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Guerra, capitalismo, ecología: ¿por qué Bruno Latour no puede entenderlo? // Maurizio Lazzarato

Ante la guerra que ha estallado en Ucrania, el filósofo ecologista se encuentra perdido, abrumado por los acontecimientos, “no sabe cómo sostener ambas tragedias”, la de Ucrania y la del calentamiento climático. Lo único que dice es que el interés por uno no debe primar sobre el interés por el otro. No logra comprender su relación y, sin embargo, están estrechamente vinculados porque tienen el mismo origen. Latour aún tendrá que admitir la existencia del capitalismo, que es el marco en el que surgen y se desarrollan las dos guerras.

La guerra entre Estados y las guerras de clase, de raza y de sexo han acompañado siempre el desarrollo del capital porque, a partir de la acumulación primitiva, son las condiciones de su existencia. La formación de clases (de trabajadores, esclavos y colonizados, mujeres) implica una violencia extraeconómica que funda la dominación y una violencia que la preserva, estabilizando y reproduciendo las relaciones entre ganadores y perdedores. ¡No hay Capital sin guerras de clase, raza y género y sin un Estado que tenga la fuerza y los medios para librarlas! La guerra y las guerras no son realidades externas, sino constitutivas de la relación de capital, aunque lo hayamos olvidado. En el capitalismo las guerras no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.

La guerra y las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final. En el capitalismo provocan catástrofes y extienden la muerte de forma incomparable con otras épocas. Pero hubo un momento en la historia del capitalismo, a principios del siglo XX, en el que la relación entre la guerra, el Estado y el capital se entrelazó tanto que su poder destructivo, que es una condición de su desarrollo (su motor, como lo llamó Schumpeter, la “destrucción creativa”), pasó de ser relativo a ser absoluto. Absoluto porque pone en juego la existencia misma de la humanidad así como las condiciones de vida de muchas otras especies.

 

La Primera Guerra Mundial y la destrucción absoluta

Los defensores del Antropoceno discuten sobre la fecha de su inicio: el Neolítico, la conquista de América, la revolución industrial, la gran aceleración de la posguerra, etc. Todos evitan cuidadosamente enfrentarse a la ruptura que supuso la Primera Guerra Mundial, cuyas consecuencias verdaderamente nefastas siguen actuando en nuestra actualidad.

El gran cambio que afectó para siempre a la máquina bicéfala Estado/capital en el siglo XX se produjo mucho antes de la crisis financiera de 1929, durante la guerra de 1914. La gran guerra es una novedad absoluta porque resulta de una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica. La cooperación de todos estos elementos que trabajan juntos para construir una megamáquina de producción para la guerra cambia profundamente las funciones de cada uno: el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.

Ernst Junger, el “héroe” de la Primera Guerra Mundial, la describe menos como una “acción armada” que como un “gigantesco proceso de trabajo”. La guerra es la ocasión de implicar a toda la sociedad en la producción ampliando una organización de la producción que sólo concernía a un número muy reducido de empresas. “Los países se transformaron en gigantescas fábricas capaces de producir ejércitos en cadena de producción para poder enviarlos al frente veinticuatro horas al día, donde un sangriento proceso de consumo, ahora completamente mecanizado, desempeñó el papel de un mercado (…)”.

La implicación de todas las funciones sociales en la producción (lo que los marxistas llaman la subsunción de la sociedad en el capital) nació en este momento y estuvo marcada, y lo estará para siempre, por la guerra. Toda forma de actividad, “incluso la de un patrón doméstico que trabaja en su máquina de coser”, está destinada a la economía de guerra y participa en la movilización total.

“Junto a los ejércitos que se enfrentan en los campos de batalla, surgen nuevos tipos de ejércitos, el ejército del transporte, de la logística, el ejército de la industria armamentística, el ejército del trabajo”, el ejército de la comunicación, los ejércitos de la ciencia y la tecnología, etc. La logística de la guerra es más eficiente que la logística comercial del capital.

Es en este sentido que la guerra es “total”. Requiere la movilización de la economía, la política y la sociedad, es decir, una “producción total”. Entre la guerra, los monopolios y el Estado, se crea un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar, ni siquiera el neoliberalismo podrá devolver el mercado de la oferta y la demanda y la libre competencia.

El nacimiento de lo que Marx llamó el General Intellect (la producción que depende no sólo del trabajo directo de los trabajadores, sino de la actividad y la cooperación de la sociedad en su conjunto, de la comunicación, de la ciencia y la tecnología, etc.) tiene lugar bajo el signo de la guerra. En el General Intellect marxiano no hay guerra, mientras que en su aplicación real es la guerra la que completa el conjunto. El capitalismo inaugurado por la guerra total es diferente al descrito por Marx. Hahlweg, el erudito alemán que publicó las obras completas de Clausewitz, resume perfectamente este cambio que afecta al capitalismo en la transición del siglo XIX al XX: en el caso de Lenin, las guerras han ocupado el lugar de las crisis económicas de Marx.

Keynes, a su vez, afirmaba que su programa económico sólo podía realizarse en una economía de guerra, porque sólo en este caso se llevan todas las fuerzas productivas al límite de sus posibilidades.

Esta formidable máquina en la que se entrelazan la guerra y la producción acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción. Por primera vez en la historia del capitalismo la producción es “social”, pero es idéntica a la destrucción. El aumento de la producción se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción.

Se inició una loca carrera por nuevos inventos y descubrimientos que buscan aumentar el poder de destrucción: destruir al enemigo, su ejército, pero también a su población y las infraestructuras del país. Este proceso se completó con la construcción de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, máxima expresión de la creatividad y la productividad del ser social, amplía radicalmente el poder de destrucción: a partir de ahora la bomba atómica pone en cuestión la propia supervivencia de la humanidad.

Günter Anders señala a este respecto: si hasta la Primera Guerra Mundial las personas eran individualmente mortales y la humanidad inmortal, a partir de la construcción de la bomba atómica la identidad de producción y destrucción amenaza de muerte directamente a la humanidad. Por primera vez en su historia, la especie humana está en peligro de extinción gracias al poder de una parte de los hombres; los capitalistas, los hombres de Estado, las clases poseedoras, etc., que la componen.

Este salto en la organización político-económica de la máquina bicéfala del Estado/capital fue una respuesta al peligro del socialismo que acechaba a Europa y una acción preventiva contra las guerras de clase, de raza y de sexo que el socialismo rumiaba en su seno (a pesar de las organizaciones que lo estructuraron) y que se desarrollaron a lo largo del siglo XX.

 

La gran aceleración

La acción de esta nueva organización de la máquina Estado/capital no se detendrá con el fin de los combates, ya que la “movilización total” para la “producción total”, la gestión de la emergencia, la concentración del poder ejecutivo y del poder económico, a partir de situaciones temporales y excepciones ligadas a la urgencia de la guerra, se transforman en normas ordinarias de la gestión capitalista.

Los ecologistas llaman al período posterior a la Segunda Guerra Mundial la gran aceleración, dentro de la cual se encontrará intacta la identidad de producción y destrucción que se afirmó durante las dos guerras totales, arraigada en el trabajo y el consumo cotidiano del “boom” económico.

La máquina productiva integrada no se desmanteló, sino que se invirtió en la reconstrucción. Más tarde se verá que la reparación de los daños causados por la guerra determinará una nueva y más formidable destrucción: con la gran aceleración hemos dado un gran paso hacia el punto de no retorno en la degradación del equilibrio climático y de la biosfera.

El capitalismo de posguerra sigue explotando la integración que tuvo lugar durante las guerras totales produciendo tasas extraordinarias de crecimiento y productividad a las que corresponden tasas igualmente extraordinarias de destrucción de las condiciones de habitabilidad del planeta. La especie humana está amenazada de extinción por segunda vez (junto con muchos otros seres vivos). Ya no es la “naturaleza” la que “amenaza” a la humanidad, sino las clases que “dirigen” esta máquina económico-política.

La identidad de producción y destrucción continúa en el marco de una “paz” cuyas condiciones de posibilidad están siempre dadas por la guerra, fría en el Norte y muy caliente en el Sur, donde se concentra la “guerra civil mundial”, anunciada por Hannah Arendt y Carl Schmitt en 1961. Sólo una ilusión eurocéntrica puede pensar en los “treinta años gloriosos” como un período de paz.

La gran aceleración es inconcebible sin el consenso del movimiento obrero, que refuerza su integración con el capitalismo y el Estado iniciada con el voto de los créditos para la guerra de 1914. En el Norte del mundo, el compromiso fordista de posguerra entre el capital y el trabajo se basa en un hecho tácito que vela la identidad de producción y destrucción que la “movilización total” para la “producción total” ha legado al funcionamiento del capitalismo. El movimiento obrero se limitará a exigir salarios y derechos de los trabajadores, dejando todo el poder a la máquina del Estado-capital para decidir el contenido del trabajo y los objetivos de la producción. Un acuerdo opera como si la identidad de la producción y la destrucción sólo se refiriera al período de guerra, mientras que cuestiona el concepto de trabajo y de trabajador. Gunter Anders esboza una primera revisión de estos conceptos a la luz de la nueva realidad del capitalismo. “El estatus moral del producto (el estatus del gas venenoso o el estatus de la bomba de hidrógeno) no afecta a la moralidad del trabajador que participa en la producción. Es políticamente inconcebible “que el producto en cuya fabricación se trabaja, incluso el más repugnante, pueda contaminar la propia obra”. El trabajo, como el dinero del que es condición, “no tiene olor”. “Ningún trabajo puede ser desacreditado moralmente por su finalidad.

Los fines de la producción no deben preocupar en absoluto al trabajador, porque, y “éste es uno de los rasgos más desastrosos de nuestra época”, el trabajo debe ser considerado “neutro con respecto a la moral (…) Cualquiera que sea el trabajo que se realice, el producto de este trabajo permanece siempre más allá del bien y del mal”.

Los sindicatos y el movimiento obrero hicieron un “juramento secreto” de “no ver o más bien no saber lo que (el trabajo) estaba haciendo”, de “no tener en cuenta su finalidad”.

En las condiciones contemporáneas del capitalismo la situación se ha radicalizado aún más, cualquier trabajo (no sólo el que produce “gas venenoso o bombas de hidrógeno”) es destructivo; cualquier consumo (no sólo el de los vuelos comerciales) es destructivo. Ahora es indecidible si el trabajo y el consumo producen el ser o lo destruyen, porque son a la vez fuerzas de producción y fuerzas de destrucción.

En el capitalismo, los individuos son al mismo tiempo “cómplices”, a su manera, de la destrucción, ya que la producen trabajando y consumiendo, y también víctimas de la explotación y la dominación, ya que se ven obligados a fabricar la catástrofe. No hay otra alternativa que romper estos lazos de subordinación que nos hacen objetivamente cómplices y sustraernos de estas relaciones de trabajo y consumo, es decir, llevar el rechazo del trabajo y del consumo hasta su conclusión lógica.

 

El denominado “neo-liberalismo”

La estrategia de la máquina Estado/Capital asume sin reparos la consigna de “movilización total” para la “producción total” que el compromiso capital-trabajo había practicado, pero no reconocido. La matriz económico-política sigue siendo la dibujada durante la primera guerra mundial, cuya nueva mundialización, la intensificación de la financiarización y la concentración del poder económico y político no hacen sino aumentar su dimensión productiva y destructiva, exaltando sus características autoritarias y antidemocráticas.

El neoliberalismo no sólo nace de las guerras civiles en América Latina, sino que se alimenta de todas las guerras que los estadounidenses y la OTAN han declarado en todo el mundo, primero contra un enemigo que ellos mismos habían contribuido a crear (el terrorismo islamista) y luego contra las potencias surgidas de las guerras de liberación del colonialismo (el verdadero objetivo de la guerra actual es China).

La mundialización contemporánea es muy diferente de la que se produjo entre los siglos XIX y XX. Esta última tenía como objetivo el reparto colonial del mundo; la actual ya no puede contar con un Sur sumiso a Occidente. Por el contrario, las antiguas colonias son potencias económicas y políticas que hacen vacilar al Norte, el que carece de toda idea de cómo establecer su hegemonía, si no es por la fuerza de las armas. El Sur global plantea dos nuevos problemas. Las formas de neocapitalismo adoptadas por las antiguas colonias no harán sino aumentar la extensión de la producción/destrucción, al demostrar que la acción de la máquina Estado-capital del centro no puede extenderse al resto de la humanidad: el capitalismo mundializado lleva a un punto de irreversibilidad la devastación que la gran aceleración ya había incrementado en la posguerra.

La afirmación de su potencia (paradójicamente provocada por la mundialización, que debería, por el contrario, haber asegurado el inicio de un nuevo siglo americano) ha reavivado los enfrentamientos entre imperialismos que EE.UU. planea desde hace años transformar en una guerra abierta. Cegado por un delirio bélico, al Norte del mundo le cuesta advertir que ahora es una minoría no sólo desde el punto de vista demográfico (incluso en relación con la guerra actual, la mayoría de los países no se han alineado con las posiciones del Norte porque saben quiénes han sido y son el objetivo del dominio yanqui).

Hay otra sorprendente similitud con el pasado: la violencia que Europa había ejercido sobre las colonias había retornado finalmente al continente con guerras totales y fascismos. Aimé Césaire solía decir que lo que se le reprochaba a Hitler no eran sus métodos “coloniales”, sino su uso contra los blancos. Después de treinta años de guerras lideradas por Estados Unidos y la OTAN en todo el mundo, la violencia armada está volviendo a Europa, impuesta por Estados Unidos y aceptada por los Estados y las élites locales que están completamente sometidos a la voluntad estadounidense. La guerra está preparada para permanecer, porque los estadounidenses no dejarán de ejercer presión armada hasta que logren construir el imposible Imperio, un proyecto tan suicida como homicida. La desgracia de la humanidad para los próximos años está contenida en la frase de Biden “trabajar para que Estados Unidos vuelva a gobernar el mundo”, que es la verdadera agenda de su presidencia. La proclamada oficialmente durante la campaña presidencial para resolver la guerra civil latente se ha ido abandonando.

Estas palabras de Keynes se ajustan a la tragedia de la guerra, así como a la catástrofe ecológica: la hegemonía del capital financiero que condujo a la Primera Guerra Mundial contenía una “regla autodestructiva” que regía “todos los aspectos de la existencia”, una regla financiera de autodestrucción que sigue funcionando en la actualidad. La violencia que desatan los capitalistas y el Estado ya contiene la catástrofe ecológica porque para garantizarse la ganancia, la propiedad y el poder son “capaces de apagar el sol y las estrellas”.

 

La guerra entre potencias y la guerra contra “Gaia” tienen el mismo origen

Creer que Rusia es la causa de una posible tercera guerra mundial es como creer que el bombardeo de Sarajevo fue la causa de la primera. Pereza intelectual y política.\

Hace un siglo, Rosa Luxemburgo ya había captado la imposibilidad del resultado de la globalización del capital y, por lo tanto, la inevitabilidad de la guerra entre los imperialismos: El capital “en su tendencia a convertirse en una forma mundial, se descompone ante su propia incapacidad de ser esta forma mundial de producción”. No puede convertirse en capital global porque depende del Estado-nación tanto para la realización de la plusvalía y su apropiación (la propiedad privada está garantizada por sus leyes y su fuerza), como para su “regulación” porque, sin el Estado, el capital enviaría sus flujos a la luna, dicen Deleuze y Guattari.

La máquina de acumulación y su tendencia a expandirse constantemente (mercado mundial) se basa en una tensión entre el Estado y el capital, aunque ambos participen plenamente de su funcionamiento. El capital expresa una “tendencia a devenir mundial” que no puede conseguir porque no tiene ni la fuerza política ni  militar para sus ambiciones. El Estado, en cambio, ejerce estos dos poderes, pero su base es territorial, con fronteras, Estados rivales. No hay necesidad de oponer el Capital (con su relativa inmanencia) y el Estado (con su soberanía muy real), ya que actúan en conjunto.

El fracaso de la mundialización contemporánea es muy similar al fracaso de la mundialización anterior, entre finales del siglo XIX y principios del XX, y no puede conducir más que a la guerra, porque, una vez que el capital financiero se ha derrumbado, los Estados y sus ejércitos se presentan para luchar por la hegemonía sobre el mercado mundial.

El actual “desorden” mundial (una multiplicidad de centros de poder constituidos por grandes áreas, pero en cuyo centro están siempre los Estados), que los estadounidenses quisieran reducir a un orden imperial imposible porque ya ha fracasado, corre el riesgo de conducir a un caos aún mayor, gane quien gane.

La gran mundialización, en lugar del cosmopolitismo, sólo podía producir lógicas identitarias, ya que el capital, tras la debacle financiera de 2008, tuvo que anidar bajo el ala protectora del Estado, que sólo puede vivir de la identidad: nacionalismo, fascismo, racismo, sexismo, para no derrumbarse y llevarse consigo la “civilización” capitalista.

En el capitalismo, las diferencias no se diferencian produciendo novedades imprevisibles (como afirma ingenua o irresponsablemente la filosofía de la diferencia), sino que se polarizan (desigualdades de renta, riqueza, educación, salud, etc.) hasta convertirse en contradicciones. Si no se convierten en oposiciones a la máquina Estado-capital, se fijan en identidades en cuyo centro siempre encontramos al hombre blanco. Las identidades nacionalistas, racistas y sexistas son las condiciones, ampliamente desarrolladas, para la producción de subjetividades para la guerra. La histeria anti Rusia desatada por los medios de comunicación, el odio racista con el que distinguen entre guerras y víctimas (los blancos y  los otros), han sido preparados durante mucho tiempo por esta destrucción “simbólica” de la subjetividad que ha cultivado un futuro fascista dispuesto a entusiasmarse con la guerra.

Estamos viviendo la realización de un proceso, iniciado hace algo más de un siglo y acelerado a finales de los años 70, de cierre de todo “espacio público” y de saturación de la cuota de propiedad privada en todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Se trata de un proceso de alcance completamente diferente al de la “dictadura sanitaria” (Agamben). El estado de emergencia es la normalidad que debe acompañar necesariamente a la identidad de la producción y la destrucción porque ha estado progresando desde principios del siglo XX, enraizada en la máquina del Estado-Capital cuyas promesas de paz y prosperidad sólo duran lo que dura una “bella época”.

Basta un análisis superficial del capitalismo y de su historia para comprender que, tras brevísimos periodos de euforia (la belle époque de principios de siglo y de los años ochenta y noventa) en los que el capitalismo parecía triunfar sobre todas sus contradicciones, sólo le quedaba la guerra y el fascismo para salir de sus atolladeros.

La prosperidad para todos se ha convertido en una enorme concentración de riqueza para unos pocos, una devastación financiera y una lucha a muerte por la hegemonía económica y el acceso a los recursos. La salvaguarda de la vida a cambio de obediencia que, desde Hobbes, debe garantizar el Estado frente a los peligros de la “guerra de todos contra todos” queda doblemente desmentida: ya sea por la organización de las masacres de las guerras industriales como  por la extinción de la especie humana, que ya está muy avanzada.

La biopolítica (“hacer vivir y dejar morir”) revela todo su contenido “ideológico” frente a la realidad de la máquina capital/Estado que desencadenó la violencia económica del primero y luego desató la violencia armada del segundo. Dos violencias que, combinadas, están muy lejos de la pacificación gubernamental que supone el “laissez vivre”.

La posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica que Günther Anders predijo en los años 50 se reaviva ahora por la “violencia difusa” del calentamiento climático, la degradación de la biosfera, el agotamiento del suelo, la sobreexplotación de la tierra, etc. Dos temporalidades diferentes, la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado que proviene de la misma fuente: la identidad de producción/destrucción. En la actual guerra de Ucrania vivimos bajo la doble amenaza (la atómica, que nunca había desaparecido) y la “ecológica”. Lo que Latour no ve, la actualidad se ha encargado de demostrárnoslo. La guerra, al menos, habrá servido para eso, para revelar la inconsistencia de gran parte del pensamiento ecológico y de sus intelectuales más prestigiosos.

 

Post Scriptum: Crisis de la ontología

La identidad de producción y destrucción determina una crisis en la concepción del ser cuyo poder productivo afirma la filosofía: el ser es creación, un proceso continuo de expansión, la construcción del mundo y del hombre. Esta larga historia del ser se ve interrumpida por la Primera Guerra Mundial, ya que la autoproducción del ser coincide con su autodestrucción.  Las filosofías de los años sesenta y setenta no reconocen en absoluto esta nueva situación. Por el contrario, hacen demasiado hincapié en el poder de invención, proliferación y diferenciación del ser. El negativo de la destrucción es expulsado del pensamiento en el momento en que el ser, con la producción total, es comparable a una fuerza “geológica” capaz de modificar la morfología del terreno, al tiempo que destruye las condiciones de habitabilidad. La crítica de lo negativo se centra en la dialéctica hegeliana, mientras que se olvida problematizar la negación absoluta que conlleva el nuevo capitalismo. En un momento en el que el ser parece enriquecerse con la producción continua de nuevas singularidades, se consume, se agota e incluso está amenazado de extinción. Se trata de una situación inédita que la filosofía evita como la peste.

La identidad de la producción y la destrucción nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser. Las guerras totales y la aceleración conjunta de la acción del capital, el Estado, la ciencia/tecnología y el trabajo han hecho inoperante la oposición marxista entre fuerzas productivas y relación de producción, porque las fuerzas productivas son al mismo tiempo fuerzas destructivas. En el siglo XIX, el trabajo y su cooperación, la ciencia y la tecnología parecían constituir una potencia creadora aprisionada por las relaciones de producción (principalmente la propiedad privada y el Estado que la garantizaba). Era necesario liberarlos de las garras de estos últimos para que pudieran desarrollar sus poderes productivos, limitados por el beneficio, la propiedad privada y las jerarquías de clase. En las condiciones del capitalismo de posguerra, es indecidible si el trabajo es producción o destrucción, ya que es ambas cosas a la vez. Por eso no puede haber una ontología del trabajo. Por eso hay que repensar las modalidades de la acción política.

Las luchas, los rechazos, las revueltas, las cooperaciones, las actividades de “cura”, las solidaridades, las revoluciones siguen estando a la orden del día, la ruptura con el capitalismo es aún más necesaria, ya que lo que está en juego es la vida misma de la especie, pero en un marco radicalmente modificado por la existencia de la destrucción que es como la sombra de la producción.

Artículo en francés elaborado por el autor para Revista Disenso

Traducción: Iván Torres Apablaza y Tuillang Yuing Alfaro

Fuente: Tinta Limón

Guerra y demencia senil // Franco Bifo Berardi

Aniquilar

Anéantir, el último libro de Houellebecq, es un volumen de setecientas páginas, pero la mitad sería suficiente. No es el mejor de sus libros, pero sí la representación más desesperada, resignada y colérica a la vez, del declive de la raza dominante.

 

Francia profunda. Una familia se reúne en torno al padre de ochenta años que sufrió un derrame cerebral. Coma interminable del anciano patriarca que trabajaba para los servicios secretos. El hijo, Paul, que también trabaja para los servicios secretos y también para el Ministerio de Finanzas, descubre que tiene un cáncer terminal. El otro hijo, Aurelien, hermano de Paul, se suicida, incapaz de afrontar una vida en la que siempre se ha sentido derrotado.

 

Queda la hija, Cecile, una católica fundamentalista esposa de un notario fascista que ha perdido su trabajo, pero encuentra otro en los círculos de la derecha lepenista.

 

La enfermedad terminal es el tema de esta novela mediocre: la agonía de la civilización occidental. No es un bello espectáculo, porque la mente blanca no se resigna a lo ineluctable. La reacción de los viejos blancos moribundos es trágica.

 

El escenario en el que se desarrolla esta agonía es la Francia actual, culturalmente devastada por cuarenta años de agresión liberal, un país fantasmal en el que la lucha política se desarrolla en el cuadrado mefístico del nacionalismo agresivo, el racismo blanco, el rencor islámico y el fundamentalismo económico.

 

Pero el escenario es también el mundo posglobal, amenazado por el delirio senil de la cultura dominante pero en decadencia: blanca, cristiana, imperialista.

 

 

Agonía guerra suicidio

 

En la frontera oriental de Europa: dos viejos blancos juegan un juego en el que ninguno puede retirarse.

 

El viejo blanco americano ha vuelto de la derrota más humillante y trágica. Peor que Saigón, Kabul permanece en la imaginación global como un signo del caos mental de la raza gobernante.

 

El viejo ruso blanco sabe que su poder se basa en una promesa nacionalista: se trata de vengar el honor violado de la Santa Madre Rusia.

El que se retira lo pierde todo.

 

Que Putin es nazi se sabe desde que terminó la guerra en Chechenia con el exterminio. Pero fue un nazi muy bien recibido por el presidente estadounidense, quien, mirándolo a los ojos, dijo que entendía que era sincero. También muy bien recibido por los bancos británicos que están llenos de rublos robados por los amigos de Putin tras el desmantelamiento de las estructuras públicas heredadas de la Unión Soviética. El jerarca ruso y el angloamericano fueron amigos muy queridos cuando se trataba de destruir la civilización social, el legado del movimiento obrero y comunista.

Pero la amistad entre los asesinos no dura. De hecho, ¿de qué habría servido la OTAN si realmente se hubiera establecido la paz? ¿Y cómo terminarían las inmensas ganancias de las empresas productoras de armas de destrucción masiva?

 

La ampliación de la OTAN sirvió para renovar una hostilidad a la que el capitalismo no podía renunciar.

 

No hay una explicación racional para la guerra de Ucrania, porque es la culminación de una crisis psicótica de cerebro blanco. ¿Cuál es la racionalidad de la expansión de la OTAN que arma a los nazis polacos, bálticos y ucranianos contra el nazismo ruso? A cambio, Biden obtiene el resultado más temido por los estrategas estadounidenses: empujó a Rusia y China a un abrazo que Nixon había logrado romper hace cincuenta años.

Por lo tanto, para orientarnos en la guerra inminente no necesitamos geopolítica, sino psicopatología: quizás necesitamos una geopolítica de la psicosis.

 

De hecho, está en juego el declive político, económico, demográfico y eventualmente psíquico de la civilización blanca, que no puede aceptar la perspectiva del agotamiento y prefiere la destrucción total, el suicidio, a la lenta extinción de la dominación blanca.

 

Occidente-Futuro-Declive

La guerra de Ucrania inaugura una carrera armamentista histérica, una consolidación de fronteras, un estado de violencia creciente: demostraciones de fuerzas que son en realidad un signo del caos senil en el que ha caído Occidente.

 

El 23 de febrero de 2022, cuando ya habían entrado las tropas rusas en el Donbass, Trump, expresidente y candidato a la próxima presidencia, considera a Putin un genio pacificador. Sugiere que Estados Unidos debería enviar un ejército similar a la frontera con México.

 

Tratemos de entender lo que significa el obsceno Trump. ¿Qué núcleo de verdad contiene su delirio? Lo que está en juego es el concepto mismo de Occidente.

Pero, ¿quién es Occidente?

 

Si damos una definición geográfica de la palabra «Oeste», entonces Rusia no forma parte de ella. Pero si pensamos en esa palabra como el núcleo antropológico e histórico, entonces Rusia es más occidental que cualquier otro Occidente.

 

Occidente es la tierra de la decadencia. Pero también es la tierra de la obsesión por el futuro. Y las dos cosas son una, ya que para los organismos sujetos a la segunda ley de la termodinámica, como lo son los cuerpos individuales y sociales, futuro significa decadencia.

 

Estamos, pues, unidos en el futurismo y la decadencia, es decir, en el delirio de la omnipotencia y la impotencia desesperada, los occidentales de Occidente y los occidentales de la inmensa patria rusa.

 

Trump tiene el mérito de decirlo claro: nuestros enemigos no son los rusos, sino los pueblos del hemisferio sur, a quienes hemos explotado durante siglos y ahora pretenden compartir con nosotros las riquezas del planeta, y quieren emigrar a nuestras tierras. El enemigo es la China que hemos humillado, el África que hemos saqueado. No la muy blanca Rusia que forma parte del Gran Occidente.

 

La lógica trumpista se basa en la supremacía de la raza blanca de la que Rusia es la avanzada extrema.

 

La lógica de Biden es la defensa del mundo libre que naturalmente sería el suyo, nacido de un genocidio, de la deportación de millones de esclavos, sistémicamente racista. Biden rompe el Gran Occidente en favor de un Occidente sin Rusia, destinado a desgarrarse a sí mismo y a involucrar a todo el planeta en su suicidio.

 

Tratemos de definir Occidente como la esfera de una raza dominante obsesionada con el futuro. El tiempo tiende hacia un impulso expansivo: crecimiento económico, acumulación, capitalismo. Precisamente esta obsesión por el futuro alimenta la máquina de la dominación: inversión del presente concreto (del placer, de la relajación muscular) en valor futuro abstracto.

 

Quizá podríamos decir, reformulando un poco los fundamentos del análisis marxista del valor, que el valor de cambio es precisamente esa acumulación del presente (lo concreto) en formas abstractas (como el dinero) que se pueden intercambiar mañana.

 

Esta fijación en el futuro no es en modo alguno una modalidad cognitiva humana natural: la mayoría de las culturas humanas se basan en una percepción cíclica del tiempo, o en la expansión insuperable del presente.

El futurismo es la transición hacia la plena autoconciencia, incluso estética, de las culturas en expansión. Pero los futurismos son diferentes y hasta cierto punto divergentes.

La obsesión por el futuro tiene distintas implicaciones en el ámbito teológico-utópico propio de la cultura rusa, y en el ámbito técnico-económico propio de la cultura euroamericana.

 

El Cosmismo de Fedorov, el Futurismo de Mayakovski, tienen un aliento escatológico del que carece el fanatismo tecnocrático de Marinetti, y sus seguidores americanos como Elon Musk. Quizá por eso le corresponde a Rusia acabar con la historia de Occidente, y ahora lo tenemos.

 

 

El nazismo está en todas partes

Pasado el umbral de la pandemia, el nuevo panorama es la guerra que opone el nazismo al nazismo. Gunther Anders había presagiado en sus escritos de la década de 1960 (Die Antiquiertheit des Menschen) que la carga nihilista del nazismo no se había agotado con la derrota de Hitler, y volvería al escenario mundial como resultado del poder técnico, que provoca un sentimiento de humillación de la voluntad humana, reducida a la impotencia.

 

Ahora vemos que el nazismo resurge como la forma psicopolítica del cuerpo demente de la raza blanca que reacciona airadamente a su implacable declive. El caos viral ha creado las condiciones para la formación de una infraestructura biopolítica global, pero también ha aterrorizado la percepción de la ingobernabilidad de la proliferación caótica de la materia que pierde el orden, se desintegra y muere.

 

La mente Occidental ha removido la muerte porque no es compatible con la obsesión del futuro. Remueve la senescencia porque no es compatible con la expansión. Pero ahora el envejecimiento (demográfico, cultural e incluso económico) de las culturas dominantes del norte del mundo se presenta como un espectro en el que la cultura blanca ni siquiera puede pensar, y mucho menos aceptar.

 

Así que aquí está el cerebro blanco (tanto el de Biden como el de Putin) entrando en una furiosa crisis de demencia senil. El más salvaje de todos, Donald Trump, cuenta una verdad que nadie quiere escuchar: Putin es nuestro mejor amigo. Ciertamente es un asesino racista, pero nosotros no lo somos menos.

Biden representa la ira impotente que sienten los ancianos cuando se dan cuenta del declive de las fuerzas físicas, la energía psíquica y la eficiencia mental. Ahora que el agotamiento está en una etapa avanzada, la extinción es la única perspectiva tranquilizadora.

 

¿Podrá la humanidad salvarse de la violencia exterminadora del cerebro demente de la civilización occidental, rusa, europea y americana, en agonía?

Sea como sea que evolucione la invasión de Ucrania, que pase a ser ocupación estable del territorio (improbable) o acabe con una retirada de las tropas rusas tras haber llevado a cabo la destrucción del aparato militar que los euro-americanos han proporcionado en Kiev (probable), el conflicto no puede resolverse con la derrota de uno u otro de los dos antiguos patriarcas. Ni uno ni otro pueden aceptar retirarse antes de haber ganado. Por tanto, esta invasión parece abrir una fase de guerra tendencialmente mundial (y potencialmente nuclear).

 

La pregunta que actualmente aparece sin respuesta se relaciona con el mundo no occidental, que durante algunos siglos ha sufrido la arrogancia, la violencia y la explotación de europeos, rusos y finalmente estadounidenses.

En la guerra suicida que Occidente ha librado contra el otro Occidente, las primeras víctimas son los que han sufrido el delirio de los dos Occidentes, los que no quieren ninguna guerra, sino que deben sufrir los efectos.

 

La guerra final contra la humanidad ha comenzado.

 

Lo único que podemos hacer es ignorarla, abandonarla, transformar colectivamente el miedo en pensamiento y resignarnos a lo inevitable, porque sólo así puede suceder lo impredecible, en los contratiempos: la paz, el placer, la vida.

El mundo en que despertamos // Diego Sztulwark

¿Cómo enhebrar una mínima claridad en medio del aturdimiento que producen las alarmas sonando en Kiev, ante el avance militar de Putin que lxs amigxs más entendidxs descartaban hasta último momento? Lo primero, seguramente, sea terminar de despabilarse. El atontamiento en el que hemos permanecido, ese estado de perplejidad en el que creemos que el horror anunciado «no puede» suceder, se ha vuelto a demostrar como lo que es: una ilusión. Por tratarse de un sentimiento previo a la tragedia, debería disiparse con el correr de las horas. Lo segundo que podríamos hacer es sacudirnos el mandato según el cual quien no sabe sobre la historia de Ucrania ni sobre la guerra actual debería callar. Ucrania es ahora mismo el nombre de una historia que nos abarca, y por tanto, sepamos lo que sepamos, nos toca sentir, pensar y decir lo que podamos. Cierto que ya desde su sonoridad, Ucrania es un nombre lejano, pero no se trata de un pueblo «sin historia» (expresión utilizada por cierta tradición hegeliana para nombrar a los países sin Estado, objetos, por tanto, de invasiones coloniales). Si atendemos a sus resonancias, no será difícil asociar esa geografía a la memoria trágica de no pocas familias rioplatenses (una multitud de migrantes provenientes de esa zona de la ex URSS que linda con Polonia, hacia donde marchaban esta mañana miles de personas que desean huir de las bombas y los tanques) pero también -al menos en mi caso- al nombre de Román Rosdolsky (nacido en la ciudad de Leópolis, próxima también a Polonia), enorme pensador marxista que discutió aquella expresión de «Pueblos sin historia» al interior de aquella tradición comunista de la que Putin no es de ningún modo heredero. Hace unos pocos días un amigx me hizo leer un texto de Pablo Iglesias -el referente de Podemos- sobre la proclama del presidente ruso del reciente 21 de febrero: «Putin atacó a Lenin y ya les digo que el hecho de que el presidente de la Federación Rusa ataque a Lenin en un discurso que vieron millones de rusos, en el contexto de una grave tensión militar, no es un asunto baladí. Putin cargó contra el federalismo, contra el pacifismo y contra el respeto de la plurinacionalidad propio de los bolcheviques que, al menos mientras Lenin mandaba, defendieron incluso el derecho de autodeterminación de los pueblos. Putin dijo ayer nada menos que Lenin era el arquitecto de la nación ucraniana y atacó incluso el talento geopolítico del Lenin de la paz de Brest-Litovsk. El Lenin consciente de la realidad de la correlación de fuerza militar con Alemania frente al poco racional optimismo de Bujarin y Trotsky fue, para Putin, un cobarde. Llamar a Lenin cobarde en Rusia es, para muchos rusos y para cualquier comunista, una provocación. Con una ironía innegable, Putin sugirió además que para continuar el proceso de “descomunistización” de Ucrania quizá Ucrania debería desaparecer. En gramática parda castiza a esto se le llama una macarrada. Putin mandó ayer al infierno cualquier mínimo reconocimiento a la política internacional soviética y adoptó sin complejos un discurso nacional-imperialista de estilo zarista. Y ciertamente eso da miedo a cualquiera. Pero ojo, eso no hace de la OTAN una reserva moral y militar democrática ni convierte al corrupto gobierno ucraniano, que ha atacado los derechos civiles de buena parte de sus ciudadanos, en la encarnación de una resistencia popular anti-imperialista. Y tampoco resta lógica geopolítica a los deseos rusos de tener a la OTAN lejos de sus fronteras. A esa izquierda deseosa de encontrar un bando al que dar un poco la razón ética y moral hay que decirle que, desde el fin de la Guerra Fría, eso se ha hecho muy complicado. Ni la (supuesta) izquierda otanista ni el rojipardismo tienen fácil dar argumentos presentables a la hora de explicarnos quiénes son los buenos y quiénes son los malos».

Esta mañana, buscando entender qué es lo que está sucediendo, leí un texto de Raúl Sánchez Cedillo, activista y filósofo madrileño (atento seguidor de la política europea y traductor de buena parte de la obra de Toni Negri). Según Raúl: «toda guerra siembra fascismo, lo refuerza, lo acelera. Guerra moderna y fascismo son indisociables. Dejad de hacer el payaso eligiendo bandos en la masacre. Esta guerra cambia las reglas del juego en la UE, eliminando todo proceso democrático que afecte a las elites capitalistas». Raúl cree que lejos de tratarse de un episodio breve y sin consecuencias, hay que observar lo sucedido esta madrugada en el contexto de una Europa cada vez más volcada hacia la ultraderecha: «Hay muchos Sí y No a la guerra que piensan que será un episodio corto. Se equivocan. En esta guerra se crean los cuadros del fascismo y militarismo europeo que sustituirán las ambivalencias de la extrema derecha europea y rusa con una «decisión» mortífera rotunda en escenarios que les favorecen cada vez más. Esta guerra destruye los cimientos del Green New Deal europeo y los transforma en una economía de guerra capitalista donde el chantaje del extractivismo energético lleva las riendas de la situación, tras el probable fin de Nord Stream 2 y la subida de los precios de la energía. La UE vive en una montaña de deuda que hoy se convierte en deuda de guerra, para la guerra, para el pillaje extractivista». Se trata por tanto para él, de abordar una posición práctica, más que declarativa: «La respuesta es el sabotaje de cualquier esfuerzo de guerra, tanto militar como informativo. Una respuesta que también será prolongada y que tiene que ser el corazón de los proyectos políticos en el post Podemos, pero que solo puede ser un proyecto europeo en estrecha conexión con las hermanas y hermanos del mundo eslavo. Esta guerra tiene que ser el detonante de la fundación de una nueva Transnacional contra la guerra y el fascismo en todo el planeta, y por lo tanto contra un capitalismo planetario que acelera su proceso de destrucción de la vida en este planeta. Hay que mirar al horror a la cara, prepararse y preparar para que nadie más sucumba a la fascinación fascista por la guerra y la revancha, y conjurarse para una guerra prolongada contra la guerra y el fascismo capitalistas. La única política realista posible».

Vuelvo a Buenos Aires, donde lxs amigxs hasta ayer no paraban de hablar de gasoductos y estrategias de ingeniería y geopolítica (la disputa por Europa), charla que en el fondo no dejaba de recordarme el modo en el que se hablaba hace cuarenta años, en los inicios de la guerra de las Malvinas. ¿Alguien recuerda el creel, aquel recurso natural estratégico que explicaría las razones últimas del conflicto? El día que estalló la guerra, con mis compañerxs de escuela (de 10 años) hablábamos sobre los alineamientos posibles de la URSS contra Inglaterra y EEUU. No fue sino muchos años después, cuando leí por primera vez «Malvinas, de la guerra sucia a la guerra limpia», de León Rozitchner, que terminé de asimilar la diferencia entre la guerra como delirio popular de las derechas y una autentica guerra de liberación, cuyas premisas efectivas son la movilización popular autentica contra poderes coloniales y un deseo profundo por lograr una paz transnacional. ¿Cómo fue posible suponer que el general Galtieri podría encabezar una guerra anticolonial y por tanto popular mientras los sótanos de la ESMA están llenos de esa juventud militante que deberían ser, precisamente, la protagonista de una guerra de liberación? El coraje difícil de aquel libro de Rozitchner se resume en una frase de aquel escrito en el exilio caraqueño durante los meses de la guerra: «deseo que las fuerzas armadas argentinas sean derrotadas». En otras palabras, Malvinas es un nombre lacerante para pensar nuestra propia relación con la guerra.

¿Y qué dicen hoy los especialistas en relaciones internacionales en los medios de comunicación? Escucho al académico de la universidad Di Tella Gabriel Tokatlian quien en una entrevista radial repasa las razones históricas del conflicto (en resumen: Rusia resiste bases de la OTAN en sus fronteras) y marca una diferencia fundamental con la época de la guerra fría: «estamos ante una fenomenal transición de poder». Esa transición es una novedad respecto de lo que ocurría en el sistema de equilibrio bipolar estable pulverizado hace décadas. Para Tokatlian, el gobierno argentino debería defender como marco de resolución del conflicto bélico, y sin ninguna clase de alineamientos globales con las potencias en pugna, dos principios: el derecho internacional y el multilateralismo. Reaccionar de golpe, aún sintiendo que la realidad nos queda tan lejos como grande, quizás sea el mejor ejercicio posible, sobre todo si sospechamos que el mundo que hoy se nos muestra es también el nuestro (mundo en que las potencias emplean la deuda como forma de saqueo), el que se nos pretende imponer, aquel en el que tenemos que encontrar -por que no las hemos hallado aún- las formas efectivas de una resistencia social y política.

 

Mañana del jueves 24 de febrero

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