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Materialismo e impotencia // Lobo Suelto

Lo social es oscuro. ¿Qué o quién no lo es? Hace no tantos años, lo político era entrevisto, por los habitantes del palacio, como un juego de linternas y faroles. Se confiaba en las redes sociales y los focus group para echar luz sobre un océano, insondable. Así fueron llegando las formas más sofisticadas de la visibilización del mercado, siempre a la delantera, a los despachos oficiales. ¿Qué permitían ver aquellas luminarias con sus técnicas de medida y conteo? No es tan difícil saberlo: un flujo de individuos perpetuamente reconstituidos a partir de conexiones y consumos híper asistidos por aplicaciones. En plena excitación, los observadores olvidaron que las mediciones de las conexiones no reemplazan la  composición inestable de pasiones propia de lo político, que desde el Siglo XVII fascina a la filosofía. Hobbes pensaba que el estado podía dar forma a una pluralidad de humanos, que serían como su materia o sus piezas; Spinoza, en cambio, pensó el estado como pieza de una composición cuya comprensión surgiera del modo mismo en que los humanos entretejen sus afectos. Siglos después, la sociedad reconstituida por funcionamientos de mercado dio una vuelta entera a la filosofía política del siglo XVII, quedando el estado en el papel de defraudatorio. No, como dicen los fascistas de la hora, porque serían «chorros» quienes lo ocupan, sino porque el único valor que el estado puede tener aquí y ahora en este mundo, es la protección de las personas y las comunidades: como mínimo, la preservación de sus ingresos directos, como valor de la existencia y como calidad de lo público. Pero esta exigencia, propia de un mínimo materialismo democrático, no parece posible cuando, en nuestro mundo real, los estados aceptan funcionar -con menores o mayores resistencias- como reproductores, en suelo nacional, de entramados globales que exigen la explotación de la tierra y los cuerpos: deuda y guerra como disposiciones centrales que los abordan y recorren.

Pero, entonces, frente a este problema profundo -que es el desfondamiento de la perspectiva materialista-democrática- se nos pide “moderación”, una resignación a la espera de “mejores momentos”, que viene de boca de quienes durante la última década (por ser breves) han repetido hasta el cansancio que la política -la convencional, la que remata toda militancia en el voto- es un instrumento para transformar la realidad: ¿deberían desdecirse de su vieja creencia ante el panorama actual, que reduce todo tiempo histórico a la inmediatez, de la firma o no firma, de lo negativo o positivo, invirtiendo el instante del decisionismo soberano en el instante de la obediencia divina? Es la impotencia del decisionismo democrático como tal lo que actúa a ambos lados de la fractura, sin que al decir “ambos lados” estemos igualando la posición de lxs moderadxs con la de los pro-audacia, porque no podrían resultar simétrica la actitud de quien busca ligar con una fuerza de rebeldía con otra que, al contrario, no la considera conveniente ni posible.

En el fondo, lo que a los “moderados” les cuesta definir es si promueven una retracción tácita frente a la derecha a esperas de una mejor oportunidad de radicalización futura, o si consideran que esa derecha ha triunfado y, por tanto, llaman “moderación” a una radicalidad disminuida como la única posible. Sea como fuere, la idea de retroceder de a poco para retroceder mejor (dado que la alternativa exterior es siempre aún peor) está movida por un mandato de responsabilidad histórica y supone inspeccionar cada deseo, duda, balbuceo, asfixia o rechazo como inadecuado y políticamente improductivo. Se trata de un tipo de realismo que nos llama a asumir que las cosas, o bien “son como son”, o bien como quiere la derecha. La razón del pesimismo -que conocemos bien y hasta cierto punto es la nuestra- pierde toda su gracia cuando adopta la forma del llamado al orden. Walter Benjamin llamaba a organizar el pesimismo como fuerza de rebelión, no de resignación. Su punto de verdad es, sin duda, la “complejidad”. Pero de nuevo: la complejidad adquiere un sentido ideológico insoportable cuando se la enarbola como fetiche de la impotencia. Tienen razón los “moderados” al decir que la radicalización abstracta es inútil y autocomplaciente. Pero la moderación abstracta es derrota lisa y llana. Porque ahí donde la radicalización gira en el vacío cuando es de la sola voluntad subjetiva, la moderación que no percibe la dimensión inconformista de un materialismo democrático actúa como rendición incondicional en el plano de los conceptos.

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Y si fuera cierto -como sin duda lo es- que la acción necesaria ante el colapso no puede ser un voluntarismo, no por ello aceptaríamos sin chistar la idea de “acción eficiente” como última palabra de la politología post ideológica. Porque todavía faltaría considerar otro aspecto: política es también un modo de conocimiento de lo social -seguramente el más sofisticado de todos. Sólo ella es capaz -y esta creencia es la razón última que nos mantiene apegados a ella- de estudiar la oscuridad de lo social como premisa de la acción. Y por eso no es fácil descartarla sin más: porque aún teniendo en cuenta su ostensible impotencia transformadora no es fácil descartar el saber que en el pasado le permitió activar lenguajes capaces de sacudir, sino las estructuras últimas de la dominación, si al menos el misterioso rincón que en cada unx de nosotrxs se prepara para la obediencia y la pasividad. ¿No fue (y quizás en ciertas circunstancias podría volver a ser) la política, desde ese punto de vista cognitivo, un esfuerzo colectivo e intelectual por derrotar el miedo primero, abriendo luego espacios de fraternidad para que asomen fuerzas aún incipientes? Cada vez que se nos explica que no hay otro camino, nos preguntamos: ¿quién habla?, ¿la voz de la sapiencia o la de la ignorancia? ¿Hay modo de distinguirlas, de reconocerlas, o se trata de una y la misma voz? Esa voz que fue escuchada (por medio de un silencio que aturde) durante el desalojo duramente represivo de las tierras ocupadas en Guernica… ¿En nombre de qué habla esa voz? ¿De la prioridad del «desarrollo» ante las alternativas ambientales? ¿De una paciencia, una letanía que pide  «aguantar», una vez más, un aumento de los precios y de las tarifas? ¿De la necesidad de sostener el accionar policial como sucede una y otra vez, cada día, con policías como la bonaerense?. Se trata de una voz ambigua, que pide moderación en nombre de la transformación, paciencia en nombre de la urgencia, y unidad política sin los recaudos que toda alianza que se dice no-neoliberal debería tomar. 

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Lo que avergüenza no es la impotencia -que no nos es en nada ajena-, sino su confusión como clarividencia. Y su escalada en cinismo funcionarial (en el sentido de que el cinismo es un tipo de mensaje constituido en complicidad con la lógica de poder preestablecida). Como lo explicó recientemente Paolo Virno, la impotencia contemporánea no es carencia de riqueza subjetiva, sino todo lo contrario: ausencia de institución capaz de articularla. Razón por la cual el facilismo de “correr por izquierda” no aplica. Ningún puñado de consignas va a resolver el problema de la oscuridad que determina hoy lo político. Podemos, en cambio, aferrarnos al más elemental realismo materialista y tratar de poner un límite a la influencia de las tesis idealistas que el partido neoliberal hace avanzar cada vez a mayor velocidad. Esas tesis sostienen que las ideologías de clase ya no funcionan, que sólo habría preferencias individuales, mediáticamente asistidas. Bien, algo de eso hay, es innegable. Y sin embargo, por alguna razón a desentrañar, sucede que las llamadas clases dominantes tienden a coincidir en sus preferencias con sus intereses estratégicos. Y en ausencia de políticas “revolucionarias” los sectores populares no parecen alcanzar niveles de desorientación tales que no perciban el deterioro de sus condiciones de vida. 

El materialismo quizás no sirva como para establecer una línea recta entre intereses económicos y conciencia política, pero al menos permite comprender con claridad lo bien distribuida que está la percepción sobre el papel político del dinero: nadie parece estar al respecto tan despistado como para no advertir cuando le quieren cambiar dinero por palabras, de esas que son sólo palabras. 

 

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Solo quien pierde este mínimo criterio orientativo -que aquí llamamos “materialismo democrático”- puede sorprenderse por la recurrente aparición de las piedras. Ellas nunca han desaparecido de nuestra historia. Frente a ellas, ¿es posible responder con una respuesta meramente policial o penal? Si se parte de un saber vastamente difundido, y que hacemos nuestros, según el cual las piedras a las fuerzas represivas son siempre respuestas -más o menos afortunadas- a una violencia anterior, la respuesta es “no”. Esa clase de piedra es -si no siempre, demasiado habitualmente- una acción segunda (y por torpe o inapropiada que nos parezca, no podemos hacer de cuenta que ella es causa y no efecto). No es que pongamos en duda que los piedrazos son formas de violencia. Lo que hacemos es, más bien, recordar que la palabra “violencia” remite -como bien sabemos- a cosas muy distintas (y que por tanto demandan diversos tratamientos), no todas desdeñables ni todas fáciles de identificar en sus responsabilidades últimas. Y no decimos esto aquí y ahora para relativizar el problema mayor de nuestro presente, que sigue siendo el de la violencia que destruye cuerpos, tejidos y derechos. Al contrario: nos interesa delimitar esta violencia asesina para rechazarla en todas sus formas. Ella es el enemigo mismo. Y es en razón de esta enemistad que nos parece demente llamar “violencia”, sin más, a un piquete o a una pedrada en una escena de protesta social, o para retroceder ante la represión policial. La comunicación que mezcla de ese modo las palabras es una comunicación ya usurpada por el poder: como tal, sólo exige obediencia. Al confundir ataque y defensa, mando y resistencia (al liquidar esta palabra, “resistencia”, volverla inconcebible como práctica social).

No se trata, seamos claros, de tolerar la acción inapropiada y torpe -las llamamos así por ser amables-, de quienes arrojaron “esas” piedras (un grupo desprendido de una masa; que apunta al despacho de Cristina Kirchner, es decir, a quien comandó el voto en contra del acuerdo, y no al Congreso en general). ¿Pero cómo se discute con estos proyectiles? Es imprescindible distinguir la piedra que trae consigo la explicación de sus motivos, de aquella que responde a operaciones inconfesables. Hay en la piedra una teoría de la lectura: su significación surge del contexto, y se explica en la micropolítica de la que surge. Vale la pena recordar a Merleau-Ponty, que exigía a la izquierda no confundir el acto violento que apunta a desarmar la violencia de estructuras enteras, con el acto violento -el estalinismo mismo- que conduce a reforzarlas. Ya no estamos en el mundo en el que se escribió Humanismo y terror, pero sigue siendo indispensable distinguir el acto que quisiera abolir la destrucción, de aquel otro que sólo desea instaurar una gramática patotera. Hace poco tiempo escuchamos decir a Rita Segato: si la justicia olvida la indagación de las estructuras que operan detrás del acto violento, si disuelve esta investigación para concentrarse en el solo acto de punir, asistiremos entonces al triunfo de esas estructuras violentas.  

 

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El saber político se desgasta aceleradamente cuando se torna mera justificación. Sucede exactamente eso cuando se argumenta que, por ausencia de movilizaciones colectivas, no es posible llevar adelante transformaciones en la estructura económica, política ni penales de nuestras sociedades. La teoría de la sociedad como oleaje, con sus momentos activos y pasivos, que puede ayudar a describir la dinámica fluyente de la vida popular, se torna caricatural cuando en boca de los gobernantes se la emplea para justificar la falta de vocación transformadora. El argumento tiene su “momento” de verdad en un sorprendente autonomismo invertido, que afirma que no pueden llevarse adelante cambios profundos porque no existe ahora -como sí habría existido previamente- una magnitud suficiente de respaldo popular previa en que sustentarlos. Lo cierto es que ni la pandemia, ni la guerra actual parecen favorecer ánimos agitativos en los liderazgos actuales. Autonomismo al revés: de un modo paradojal se reconoce tarde y mal la teoría política que cuando la movilización se imponía, se intentó negar. Porque ni antes se reconoció que las dinámicas de cambio por arriba debían ser leídas como prolongación (y no como sustitución) de las de abajo, ni ahora se procura el mínimo de coraje que pudiera convocar una movilización como la que se admite que falta. Y si solo hoy, cuando ella falta, la reconocen como motor, ¿no nos estarán diciendo, acaso, que es ése lugar el que (nos) falta ocupar y activar? ¿Y cuál es esa calle, hoy? ¿Cómo se ocupa y se gana la calle, cuando la calle que los políticos dicen (con razón) que falta no es la que ellos mismos convocan, aunque tampoco lo sea (por razones de una obvia historicidad) la de la derecha reaccionaria? La calle que nombran como “ausente”, es una cuyo valor metafórico consiste en abrir discusiones y en hablar de otra manera. Así que, si eso buscamos, comencemos por hablar de otra manera desde ahora (dado que no fue interesante el modo en que hemos hablado hasta acá), a ver si cambiando de dirección, las palabras se encuentran con la calle que falta.

Cuanto más se nos dice que la derecha no deja de vencer (lo que, en cierto sentido, es cierto) más miramos a Chile ¿Puede la excepción chilena funcionar como ejemplo, o acaso su singularidad  -por lo que tiene de extremo- la priva de su aptitud para la influencia y la enseñanza? Porque esa política que dicen querer a partir de la movilización y que acá no pudo darse, allá se da de maneras que nos sorprenden. Y que nos harían relativizar la idea de que todo se corre ineluctablemente a la derecha. “No somos chilenos”, nos recordarán, con toda razón. Pero veamos: allí se movió la calle, se abrió un proceso constituyente y el pinochetismo perdió el control total del proceso político. Nada será fácil allí, pero al menos parece haberse interrumpido lo peor. ¿Nada de eso nos ayuda a pensar -siquiera como ráfagas de lo impredecibles de lo social- que las esperanzas trasandinas contienen a una derecha que -incluso si creciendo- ha perdido por el momento la iniciativa? Dejar fijada la mirada en la derecha, ¿no nos deja congelados -hechizados por ella- cuando pasamos del análisis realista al derrotismo según el cual ella siempre ya nos ha ganando? ¿O no “avanza” ella también cada vez que confundimos estrategia defensiva con retroceso? 

 

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No hace falta explicar que el FMI es una instancia de dominación geopolítica por la vía del dinero. Tampoco hay dudas de que Macri fue al FMI para activar un dispositivo de poder sobre la soberanía nacional (y regional), a fin de asegurar modos de extracción/explotación de valor y de subordinación social. Pero estas verdades no son las que se discuten hoy en la política argentina. ¿Qué es entonces discutir? Discutir es actuar como si fuese no sólo deseable, sino también posible salir de esa situación. Tal discusión excluye desde ya a quienes nos llevaron a esta situación, y a quienes respiran aliviados ante la existencia de estos dispositivos de aseguramiento del orden. La única discusión es la que se inicia cuando se percibe la dialéctica interna -no por difícil evitable- entre ruptura con dispositivos de orden y nuevas relaciones sociales. Es allí que la discusión comienza y sólo allí vale la pena abrir el abanico de tácticas y matices. Por lo tanto, no basta con decir que se defiende una unidad, indispensable, sino que es preciso plantear qué tipo de problemas debe enfrentar la misma. Pero con demasiada facilidad se reduce la unidad a acuerdos entre dirigentes y fracciones. Como si dirigentes y fracciones detentaran de por sí la clave de la unidad estratégica, la que logra articular una praxis que los trasciende. 

Por otra parte, quienes piden moderación apoyados en la constatación de la falta de movilización, ¿cómo leen la secuencia de la política popular que viene de las huelgas contra las privatizaciones de inicios de los noventas, los piquetes de fines de esa década y la formación de economías populares, que reúnen una amplia militancia que, cada vez más, decanta en la búsqueda de una institucionalidad para este nuevo sujeto social que, siendo clase trabajadora, ha quedado definitivamente por fuera del espacio salarial tradicional, por lo que en el movimiento de esa formación se dan todo tipo de discusiones? ¿Es o no es eso movilización? Ese estado de clase social en formación bien podría funcionar, entonces, como magma en que los sentidos con los que el poder define la clase (racialización, etnización, sexualización) sean cuestionados. 

Es inevitable que el desarrollo de este sujeto en formación sea parte creciente de todas las discusiones del momento. Incluso aquella que atañe al problema de la unidad, políticamente concebida. Más cuando algunos de sus dirigentes, formando parte del gobierno, se encuentran en la misma paradoja del espacio que se autopercibe como peronista: rechazan un liderazgo por su pertenencia de clase y porque no es proclive a la escucha y a la horizontalidad, pero que es, también -al menos lo fue hasta el momento- quien ha concitado mayor fervor en la propia base de sus movimientos. En esas condiciones, lo que está en discusión es aquello que se dice cuando se habla de lo «popular» tal y como proviene constituido desde abajo. No es fácil el trazado de fronteras nítidas -en el que muchos se empeñan- entre «popular» y «progresista», porque esa frontera supondría resolver de un modo nuevo la relación entre palabra dicha en nombre de otros que, si hablaran, quizás dirían otras palabras, situación que sólo es posible resolver por medio de una porosidad de esas fronteras. De otro modo, debería darse en la organización popular una relación entre dirigentes y dirigidos que no reproduzca las mismas distancias que critican cuando señalan la verticalidad estatalista de la razón progresista.

Lo cierto es que la importancia de la politización de las organizaciones populares es un tema fundamental de lo que se llama la «democracia». Nada más clave que el modo en que se forman estas organizaciones. De qué tipo de criticidad serán capaces cuando vuelvan los impulsos de una movilización desde abajo. Pero esa criticidad vendrá de la mano de prácticas y discursos indecidibles, y no de rigurosas educaciones meritocráticas que reproducen el prejuicio según el cual la virtud es disciplina y la disciplina es inclusión subordinada en el salario.

Entonces, no podemos sino declararnos confundidos, porque al menos a nosotrxs nos resulta evidente que tanta sensatez no sintoniza -ni puede hacerlo- con un social tomado por el caos y la locura. ¿No deberíamos pedirle a las prácticas que desean ser transformadoras una sensibilidad distinta? ¿Pero se trata de pedir? ¿Hay a quién? Quizás haríamos mejor en fantasear con un tratamiento menos penoso para los desajustes y desquiciados que nos caracterizan, siendo el desquicio, quizás, la premisa desde la cual reconocer aquellos fragmentos dispersos que desde lo social podrían, quizás, componer un momento de introspección y reparo.

 

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¿Y qué es entonces «hablar de política» hoy? ¿Por qué hablamos de ella si nos decimos desinteresadxs, al menos del modo en que se suele hablar mayoritariamente? La misma pregunta se formulaba hace un par de décadas Ricardo Piglia, cuando rechazaba un modelo de habla que es el del «ministro de interior». Como si hablar de lo que nos pasa nos pusiera de inmediato en el lenguaje del gabinete. Si así fuera, no habría más militancia (en el sentido de verdades sostenidas en el entusiasmo), sino sólo carreras, aspirantes a ministeriables. Porque las militancias -a diferencias de los ministros- surgen tanto de las subidas como de las bajadas del ánimo y de las “oleadas”, más que de la dura rosca de cada día, que existe en cualquier sociedad y por eso no ganamos nada al condenarla moralmente, aunque tampoco ganaríamos nada al asumirla como modelo de todo lo decible y lo pensable. 

Escribimos estas líneas pensando en que mañana es el regreso de la marcha del 24 de marzo y el viernes se cumplen 45 años de la desaparición de Rodolfo Walsh. No son los aniversarios lo que cuenta, sino su potencial alegórico, que no dejan de ser oportunos estos días en los que necesitamos algo o mucho de inspiración política.

Lobo Suelto, Buenos Aires, 23 de marzo de 2022

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