Toda esa cuestión // Sebastián Scolnik

A propósito del libro Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero, de Edgardo “Cambá” Fontana.

 

  1. Artesanalidad política

Conocí a Cambá, también autopercibido como Edgardo Fontana, en circunstancias muy específicas. En ese entonces militábamos en una agrupación, de origen universitario, que se proponía heredera de las experiencias populares y revolucionarias, derrotadas por la Dictadura asesina, cuando esas tradiciones no eran portadoras del glamour ni del prestigio de los reconocimientos públicos. Tampoco eran una cualidad ligada al mérito moral ni al requisito laboral. Asumirse como parte de esa historia, tan estigmatizada en esos años noventa, tenía algo de testarudez. Lo que para algunos era sencillamente comodidad (me refiero a quienes sólo se inscribían en esa genealogía sin revisar su propia relación con las luchas y las palabras del pasado), para nosotros era fuente de problema y obsesión: debíamos encontrar nuestra propia relación con aquello cuya derrota era también nuestra, dado que aún vivíamos en sus efectos, y a la vez establecer nuestro propio modo de experimentar la política sin ninguna clase de sumisión al pasado. Este tipo de vínculo crítico no sólo proponía cierto desmarque de los rituales más rígidos y payasescos de la liturgia militante, sino también procuraba recrear cierta frescura que nos permitiese cuidar, rodeándolo de amor, eso que por entonces era objeto del cinismo circundante. El Mate ya daba indicios (después de haber organizado la Cátedra Libre Che Guevara de la UBA) de prolongar su experiencia organizativa más allá de los confines universitarios. Así conocimos a Cambá, quien se había interesado en las discusiones y los propósitos organizativos que asumía la agrupación.

Hay una historia de las casas, de la cocina como forma de encuentro, geografía concreta de la artesanalidad política. En esas infinitas, y aparentemente insignificantes reuniones, se van gestando los momentos fundacionales de las cosas. Así lo afirma Cambá en su libro Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero. Son la precuela de toda forma de institucionalización y visibilidad de las experiencias políticas. No es posible pensar las siglas, los grupos y sus estructuras, pero tampoco las biografías militantes, sin estos imperceptibles agrupamientos. Así ocurrió en Tres de Febrero, como relata Cambá, y así también podemos verlo en el libro Los Villaflor de Avellaneda, de Enrique Arrosagaray. Hay una historia de las familias y los hogares que congregan (una historia que abarca los períodos de resistencia y clandestinidad, pero también de elaboración política y organizativa) sin la cual no podríamos explicar nada de lo acontecido. No habría política, en su sentido más noble, sino existieran estos anudamientos que son claves para andar un camino juntos. Ninguno de nosotros olvidará esos lugares que dieron lugar a un primer encuentro, al gesto característico de la persona que en esas circunstancias conocimos ni al tono de sus intervenciones. Permanecen grabados en nuestras retinas, pues todas las aventuras y dilemas recorridos siempre vuelven a ese mismo lugar de partida.

Un buen día nos encontrábamos, en una casa de Paternal, a conocer a Cambá, quien se sumaría a la agrupación. La austera escena doméstica de una casa juvenil no le quitaba calidez al cónclave ni desmerecía la seriedad de lo que allí se discutía. Nos juntamos a comer unos tallarines a la boloñesa, un plato que formaba parte indispensable de los repertorios gastronómicos militantes. Como la casa era un PH, en un primer piso y con pocas ventanas, el clima se habría enrarecido porque flotaba en el aire el vapor de las ollas que se entremezclaba con el humo de los cigarrillos. El tono de Cambá era firme y severo (incluso, no creo equivocarme si digo que al principio podía sonar intimidante). Sin embargo, nunca tuve la sensación de estar con un “aparato” de los setenta. Más bien percibía que, por debajo de su enunciación férrea (que con los años pudo haberse agravado siguiendo el derrotero de las dificultades auditivas), había una sensibilidad extrema y emocionada. El tono intenso era más propio del entusiasmo que de una gravedad impostada de corte setentista y ceremonial. Al fin de cuentas, nada impedía reír de nosotros mismos y apostar al camino juntos. Recordé esta escena mientras repasaba el libro. La presencia de las casas, en este caso de la familia Sandoval en Caseros y la carpintería de Juan Sandoval (que inevitablemente me remite a las reuniones que, veinte años más tarde, tuvimos en la carpintería de Luis Mattini) y la casa de Cecilia Almada en Derqui, que nos llevan a un tiempo previo de las cosas. Allí, nos dice Cambá, se reunían, imprimían volantes y periódicos en mimeógrafos (como El cumpa, cuyo nombre tomaríamos en El Mate como publicación de un grupo que se proponía discutir el tema del trabajo), discutían la coyuntura, escuchaban las cintas con los discursos de Perón, leían las cartas de John William Cooke, veían películas como La hora de los Hornos, etcétera. Las casas, en Tres de Febrero, la de Sandoval y la de Almada, y en Avellaneda la de los Villaflor —don Aníbal y Josefina, Raimundo y también Azucena—, eran auténticas fábricas de la conspiración. Y ese gesto cómplice, compañero y rebelde, es el que recuerdo cuando conocí a Cambá, un mediodía perdido a lo lejos, en una casa del barrio de Paternal. Hay un hilo de la artesanalidad política que se reconoce en todos estos momentos que no son los que destellan espectacularidad sino elaboración sutil, donde se traman esos vínculos que resultan definitivos.   

  1. Cartografía existencial

Andar con Cambá por el conurbano era una experiencia inaudita. Montado en su Volkswagen Gol, celeste metalizado, algo chillón y con el tiempo baqueteado, se movía por las distintas geografías como pez en el agua. Manejaba mientras fumaba y conversaba incesantemente. Pero cada lugar por el que pasábamos era un signo que revelaba una historia. “En esta esquina volanteamos, en este otro lugar hicimos una `operación´, acá vivía tal y de ahí se llevaron a tal otro u otra”. A su marcha, Cambá iba trazando una cartografía experiencial, nutrida por los recuerdos que siempre son situados: transcurren en algún lugar y bajo ciertas circunstancias. Era una recorrida por un tiempo que volvía, pero al retornar volcaba su densidad sobre el presente, terreno fáctico donde nos movíamos y campo práctico de nuestras militancias que se proponían cambiar las cosas bajo las exigencias que su propio tiempo imponía.

A mi memoria viene el recuerdo de una reunión que transcurrió en la ciudad de Berlín. Había varios participantes que eran miembros de colectivos artísticos. Entre ellos, estaban unos artistas franceses que se habían especializado en hacer “cartografías”, algo que por entonces estaba muy de moda. En sus mapas, estos artistas hacían bosquejos de la ciudad en los que resaltaban la presencia de instituciones financieras globales, bases militares y centros de reclusión de migrantes. Nosotros veníamos con las ínfulas del 2001, con la insolencia propia de quien no acepta los consensos fáciles. Se me ocurrió discutir esa idea de mapa, diría “pre-foucaultiano”, puesto que el poder quedaba sintetizado en ciertos puntos salientes, edificios y estructuras visibles que ocultaban las relaciones de poder social que por detrás de esas evidencias se tejen y habilitan esas formas de gobierno de lo social. Como contrapunto, animado por la presencia de un integrante del Grupo de Arte Callejero, puse el “Aquí viven genocidas” como un ejemplo en el que las marcas señalizadas daban cuenta de las luchas acontecidas o aquellas por venir. Es sabido que los Escraches eran formas de justicia popular que actuaban en el territorio operando sobre los efectos concretos de la dictadura: la destrucción de los lazos colectivos, la normalización neoliberal y las instituciones maniatadas de una democracia que surgía de la derrota. No solo denunciaban el lugar donde vivían los milicos asesinos, sino que también actuaban sobre las estructuras de complicidad social. El Escrache era intolerable para la democracia y para la impunidad que se tejía entre sus pliegues bloqueando las posibilidades de repensar lo ocurrido en el país. Por eso, el “Aquí viven genocidas”, proponía un trazado vivo que no se conforma con la narración del horror, sino que ofrecía un plan de acción, una actividad colectiva y situada contra toda forma de sutura y reconciliación.

Algo de esto pude sentir al leer el libro de Cambá. No se trata de una historia “generalista”, vista desde arriba. Si puede considerarse la más completa historia sobre el noroeste conurbano es, precisamente, porque es el resultado de una investigación militante que recoge los ecos de las luchas, sus desdichas y sus momentos felices. No para dar por concluida una experiencia sino para relanzarla hacia el presente. De esta manera, podemos viajar a las casas, los locales, las organizaciones, las escuelas (donde se narra una, para mí desconocida historia de Cambá en el centro de estudiantes), las sociedades de fomento y las fábricas, verdaderos laboratorios políticos en los que todas ideas políticas (discutidas en asambleas, consejos, panfletos y publicaciones), ofrecían a la experiencia obrera una riqueza extraordinaria. Un territorio se compone por sus movimientos migratorios, sus formas de habitar el espacio y las luchas que cobija. A uno y otro lado del Atlántico, en Caseros o en Turín, el nombre Fiat era el emblema de una experimentación política insurreccional, de un ejercicio de democracia radical en el que todos los tonos de la revolución convergían para luchar contra las formas opresivas del trabajo y la complicidad de las burocracias sindicales. De los consejos operarios en Italia a las coordinadoras obreras en Argentina hay un ejercicio de poder popular que la dictadura vino a pretender cortar de cuajo. Y en ese magma, todas las organizaciones y sus militantes iban desplegándose al calor de las exigencias prácticas. Los tonos y las intervenciones de cada una de esas experiencias están especialmente cuidados en la presentación que ofrece Cambá en este libro. Si se trata de una cartografía existencial no es solo porque Cambá fue protagonista de estas páginas sino porque su propósito no es congelar la historia como un expediente ya acontecido —la muy rigurosa investigación sobre los dispositivos del poder represivo y sus procedimientos no permiten ilusionarse, en estos días, con dar por cerrado el tema—, sino comunicar intensidades. Esas que hemos percibido infinitamente en la narración oral de los sobrevivientes, que hoy vuelve en la letra escrita, y que nos hace comprender que tenemos el derecho de pensar las derrotas en todas sus dimensiones trágicas y el deber de recrear la experiencia política. El mapa vivo que propone Cambá se trata de eso.  De una voluntad que persevera, de un acto de justicia con sus compañeros y compañeras y de una fidelidad con cada trayectoria que merece ser redescubierta en las sombrías perspectivas del presente.

  1. Tarea principal

Las trayectorias militantes no pueden evaluarse como una mera acumulación aritmética de circunstancias. Hay puntos de quiebre, acontecimientos que marcan de manera decisiva una biografía política. Un encuentro, una voz, un gesto, un nombre, un texto… Cuando conocimos a Cambá él insistía en la figura de Gustavo Rearte. Miembro relevante de la resistencia peronista y de las organizaciones revolucionarias, Rearte no era una de las figuras más conocidas de la escena militante que frecuentaba el anecdotario en reuniones y morfis colectivos. Quizá, precisamente, porque sus concepciones distaban mucho de la espectacularidad y porque si bien no cesó en su corta pero intensa vida de producir experiencias organizativas, incluso armadas, algo de su convicción más profunda lo llevaba a suponer que siempre había algo estratégico que era prioritario respecto a los egos y engordes organizativos. También respecto a cualquier ilusión fierrera que sustituyera el trabajo político. Cita Cambá en el libro: “Debe rechazarse toda ilusión idealista de contar con las masas por la mera presencia de un grupo armado”. Esta frase coincide perfectamente con el editorial “Violencia y tarea principal”, publicado en la revista En lucha, que permanentemente Cambá nos recordaba. En él, Rearte enfatizaba el trabajo político de masas por encima de cualquier atajo táctico, sustitución representativa o armada del sujeto real de las transformaciones. La idea de la “tarea principal” siempre me resultó tan fundamental como enigmática. Porque asume que hay un asunto central que no siempre se descubre o se prioriza, y que la militancia suele encontrar coartadas distractivas que impiden concentrarse en eso que, imprescindible, se constituye como el carozo de toda transformación.

Cuando Cambá cumplió 65 años, reunió en su casa a varias capas militantes de sus distintas épocas. Cuando regresábamos, comentando la reunión, uno de los asistentes decía con gracia: “Cambá está siempre igual”. ¿Qué significa que esté igual si tantos años han pasado desde que militábamos juntos, primero en El Mate y luego en el Colectivo Situaciones? Pues bien, siempre igual, según interpreto, significa fiel a la “tarea principal”, a eso que nunca debe olvidarse y exige ser tratado con meticulosa obsesión. A aquello que debe luchar por resguardarse de la tentación de todo encandilamiento narcisista y boludeo epocal (y los últimos años han sido especialmente dados a estas zanahorias).

El libro de Cambá llega en momentos muy especiales, cuando un nuevo tipo de derecha, negacionista y perversa, viene a refutar muchas de las concepciones que se edificaron en la cultura política democrática de la post-dictadura. Hace pocos días, Mario Santucho escribió un gran texto en la revista Crisis. Lleva por título “Quien entregó a mi viejo”. Diría que este escrito reúne las condiciones de un gran ensayo político. Lo propio de este género (muchas veces malversado en esteticismos de regodeo o en demostraciones explicativas en las que no hay vacilación ni búsqueda) es escribir para asumir lo que no se sabe cómo pensar —como dice Mario que le sucede—, lo que requiere de un esfuerzo colectivo y de una búsqueda de verdad, sacando el dilema a pensar de los confines de la propia individualidad para ofrecerlo como materia común. ¿Qué hacer cuando los criterios forjados en la época donde la historia que Marito repone y comparte no son válidos para el presente? ¿Y si todos estos años de reconocimientos públicos, que hemos vivido como un tiempo de conquistas y derechos, hubieran producido una paradojal despolitización que tiene en la figura de la víctima un punto de neutralización para la crítica política? ¿Qué ocurre cuando la derecha se nutre de nuestra lengua histórica, la que hemos dejado de hablar hace tiempo —como la propia palabra Revolución— o la que hemos burocratizado volviéndola cliché administrativo, para efectuar una contrarrevolución reaccionaria y fascista que nos deja perplejos e inmóviles? Si esta democracia, que habló en nombre de derechos e igualdades, no cesó de producir desigualdades sociales, ¿por qué fuimos nosotros quienes nos dedicamos a defenderla de la acción destituyente de la derecha neutralizando en ese gesto nuestro potencial crítico? ¿Cómo establecer criterios de verdad y responsabilidad que nos comuniquen con la historia revolucionaria en un tiempo no revolucionario? Las preguntas de Mario llegaron, en un momento de zozobra y de peligro, como un aullido para reunir a la manada. Y aquí estamos, tan preocupados como siempre, desculando lo que se ciñe sobre nosotros. Veo la cara de cada compañera y compañero de este periplo colectivo rodeando esta inquietud para desenrollar el ovillo que nos detiene en la perplejidad. Si la nueva derecha, que nos afanó la palabra “libertad”, procede como el viejo fascismo, esto es, oscureciendo las percepciones y enloqueciendo los signos, tal y como afirma con sutil precisión Diego Sztulwark, debemos aclararnos. Mirar al fascismo de frente y sin temor, como dijo Toni Negri en el último texto que escribió, o Nora Cortiñas tras el triunfo de Milei. Para eso es necesario recuperar nuestras potencias críticas y nuestro poder colectivo. Acudimos presurosos al llamado. Qué relación podemos tener con las experiencias revolucionarias del pasado, se preguntó hace poco Javier Trímboli, en ocasión del último 24 de marzo, sospechando de nuestra masiva y dócil adhesión al presente (si hablamos en primera persona del plural no es para desconocer las incomodidades que hemos tenido en todos estos años sino para enfatizar la dimensión de catástrofe colectiva en la que estamos metidos). EL libro de Cambá tiene algo de esa inquietud. Nos cuenta una historia que debemos elaborar con la máxima libertad creativa y no como una continuidad lineal. Y es evidente que el gran episodio que nos tocó vivir juntos, marcándonos a fuego —me refiero al 2001—, debe ser retomado en lo que dejó inconcluso o abierto como enigma a ser descifrado. Metidos en este gran lío, aquí estamos, pues.     

  1. No hay dos sin tres….

Hace no mucho tiempo, a propósito de un escrito que repasaba los dilemas y estilos militantes forjados en torno al 2001, Cambá decía: “para mí, personalmente, fueron de los más felices de mi vida (…) nunca me olvidé de esos momentos y nunca me los voy a olvidar, porque tuve la gran suerte de vivir con ustedes una segunda vez militante tan potente y maravillosa como la primera que fue en los 70, pero también eso me hace ilusionar con la posibilidad de una tercera, porque no hay dos sin tres. Ojalá lo sea con ustedes…”. Quizá, lo propio de la política sea este encuentro entre generaciones, esta cita de la que hablaba Walter Benjamin, y que ocurre cuando el peligro acecha y las luchas encienden su misteriosa e inesperada llama. Si las nuevas generaciones así lo disponen, tal vez nosotros tengamos nuestra segunda vida y Cambá su tercera oportunidad. Un nuevo nacimiento que siempre requiere, como pensó León Rozitchner, volver a pasar por aquella ensoñación e inocencia primera, por esa extraña sensación en la que somos tomados por intensidades que gobiernan nuestra imaginación rehaciendo el mundo entero como un nuevo sentido. Este libro, y esta reunión, son anticipos que llaman y suscitan eso que nunca sabremos de antemano cómo será pero que, no por ello, dejamos de convocar con urgencia y curiosidad.

 

 

1 Comment

  1. Bienvenida la reflexión, es la hora de la autocrítica, o siempre sería conveniente que lo fuese. Hasta hace no mucho las preguntas que se plantean eran contestadas con chicanas por algunos de esos actores que se nombran, que respondían que a la izquierda del kirchnerismo está la pared y que la crítica a la democracia capitalista beneficiaba a la derecha. Unos vivían tiempos de conquistas y subsidios, y a otros Berni les quemaba el rancho. Fueron años de acallar los cuestionamientos y de expulsión de militantes hasta llegar a esta catástrofe que veíamos venir de lejos. Ahora la suerte está echada, pero nunca es tarde para aprender de los errores e intentar reconstruir.

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