Anarquía Coronada

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Trece observaciones sobre la ultraderecha en Uruguay // Gabriel Delacoste

 

 

  1. No es una nueva derecha. No son nuevos en Uruguay los liberales fundamentalistas ni los militares nacionalistas autoritarios. Una alianza entre ellos, de hecho, gobernó entre 1973 y 1985. A veinte años de la llegada de Le Pen (padre) a la segunda vuelta de las elecciones francesas y a cuatro de que Bolsonaro sacara 57 millones de votos en Brasil, ya no deberíamos sorprendernos. Es cierto que hace diez años no pululaban los libertarians en las redes, ni existía Cabildo Abierto, un partido de ultraderecha capaz de sacar el 10% de los votos. Pero siempre que vemos un hongo salir de la tierra, es porque estaba hacía mucho armando sus redes por debajo. Los nostálgicos de la dictadura que el 14 abril salieron a conmemorar el “día de los caídos en la lucha contra la subversión” no aparecieron de la nada. Y la máquina electoral de Cabildo Abierto es básicamente una extensión de los mundos sociales que rodean a las instituciones militares.

 

  1. Tampoco es algo del pasado. Mientras era perseguido por el nazismo, Walter Benjamin rechazaba la sorpresa de que esas cosas todavía fueran posibles en el siglo XX. Del mismo modo, nada debería sorprendernos de que pasen o puedan pasar en el siglo XXI. La ultraderecha no es meramente un resabio de un pasado superado. Por algo muchos jóvenes (son muchos, aunque no estén cerca de ser una mayoría, como lo muestran los resultados del referéndum de hace unas semanas) se ven atraídos por ella. En la ultraderecha conviven quienes miran al pasado y quienes miran al futuro: hay lectores de Dugin y del Dark Enlightenment, admiradores de Rosas y de Elon Musk, ocultistas y bitcoineros. A menudo, esos intereses conviven en las mismas personas. El misticismo jerárquico premoderno hace una chispa con el futurismo de la singularidad.

 

  1. La palabra ‘ultraderecha’ habla de una posición política relativa. Cuando Guido Manini, general retirado y líder de Cabildo Abierto, acusa al resto de la coalición gobernante de ‘tibios’, se ubica a su derecha. Cuando los libertarians acusan en las redes a los liberales comunes y corrientes de cómplices del zurdaje, también. La palabra ‘ultra’ significa, justamente, ‘más allá de’. Igual que “centro”, estas palabras no nos dice mucho sobre qué piensan o qué hacen quienes se ubican en ese lugar.

 

  1. A pesar de que la ultraderecha se define en oposición a una derecha que no sería “ultra”, no parece haber un límite claro entre la centroderecha y la ultraderecha. En Uruguay, sin ir más lejos, gobierna una coalición de la que forman parte el Partido Independiente (un partido de centro, que se ve a si mismo como socialdemócrata), el Partido Colorado (con una fuerte tradición liberal, republicana e igualitarista), el Partido Nacional (nacionalista, por momentos liberal, por momentos conservador), junto a Cabildo Abierto. Es decir, la derecha de siempre gobierna junto a la ‘nueva’ ultraderecha. Al interior de la coalición, los discursos ultras circulan libremente. Dos ejemplos: la directora de la Secretaría de Derechos Humanos de presidencia, proveniente del wilsonismo (sector del Partido Nacional caracterizado por su oposición a la dictadura), explicó en un evento reciente que el apoyo de “mucha gente” a la dictadura se debía a las “huelgas, paros, ataques sorpresivos, secuestros, robos, saqueos” de los años 60. En el mismo sentido, la senadora Graciela Bianchi, elegida por la lista del presidente Lacalle, habla a menudo, como si fueran los 70, de la infiltración marxista en la educación. En el ya mencionado acto del 14 de abril, estaba presente el senador de Cabildo Abierto Guillermo Domenech, pero también el ex-presidente colorado Julio María Sanguinetti, un dirigente que se ve a si mismo como centrista, moderado y liberal. Lo cual no tiene nada de raro, teniendo en cuenta que los liberales moderados apoyaron masivamente a Bolsonaro en 2018, y el PP se prepara en España para gobernar en coalición con Vox.

 

  1. En la ultraderecha conviven ultraliberales y antliberales. Los ultraderechistas no necesariamente coinciden ideológicamente. Algunos de ellos son nacionalistas, estatistas, desconfiados del mercado. Creen en la conexión del pueblo con la tierra y en la dignidad de la soberanía política. Otros (los libertarians) son individualistas, detestan en el estado y glorifican al mercado. Creen en sociedades basadas en el interés y en la inteligencia producida por la agregación de millones de transacciones. Esta diferencia no menor, en ocasiones, les causa problemas. Pero la mayoría del tiempo son capaces de encontrar causas comunes. Algo que los une, de hecho, es su oposición a los (neol)liberales comunes y corrientes, que llaman “globalistas”. En Uruguay, esto se puede ver en el odio común a los políticos de los sectores moderados del Partido Colorado y en las peleas entre Cabildo Abierto y los medios de comunicación históricos del neoliberalismo, en particular el semanario Búsqueda. Un detalle no menor, sin embargo, es que los libertarians conviven discretamente con los neoliberales en las fundaciones del Atlas Network (la red internacional que coordina y financia a partidarios del libre mercado de todo el mundo). Así, los libertarians se entienden tanto con los liberales como con los anti-liberales. Como si el neoliberalismo hubiera desarrollado un segunda versión de si mismo, que se opone el mundo global que él mismo creó, para no poner todos los huevos en la misma canasta. Este nuevo neoliberalismo está, hace décadas, trabajando en la elaboración de síntesis teóricas entre el ultra-liberalismo y el anti-liberalismo. La principal entre ellas es la llamada ‘paleo-liberal’.

 

  1. En la base social de la ultraderecha pulula un mundo de cosas raras. Navegando entre la frenética actividad de la ultraderecha y sus zonas adyacentes en las redes, podemos encontrarnos a místicos, antivacunas, ex-izquierdistas intentando explicar sus nuevas simpatías con razonamientos geopolíticos, tradicionalistas del idioma español, amantes de la carne roja, adherentes al estoicismo o el hinduismo, revisionistas históricos amateur, junto a vocacionales del trolleo, seducidos por las posturas que causan rechazo entre los bienpensantes. Se da una paradoja: la ultraderecha suele presentarse como representante de un auténtico pueblo, compuesto de gente normal que no quiere cosas raras, burlándose de los vegetarianos, las personas que hablan con x o e, o de cualquiera que no vea como normal. Pero al mismo tiempo, se despliega en una multiplicidad infinita y fractal de nichos y subculturas bizarras. La ultraderecha es al mismo tiempo demagoga y esotérica.

 

  1. La ultraderecha es un fenómeno masculino. Es la construcción de una política de identidad masculina, en reacción al feminismo y los movimientos de la diversidad sexual. Lo que no quiere decir que le falten aliadas. Uno de sus grandes temas, muchas veces implícito pero a menudo explícito, es la ansiedad sexual de los varones jóvenes. De ahí sale el estereotipo de que no cogen. Por algo para explicar el viejo facsismo, Wilhem Reich daba tanta importancia a la frustración sexual. El deseo de ser un Chad o la admiración a grandes hombres como Putin o a Elon Musk, la idea de machos alfa y beta, incluso ciertos hobbies y ejercicios, forman una subcultura que tiende a politizarse hacia la derecha. Esto funciona especialmente en un momento de profunda anomia para muchos hombres, sobre la que la izquierda no tiene mucho para decir.

 

  1. La ultraderecha es un fenómeno internacional, que fluye por internet. Las ultraderechas, a pesar de ser nacionalistas, siempre fueron trasnacionales. Los nacionalistas de ultraderecha rioplatenses que en la primera mitad del siglo XX hicieron una crítica de la Ilustración (el caso más célebre en Uruguay es Herrera) eran ávidos lectores de franceses como Barrès y Maurras y, por supuesto, de unos cuantos españoles y alemanes. Pero la velocidad de internet es más rápida que la de los libros. Las ultraderechas que llegan hoy lo hacen de otras formas, produciendo distintos resultados: los memes circulan en micronichos siempre móviles en las redes, replicando o imitando a Milei, a Vox o a Trump. Y no es menor que en tiempos de encierro (pero ya desde antes) muchos jóvenes se socializaron políticamente en internet.

 

  1. La ultraderecha es un elitismo de masas. Si bien no es raro escuchar a ultraderechistas hablar contra las élites, no están en contra de cualquier élite. El problema es, específicamente, con unas élites que ellos ven como débiles y degeneradas, compuestas de burócratas de Naciones Unidas, activistas trasnacionales (especialmente si son feministas, de derechos humanos o ecologistas), intelectuales (especialmente si son de universidades públicas o de izquierda) y grandes empresas (pero solo si se ‘politizan’, por ejemplo, con políticas de no discriminación o marketing verde). Pero las ultraderechas no desean un mundo igualitario, sino la restauración buenas élites. Los nacionalistas anhelan líderes nacionales fuertes, mientras los libertarians claman por empresarios merecedores de sus trillones. Ambos esperan que este mundo de mediocridad sea roto por el retorno de los verdaderos héroes.

 

  1. La ultraderecha parece un fascismo sin fascistas. Cuando alguien que intenta entender el fenómeno de la ultraderecha aventura alguna caracterización, inevitablemente se le responde ‘pero no podés estar diciendo que toda esa gente es fascista’. Lo primero que podría responderse es que, seguramente, caminando por Berlín en los años 30 (o por Montevideo en los 70), no hubiera sido tan evidente quienes eran los simpatizantes del nazismo en ascenso. Al final ¿cómo debería verse un fascista? ¿no debería verse, justamente, como alguien perfectamente normal? Pero hay una pregunta más compleja ¿qué tal si los memes fascistas pasaran por personas que no necesariamente adhieren a una ideología articulada? Quienes los replican, a menudo, lo hacen de forma irónica, o sin pensar demasiado, como si los contenidos fascistas conectaran con algo del inconsciente político. No se puede asignar el éxito de los discursos de la ultraderecha a la genialidad del puñado de militantes ultraderechistas que existen, por ejemplo, en Uruguay. Con algo están enganchando.

 

  1. La ultraderecha es la vocera del odio a los progres. ¿Y quienes son los progres? No siempre queda claro, pero tienen algo que ver con la izquierda (y especialmente las ‘nuevas izquierdas’ feministas, antiracistas y ecologistas), con el liberalismo progresista (es decir, el progresismo promovido desde los organismos internacionales) y con los intelectuales. En el discurso de la ultraderecha el progre es un personaje complejo: al mismo tiempo es un conspirador hiperpoderoso, un marxista camuflado, deseoso y capaz de destruir la civilización occidental; pero también un estúpido, un blandito alejado de la realidad e incapaz de comunicarse con la gente normal. El progre es, al mismo tiempo, el establishment y un peligro radical. El odio a la izquierda, por cierto, tiene su público. Y no solo entre aquellos cuyos privilegios fueron cuestionados por la izquierda. No hay nada raro en el odio hacia quien prometió transformaciones que no sucedieron. Que también es odio a uno mismo, por haber sido ingenuo y creído, para defenderse del dolor por los sueños rotos. Por algo el sarcasmo y el realismo son tan usuales en el discurso ultraderechista.

 

  1. La ultraderecha logra componer con algunos sectores que vienen de la izquierda. A la izquierda que se había dedicado los últimos años a criticar al progresismo, todo esto la deja descolocada. ¿No éramos nosotros los críticos del progresismo? Pero al estar en contra de la ultraderecha antiprogre, no queda otra que quedar junto a los progres. Algunos, en esta situación, prefieren componer con la ultraderecha antes que ser progres. Para eso asumen, con la excusa de que se trata de posturas populares, sus discursos autoritarios, xenófobos, etc. En Uruguay, es notorio que Cabildo Abierto busca dialogar con las partes de la izquierda que vienen de tradiciones nacional-populares. Se forma así una pinza, en la que la izquierda se divide entre progresistas y populistas: unos hegemonizados por el liberalismo progresista, otros por la ultraderecha. Si la disputa entre progresistas y populistas se impusiera como principal eje de disputa política, la izquierda desaparecería. No es casualidad que, en todo el mundo, los grandes medios de comunicación intentan imponerlo.

 

  1. En tiempos de crisis, la ultraderecha cumple la función de canalizar el descontento hacia una estabilización del sistema. El capitalismo y el autoritarismo logran algo extraordinario: que quienes piden más capitalismo y más autoritarismo sean vistos como antisistema. Mientras, la izquierda, asustada y desesperanzada, se ve forzada a defender el status quo frente a las hordas fascistas. Lo que es comprensible, teniendo en cuenta que éstas hablan, sin pudor, de la violencia que están dispuestas a ejercer. Y cada vez más, la ejercen. Con el beneplácito de muchos derechistas moderados que prefieren un autoritario conocido antes que la incertidumbre de una transformación. Acordarse que quienes estamos en contra del sistema somos nosotrxs es un buen primer paso para desactivar esa operación.

La construcción política de la emergencia // Santiago López Petit

El malestar social se extiende por momentos. La secuencia interminable confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- es la cuerda que lentamente nos ahoga. La cuerda que un Estado, incapaz y preso por el pánico, sujeta para tratar de imponer su nueva normalidad. Ahora  ya sabemos que la anunciada nueva normalidad no es más que la continuación de esta pesadilla. Cuando todo empezó parecía que entrábamos en una película de ciencia ficción, y que nosotros éramos unos protagonistas enmascarados. La emoción contenida del primer mes estaba hecha de miedo y de alivio. El miedo de morir y el alivio de no tener que trabajar. Los balcones pugnaban por abrirse al cielo. Ahora no se oyen canciones. La consigna “Todo irá bien” suena todavía más estúpida, y hemos aprendido que somos únicamente los tontos útiles de un momento de la historia del capitalismo. La intriga se deja resumir en pocas palabras: el  capitalismo desbocado – lo que usualmente se conoce como neoliberalismo – produce un virus que el propio capitalismo reutiliza para controlarnos. En el silencio de la noche sometida a toque de queda, se oye el grito de ¡Basta! Estamos hartos. Hartos de tanta incertidumbre, hartos de tantas falsedades y, sobre todo, hartos de tanta arbitrariedad.

            Es evidente que el coronavirus existe y mata, lo que no significa aceptar el uso perverso de la palabra “negacionista” como descalificación de toda posición crítica. La expansión de la pandemia crece, y cada día nuevos países europeos aplican formas de confinamiento. El Estado que pretendía una regulación biopolítica de las poblaciones ha terminado por recurrir a la práctica más antigua de la sociedad disciplinaria: el aislamiento. Encierros, controles y castigos, salen de la cárcel y se difunden por la ciudades. Hay que proteger a la sociedad de sí misma. Sin embargo, el fracaso de la gestión autoritaria en Occidente es flagrante. La crisis de las formas de representación política, la desconfianza ante el discurso experto, es total. Medirse con el no-saber implica atrevimiento y coraje. Es lo que ha ocurrido en los hospitales y en la lucha admirable por salvar vidas que allí ha tenido lugar. En cambio, el no-saber vehiculado por el espectáculo de los mass media – con sus solemnes ruedas de prensa, con sus especialistas y sus estadísticas macabras – solo sirve para acrecentar la confusión. En el fondo, ese era el objetivo perseguido. La confusión atenaza tanto como el miedo, y promoverla le ha servido muy bien a un Estado cada vez más deslegitimado a causa de su ineficacia e incapacidad de anticipación. 

            El confinamiento conlleva una estratificación clasista, del mismo modo que la movilización de la vida – que es el modo actual de explotación – también diferencia entre quienes salen adelante y quienes se hunden en el agujero. Quienes consiguen hacer de su yo un Yo marca y quienes solo pueden ser sombras. O simples sobrantes. El confinamiento actúa, pues, como un arresto domiciliario discriminante y, sin embargo, durante los primeros días poseía una peligrosa ambivalencia. El término filosófico más adecuado para describir esta situación es el de epojé. La epojé o reducción fenomenológica consiste en una especie de “puesta en duda radical”, en un poner entre paréntesis la cotidianidad y nuestra relación con ella. Por unos instantes, nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos se transforma totalmente, y como el personaje central de la película “El taxista ful”, llega un momento en el que nos decimos: “la vida no puede ser eso…”. Entonces agarrados al viento de la duda, descubrimos nuestro querer vivir, un querer vivir que no nos pertenece ya que es común y compartido, porque en verdad solo nos pertenece el ser que la realidad nos obliga a ser.

            El confinamiento podía haber supuesto una epojé sanitaria que, a pesar de ser impuesta, abriera un espacio/tiempo capaz de subvertir el sentido común. Ese sentido común miedoso que repite incesantemente: “Eso es lo que hay”. O bajo su forma más actual: “El virus ha llegado para quedarse” El silencio de la noche confinada, esa otra vida presentida, permitía pensar (¿o soñar?) en otro modo de hacer frente a la pandemia basado en la potencia y creatividad colectiva. Son infinitas las ideas que pueden surgir de la cooperación libre. Desde la fabricación casera de mascarillas a la creación de programas informáticos para conectar las escuelas en apuros. El primer confinamiento podía impulsar una búsqueda interior que, lejos de concluir en un espacio íntimo y privado, empujara hacia afuera. A la acción directa y a la ayuda mutua. No ha sido así. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- ha bloqueado esa posible vía de liberación y ha implosionado el tiempo que se había ralentizado gracias al silencio. En el interior de la máquina capitalista éramos sus unidades de movilización. A partir de ahora, cada cual vive en su propio tiempo de espera. Somos simples “estructuras de la espera”. ¿Dónde queda la bifurcación?

            El Estado toma de nuevo la iniciativa y pasa a gestionar esa espera desesperante mediante una práctica cruel y cínica: el humanitarismo. El humanitarismo no cambia nada radicalmente, y por eso resulta muy cómodo. Basta dar dinero a quienes acuden a la ventanilla correspondiente aunque lo hagan gritando mucho. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- construye el estado de emergencia como una obviedad indiscutible: “Oye tú: ¿prefieres morirte?” Apoyado en el derecho, a diferencia del Estado de excepción, se pone en marcha una inmensa maquinaria para salvarnos la vida. Las paradojas son innumerables: la movilización a la que estamos obligados para subsistir, se transmuta en confinamiento; cada día nos dicen que nuestra vida no vale nada, y ahora resulta que quieren salvarnos; tenemos que trabajar diariamente, pero no podemos salir el fin de semana; viajar en metro sí, pero no ir al teatro o al cine; y así podríamos continuar.

            En definitiva, el estado de emergencia nos convierte en víctimas. Todos somos declarados víctimas reales o potenciales. Pero lo que resulta paradójico  – una vez más – es que esta condena se hace en nombre del derecho a la vida. La Vida entendida como valor supremo termina justificando cualquier medida represiva y de control, y el Estado-guerra que ha sacado ojos en Chile o en Francia, que detiene a la gente por sus ideas, pretende autopresentarse como nuestro padre protector. Un paréntesis: lamentarse a estas alturas por los derechos perdidos es hipócrita porque los derechos solo los defiende un contrapoder. Poco a poco, la construcción del estado de emergencia se muestra como lo que realmente es: una operación de neutralización política que emplea la separación como su arma principal. La memoria histórica reciente queda borrada; el espacio público restringido al supermercado; la salud reducida a ausencia de enfermedad; la muerte como lo opuesto a la vida… El estado de emergencia pone en funcionamiento todas las formas de la separación: la distancia social, el teletrabajo, la culpabilización, el encierro… El conflicto político desaparece de la sociedad atomizada. El sistema de partidos discute con vehemencia cuantos muertos puede tragar el desagüe del fregadero sin atascarse.

            El estado de emergencia, porque es la traducción política de la naturalización de la muerte,  no admite disentimiento alguno. Como cualquier padre autoritario nos pone ante el dilema obedecer/desobedecer, y sabemos que ambas opciones refuerzan la autoridad. La extrema derecha ha optado por la desobediencia. El pensamiento reaccionario conoce muy bien la centralidad política de la muerte y no duda en utilizarla. Defiende el engaño de una libertad individual, y reduce el querer vivir a puro instinto de supervivencia. Sacarse la mascarilla en la calle no es un acto de valentía sino de estupidez. La izquierda, por su parte, permanece callada. Estamos en época de rebajas y el mal menor ha sustituido a la experimentación social. El 15M queda lejos. Sin embargo, los recientes disturbios callejeros que han tenido lugar en diferentes ciudades parecen haberla despertado: “¡Es cosa de la extrema derecha!” denuncian sus representantes. Incluso la policía  es más inteligente: “Se trata de un movimiento social típico del siglo XXI. Hay una chispa y prende. No tiene estructura ni organización interna. La gente que estuvo allí responde a un perfil transversal. Al principio había hosteleros (sic), gente cabreada…”.

            Sería sencillo afirmar que la solución consiste en politizar ese malestar social tan temido por la izquierda, pero como dice Miguel Hernández: “cortar ese dolor ¿con qué tijeras?”. Salir del dilema maldito que nos tienden, rechazar el victimismo y afirmar una y otra vez que “la vida no puede ser eso”. Desplegar esta verdad e iniciar un éxodo colectivo, que no significa viajar a la segunda residencia ni esconderse en una autenticidad inexistente, sino en intentar pensar fuera del Estado. La epojé habría un posible contra lo posible. El Estado organiza el pánico dentro de un sistema cerrado. Podemos autoorganizar el pánico en el interior de un sistema abierto. El sistema inmunológico no es el baluarte que defiende a un organismo asediado, bien al contrario, es un“motor de experimentación” que trabaja para la vida. Diferenciar el riesgo del peligro. La salud posee una dimensión social y política.  De la muerte, la extrema derecha solo sabe inferir amenazas  y miedo disfrazado de valentía fingida. Nosotros tendríamos que arrancar a la muerte el coraje necesario para desocupar el Estado.

 

 

           

 

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