Una de las cosas lindas que dejará 2023 es la goleada, electoral y cultural, que Riquelme le propinó a la prepotencia de Macri, un domingo en el que el año parecía expirar irremediablemente sumido en el oprobio. Antes, ensoberbecido por el triunfo de Javier Milei, el expresidente había sentenciado que en la Argentina “se terminó la época de Maradona”. Precipitado veredicto que mal disimula una voz de orden, si no directamente una amenaza indeterminada y abrupta.
La propensión tiránica es la que cree posible cambiar la humanidad realmente existente con órdenes y decretos, desde arriba, saltando por sobre la paciencia de la auto-transformación colectiva. Mauricio Macri aloja esa propensión de manera creciente y por la ilusión de sí que le es aneja se cree habilitado para liquidar lo que llama el tiempo de Maradona -que en realidad, más radicalmente, querría suprimir y hacer que nunca hubiera existido. Pero no todo es tan sencillo. Por muchas razones, la perseverancia, la osadía plebeya y la sabiduría popular de Román nos devuelve el país en el que quisiéramos vivir. Su gesto, su gesta, prolonga el tiempo maradoniano que Macri pretende clausurar con atolondramiento autoritario, y recuerda que ese país está ahí.
Hace muchos años, más de veinte, Horacio González escribió un breve texto para Página 12, que recogió luego en Escritos en carbonilla y hace poco Lobo suelto puso nuevamente en circulación. Redactado en 2002, ese texto se llamaba “El enigma Riquelme”. Es siempre impresionante constatar el radar anticipatorio de Horacio González, su capacidad de captar en las cosas un régimen de signos aún no desplegado, en ciernes, que solo él era capaz de vislumbrar en su desarrollo y su alcance más remoto. Que hace tantos años se haya detenido precisamente en Riquelme, y lo haya considerado un “enigma”, trasunta una sensibilidad que hace un hueco en el tiempo y permite advertir en su trama un dibujo que se revela mucho después -excepto para su delicado arte del presagio.
Ese texto comenzaba así: “El fútbol, como la pintura del Renacimiento, la música barroca o las estatuillas de las misiones jesuíticas, sigue manteniendo una ilusión de arte autónomo a pesar de los poderes que lo ciñen. Las grandes fuerzas económicas y las dinastías empresariales que lo han convertido en un soporte comunicacional y publicitario saben que permanece (y desean que permanezca) el misterio de su trazo esbelto y de su contrapunto burlón” (la palabra clave que encuentro aquí es “autonomía” -de las “dinastías empresariales”, sin dudas, pero también de una indescifrable sordidez, de una adversidad cuya magnitud muchas veces no es posible barruntar).
Existe, como en la comprensión borgiana de la historia (según la cual sus fechas fundamentales no son las remanidas por los poderes y la propaganda de esos poderes sino que suelen ser secretas), una especie de “pudor del ensayo” gonzaliano. En el pasaje central de este que evocamos, escondido entre tantos otros, se lee: “El candor de Riquelme está troquelado sobre la saga artística y plebeya de Maradona, pero recuerda mitos de callada timidez interiorana. Esa inocencia no nos deja olvidar que ‘no se saluda con Macri’. Imperturbables diferencias económicas con el hombre que algunos piensan que puede presidir un país. La modestia del héroe recorta astutamente su gracia sobre poderes encumbrados, entre traficantes y capitalistas del arabesco futbolero…”. En pocas líneas, de un plumazo, el nudo Riquelme-Maradona-Macri queda al descubierto en todos sus efectos y corroborado por la historia más de veinte años después.
Buen hegeliano, Marx solía decir que, astuta, “la historia avanza siempre por el lado malo”. Nosotros ya no estamos para nada seguros de que la historia avance, y ni siquiera de que haya algo así como una Historia. Pero mientras esa indecidible incertidumbre se despeja, al menos siguen habiendo buenas historias -por lo pronto, siempre en plural. La que en estos días -¡pero que en realidad tiene varias décadas!- Román le ofrendó al pueblo argentino es una de ellas.