Anarquía Coronada

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Resonancias a partir de una pregunta de Tamara Tenenbaum y un texto de Lila Feldman // Emiliano Exposto

En conversación con Diego Sztulwark en un video filmado por la productora Fiord como motivo de las charlas en torno al libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Tamara Tenembaum se pregunta: “lxs psicoanalistas dicen salud mental es amar y trabajar. ¿Pero en qué mundo?” La sugerente pregunta de Tamara fue retomada por Lila Feldman en su texto publicado en Lobo Suelto! titulado “¿Salud mental es amar y trabajar”.

Quisiera aprovechar la oportunidad para alojar los interrogantes de Tamara. Escribí este texto rápidamente, en un rapto de entusiasmo para intentar amplificar una serie de intercambios que venimos teniendo con Lila. Con quien nos unen las consideraciones históricas en torno al psicoanálisis en general y la comprensión socio-política de lo inconsciente en particular. Las resonancias rozitchnerianas, por decirlo de algún modo. Este escrito es menos una respuesta, que el intento de hacer proliferar las preguntas.

No estoy seguro si lo que digo es una obviedad, pero sería posible trazar una distinción metodológica mínima respecto de la relación entre salud mental, trabajar y amar. Una distinción precaria y provisoria, pues en las prácticas concretas se da todo mezclado, con sus complejidades históricas y variaciones conflictivas. Por un lado, podríamos ubicar la Salud Mental (con mayúsculas, se suele escribir así) refiriendo a un campo específico de instituciones, normativas, trabajadorxs, «usuarios», violencias, mediaciones estatales y privadas, derechos (la salud como un derecho), estudios especializados, relaciones de poder y resistencia, luchas concretas, modos de organización, cambio y resolución de conflictos, etc. Por otro, remitiríamos a la salud mental (con minúscula, según es usual leerlo), haciendo hincapié en una cuestión “existencial”, de formas de vida y devenires heterogéneos, un problema “antropológico”, por decirlo de algún modo. Guattari en conversación con Oury, creo que en Psicoanálisis y transversalidad, entiendo que sugería llamarle a esto “antropología histórica” o “aspecto metafísico” en torno a dicha faceta de la SM. Esto último, señala, Lila convendría concebirlo más como un «estado» que como un ideal, fin o condición existencial adquirida de una vez y para siempre.

En ambas maneras de entender la SM, creo, estamos ante prácticas concretas (libidinales, sexuales, ideológicas, institucionales, etc.). Es decir, la SM se conforma como una relación social de producción y reproducción, con sus agentes colectivos y actores particulares en una encrucijada compleja de dinámicas semióticas, derechos, mediaciones jurídicas, disputas, modos de circulación, discursos, canales de distribución, formas de consumo, etc. De manera que acuerdo plenamente con lo escrito por Lila: las definiciones en torno a SM son políticas y los contornos socialmente negociados en inmanencia a luchas de todo tipo (teóricas, institucionales, sindicales, cotidianas, etc.). La SM, entonces, se conforma como un campo de disputas. La política propiamente dicha comienza, según entiendo lo que dice Diego en la conversación con Tamara, cuando asumimos el carácter construido (por ende, transitorio, transformable, en disputa) y el estatuto problemático (cuestionable) de aquello que socialmente llamamos SM (en ambos de los sentidos delimitados).

Hago esta distinción metodológica porque tal vez ayude a pensar la pregunta de Tamara. Al menos es el modo en que resoné con el texto de Lila. En la medida en que comprendamos la SM como un campo de instituciones, normativas, “usuarios”, profesionales, violencias silenciadas, criterios de incumbencia, prácticas jurídicas, relaciones de fuerzas en torno a los derechos democráticos, etc., la Salud Mental constituye efectivamente un trabajo; o mejor dicho, comporta varios trabajos, divisiones del trabajo en cooperación social: los trabajos y formas de explotación de los agentes que intervienen en ese campo. Aquí también es probable que el amar sea una condición ética, por decirlo de cierta forma, de las prácticas de cuidado y hospitalidad que dicho campo necesita en sus diversas relaciones (entra las cuales, la relación “usuario” y “efector de salud” es una de ellas).

Por otro lado, podríamos considerar lo que llamé, por comodidad, el “carácter antropológico” o existencial. Decir antropológico, en este punto, ya es un problema, habida cuenta de que desplaza la pregunta imprescindible por la salud en general de los modos de existencia no humanos. Y, además, escotomiza los múltiples factores no humanos que intervienen en la producción de sufrimiento. No sé cómo tendría que denominarse, pero me sirve para la argumentación. De todas maneras, acá intuyo que se complica el tema del trabajar y el amar, y su relación históricamente (sobre) determinada con la salud mental. Pues conjeturo que, si bien sería preciso estudiar críticamente el tema, el anhelo de trabajo por parte de los “usuarios” internados en diversas instituciones podría considerarse como una demanda fundamental y urgente. Aunque, como me indican mis compañerxs de la Cátedra Abierta Félix Guattari de la Universidad de lxs trabajadorxs, en ocasiones ese argumento ha traccionado prácticas en las cuales el “trabajo con las psicosis» conduce a formas de trabajo no remunerado de los “pacientes” so pretexto de que “trabajar hace bien”. No sé cuál es la solución de ese último problema. Y menos aún el modo correcto de platearlo. Hay mucha gente que hace años viene pensando la cosa y activando al respecto. Solo resueno con sus preguntas. En torno al amar, es claramente elemental alojar el deseo de amar en este punto o faceta de la SM que llame, de modo impreciso, “antropológica”. 

Ahora bien, considero problemático sostener que el trabajo es condición de salud mental en la vida cotidiana «normalizada» del capitalismo. La relación aquí entre amar, trabajar y SM, me pregunto si no precisa de una historicidad que lo situé en condiciones materiales, simbólicas e imaginarias de existencia específicas. La obra de Freud está plagada de dicotomías o dualismo: pulsión de vida y muerte, pulsión sexual y de auto-conservación, etc. Amar y trabajar es una de ellas. Correspondiendo esta última con la división desigual, jerarquización sexogenerizada y escisión específicamente patriarcal-capitalista entre reproducción social y producción señalada por los feminismos, o entre “no-valor” y “valor” según la consideración crítica de Roswitha Scholz en El patriarcado productor de mercancías. Lo que Freud llama amar, muchas veces, no es otra cosa que trabajo no pago.

El trabajo actualmente existe como tal bajo una forma determinada históricamente: la forma capitalista. Sea como trabajo asalariado, trabajo “formal” o trabajo precarizado, o bajo sus modos productivos, reproductivos, cognitivos, afectivos, “inmateriales”, etc., el trabajo en el capitalismo tiende a ser configurado como trabajo capitalista. Trabajo concreto y abstracto, según la distinción de Marx, coherente con la forma dual de la mercancía (valor de uso y valor). Trabajo social productor de mercancías realizado de manera privada e independiente, en una sociedad donde la reproducción y sostenibilidad de las vidas es definitivamente contradictoria con la producción de ganancias y acumulación de capital. Es en este marco que el trabajo capitalista, nunca está de más recordarlo, constituye una relación de explotación clasista, generizada, racializada, etc. Dejours, publicado por Editorial Topia en nuestro país, ha argumentado largamente sobre la relación (incluso etimológica) entre trabajo y sufrimiento. El trabajo capitalista y la forma valor, en nuestra sociedad, son los principales dispositivos de subjetivación social. Y el trabajo en estas condiciones históricas entonces, me parece, oficia como fuente productora de malestar social. Una relación social de mediación a partir de la cual se fundamenta y organiza la integración a la dominación capitalista. En este marco trabajar no es salud mental, incluso cuando sea anhelable o mejor dicho cuando es necesario tener un trabajo o alguna forma de reproducir la propia vida para aquellos que no tenemos otra cosa que nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir. Marx, para mí, sigue siendo una brújula cardinal en este aspecto. “No se puede politizar nuestras enfermedades y dolencias si no politizamos nuestra vida cotidiana, empezando por aquella actividad gracias a la cual nos mantenemos vivos, el Trabajo”, me decía el otro día un amigo en un intercambio por redes sociales. El trabajo no dignifica. Y tampoco se trata de liberarlo. El problema básico es abolir el trabajo capitalista en tanto relación social de explotación generadora de sufrimiento desigual en los cuerpos concretos. Toda “enfermedad mental” es política. De modo que la pregunta por el trabajo y la SM no puede abstraerse de las formas concretas de enfermedad, sufrimiento y “tratamiento”, lo cual conllevaría a poner en cuestión toda la “vida cotidiana” en la que vivimos para trabajar y trabajamos para vivir bajo el mando del capital. Esto es, no separar la politización del malestar de la puesta en cuestión radical, en un sentido emancipatorio, de las relaciones sociales del Estado, la propiedad privada, la explotación de clase, las opresiones de raza-género, las dominaciones capacitistas, etc.

El padecimiento social en líneas generales depende, efectivamente, de las formas mediante las cuales organizamos la cooperación material, es decir de nuestras relaciones sociales, sexuales, deseantes, económicos, políticas, etc. El sufrimiento nunca es una “cuestión privada”, sino el efecto complejo y desigual, contingente particularmente y necesario socialmente, de las relaciones de producción, intercambio, reproducción, consumo y distribución en las cuales estamos todxs metidxs. El capitalismo, lo sabemos hace rato, funciona como una fábrica global de mercancías y subjetividades. Una máquina indiferente al malestar que asimismo suscita, productora de muerte, crisis y enfermedad. Las personas particulares somos un momento concreto en la experiencia del sufrimiento social históricamente producido. Puesto que, en efecto, las contradicciones y antagonismos históricos se elaboran y verifican conflictivamente en los dramas concretos de los cuerpos particulares que los producen y reproducen. De allí la necesidad de vivir lo “personal” como índice de elaboración, combate y resistencia ante lo “impersonal”. La transformación permanente de las prácticas económicas, éticas, sociales, sexuales, psíquicas y deseantes de la vida en común, es el reverso ineludible de la transformación inmanente de aquello que padecemos y del modo desigual como lo padecemos. De allí la importancia, estratégica me gustaría denominarla, que una revolución del inconsciente se abra hacia el horizonte de una transformación revolucionaria de la sociedad en su conjunto.

Retomando los términos de Diego en el libro que suscito la conversación con Tamara y esté intercambio entre Lila y yo, una política comunista del síntoma en torno a la salud mental en relación al trabajo como relación social productor de malestar en el capitalismo, solo la encuentro pensable desde una perspectiva anticapitalista. La salud en general y la salud mental en particular, y en esta coyuntura se torna evidente, configuran un campo estratégico de una lucha de clases generalizada en todos los poros de la sociedad. Un campo imprescindible para las prácticas de combate político, cultural, ideológico, etc. Y allí la problematización del trabajo social como generador de “enfermedad” será obra de lxs propias trabajadorxs, o no será. La tarea creo que consiste en problematizar radicalmente, en las prácticas, las relaciones sociales que producen y reproducen el malestar y la llamada “enfermedad mental” como necesidad. Marie Langer o Franco Basaglia, entre muchxs otrxs, entendieron estos problemas hace algunas décadas. Y quizás en el campo psicoanalítico se trate, como bien se viene insistiendo un poco por todos lados, de restituir ese archivo a partir de nuestras propias preguntas, desafíos y luchas históricas.

 

El cuerpo del trabajo.Tres escenas cartografiadas desde el paro feminista // Verónica Gago

Fuente: A contra corriente

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Reseña de La Condición Intelectual: Informe para una academia, de Raúl Rodríguez Freire // Claudio Celis

2018
Mimesis Ediciones

 

El libro de Raúl Rodríguez Freire constituye una publicación necesaria en un contexto en el cual, tal como el propio autor sugiere (p. 11), la publicación académica se torna una moneda de cambio central para la universidad neoliberal. Con gran rigurosidad, pero despojado de los manierismos propios del “paper” académico, La condición intelectual interpela al lector a preguntarse por el rol del intelectual al interior de una universidad colonizada por la lógica del capital. Esta rigurosidad fija el tono para cualquier discusión futura sobre el trabajo académico, desmitificando tanto la ideología del discurso neoliberal como la fetichización de la figura – ¿ya obsoleta? – del intelectual moderno. Desde esta perspectiva, este libro constituye un aporte fundamental para enfrentar aquel desafío no menor que significa pensar el incomodo espacio en el que se ha tornado la universidad contemporánea.
En particular, quisiera utilizar esta oportunidad para concentrarme solamente en uno de los muchos puntos abiertos por este libro. Me refiero a la rigurosa y sistemática argumentación desplegada por rodríguez freire respecto al problema de la teoría del valor en el capitalismo contemporáneo. Este punto se enmarca dentro de lo que se podría llamar una crítica inmanente al capital y que habría sido inaugurada por el propio Marx. Creo que solo a partir de una discusión seria en torno a los problemas teóricos que están en juego en la reflexión de rodríguez freire sobre la teoría del valor (algo que claramente no podré hacer aquí) será posible plantear la pregunta por la posibilidad o la imposibilidad de la crítica intelectual en el contexto de la universidad neoliberal (y, con ello, por la posibilidad o la imposibilidad de un afuera al campo inmanente en el cual aparentemente se ha constituido el capitalismo global).

La teoría del valor de Marx en la era de la universidad neoliberal
La condición intelectual podría muy bien llevar de subtitulo “La teoría del valor de Marx en la era de la universidad neoliberal”. A través de sus casi 150 páginas, este libro desarrolla una rigurosa argumentación en torno a lo que se ha llamado la “controversia del valor” en la obra de Marx (controversia que si bien surge junto a las primeras recepciones de la teoría económica de Marx a fines del siglo XIX e inicios del XX ha experimentado un importante renacimiento al interior de las recientes discusiones acerca del pasaje desde un capitalismo industrial hacia un capitalismo post-industrial). Dicho de otro modo, la supuesta transición desde un capitalismo industrial (fordista/taylorista) hacia un capitalismo posindustrial (post-fordista) que estaría ocurriendo desde la década de 1960 ha gatillado un intenso debate acerca de la validez o la caducidad de la teoría del valor de Marx para desarrollar una crítica al capitalismo contemporáneo. Y más que una mera exegesis o sobre-academicismo en torno a la obra de Marx, lo que está en juego en esta discusión es precisamente la posibilidad de una crítica al capital y de una reflexión en torno a sus alternativas. rodríguez freire enmarca el problema del trabajo intelectual al interior de esta discusión, y por ello que la importancia de este libro no se limite al mero campo académico, sino que ofrece pistas para avanzar en la compleja pregunta acerca de la relación entre trabajo y valor en la sociedad contemporánea.
En términos generales, la emergencia de nuevas formas de producción flexible (o post-fordismo) desde la década de 1960 ha contribuido una doble discusión conceptual: a) una reflexión acerca de las mutaciones en la naturaleza del poder; y b) una discusión sobre la persistencia de la categoría de trabajo abstracto en el capitalismo contemporáneo.

A. Poder: de la disciplina al control
En primer lugar, las transformaciones en el modo de producción y acumulación capitalista han gatillado una discusión en torno a lo que Gilles Deleuze ha denominado el paso desde una sociedad disciplinar hacia una sociedad de control. Para Deleuze, el post-Fordismo habría generado un desplazamiento de las formas de ejercer el poder a través de instituciones disciplinares (escuela, fábrica, hospital, cárcel, etc.) hacia nuevos mecanismos en mayor sintonía con la flexibilidad de la esfera productiva (formación permanente, cálculo estadístico, sistemas de control informático, mecanismos de crédito financiero, etc.). Desde esta perspectiva, la universidad neoliberal contemporánea sería un ejemplo de los nuevos mecanismos de poder de la sociedad de control en la cual el sujeto como “empresario de sí mismo” aparece como centro de los mecanismos de reproducción social, desplazando el carácter esencialmente disciplinar del aparato educacional. La formación y evaluación permanente, la transformación del saber en índices y estadísticas, la auto-imposición de mecanismos de perfeccionamiento y control, el desplazamiento de los mecanismos de seguridad desde la institución (disciplinar) hacia el individuo (empresario de sí), son todos síntomas de una universidad neoliberal cuya lógica de funcionamiento se asemeja a aquello que Deleuze describió como sociedades de control (y no responden ya a la lógica disciplinar propia de la universidad en su fase moderna). Ante esto, rodríguez freire propone una doble aclaración. La primera sugiere que la universidad neoliberal no debe ser pensada simplemente como una sustitución de un régimen disciplinar por un régimen de control, sino como una rearticulación de estos regímenes de poder que surgen de necesidades del mercado “y que la universidad tiende a fortalecer naturalizando la lengua del management” (p. 57). La segunda aclaración sugiere que, dado que es el mercado el que ha contribuido a esta rearticulación de los mecanismo de poder, entonces una discusión más profunda sobre el pasaje de la universidad disciplinar moderna a la universidad “del management” y el control (pasaje de un régimen de poder a otro) no puede estar ajena a la pregunta sobre las transformaciones en el proceso de valorización del capital (p. 74).

B. La persistencia del trabajo abstracto en el régimen post-fordista
En segundo lugar, y en directa relación a este último punto, es posible sostener que la emergencia del post-fordismo ha generado una importante discusión en torno a la validez o caducidad de la teoría del valor de Marx para explicar los nuevos mecanismos de producción y acumulación capitalista. Planteado de manera esquemática, se puede decir que hay dos grandes interpretaciones en torno a este fenómeno en la literatura marxista contemporánea: por un lado, la lectura liderada por el Operaismo Italiano que plantea que con el pasaje del capitalismo industrial al capitalismo post-industrial la teoría del valor de Marx entra en crisis y, por el otro, la lectura liderada por el grupo Krisis que sostiene la persistencia de la teoría del valor de Marx para comprender el capitalismo contemporáneo.

i. Operaismo Italiano
En la primera línea, autores como Mario Tronti y Antonio Negri han sugerido un “Marx más allá de Marx”, es decir, un Marx más allá de la teoría del valor. El argumento central para estos autores se sostiene sobre la crisis de la mensurabilidad del valor en un contexto en el cual la producción de valor comienza a operar en el marco de la “fábrica social”, guiado principalmente por el “intelecto general”, la cooperación y el trabajo cognitivo (o inmaterial). Dicho de otro modo, en este nuevo contexto de producción cognitiva e inmaterial, “el trabajo abstracto socialmente necesario” ya no podría funcionar como única medida del valor. Esta crisis del concepto del tiempo abstracto como medida del valor exige que se redefinan las categorías de explotación y de plusvalía (que en Marx no es posible sin la teoría del valor/trabajo), impulsando un retorno a la categoría de renta y a una centralidad de los conceptos de trabajo inmaterial y de “general intellect”. Toda esta reorganización conceptual trae por consecuencia una redefinición de la composición de clase y por ende de las nuevas formas de lucha y resistencia (por ejemplo, la categoría de “multitud” en Hardt y Negri).
Ahora bien, esta centralidad de los conceptos de renta, trabajo inmaterial, capitalismo cognitivo, e intelecto general para pensar el capitalismo contemporáneo ha hecho del Operaismo Italiano un marco privilegiado desde donde pensar la explotación del trabajo académico. Desde esta perspectiva, la universidad se nos aparece como un caso ejemplar de la “fábrica social” en la cual la producción de saber es explotada a través de mecanismos de captura que rentabilización una plusvalía surgida de la colaboración y la comunicación y que no puede ser reducida a las categorías de trabajo y tiempo abstracto características de la teoría del valor de Marx.

ii. El grupo Krisis
Por otro lado, la interpretación diametralmente opuesta se erige sobre la persistencia de la teoría del valor de Marx para la comprensión del capitalismo contemporáneo y está representada principalmente por el trabajo de Moishe Postone y del grupo Krisis (liderado inicialmente por Robert Kurz). Para estos autores, el post-Fordismo no implica un nuevo modo de producción y acumulación capitalista, sino una profundización de las categorías propuestas por Marx en su teoría del valor. Dicho de otro modo, a diferencia del Operaismo Italiano que quería imaginar un Marx más allá de la teoría del valor, Postone y Kurz postulan que el capitalismo contemporáneo es inexplicable sin los fundamentos originales de la teoría del valor que comprende la plusvalía a partir de la capacidad de medir el valor en términos de tiempo abstracto.

iii. La persistencia de la teoría del valor en la universidad neoliberal
La condición intelectual asume una clara posición teórica en línea con la segunda interpretación. Como propone el propio autor, “el post-fordismo no constituye una nueva forma del capitalismo, sino una heterogénea distribución de sus elementos” (p. 133). Así, este libro intenta pensar la universidad neoliberal a través de un prisma diferente al del Operaismo Italiano, enfatizando que a pesar de su carácter “inmaterial” y “cognitivo”, el trabajo académico sigue operando bajo la lógica de la producción de plusvalía basada en la explotación del tiempo de trabajo abstracto. Como propone el autor, en la universidad contemporánea el tiempo abstracto no ha cesado de ser la medida del valor (p. 129). Esto significa que el carácter cognitivo del trabajo intelectual “no debe llevarnos a pensar que la categoría de trabajo abstracto se encuentra obsoleta” (p. 74). Por ende, concluye, la reflexión sobre la condición intelectual en la universidad neoliberal exige “retornar a la teoría del valor esgrimida por Marx en El Capital” (p. 54).
En contra de las categorías de trabajo inmaterial y capitalismo cognitivo, y distanciándose del entusiasmo suscitado por el redescubrimiento de la categoría de “general intellect” por parte del Operaismo Italiano, este libro recupera la distinción entre trabajo improductivo y trabajo productivo propuesta por Marx (primero en El Capital y luego en las Teorías de la plusvalía) para pensar desde este lugar la condición del trabajo académico actual y del trabajo intelectual en general. Que el trabajo sea productivo o improductivo, nos dice Marx, nada tiene que ver con el producto del trabajo (y por ende con su valor de uso), sino que depende estrictamente de su capacidad para contribuir al proceso de valorización del capital (p. 84). Si bien es cierto que en el contexto histórico de Marx el concepto de trabajo improductivo refería más bien a formas pre-capitalistas de producción no subsumibles por completo a la lógica de valorización del capital, Marx “no tenía cómo conocer el devenir de lo que llamó trabajo improductivo” (p. 74) en el contexto de la actual producción intelectual. Esto no justifica, sin embargo, “borrar de un plumazo el trabajo abstracto, subsumiéndolo en el trabajo inmaterial” como hace la interpretación del Operaismo Italiano. Y pese a que el pasaje del capitalismo industrial al capitalismo post-industrial ha significado una transformación radical de las “condiciones del trabajo y del mundo en general”, estos cambios no modifican el núcleo fundamental de la valorización capitalista y por ello que la categoría de trabajo abstracto y la distinción entre trabajo productivo e improductivo siga siendo fundamental para un crítica del capital. Sólo así, propone rodríguez freire, “podremos percibir lo que implica la crisis del trabajo hoy y cómo esta afecta el trabajo intelectual en particular” (p. 74).

Desde este lugar, rodríguez freire se preguntar en qué medida y bajo qué forma la actividad intelectual deviene trabajo productivo y hasta qué punto preserva un resto de trabajo improductivo irreductible a la valorización del capital. Dicho de otro modo, la pregunta Benjaminiana sobre “el lugar del intelectual en el proceso productivo” debe ser reformulada en términos del trabajo intelectual en su condición de trabajo productivo o improductivo. Y dado que la singularidad del trabajo intelectual se encuentra en que en él el trabajo abstracto no puede ser separado de modo categórico del producto de su trabajo, siempre existirá un residuo de trabajo improductivo en toda actividad intelectual, un residuo no reducible a la lógica del trabajo abstracto. Este es el punto central tanto para pensar la privatización y consecuente explotación de la actividad intelectual así como para esbozar su potencial de resistencia.
A partir de esta hipótesis general, el libro de rodríguez freire intenta pensar una alternativa a la subsunción del trabajo intelectual por la lógica del capital. La lectura del trabajo académico desde la teoría del valor de Marx y desde la distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo le permite reflexionar en torno a la producción del saber como una forma de resistencia al proceso de valorización sin caer en la nostalgia o la fetichización del intelectual moderno. Esto quiere decir que, en contra de la interpretación del Operaismo Italiano, la forma inmaterial del trabajo universitario, marcado por un carácter comunicativo, cognitivo y colaborativo, “no debe llevarnos a pensar que la categoría de trabajo abstracto se encuentra obsoleta” (p. 74). El carácter crítico de la actividad intelectual no pasaría entonces por las nuevas relaciones sociales propias de la “multitud”, sino por su capacidad para delimitar de manera clara entre el trabajo productivo y el improductivo, y por inducir formas de producción y de asociación que se resistan a su subsunción en la lógica de la valorización.

Anomalía cristiana y rechazo del trabajo // Oscar Ariel Cabezas

A diferencia de lo que ocurrirá a mediados del siglo XX (explosión del movimiento de derechos civiles) y comienzos del siglo en curso (crisis del trabajo y emergencia de nuevas identidades políticas) el siglo XIX y gran parte del XX están hegemonizados por la clase obrera como sujeto de la política emancipatoria. Con relación al trabajo, hay una distancia importante de la política marxista con prácticamente todas las teologías políticas de la modernidad en las que se supone que el trabajo redime. Marx es un subversivo porque su punto de mira es la destrucción del trabajo capitalista, que opera como supuesto de la comunidad de salvación moderna. No se trata simplemente de la lucha por el salario o por el aumento del empleo; su filosofía se halla desplegada como movimiento profano en las antípodas del desarrollismo fundado en la expropiación de la fuerza de trabajo. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 el joven hegeliano descubrirá el papel de la conciencia enajenada del trabajo, y en El capital el fetichismo de la mercancía y la acumulación de plusvalía en virtud de la explotación y extracción de la plusvalía producida en los procesos de trabajo. El trabajo asalariado no sólo es el punto nodal de la crítica a las formas de acumulación de la modernidad capitalista, es también la reproducción de una conciencia esclava al comercio de la fuerza de trabajo. La venta de la mano de obra, su conversión en mercancía, es la manera en que la célebre teoría de Étienne de la Boétie sobre la servidumbre voluntaria llega a encarnarse en el deseo de trabajo como deseo por salario (dinero). El salario, como expresión traductiva del dinero, es una sustancia fantasmática y su potencia mercantilizadora tocará rápidamente el tuétano mismo del capitalismo industrial. El efecto de esta sustancia en los partidos políticos

modernos es inmediato. Con muy pocas excepciones, los partidos verán en la lucha por la mejora del salario el horizonte de reproducción de la vida social y del Estado moderno. El límite de este horizonte militante y de compromiso con el sujeto del mundo industrial es el límite del mundo burgués. De manera que este límite movilizará las arrugas de la piel de los esclavos de nuevo tipo; esos sísifos contemporáneos que en el movimiento infinito y circular del trabajo reconocerán en el dinero el amo absoluto. Como Dios de sustitución desplegado en el espacio de la «muerte de Dios», sin la sustancia fantasmática de ese cuerpo sin cuerpo del dinero no hubiesen tenido ninguna importancia los proyectos socialdemócratas o, incluso, socialcristianos que dominarán el ámbito de la política durante más o menos dos siglos.

Con excepción de la creación del Partido Comunista proclamada en el Manifiesto de 1848, los partidos modernos no aspiran a destruir el orden burgués, sino más bien a ser el garante del Estado burgués liberal. Durante la modernidad industrial el modo de articulación afectivo-política de estos partidos tiende a la reproductibilidad del orden. Esta tendencia les viene dada porque el orden emergente en el siglo XIX, así como el que se desplegará, inscrito en la matriz burguesa, hasta mediados de los años ochenta está sostenido por la inseparabilidad del pacto entre la clase obrera y el Estado moderno. En tanto relato político fundado en la sustancia fantasmal del dinero, es decir, en políticas de mejoramiento salarial, las tendencias modernas de partidos socialdemócratas y socialcristianos constituyen la aspiración última de la reducción de las luchas obreras a la afectividad del salario. La historia empírica de los partidos comunistas no es muy distinta de esta tendencia, puesto que, salvo quizá ciertos lugares importantes de las experiencias anarquistas como la de caso español, no hay lógica de los partidos modernos que no esté regulada por el pacto entre clase obrera y Estado moderno. Desde una

comprensión de la modernidad capitalista como «sistema-mundo», este pacto indisoluble no distingue posiciones de izquierda y de derecha en la medida en que el pacto constituye el mecanismo de aseguramiento de la producción industrial. Sin ir más lejos, con la emergencia de la Guerra Fría que toma lugar después de la Segunda Guerra Mundial, el orden de la producción industrial borra las diferencias entre el orden socialista de la URSS y el orden liberal de los EEUU. Dicho en breve, entre una potencia mundial y la otra no habría habido una diferencia sustantiva que indicara la destrucción del trabajo capitalista como trabajo asalariado.

La modernidad capitalista centrada en el paradigma de la producción industrial se cierra con la apertura de los años de Reagan, Thatcher y Kohl. Desde ningún punto de entenderse como el fin del trabajo capitalista y sus velocidades hegemonizadas por la industria taylor-fordista. En virtud de una deliberada estrategia política de deterioro y descomposición del pacto entre la clase obrera y el Estado moderno, el cierre del imaginario industrial se abre al llamado ciclo de la globalización. El debilitamiento del Estado orientado a la «cuestión social» y la desregulación de la economía será la consigna privilegiada del neoliberalismo que hegemoniza el planeta y se expande como una plaga. La imposición del neoliberalismo tiene en su base la destrucción del pilar con el que se había erguido la modernidad capitalista, es decir, el Estado. Fundado en la soberanía popular y débilmente profano, el Estado entrará en un proceso de metamorfosis y de apogeo del apocalipsis del trabajo propiamente moderno. En otras palabras, el «trabajo libre» entendido como la venta de la mano de obra que había emergido con la desterritorialización de los campos y del fin de la esclavitud llegará a su fin como trabajo industrial articulado por el pacto entre la clase obrera, sus poderosos sindicatos y el Estado moderno. Este proceso no significa la muerte del trabajo capitalista que durante toda la modernidad del derecho burgués se había elevado a estado

de juridicidad de la regulación de los salarios. En contextos de globalización planetaria y ampliación de los derechos civiles, el derecho burgués ha sido ampliado, no destruido. Su continuidad hace imposible regresar a la problematización del comunismo moderno como crítica radical a la beatificación de la propiedad y del salario regulado por el derecho burgués. Esto nos permite volver a nuestro punto de partida.

En un mundo dominado por el capitalismo financiero, falsamente profano porque beatifica el dinero, esa sustancia fantasmática, a niveles nunca antes imaginados, Wall Street aparece como la iglesia más reciente de la postsoberanía. Se trata de la iglesia que se levanta sobre las ruinas del trabajo industrial moderno y sobre un Estado precarizado que solo puede cumplir funciones de máquina policial o, en el peor de los casos, de máquina narcoasesina. Bajo condiciones de postsoberanía o soberanía absoluta del capital, los modos de articulación del fin del trabajo moderno están concentrados en lo que el discurso teórico contemporáneo suele identificar con sociedades de la información, sociedades en redes, sociedades postindustriales, capitalismo cognitivo, sociedades del postrabajo; es decir, sociedades en las que la tendencia es la acumulación de signos. Wall Street es el gran palacio de la administración bursátil de signos monetarios y el lugar quizá más importante e intenso de realización formal del trabajo inmaterial. Se trata del trabajo abstracto que desensibiliza los afectos que mueven las pasiones colectivas de la política en nombre del sueño de la riqueza monetaria. En su irrupción inmediata, el movimiento Occupy Wall Street es deseo por rechazar el trabajo de la especulación que pone fin al trabajo moderno. Más allá del Fausto desarrollista, es en la estela de los movimientos de rechazo o, si se prefiere, de negatividad con respecto al dominio de la especulación financiera y su miserable correlato en el fetichismo del salario dónde deberíamos situar la figura literaria de Bartleby como una anomalía inscrita en las

tendencias imposibles de un conato de revolución contra el trabajo (moderno) y el postrabajo asalariado (postsoberano). Más que identificarse en las figuras convencionales de la izquierda tradicional, la insurrección callejera del 2008 del movimiento Occupy Wall Street se reconoció en el personaje literario Bartleby, creado a fines del siglo XIX por el escritor estadounidense Herman Melville.

El movimiento social Occupy Wall Street no sólo no se reconocía en los partidos políticos tradicionales de la izquierda, no parecía siquiera contar con demandas y reivindicaciones que justificaran su protesta. Sin embargo, el rechazo a las formas de dominio inscritas en la lógica del olvido de la soberanía popular hizo aparecer en la revuelta una demanda de carácter estructural. Occupy Wall Street no fue un mero reventón social detonado por una crisis bursátil, fue también la alegoría del agotamiento de los partidos modernos (tradicionales). A pesar de un evidente debilitamiento de la modernidad, a través de la literatura de Melville ésta siguió hablando, como si quisiera orientar el vacío dejado por la crisis de los partidos tradicionales o incluso colmarlo con una anómala forma de la militancia (no)moderna. Desde las napas del siglo XIX apareció Bartleby como alegoría de la crisis de la política moderna. A través de un enunciado educado y soft expresa el rechazo absoluto hacia el trabajo. A través de la frase «I would prefer not to» (preferiría no hacerlo), el escribano del cuento de Melville, que amablemente rechaza revisar/escribir documentos relacionados con gente rica de Nueva York, se aloja en los intersticios de la protesta en Wall Street. Bartleby es el hijo figural de la mejor literatura del novecientos y, sin duda, uno de los mejores cuentos de la gran literatura americana. Pero ¿por qué esta figura vuelve a reaparecer en los movimientos contra el capitalismo financiero? Bartleby permite problematizar el pasado y el futuro de las militancias en la interioridad de las metamorfosis del trabajo. Es insoslayable que el escribano del cuento de Melville

pertenece a esas figuras trágicas de la historia de la militancia, y aunque muchas imágenes pueblan el suelo de la relación entre tragedia y política, hay en Bartleby una especificidad que se sustrae, se resta, a las formas modernas del partido y de la militancia política. Se podría mostrar que las figuras trágicas –desde Antígona hasta el Che Guevara, pasando por el Cristo revolucionario y el desdichado Fausto– son el resultado de una militancia a la que ni puede sustraérsele la política del sacrificio ni menos aún el sacrificio como lógica del trabajo.

A diferencia de los movimientos de lucha del presente (feministas, antirracistas, indígenas, entre otros), que no logran zafarse del esencialismo identitario, y que cuando lo hacen es en base a enormes esfuerzos teóricos y epistemológicos, la singularidad del cuento de Melville reside en que restituye la crítica activa al trabajo capitalista. Pero el límite de este rechazo es la imposibilidad de ofrecer una política emancipatoria que indique el camino de salida al capitalismo postsoberano, el cual se nutre de la usura legitimada en los grandes centros bursátiles del poder del capital. Bartleby rechaza copiar y escribir los documentos que legitiman este orden de la usura en la que Wall Street funciona como morada. No es casual que el movimiento Occupy apareciera en la escena de la protesta como un movimiento de reforma moral. De hecho, no faltaron los despistados, los conservadores fundamentalistas, los anticomunistas furibundos que se atrevieron a declamar que Estados Unidos es una nación cristiana y que el comunismo de Occupy era el deseo por destruir el país de los valores de Cristo. Además de usar una playera estampada con la frase de Bartleby y participar activamente en la consigna «We are the 99%», Slavoj Žižek recuerda que el fundamentalismo conservador y anticomunista olvidaba los valores esenciales del cristianismo. La idea del Espíritu Santo está basada en la igualdad de la comunidad libre de creyentes unidos por el amor, y para Žižek este es, precisamente, el espíritu de la protesta de Occupy. Mientras que los valores paganos de Wall Street continúan adorando falsos ídolos –tales como el toro creado por el artista Arturo Di Modica después de la crisis bursátil de 1987, para simbolizar la fuerza y el poder neoimperial de los Estados Unidos–, el fundamentalismo conservador olvida los principios más básicos del cristianismo.

Hay, sin duda, una especie de resto cristiano en la protesta de Occupy y quizá sea esto lo que explica la fascinación por el escribano que se resiste a trabajar. El residuo cristiano y sacrificial de Bartleby resiste la propia cultura protestante que dispone los cuerpos a una ética ciega por y para el trabajo. En las oficinas escribano se resiste el paganismo del dinero que pone a circular la fuerza y el poder del toro de Di Modica. Pero ¿qué resistencia militante expresa la posición de Bartleby? En un sentido opuesto a las militancias de la izquierda tradicional moderna, es la figuración de la aflicción y del sufrimiento de un tipo de militancia acéfala, anómala, porque no es siquiera reconocible en la utopía anárquica de una sociedad sin instituciones de poder. Bartleby repele incluso la diferencia entre la posición pasiva y la posición activa de las militancias que han recorrido la historia de las luchas sociales por más de dos siglos. En su no-posición, el rechazo al trabajo del escribano deviene disolución de la acción pasiva o activa. El motor de su resistencia no es la fuerza militante ni tampoco el movimiento de ocupación de masas de instituciones de Estado. No se trata de un líder político. Su mesianismo sin liderazgo ni partido bordea y habita la locura. En las oficinas de la modernidad de Wall Street Bartleby es una anomalía salvaje. Su mesianismo no tiene punto de comparación en las formas de las militancias modernas. Por eso, quizás, es un personaje literario que está más cerca de la locura del personaje fílmico de Eliseo Subiela de Hombre mirando al Sudeste (1986). El hombre que mira al Sudeste, personaje cristológico, viene a anunciar, al igual que Bartleby, que hay algo en los afectos que no funciona o que ha dejado de funcionar respecto de un orden que está de cabo a rabo malogrado por el espíritu del capital, un orden que se refiere a la escritura del derecho burgués que complicita con la reproducción del orden. El mesianismo de Bartleby no tiene liderazgo, su partido político es la mónada subjetiva de su resistencia individual. Al escribano nadie lo sigue, no tiene partisanos al servicio de su causa hasta el punto en que a lo largo del cuento el lector no está seguro de si Bartleby defiende alguna causa.

¿Cuál es la causa de la resistencia de Bartleby al trabajo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que su resistencia a trabajar está compuesta por el hálito del desencanto, la tristeza, el agobio de los nadie. Pero, como un nadie, Bartleby es una figura trágica y mesiánica. En esto último consiste el carácter excepcional de lo que suponemos que viene a anunciar. Su negación del trabajo lo lleva a la cárcel acusado de vagabundaje, donde se entrega a una huelga de hambre hasta que perece sin seguidores ni secuaces de su desobra. Muere como un nadie, muere en el anonimato absoluto de la negación de toda comunidad de inscripción. Muere como muchos mueren en el anonimato de la anomia sin que nadie sepa en nombre de qué o por quién ha muerto. Se podrá, sin duda, decir que Bartleby muere por la comunidad de los que no tienen comunidad. Pero lo cierto es que la pulsión heroica de ninguna epopeya revolucionaria está vinculada a su resistencia moderna. La modernidad de su resistencia al trabajo es también su no-modernidad, su salida del círculo virtuoso entre militancia y salario, entre militancia y lucha por el acceso al consumo. Bartleby es una especie de Cristo solapado en la oscuridad de la pulsión melancólica que anuncia el fin de lo que ata la escritura a las leyes del capital. Bartleby es la ausencia completa de inscripción en la comunidad de la política. Su resistencia se sustrae a los partidos modernos que aspiran al Estado o incluso a la destrucción del Estado que durante todo el siglo XIX y XX gozaron de tanta popularidad. Por la relación que los partidos políticos tienen y han tenido con

la estructura de la producción capitalista, el rechazo del trabajo es también el rechazo a la organización política de la sociedad. De ahí que no podamos exactamente saber en nombre de qué o de quién muere el escribano. Sería demasiado fácil decir que muere en nombre del comunismo por venir. Pero en la figuración de este hombre dócil y amable que se resiste a escribir hay toda una teoría de la militancia imposible. A diferencia del militante moderno que es en sí y para sí el sujeto de duelo por las sociedades que preceden a la modernidad capitalista, en Bartleby el duelo se revela como imposibilidad. Es decir, desde un punto de vista psicoanalítico, el escribano padece de una melancolía profunda. Su militancia es patológica e imposible de cuajar en las filosofías modernas del progreso cuya empresa última es la organización del trabajo. La genialidad del cuento de Melville consistiría en haber concebido la idea de un sujeto que palideciendo en el espesor de su melancolía, actúa sin actuar; actúa sin el comando de un programa o de un partido, actúa desde la condición acéfala de una mónada que se ha hundido en los pliegues de la melancolía profunda y sin afuera. La no-acción como desobra del trabajo de la posición militante es la pulsión que provoca la intensidad de un cuerpo que es movilizado desde una pasividad sin posición. Esta pasividad anuncia que el cuerpo inmóvil, el cuerpo sin movimientos, es el cuerpo muerto del rechazo absoluto al trabajo.

Si tuviésemos que buscar una genealogía moderna del rechazo al trabajo para situar la memoria de las huelgas de hambre, la figura del escribano de Melville sería un candidato importante. Hay algo en la militancia no-moderna de la modernidad de Bartleby que permite enlazar su resistencia pasiva con la violencia pacífica que desde Gandhi hasta los diversos movimientos de derechos humanos suponen poner el cuerpo. En la medida que la afirmación y creación de una situación de ingobernabilidad, tenue o fuerte, pertenecen a la figura del

escribano de Wall Street, la genealogía de la posición sin partisanismo político anuncia que hay en los cuerpos melancólicos el recuerdo de algo que repela sustantivamente el trabajo capitalista. En otras palabras, Bartleby alegoriza el paro de la producción y, quizá, su atractivo, su anomalía salvaje, sea el hecho de que también alegoriza el fin de la escritura como suplemento de la juricidad de la propiedad capitalista. Esto, sin duda, es una alegoría del duelo que no se completa, es decir, del duelo en el que no hay ninguna sustitución, ninguna utopía que pueda funcionar como espacio de transferencia. Muy distinto al Fausto desarrollista de Goethe, el monstruo cristiano inventado por Melville muestra, como todo monstruo, que la melancolía como política es imposible y que, no obstante, en esta imposibilidad reside no solo la mejor posibilidad de rechazo al trabajo capitalista, sino también el impulso por imaginar la potencia del comunismo como comunidad de los que han sido despojados de toda comunidad. Bartleby es el comunista imposible que anuncia la profanación del trabajo capitalista. Su comunismo es también un comunismo anómalo porque hace posible un pensamiento que, si bien supone es de suyo melancólico, trata de una melancolía sin objeto de pérdida. La hipótesis comunista que habrá que trabajar es la que el escribano de Wall Street abre, es decir, la hipótesis de que hay una melancolía sin objeto, sin pérdida del origen. Hay una melancolía comunista que, en el rechazo a la organización capitalista, es negación ex nihilo; movimiento oscuro del cuerpo que resiste su subordinación a la estructura de dominación del trabajo. La tarea del comunismo por venir debe comenzar con la muerte del Cristo del rechazo al trabajo como afirmación de la experiencia común que vendrá, pero nada nos asegura que la anomalía de un Bartleby, todavía incompletamente profano, pueda deconstruir la hegemonía del capitalismo financiero.

LaTempestad.N.127.(México)

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