Notas sobre El temblor de las ideas políticas de Diego Sztulwark
Si la obra de Kafka sigue revistiendo no menor interés para mí, es sobre todo porque no adopta una sola de aquellas posiciones que el comunismo combate con razón
Walter Benjamin a Gershom Scholem (1934)
I
La alegría con la que recibí la invitación de Diego a presentar su libro se convirtió, en pocas horas, en una mezcla de pudor por la situación y preocupación sobre qué decir. Pudor porque es un libro de un amigo que, además, me toca presentar con otros amigos, todos ellos muy queridos e importantes en mi vida. Convertir una conversación personal, privada de tantos años y de tanta intensidad en pública es, realmente, terrible. Llegué a pensar que, en esta ocasión, algo de la amistad se pone a prueba entre todos nosotros. Conversamos tanto estos temas que subyace una pregunta fatal: ¿nos entendimos estos años? No importa si “estuvimos de acuerdo”, problema banal, sino que es una pregunta sobre cómo podemos seguir atravesando juntos una época tan oscura. Pero como Diego al escribir el libro ya corrió el riesgo de someter sus ideas a juicio público, esto para mí es un agradecimiento por ese gesto.
II
Quienes conocemos a Diego sabemos la cantidad de conversaciones que tiene el libro adentro. Es una gran (re) composición de conversaciones, una puesta en diálogo que va desde discusiones públicas a conversaciones privadas, de lecturas en sus grupos a hipótesis novedosas. Pero conversar y discutir en esta época es darse cuenta que no sabemos cómo conversar y discutir. Que la conversación, la verdadera conversación -si es que existe-, es un ejercicio que tenemos que re-aprehender.
Creo ya estar en el corazón del libro: no sabemos cómo hablar de la época, no sabemos en qué consiste la época y, por tanto, no sabemos nosotros cómo consistir -como hacer consistencia- en el presente. Pero a la vez, tantas puertas, infinitas puertas. El problema no es, entonces, la falta de problemas sino su abundancia. Ya volveremos sobre esto.
III
Habría que empezar por decir que el libro interesa en la medida en que no nos interesa hablar del presente del modo en que se habla a sí mismo. No hay en este libro concesiones al preponderante narcisismo de autor que mide el mundo con su angustioso espejo ni el cinismo triunfal que aparece en las pantallas. Cuando empecé a leer el libro una leve alegría me persiguió: no sólo no asumía las dos vías preponderantes, sino que realiza un movimiento más: como no sabemos hablar del presente, como la palabra política no nos pertenece, Diego inventa, imagina, crea, una mediación: Kafka. Kafka funciona, como dijo Julián Axat recuperando a Deleuze y Guattari, siendo un <<personaje conceptual>>. Y también, Kafka es, mucho más y mucho menos, una excusa, una contraseña.
Kafka para que digamos con él lo que no sabemos cómo decir; Kafka, también, para conjurar el consumo fácil del pensamiento, para no quedar apresado en la mortandad del discurso dominante -incluso aquel progresista-. Kafka, frente a los kafkólogos, como Maquiavelo; pero frente a los maquiavélicos -y no los maquiavelianos-, Kafka como escritor literario.
IV
El temblor se aferra a una premisa y la lleva a fondo: Hablar de Kafka para hablar sobre Argentina y hablar de la Argentina hablando de Kafka.
Kafka es, entonces, una puerta y una trampa: trampa, para que caigan aquellos no dispuestos a enfrentar un combate con un autor lejano y que desconocemos; pero puerta a la vez como como posibilidad para hablar de todo sobre lo que no sabemos cómo hablar, como código secreto para empezar a hablar de otra manera. Por eso la temerosa presencia de su nombre tanto aquí como en el libro.
V
En El temblor, al revés que en Nota al Pie de Walsh, no es la realidad la que invade el texto sino Kafka el que invade la realidad. Si el peso de la Argentina en el primer capítulo es insoportable, a medida que el lector avanza en el libro se va liberando a las fuerzas de otro lenguaje. Es un libro que, a medida que aumenta su complejidad, paradójicamente se vuelve más legible.
VI
Diego escribe que el desafío a pensar consiste en el infinito recorrido que hay que hacer entre el materialismo del desastre y el de la ensoñación. Ya no se trata de la catástrofe sino del desastre. El desastre, creo entender, es aquello que al tiempo que cambia todo hace que todo permanezca, y quizás ese movimiento de sutilezas entre permanencia y cambio es lo que Diego persigue en el diario político que tiene el libro.
Escribe Kafka en octubre de 1911:
<<Una de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno cobra conciencia, con una claridad tranquilizadora, de las transformaciones a que se está sometido incesantemente (…) Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido, de haber mirado alrededor y de haber anotado observaciones incluso en circunstancias que hoy parecen insoportables, es decir, encuentra pruebas de que esta mano derecha se movió hoy, cuando nos hemos vuelto, ciertamente, más prudentes gracias a la posibilidad de abarcar con la mirada nuestras circunstancias de entonces>>
En ese sentido, el nombre Kafka funciona como antídoto contra la resignación. Lo contrario a la resignación no es sostenerse fiel a un sistema de ideas y creencias. Lo propiamente kafkiano, si no lo entiendo mal, sería aquel modo de pensar que sin renunciar a comprender el funcionamiento del mundo, no permanece estático a un modo de comprender sino que se limita, con gestos tenues, a demostrar el punto ciego, el punto absurdo, del funcionamiento de lo social.
Kafka no es un sistema de convicciones sino aquel que imagina que “nosotros nos encontramos en la situación de un grupo de viajeros en ferrocarril que han sufrido un accidente en un túnel, precisamente en un punto donde no se ve ya la luz de la entrada, y en cuanto a la de la salida, parece tan minúscula que la vista ha de buscarla continuamente y perderla continuamente, mientras no se tiene siquiera la seguridad de si se trata del principio o del fin del túnel.”.
VII
En verdad, Diego se apropia de una premisa inventada por Carlos Correas. En el pequeño ensayo llamado Kafka y su padre, el filósofo contornista se lanzó a escribir de la Argentina a través de Kafka. Escrito en 1983, es allí donde empuña la opaca frase “Kafka para hablar de Argentina”. En el caso de Correas, se trata de un balance de la Revista Contorno cuya breve duración no había privado de que sus personajes e ideas nutrieran, en sus distintas derivas, a corrientes político culturales tan diversas como el frondizismo, el guevarismo, el peronismo de izquierda, los frentes de liberación homosexual, el lacanismo argentino, las líneas más agudas de la crítica literaria, entre otras.
Correas escribe -como Borges sobre el Facundo, contra el Martín Fierro– si hubiéramos partido de Kafka, otra y mejor hubiera sido nuestra historia. Habían imitado hasta al cansancio a Sartre, Merleau Ponty; habían leído hasta morir Arlt, Martinez Estrada pero no a Kafka.¿Habrá sido demasiado pesada, para Correas, la herencia en la cultura argentina la elección de ese Arlt sartreanizado, que recaía una y otra vez en la alianza transgresión-culpa-remordimiento neurótico? ¿Habían confiado demasiado en su maldad? Nos referimos al par Sartre-Arlt que Oscar Masotta, amigo-enemigo de Correas, se había encargado de llevar a su punto máximo en su famoso texto Roberto Arlt, yo mismo que bien puede leerse como una Carta al padre.
VIII
Pero ¿qué dice Diego asumiendo como propio ese balance de Correas? En primer lugar, que en el 2001 se estuvo <<Ante la ley>>. Se vislumbro la puerta abierta y, sin embargo, como dice el guardián de Kafka, “se prefirió esperar”. Por eso, escribe Diego con remordimiento, “2001 es una oportunidad perdida”. Lo perdido no es la revolución del modo de producción, sino la reescritura de la ley en un nuevo mapa social. Si el problema de la autonomía era, como dice la palabra, el de darse su propia ley; 2001 es el testimonio de una puerta abierta y de las dificultades de franquear el límite de su acceso.
IX
El temblor de las ideas políticas es el último libro kirchnerista bueno y el primero de un izquierdismo malo. Es un libro paradojal: de un autonomista sin fuerzas autónomas, de un no kirchnerista sobre el kirchnerismo y, también, de alguien preocupado por la filosofía sobre la literatura. Quiero decir: Diego se mete a fondo en problemas donde no está claro aún cómo el kirchnerismo los piensa -por ejemplo, aquella oscura noche donde intentaron matar a Cristina-; izquierdista malo, digo en chiste, porque como todo izquierdista no sabe cómo hacer. Izquierdismo, a la vez, porque asume el problema de la tradición. La vigencia de la tradición, su transmisión. Con la palabra tradición no queremos decir lo que se pretende conservar. No se trata de los clichés del pasado para comprender el presente, ni sobre la moda actual de auto lastimarse por una -supuesta- “nostalgia” – como si ello tuviera algo malo en sí mismo-. La tradición es aquello que nos fue legado, lo que nos fue dado en el mundo para que nosotros vivamos en él. Es el archivo de saberes -teóricos, afectivos, etc.- que se nos da para que nos encontremos en él. Por lo tanto, es aquello que nos pertenece, nos hace felices y libres en la medida en que sabemos entrar a buscar nuestro mundo pero también nos desespera en la medida en que descubrimos que el mundo no se agota ahí. Hay un desfasaje, una síncopa, un contratiempo: la tradición no está lo suficientemente atrás, ni el presente lo suficientemente delante y, en medio de ese tironeo o tensión, estamos nosotros.
Entre 1925 y 1940, unos muchachos por cierto inteligentes y exquisitos supieron discutir epistolarmente de estos asuntos en la obra de Kafka: Walter Benjamin y Gershom Scholem. Su amistad había nacido cuando Benjamín tenía 23 años y Scholem 17. Los años, cuenta George Steiner, produjeron una tensión insoportable: mientras que Scholem apostaba a la renovación del judaísmo -perseguido y en crisis- a partir de la migración a tierras palestinas; Walter Benjamin se inclinaba hacia la relectura de la tradición buscando la tierra prometida en las páginas del marxismo. Dos apuestas hoy en crisis. Cuando en los intercambios epistolares esa tensión era insostenible hablaban de Kafka. Kafka era para ellos el lugar de descanso de la realidad y, a la vez, la mediación desde donde era posible abordar esas tensiones con lucidez.
Así, discutiendo sobre las potencialidades y límites de la interpretación teológica, compartían la premisa a partir de la cual la literatura del checo tenía como génesis el quiebre de la transmisibilidad de la tradición. Describían la vida propiamente moderna con Kafka a través de una situación imaginaria donde un grupo de estudiantes debían estudiar la Escritura pero no lo lograban. Mientras que a Benjamín no le interesaban los motivos de esa imposibilidad, Scholem creía que ese fracaso era causa de una incapacidad por descifrar el sentido en la Escritura. Leía en aquella escena lo propio del mundo moderno: la nada de revelación (“Nadie sabe cuál es el rumbo/que esa ley ordenó”). Kafkianos serían para él los mundos donde la tradición no significa, no nos dota de sentido y, sin embargo, el mundo persiste. El mundo moderno funciona en la medida en que no hay sentido, o mejor, en la medida en que el sentido es ininteligible. Cada vez que pienso en la “nada de revelación” imagino el mundo de La ciénaga, donde todo está hecho para que estalle y sin embargo nada estalla.
La Escritura sin la clave para entenderla -por extravíada o por incomprensible- no es escritura sino vida -pensaba Benjamin- puesto que quienes vivimos no podemos abandonar la pequeña esperanza de hallar aquella llave. El asunto no era para él la nada del sentido sino la frágil “fuerza mesiánica” con la que una generación cuenta para suscitar un (nuevo) sentido en cita secreta con las anteriores.
¿Qué hacer, entonces, cuando la tradición no alcanza pero tampoco hay acontecimiento fundador? Ante todo, no desesperar. No desesperar ni siquiera de no estar desesperando. Dice Kafka: “Cuando ya todo parece acabado, todavía surgen, sin embargo, fuerzas nuevas, lo cual significa precisamente que estás vivo.”.
No desesperar, decía, ni replegarse sobre las categorías sino escribir una y otra vez las historias de esos hombres sin tiempo que se enfrentan a un mundo incapaz de explicarse a sí mismo, para demostrar -como leíamos de la mano que se sigue moviendo-, que nuestros problemas son los problemas de todo tiempo a la vez que los debemos enfrentar bajo nuestra singularidad histórica.
No desesperar, repito, pero asumir el punto de crisis de la tradición. En el caso de Diego hay una tradición teórica que, sí sirvió para iluminar un recorrido excepcional y virtuoso -tan bien retratado en el libro Nada que esperar de Sebastián Scolnik-, hoy se encuentra tan paralizada como las fuerzas sociales que la supieron dinamizar.
Se trata de aquellos filósofos y militantes que se animaron a pensar rigurosamente las transformaciones de la clase obrera a partir de los setenta. Sin dudas lograron entrever claves fundamentales de nuestro presente. Rápido y mal podemos mencionar algunas sin detenernos en ellas: Paolo Virno pensó tempranamente la formación de un nuevo tipo de clase obrera cuya producción de valor se realiza a través de la explotación de habilidades innatas a lo humano mismo -la explotación al lenguaje, a hablar, caminar, comunicar, moverse etc.-; Toni Negri dio cuenta, ya desde los tempranos 80s, del pasaje del obrero-fábrica a la explotación de lo común como modo de extracción de valor a través de la renta; Franco “Bifo” Berardi detectó rápidamente el desquicie de los signos en una psicosfera informática. Hablamos de las corrientes de la autonomía obrera italiana. En principio cabe pensar que, contrastadas con el presente, sus diagnósticos poseen una vigencia novedosa. Y, sin embargo, nos encontramos que cierto optimismo en la capacidad emancipatoria del trabajo vivo está hoy totalmente puesto en crisis: Bifo piensa la deserción; Virno la impotencia; Negri -ya muerto- escribe en su testamento no comprender ya los signos de un mundo enloquecido.
XII
No solo las filosofías llamadas autonomías son interrogadas en este libro. Resienten otros mundos inexplorados por el presente, otros archivos que esperan ser convocados: los nombres de John William Cooke y la posibilidad de hacer del peronismo un asunto revolucionario; el pensamiento político de Ignacio Lewkowicz, que se proponía pensar una politicidad novedosa allí donde la estatalidad no es más el fundamento organizador de la vida social y, sobre todo, la filosofía de León Rozitchner que Diego lee como el más exigente intento de la filosofía latinoamericana que funciona como termómetro o índice bajo la cual toda transformación debe medirse por su disposición a pensar la transformación subjetiva como verdad de toda transformación. Dije demasiado simplonamente estos nombres -tan incompatibles entre sí- pero quiero decir que se vuelve a poner una y otra vez la tradición como problema.
La fuerza del libro que aquí nos trae está en mostrar cómo la tradición guarda su posible fuerza sólo en la medida en que se la deja temblar. No se trata de una doctrina a aprehender ni de un saber a preservar sino de captar a vuelo aquello que no parece destinado a ningún oído. La tradición requiere de un oído dispuesto a escucharla porque «las cosas llegan poco claras a quien quiere escuchar».
Como en el yenga, jugar con la tradición a sabiendas que todo puede caerse y, peor, sabiendo que todo va a caerse. Pero esa posibilidad de poner todo en riesgo es nuestra única manera de triunfar, es decir, de fracasar.
XIII
Desde Situaciones a La ofensiva sensible, creo, la llave cognitiva era la palabra crisis. No parece ser exactamente igual aquí. En esas casi 3 décadas, la crisis se trataba de un arma de doble filo: o en la capacidad del trabajo vivo de coartar la racionalidad capitalista o la capacidad del capital de someter y bloquear las fuerzas desde abajo. En este libro, se modifica el estatuto de la crisis. Paradójico a la vez: como con los italianos, allí donde el diagnóstico se constata también se verifica su bloqueo. A las sobradas variantes de la crisis que arrollan el mundo -crisis capitalista, ecológica, política, demográfica, democrática etcétera- se suma nuestra crisis de la capacidad de hacer crisis. Estamos en un momento histórico que pareciera aquel para el que siempre nos preparamos y, sin embargo, los resultados arrojan lo contrario. Quiero decir: se modifica el sentido de la crisis misma. Ya no es la crisis capitalista producida por la organización desde abajo; ni tampoco el bloqueo de las fuerzas del trabajo como recomposición del mando capitalista sino, para decirlo de algún modo, dos crisis paralelas -crisis de abajo y crisis de arriba-, cuyo punto de contacto no logramos determinar políticamente para actuar. Se asoma una hipótesis en algunas páginas: nuestra crisis parte del hecho de que el tiempo socialmente necesario para pensar, crear y recrear lo social está secuestrado por lo digital.
XIV
Imagina Diego que Guevara cierra el siglo XX y Kafka abre el siglo XXI. A diferencia del héroe revolucionario del siglo pasado, no es el sujeto el que pone a prueba el mundo, sino el mundo el que nos pone a prueba a nosotros. No hay heroicidad en saltar al vacío, ni tampoco heroicidad cínica que ensucia sus manos en nombre de un realismo. Esta vez somos nosotros y nosotras quienes tenemos que dar cuenta de nuestro derecho de existir políticamente. Decir Kafka es, en cierto sentido, nombrar al anti-heroe porque por su naturaleza el héroe es aquel que debe revertir las fuerzas adversas del mundo y no podría jamás partir de su debilidad. Aquí no hay, siquiera, sentido trascendente ni ideales, tampoco la arrolladora inmanencia, la inminente anomalía salvaje, sino una inmanencia tenue. Hay apenas cosas, cosas y afectos. Susurros.
Si Gramsci era para Piglia el lector quieto y minucioso que pensaba la hegemonía y Guevara era el lector rápido y nómade que pensaba la guerrilla, Kafka es el lector destrozado o, más bien, perturbado.
El nombre Kafka designa en este libro una época donde aún no hay rebelión, pero sí vale preguntarse qué heroísmo es posible aún en la descomposición. Sus personajes, cuando ven sus vidas arruinadas tampoco gritan, es decir, no caen en esa actitud anti filosófica que es la indignación permanente como diría Benjamin. Es un mundo cuyas fuerzas pueden destruirnos -diría Spinoza- y, sin embargo, decíamos, no se resigna aunque no cuente con las fuerzas necesarias. Aquel sujeto no tiene capacidad de sustituir con violencia, no toma las armas, ni de representar, no pretende convencer al resto, sino que su heroicidad parte de reconocer su propia debilidad constitutiva. El héroe kafkiano puede, sí, escribir. Porque los personajes aún sometidos siguen decidiendo, y en ese decidir se juega la cosa. No es el revolucionario que se propone realizar su juicio sobre el mundo, sino que el juicio que cae sobre él lo obliga a tomar infinitas decisiones sobre su vida antes de que la sentencia se ejecute. Se está un paso después del juicio y un paso antes de su realización final: en el absurdo. En ese instante, es el mundo el que puede tambalear. Nuestro héroe sabe que la verdad es tan poco segura como su negación.
Su heroicidad sería el hecho de preguntarse qué significa actuar después del juicio, lo que implica asumir una dimensión opaca en nosotros mismos, en nuestra relación con el mundo, porque no podremos nunca demostrar la falsedad de las acusaciones. Es, entonces, un héroe oscuro en la medida en que es incapaz de completar su acción en el mundo. Aún imposibilitado de la acción completa, dar cuenta del absurdo sería la posibilidad de mostrar que el funcionamiento del mundo no se sostiene en base a una explicación racional sino en un acto de fé en que el mundo funciona tal y como se nos presenta. Todo lo sólido, podemos decir con Kafka, no se desvanece sino que se sostiene en el aire. Del absurdo al fetichismo, de Kafka a Marx.
Por último, en el Kafka que se propone hay un sujeto dispuesto a escuchar el murmullo. Son muchas las escenas de Kafka donde aparece el murmullo. El murmullo es el rumor de las cosas verdaderas aunque no se comprende, no se entiende; murmullo de la tradición que espera ser llamada; murmullo de nosotros que no podemos vivir fuera del murmullo. En definitiva, en este libro puede leerse una epistemología política, una pregunta sobre cómo volver a formular preguntas y una pregunta por la génesis de la diferencia en un presente arruinado.
*Este texto fue escrito para la presentación del libro El temblor de las ideas políticas. Buscar una salida donde no la hay de Diego Sztulwark (Editorial Ariel), La Tribu, 27 de agosto de 2025.