Terrorismo: la ‘zona gris’ de la sexualidad// Éric Fassin

 

¿Se puede tachar de dementes a los autores de las actuales masacres sin sentido? Su lógica enloquecida es la de nuestra época

Dos viejos árabes barbudos vestidos con chilaba enarbolan un cartel: «Yo soy Charlie». Esta fotografía podría ilustrar «el espíritu del 11 de enero». Ahora bien, en febrero de 2015 está en la portada de la revista del Estado islámico. Contrariamente a las advertencias frente a la «amalgama» entre musulmanes y terroristas, había que acabar con la «zona gris».

El terrorismo pone todo su empeño en borrar cualquier matiz para lograr un mundo en blanco y negro. Los objetivos no serán pues solo los blasfemos (como la redacción de Charlie Hebdo) o los judíos en su calidad de tales (como en el Hyper Cacher); el 13 de noviembre en París o el 14 de julio en Niza, en medio del gentío, todo el mundo se convierte en blanco indiferenciado. Para exacerbar la tensión y hacer el juego a la islamofobia debilitando lo que se ha venido a llamar «el islam moderado». La estrategia del terror nos remite, pues, a una política de lo peor.

Su eficacia se debe a la posibilidad de ser compartida por sus adversarios. Desde el 11 de septiembre de 2001, explica esa revista, está claro que hay que «elegir entre dos bandos», entre el mundo musulmán y Occidente. Y cita a Osama Ben Laden: «Bush tiene razón cuando declara: `o se está con nosotros o con los terroristas´. O estáis con la cruzada o con el Islam». Así pues, los dos bandos reivindican la retórica del «conflicto de civilizaciones». En ambos casos nos hallamos ante la misma lógica binaria, basta con cambiar las etiquetas.

Pensemos en Anders Breivik, el terrorista noruego de extrema derecha (que inspiró al fanático de Munich) que justificaba ideológicamente el atentado de Utoya contra jóvenes socialdemócratas apoyándose en las declaraciones de dirigentes occidentales que denunciaban «el fracaso del multiculturalismo»; incluso pensaba citar como testigo en su juicio a un mulá encarcelado por amenazas terroristas: todos consolidaban el argumento de una guerra inevitable entre «ellos» y «nosotros». En el fondo, no importa el bando siempre que solo haya dos.

Por eso es difícil tachar de dementes a los autores de esas matanzas sin sentido. Su lógica enloquecida es la de nuestra época. Nos hace pensar en el amok, esas matanzas suicidas cuyo nombre procede de la lengua malaya: un hombre se lanza al espacio público matando a todo el que encuentra a su paso antes de encontrar la muerte. Según el etnopsiquiatra Georges Devereux esta expresión violenta emanaría del repertorio de las formas culturalmente disponibles. Sin embargo no se trata solo, aunque también, de trastornos psíquicos preexistentes. Se puede aventurar la hipótesis complementaria de que el trastorno identitario es, en la misma medida que la causa de las violencias, un efecto del «conflicto de civilizaciones».

Lo que nos permite comprender una aparente contradicción: con frecuencia, los terroristas que pasan al acto no son el ideal del musulmán, sino todo lo contrario. Desde 2001 nos extraña: ¿cómo es posible andar de juerga, con alcohol, drogas y mujeres y luego sacrificarse en una carnicería en nombre de la pureza religiosa? De hecho, entre los candidatos al martirio hay muchos arrepentidos o recién convertidos. Tras el atentado de Niza, el ministro del Interior, perplejo, habla de radicalización «muy rápida». Por eso el gobierno alemán ha dudado en calificar de acto terrorista el ataque con hacha en un tren de Baviera: ¿no era el culpable, un refugiado, un ejemplo de integración exitosa?

Para explicar esta paradoja, hay que dirigirse a los análisis de otro psiquiatra, Franz Fanon. En la guerra de Argelia se asiste a «fenómenos de tipo amok totalmente típicos». «Se les ve irrumpir en una calle o en una granja aislada, desarmados o blandiendo un mísero cuchillo mellado al grito de: `Viva Argelia independiente. Somos los vencedores´», para terminar «bajo una ráfaga de metralleta disparada por una patrulla». ¿Pero quién se lanza a ese delirio de muerte? En Los condenados de la tierra, el autor cuenta la historia de un joven argelino que «no se mete en lo que está pasando y está consagrado a su trabajo»; pero comienza a oír voces: «Traidor… cobarde…» Y termina por lanzarse contra unos soldados franceses gritando: «Soy un argelino». Y se explica: «No podía seguir escuchando sin reaccionar esas acusaciones. No soy un cobarde. No soy una mujer. No soy un traidor». Fanon resume el caso: «delirio de acusación y conducta suicida disfrazada de `acto terrorista´».

Es otra faceta del trastorno identitario que se observa en las informaciones sobre la sexualidad de Omar Mateen en Orlando y de Mohamed Lahouaiej Bouhlel en Niza. Que quede claro que no se trata de patologizar la homosexualidad o la bisexualidad. Todo lo contrario, si esos hombres viven una sexualidad minoritaria como una contradicción tan fuerte que les  desencadena un ataque homófobo como en Florida, es por una razón política: el «conflicto de civilizaciones» está hoy sexualizado. A favor o en contra de la «democracia sexual», es decir la igualdad entre hombres y mujeres y la libertad sexual, esa es la línea divisoria que, desde 2001, no se para de trazar entre «nosotros» y «ellos».
Ahora bien, si el psiquismo resiste a la simplicidad binaria, el sexo sigue siendo una «zona gris» entre grupos y, sobre todo, en el seno mismo de los individuos. Es una contradicción potencial que trabaja la intimidad. La violencia terrorista aparece desde ese momento como un intento desesperado, en forma de amok, de reducir, de un solo golpe, tanto la contradicción en el exterior como en el interior, tanto en el cuerpo social como en el del asesino que se erige en mártir. En resumen, «la extinción de la zona gris» a la que apela el Estado islámico pasa hoy, de modo privilegiado, por los que la encarnan, incluso por su sexualidad.

Fuente: [http://ctxt.es/]

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