundo se convierte en lenguaje, y el lenguaje representa alternativas del ser. El ser se reconstruye siempre, como genealogía renovada, como totalidad de los procesos de subjetivización.
 
Un camino metafísico que intenta perseguir en el ser la singularidad y tejer los hilos reinventando la ontología según el proceso práctico de las subjetividades, se encuentra -después de haber atravesado una fenomenología que se representa como genealogía- ante el problema de reconstruir el evento. Es decir, que si el camino metafísico ha consumado toda premisa estructural y ha conducido la fenomenología a la genealogía, si ha releído la genealogía en clave epistemologica y comunicativa, finalmente, si ha considerado la ontología como fabrica del sujeto, pues bien, ahora todo esto debe mostrarse como evento. La singularidad, de la cual ha partido todo, debe retornar a la singularidad. La percepción crítica del proceso histórico está obligada a identificar el evento y a construirlo. La metafísica se ha transformado en ética; ahora la ética está llamada a la elección en el juego de la praxis. Pero para que esta elección se opere en el terreno de la más estricta inmanencia es necesario que los procesos de elección se formen en el interior del proceso mismo La relación entre la ontología y la ética, entre la singularidad. la elección y el evento, es íntima y circular. En Máquina-tiempo y en Fábricas de la subjetividad he argumentado este tránsito, identificando, en el primer caso, las alternativas temporales de la decisión ética, y, en el segundo, las alternativas que nacen en el terreno de la formación de la razón práctica. Hoy, repasando este recorrido, que es no obstante riguroso, tengo la impresión de una cierta insuficiencia; como si, en este salto hacia el acontecimiento, el nuevo impulso que he tomado me haya hecho en parte errar el objetivo. Ciertamente, la inserción de la decisión ética en el flujo constitutivo de la temporalidad es una operación que, con Heidegger, se ha convertido en fundamental; y sumergir la decisión en el contenido de la existencia es una operación que, después de Foucault y Deleuze, se ha convertido en necesaria. Pero el acontecimiento está implantado en la guerra; la decisión destila la esfera de la nada; la elección de la vida tiene siempre ante sí un límite de muerte. Por consiguiente, aquellas grandes atracciones (¿solicitaciones?) nos dejan en parte insatisfechos, porque en ellas, aun cuando el punto dramático de la elección ha sido seleccionado, incluso ha sido allanado en un efecto óptico, por así decirlo, de continuidad y sobre un fondo, sea optimista o pesimista, redundante de eternidad (nihilismo y/o estructuralismo). Al contrario, si lo que buscarnos no es el destino, sino el acontecimiento, el pensamiento exige un nuevo nervio, debe tomar una dirección inesperada, revivir una situación pascaliana. Ahora bien, el acontecimiento es la creación. La elección es creación. El sentido de la vida, por su actuar ha tocado el borde de la muerte: aquí la decisión ética es extrema, pero por ello es creativa. El acontecimiento es creación porque la elección entre la vida y la muerte es una elección absoluta.
Pero esta elección radical es colectiva. Lo es porque se forma en el proceso constitutivo de las singularidades, que es un proceso colectivo. La singularidad ve de antemano la multiplicidad y su movimiento como su propio origen y su horizonte. El acontecimiento creativo consiste en la coincidencia del proceso constitutivo de la singularidad y del proceso de liberación. En Maquiavelo el acontecimiento consiste en la constitución armada del pueblo; es decir, en la sreación de la singularidad, en la liberación del príncipe. En Spinoza, el acontecimiento explosiona entre el final de la IV y el comienzo de la V parte de la Ética, cuando la singularidad, ya colectivamente formada, encuentra en el amor la realización de la libertad. Y en el Marx de los Grundrisse, el proletariado se convierte en el general intellect, globalidad abstracta de singularidades concretas, productivas y deseosas, que dominan, creándola, la historia. El acontecimiento no es el advenimiento singular; es la singularidad colectiva que se organiza ontológicamente, que crea nuevo ser. La individualidad, en sí misma, es muerte y sólo muerte, es soledad y sólo afasia y desesperación. El individuo no vive: solamente muere. La única posibilidad de reconocerlo es el epitafio mortuorio. Esta bella época que vivimos, la de la exaltación del individualismo, sería de muerte pura y simple, si de verdad fuese sólo eso. Por el contrario, vivir es construir eventos colectivos; es traducir acontecimientos colectivos en el lenguaje y en la ética hasta llegar a la afirmación del evento de la liberación. La elección radical se forma en el interior de este proceso; la elección de la vida se propone como momento de construcción de la colectividad, como instante de una cooperación superior. La línea de separación recorre tanto entre la vida y la muerte, cuanto, y en la misma figura, entre lo colectivo y lo individual. Esta línea de separación es inmediatamente evidente en la guerra. ¿Y en la paz?
Las guerras, tanto la fría como la caliente, han terminado. En cualquier caso no la nuestra. Ha terminado la de ellos, la que existe entre los dos enemigos insensatos y homólogos. En el terreno metafísico la guerra continúa, la nuestra, no la de ellos: aquella que opone la vida y la muerte, la alegría y la producción de la colectividad a la miseria y a la soledad del individuo.
Las religiones santifican la individualidad como substancia, solo como realidad rnetafísica. En torno a esta realidad construyen la vida como haz de ilusión y expectativa de muerte. La capacidad de la religión de hacer vivir en la vida la mistificación y la presencia de la muerte está estrechamente ligada al hecho de que ella, única entre las potencias metafísicas de la humanidad, siempre ha asumido como su fundamento la descripción del ser como guerra y realidad del mal. La religión consiste en esta fuerte percepción. Pero en la guerra, la religión no toma posición; sólo lo hacen las iglesias. El santo, después de haber reconocido la guerra como fundamento del ser, se marcha al desierto, en perfecta soledad, para construir su salvación como individualidad separada. Cuando vuelve al mundo, viene convertido en perfecto sacerdote de la separación. Esta separación es la máscara de la muerte, sus semblanzas individuales son anticipaciones de la muerte. El individuo es sagrado, el individuo es alma, el individuo es sed de eternidad: de estas verdades indecentes se nutre la religión, Ella, exaltando la separación y la individualidad, crea la superstición. Supersticioso es el miedo del mundo, supersticiosa se hace la aprehensión de la individualidad -supersticición es la apología del poder que ella determina necesariamente, puesto que veta al hombre el reconocerse como colectividad, convertirse en colectividad, expresar potencia. Superstición es obediencia a la muerte.
La idea fundamental en torno a la cual me he convertido en filósofo, y paupérrimo, es que la potencia del hombre puede substraerse al poder. Rebelarse es justo. Ahora bien, entre los no santos nadie niega esta afirmación. Pero casi todos los sabios objetan que si rebelarse es justo, triunfar en la rebelión es difícil, y que, en cualquier caso, no está dicho que el producto de la rebelión no sea peor que la situación contra la cual se ha hecho la rebelión. Estas objeciones no cancelan la afirmación de la que hemos partido. ¿Por qué? Porque no se puede vivir si no es en la perspectiva de la rebelión, es decir, del esfuerzo por salir de la individualidad y por hacer de la propia una esencia colectiva. La rebelión es la condición ontológica del proceso de producción de la subjetividad. La rebelión es el único modo auténtico de construir nuestra singularidad. Rebelión es amor; en el amor la rebelión reconoce la dimensión colectiva de la producción de subjetividad.
La singularidad es el cuerpo. Construir el cuerpo es uno de los imperativos fundamentales de la filosofía. El cuerpo es el signo temporal de la vida y de muerte; por el contrario, subjetivar el cuerpo es llevarlo a ser una potencia de vida y de colectividad, una capacidad nerviosa e impetuosa de gozar, y de transformar el goce en amor. La alegrís del cuerpo no está ligada a las edades de la vida, sino a los acontecimientos; todo acontecimiento encarna un grado superior de subjetivización. El cuerpo registra y acumula estas encarnaciones; se convierte en segunda. tercera… naturaleza. El cuerpo se hace cada vez más común, se construye, encarna acontecimientos, se reconoce. Los momentos de entusiasmo colectivo y los de fusión de los sujetos en la acción común representan el más alto grado de hedonismo. Como para Epicuro, así para nosotros el cuerpo es divino, cuando se substrae a cada pensamiento y a cada práctica de muerte. La única religión que conozco es la del cuerpo, de su expansión amorosa en la comunidad de los otros cuerpos, la resurrección de la carne. Cuando me encontré, por largos años, encerrado en prisión, torturado en el espíritu Y en el cuerpo, pero al mismo tiempo unido en la rebelión y en el amor con mis compañeros, entendí por primera vez la afirmación spinoziana: «¡nadie imagina de cuantas cosas sea capaz el cuerpo!».
¿A que conduce mi filosofía? Partiendo de la consideración fenomenológica de la guerra omnipresente y de la genealogía del mundo de la vida, insistiendo sobre la epistemología de la comunicación como oportunidad, a romper la indiferencia para construir subjetividades colectivas. Mi filosofía conduce a amar la vida y los cuerpos que la constituyen, a escoger en la guerra que nos rodea, la rebelión y el amor como claves de construcción de subjetividad, a producir siempre nuevos eventos colectivos de liberación.

 

Si ahora miro hacia atrás mi vida filosófica, no pruebo ni arrepentimiento ni nostalgia. No debe parecer extraño que los sentimientos sean llamados en causa para explicar una filosofía: una filosofía que es práctica de la construcción de la subjetividad incluye en su propio curso sentimientos y pasiones. Porque la filosofía, por decirlo con otras palabras, es una máquina ontológica y, si no es esto, es vanidad y lenguaje primoroso. La filosofía no se estudia sino que se vive -la filosofía se hace. Por tanto, de entrada ningún arrepentimiento. Ningún arrepentimiento porque los eventuales errores teóricos, las equivocaciones prácticas, las incoherencias y las incertidumbres han vivido siempre en el continuo de la máquina constitutiva, de la subjetividad colectiva y han estado siempre equilibrados por la violencia de la instancia crítica y autocrítica. La generosidad, y no una justicia inalcanzable, rige la vicisitud de la subjetividad. Cada error ha sido siempre sobreabundancia de amor. Y en ningún momento somos responsables de la guerra. Somos sólo responsables de no combatirla, de escapar a la rebelión. El infierno está abierto para los cobardes. La filosofía es sólo campo de generosidad. Pero tampoco siento nostalgia, porque no se puede suspirar sobre la necesidad de nuestra acción, sobre el concretizarse irreversible de nuestro pensamiento y de nuestra acción. Ellos son ontología, inscritos en el mármol del pasado. Ellos han registrado el catastrófico paso que ha conducido a la vanguardia intelectual y a la abstracción filosófica a ser comunes -comunidad de sujetos de la comunicación, colectividad del general intellect. Haber vivido este irresistible paso, haberlo comprendido y actuado, constituye la gran dignidad de nuestro pasado. El presente construirá las motivaciones de una nueva guerra -de la filosofía común contra el dominio insensato, del trabajo intelectual libre contra el capital, de la potencia contra el poder. El destino no ofusca la esperanza, ni quita una renovada capacidad de luchar. La historia no ha acabado.

 

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