Anarquía Coronada

Tomar posición en una situación extraña // Santiago López Petit

Hay momentos en los que la realidad se simplifica. Ya ha pasado la hora de sopesar cuánta verdad y cuánta mentira existe en los argumentos que pretenden defender la unidad de España o proclamar la independencia de Catalunya. Tampoco es necesario remontarse al año 1714 ni seguir buceando en los agravios más recientes. Cuando se apela a «la Ley y el Orden», de pronto, todo se clarifica y cada posición queda perfectamente definida en el tablero de juego. Entonces, algunos de los que habíamos permanecido callados, y porque nos sale de las tripas, sabemos dónde ponernos: siempre estaremos enfrente de los que desean imponer la consigna que restablece la autoridad. Conocemos muy bien una frase acuñada en Francia antes de la revolución de 1848 que decía: «La legalidad mata».
Efectivamente estamos, pues, contra el Estado español y su legalidad, aunque para ello tengamos que apartar las banderas que ahogan porque quitan el aire, y los himnos que ensordecen e impiden escuchar a los que juntos, hablan. Sería magnífico afirmar que a esta legalidad del Estado español se le opone la legitimidad de un pueblo. Desgraciadamente no es así, y que no vuelvan a engañarse los partidos independentistas.
La legitimidad que ellos defienden ha sido construida obviando por lo menos a la mitad de los catalanes, se ha hecho en base a recursos jurídicos muy discutibles y, finalmente, aprovechando la gestión de la violencia terrorista que han llevado a cabo los Mossos después de los recientes atentados. Cuando un tertuliano afirmó que durante unas horas Catalunya tuvo un auténtico Estado, tenía toda la razón. Es Hobbes en toda su pureza. Yo abandono el derecho a gobernarme a mí mismo y firmo un pacto de sumisión, a cambio de la seguridad que se me ofrece.
En definitiva, y como siempre, el miedo a la muerte, el deseo de tranquilidad y el dictado de la razón, están detrás del surgimiento del Estado. Ahora bien, ¡pobre pueblo el que hace de un comisario de policía su héroe! y en lugar de matar emplea la palabra «abatir».
El mérito indudable del independentismo es haber desvelado el mito del Estado de Derecho. Resulta divertido oír estos días a políticos catalanes defensores del orden acusar al Estado español de ser un «Estado policíaco y represor». O quejarse de las horas que han pasado en comisaría. ¿Y que se creían? No, no hay ningún Estado de excepción. Hay lo que desde hace tiempo coexiste perfectamente: el Estado-guerra y el fascismo postmoderno. El Estado-guerra que, con la excusa del terrorismo, se pone más allá de cualquier normativa jurídica, mientras persigue implacablemente al que señala como su enemigo. Terrorista o sedicioso. El fascismo postmoderno que neutraliza políticamente el espacio público y expulsa los residuos sociales. Por cierto, fue CiU quien plantó la semilla de la Ley Mordaza en julio de 2012 en las Cortes españolas.
El protoEstado catalán que, como todos los Estados, se ha construido mediante engaños y la gestión del miedo, hace años que intenta transformar al pueblo catalán en una auténtica unidad política. En este sentido las convocatorias de cada 11 de septiembre han servido para ir puliendo y domesticando un deseo colectivo de libertad que no puede recogerse en una sola voz.
La operación política ha sido la siguiente: el Govern decide quien es su pueblo, y en la medida que consigue convertirlo en una unidad política, es decir, en un nosotros contra un ellos, adquiere una legitimidad que le permite negociar con el Estado español. En verdad, el independentismo hegemónico no desea ningún cambio social realmente profundo. Llama a la desobediencia al Gobierno para enseguida obedecer al Govern. «De la ley a ley» nos aseguran. En el fondo las élites dirigentes siempre se entienden entre ellas ya que la sombra del capital es muy alargada.
Por eso en esta guerra en la que estamos metidos, lo más probable es que cada oponente realice lo que se espera de él. El Gobierno dirá que ha defendido el Estado de Derecho hasta el final, eso sí, de manera proporcionada. El Govern afirmará que, en las condiciones actuales, se ha llegado tan lejos como nunca se había conseguido. Es difícil pensar que la lógica del protoEstado catalán conduzca más allá de una ruptura pactada que debería plasmarse en una reforma de la Constitución.
Con todo la situación permanece completamente abierta. Cuando las calles se llenan de gente y delante se alza un Estado prepotente, incapaz de autocrítica y que desconoce cualquier forma de mediación, puede suceder cualquier cosa. Y realmente es así. Nadie sabe que pasará porque se ha producido una situación inédita: votar se ha convertido en un desafío al Estado.
Para muchos de nosotros, el voto nunca ha sido portador de cambios reales. Ahora, sin embargo, el mero hecho de querer votar tiene algo de gesto radical y transgresor. Es extraño lo que está sucediendo. Ciertamente mucha gente se emociona y se cobija bajo la bandera independentista. Pero también somos muchos lo que ahora acudimos y permanecemos en la intemperie. A pesar de que no tenemos bandera alguna sabemos que hay que estar allí.
Nosotros tampoco tenemos miedo, pero nos cuesta olvidar. Cuesta confiar en unos dirigentes políticos que mandaron desalojar brutalmente una plaza Catalunya tomada, y que fueron de los primeros en aplicar medidas neoliberales. En el año 2011 rodeamos el Parlament justamente para impedirlo. ¿Ahora tenemos que fundirnos en un abrazo con ellos?
Cuando Felipe González afirma que «la situación en Catalunya es lo que más me ha preocupado en cuarenta años» es una buena señal. Las fuerzas políticas independentistas han sido capaces de intranquilizar a un poder centralista y represivo que tiene siglos de experiencia. No es fácil derribarlo y su reacción a la defensiva, lo prueba. Hay que reconocer, por tanto, la fuerza de este movimiento político, su capacidad de organización y de movilización. Pero el Estado español nunca concederá la independencia de Catalunya. Para conseguirla, primero hay que romperlo, y para avanzar en este proceso de liberación el independentismo catalán necesita muchos más apoyos. En definitiva, oponerse al Estado español desde la voluntad de ser otro Estado, no solo es poco interesante, es sencillamente perdedor. En cambio, imaginar una Catalunya que persista incansable como la anomalía que es, sí puede lentamente socavar la legalidad neofranquista, y constituirse además en la avanzadilla de algo imprevisible en Europa.
Si queremos que el derecho a decidir no se quede en una consigna vacía, y que el 1 de octubre no sea un final sino un comienzo, hay que terminar definitivamente con la división nosotros/ellos establecida exclusivamente en términos nacionalistas. Catalunya sola nunca podrá encontrarse a sí misma. La república catalana únicamente puede nacer hermanada con las repúblicas de los demás pueblos que viven en esta península.
Votemos, pues, para romper el régimen de 1978 heredero del franquismo. Votemos porque votar en estos momentos constituye un desafío al Estado, y ese desafío nos hará un poco más libres. Pero no olvidemos nunca el grito de «nadie nos representa» ni tampoco que la lucha de clases sigue actuando en lo que aparentemente es homogéneo.

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