Anarquía Coronada

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Teriantropías // Carolina Meloni González [1]

Somos el universo follando

Paul B. Preciado, Testo Yonki

Hay sueños verdaderamente reveladores. Como oráculos, muchos de ellos nos abren las puertas de la comprensión a deseos inconfesables, a miedos desconocidos; en ocasiones, incluso, nos permiten acceder a teorías filosóficas que no fuimos capaces de entender estando despiertos. Así, por ejemplo, gracias a un viaje onírico, pude comprender lo que querían decirnos Deleuze y Guattari cuando afirmaban que los devenires no son ni sueños ni fantasmas, sino que son absolutamente reales. Es totalmente cierto que devenimos animales y que podemos mutar. Si la atmósfera es  propicia, incluso sin darnos cuenta de ello, a veces nos comportamos como lobos, serpientes u hormigas. De repente, un hambre no humana nos asalta y se apodera de toda nuestra voluntad. En muchas ocasiones, la bestia que late en nosotros da alguna señal de su existencia: a través de un sonido, un gemido, un arrebato incontrolable de ira, ansia o deseo. Puede incluso manifestarse en un solo órgano, que se independiza de su condición antropomórfica y comienza a tener vida propia: una boca que se pone a desgarrar, a roer o a devorar. Cabe la posibilidad de que nuestra lengua se transforme por unos minutos en una suerte de ventosa. O que nuestra mirada se petrifique y amarillee, para saltar sobre una víctima. Habitan en nuestros cuerpos todo tipo de seres salvajes e indomables, transformaciones que no controlamos, órganos que se sublevan ante cualquier paideia disciplinaria que pretenda limitar sus funciones a términos puramente antropológicos. Orificios, dedos, codos y rodillas; pezones, labios, vaginas y penes; brazos, piernas y miembros que deciden abandonar el anthropos que somos, para deslizarse hacia el therion, esa bestia que hemos intentado apaciguar durante siglos a base de adoctrinamiento, castigos e instituciones punitivas. 

 

Y una noche, soñé que devenía animal. Soñé que follaba con un pulpo. Tentáculos de placer recorrían mi cuerpo, mi espalda, mis senos y cuello. Múltiples brazos se entrelazaban entre mis piernas, se deslizaban de mi sexo hacia el ano. Pequeñas ventosas succionaban cada rincón de mi piel. Y todo devenía penetrable, todo era susceptible de ser lamido, besado, chupado hasta el éxtasis. Y follamos, en una infinita noche, entre el sueño y la vigilia. Y fuimos dos y tres, y hasta perdimos la cuenta. Pues el deseo atravesaba esa cama, empapada de sudor y fluidos corporales indistinguibles. Lamer, morder, chupar, besar. Gemir, gritar, aullar. Palpitar, en cada penetración de un dedo, una lengua, un pene, un clítoris. Vibrar, estremecerse, temblar. Sudar, eyacular, fluir. Porque cada orgasmo traía consigo una transformación, convirtiéndonos en pulpos, calamares, bestias incontrolables. Follar hasta perder la noción del tiempo, hasta perder el sentido. Fundidos en un beso a tres bocas, en un abrazo que se iluminó como un fuego fatuo. 

 

No hay sexo sin mutación animal. Sin esa estela ácida que exudan las bestias. Multitudes de seres diversos y polimorfos nos visitan e invisten en cada encuentro sexual. Nos transformamos en auténticas perras en celo, en felinos seductores, en cervatillos cazados por un depredador, en serpientes que silenciosamente se deslizan por cartografías dérmicas. Un hombre-jaguar, del que no soy capaz de ver su rostro, cabalga entre mis muslos durante una convulsionada noche. Me sumerjo en vaginas que se transforman en misteriosas madrigueras, en las que me pierdo y hallo un refugio.“La sexualidad es la producción de miles de sexos”, afirmaban Deleuze y Guattari. Poblada de afectos, de amores abominables, de partículas infinitas que estallan en cada uno de nuestros poros, cuanto el otro-la otra nos rozan, palpan y atraviesan. Como en los sueños, como en los relatos míticos, hay que pensarla como ese escenario de “cuerpos destotalizados y desorganizados […] con penes removibles y anos personificados, con cabezas que ruedan, personajes cortados en pedazos” (Viveiros de Castro, 2002, 48). Similar al mundo onírico, el sexo nos lanza hacia flujos turbulentos, capaces de desestabilizar todo principio de individuación. ¿Quién no ha transitado esos devenires inauditos, esas regresiones animales, esas simbiosis corporales que nos conectan con nuestra más pura alteridad? ¿Quién no se ha bestializado en un grito orgásmico? ¿Acaso no hemos mordido o arañado cual fieras sin control? Huyamos, pues, de aquellos amantes que se empeñan en anclarnos a sexualidades molares, segmentarizadas en pares dicotómicos, edipizados y neuróticos. Follemos, como pulpos o manadas, con la fuerza disruptiva de hordas capaces de reventar y poner patas para arriba toda alcoba heteropatriarcal. Que nuestras experiencias sexuales se conviertan en auténticas revueltas callejeras, máquinas de guerra revolucionarias, fuegos incendiarios y barricadas, conmociones y movimientos tectónicos que produzcan réplicas y temblores durante días. Poblemos la tierra con nuestros deseos y gemidos. Que nuestros cuerpos y miembros reproduzcan esas extrañas conexiones multi-especies, híbridas y simbióticas que se dan en la naturaleza. Mutemos y cambiemos de piel, deshaciéndonos de nuestros ropajes somáticos humanos, abrazando disfraces insólitos y desconocidos. Follemos, siempre, zoopoiéticamente. Sin filiaciones, sin estructuras de parentesco jerarquizadas, sin relaciones de poder. Y que nuestras pieles, al encontrarse, puedan arder como un campo de hierba fresca poblado de luciérnagas.

Imagen: El sueño de la esposa del pescador de Katsushika Hokusai (1814) 

[1]Este texto forma parte del libro inédito Sueño y revolución, Se trata, por tanto, de un pequeño adelanto de un proyecto más amplio por parte de la autora.

Casa tomada: ¿y si nuestras pesadillas anuncian la revolución? // Carolina Meloni

[Este texto es el fruto de largas conversaciones, mensajes de voz, correos y llamadas de auxilio a queridxs amigxs durante la cuarentena. Si no hubiera sentido la cercanía de sus voces, interpretaciones, sabios consejos y pensamientos, a pesar de la distancia que nos separaba, no habría sido capaz de enfrentarme a mis ratas. Mi agradecimiento infinito al Transcomando (María Galindo y Paul B. Preciado), a Sofía Ugena-Sancho y Mafe Moscoso, que me han empujado, literalmente, a escribirlo. Gracias también a Darío Buñuel por regalarme sus ilustraciones y dejarse llevar por el rizoma.]

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Mucho antes del anochecer
entra en tu casa quien con lo oscuro el saludo cruzó.
Mucho antes de amanecer
despierta
y atiza, antes de irse, un sueño,
un sueño resonante de pasos:
le oyes recorrer las lejanías
y hacia allí lanzas tu alma.

Paul Celan, “El huésped”

Un extraño trastorno emotivo ha hecho nido en nosotros. Como un imperceptible clinamen, un leve temblor, en apariencia. El cuerpo, la carne, la materialidad más pura que nos conforma, permanece aislada, tabicada, envuelta en mascarillas, guantes y destila los vapores alcohólicos de desinfectantes en gel. Mientras, las dimensiones afectivas, intuitivas y perceptivas parecen ir acumulando, en sus mallas recolectoras, todas aquellas experiencias del exterior para transmutarlas en símbolos oníricos. ¿Cómo y qué soñamos durante las noches del COVID-19? ¿Qué efectos en el inconsciente comienzan a tener las mutaciones espaciales, sociales y corporales que estamos viviendo? ¿Qué fantasías inciertas y endebles estaremos produciendo en el interior de cada uno de nosotros? ¿A qué umbrales desconocidos y subterráneos nos empezamos a asomar?

Para muchos, el confinamiento ha traído consigo noches inquietantes, extrañas y perturbadoras. A medida que los días se suceden, en una letanía monótona, vamos normalizando el aislamiento, casi sin percibirnos de ello. El murmullo del mundo se va apagando, al mismo tiempo que una apatía viscosa comienza a apropiarse de nuestros cuerpos y mentes. Todo parece haber adquirido un aura de irrealidad, incluso, de fantasmagoría. También de sofoco, de malestar e incapacidad: nos cuesta concentrarnos, leer, escribir. Será que, como afirma Rolnik, “una atmósfera siniestra envuelve el planeta” y el aire de nuestro ambiente se encuentra saturado de partículas tóxicas, de cepas minúsculas que nos impiden respirar.

Sin embargo, las noches parecen venir cargadas de vida propia. Los cuerpos anestesiados y disciplinados, asépticos y desinfectados, parecen entregarse a delirios alocados y esquizofrénicos de un tejido onírico tan rico como ominoso. Mutamos y viajamos, nos trasladamos a lugares desconocidos, animales y seres extraños hacen su aparición entre las sombras nocturnas. Como si una incontrolable máquina deseante se hubiese puesto en marcha, somos investidos por devenires y ansias, por miedos y traumas, por deseos inconclusos y fantasmas que nos visitan para susurrarnos enigmas oníricos. Las noches del COVID-19 vienen también plagadas de muertos, espectros de seres queridos que parecen retornar para reclamar antiguos duelos. Acaso ¿»se ha convertido el mundo en un cementerio cargado de energías fúnebres”, como afirma María Galindo?

EL HOMBRE DE LAS RATAS

Has vuelto a cerrar la puerta
para escapar a la oscuridad,
solo que está como boca de lobo
en ese armario.

Gloria Anzaldúa

El encierro y aislamiento han desestabilizado mi sueño, mis sueños. Hay noches en las que dormir se torna una misión casi imposible. En ocasiones, el sueño es frágil y efímero, en otras profundo y complejo. Algunos días, resulta absolutamente complicado conciliar un descanso reparador tras rutinas monótonas; otros, en cambio, me siento succionada por pesadillas y terrores nocturnos que me despiertan envuelta en sudores, ansiedad y desasosiego. Me invade la extraña percepción, psíquica y corporal, de que los umbrales espacio-temporales entre la cotidianeidad y el inconsciente han sido también contagiados, trastocados por la cepa que se ha instalado entre nosotros. Y mientras las fronteras entre lo íntimo y lo público, la casa y la calle se vuelven cada vez más infranqueables, por las noches, la puerta que nos conecta con la vida onírica se hace más porosa y viscosa. Como un gusano o larva, entro y salgo de ese mundo imaginario que produce incansablemente mi inconsciente; me deslizo en él, dejándome atrapar como si de una tela de araña se tratara.

Entre todos esos fantasmagóricos relatos que he ido tejiendo durante la cuarentena, hay uno en especial que me ha dejado tan confundida como perpleja, teniendo que volver a sus símbolos en más de una ocasión para poder reinterpretarlos y comprenderlos, a pesar de la claridad de muchos de ellos:

Pesadilla - ratas armario
Dibujo: Darío Buñuel

Soñé, soñé contigo, una pesadilla tan espantosa y perturbadora que aún me persigue su recuerdo. Me asedia tu fantasma, desde el umbral que nos separa. Dormía, con la luz apagada, en tu habitación, la misma en la que hallaron tu cuerpo. Podía divisar desde la cama la puerta de entrada, desde la cual se iba perfilando tu figura fantasmal. Lentamente, ibas acercándote a mí y te deslizabas en la cama, acostándote a mi lado. Tú, espectro sin rostro, fantasma silencioso, intangible y aterrador, que vienes a asediar mis noches y sueños, que no cesas de inquietar mi descanso. En un afán de dar luz, de enfrentarme a tu aparición, encendía la lámpara de la mesilla de noche. Cuando mi mirada se posaba en tu lado de la cama, ya no era un fantasma lo que allí me esperaba, sino tu cuerpo, descompuesto y podrido. Encarnado y real, corrompido e inerte. Corría despavorida ante semejante visión, pero, en vez de dirigirme a la puerta como medio de huida, irracionalmente abría un desvencijado armario que estaba en frente de la cama donde había dejado tu cadáver. Al abrir esas puertas, caían sobre mí parvas de ropa sucia y tras ellas, una manada de ratas se abalanzaba sobre mí. Fue entonces cuando, horrorizada ante semejante visión, desperté, agitada y cubierta de sudor.

En una primera fase de enfrentarme a este sueño pandémico, mi lectura fue bastante lineal, superficial, incluso en los lindes marcados de un psicoanálisis de corte freudiano en su más puro estilo. Muchos de sus símbolos estaban directamente relacionados con la muerte de mi padre, ocurrida en extrañas circunstancias, en esa misma habitación que aparecía en mi sueño. Intenté tranquilizarme buscando justificaciones a semejante pesadilla relacionándola con el espacio de duelo que se ha abierto durante estos días. Pensé que era más que lógico que duelos inconclusos y diferidos se nos hicieran presentes después de tanto tiempo (mi padre murió cuando yo tenía 18 años), dado que también las fronteras entre vivos y muertos se han difuminado durante la crisis del coronavirus: nos despertamos con cifras, con imágenes de cuerpos, fosas, ataúdes y camiones repletos de cadáveres.

Buscando respuestas, volví a algunos textos clásicos, ya trabajados por mí en otros contextos. Releí el inquietante artículo de 1915, en el que Freud distingue el duelo de la melancolía. Si el primero supone un estado de pérdida, ―no patológico, pero sí individual―, la segunda sí es considerada como un estado morboso en el que el sujeto queda atrapado por la apatía, el desinterés hacia el mundo exterior, la incapacidad de amar y la inhibición de todas las funciones. En definitiva, la relación existente entre duelo y melancolía no es sino la consecuencia directa que se produce cuando no tiene lugar la elaboración y resolución del trabajo de duelo. La melancolía encierra al sujeto en la repetición compulsiva, lo instala directamente en el trauma, lo liga infinitamente al objeto perdido, haciéndolo incapaz de salir del círculo enfermizo del recuerdo. Me pregunté, entonces, si el espectro de mi padre, cual muerto vagabundo y errante, no duelado ni llorado en su momento, reaparecía de alguna manera porque se hallaba encriptado en mi memoria más profunda, en esas capas tan lejanas del inconsciente a las que no solemos acceder.

Se sumaba a ese muerto, anudado en mi interior, otro duelo, más real y reciente. Otro extraño huésped latía en mí, enquistado y silencioso. En plena pandemia, había tomado la decisión, la resolución categórica, de finalizar con una difícil historia de amor de la que no había sido capaz de alejarme durante meses, a pesar del dolor y la vulnerabilidad que me había generado. Por primera vez, tuve la fuerza y el valor suficientes para cerrar todo posible influjo, de neutralizar el poder que esa persona había tenido sobre mí, siendo capaz de desarmarme con apenas una mirada. Como si me hubiera contagiado por el virus, seguí estrictamente todos los protocolos de seguridad y aislamiento: corté toda posible comunicación y sellé meticulosamente cualquier ventana virtual que pudiera mostrarle algo de mí y viceversa. Poco a poco, cual paciente enfermo en su aséptica cápsula de aislamiento, mi cuerpo y mi alma se iban transformando en una suerte de sarcófago, de cripta, precintada ante cualquier agresión del otro, evitando así toda posible fuga radioactiva que pudiera rozar, aunque levemente, mi piel.

¿Qué tipo de formaciones y regímenes despóticos germinarán en nuestro inconsciente postpandémico? ¿Será acaso colonizado y captado por deseos reactivos? ¿Qué estructuras arborescentes vendrán a disciplinar nuestra potencia vital?

La cripta: nombre extremadamente bello e inquietante que utilizan Abraham y Torok para describir, precisamente, esos estados patológicos de duelos negados, diferidos y no elaborados, que nos hacen morar en el trauma y en la melancolía. La cripta es un enclave, según Derrida, de quiste o bolsillo invaginado en el interior del Yo que alberga esa imposibilidad de asimilar, de digerir por completo el objeto externo. La cripta, por tanto, en tanto que cuerpo extranjero invaginado en el interior del Yo, supone siempre un “efecto fantasma” (Derrida, 1976). Especie de habitáculo, de casa tomada o guarida fantasmal en el interior del Yo en la que se aloja la alteridad.

Pude verme habitada, asediada, por esas alteridades inapropiables e indigeribles, parasitada y contaminada por esa ropa sucia y esas ratas, portadoras de pestes y enfermedades. Y a pesar de mis torpes intentos de cerrarme ante el mundo, un exterior amenazante se abría y caía sobre mí al abrir la puerta de ese oscuro armario. Como sucede en ese ominoso cuento de Cortázar, mi casa, como fortaleza y refugio, como el interior más recóndito de mi ser, se hallaba tomada e invadida por espectros y roedores infectos, que iban apoderándose de cada rincón y de cada estancia. Me encontraba totalmente asaltada por una alteridad radical, imposible de incorporar, de introyectar. Mis fantasmas no duelados retornaban, una y otra vez, como“muertos-vivientes”, como arribantes absolutos, prestos a desestructurar y pisotear el musgo de mi meticulosa guarida.

DE LOBOS Y ROEDORES: ¿QUIÉN? ¿YO, MI PSIQUE, LA BESTIA-SOMBRA?

Invoqué a las plagas para ahogarme en la arena, en la sangre.
La desdicha fue mi dios. Me tendí en el barro.
Me sequé al aire del crimen.
Y me burlé de la locura a lo grande.

Arthur Rimbaud

Tumbado en su cama, el pequeño Sergei observa con estupor que la ventana de su cuarto se abre lentamente. Llevado por la curiosidad, pudo hacer frente a su temor inicial y armado de valor fue acercándose al alféizar. La visión que le esperaba allí fue tan aterradora que iba a perseguirle hasta muy avanzada su adultez: subidos a un árbol, seis o siete lobos, impasibles, le miraban fijamente de manera amenazadora.

Pesadilla - lobos
Dibujo: Darío Buñuel

En este aparentemente sencillo sueño infantil, tiene su origen uno de los casos más conocidos del psicoanálisis. Asimismo, debemos a Deleuze y Guattari una de las reinterpretaciones más revolucionarias del famoso “hombre de los lobos”. Un año después de escribir sobre el caso en la Historia de una neurosis infantil, Freud publicaba “El inconsciente” (1915), cuya tesis fundamental pivota en el descubrimiento de la represión como matriz de aquello que el aparato psíquico no permite acceder a la consciencia. Nada más descubrir un rizoma, nos dicen Deleuze y Guattari, Freud no hace más que volver al esquema de las raíces, a las genealogías familiares arbóreas y jerárquicas. Todo el arte de las multiplicidades moleculares que hallamos en el inconsciente, es encerrado y enclaustrado en unidades molares, en temas familiares, en los sucios secretos de la alcoba de papá y mamá. Y la manada de lobos que, cual cuerpo sin órganos, atravesado por desiertos informes, líneas de fuga creadoras, poblado de locos devenires e intensidades insospechadas, asediaba las noches de Sergei, termina por reducirse al teatro antiguo del triángulo edípico.

«El gran descrubrimiento del psicoanálisis ―afirman Deleuze y Guattari― fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente”, […] inmediatamente enclaustrada en las cuatro paredes del hogar burgués.

“El gran descrubrimiento del psicoanálisis ―afirman Deleuze y Guattari― fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente”, producción altamente revolucionaria y creadora que es inmediatamente enclaustrada en las cuatro paredes del hogar burgués. “Edipo supone una fantástica represión de las máquinas deseantes”. A la luz del caso del hombre de los lobos, Deleuze y Guattari nos presentan una cartografía del inconsciente a la manera de una madriguera, con numerosos recovecos donde esconder nuestros deseos más inconfesados, ramificada y con conexiones múltiples. Nunca arbórea ni jerarquizada. Poblada de lobos, agujeros y seres extraños, que no terminan de territorializarse en una matriz hegemónica primigenia. De este modo, la manada de lobos puede, en un momento determinado, crecer de forma indiscriminada, como el desierto, sin dirección fija, pudiendo conectar con otras máquinas deseantes o rizomas alejados o próximos, desterritorializándose, como una especie de línea de fuga, sin que podamos señalar un punto de origen, un centro ordenador desde el cual se distribuyen las raicillas. La interpretación psicoanalítica del hombre de los lobos, centrada en la castración y el trauma infantil, obsesionada por la figura de un padre autoritario, intenta en todo momento reducir las multiplicidades salvajes del pequeño Sergei, para convertirlo en un perrillo domesticado.

Pesadilla - ratas
Dibujo: Darío Buñuel

Enclaustrados en nuestras habitaciones, la horda emancipadora viene a rescatarnos de todas esas segmentarizaciones binarias que nos atraviesan. Anidan en nuestro inconsciente manadas de ratas que atraviesan armarios, lobos que nos esperan detrás de una ventana, hormigas, insectos y monstruos que nos permiten, de alguna manera, mutar, transformar nuestros deseos y anhelos. Necesitamos una verdadera visión zoológica de nuestro inconsciente, como máquina deseante, creadora y emancipadora. Ansiamos, aún sin saberlo, transformarnos en todos aquellos animales kafkianos que con sus cantos, risas y temblores, hacen tambalear toda máquina burocrática y despótica. Deberíamos, así, dejarnos atravesar por esas hordas bárbaras y primitivas, indomables, sin jerarquía posible, sin ley ni disciplina.

¿Y si me enfrentaba a mi sueño primigenio desde una perspectiva transformadora y radicalmente diferente de la que había partido en un primer momento? ¿Acaso no estaba yo misma encerrando mi deseo en el esquema de la falta, la carencia, el duelo de un padre ausente o un amor fallido? ¿No era quizás ese armario, que abría con desesperación, la puerta hacia un afuera insondable, hacia un flujo inmenso, que me permitiría abandonar esa habitación del duelo y la melancolía? Mientras repensaba una y otra vez en la fuerza irruptiva de la manada de ratas, volví a aquellos bellos textos de Anzaldúa, a quien eran las serpientes las que acosaban sus sueños nocturnos. Años le costó entender a la escritora chicana que esa inquietante serpiente de sus pesadillas, no era sino ella misma, en cada mutación y cambio de piel. Hay un devenir-animal, un cuerpo y un alma animal que, cual bestia indomable, nos atraviesa desde el mundo onírico. Y cuando comprendí eso, decidí hacer el cruce. Cerré mis ojos, tomé las riendas de mi pulsión vital y me dejé llevar por ese rizoma monstruoso. Fue entonces cuando perdí el miedo

 

LA GRAN MUTACIÓN: ESBOZOS DE UN SUEÑO POLÍTICO

Necesitamos aprender colectivamente
a habitar nuevas historias.

Donna Haraway

Toda crisis trae consigo cierta perturbación del espíritu. Independientemente de las características que esta posea, de sus orígenes y genealogía, de los trazos materiales, económicos, políticos o naturales que la hayan desencadenado, la crisis, en sí misma, supone un elemento desestructurador de facto, tanto de aquellas estructuras sociales y simbólicas, como de nuestras precarias almas y mentes. En este sentido, resulta altamente clarificadora la definición dada por Freud de una “catástrofe social”, la cual posee, según el autor, una continuidad evidente con la catástrofe psíquica, sobrevenida cuando nuestros muros contenedores de lo traumático se hacen ineficaces y la negatividad invade nuestra existencia, sin que podamos controlar el derrumbe que se avecina. Similar a este quiebre individual, también la catástrofe social conlleva un aniquilamiento, una ruptura profunda, una fractura, pero en este caso en el orden de los sistemas simbólicos, imaginarios y políticos que las instituciones sociales han establecido como hegemónicos. Ambas crisis o catástrofes, tanto la colectiva como la individual, terminan por desestabilizar el mundo, nuestro mundo, aquel que una comunidad o un individuo concreto construyen, permitiendo reconocerse en sus moradas, sentirse acogidos y protegidos en estas.

Son muchas las transformaciones espacio-temporales que el COVID-19 ha traído consigo. De ahí que Paul B. Preciado la haya denominado “la Gran Mutación”. Nuestros cuerpos aislados y encerrados en la intimidad de los hogares se han visto atravesados por diversas mutaciones, algunas más visibles que otras, relacionadas directamente con nuestra retirada del espacio público. Quedan, sin embargo, por analizar aquellas modificaciones más silenciosas y recónditas, que como leves temblores o susurros comienzan a manifestarse en la interioridad misma de nuestro espíritu. ¿Qué tipo de formaciones y regímenes despóticos germinarán en nuestro inconsciente postpandémico? ¿Será acaso colonizado y captado por deseos reactivos? ¿Qué estructuras arborescentes vendrán a disciplinar nuestra potencia vital? ¿Seremos capaces de politizar nuestro malestar?

Necesitamos una verdadera visión zoológica de nuestro inconsciente, como máquina deseante, creadora y emancipadora.

Durante los años 33 al 38 del pasado siglo, la periodista Charlotte Beradt llevó a acabo una minuciosa recopilación de sueños, procedentes de todo tipo de personas con distinta condición social y de género. Esta amplia cartografía onírica, publicada bajo el título Los sueños durante el Tercer Reich, confirmaba algunas de las tesis freudianas, revisadas a raíz de la neurosis traumática provocada por la Primera Gran Guerra en Más allá del principio del placer, pero, fundamentalmente, establecía una continuidad con la teoría del inconsciente junguiano, mucho más socio-histórico que el freudiano. Beradt llegó incluso a calificar los sueños recopilados durante su trabajo de campo como “sueños políticos”, en los que el miedo, la ansiedad e incertidumbre se repetían compulsivamente como efectos directos de un régimen totalitario sobre nuestra percepción simbólica del mundo.

Pesadilla - rata
Dibujo: Darío Buñuel

Es posible, nos decía Freud, que podamos comparar nuestro insondable inconsciente con los tentáculos de un pulpo que, levemente, palpa el mundo exterior, para retirarse inmediatamente a su madriguera. ¿Qué tocará ese animal interno de este mundo desencajado y dislocado? ¿Qué restos se pegarán en sus extremidades y de qué forman llegarán a nosotros? Afirmaba Jung que no podemos reducir la función onírica a ser una mera depositaria de nuestra memoria, como si de un cubo de basura se tratara que se limitara a recoger los traumas y desperdicios que queremos esconder. Perderíamos, con ello, toda la fuerza productiva, creativa, incluso revolucionaria de nuestros sueños. Hay en ellos, incluso, “un espíritu que no es totalmente humano, sino más bien una bocanada de naturaleza”. Frente a los dispositivos disciplinadores de la conciencia, los sueños abren una conexión con el deseo, el cuerpo, la animalidad, la vida, radicalmente instintiva y emancipadora. El sueño nos sitúa literalmente ante el umbral, ante ese afuera indómito que, cual manada de ratas, nos asalta de manera imprevista.

Resulta evidente que cierta dimensión onírica se ha abierto con la pandemia. El mundo, tanto el exterior como el que portamos en lo más íntimo de nosotros, acude y llama a nuestra puerta, a nuestras ventanas. Hemos encerrado la potencialidad imaginativa y emancipatoria de nuestro tejido onírico a la individualidad más pura, a la crisálida de un yo y sus fantasmas, alojándolo en el interior de nuestras secretas moradas. Aprendamos a tejer historias colectivas con nuestros sueños, deseos, anhelos y cuerpos. Abramos esos insondables armarios y dejemos salir nuestras indisciplinadas hordas. Rumiemos juntos ese afuera primitivo que nos habita. Porque “las casas de los hombres forman constelaciones en la Tierra” (G. Bachelard).

CAROLINA MELONI GONZÁLEZ: PROFESORA DE ÉTICA Y PENSAMIENTO POLÍTICO. UNIVERSIDAD EUROPEA DE MADRID

Fuente: El Salto Diario

 

Los sueños en cuarentena: soñar el psicoanálisis // Julián Doberti

I

El poeta argentino Arturo Carrera, en un breve ensayo sobre la obra de Juan Gelman, sugiere que uno de los efectos de la poesía es el producir pausas de universo. Efecto que acerca, aunque no confunde, la poesía y los sueños. 

Freud se animó a preguntar, después de haber escrito los dos tomos de La interpretación de los sueños, de haber construido esa inmensa metapsicología soñadora que incluye los movimientos de condensación y desplazamiento, la trasposición de las representaciones en imágenes, la operatoria de la censura, etc.: ¿Por qué dormimos? 

Imagino un Freud súbitamente niño, que se detiene maravillado, levemente atemorizado, por la irrupción de una interrogación que lo atraviesa y de la que no puede sustraerse. Vuelve, entonces, sobre una cuestión esencial, sobre esa cuestión fundamental: por qué dormimos. Aclara que existen explicaciones biológico-médicas, fisiológicas; está al tanto de que el reposo es necesario para el metabolismo celular, pero desde el psicoanálisis se puede decir otra cosa (quizás esa sea una definición lúcida del psicoanálisis: un discurso que dice otra cosa, abre otra lectura sobre lo dado, causa una diferencia en la repetición agobiante de lo mismo). Para Freud dormimos porque no soportamos el mundo, porque el mundo sin interrupciones nos es insoportable, porque no toleraríamos existir sin el periódico repliegue, sin la recurrente pausa –y aquí se trata de una forma frágil de refugio- que nos provee el retorno de las catexias libidinales durante el dormir. 

Sucede que esa pausa del universo de la realidad no suspende el deseo, sino que lo hace expresarse de un modo muy particular. Del análisis de esa aproximación al deseo inconsciente en los sueños nace el psicoanálisis: experiencia deseante que alguna vez Lacan nombró erotología, cruce de Eros y el discurso, entrecruzamiento de las palabras con un silencio ardiente que las recorre, las vuelve cuerpo. 

II

¿Qué le falta al que ama? se preguntó alguna vez Lacan. ¿Qué le falta al que sueña? es una interrogación que se hace presente y recorre muchas páginas de Pontalis. Sueños y amores velan el dolor de existir; no desmienten la castración, tampoco la reprimen, son espacios donde la suavidad puede circular sin rechazar lo que nos hace falta, lo que nos hace hablar. 

Anne Dufourmantelle escribió que el sueño es una resolución erótica del compromiso neurótico. Los sueños en psicoanálisis son eróticos porque allí nos las vemos con Eros, con el cruce singular de Eros con la palabra. Así como hablamos porque fuimos hablados, soñamos porque fuimos soñados. 

Pontalis piensa que conviene alojar los sueños en un análisis tal como se alojan las palabras.  No se trata de reducir los sueños a palabras, sino del modo en que se escucha un cuerpo que habla en transferencia, una cierta manera de estar disponibles frente a lo que no entendemos, lo que se escapa cada vez. Esa escucha se acerca a lo que encuentro en un poema de Claudia Masin: “querías que escribiera palabras que pudieran/ hacer lo que hace la música:/ andar sobre el silencio sin dañarlo, ser parte/ del silencio, de las cosas que no deben ser dichas,/ de esas a las que no podemos acercarnos siquiera/ sin que escapen. Yo te dije que lo único/ que se parece a la música es tocar/ y ser tocado…”. En un análisis las palabras no dañan el silencio, nos tocan sin sentido porque el sentido, por fin, puede empezar a perderse. 

III

Estamos viviendo -¿estamos viviendo?- en cuarentena. Son días difíciles, noches en las que sobreviene el insomnio, la inquietud, la espera que devora las horas, la inminencia suspendida en cifras que adicionan muertes, contagios, peligros que acechan junto con demandas de productividad que no ceden. La soledad oprime, el tiempo se torna espeso. 

Freud y Lacan recurrieron, en distintos momentos, a figuras que asocian el deseo con algo que se mueve (entre los significantes, entre las cargas de las representaciones, entre instancias psíquicas, etc.). ¿Qué sucede con el deseo que nos mueve cuando no nos podemos mover? 

Estas semanas, en conversaciones con distintas personas, me entero de que muchos estamos soñando cuando conseguimos, finalmente, dormirnos. Suelen ser sueños que, sin llegar a ser pesadillas –aunque también-, dan cuenta de cierta perturbación que culmina en un estado de angustia leve o malestar difuso, a veces cercano a la extrañeza que puede causar lo siniestro. Despertamos sin haber descansado. 

Octave Mannoni, un psicoanalista francés muy lúcido, escribió en 1966 un bello artículo que tituló “La otra escena”. Retoma el sintagma freudiano que da nombre al texto para designar esos otros espacios que constituyen la realidad psíquica, las fantasías, los sueños: escenas que nos permiten sustraernos de la escena del mundo. Mannoni conjetura que si esos refugios se pierden caemos en el estado que llamamos locura. Dice que la fantasía, en tanto otra escena, “tiene la libertad de estar sin ser”. Quizás habitar el encierro de la cuarentena nos prive de esa libertad. ¿Cómo conseguir estar sin ser cuando proliferan los discursos que nos advierten, tan literales, sobre los peligros que acechan nuestros cuerpos, nuestra anatomía, el aire que respiramos? La otra escena solía ser “otra” en relación al mundo. Pero cuando el mundo, como cantaba Charly García, tira para abajo, ¿es mejor no estar atados a nada? Quizás algo de esa nada emerge en los sueños. 

En Al margen de las noches, libro de una sensibilidad que estremece, Pontalis lee sueños recopilados de prisioneros de campos de concentración nazis. Escribe: “encontramos lo más extraño en los sueños repetidos de un color (…) los colores son un grito frente a la muerte: el azul que protege, el azul que, en un sueño, es el de las dos manos de la madre del poeta. ‘En ese momento, tuve la certeza de que retornaría del infierno concentracional’. El verde era el color de las puertas que un día se abrirían. Y ese rojo, sobre todo, ese rojo que estalla, concentrado de energía. El rojo de las cerezas del verano, el rojo de la sangre que circula por nuestras venas. Tantos colores salvadores en la negra noche.”

Los colores soñados son salvadores en un sentido que los despoja de cualquier ingenuidad épica. No impiden la muerte, ni curan el hambre, ni abren las puertas de los campos. Sin embargo, en el encuentro con esos colores que están sin ser durante lo que dura el sueño, otro tiempo se abre, otra textura entra en la vida, otra escena irrumpe en medio del horror. Los sueños, siempre singulares, también nos hablan del universo social e histórico. 

Quizás una política que sueña sea aquella que nos permita armar espacios que funcionen como otras escenas posibles, aunque sean efímeras, aunque haya que volverlas a construir al día siguiente como castillos de arena. Habitar la fragilidad de lo onírico, de las fantasías y las ficciones con otros, en un tiempo donde los refugios que inventamos pueden acercarnos entre tanta lejanía.

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