Anarquía Coronada

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El asesinato de George Floyd, entre la vida y la economía // Joaquín Sticotti

En la película Haz lo correcto de Spike Lee (1989) el clímax llega en una secuencia en la que el personaje principal, Mookie, inicia el saqueo y la destrucción de la pizzería en la que se había iniciado la pelea que termina con el asesinato de su amigo Radio Raheem por parte de un grupo de policías blancos. Cuando la película se estrenó, algunos de los espectadores le preguntaban al director si, efectivamente, el personaje de Mookie hacía lo correcto al iniciar el saqueo y la destrucción de la pizzería. Ninguno de esos espectadores, afirmaba Lee en una entrevista, era negro. La preocupación por la propiedad cuando acaban de matar a uno de los tuyos no tenía lugar.

Harlem amanece tranquilo después de varios días de protestas en todo Estados Unidos catalizadas por el asesinato de George Floyd en la ciudad de Minneapolis. La ciudad de Nueva York también fue escenario de las protestas, pero las mismas se concentraron en las zonas céntricas de Manhattan y en Brooklyn, lejos de este barrio en el que me encuentro. Las protestas incluyeron saqueos y destrucción de propiedades emblemáticas como la tienda Macy’s. Los diarios de Buenos Aires cubrían de forma bastante extensa las protestas, interrumpiendo la interrupción creada por la pandemia del Covid-19. Lo que sucedía en Estados Unidos concentraba la atención de muchos medios del mundo. Los medios estadounidenses buscaban la posición de afirmar la legitimidad de las protestas condenando la violencia y los atentados contra la propiedad (casi todos a excepción de Fox News que deslegitimaba el conjunto).  

Pero me gustaría concentrarme en una dimensión que parece un leitmotiv de los tiempos pandémicos: la vida o la economía. Cuando comenzó a circular el video del asesinato de George Floyd la indignación y la ira se esparció por todo el país. Las imágenes del video eran un montaje de distintas cámaras, muchas de seguridad y otras de los celulares de quienes pasaban por ahí. El desencadenante parecía de lo más insignificante (un billete de 20 dólares falso, un reclamo del comerciante que termina llamando a la policía) y la reacción de lo más desmedida (la acción de dos policías que reducen a Floyd y la posterior llegada de dos policías más que terminan participando del asesinato). Pero en la situación inicial ya estaban planteados todos los elementos, económicos y vitales, que después se replicaron en todas las protestas. Floyd estaba desempleado producto de la crisis causada por el Covid-19 que, en Estados Unidos, castigó con particular virulencia a las comunidades de afroamericanos y latinas. Cuando quiere comprar unos cigarrillos con un billete de veinte dólares falso, la reacción de la policía es reducirlo contra el pavimento y apretar su cabeza hasta dejarlo sin aire. Cuando los transeúntes le gritan con desesperación a los policías estos los miran desafiantes sin detenerse. Un suplicio resonante. El asesinato de Floyd activó la memoria colectiva de los asesinatos de otros afroamericanos por parte de la policía en los últimos años denunciados por el colectivo Black Lives Matter y tiene una siniestra similitud con el asesinato de Radio Raheem en la película de Spike Lee[1].

La escisión entre vida y economía es propia del capitalismo. La vitalidad, la mera reproducción, están atadas a una modalidad de relación entre las personas a través de las cosas. Esta lógica fetichista está repleta de contradicciones que no solemos observar salvo en esporádicos relampagueos. Lo que pasó en Estados Unidos durante los últimos días fue, sin dudas, uno de ellos. La fuerza conservadora de la policía castigó el mínimo cuestionamiento de esta modalidad de relación social asesinando a un afroamericano por un billete de veinte dólares falso. La respuesta virulenta volvió sobre la cuestión económica con los saqueos, más allá del esfuerzo mediático de verlos como desviación y no como síntoma. La reacción policial volvió a ser la represión a la protesta contra la brutalidad policial. En algunos estados, el movimiento en respuesta es el de impulsar la disolución o la reducción del presupuesto de los departamentos de policía. De esta manera, sigue abierta la disputa.

 

[1] El video que explicita la similitud se puede ver en la cuenta de Twitter de Spike Lee: https://twitter.com/i/status/1267269978320826368

“La Tierra puede deshacerse de nosotros con la más pequeña de sus criaturas” // Entrevista a Emanuele Coccia

Entrevista de Nicolas Truong

El filósofo explica por qué, en su opinión, la actual pandemia devuelve al ser humano a la naturaleza. Y cómo la ecología necesita ser repensada, para alejarla de la ideología patriarcal basada en el “hogar”

 

El filósofo Emanuele Coccia es profesor en la École des hautes études en sciences sociales y uno de los intelectuales más iconoclastas de su tiempo. Autor, en la editorial Payot et Rivages, de las obras La Vie sensible (2010), Le Bien dans les choses (2013), La Vie des plantes. Une métaphysique du mélange (2016), acaba de publicar Métamorphoses (Payot et Rivages, 236 páginas, 18 euros), un libro que recuerda cómo se relacionan entre sí las especies vivas, incluyendo los virus y los humanos, porque, según escribe “somos la mariposa de esta enorme oruga que es nuestra Tierra”. En la entrevista que sigue a continuación analiza los impulsores de esta crisis sanitaria mundial, y explica por qué, por mucho que sea necesaria, “la orden de quedarse en casa es paradójica y peligrosa”.

 

 

Se están tomando medidas importantes para asegurar que la economía no se derrumbe. ¿Debería hacerse lo mismo para la vida social?

Frente a la pandemia, la mayoría de los gobiernos han tomado medidas firmes y valientes: no solo la vida económica se ha detenido en gran medida o se ha visto fuertemente ralentizada, sino que también la vida social pública ha quedado ampliamente interrumpida. Se ha instado a la población a quedarse en casa: se han prohibido las reuniones, las comidas compartidas, los ritos de amistad y de debate público y el sexo entre desconocidos, pero también los ritos religiosos, políticos y deportivos. De repente, la ciudad ha desaparecido o, mejor dicho, se la han llevado, ha sido sustraída del uso: se presenta ante nosotros como tras un escaparate. Ya no hay espacio público ni lugares para la libre circulación, abiertos a todos y a las actividades más populares y dispares, dedicadas a la producción de la felicidad tanto individual como compartida. La población se ha quedado sola frente a este enorme vacío, y llora la ciudad desaparecida, la comunidad suspendida, la sociedad cerrada junto con las tiendas, las universidades o los estadios: los directos de Instagram, los aplausos o los cánticos colectivos en el balcón, la multiplicación de la las arbitrarias y alegres carreras semanales son en su mayoría rituales de elaboración de duelo, intentos desesperados de reproducir la ciudad en miniatura.

Esta reacción es normal y fisiológica. La interrupción de la vida económica –que ya venimos experimentando cada domingo– ha sido objeto de un número infinito de reflexiones y medidas de anticipación y reconstrucción. En cambio, el gesto de suspender la vida en común, mucho más inédito y violento, ha sido abrupto y radical: sin preparación, sin seguimiento.

La necesidad de estas medidas está fuera de toda discusión: solo de esta manera seremos capaces de defender a la comunidad. Pero se trata de medidas muy serias: relegan a toda la población al hogar. Y, sin embargo, no ha habido ningún debate, ningún intercambio ni ningún otro discurso más allá del de la muerte y el miedo, por uno mismo y por los demás.

 

 

¿Cuál es la responsabilidad de los gobiernos en este olvido social del confinamiento? 

Es bastante infantil imaginar que se puede mantener a millones de vidas bajo arresto domiciliario únicamente a través de amenazas o difundiendo el miedo a la muerte. Es muy irresponsable por parte de estos mismos gobiernos el pretender obtener la renuncia de una comunidad a sí misma haciéndola sentir culpable o infantilizándola. El coste psíquico de esta forma de proceder será enorme. No se han tenido en cuenta, por ejemplo, las diferencias en cuanto al tamaño de los apartamentos, su ubicación, el número de individuos de diferentes edades que conviven en ellos: es casi como si, al tomar medidas en relación con la vida económica, hubiéramos optado por ignorar las diferencias en cuanto al volumen de negocio o al número de empleados de cada empresa.

No se ha tenido en cuenta la soledad, las angustias y especialmente la violencia que todo espacio doméstico a menudo oculta y amplifica. Invitar a cada uno a coincidir con el propio hogar significa producir las condiciones para una futura guerra civil. Podría estallar de aquí a unas pocas semanas.

Además, si para la vida económica hemos tratado de buscar un compromiso entre la necesidad de mantener a la sociedad viva y la de protegerla, para la vida social, cultural o psíquica hemos afinado mucho menos. Por ejemplo, hemos dejado abiertos los estancos, pero no las librerías: la elección de lo que se consideran «necesidades básicas» traslada una imagen bastante caricaturesca de la humanidad. Hay un tema iconográfico que ha atravesado la pintura europea: el de «San Jerónimo en el desierto», representado con una calavera y un libro –la Biblia que estaba traduciendo–. Las medidas hacen de cada uno de nosotros y nosotras «jerónimos» que contemplan la muerte y sus miedos, pero que ni siquiera tienen derecho a llevar consigo un libro o un vinilo.

 

 

 

“¡Quédense en casa!”, dice el presidente. Ahora bien, en Métamorphoses, haces una crítica de este “todos para casa”, y de esta obsesión con asignar la vida a la residencia. ¿Por qué razones?

Esta experiencia inaudita de arresto domiciliario indeterminado y colectivo que se extiende de golpe a miles de millones de personas nos enseña muchas cosas. En primer lugar, experimentamos el hecho de que el hogar no nos protege, no es necesariamente un refugio: también puede matarnos.

Podemos morir por exceso de hogar. Y la ciudad, la distancia que implica cualquier sociedad, nos protege normalmente contra los excesos de intimidad y de proximidad que cualquier casa nos impone. Así que no hay nada extraño en el malestar que vive la gente estos días. La idea de que el hogar, la casa, es el lugar de la proximidad a la “naturaleza” es un mito de origen patriarcal. La casa es el espacio dentro del cual conviven una serie de objetos e individuos sin libertad, en el seno de un orden orientado a la producción de una utilidad. La única diferencia que existe entre las casas y las empresas es el vínculo genealógico que une a los miembros de las unas pero no de las otras. También por esto, cualquier casa es exactamente lo opuesto a lo político: de ahí que la orden de quedarse en casa sea paradójica y peligrosa.

 

 

 

¿En qué sentido el análisis ecológico de la crisis sanitaria te parece inapropiado, romántico en el mejor de los casos y reaccionario en el peor? 

La experiencia de estos días debería por lo tanto enseñarnos que la ecología, la ciencia que debería ayudarnos a reparar el planeta, debe ser completamente reformada, empezando por su nombre, que todavía alberga la imagen de hogar (oikos en griego significa hogar, casa). La ecología no solo es romántica, sino que sigue siendo esa ciencia profundamente patriarcal que, a pesar de todos los esfuerzos del ecofeminismo, no ha logrado liberarse de su pasado.

De hecho, al seguir pensando que la Tierra es el hogar de lo vivo, y que todas las especies tiene la misma relación privilegiada con un territorio que un individuo humano tiene con su apartamento, no solo nos empeñamos en someter a arresto domiciliario a la totalidad de las especies vivas, sino que además estamos proyectando un modelo económico en la naturaleza. La ecología y la economía de mercado nacieron al mismo tiempo, son dos gemelos siameses que comparten los mismos conceptos y un mismo marco epistemológico, y es ingenuo pensar que, desde la ecología, tal y como está estructurada hoy en día, se pueda llegar a luchar contra el capitalismo.

No, no hay casas u hogares ontológicos, ni para nosotros, los humanos, ni para los no humanos; en la Tierra solo hay migrantes, porque la Tierra es un planeta, es decir, un cuerpo que está constantemente a la deriva en el cosmos. En tanto que ser planetario, cada ser vivo está a la deriva, cambia de lugar, de cuerpo y de vida, constantemente. Es imposible protegerse de los otros, y esta pandemia lo demuestra. Solo podemos evitar algunas de las consecuencias del contagio, pero el contagio como tal, nosotros, como seres vivos, nunca podremos evitarlo.

Contrariamente a lo que nos gustaría imaginar, esta pandemia no es la consecuencia de nuestros pecados ecológicos: no es un azote divino que nos envía la Tierra. Es solo la consecuencia del hecho de que toda vida está expuesta a la vida de los otros, que todo cuerpo alberga la vida de otras especies, y es susceptible de ser privado de la vida que lo anima. Nadie, entre los vivos, está en su casa: la vida que habita en el fondo de nosotros y que nos anima es mucho más antigua que nuestros cuerpos, y también es más joven, porque seguirá viviendo cuando nuestro cuerpo se descomponga.

 

 

 

El virus se percibe como algo preocupante, por supuesto, pero también radicalmente diferente a nosotros. Y, sin embargo, en tu libro muestras que él es parte de nosotros. ¿En qué sentido es una de las caras de la metamorfosis de lo vivo?

Todos los seres vivos, cualquiera que sea su especie, su reino, su estadio evolutivo, comparten una sola y misma vida: es la misma vida que cada ser vivo transmite a su descendencia, la misma vida que una especie transmite a otra especie a través de la evolución. La relación entre los seres vivos, no importa si pertenecen a especies diferentes, es la que existe entre la oruga y la mariposa. Toda vida es tanto repetición como metamorfosis de la vida que la precedió. Cada uno de nosotros (y cada especie) es al mismo tiempo la mariposa de una oruga que se ha formado en un capullo y la oruga de mil futuras mariposas. Si somos mortales es únicamente por el hecho de que compartimos la misma vida. Porque la muerte no es el final de la vida, sino solo el paso de esa misma vida de un cuerpo a otros. Aunque no lo parezca, este virus también es una vida futura en ciernes –no necesariamente idéntica a la que conocemos, ni desde un punto de vista biológico, ni cultural–.

El virus y su propagación pandémica también tienen una importancia crucial desde otro punto de vista. Llevamos siglos contándonos a nosotros mismos que estamos en la cima de la creación –o de la destrucción–. Muy a menudo, el debate en torno al antropoceno ha derivado en el empeño por parte de unos moralistas perversos en pensar la magnificencia del hombre en la ruina: somos los únicos capaces de destruir el planeta, somos excepcionales en nuestro poder nocivo, porque ningún otro ser posee un poder semejante.

 

 

 

Con el brote del nuevo coronavirus, ¿estamos experimentando nuestra extrema vulnerabilidad?

Por primera vez en mucho tiempo –y a una escala planetaria, global– nos hemos topado con algo que es mucho más poderoso que nosotros, y que nos va a dejar paralizados durante meses. Tanto más porque se trata de un virus, que es el más ambiguo de los seres que pueblan la Tierra, un ser que es incluso difícil calificar de “vivo”: habita en el umbral entre la vida “química” que caracteriza a la materia y la vida biológica, y no alcanzamos a definir si pertenece a la una o a la otra. Es demasiado animado para la química, pero demasiado indeterminado para la biología.

Resulta perturbador constatar, en el propio cuerpo del virus, la clara oposición entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, este agregado de material genético se ha liberado y ha puesto a la civilización humana –la más desarrollada, desde el punto de vista técnico, de la historia del planeta– de rodillas. Soñábamos que éramos los únicos responsable de la destrucción…. y estamos cayendo en la cuenta de que la Tierra puede deshacerse de nosotros con la más pequeña de sus criaturas. Es muy liberador: por fin nos hemos liberado de esa ilusión de omnipotencia que nos obliga a imaginarnos como el principio y el fin de cualquier acontecimiento planetario, tanto para bien como para mal, y a negar que la realidad que tenemos delante sea independiente de nosotros.

Incluso una minúscula porción de materia organizada es capaz de amenazarnos. La Tierra y su vida no nos necesitan a la hora de imponer órdenes, inventar formas o cambiar de dirección.

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