El propósito de este libro es introducir un nuevo enfoque de la ontología social. Como a cualquier otra investigación ontológica, a la presente le concierne la cuestión de la clase de entidades sociales cuya existencia podemos afirmar legítimamente. Tradicionalmente, el nombre que se le da a la postura asumida en este libro es “realismo”, una postura definida por la aceptación de una realidad que existe independientemente de la mente. En el caso de la ontología social, sin embargo, esta definición debe ser matizada debido a que la mayoría de las entidades sociales, desde las pequeñas comunidades hasta las naciones más grandes, desaparecerían si las mentes humanas que las crearon dejaran de existir. Es por ello que un enfoque realista debe afirmar la autonomía de las entidades sociales de la concepción que nos hacemos de ellas. En otras palabras, aunque estas entidades no son independientes de la existencia de nuestras mentes, sí lo son del contenido de nuestras mentes. Una ciudad, por ejemplo, tiene una naturaleza objetiva que no depende de las creencias o teorías que podamos tener de los asentamientos urbanos.
¿Pero es esta independencia real? Hay que reconocer que existen casos en que los modelos y clasificaciones que los científicos sociales utilizan sí afectan el comportamiento de las personas que están sien- do clasificadas, cuando estas toman conciencia del hecho. Tomemos como ejemplo una categoría como “inmigrante refugiado”: una mujer que viene huyendo de las condiciones terribles que priman en su país puede darse cuenta de los criterios usados en el país al cual quiere emigrar para clasificar a las mujeres refugiadas, y modificar su comportamiento para satisfacer tales criterios. En este caso, un compromiso ontológico con el referente del término “mujer refugiada” sería difícil de mantener, ya que el mismo uso del término puede estar creando su referente. Pero aunque estos casos son reales, constituyen un número insignificante de ejemplos: la mayoría de las entidades sociales que este libro explora (comunidades, organizaciones, ciudades, países) muy raramente pueden tomar conciencia de términos teóricos y adaptar su naturaleza para volverse su referente. Pero, aun en los casos problemáticos, una explicación del fenómeno de inmigración política tiene que hacer uso, además de la conciencia que los refugiados puedan tener de clasificaciones, de organizaciones institucionales (cortes, servicios de migración, puertos y aeropuertos, centros de detención); objetos y normas institucionales (leyes, pasaportes); y prácticas institucionales (confinamiento, monitoreo, interrogatorio) que forman el contexto en el cual tienen lugar las interacciones entre las categorías y sus referentes.1 En otras palabras, debemos tener en cuenta no solo el efecto que los conceptos pueden tener en la conducta humana, sino el ensamblaje completo en donde esos conceptos producen su efecto.
Una teoría de los ensamblajes, y de los procesos que crean y estabilizan su identidad histórica, fue formulada por el filósofo Gilles Deleuze en las últimas décadas del siglo XX. Esta teoría tenía el propósito de aplicarse a una amplia variedad de entidades que pueden ser concebidas como todos hechos de partes heterogéneas. La relación parte-a-todo, esto es, la relación entre un sistema y sus componentes, existe por doquier en la naturaleza, desde los átomos y las moléculas hasta los organismos, las especies y los ecosistemas. Todas estas entidades pue- den ser tratadas como ensamblajes producto de procesos históricos, el término “histórico”, claro está, usado de manera que incluya la historia cosmológica y la evolutiva, y no solamente la historia humana. La teoría de los ensamblajes puede asimismo ser aplicada a entidades sociales, y el hecho mismo de que pueda traspasar la división entre cultura y naturaleza es evidencia de sus credenciales realistas.
Se podría objetar que el contenido de las pocas páginas dedicadas a la teoría de los ensamblajes en la obra de Deleuze (la mayoría en coautoría con Félix Guattari) difícilmente constituye una teoría.2 Lo cual es, en realidad, correcto. Pero los conceptos usados para especificar las características de los ensamblajes en estas pocas páginas (conceptos como los de “expresión” o “territorialización”) han sido ampliamente elaborados en otros textos y están conectados con otros conceptos a lo largo de la obra de Deleuze. Tomando en cuenta la red de ideas dentro de la cual el concepto de ensamblaje realiza sus funciones conceptuales, contamos al menos con los rudimentos de una teoría. El problema que debemos enfrentar es que las definiciones de los conceptos usados se encuentran dispersas a lo largo y ancho de la obra de Deleuze: una definición puede ser esbozada en un libro, desarrollada en otro y ser precisada más tarde en un oscuro ensayo. Incluso en los casos donde las definiciones se encuentran formuladas en un solo lugar, el estilo del autor no siempre permite una clara interpretación, y esto podría condenar a un libro como este a gastar la mayor parte de sus páginas haciendo hermenéutica. Con el propósito de evitar esta dificultad, hemos reconstruido en otro lugar la ontología de Deleuze, en un estilo analítico que vuelve innecesaria la preocupación acerca de lo que “realmente quiso decir” el autor.3 En el presente libro, haremos uso de una estrategia similar: daremos nuestra propia definición de los términos técnicos; presen- taremos nuestros propios argumentos para justificarlos; y usaremos recursos teóricos distintos de los usados por Deleuze para desarrollarlos. Dicha maniobra no eliminará por completo la necesidad de adentrarse en la hermenéutica deleuziana, pero nos permitirá confinar esa parte del trabajo a las notas al pie de página.
Los primeros dos capítulos introducen las ideas fundamentales de la teoría de los ensamblajes. Dicha teoría debe, en primer lugar, dar cuenta de la síntesis de las propiedades de un todo que no son reducibles a sus partes. Existen otras teorías que se pueden utilizar para bloquear el reduccionismo, como es el caso de la dialéctica hegeliana, y, por lo mismo, el primer capítulo lleva a cabo una comparación entre ensamblajes y totalidades hegelianas. La principal diferencia radica en que, en la teoría de los ensamblajes, el hecho de que un todo posea propiedades irreducibles no impide la posibilidad de que podamos analizar sus componentes, los cuales mantienen su autonomía. En otras palabras, a diferencia de las totalidades orgánicas, las partes de un ensamblaje no se fusionan en un todo indescomponible. En el segundo capítulo, nos deshacemos de la idea de que si hay entidades cuya existencia no depende de nuestras mentes, su identidad objetiva es determinada por la posesión de una esencia. Pero una vez que la existencia de un ensamblaje (inorgánico, orgánico o social) es explicada por un proceso histórico de síntesis, desaparece la necesidad de invocar el esencialismo para dar cuenta de lo perdurable de su identidad.
Una vez que las ideas básicas han sido esbozadas, los siguientes tres capítulos aplican la teoría de los ensamblajes a un caso concreto de estudio: el problema del vínculo entre los niveles micro y macro de la realidad social. Tradicionalmente, dicho problema ha sido formulado en términos que implican alguna forma de reduccionismo. El reduccionismo en las ciencias sociales se ha ilustrado a menudo con las características del individualismo metodológico de la microeconomía, en el cual todo lo que cuenta para una explicación son las decisiones racionales llevadas a cabo por individuos aislados. Esto no implica que se niegue la existencia de “la sociedad”, pero esta es conceptualiza- da como un mero agregado, es decir, como un todo sin propiedades que sean más que la suma de sus partes. Por la misma razón, nos referiremos a tales soluciones al problema de las relaciones entre lo micro y lo macro como microrreduccionistas. La posición opuesta es la de la macro-sociología, que supone que lo que realmente existe es la estructura social, siendo las personas meros productos de “la sociedad” en la que nacieron. Esto no implica que se niegue la existencia de las personas, sino que se las conciba como autómatas: una vez que las personas han sido socializadas por la familia y la escuela, una vez que han internalizado los valores de las clases sociales a las que pertenecen, su conducta es casi automática y su obediencia al orden social se puede dar por sentada. Por esta razón, nos referiremos a esta postura como macrorreduccionista.
Estas posturas reduccionistas no agotan, claro está, todas las posibilidades. Existen múltiples científicos sociales cuya labor se centra en entidades que no son ni micro ni macro: desde las clásicas investigaciones de Max Weber sobre organizaciones institucionales; los estudios de Erving Goffman sobre conversaciones y encuentros sociales; los trabajos de Charles Tilly sobre movimientos de justicia social; para no mencionar el número cada vez mayor de sociólogos que trabajan sobre la teoría de las redes sociales o a los geógrafos que estudian ciudades y regiones. Lo que el trabajo de estos autores revela es un gran número de niveles intermedios entre lo micro y lo macro, cuyo estatus ontológico no ha sido conceptualizado de manera apropiada. La teoría de los ensamblajes puede ofrecer el marco en el cual las contribuciones de estos (y otros) autores puedan ser situadas y sus mutuas conexiones elucidadas, ya que las propiedades de un ensamblaje emergen de la interacción entre sus partes y que la relación parte-a-todo se puede aplicar recursivamente: lo que es un todo a una cierta escala se puede volver la parte de otro todo a mayor escala. Esto nos ofrece la oportunidad de pasar de lo micro a lo macro por medio de una serie de ensamblajes intermedios: las comunidades y las organizaciones son ensamblajes de gente; los movimientos de justicia social son ensamblajes de varias comunidades; los gobiernos centrales son ensamblajes de múltiples organizaciones; las ciudades son ensamblajes de personas, comunidades y organizaciones, así como de una variedad de componentes materiales que van desde los edificios y calles hasta los conductos de flujos de energía y materia; de igual forma, las naciones son ensamblajes de ciudades y regiones geográficas organizadas por estas, así como de las provincias que forman dichas regiones.
Esta solución al problema de la relación entre lo micro y lo macro se puede hacer más vívida para el lector si el libro lo conduce por una travesía que, empezando en la escala personal, le permita experimentar el ascenso hacia las entidades de más extensión, pasando por todas las escalas intermedias. Solo así, paso por paso, todo emergente por todo emergente, es cómo el lector puede tener una idea de la irreductible complejidad del mundo contemporáneo. Lo cual no implica que el esquema ontológico propuesto aquí no sea aplicable a sociedades más simples o antiguas: se puede implementar de forma parcial para aplicarlo a sociedades carentes de ciudades o de grandes gobiernos centrales. No me he esforzado, por así decirlo, en ser multicultural: todos mis ejemplos provienen ya sea de Europa o de los Estados Unidos. Lo anterior refleja mi creencia de que algunas de las propiedades de los ensamblajes sociales, como las redes interpersonales o las organizaciones institucionales, se mantienen invariantes a lo largo de diferentes culturas. Pero incluso la ilustración de las naciones occidentales aquí realizada es a menudo un mero bosquejo y, con la excepción del capítulo cinco, los aspectos históricos no son explorados. Dicha deficiencia puede justificarse por el hecho de que, en anteriores publicaciones, las cuestiones históricas han sido tratadas en detalle y que el presente libro se dedica a elucidar el estatus ontológico de las entidades que han sido los actores de aquellas narrativas históricas.4
Para aquellos lectores que puedan decepcionarse por la carencia de comparaciones interculturales, o por la ausencia de análisis detallados de los mecanismos sociales, o por la pobreza de las imágenes históricas, solamente puedo agregar que ninguno de tales objetivos del todo respetables se pueden cumplir dentro de un marco ontológico empobrecido. Cuando los científicos sociales pretenden estar capa- citados para tales propósitos sin contar con los fundamentos ontológicos necesarios, hacen uso de una ontología aceptada implícitamente y por lo tanto, no críticamente. No hay una salida a este dilema. Si bien los filósofos no pueden, y no deben, hacer el trabajo que corresponde a los científicos sociales, sí pueden contribuir enormemente al trabajo de clarificación ontológica. Esta es la misión a la que busca contribuir el presente libro.
NOTAS
1 Ian Hacking, The Social Construction of What?, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1999, p. 103. “No quiero decir necesariamente que los niños hiperactivos, como individuos, sean conscientes por sí mismos del modo en el que están siendo clasificados, y con ello reaccionen a la clasificación. Por supuesto lo pueden estar, pero la interacción ocurre en la matriz mayor de las instituciones y las prácticas alrededor de dichas clasificaciones”.
2 Para los pasajes sobre la teoría de los ensamblajes, véase: Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, traducción de Javier Vázquez Pérez, Pre-Textos, Valencia, 1988, pp. 75-76, 92-95, 328-342, 513-515.
3 Manuel DeLanda, Intensive Science and Virtual Philosophy, Continuum, Londres, 2002.
4 Manuel DeLanda, War in the Age of Intelligent Machines, Zone Books, Nueva York, 1991. Manuel DeLanda, Mil años de historia no lineal, Gedisa, Barcelona, 2012.