Teatro de la decadencia // Diego Sztulwark

¿Milei odia a todo el mundo? En apariencia sí. O al menos eso es lo que parece deducirse de la serie ilimitada de enfrentamientos con trabajadores, movimientos sociales, periodistas, legisladores, feministas, artistas, economías regionales, gobiernos progresistas de la región, académicos keynesianos, y los miembros de lo que alternativamente llama la casta. Serie a la que ahora se agrega un enfrentamiento con la amplia mayoría de los gobernadores. ¿Es posible conceptualizar esta caotización vertiginosa de la política sin dejarse obnubilar por la avasallante personalidad del presidente?

En uno de sus últimos cursos Michel Foucault afirmaba que la economía política -en particular la neoliberal- es un dispositivo de gobierno fundado en la autolimitación: “Un gobierno nunca sabe bien cómo gobernar lo suficiente y nada más”. El arte de gobierno nace, entre los liberales, como un acto de restricción en favor de la acción del mercado como fuente de información económica indispensable para gobernar, y de la competencia perfecta entre individuos como factor disolutivo del conflicto social entre clases.

 
 

Un dispositivo de saber poder, enseñaba el francés, es una serie de mecanismos que dotan de coherencia a ciertas prácticas a partir de un cierto «régimen de verdad». Esto es: la articulación –estratégica, ¿y gramsciana?- por medio de la cual un discurso (en este caso, neoliberal) forma con una serie de prácticas un conjunto ligado y un efecto de inteligibilidad. Reconocemos la vigencia de un dispositivo precisamente cuando un discurso ostenta sobre las prácticas con las que se articula un poder legislador en términos de verdad o falsedad. Y reconocemos igualmente la actual fase de decadencia de un dispositivo (en nuestro caso, el neoliberal) precisamente por la crisis que impide que su discurso ya no sea capaz por sí mismo de legislar sobre la verdad de las prácticas.

 

A Milei hay que comprenderlo, en este contexto, como una espectacularización de la decadencia. Representación de una voluntad decisoria y a la vez agónica, que alcanza cada vez una sobrevida efímera. Esta vivaz personificación, que gana tiempo por medio del asombro que provoca en sus adversarios, es complementada con una notable absorción en su persona de la disfuncionalidad propia del sistema. De ahí el desconcierto que transmite a sus múltiples auditorios. Milei se apropia de la endeblez de las funciones básicas del dispositivo por medio de una gestualidad y de un lenguaje en los que oscilan la dimensión pedagógica y coercitiva del sistema. En él convive de un modo esencial lo Sturzenegger con lo Bullrich. El impulso originario de su retórica es doctrinal, confiado al poder explicativo de la palabra portadora de verdad, pero fuertemente asaltado por ataques de ira provenientes de una multiplicación de señales (alguien que tose, un murmullo, una fake news) que interpreta como una rebelión de perversos definidos por una falsedad vocacional. El arte de Milei consiste en impedir que de este desdibujamiento de funciones sistémicas que el personifica se puedan desprender predicciones ciertas. De hecho, su impronta decisoria y comunicacional conduce a una situación incierta, de acelerada pérdida de autoridad presidencial y, a la vez, de implantación de un insólito modo de gobernar por medio de la confusión acentuada. Lo cual habla de lo extraordinario del personaje, pero también del error que supondría atribuir su desopilante eficacia a limitaciones afectivas cuando, en todo caso, su capacidad consiste en hacer de estas perturbaciones la condición misma de una representación que le otorga una dramaticidad inesperada a un dispositivo abiertamente agotado. Por eso Milei insiste en que sus triunfos personales le hacen sentirse más genio que loco. Porque cada uno de sus triunfos son celebrados como una supervivencia inesperada de un neoliberalismo -él sí- completamente enloquecido y terminal. Pero se equivocaría si creyese que esta actuación lo convierte en un gran gobernante. Porque la descomposición política de la que él mismo emerge no ofrece a nadie esa clase de grandeza. El brillo momentáneo que luce con notable orgullo surge más bien de la indudable disposición con la que encarna la decadencia autoritaria de un modo de dominación que ya no tiene más nada para ofrecer. Salvo el espectáculo de su propia degeneración, en el que la impotencia es representada como agresividad y el liderazgo como un goce maltratador de aquellos que -como un joven gobernador del PRO dispuesto, según dice, a ayudarlo- ya no pueden funcionar como piezas dóciles de un dispositivo en ruinas.

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