La conspiración de lxs perdedorxs // Paul B. Preciado
Me enfermé en París, el miércoles 11 de marzo, antes de que el gobierno francés ordenara el confinamiento de la población, y cuando me levanté el 19 de marzo, poco más de una semana después, el mundo era otro. Cuando me acosté, el mundo era cercano, colectivo, viscoso y sucio. Cuando me levanté, se había vuelto distante, individual, seco e higiénico. Durante mi enfermedad, fui incapaz de entender qué estaba sucediendo en el plano económico y político, porque la fiebre y el malestar tomaron mi energía vital de rehén. La realidad parecía indistinguible de una simple pesadilla, y la portada de los diarios era más desconcertante que cualquier alucinación de un sueño febril. Durante dos días enteros, a modo de prescripción ansiolítica, decidí no entrar a un solo sitio web. Atribuyo mi sanación a esto y al aceite esencial de orégano. No tuve dificultades respiratorias, pero me resultaba difícil creer que continuaría respirando. No tenía miedo a morir. Tenía miedo a morir solo.
Entre la fiebre y la ansiedad, pensaba –hacia adentro- que los parámetros de la conducta social organizada habían cambiado para siempre y de forma definitiva. Esta sensación era tan potente que anudaba mi pecho, aun cuando mi respiración se aliviaba. De aquí en más, tendríamos acceso a las formas más obscenas de consumo digital, pero nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, serían privados de todo contacto y vitalidad. La mutación se manifestaría como una cristalización de la vida orgánica, como digitalización del trabajo y el consumo, y desmaterialización del deseo.
Las personas casadas estaban ahora obligadas a convivir las veinticuatro horas del día, más allá de si se amaran u odiaran, o las dos al mismo tiempo –que, dicho sea de paso, es el caso más común: las Parejas obedecen a una ley de la física cuántica, que postula que no hay oposición entre términos contrarios, sino, más bien, una simultaneidad de realidades dialécticas. En esta nueva realidad, aquellxs de nosotrxs que hubiéramos perdido el amor o no hubiéramos podido encontrarlo a tiempo –esto es, antes de la gran mutación de COVID-19- estábamos condenadxs a pasar el resto de nuestras vidas absolutamente solxs. Sobreviviríamos, sí, pero sin roce, sin piel. Aquellxs que no se hubieran animado a decirle a la persona que amaban que la amaban no podrían ya volver a establecer contacto con ellxs, incluso aunque ahora sí pudieran expresar su amor mutuamente, y ahora vivirían con la eterna e imposible anticipación a un encuentro físico que nunca sucedería. Aquellxs que hubieran elegido viajar, quedarían para siempre del otro lado de la frontera, y lxs ricxs que se embarcaron o huyeron al campo para pasar plácidamente la cuarentena en sus cómodas segundas-casas (¡pobrecitxs!) nunca podrían volver a la ciudad. Sus casas serían requisadas para alojar a lxs vagabundxs que, claro, a diferencia de lxs ricxs, vivían en la ciudad tiempo completo. Bajo la nueva e impredecible forma que las cosas habían tomado después del virus, todo quedaría grabado a fuego. Lo que parecía un aislamiento temporario persistiría por el resto de nuestras vidas. Quizás las cosas volverían a cambiar más adelante, pero no para aquellxs de nosotrxs de más de cuarenta. Esta era la nueva realidad. Esta era la vida después de la gran mutación. Por eso me pregunté si una vida así valía la pena ser vivida.
Lo primero que hice cuando me levanté de la cama, después de padecer el virus por una semana -que fue tan extraña y vasta como un nuevo continente-, fue hacerme a mí mismo esta pregunta: ¿Bajo qué condiciones y de qué forma podría la vida valer la pena ser vivida? Lo segundo que hice, antes de encontrar una respuesta, fue escribir una carta de amor. De todas las teorías conspirativas que había leído, la que más me sedujo es la que dice que este virus fue creado en un laboratorio para que todxs lxs perdedorxs del mundo pudieran recuperar a sus ex –sin tener que estar realmente obligadxs a volver a juntarse con ellxs.
Lleno a más no poder de la ansiedad y el lirismo acumulados durante una semana de enfermedad, asustado e inseguro, la carta a mi ex no sólo fue una declaración poética y desesperada de amor, sino, sobre todo, un documento patético para quien firmaba. Pero si las cosas no pudieran, al fin y al cabo, cambiar nuevamente; si aquellxs que estaban lejos unxs de otrxs no pudieran volver a tocarse nunca más, ¿cuál era el sentido de ser así de ridículo? ¿Cuál era el significado de ahora decirle a la persona que amás que la amaste, mientras en el fondo sabés bien que lo más probable es que se haya olvidado de vos o te hubiera reemplazado, aunque no pudieras volver a verla, de todos modos? Este nuevo estado de cosas, en su inmovilidad escultural, le confirió un nuevo grado de qué carajo a toda la situación, incluso en su propio ridículo.
Escribí a mano esa fina y horriblemente patética carta, la introduje en un sobre blanco brillante y, sobre él, con mi mejor caligrafía, escribí el nombre y la dirección de mi ex. Me vestí, me puse una mascarilla, me puse los guantes y zapatillas que había dejado en la puerta y bajé a la entrada del edificio. Ahí, en consonancia con las reglas del aislamiento, no salí a la calle, sino que me dirigí al basurero del edificio. Abrí el tacho amarillo y metí la carta a mi ex –el papel era, en efecto, reciclable. Volví lentamente a mi departamento. Dejé mis zapatillas en la puerta. Entré, me saqué los pantalones y los metí en una bolsa de plástico. Me quité la mascarilla y la dejé en el balcón para que se airee un poco; me saqué los guantes, los tiré a la basura y me lavé las manos durante dos interminables minutos. Todo, absolutamente todo, estaba fijado exactamente en la forma que había adquirido con la gran mutación. Volví a mi computadora y abrí mi email: y ahí estaba, un mensaje de ella titulado “Pienso en vos durante la crisis viral”.
Traducción: Lobo Suelto!