Anarquía Coronada

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Spinoza

Spinoza, Rosario y la potencia de la lectura emancipada // Diego Sztulwark

Leer la Biblia como se lee cualquier otro libro era para Spinoza una práctica de libertad que no menguaba su relación con Dios sino que, al contrario, la realzaba. Y le permitía confrontar con quienes hacían del libro y de Dios mismo un asunto de superstición y sumisión a un mandato teológico. Pues, sometido a un poder embrutecedor, el supersticioso cree poder «hacer a la naturaleza entera cómplice del delirio». Pero una lectura sumisa no es aún una verdadera lectura. Spinoza escribió en su Tratado Teológico-Político que la Biblia se abría en su máxima riqueza cuando se la leía con el mismo método que se utiliza para interpretar a la naturaleza. Trasladado al texto, el procedimiento interpretativo debía poder discernir con la mayor claridad posible el juego de las intenciones y de contextos presentes en su autores (pues el texto bíblico no pudo haber sido escrito por Dios ni por Moisés), y el despliegue de las causas y los efectos en la organización de la narrativa. Para leer de este modo la condición sine qua non es no retirar la vista del texto mismo (es decir: resistir a cualquier mediación intelectual de una autoridad teológica). La ambición spinoziana de separar teología de filosofía se ponía pues en acto en la práctica misma de la lectura. Quedando del lado del lector el atreverse a poner en marcha una práctica capaz de hacer emerger un sentido.
La potencia de la lectura emancipada de la Biblia le permitió a Spinoza encontrar un saber que, en formato religioso, permitía una primera aproximación al orden de las leyes de la naturaleza. Pero para llegar hasta allí, era necesario atravesar la mistificación de una imperativa «voluntad de Dios».
El lector spinozista es el que traza la alianza más exigente con la naturaleza. Una alianza que supone afrontar una y otra vez el miedo y la esperanza con que los poderes nos vuelven políticamente sumisos y obedientes. ¿Sobrevive hoy la querella metodológica en torno a la lectura? La pregunta va dirigida tanto a las personas que se apegan a los hechos de la realidad a partir de un principio de «revelación» (los entusiastas que sienten que la «ven»), como a aquellos que buscan perplejos en medio del oscurecimiento de las percepciones las vías para comprender el empobrecimiento actual del mundo. Las espantosas noticias que llegan estos días de la Ciudad de Rosario vuelven a disparar la cuestión intelectual de un modo urgente. Mientras crece el estado de conmoción surgido de ver a una ciudad paralizada por el terror -Rosario como un espejo que adelanta-, la Publicística oficial nos impone un cuadro mistificado de situación que no admite ser considerado sino solamente obedecido. Según se nos indica, asistimos a un enfrentamiento “bukeleliano” entre unos «delincuentes terroristas» (defendidos por los zurdos, los derechos humanos y el garantismo, como si se tratase de pobres víctimas) y la «ley» (en defensa de la cual es urgente convocar la intervención de las Fuerzas Armadas, rehabilitándolas a participar en asuntos de seguridad interior). Sin embargo, una mínima aproximación al fenómeno (como puede verse por ejemplo en el artículo “Un Rosario de balaceras, miedo y falopa”, de José Garriga Zucal y Diego Murzi publicado hace tres días en la Revista Anfibia) nos presenta un panorama completamente diferente: la expresión “delincuentes terroristas” remite a bandas barriales, narco-policiales, que operan en estrecha relación con circuitos financieros en los que el dinero del narco se mixtura con el negocio inmobiliario y sojero. Y lo que se presenta como un conflicto tajante entre la ley y el crimen remite a la crisis de larga data del doble pacto entre política y policía, y entre policía y bandas, que articula la «gestión del delito complejo» en buena parte de las ciudades del resto del país.
Por estos días el legislador de Rosario sin miedo, Juan Monteverde (votado por casi uno de cada dos ciudadanos en la última elección a intendente), insiste en que sin un diagnóstico complejo y real de la situación, sólo aumentarán la violencia y la confusión. Sin bloquear la circulación del dinero narco, sin urbanizar los barrios populares de modo urgente y masivo y sin una reforma de la policía provincial que la depure de corrupción y le de respeto ciudadano, la retórica represiva no hará sino agravar más y más la situación. La vida pública argentina está siendo agobiada por un aparato de lectura oportunista y dogmático que tendiente a aniquilar la capacidad de elaborar respuestas colectivas a problemas urgentes. Rosario es una muestra insoportable de cómo el miedo, la superstición y la desidia devienen para un nutrido colectivo humano cuestiones de vida o muerte. 

LA POTENCIA DE EXISTIR: SEMINARIO (casi) COMPLETO // Diego Sztulwark en Chile, 11/2019

Clase I: Pierre Hadot


Clase II: Spinoza y Foucault
Parte 1

Parte 2


Clase III: Maquiavelo

 

La potencia de existir III: Maquiavelo // Diego Sztulwark en Chile

Spinoza/Lacan, excomuniones y consecuencias // Eva Tabakian

José Attal, La no-excomunión de Jacques Lacan. Cuando el psicoanálisis perdió a Spinoza, trad. Guadalupe Marando, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2012, 280 pp.

La excomunión de Jacques Lacan, es decir su ruptura con la Asociación Psicoanalítica Internacional en el año 1964, marca el comienzo de un nuevo movimiento en el psicoanálisis. A partir de este hecho y este acto, Lacan se autoriza a sí mismo a seguir impartiendo su enseñanza y a fundar una escuela propia, centrada en su persona y en su experiencia. Pero la excomunión a la que aludimos tiene nombre y apellido de filósofo: Baruch Spinoza, referente que signará el comienzo de una nueva etapa del psicoanálisis como ciencia del hombre. Es así que Spinoza (1632-1677) se localiza en el centro de este cambio, a pesar de que siempre estuvo presente en el corpus y en la construcción de los conceptos y las nociones que van estableciendo el psicoanálisis.

Esta es la hipótesis y la línea de trabajo que José Attal se propone en La no-excomunión de Jacques Lacan. Cuando el psicoanálisis perdió a Spinoza, mostrando el recorrido y el entramado de las ideas del filósofo marrano en la tradición del psicoanálisis.

Hay en principio una relación indirecta entre Spinoza y Freud que es fruto del medio en el que éste se formó como fisiólogo. Sus maestros Helmholtz, Brücke, Dubois Reymond y Fechner adherían al determinismo como principio absoluto y reconocían a Spinoza como inspirador de sus concepciones acerca de, por ejemplo, las relaciones estáticas de las pasiones y su correspondencia con la naturaleza fisiológica. Hay además una afirmación freudiana que data de 1931 en la que, después de admitir su “dependencia absoluta” de Spinoza, Freud precisa que ha construido sus hipótesis “a partir del clima que aquel creó más que a partir de un estudio de su obra”. En este punto de su argumentación, Attal recurre a Lacan para encontrar el nexo de unión entre los dos pensadores, y lo hace a partir del análisis de un sueño paradigmático que se encuentra en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis en el que justamente se trata la cuestión de la excomunión.

Este sueño es presentado por Freud en el capítulo VII de La interpretación de los sueños y se denomina “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” En él se trata de un padre que vela el cuerpo de su hijo muerto y al quedarse dormido sueña que éste lo increpa con esa frase. A partir de este análisis, Attal se propone mostrar una aproximación entre el tratamiento del presagio y la profecía en Freud y Spinoza y las concepciones de la imagen y la alucinación de los dos para relacionarlas más adelante con la cuestión del deseo y la identificación que aportará Lacan. Esta introducción es el punto de partida para plantear un rumbo teórico riguroso que se introduce en las hipótesis del lenguaje y el conocimiento de Spinoza prestando especial atención a la teoría del signo que presenta su teoría.

Para llevar a cabo este recorrido el autor recurre a una bibliografía extensa que cita en abundancia, un recurso que se repite en todo el libro. La intención es proporcionar el material necesario para comprender que Lacan, después de haberse identificado al comienzo de su seminario con Spinoza, se distancie de él y recurra a la lógica de los estoicos para definir la relación del signo y el analista.

La diferencia entre los estoicos y Spinoza es que con el signo de los primeros es posible alcanzar al sujeto mientras que el signo de Spinoza apunta al entendimiento. Primer testimonio de la separación de Lacan de la concepción spinozista ya que no corresponde al modo de operar del analista con el signo: “El psicoanalista interviene no porque comprenda, sino porque es afectado”, como bien dice Lacan.

Segundo testimonio. Lacan, en la última sesión del seminario que venimos exponiendo, recusa a Spinoza porque su posición respecto del sacrificio y del amor intellectualis dei resulta insostenible para los analistas. Este insostenible está estructurado por la cuestión del deseo del analista y de su destino. La distancia entre una posición y otra se entiende únicamente si se tiene presente la diferencia ontológica, que para el autor opera como lo que permite que a pesar de que Jacques Lacan como persona haya sido excomulgado, el analista quede por fuera de esta operación y pueda así seguir impartiendo su enseñanza.

Recordamos que poco antes Lacan había considerado a Spinoza como el único filósofo capaz de pensar el sentido eterno del sacrificio en el amor intellectualis y le reconocía el privilegio de haber pasado de la servidumbre a la libertad por el sacrificio.

Y por último, la despedida definitiva vendrá en la primera clase del seminario de La lógica del fantasma en la que Lacan sustituye la formula spinoziana del “deseo es la esencia del hombre” por “el deseo es la esencia de la realidad” por considerar que la primera es deudora de un sistema teológico (oposición hombre-dios) que el psicoanálisis no puede sostener. Sin embargo Attal no se contenta con especificar este distanciamiento de Lacan sino que extrae todavía una consecuencia más: dado que el famoso “retorno a Freud” se había hecho con Spinoza, el cierre del seminario de 1964 implicaría un fin de este retorno que se evidencia, para él, en una relación de distancia entre los dos.

Hay en toda esta construcción de la excomunión y la no-excomunión, un capítulo muy interesante en el que se relata toda la negociación entre Louis Althusser y Lacan para que este pudiera continuar con sus seminarios en la prestigiosa Ecole Normale Superieur una vez separado de la Asociación Internacional.

Allí se presenta un Althusser que tenía la “viva conciencia de que se estaba produciendo un movimiento” y que trató que el centro de ese movimiento fuera la escuela de la calle Ulm. En un paralelo con El príncipe de Maquiavelo, lectura predilecta de Althusser, se ve a través de sus cartas, cómo trata de manipular el pasaje de Lacan y las indicaciones tanto teóricas como políticas que le va señalando en sus intercambios, con la intención de hacer de él un instrumento de propagación de su propia doctrina.

En un juego que va desde el ajuste de cuentas a la empresa de seducción, Althusser le proporciona no sólo el lugar sino también el público que, de ahí en más, constituirá la nueva generación de seguidores de Lacan entre los cuales se encuentra nada menos que su futuro yerno y albacea, Jacques Alain Miller.

Pletórico de citas teóricas, de documentos y correspondencia, el libro de José Attal parece a veces caótico en su voluntad de dar cuenta de todo el material que lo conduce a su hipótesis de ruptura del psicoanálisis respecto de Spinoza.

Pero en ese mismo desorden que provoca la cantidad de material que maneja, pone a disposición del lector elementos por demás valiosos e importantes: pormenores de la excomunión de Spinoza, el acta que se labró en la ocasión, los ritos de la tradición judaica y los elementos que Lacan retoma para exponer su propia situación. Por otro lado, las diversas lecturas teóricas de Spinoza, que están citadas textualmente, desde Lorenzo Vinciguerra hasta Gilles Deleuze dan cuenta de un propósito de exhaustividad para validar sus hipótesis especulativas.

Spinoza disidente // Diego Tatián

NO HAY MENTES LIBRES QUE HABITEN CUERPOS OBEDIENTES

 

Compartimos un fragmento del libro “Spinoza disidente” del filósofo Diego Tatián, editado por Tinta Limón. Para el autor, la promesa democrática que el spinozismo atesora es un desafío para los teóricos y también una caja de herramientas para nuevas prácticas en las luchas sociales por venir. A su vez, se conjuga con una sabiduría de la adversidad que resulta novedosa incluso hoy para resistir en tiempos de oscuridad. Este sábado será la presentación en Caburé Libros. Acompañarán al autor Cecilia Abdo Ferez, Mariana Gainza, Sebastián Torres y Diego Sztulwark.

 

La filosofía spinozista enseña de este modo que ninguna criatura es soberana, propietaria de sí –o en palabras de la Ética: los seres no son en sí mismos sino en otro; no se explican ni se conciben por sí mismos sino por otro–. Ese otro es la naturaleza o la sustancia o Dios –que en Spinoza no es persona, no es alguien, no es un sujeto, ni algo que ordena y establece decretos por libre voluntad, ni ejerce conscientemente un poder, castiga, premia, condena o salva–. El Dios de Spinoza –si quisiera mantenerse la palabra, de la que sin embargo se podría prescindir sin que su filosofía perdiera nada– es indeterminado e irrecíproco. Todos los seres son en él (in Deo) y se definen por una capacidad de producir efectos en sí mismos y en los otros, por una potencia de actuar que explica y expresa la esencia infinita de Dios de manera determinada. Pero en cuanto parte de la potencia infinita de la naturaleza, la potencia por la que los modos finitos existen y obran no les es propia sino completamente impropia –o “transindividual”, según el concepto de matriz simondoniana con el que Etienne Balibar abonó la discusión spinozista a partir de su escrito de 1997–. En efecto, hay siempre una dimensión transindividual e impropia en lo que hacemos y pensamos, que sólo puede ser descifrada en la práctica y colectivamente. Nos hallamos aquí en las antípodas del sujeto cartesiano, en medio del complejísimo juego de ser con otros en una trama de afecciones y afectaciones por la que cada uno de ellos es determinado a obrar de una cierta y determinada manera.

A los presupuestos ontológicos de la libertad humana reseñados hasta aquí es necesario añadir que Spinoza niega que una idea pueda ser causa de un efecto en la extensión y que un cuerpo pueda causar un efecto en el pensamiento. Con ello desmantela la representación de la libertad que la funda en una acción voluntaria del alma sobre el cuerpo –pues “ni el cuerpo puede determinar al alma a pensar, ni el alma puede determinar al cuerpo al movimiento ni al reposo…” (E, III, 2)–, y la revela como una ficción. Cuerpo y alma no están pues “unidos” de manera ninguna, ni son “paralelos” (caso en el cual se estaría restableciendo el dualismo), sino más bien “son una sola y la misma cosa (… Mens et Corpus una, eademque res sit…), ya la consideremos bajo la perspectiva del atributo pensamiento o ya sea que se la considere bajo la perspectiva de la extensión –es decir, designan una identidad que “se expresa de dos maneras (duobus modis expressa)”–.

En el largo escolio de esta proposición –donde se concibe al cuerpo como “fábrica” (fabrica corporis) y se pone de manifiesto la ignorancia general respecto a lo que un cuerpo puede en virtud de las solas leyes de su naturaleza– Spinoza introduce una referencia al lenguaje, no irrelevante para la dimensión política y pública de la libertad que motiva la redacción del Tratado teológico-político. En ese escolio, en efecto, se afirma que los seres humanos no tienen poder sobre lo que dicen o callan puesto que el lenguaje obedece a una materialidad autónoma de una presunta voluntad libre: “…los asuntos humanos se hallarían en mucha mejor situación, si cayese igualmente bajo la potestad del hombre tanto el callar como el hablar. Pero la experiencia enseña sobradamente que los hombres no tienen sobre ninguna cosa menos poder que sobre su lengua”.

El lenguaje se determina por un impulso –que, como sucede con los afectos, difícilmente los seres humanos son capaces de contener– y se basa en la memoria involuntaria de las palabras. La conclusión materialista a partir de haberse postulado la identidad de cuerpo y alma es que “quienes creen que hablan o callan, o hacen cualquier cosa por libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos”.

El alma no es “causa libre” del lenguaje ni de sus acciones sino que está determinada a hablar o callar por algo determinado a su vez; en otros términos: así como “no hay ninguna facultad absoluta de entender, desear, amar, etc.” (E, II, 48, esc.), tampoco hay una facultad absoluta de hablar. El lenguaje se explica por los movimientos del cuerpo y la connexio extensa, por lo que no es efecto del pensamiento en tanto concatenación de ideas. Sin embargo, precisamente debido a que el cuerpo y el alma (en tanto idea corporis) son “una sola y la misma cosa”, la libertad de palabra no es inesencial ni exterior a la libertad de pensar. En efecto, el Tratado teológico-político no se propone tanto resguardar una libertad privada como fundar una libertad pública; ni tanto preservar la libertad de conciencia de su posible daño por parte de un poder común, como producir una libertad institucional capaz de expresar –sin expropiar– una potentia democratica que existe por naturaleza como poder colectivo de actuar y como inteligencia general. Esa común libertad civil, para ser tal, deberá manifestar (extender, incrementar, enmendar, desviar, politizar…) los derechos naturales y la naturaleza humana sin presuponer su cancelación ni su alienación –a la vez que su institución no equivale al derecho de cada cual “a vivir según su propio criterio”–. Se desvanece pues la tajante distinción entre foro interno y foro externo que Hobbes había establecido sustrayendo el primero (las creencias y las ideas en la medida en que no se comunican) del poder punitivo legítimo del Leviatán, cuyo ejercicio quedaba reducido a la exterioridad de las acciones y las palabras.

Contrario a ello, no hay para Spinoza libertad retenida, no manifestada o clandestina. La libertad es siempre política, efecto en la exterioridad, comunicación, puesto que el pensamiento es una res publica. No hay, en suma, “mentes libres que habiten cuerpos obedientes”, ni “libertad de pensamiento si hay servidumbre de los cuerpos”, ni es posible pues pensar lo que se quiera sin decir lo que se piensa (sometido esto a las restricciones que establece la paz), por lo que las ideas, las acciones y las palabras mantienen una unidad concomitante a la identidad del cuerpo y el alma que se expresa a través de ellas. Aunque la matriz tacitiana de la inspiración spinozista atestigua la “rareza” de la libertad (Rara temporum felicitate, ubi sentire quae velis, et quae sentias dicere licet –Tácito, Historias, I, 1), en cierto sentido el “Estado violento” es siempre provisorio si no una imposibilidad, por cuanto su propósito –imperar sobre las almas e imponer las opiniones y los afectos de los ciudadanos para que opinen y sientan de manera diferente a como lo hacen– está condenado al fracaso debido a la constitución del derecho natural humano. Aunque se lo proponga, nadie es capaz de renunciar a su libertad de opinión y pensamiento, por lo que atenta contra sí mismo un Estado que busca imponer obligaciones y prohibiciones sobre el habla civil, la contienda política y la conversación filosófica, pues “ni los más versados, por no aludir siquiera a la plebe, saben callar. Es este un vicio común de los hombres: confiar a otros sus opiniones, aun cuando sería necesario el secreto. El Estado más violento será, pues, aquel en que se niega a cada uno la libertad de decir y enseñar lo que se piensa…”.

Spinoza parte, pues, de la constatación de un hecho: los seres humanos son incapaces de ocultar sus pensamientos, que tienden siempre a manifestarse, a exteriorizarse en lenguaje y ponerse en circulación. La libertad de expresión (la libertas philosophandi pero no sólo; también la libertad de opinar sobre todas las cosas de todas las personas, cualquiera sea su competencia para hacerlo) no es tanto un imperativo moral como un requisito y una institución de la vida social que aspira a no ser violenta, habida cuenta de la irreductible diversidad humana en lo que respecta a las creencias y opiniones en materia religiosa, filosófica y política.

Lejos de obtener el efecto buscado de reprimir las opiniones adversas y ser eficaz en la censura de las palabras públicas que realizan y expanden la libertad de pensar, la violencia contra el lenguaje ocasiona lo contrario (“…está muy lejos de ser posible que todos los hombres hablen de modo prefijado. Antes al contrario, cuanto más se intenta quitarles la libertad de hablar, más se empeñan en lo contrario”), y tienen por efecto la persecución, el exilio y el suplicio de las personas honradas, a la vez que la deslealtad y la adulación de quienes medran en la proximidad del monarca.

La libertad establece así la encrucijada entre filosofía y política que conjunta el contenido filosófico de la política y el contenido político de la filosofía. La libertas philosophandi es una libertad política elemental en el spinozismo (más que un motivo liberal acaso podría detectarse aquí un lejano eco socrático), a la vez que las instituciones políticas democráticas expanden las condiciones de una filosofía común o en común, es decir una multiplicación no estrictamente de filósofos sino de “lectores con espíritu filosófico”, según el anhelo de interlocución al que convoca el prefacio del Tratado teológico-político.

 

Al igual que Dios, el hombre obra por absoluta necesidad de su naturaleza, y conforme esa necesidad se esfuerza por conservar su ser. La libertad humana –dice Spinoza en el capítulo del Tratado político sobre el derecho natural– no podría ser atribuida a nada que suponga impotencia (no existir, no pensar, no actuar en conformidad con la naturaleza…) puesto que es una virtud y una perfección que no debe ser confundida con la “contingencia” (TP, II, 7). Se introduce allí una clásica distinción del derecho romano entre estar y obrar bajo el poder de otro (alterius juris esse) y ser autónomo (sui juris esse). Spinoza describe someramente aquí las formas de ejercicio de poder que afectan o destruyen la libertad, por coacción o por impedir que alguien actúe orientado por la propia utilitas según su naturaleza. Esas formas son materiales (encarcelar, desarmar, impedir el movimiento por alguna amenaza…) o ideológicas: infundir miedo, conceder favores para mantener a alguien obligado, pero también el “engaño” que se apropia de la facultad de juzgar de otros para someterlos de ese modo a su propia conveniencia (TP, II, 9-11).

En el estado de naturaleza el derecho natural –por consiguiente la libertad– es siempre precario, frágil, mínimo (o directamente nulo) y abstracto. Es esta la principal diferencia con el jusnaturalismo hobbesiano, del que Spinoza parte para subvertirlo. En efecto, la política es autoinstitución de la libertad que no tanto conserva sino más bien concreta al derecho natural y le confiere realidad, por lo que la libertad puramente individual es una postulación abstracta, en cuanto tal ínfima si no inexistente, apenas un ente de razón. En Spinoza, la libertad (también la que llamamos “individual”) es un efecto de lo común, requerido por ella como su condición de posibilidad. El derecho civil, la existencia pública organizada en instituciones políticas y la vida en sociedad son una extensión y una prolongación del derecho natural –son el derecho natural mismo que adquiere de este modo realidad, por lo que la institución de lo común nunca presupone una cancelación de la naturaleza y del derecho provisto por ella a todos los seres, sino una emmendatio politizadora que lo mantiene inmanente a la Ciudad instituida, y de esta manera lo radicaliza–.

No hay por tanto libertad solitaria (podría invertirse aquí la clásica formulación liberal y reescribirla con una pequeña enmienda: “mi libertad no termina sino que empieza donde empieza la libertad de otro”); más bien, lo que Spinoza llama “estado de soledad” (ni de guerra ni de paz) es aquel en el que la libertad y el derecho son reducidos a su mínima expresión –por tanto un estado contranatural, ni propiamente natural ni plenamente político–. Spinoza parece distinguir entre la soledad que es condición propia del estado natural y una soledad social producida por el terror, según un pasaje que describe anacrónicamente de manera bastante aproximada lo que hoy llamaríamos “terrorismo de Estado”. “De una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas, porque son presa del terror (metu territi), no cabe decir que está en paz, sino más bien que no está en guerra… Por lo demás, aquella sociedad cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad que el de sociedad (rectiùs solitudo, quam Civitas dici potest)” (TP, V, 4).

La supresión de la libertad por el terror no retrotrae a la vida precaria del estado natural; más bien inmuniza a los seres de los vínculos que pudieran establecer con otros y produce una forma de existencia despojada de humanidad, donde la vida se encuentra reducida a “la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales” (TP, V, 5). Al contrario de la “soledad”, la construcción común de la libertad como desbloqueo de la vida activa –es decir como establecimiento de un conjunto de condiciones institucionales y sociales que favorecen la manifestación de la potencia de actuar, de pensar y de hablar (que es una sola), así como también la irrupción de nuevas composiciones y singularidades sociales– es lo que Spinoza designa con una palabra antigua y denostada: democracia.

En tanto apertura de lo político y no una forma de gobierno entre otras, la cuestión democrática es la cuestión de la “multitud libre” –motivo fundamental del Tratado político que sustrae al spinozismo de cualquier reducción liberal de su pensamiento–. François Zourabichvili proponía que con el concepto de “multitud libre” Spinoza designa el “momento originario” de la política, una instancia intermedia aún no organizada propiamente en un régimen institucional pero ya fuera del estado de naturaleza; libre sería pues la multitud en el “momento indeterminado” del estado civil.

Pero además de condición de la política, la multitud libre –que no debe ser confundida con la “fábula” de una multitud racional (TP, I, 5)– sería también su efecto. En cuanto presupuesto de la condición social en general, toda forma de gobierno es originariamente democrática, pues su establecimiento requiere el momento originario de la multitud libre. Pero una multitud no lo es (es “esclava”) cuando se halla sometida a otro por derecho de guerra, o bien cuando es dominada por el miedo y reducida a la soledad. El “cultivo de la vida” y la “esperanza” en vez del miedo a la muerte es lo que anima a una multitud cuando es libre (TP, V, 6), y para que ello suceda –según enseña Maquiavelo, conforme la interpretación spinozista del segretario fiorentino como partisano de la libertad–, “la multitud debe guardarse de confiar su salvación a uno solo” (TP, V, 7).

La inagotable vitalidad de la multitud libre produce instituciones que la expresan sin reducirse nunca completamente a ellas. Pensada en clave spinozista, democracia es manifestación, incremento, apertura, composición imprevista de diferencias, y nunca bloqueo del deseo por el procedimiento, inhibición del occursus entre heterogeneidades favorables o imposición de soledad. La libertad originaria se concreta en un régimen donde la constitución, las leyes y los procedimientos son instituciones forjadas por la vida popular, por las luchas sociales y la experiencia colectiva, que de este modo es siempre “autoinstitución ininterrumpida”. Comprendida como inmanencia de lo instituyente en las instituciones, democracia nunca presupone la desconfianza de la potencia común, la inhibición por el miedo ni la despolitización del cuerpo colectivo para su control, a la vez que se desmarca del idealismo que postula por principio del pensamiento una representación de cómo los seres humanos deberían ser (racionales, virtuosos, solidarios, austeros, justos), para tomar en cuenta el poder de los afectos sobre la vida humana (lo cual no equivale a decir que los individuos y las sociedades se hallan condenados a las pasiones tal y como irrumpen inmediatamente). En cuanto potentia democratica, la multitud libre es Abgrund; porta una excedencia (la misma excedencia en virtud de la cual la vida desquicia y vulnera las formas que por un momento la contuvieron) y una inadecuación, que es el punto exacto de irrupción de la libertad. Despojada de este legado maquiaveliano-spinozista, la democracia es impotente y es frágil.

 

Sobre el militante investigador, para Canadá (20/09/03) // Colectivo Situaciones

Una introducción

I

Y por fin hemos aprendido que el poder no es —para nada— el lugar político por excelencia. Como decía Spinoza, el poder es el lugar de la tristeza y de la impotencia más absoluta. ¿Cómo llamaremos a este saber sobre la emancipación que ya no concibe que el cambio pase por la detentación del aparato del estado, del poder central, sino por la destitución de todo centro?

En a Argentina han resurgido, durante los últimos años, la lucha popular: los piquetes han acelerado el ritmo de la radicalización. El compromiso y la pregunta por las formas concretas de intervención se han tornado nuevamente cruciales.

La contraofensiva se produce en forma múltiple y lucha no es sólo contra los enemigos visibles sino también contra quienes pretenden formatear las experiencias de contrapoder para encapsularlas en esquemas preestablecidos.

Las luchas por la dignidad y la justicia no se han agotado: el mundo, todo, comienza a ser cuestionado y reinventado nuevamente. Es esta activación de la lucha —verdadera contraofensiva— lo que alienta a la producción y la difusión de las hipótesis del contrapoder.

Según James Scott[i] el punto de partida de la radicalidad es la resistencia física, práctica, social. Toda relación de poder, de subordinación, produce lugares de encuentro entre dominadores y dominados. En estos espacios de encuentro los dominados exhiben un discurso público que consiste en decir aquello que los poderosos quieren oír, reforzando la apariencia de su propia subordinación, mientras que —silenciosamente— se produce, en un espacio invisible al poder, un mundo de saberes clandestinos que pertenecen a la experiencia de la micro-resistencia, de la insubordinación.

Esto ocurre en forma permanente, salvo en épocas de rebelión, cuando el mundo de los oprimidos sale a la luz pública, sorprendiendo a propios y extraños.

Así, el universo de los dominados existe escindido: como un servilismo activo y una subordinación voluntaria, pero también como un silencioso lenguaje que hace circular un conjunto de chistes, rituales y saberes que conforman los códigos de la resistencia.

Y bien, es esta preexistencia de las resistencias lo que da pertinencia a la fundación de la figura del Militante Investigador[1], cuya pretensión es la de desarrollar una labor teórica y práctica orientada coproducir los saberes y los modos de una sociabilidad alternativa, a partir de la potencia de estos saberes subalternos.

Una auténtica antipedagogía (como quería Josef Jacotot[2]): la investigación militante no trabaja a partir de un conjunto de saberes propios sobre el mundo, ni sobre cómo debieran ser  las cosas. Muy por el contrario, la única condición a priori del militante investigador parece ser la de ser fiel a su “no saber”…

Como veremos a continuación, entonces, la figura del militante de investigación no es ni la del investigador académico, ni la del militante político, ni la del humanitarista de las ONG, ni la del alternativo, ni la del simple bienintencionado.

Tan lejos de las instituciones como de todo conjunto de certezas ideológicas, se trata mas bien de organizar la vida según la elaboración de un conjunto de hipótesis (prácticas y teóricas) sobre las vías de la emancipación como autoemancipación: de la composición de que potencia las búsquedas y los elementos de sociabilidad alternativa.

A diferencia de la investigación universitaria, se trata de trabajar en colectivos autónomos que no obedezcan a reglas impuestas por la academia. No se pretende utilizar las experiencias como campo de confirmación de las hipótesis de laboratorio, sino de establecer un vínculo positivo con los saberes subalternos, dispersos y ocultos, para producir un cuerpo de saberes prácticos de contrapoder.

Como es sabido, la investigación académica está sometida a todo un conjunto de dispositivos alienantes que separan al investigador del sentido mismo de su actividad: se debe acomodar el trabajo a determinadas reglas, temas y conclusiones. El financiamiento, las tutorías, los requerimientos de lenguaje, el papeleo burocrático, los congresos vacíos y el protocolo, constituyen las condiciones en que se desarrolla la práctica de la investigación oficial.

La investigación militante se aleja de esos ámbitos (claro que sin oponerse a ellos ni desconocerlos[ii]), e intenta trabajar bajo condiciones alternativas, creadas por el propio colectivo y por los lazos de contrapoder en los que se inscribe, procurando una eficacia propia en la producción de saberes útiles a las luchas.

La investigación militante modifica su posición: trata de generar una capacidad de las luchas de leerse a sí mismas y, por tanto, de retomar y difundir los avances y las producciones de otras experiencias.

A diferencia del militante político, para quien la política pasa siempre por la política, el militante investigador es un personaje hecho de interrogaciones, no saturado de sentidos ideológicos y de modelos sobre el mundo.

La investigación militante no es tampoco una práctica de “intelectuales comprometidos” o de un conjunto de “asesores” de los movimientos sociales. El objetivo no es politizar ni intelectualizar las experiencias. No se trata de lograr que éstas den un salto, para pasar de lo social a la “política seria”.

La pista de la multiplicidad es opuesta a estas imágenes del salto y la seriedad: no se trata de enseñar ni de difundir textos claves, sino de buscar en las prácticas las pistas emergentes de la nueva sociabilidad. Separado de las prácticas, el lenguaje de la investigación militante se reduce a la difusión de una jerga, una moda o una nueva ideología pseudo universitaria desprovista de anclaje situacional.

Materialmente la investigación militante se desarrolla bajo las formas del taller y la lectura colectiva, de la producción de las condiciones para el pensar y la difusión de textos productivos, en la generación de circuitos fundados en experiencias concretas de lucha, con el estudio y entre núcleos de militantes investigadores. En el presente artículo intentaremos presentar algunas elaboraciones surgidas a partir de nuestra labor realizada en La Argentina entre los anos 2000 y 2003.

1.

La investigación militante, tal como la desarrollamos, carece de objeto. Somos concientes del carácter paradójico de este enunciado –si se investiga, se investiga algo; si no hay algo que investigar, ¿cómo hablar de una investigación?– y, a la vez, estamos convencidos de que este carácter es lo que le da, precisamente, su potencia. Investigar sin objetualizar, de hecho, implica ya abandonar la imagen habitual del investigador. Y el militante investigador aspira a ello.

En efecto, la investigación puede ser una vía de objetualización (nuevamente, no es una originalidad de nuestra parte confirmar este viejo saber. No es por esto menos cierto, sin embargo, que este efecto es uno de los límites más serios de la subjetividad habitual del investigador). Tal como lo recuerda Nietzsche, el hombre (y la mujer) teórico/a –que es algo más complejo que el “hombre (y la mujer) que lee”– es aquel (o aquella) que percibe la acción desde un punto de vista del todo exterior (es decir, que su subjetividad está constituida de manera completamente independiente respecto de esa acción). Así, el teórico (o la teórica) trabaja atribuyendo una intención al sujeto de la acción. Seamos claros: toda atribución de este tipo supone, respecto del protagonista de la acción observada, un autor y una intención; le confiere valores y objetivos, en fin, produce “saberes” sobre la acción (y el actuante).

Por esta vía, la crítica  queda ciega al menos respecto de dos momentos esenciales: por un lado respecto del sujeto –exterior– que la ejerce. El investigador no precisa investigarse. Él puede construir saberes consistentes sobre la situación en la medida de –y, precisamente, gracias a– su estar afuera, a la distancia prudencial que, se supone, garantiza cierta objetividad. Y bien, esa objetividad es auténtica y eficaz en la misma medida en que ella no es otra cosa que la contracara de la objetualización –violencia– de la situación sobre la que se trabaja.

Pero hay aun otro aspecto en que la crítica queda ciega: el investigador –en su acción de atribuir– no hace más que adecuar los recursos disponibles de su propia situación de investigación a las incógnitas que su objeto le presenta. El investigador, por esa vía, se constituye en una máquina de otorgar –a su objeto– sentidos, valores, intereses, filiaciones, causas, influencias, racionalidades, intenciones y motivos inconcientes.

Ambas cegueras, o la misma ceguera frente a dos puntos (respecto del sujeto que atribuye y respecto de los recursos de la atribución), confluyen en la configuración de una única operación: una máquina de juzgar el bien y el mal de acuerdo al conjunto de valores disponibles.

Esta modalidad de producción de conocimientos nos pone frente a un dilema evidente. La investigación universitaria tradicional –con su objeto, su método de atribución y sus conclusiones– obtiene, claro, conocimientos de valor –sobre todo descriptivos– respecto de los objetos que investiga. Pero esta operación descriptiva no es de ningún modo posterior a la conformación del objeto sino que ella misma resulta ser productora de tal objetualización. A punto tal que la investigación universitaria será tanto mas eficaz cuanto mejor emplee estos poderes objetualizantes. De esta forma –la ciencia, y en especial aquella llamada social– opera más como separadora –y cosificadora– de las situaciones en las que participa que como elemento interior de la creación de eventuales experiencias (prácticas y teóricas).

El investigador (o la investigadora) se ofrece él mismo como sujeto de síntesis de la experiencia. Él es quien explica la racionalidad de lo que acontece. Y como tal queda preservado: en tanto necesario punto ciego de dicha síntesis. Él mismo, como sujeto dador de sentido queda exceptuado de todo autoexamen. Él y sus recursos –sus valores, sus nociones, su mirada– se constituyen en la máquina que clasifica, coherentiza, inscribe, juzga, descarta y excomulga. En fin, el intelectual es quien “hace justicia” respecto de los asuntos de la verdad, en tanto administración –adecuación– de lo que existe respecto de los horizontes de racionalidad del presente.

2.

Y bien, hemos hablado del compromiso y de la militancia. ¿Es que estamos proponiendo acaso la superioridad del militante político respecto del investigador universitario?

No lo creemos. La militancia política es también una práctica con objeto. Como tal, ha quedado ligada a una modalidad de la instrumentalidad:  aquella que se vincula con otras experiencias con una subjetividad siempre ya constituida, con saberes previos –los saberes de la estrategia–, provistos de enunciados de validez universal, puramente ideológicos. Su forma de ser con los otros es el utilitarismo: nunca hay afinidad, siempre hay “acuerdo”. Nunca hay encuentro, siempre hay “táctica”. En definitiva: la militancia política –sobre todo la partidaria– difícilmente pueda constituirse en una experiencia de autenticidad. Ya desde el comienzo queda atrapada en la transitividad: lo que le interesa de una experiencia es siempre “otra cosa” que la experiencia en sí misma. Desde este punto de vista, la militancia política –y no estamos exceptuando a las militancias de izquierdas– es tan exterior, enjuiciadora y objetualizante como la investigación universitaria.

Agreguemos el hecho que el militante humanitario –digamos, el de las ONG’s– no escapa tampoco a estos mecanismos manipuladores. En rigor, la ideología humanitarista –ahora globalizada– se constituye a partir de una imagen idealizada de un mundo ya hecho, inmodificable, frente al cual sólo queda dedicar esfuerzos a aquellos lugares –más o menos excepcionales– en que aun reina la miseria y la irracionalidad.

Los mecanismos desatados por el humanitarismo solidario no sólo dan por cerrada toda creación posible sino que, además, naturalizan –con sus misericordiosos recursos de la beneficencia y su lenguaje sobre la exclusión– la objetualidad victimizante que separa a cada cual de sus posibilidades subjetivantes y productivas.

Si nos referimos al compromiso y el carácter “militante” de la investigación, lo hacemos en un sentido preciso, ligado a cuatro condiciones: a–el carácter de la motivación que sostiene la investigación; b–el carácter práctico de la investigación (elaboración de hipótesis prácticas situadas); c–el valor de lo investigado: el producto de la investigación sólo se dimensiona en su totalidad en situaciones que comparten tanto la problemática investigada como la constelación de condiciones y preocupaciones; y d–su procedimiento efectivo: su desarrollo es ya resultado, y su resultado redunda en una inmediata intensificación de los procedimientos efectivos.

3.

De hecho, toda idealización refuerza este mecanismo de la objetualización. Este es un auténtico problema para la militancia de investigación.

La idealización –aun cuando ella recaiga sobre un objeto no consagrado a tales efectos– resulta siempre del mecanismo de la atribución (incluso si ésta no se da bajo la modalidad de las pretensiones científicas o políticas). Porque la idealización –como toda ideologización– expulsa de la imagen construida todo aquello que pudiera hacerla caer como ideal de coherencia y plenitud.

Sucede, sin embargo, que todo ideal –a contrapelo de lo que cree el idealista– esta mas del lado de la muerte que de la vida. El ideal amputa realidad a la vida. Lo concreto –lo vivo– es parcial e irremediablemente inhaprensible, incoherente y contradictorio. Lo vivo –en la medida en que persista en sus capacidades y potencias– no precisa ajustarse a imagen alguna que le otorgue sentido o que lo justifique. Es a la inversa:  es en sí mismo fuente creadora –no objeto o depositario– de valores de justicia. De hecho, toda idea de un sujeto puro o pleno no es mas que la conservación de este ideal.

La idealización oculta una operatoria inadvertidamente conservadora: tras la pureza y la vocación de justicia que parece darle origen, se esconde –nuevamente– el arraigo de los valores dominantes. De allí la apariencia justiciera del idealista: quiere hacer justicia, es decir, desea materializar, efectivizar, los valores que tiene por buenos. El idealista no hace sino proyectar esos valores sobre lo idealizado (momento en el cual aquello que era múltiple y complejo se torna objeto, de un ideal) sin llegar a interrogarse a sí mismo sobre sus propios valores; es decir, sin realizar una experiencia subjetiva que lo transforme.

Este mecanismo termina por revelarse como el más serio de los obstáculos del militante investigador: al originarse en formas sutiles y casi imperceptibles, la idealización va produciendo una distancia insalvable. Al punto que el militante investigador no logra ver sino solo lo que ha proyectado en lo que se le aparece ya como una plenitud.

De allí que esta actividad no pueda existir sino a partir de un trabajo muy serio sobre el colectivo mismo de investigación; es decir, no puede existir sin investigarse seriamente a sí mismo, sin modificarse, sin reconfigurarse en las experiencias de las que toma parte, sin revisar los ideales y valores que sostiene, sin criticar permanentemente sus ideas y lecturas, en fin, sin desarrollar prácticas tanto hacia todas las direcciones posibles.

Esta dimensión ética remite a la complejidad misma de la investigación militante: la labor subjetivizante de deconstruir toda inclinación objetualizante. En otras palabras: de realizar una investigación sin objeto.

Como en la genealogía, se trata de trabajar al nivel de la “crítica de los valores”. De penetrarlos y destrozar “sus estatuas”, como afirma Nietzsche. Pero este trabajo –que está orientado por y hacia– la creación de valores no se hace en la mera “contemplación”. Requiere de la crítica radical de los valores en curso. De allí que implique una esfuerzo de deconstrucción de las formas dominantes de la percepción (interpretación, valoración). No hay, por tanto, creación de valores sin producción de una subjetividad capaz de someterse a una critica radical.

4.

Una pregunta se hace evidente: ¿es posible una investigación tal sin que a la vez se desate un proceso de enamoramiento? ¿Cómo sería posible el vínculo entre dos experiencias sin un fuerte sentimiento de amor o de amistad?

Efectivamente, la experiencia de la militancia de investigación se parece a la del enamorado, a condición de que entendamos por amor lo que cierta larga tradición filosófica –materialista– entiende por tal: es decir, no algo que le pasa a uno con respecto a otro sino un proceso que como tal toma a dos o más. Lo que convierte lo “propio” en “común”. De un amor así se participa. Un proceso tal, no se decide intelectualmente: toma la existencia de dos o más. No se trata de ninguna ilusión, sino de una experiencia auténtica de antiutilitarismo.

En el amor, en la amistad, al contrario que en los mecanismos que vinimos describiendo hasta ahora, no hay objetualidad ni instrumentalismo. Nadie se preserva de lo que puede el vínculo, ni se sale de allí incontaminado. No se experimenta el amor ni la amistad de manera inocente: todos salimos reconstituidos de ellos. Estas potencias –el amor y la amistad– tienen el poder de constituir, cualificar y rehacer a los sujetos a los que atrapa.

Este amor –o amistad– se constituye como una relación que indefine lo que hasta el momento se preservaba como individualidad, componiendo una figura integrada por más de un cuerpo individual. Y, a la vez, tal cualificación de los cuerpos individuales que participan de esta relación hace fracasar todos los mecanismos de abstracción –dispositivos que hacen de los cuerpos cuantificados objetos intercambiables–, tan propios del mercado capitalista como de los demás mecanismos objetualizadores nombrados.

De allí que consideremos este amor como una condición de la investigación militante.

Y bien, a lo largo de este libro nos hemos referido varias veces a este proceso de amistad o enamoramiento, bajo el nombre –menos comprometedor– de la composición. A diferencia de la articulación, la composición, no es meramente intelectual. No se basa en intereses ni en criterios de conveniencia (ni políticas ni de otro orden). A diferencia de los “acuerdos” y de las “alianzas” (estratégicos o tácticos, parciales o totales) fundados en coincidencias textuales, la composición es más o menos inexplicable, y va más allá de todo lo que se pueda decir de ella. De hecho –al menos mientras dura–, es mucho más intensa que todo compromiso meramente político o ideológico.

El amor y la amistad nos hablan del valor de la cualidad sobre la cantidad: el cuerpo colectivo compuesto de otros cuerpos no aumenta su potencia según la mera cantidad de sus componentes individuales, sino en relación a la intensidad del lazo que los une.

5.

Amor y amistad, entonces: la labor de la militancia de investigación no se identifica con la producción de una línea política. Trabaja –necesariamente– en otro plano.

Si sostenemos la distinción entre “la política” (entendida como lucha por el poder) y las experiencias en las que entran en juego procesos de producción de sociabilidad o de valores, podemos distinguir entonces al militante político (que funda su discurso en algún conjunto de certezas), del militante investigador (que organiza su perspectiva a partir de preguntas críticas respecto de esas certezas).

Sin embargo, es esta distinción la que a menudo se pierde de vista, cuando se presenta una experiencia como modelo, haciendo de ella fuente de una línea política, sin más.

En cierta medida, entonces, se ha creído ver el nacimiento de una línea “situacionista”, como el producto idealizado del lenguaje –más bien, la jerga– de la publicación y la imagen que –aparentemente– el cuaderno transmite –al menos en algunos lectores– de la experiencia.

Detractores y adherentes de esta nueva línea han hecho de ella motivo de disputas y de conjuras. No podemos, al respecto, más que admitir que de todos los destinos posibles de este encuentro, estas reacciones son las que menos nos motivan, tanto por la improductividad manifiesta que resulta de tales repudios y adhesiones, como por la forma en que dichas idealizaciones (positivas o negativas por igual) suelen sustituir una mirada más crítica sobre quienes las realizan. Así, se adopta rápidamente una posición demasiado acabada frente a lo que pretende ser un ejercicio de apertura.

6.

Demos un paso más en la construcción del concepto de una investigación sin objeto. Interioridad e inmanencia no son necesariamente procesos idénticos.

Dentro y fuera, inclusión y exclusión, son (si se nos permite tal expresión) categorías de la ideología dominante: suelen ocultar mucho más que lo que revelan. Esto es: la experiencia del militante de investigación no es la de estar adentro, sino la de trabajar en inmanencia.

Digamos que la diferencia puede ser presentada en los siguientes términos: el adentro (y por tanto el afuera) define una posición organizada a partir de un cierto limite al que consideramos relevante. Dentro y fuera remiten a la ubicación en relación de un cuerpo o elemento en relación a una disyuntiva o una frontera. Estar adentro es también -en este línea- compartir una propiedad común, que nos hace pertenecer a un mismo conjunto.

Este sistema de referencias nos interroga por el lugar en donde nos estamos situados: nacionalidad, clase social, o bien sobre el sitio en que elegimos situarnos frente a… las próximas elecciones, la invasión militar a Colombia o a la programación de los canales de cable…

En el extremo, la pertenencia “objetiva” (aquella que deriva de la observación de una propiedad común) y la” subjetiva” (aquella que deriva de una elección frente a) se unen para alegría de las ciencias sociales: Si somos trabajadores desocupados podemos optar por ingresar a algún movimiento piquetero; si somos de la clase media podemos optar por ser parte de alguna asamblea vecinal. Sobre la determinación –pertenencia común a un mismo conjunto, en este caso la clase social- se hace posible –y deseable- la elección (el grupo de comunes con quienes nos agruparemos).

En ambos casos el estar adentro implica respetar un límite preexistente que distribuye de manera mas o menos involuntaria lugares y pertenencias. No se trata de desconocer las posibilidades que derivan del momento de la elección –que pueden ser, como en el caso de este ejemplo, altamente subjetivante- cuando de distinguir el mero “estar” y su “adentro” (o “afuera”, da igual) de los mecanismos de producción subjetiva que surgen a partir de desobedecer estas estos destinos hasta que, en el límite, no se trata ya de reaccionar frente a opciones ya codificadas cuanto de producir uno mismo los términos de la situación.

En este sentido vale la pena presentar la imagen de la inmanencia como otra cosa del mero estar adentro.

la inmanencia refiere una modalidad de habitar la situación y trabaja a partir de la composición –el amor o la amistad– para dar lugar a nuevos posibles materiales de dicha situación. La inmanencia es, pues, una copertenencia constituyente que atraviesa transversal o diagonalmente las representaciones del “adentro” y el “afuera”. Como tal no se deriva del estar, sino que requiere una operación del habitar, del componer.

En resumen: inmanencia, situación, composición, son nociones internas a la experiencia de la militancia de investigación. Nombres útiles para las operaciones que organizan un devenir común y, sobre todo, constituyente. Si en otra experiencia devienen jerga de una nueva línea política o categorías de una filosofía a la moda –asunto que no nos interesa en lo más mínimo– obtendrán, seguramente, un nuevo significado a partir de esos usos que no son los nuestros.

En otras palabras: la diferencia operativa entre el “adentro” de la representación (fundamento de la pertenencia y la identidad) y la conexión de la inmanencia (el devenir constituyente) pasa por la mayor disponibilidad que esta última forma nos otorga para participar de nuevas experiencias.

7.

Parece que hemos llegado a producir una diferencia entre el amoramistad y las formas de objetivación contra las que pretende alzarse la figura –precaria, insistimos– del militante investigador.

Sin embargo, no hemos ingresado aun en el asunto –fundamental– de la ideologización del enfrentamiento.

La lucha activa capacidades, recursos, ideales y solidaridades. Como tal nos habla de una disposición vital, de dignidad. En ella, el riesgo de la muerte no es buscado ni deseado. De allí que el sentido de los compañeros muertos no sea nunca pleno, sino doloroso. Este dramatismo de la lucha es, sin embargo, banalizado cuando se ideologiza el enfrentamiento, hasta postularlo como sentido excluyente.

Cuando esto sucede no hay lugar para la investigación. Como se sabe, ambas –ideología e investigación– tienen estructuras opuestas: mientras la primera se constituye a partir de un conjunto de certezas, la segunda sólo existe a partir de una gramática de las preguntas.

Sin embargo, la lucha –la lucha necesaria, noble– no lleva de por sí a la exaltación del enfrentamiento como sentido dominante de la vida. Sin dudas que el límite puede parecer algo delgado en el caso de una organización en lucha permanente como una organización piquetera y, sin embargo, dar por sentado este punto sería prejuzgar.

A diferencia de la subjetividad militante que suele sostenerse en un sentido dado por la polarización extrema de la vida –la ideologización del enfrentamiento–, las experiencias que buscan construir otra sociabilidad procuran activamente no caer en la lógica del enfrentamiento, según la cual la multiplicidad de la experiencia se reduce a este significante dominante.

Y bien, el enfrentamiento, por sí mismo, no crea valores. Como tal, no va más allá de la distribución de los valores dominantes.

El resultado de una guerra nos indica quiénes se apropiarán de lo existente. Quién tendrá el derecho de propiedad de los bienes y los valores existentes.

Si la lucha no altera la “estructura de sentidos y valores” sólo se asiste a un cambio de roles, lo que es toda una garantía de supervivencia para la estructura misma.

Llegados a este punto se dibujan frente a nosotros dos imágenes completamente diferentes de la justicia –porque en definitiva de eso se trata–. De un lado, la vía de la lucha por la capacidad de ejercer la máquina de juzgar. Hacer justicia es atribuirse para sí lo que se considera lo justo. Es interpretar de otro modo la distribución de los valores existentes. La otra, sugiere que de lo que se trata es de devenir creador de valores, de experiencias, de mundo.

De allí que toda lucha –que no sea idealizada– tenga esa doble dirección que parte de la autoafirmación: hacia “adentro” y hacia “afuera”.

8.

La investigación militante no busca una experiencia-modelo. Es más, se afirmar contra la existencia de tales ideales. Se dirá –y con razón– que una cosa es declamar este principio y otra muy diferente es alcanzarlo prácticamente. Se podrá concluir también –y acá comienzan nuestras dudas– que para que este noble propósito sea realidad haría falta hacer explícitas “nuestras críticas”. Y bien, si se observa bien la demanda, se vería hasta qué punto lo que se nos estaría pidiendo sería guardar el modelo –ahora de manera negativa– para comparar la experiencia real al modelo ideal, mecanismo que utilizan las ciencias sociales para extraer sus “juicios críticos”.

Como se ve, todas estas reflexiones sobre la crítica y la producción de conocimientos no son asuntos menores, y no lo son porque atañen a formas de la justicia (y el juicio no es otra cosa que la forma judicial de la justicia). Este artículo no puede ofrecer nada parecido a un hecho jurídico, ni provee recursos para hacer juicios con otras experiencias. Más bien lo contrario es cierto: si algo hemos pretendido sus “autores” –cadáveres que hablando, escriben– ha sido ofrecer una imagen diametralmente opuesta de la justicia, fundada en la composición. ¿Para qué sirve esto? No hay respuestas previas.

C.S., septiembre de 2003

[1] La figura del “militante investigador” fue presentada por primera vez en Miguel Benasayag y Diego Sztulwark; Política y situación. De la potencia al contrapoder. Ediciones De mano en mano, Bs. As., 2000.

[2] Ver muy especialmente las hermosas páginas del libro de Jacques Ranciére, El Maestro Ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual  (Laertes, Barcelona, 2002)

[i] James C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Ed. Era, México, 2000

[ii] Lejos de desconocer o negar la investigación universitaria, se trata de alentar otra relación con los saberes populares. Mientras los conocimientos producidos por la academia suelen constituir un bloque ligados al mercado y al discurso científico (despreciando toda otra forma de producción de saberes)  lo propio de la investigación militante es la búsqueda de los puntos en que estos saberes pueden componerse con los populares.

 

Dossier: Borradores de investigación #02 (septiembre de 2001) // Colectivo Situaciones

Índice

EDITORIAL
– La vida en Borrador

EDUCACIÓN POPULAR
– Una pedagogía no capitalista

DOSSIER
La Comunidad Educativa Creciendo Juntos

– Presentación del encuentro

– Las hipótesis

– La entrevista

– Notas sobre el trabajo, el conocimiento y el antiutilitarismo

– Una reflexión sobre la educación, el sindicalismo y el poder

UNIVERSIDAD
– Presentación

– La Cátedra del Che: una experiencia de pensamiento

– ¿Universidad o muerte?

CONOCIMIENTO ANTIUTILITARIO
– Nadie sabe lo que puede un mozo

 

EDITORIAL

La vida en borrador

1- Borradores no es exactamente una revista. Es casi una revista.
No es tampoco un cuadernillo, ni un folleto. Es una aspiración, un boceto, una intención de ser algo más que un conjunto de páginas borroneadas.
Borradores es también un hecho de conciencia: sabemos que no hay sino borradores, y que toda pretensión de conclusión -que se nos aparece como ideal del pensamiento- es, finalmente, una trampa de todo pensar.
Borradores no es sino eso, un conjunto de borradores.
Su valor no está en la percepción con que sean expuestas esas discusiones, sino en el hecho de ser sostenidas por un grupo militante, que lleva adelante una investigación teórica y práctica, política, libertaria.

Las ideas que el lector hallará aquí son ideas casi terminadas, pero siempre “casi”, nunca del todo. Se dirá que esto es lo propio de un borrador, o de un conjunto de ellos. Y sin embargo, a lo largo de la existencia de esta publicación del Colectivo Situaciones, sostendremos que los borradores no solamente refieren a los momentos previos al acto, al ensayo, a los malogrados intentos fallidos que preceden a la puesta final.
Borradores es algo más que esos papeles que van, inevitablemente, al cesto de la basura.
No se trata de esconder los pasos previos, tras el resultado logrado. Estos borradores no preceden a ninguna conclusión final, a ninguna exposición acabada. Estos borradores anuncian hasta que punto la vida misma no pasa de ser eso, un borrador, un borroneo obsesivo, un conjunto de intentos, un proyecto de ser.
Es que todo lo que se presenta como algo acabado tiende a esconder, tras su aparente perfección, el trabajo de construcción que la precede. Ese trabajo desmiente la apariencia de perfección y la reintegra en el movimiento vital en la que encuentra su sentido.
Borradores es algo más que una forma de presentar la provisoriedad de nuestros pensamientos. Como decía José Carlos Mariátegui, el valor de las ideas está en su capacidad de suscitar debates. Como Mariátegui, no presentamos ideas “interesantes”, sino ideas que son parte de nuestras vidas, que son sostenidas corporalmente, ideas que circulan entre quienes buscamos la emancipación.

2- Borradores es una publicación orgánica. Su existencia se debe a la realización de una investigación militante: el acompañamiento de experiencias de contrapoder y la presentación de las hipótesis de la nueva radicalidad política. A diferencia de los Cuadernos de Situaciones, que presentan fundamentalmente experiencias concretas, singulares, Borradores reunirá, indistintamente, los materiales que vamos produciendo, ya sean trabajos más teóricos, escritos en talleres en algún barrio, o discusiones con los compañeros con los que nos reunimos periódicamente a reflexionar sobre las dificultades de la construcción en la base. El sentido de esta publicación, entonces, es precisamente, el de ir presentando los avances de la investigación y los problemas que aparecen en las diferentes situaciones de contrapoder con las que vamos trabajando. La pluralidad de registros y lenguajes que irán desfilando en estas páginas enriquecerán –esperemos- estos “papeles de investigación”.

3- El contrapoder es, esencialmente, la construcción de nuevas relaciones humanas asentadas, desde abajo, en la resistencia y la creación. Una relación que no niega la organización, sino que la asume sin construir un “centro”.
El contrapoder es el establecimiento de los lazos entre las experiencias alternativas, de lucha, que fieles a la multiplicidad, trabajan en la fundación de su propia utopía: la solidaridad y la libertad.
El contrapoder son las prácticas, radicalmente auténticas, autónomas y no autosuficientes. Es el no – saber que no es ignorancia, sino condición para el pensamiento situado, es la búsqueda, el alerta y el despliegue de la rebeldía frente al poder de la figura del individuo.

4- Las páginas que siguen están habitadas de experiencias, de búsquedas de lo que llamamos el conocimiento antiutilitario.
Se trata de formas de conocimiento que se producen a partir de un compromiso con el pensar, y no con las formas del poder. Experiencias de creación de nuevos mundos. El conocimiento no instrumental produce y persigue las pistas, las hipótesis, que subvierten los saberes eternos, que nos presentan al mundo como algo ya – resuelto.
El conocimiento inútil es completamente inoperante para la razón tecnocrática, mercantil y calculadora. El ejercicio del conocimiento inútil se estructura a partir de finalidades predefinidas sino de la aventura humana de la vida, de la creación, y de la libertad. Se trata de una búsqueda teórica y práctica y de una ética de la resistencia o, lo que es lo mismo, de la creación.
El conocimiento inútil no es marginal, en el sentido de que reconzca un centro, pero sí lo es en el sentido de una automarginación de las normas del poder, como condición indispensable para la producción creativa.
El Conocimiento inútil, a diferencia del “conocimiento oficial” -el saber-poder, como bloque de saberes dominantes, institucionales, prestigiosos o científicos- no tiene lugares privilegiados (universidades, centros de investigación, etc). Su funcionamiento de rescate de los saberes populares y de puesta en composición de los saberes oficiales y los alternativos, la puesta en composición de los saberes con las experiencias de contrapoder demanda la constitución de núcleos de investigación militante o, como dicen los compañeros de Creciendo Juntos, de “Docentes-militantes”. La difusión de este proyecto y la provocación que este genere, nos anima y nos coloca a disposición de esta lucha por habitar el conocimiento como ámbito de la libertad para los pueblos.

 

EDUCACIÓN POPULAR

Una pedagogía no capitalista

Lo que sigue es un material para la discusión. Hemos partido de la constatación de la buena salud que goza la práctica de la educación popular en las más diversas experiencias de contrapoder. En todas ellas aparecen los libros de Paulo Freire como un referente inevitable. El artículo que publicamos a continuación constituye un intento de comenzar un debate sobre la forma en que puede pensarse hoy el legado de Freire y los problemas teóricos implicados en los desarrollos de ciertos enfoques “deterministas” que aún perviven en estas prácticas.
La educación popular, se sostiene en estas líneas, no puede permanecer como una técnica en poder de quienes la sepan utilizar, desvinculada de los lazos concretos del contrapoder, sino que su efectividad se nutre, precisamente de su inserción en un contexto de construcción de una nueva sociabilidad.

Las tesis que nos planteamos, a lo largo de este trabajo, pueden expresarse en forma sintética de la siguiente manera: Existen perspectivas y tendencias confluyentes que permiten visualizar la emergencia de un nuevo paradigma general del pensamiento que afecta a la pedagogía organizada al rededor del paradigma determinista. Entonces, ¿Qué aspectos de lo planteado por Freire y los diferentes procesos de Educación Popular nos pueden aportar en la investigación que vivimos para la construcción de conceptos, criterios y proyectos pedagógicos alternativos, acordes con las hipótesis de recreación del pensamiento moderno que nos estamos haciendo?

El paradigma de la complejidad constituye una de sus vertientes fundamentales y se sustenta en la creación ético – política emancipatoria, abierta al aporte de las distintas corrientes del pensamiento crítico y el sentido común.

Los procesos de democracia participativa, de educación popular, así como las luchas de los movimientos sociales antisistémicos, configuran aportes sustantivos a la construcción de un paradigma emancipatorio, creando formas de articulación que desarrollen nuevas subjetividades y fortalezcan su multiplicidad.

El riesgo continúa siendo que estas luchas, experiencias, investigaciones y creaciones teóricas queden capturadas dentro de la lógica de la modernidad, y por lo tanto en un proceso de luchas globales, oponer sistémicamente la mundialización resistente en contra de la globalización neoliberal.
Estamos frente a una nueva dimensión de las diferentes etapas vividas por el proceso de critica e investigación y práxis denominado Educación Popular.
En principio dicho proceso se conformó como un movimiento de pedagogos en proceso de critica al sistema educativo formal, y que en sus diferentes etapas se profundizó y orientó a lo político ideológico, abarcando dentro de si mismo una diversidad de enfoques, perspectivas y opciones.
Dicho movimiento vivió diferentes etapas confluyentes y contradictorias, desde intentos de formalización e institucionalización, o la adhesión concreta y explícita a proyectos políticos, hasta posicionamientos ideológicos de los más diversos. Produciendo esto un proceso de estallido creador, que evitó todo intento de instituir un único concepto de Educación Popular, conformándose múltiples acepciones y paradigmas a lo largo de la historia de todos aquellos que nos involucramos como educadores populares en la producción creativa de alternativas de lucha.

Como bien dice Alfredo Guiso (educador popular) en Medellín. Quizás Paulo Freire para los educadores desde los años 60, para muchos, maestro de la “nueva escuela latinoamericana”, fue la lectura prohibida, el pedagogo subvertor, el inspirador de esperanzas emancipadoras. Fue en los 70 cuando al calor de sus libros quemados por la censura y la autocensura comprendíamos, por los poros, que allí había algo que valía la pena no olvidar y retomar cuando fuera necesario y posible. Quizás, por eso, cada vez que tomamos un texto de Paulo Freire lo hacemos desde la dignidad, desde la libertad y desde el encuentro. Quizás por eso, su lectura, nunca está desligada de afectos y de recuerdos.

Leer a un Freire que superaba “esas fases, esos momentos, esas travesías por las calles de la historia en que fue erróneamente declarado defensor del psicologismo o el subjetivismo” o el “idealismo”. También es necesario resaltar que, él mismo, nos alertaba diciéndonos que debíamos, como educadores, “reinventar sus caminos de acción en función de la realidad y de las posibilidades históricas de la labor educativa”.

Habitualmente los educadores retomamos a Freire, en los procesos de refundamentación de la educación popular, lo tenemos en cuenta al elaborar las direcciones de los programas de alfabetización popular o experiencias de conocimiento, como modelo, como receta, perdiendo la perspectiva que la lectura de las obras del pedagogo brasileño se hace desde búsquedas, desde situaciones y momentos específicos, desde la necesidad de tener que transitar por contextos y entornos críticos en donde se requiere ir a las fuentes y recrearse, refundarse, renovarse en ellas.

No podemos disociar dicho potencial emancipatorio de la figura, la vida y el pensamiento de Paulo Freire, así como de los cambios operados en su teoría. Era profundamente dialéctico y lo era también en relación con su manera de pensar. En sus primeros trabajos, formuló el concepto de concientización como elucidación de la conciencia. Le parecía que si el oprimido veía las contradicciones y tomaba conciencia de ellas, desarrollaría acciones transformadoras. Posteriormente – con sus experiencias en Africa y en toda América Latina – Paulo reconoce la ingenuidad del concepto de concientización y lo somete a una dura crítica. Entiende que la realidad es más compleja y que los procesos educativos deben ir unidos a procesos y proyectos políticos y que éstos debían ser construidos con el protagonismo de la gente. El cambio operado no es secundario: revela un distanciamiento respecto al paradigma de la ilustración, integrando aportes del paradigma dialógico y de las corrientes posmodernas progresistas, aquellas que influían en la actualización de la pedagogía de época, sustentadas en la construcción de un saber que unidimensionalice.

En la «Pedagogía de la Esperanza» va mas lejos aún y habla de ser «posmodernamente menos seguros» y de superar la actitud arrogante de un «exceso de certeza en las certezas». En su último trabajo, «La Pedagogía de la Autonomía», él sostiene que, «donde hay vida, hay inacabamiento.» Lo propio del ser humano es ser inacabado y ser consciente de su incompletud. Y es aquí donde se expresa claramente el proceso de búsqueda y vida de Paulo, crear permanentemente nuevas perspectivas de pensamiento.

De allí lo que él reflexionaba: «El discurso ideológico amenaza anestesiar nuestra mente, confundir la curiosidad, distorsionar la percepción de los hechos, de las cosas, de los acontecimientos (…). En el ejercicio crítico de mi resistencia al poder tramposo de la ideología, voy generando ciertas cualidades que se van haciendo sabiduría indispensable a mi práctica docente. La necesidad de esa resistencia crítica, por ejemplo, me predispone, por un lado, a una actitud siempre abierta a los demás, a los datos de la realidad y, por el otro, a una desconfianza metódica que me defiende de estar totalmente seguro de las certezas. Para resguardarme de las artimañas de la ideología, no puedo ni debo cerrarme a los otros, ni tampoco enclaustrarme en el ciclo de mi verdad.»

La mayoría de las prácticas de educación popular se basaron en esta lógica, y desde ese determinismo se fueron elaborando las diferentes corrientes, con aspectos diversos, pero unidas en lo profundo por el intento permanente de develar ese “todo que ya existe”.

Para Freire “la verdadera realidad no es la que es sino la que puja por ser”. Es realidad que es esperanza de sí misma. Y dice: “en estos momentos históricos, como en el que vivimos hoy en el país y fuera de él, es la realidad misma que grita (…) cómo hacer concreto lo inédito viable que nos exige que luchemos por él”.

Si bien los esfuerzos de investigación y práxis del movimiento de educadores populares han sido constantes, siempre estuvo sustentado en la tesis de “descubrir aquello que ya está ahí”, basada en la visión determinista y progresiva de la historia, interpretando todo desde el marco limitante de la lógica de la necesidad y con un sentido histórico. Fundamento y razón de existir de la modernidad. Toda una etapa de lucha basada en esta hipótesis, que ha ido generando, una época cargada de significado de “un algo” que está en crisis, y toda la búsqueda ha quedado limitada a aspectos técnicos, a la ingeniería o arquitectura de la educación o las formas y métodos de relación entre los hombres y de este con el mundo. Una búsqueda constante de lo que falta, de ese algo ya determinado al que hay que encontrarle la falla para lograr llevar a buen puerto.

Esta visión determinista, aun donde Freire es el exponente de mayor recreación dentro de esta perspectiva de pensamiento, se sustentó en que el hombre debía separarse de las cosas, para conocerlas y dominarlas, creando el dispositivo sujeto – objeto, perspectiva que rompe el mito de “todo incluido”, ahistórico, cíclico. Es según Foucault, la época del hombre, en que la filosofía pasa de la preocupación del ser, al conocer.

Esto supone a un elemento que se separa y que tiene el destino de conocer, dominar, iluminar, el REAL. Para ello necesita fundar el presupuesto de que el real, es reductible a lo “analíticamente previsible”, y lo restante “no lo es todavía”. Kepler dirá: la diferencia entre dios y el hombre, es que dios conoce todos los teoremas, y el hombre no los conoce a todos, todavía.
Ello encierra otro dato central de la modernidad, el tiempo, como aquella distancia que nos separa de la completud. Promesa que el hombre se hace a sí mismo, como garante, y que se convierte en la metáfora de la modernidad. Es el tiempo ontologizado de Hegel, ese tiempo que es en el que se despliega el espíritu a lo largo de la historia, hasta llegar a la totalidad totalizante, dejando atrás la falsa conciencia.
Entonces, este malestar, este desencanto, esta tristeza, desde la visión spinocista, se produce por la ruptura del paradigma. O como diría Lévi-Strauss, el mito, entendiendo a eso que explica, describe y justifica el mundo, y nuestro cotidiano. Mito que promete para “mañana” la completud, que modela la temporalidad del hombre, como la de “no todavía”. Así, el presente será eso incómodo, incompleto, insatisfactorio, del “no todavía”. El presente desaparece en el instante que va del pasado obscuro, al luminoso futuro. El hombre moderno es el hombre de la promesa, que no puede habitar el presente.
La constatación de la “ tristeza “, es que forma parte del “sentido común” del fin de siglo, aquella ruptura epistemológica de principios de siglo, que se caracterizó por la incertidumbre, o el fin de la promesa. De este modo, la postmodernidad, como epílogo de la modernidad propone un mito, un relato simétrico y opuesto. Así, si el pasado era la obscuridad y el futuro la luz, la sensación generalizada, es que el futuro es tenebroso y en el pasado fuimos felices.
Es de destacar la coincidencia en ambas percepciones: la negación del presente que portan. En este sentido, modernidad y postmodernidad son un continuo.
Quizás nunca como ahora, el movimiento de educación popular se ha encontrado ante un desafío tan radical. Si en otros momentos nos entraba la duda de cual era su alcance, en tanto veíamos la educación popular acotada más bien a experiencias micro (talleres, procesos barriales y sindicales, proyectos, etc.), o a conformar el sostén metodológico de una buena política, hoy esa duda no tiene lugar. En el rico acervo de muchos años de experiencia, la educación popular cuenta con un potencial de enorme alcance que ha sido el componente que la define por antonomasia que es la investigación permanente y la necesidad imperiosa de permitirse nuevas hipótesis para pensar este presente múltiple, potente y profundo

 

DOSSIER

Presentación del encuentro con Creciendo Juntos

Conocimos a la Comunidad Educativa Creciendo Juntos a partir de las orientaciones de Daniel Sánchez y de El Brote, nombres que refieren a dos experiencias sociales, culturales alternativas, en Moreno. Nos hablaron de esta escuela tan particular y fuimos a visitarlos. Nos recibieron muy cálidamente y, desde el principio, quedamos impresionados por la labor que realizan. Creciendo Juntos es una Comunidad Educativa que se organiza alrededor de un grupo docente, de chicos y de padres con una voluntad muy fuerte de hacer de la educación un ámbito de libertad.
En el mes de julio participamos juntos en del Congreso de Suteba de La Matanza. A nosotros nos tocaba animar una fallida comisión de “conocimiento inútil” y los invitamos a participar, cosa que gentilmente hicieron. La comisión terminó en un escandalete, cuando parte de la conducción de Suteba boicoteó activamente la actividad acusando a los compañeros de Creciendo Juntos de ser una escuela de élite (si la conocieran…) y a nosotros de “pos, pre y recontra modernos”.
Días después, y ya hermanados por la primer derrota conjunta sufrida en el sindicato, nos juntamos a comer un buen locro de “desagravio”, que se transformó rápidamente en una jugosísima discusión sobre el contrapoder en la educación primaria, la importancia del carácter público de las escuelas por sobre el sello de estatalidad, la pobreza de cierto sindicalismo –con el que estábamos especialmente resentidos- y demás cuestiones.
En esa conversación nos enteramos que Creciendo Juntos no había guardado por escrito ninguna memoria sobre su propia experiencia y surgió la idea de juntar todo en una entrevista: su historia, su forma de trabajo, su idea del “docente militante”, etc.
En lo que sigue, entonces, reproducimos -en primer lugar- unas hipótesis que elaboramos, desde el Colectivo Situaciones, sobre la experiencia de los compañeros de Creciendo Juntos, que obraron como disparador para la larga charla.
A propósito de nuestra fracasada intervención en el Congreso de la Suteba de La Matanza: habíamos preparado una ponencia explicando un poco a qué le llamamos “conocimiento inútil”. En aquella oportunidad, la ponencia no pudo ser leída. Si ahora la publicamos es porque constituye el centro mismo del tema “de tapa” de este número de Borradores.
Cerramos esta parte con una reflexión sobre la relación que existe entre la práctica de la docencia, la militancia sindical y los desarrollos del contrapoder a partir de la escuela.
Si algo vincula estos textos alrededor de la experiencia de Creciendo Juntos, es la búsqueda de un conocimiento antinstrumental: vocación de creación de una nueva forma de vida, de un nuevo mundo, en que el pensamiento es tomado a partir del deseo y donde las respuestas no aspiran a ser más que hipótesis en contra de un saber que pretende resultados definitivos.

 

Las Hipótesis

1
El capitalismo es la presencia dominante del poder de la mercancía. El poder supone siempre la reducción de lo concreto de cada situación a una abstracción. La vida, como multiplicidad, es sometida al poder de la norma: es clasificada y jerarquizada; valorizada. Esta reducción actúa sobre la vida volviendo impotentes a los sujetos, quienes ven sus vidas expropiadas. La sociedad capitalista es el reino de la tristeza.
El capitalismo no se materializa en un único lugar: ni en el Estado ni en el mercado; ellos son nudos de una red de relaciones sociales. El capitalismo existe en cada situación como tendencia a la mercantilización y al empobrecimiento de nuestras vidas.

2
El capitalismo se encarna en el individuo. El individuo –como ficción real- es la triste figura de quien se cree totalmente independiente del lazo social; es la reducción de la multiplicidad de la persona a sus intereses inmediatos. El individuo existe como preeminencia de lo virtual sobre lo real: abstrae las relaciones sociales que lo constituyen, su situación. El individuo es lo que nos hace sentir aislados del mundo, es lo que impide vivir el mundo como inmediatamente propio.
La sociedad construida sobre el individuo es la sociedad del espectáculo en donde el ser se degrada en parecer y la imagen reemplaza al hacer. El capitalismo, como permanente tendencia a la separación, nos distancia de nuestra potencia de actuar, un poder-hacer que sólo existe en situación. La representación espectacular de nuestras vidas sustituye la experiencia efectiva. Aparece como más concreto lo que pasa en la televisión que lo que nos ocurre realmente.

3
En la situación de conocimiento, en la escuela (pero también en la universidad, grupos de investigación, equipos de formación y alfabetización, o educación popular) la lucha contra el capitalismo tiene una especificidad. Se trata de resistir al empobrecimiento que produce la clasificación, la calificación y la jerarquización de los saberes y de las personas. Estas “operaciones” son las que convierten a la escuela en una institución disciplinante de los chicos, para que sean, en breve tiempo, personas calificadas y aptas para vender su fuerza de trabajo en el mercado. El trabajo, así, deja de ser una actividad múltiple y creadora del mundo para reducirse a una actividad productivista y mercantil: el trabajo, en su forma capitalista degradada, se reduce a “empleo”.

4
La escuela también es una máquina disciplinadora de los saberes.
En ella, el conocimiento es permanentemente subordinado a una norma externa: la calificación. Tras los dispositivos de evaluación se esconde la presencia de la norma: educar para un mundo orientado por la productividad.
Los conocimientos reconocidos y valorados para tales fines constituyen el cuerpo de saberes que la escuela transmite. Estos saberes se recubren de una legitimidad especial por su relación con el poder.
La institución educativa actúa como polea de transmisión de ese saber-poder, reprimiendo aquellos saberes subalternos, populares, que no alcanzan nunca el status “oficial”.
El educador que se limita a transmitir los saberes oficializados no hace sino ejercer su profesión. Este es un ejemplo de reducción del trabajo al empleo.

5
¿Quién puede responder a la pregunta de por qué y para qué se piensa el mundo? El conocimiento es una potencia humana, es una actividad de pensamiento creadora del mundo. A esta verdad profunda la denominamos conocimiento inútil, en el sentido de antiutilitario y no instrumental.
El conocimiento inútil es la resistencia del pensamiento a ser reducido a mercancía, a una mera preparación del hombre y la mujer para el mercado.
El conocimiento es siempre un desafío. El de la producción de “lo por-venir”, como posible. El conocimiento, como “práctica de la libertad” -como decía Freire-, como proceso del pensamiento, implica un trabajo de creación. No se trata de la reproducción de un conjunto de saberes ya disponibles para ser administrados.
El conocimiento inútil no es concebible sino como un compromiso con la producción de imágenes alternativas de felicidad, y de nuevas formas de habitar el mundo. Por ello, sólo se presenta como búsqueda de saberes libertarios.
El conocimiento inútil implica un encuentro y un rescate de los saberes no reconocidos como tales por los poderes y las instituciones oficiales.

6
Actualmente se habla de la crisis de la escuela para aludir a la caída del mito de que la educación garantiza un buen empleo. La crisis social ha dejado a la educación descolocada: educa para un futuro laboral y social incierto y carga con la responsabilidad de contener socialmente a la comunidad que la rodea.
Esta discusión no puede reducirse a problemas de didáctica o pedagogía. La exclusión social es la verdadera cara de una sociedad orientada por valores e ideales de productividad mercantil.
Ceder al modelo del éxito productivista implica formar chicos para la exclusión, ya que nunca se está lo suficientemente incluido en una sociedad que tiene por norma e ideal la competencia feroz y la salvación individual. La ideología del capitalismo produce una educación como “práctica de la necesidad”.
Se trata, en todo caso, de no claudicar en el desarrollo de una educación “como práctica de la libertad”.

7
El maestro-militante, del que nos hablan los compañeros de la Escuela Creciendo Juntos no es el poseedor de sofisticadas didácticas o de técnicas pedagógicas. Estos no son sino elementos de un proceso más vasto: se trata de pensar un proyecto integral.
Se trata del maestro vocacional, como práctica que se despliega más allá de la tasación y del currículum.
Asumir la exigencia de una educación como “práctica de la libertad” implica no separar entre la didáctica, la pedagogía y la vida.
En este sentido este proceso es político en tanto implica a quienes trabajan en la escuela de una manera diferente. Esta implicación ha merecido el nombre de maestro-militante, y refiere a una militancia existencial, a la no separación entre política, vida y trabajo docente. Esta militancia no es una actividad de tardes libres ni de programas de gobierno, sino un compromiso de la no-separación, de la integración del pensar y el sentir en la acción, en el trabajo, en la comunidad, en la escuela.
Cuando se plantea la figura del maestro-militante, no se entiende la del militante “que trabaja de maestro”, sino la de quien integra inseparablemente el compromiso con el cambio y con la vida, en la actividad pedagógica misma. Y no de quien, terminada la jornada laboral, más o menos soportada como un empleo más, comienza, afuera, su militancia “seria”, “política”.
Entonces, un maestro militante resiste el rol, la “profesionalización”, la norma del “buen maestro”, que se guarda sus ideas como si estas fueran privadas y no interviniesen en el proceso educativo.
Al contrario: un proyecto de educación como “práctica de la libertad” exige un compromiso abierto y explícito de todo el colectivo de maestros que se implican en dicho proceso.

8
¿Porqué se puede decir que asumir la militancia en el ámbito de la escuela es también hacer política? Para nosotros la política –como pensamiento y como práctica- es una cierta idea de lo “público no –necesariamente- estatal”. Como una actividad muy distinta a esa idea de lo público tan abstracta que, finalmente, la subordina, en concreto, al control estatal.
A “lo estatal” le antemponemos, entonces, “lo público”, como aquello que es “de y para todos”, a partir de una participación muy concreta en la toma de decisiones y la responsabilidad comunitaria de la educación.
La educación pública es, así, un “proceso entre procesos”, y su fuerza radica en su capacidad de ligarse a las experiencias comunitarias que la rodean. La educación pública es abierta.
A la educación le cabe aquello que decía Deleuze: “resistir es crear”, porque resistir la opresión es a la vez producir nuevas ideas, nuevas formas del lazo social. Resistir al mundo tal como se nos presenta es comenzar a habitarlo de otra forma.

9
Creciendo Juntos es una experiencia muy interesante de contrapoder. En ella la educación es una actividad que se despliega dentro de la esfera de lo público y se ramifica en, por y a través de los lazos con otras experiencias de resistencia y creación. Es un nudo más de la red del contrapoder constituido por un conjunto de “docentes-militantes” que trabajan inmersos en las relaciones integrales y múltiples del proceso educativo. Creciendo Juntos es una comunidad política de maestros, no docentes, de chicos y padres que hacen de la educación un proceso de reinvención de “las formas de la vida”.

 

Entrevista a Creciendo Juntos

La idea de esta entrevista surgió después de una charla informal en nuestra escuela con el grupo de Situaciones. Ellos querían saber un poco de nuestra escuela ya que tenían referencia de nuestra forma de trabajo por algunos compañeros de Moreno. Fue así que acordamos un día para que nos vinieran a visitar y a grabar una entrevista y entre mate, empanadas y pizza, creemos que nos fueron conociendo un poquito más. Nos sentimos muy bien.
Anteriormente a esta entrevista los compañeros nos invitaron a intervenir en un taller que habían preparado para presentar en un congreso que realizaba el SUTEBA de Matanza. Nos plantearon que nuestra intervención era contar nuestra experiencia a otros compañeros docentes. Fue así que un grupo de nuestra comunidad integrado por maestros y padres decidió (venciendo algunos “miedos”) participar.

I- El maestro-militante

¿Cómo surgió y que quiere decir la idea del maestro militante?
– Esa concepción estaba ya en el Ideario cuando se fundó el Jardín de Infantes, en 1982 ¿Qué maestro queríamos nosotros? Decíamos: un maestro-militante.
Ayer nos rompimos la cabeza pensando de dónde habíamos sacado esa idea. Difícilmente se nos hubiera ocurrido a nosotros, quizás fue una elaboración de varias cosas juntas.
Pero esta idea se reflota después de 10 años, en una etapa en donde la escuela estaba ante la alternativa de una salida de tipo política: no en cuanto a sus contenidos, sino en cuanto a la salida para afuera de la escuela. Estaban todos los porotos puestos para una salida de tipo común, no la salida política de los partidos convencionales, pero sí una salida política.
Y, después de golpearse 10 años contra la pared, de volver a pensar lo que uno hacía, de volver a empezar, apareció de nuevo, hace 3 años, ésta idea del maestro militante. Uno le da la imagen que queríamos tener en el 83, y no la que ustedes plantean en una de sus hipótesis. Nosotros hablábamos de la militancia pensando en lo que hacíamos después de la salida de la escuela, porque eso es lo que hicimos en esos 10 años. El proyecto político era eso: se trabajaba de maestro de la mejor manera posible, pero la militancia había que hacerla juntos en otro lado.
A partir del año pasado, con varios compañeros que se incorporan a la escuela, hacemos una reelaboración. Entonces, es cuando le damos el verdadero valor a esto del maestro militante: incluye todo lo que se hace permanentemente, lo que se desarrolla dentro de la escuela y afuera también, una conjunción de la vida que se traslada a la escuela. Entonces, se ve con más claridad, la diferencia con los docentes militantes convencionales, que a lo mejor son excelentes militantes de su agrupación, pero no lo son como maestros. Es como si no se hicieran cargo de la escuela.
Realmente, nosotros creemos que es fundamental la militancia en la escuela. No se puede modificar el pensamiento de los docentes, si antes no cambian en su hacer cotidiano, en el que desarrollan todos los días en todos los momentos, incluso en sus problemas familiares, que siempre tienen que ver. .
– Nosotros en ese Ideario pusimos metas a alcanzar, no todo lo que está ahí está en acto. Pero sí hicimos un punteo de qué escuela queríamos, por qué una escuela diferente y estábamos conscientes de que esos cambios no son fáciles. Teníamos algunos pasos a seguir, uno de ellos era el de la “militancia política correcta”. Esa fue una de las cosas que más chocaba. Entonces, tuvimos que decir que militar no era algo normativo —en el sentido de que no te podés escapar— sino, más bien, algo relacionado a cierta coherencia entre lo que hacés y lo que pensás. Coherencia que se da en toda la vida, si crees en la solidaridad, o en la cooperación, o en el respeto. Pensamos en disminuir nuestro poder de adultos en cuanto a los chicos.
– Hay muchos maestros que “están en la iglesia”. Es decir, que pueden estar en la misa dándole paz al que tienen al lado, aunque no lo conozcan muy bien, y cuando salen de ahí resulta que son el peor vecino. Ahí es cuando empezamos a trabajar esto de la militancia.
– Este es un trabajo que estamos haciendo desde hace 2 años. Hacemos reuniones en donde planeamos situaciones, para ver cada uno como las resuelve. En la resolución de los problemas está la ideología. En lo concreto, en la vida cotidiana, está lo que yo pienso, que por supuesto está igualmente ligado a como yo vivo. El Ideario dice militancia política “correcta”. ¿Qué habremos querido decir con esto de militancia política correcta?
– Lo habíamos puesto en un sentido de que teníamos que tener una militancia de la vida. Creo que está influido por la idea del Hombre Nuevo del Che Guevara.
– Otra de las cosas que estaban desde el principio, era nuestro deseo de una escuela de “puertas abiertas”. Pero tampoco es fácil saber ¿qué quiere decir “de puertas abiertas”?
– Yo no estuve en la confección de ese Ideario porque entré hace 4 años. Sin embargo, me siento completamente reconocido, quizás por generación y por momentos vividos. Muchas de las cosas que se dicen ahí tienen que ver también con la construcción-acción en la sociedad, en el momento que nos tocó vivir.
Yo participé también a fines de los 60, principios de los 70, en la formación de una escuela que estaba en Moreno en la que se planteaban cómo tenía que ser la educación, y esto del maestro militante también se planteaba. Creo que la militancia tiene que ver con lo que pasa en una época, es decir, ese era el lenguaje de una época. Se hablaba de enajenación con respecto a la realidad, y tenía que ver con que uno tenía la vida un poco escindida. Una cosa era el ámbito del trabajo o de una cierta actividad personal, y otra lo que se hacía en relación con el otro. El maestro militante trata de romper esa escisión, e integrar la acción en lo social, incluso lo privado. Esto también tiene que ver con la famosa distinción entre público y privado, es decir que si lo público está vinculado solamente a lo estatal, nosotros no somos públicos. Eso es lo que se dice desde la gestión, que no podemos intervenir en lo público. Pero esa intervención en lo público es para mí la militancia. Lo público es lo que es de toda la sociedad. Entonces, me parece que lo de la militancia tiene que ver con la ruptura con una visión de que lo privado es lo último que queda de libertad individual. En realidad, en este momento tampoco es así; sino que lo privado funciona, más que como ámbito de libertad, como una especie de cárcel. Se ve más claro que nunca, desde hace un tiempo ya, que esa militancia tiene que estar integrada: lo privado, lo social, lo público. Si no, me parece que el ámbito de la afirmación no ocurre.
La escuela tiene que ver con esta situación porque, en definitiva, es un ámbito donde uno permanentemente vuelca determinada ideología. Hasta este momento era una ideología de este Estado —incluso dentro de la escuela privada— y veo que esto se está disgregando porque el Estado está desapareciendo, y no porque uno esté en el Estado que quiere. Creo que esta militancia es parte de este proceso.
– Nosotros también tomábamos la idea de militancia como un deber revolucionario: tener que estudiar, tener que… No ser el modelo pero, de alguna manera, dar el ejemplo con actos, que lo que uno piense lo haga en acto. El primer compromiso es que tengo que hacer lo que digo. Y esto no es un modelo a seguir. Al contrario, es estar siempre buscando, ser cada vez más coherente, mejor persona en la vida. Nosotros pensábamos que ser militantes era ser el mejor en el trabajo, el más sacrificado. Estamos hablando de una época en la que si uno tenía que ceder sus tiempos, sus cosas individuales, uno se sentía bien. Estudiar era un compromiso, buscar cosas nuevas. Por eso nuestra inquietud, buscar gente, estar atento a las cosas interesantes que pasaban. Y eso significaba tiempos, dejar las cosas individuales.
Yo sigo pensando que así hay que ser. Aunque uno ya no tenga tantos modelos, o a veces no tenga esperanzas. Yo creo que —a esta altura— de otra forma no podría vivir. Capaz que lo utópico es cómo hacerles pensar a todos los que se acercan a este proyecto estas cosas.
– Hace poco unos chicos de la Universidad de Luján fueron a Santiago del Estero, al MOCASE. Antes de salir yo les pregunto para qué iban, qué van a hacer con esto de convivir un tiempo con los campesinos. Y me contestan: “acá lo que hay que hacer es sensibilizar a los estudiantes universitarios”. Pero yo creo que no necesitás ir allá para sensibilizarte, seguramente en Luján vas a encontrar muchas cosas para sensibilizarte. Y me decían, “no entendés, tienen que ir a ver eso para sensibilizarse”. Entonces, lo que entiendo es que para sensibilizarte tenés que ver gente que vive peor.
– Cuando nosotros pensamos en las escuelas de Moreno era justamente ese el problema, construimos lo del maestro militante oponiéndonos a lo que veíamos que estaba mal. Por ejemplo, aquella gente con ideas progresistas que decía “no, yo a la escuela estatal del barrio a mis hijos no los voy a mandar, yo los voy a mandar a una escuela privada porque acá se enseña mejor”. O por ejemplo, varios militantes de izquierda que mandan a sus hijos al Nacional Buenos Aires porque es la cuna de la enseñanza, del saber. Eso es lo que no entendíamos. Entonces, creo que la idea del militante también está en criticar eso, en entregar la vida donde uno está trabajando, y con la comunidad que te estás rodeando, no irte afuera y, una vez que estas esclarecido, volver a hacer algunas cosas acá.
– Se me cruzaron algunas cosas con esto de Santiago del Estero. No entiendo por qué uno se tiene que ir para encontrar algo fabuloso. Por qué no muestran una experiencia del gran Buenos Aires, que debe haber millones. No entiendo lo de la sensibilización, porque si vos me dijeras que van a ver una cultura diferente, quizás lo puedo llegar a entender. Para mí, venir acá todos los sábados o cuando se pueda es la sensibilidad. Esta militancia es imprescindible para poder seguir activando el trabajo y el proyecto, e ir conectándose con otras experiencias parecidas.

Nosotros fuimos a Santiago del Estero para hacerles una serie de entrevistas a la gente del MOCASE, y también estamos acá. Hay una relación, les vemos un parecido. Pero nosotros no venimos a sensibilizarnos, ni acá ni allá. Porque no es que hay gente que vive muy mal, y entonces uno va a empaparse de lo mal que viven; sino que nos interesan porque practican otra forma de vida. Conocerlo, entrar en relación con eso, es potenciarlo. Y es, a la vez, ser parte de eso.
Por eso es interesante la figura del militante, pero no como algo a adorar, ni para ver cómo una vez fuimos, en los 70, por si lo quieren conocer los jóvenes, sino como algo que tiene que ser todo el tiempo redefinido. Para pensar qué pasa hoy, cómo es hoy la militancia.

– Creo que pensar y resignificar nuestra militancia es muy importante, porque yo no le daba para nada esta explicación. Hace 10 años atrás no hubiera pensado que lo que hacemos hoy sea lo propio del maestro militante. Y me hago una autocrítica, porque para mí hoy, la militancia tiene que ver con la alegría, con la felicidad, con la vida, con la forma de convivir en la escuela, y de hacer conexiones con experiencias parecidas a estas. Pero, fundamentalmente, buscar la felicidad en estas cosas.
Por ejemplo, no estoy convencido de que esto sea una cuestión personal; y no estoy convencido de que hay que seguir peleando para buscar una felicidad que va a llegar algún día, que es como uno lo pensaba en los 70. Ojo, esto no se me ocurre a mi sólo, creo que también hay gente de mi edad que se hace este mismo planteo. Es decir, no menospreciar el momento que se está viviendo, sino vivir junto con él, buscar lazos comunes para relacionarse.
– Para mi la militancia fue siempre una forma de vida, creo que milité desde el primer día que pisé una escuela. Mucho tiempo milité sola, o en pequeños grupos. En este momento en la escuela estatal —donde también trabajo— es muy difícil, la mayoría de los compañeros están en su mundo. En contraposición tengo esta experiencia, en donde uno puede pensar cosas, hacer cosas, ponerlas en acción junto con otros. Por eso para mí son imprescindibles las reuniones que hacemos mensualmente. Nadie tiene ningún librito ya hecho, ya firmado: “ya está, esto es lo que hago”; sino que vamos construyendo. Y es imprescindible que todos estemos, si realmente estamos convencidos de que esto es construir una escuela.
– Acá la comunidad está mucho en la escuela, van y vienen, participan en las reuniones que se hacen cada 15 días, vienen muchos papas. El tema es que no se charlan problemas pedagógicos, sino que son temas que tienen que ver con la situación, con la problemática que vivimos. Entonces, todos tienen que tener un ejercicio permanente, una militancia. Creo que esto no ocurre en otras escuelas, en donde uno tiene una relación muy importante con los chicos pero nada más. Los padres acá tienen que estar, y uno entendió siempre la educación así: se hace entre todos, se hace con la comunidad. Por eso siempre tratamos de conectarnos, y buscamos caminos, nos damos cuenta que esto no tiene sentido hacerlo solos; sino seríamos una isla. Entonces, tratamos de intercambiar cosas, intercambiar experiencias.
– Creo que por ahí pasa la militancia, te une a algunas experiencias, situaciones iguales. Esa es la diferencia: antes uno, cuando buscaba, preguntaba ¿vos con quien estás? Si estás con tal sí estoy con vos. Para mí, no-militante sería el que no tiene que buscar más nada.
– Sí, no-militante sería el que viene a trabajar y nada más. El que cumple, hace todo lo administrativo: doy clases, no problematizo nada. La diferencia está cuando discutimos acerca de cómo era el barrio antes y cómo es después del Carrefour. Eso de poner temas nuestros en el aula es hacerlos pensar. El maestro que agarra el libro y lo da tal cual está, es maestro también y tal vez pueda ser un excelente docente, pero le falta la militancia, está ajeno a la realidad.
– No es por casualidad que se acercaron acá muchos docentes jóvenes. Es como buscar un lugar en el mundo que no se sabe para dónde va, pero uno se siente como pez en el agua. Y te la tenés que creer, si no te la crees, no hay forma de que vos vengas acá y cumplas, algo te va a traicionar. Creer en esta actitud, sino, yo les pregunto a los maestros ¿que están haciendo acá? Las actitudes se ven cuando hay que ir a un paro, cuando se están peleando dos chicos en el recreo, cuando hablás con una madre. No todo está tan hecho, hay que rever cosas, ser más tolerante, uno no puede pensar que uno nunca se equivoca.
– ¿Por qué decimos que los padres son los dueños del colegio? Porque son los que están en la escuela, son los padres militantes de esta escuela. Por qué tendrían que venir a perder el tiempo dos horas de su día acá, si tienen otras escuelas en donde nadie tiene que perder el tiempo. Bueno, uno trata de pasarles esto del militante a los padres también, porque defendiendo la escuela defienden la forma de vida en la que ellos quieren estar. Por eso los temas que estamos hablando en las reuniones son los que traen ellos, y juntos los hablamos, juntos los vamos resolviendo. Pero esto es un signo de pregunta, porque esto es una escuela, no es un lugar donde se hace ayuda escolar y vamos a hablar de lo que se nos ocurra. No, esto es una escuela. Los chicos se van de acá, y tienen que irse a otra escuela, algún contenido tienen que llevarse.
Ese es uno de nuestras mayores dificultades: cómo crear una persona anti-sistema, dentro del sistema. Entonces, tenés que compartir un montón de experiencias, ir conectándose y hablando. Porque uno está tratando de oponerse a la sociedad en donde están viviendo ellos. Es una tarea complicadísima: tratar de desestructurar a los chicos, desde la libertad y no desde la necesidad.
– Como mamá lo que encuentro aquí es un lugar donde podés participar y pertenecer, y no hay muchos lugares. Tengo el recuerdo de las Sociedades de Fomento, cuando yo era chica, donde uno podía compartir. Quizás los padres que nos acercamos a la escuela, lo hacemos desde ese lado, desde un lugar donde se nos escucha, donde podemos opinar, hacer algo; no mandar a los chicos y ya está, me olvido. Yo tengo la posibilidad de mandar a los chicos a otra escuela más cerca, pero uno elige. Y creo que la mayoría de los padres que mandamos los chicos acá lo elegimos porque somos parte.

II- La escuela: el proyecto

Si ser militante es estar buscando: ¿cómo se da concretamente esa búsqueda para ustedes en las reuniones, cómo se toman las decisiones, qué discuten, cómo participan los padres?
– Hubo un tiempo en el que la experiencia era más chica, era sólo el jardín de infantes. Después, cuando vino la escuela, ya no nos conocíamos todos. Nos pasaba de escuchar algún compañero decir cualquier cosa. Entonces nos pareció que hacía falta reunirnos. La jornada estaba ocupada por el trabajo, y dábamos por entendido que estabamos de acuerdo. Pero cuando empezamos a escucharnos un poco más, nos dimos cuenta que estaba pasando algo y quisimos empezar los encuentros.
En un principio era el “grupo histórico”. Entonces, nos enteramos que mi hija se reunía con un sociólogo y nos pareció interesante, le preguntamos si no podía traerlo, y vino. También nos acercamos a la Universidad de las Madres, a la carrera de Educación Popular. Hacía rato que Paulo Freire nos estaba interesando.
Uno pensaba que esto se podía explicar transponiendo simplemente lo que habíamos visto en otras épocas, y no era así. Había que empezar por otro lado, y empezamos a buscar… Con ustedes también nos pasa así: capaz que nos van a tirar cosas que nos van a hacer más fuertes. Cuando vinieron, nosotros abrimos. Somos así, de abrirnos en esta búsqueda, para ver cómo se puede hacer mejor lo que estamos haciendo.
– Es todo lo mismo, así lo vivo. Soy maestro de Ciencias Naturales, y si no tengo ganas, si yo me aburro, no lo doy. Estoy permanentemente buscando cosas con los chicos, si repito todos los años lo mismo, me vuelvo loco.
– Tampoco se trata de “guitarrear”, eso existe mucho en la docencia. Acá se exige mucho estudio al docente. El desafío es plantear una situación en la clase, que dispare preguntas…
– No se puede, porque son chiquitos, darles cualquier cosa. Yo no puedo aprovecharme, decir dos o tres estupideces y tomarme por Gardel. Al contrario, esto exige un compromiso mayor, tengo la obligación de saber más, tener las mejores armas para esta comunidad …
– Creo que de lo que estamos hablando no es de transmitirles a los chicos que uno tiene que saber mucho. A mi no me interesa que los chicos puedan ir a las olimpíadas de matemáticas, no los estimulo para nada en ese sentido. Yo quiero rescatar un poco el conocimiento —no sé si llamarlo así— universalista. Ver las Ciencias Sociales y las Ciencias Naturales como una totalidad y que, en esa totalidad, puedan estar conviviendo con determinados conocimientos que ellos ya tenían.
Pero volvamos a la pregunta, ¿qué hicimos con estas reuniones? Empezamos discutiendo artículos y luego pasamos fundamentalmente a charlas de la vida cotidiana, de cosas que se viven en la escuela y que hay que resolverlas de alguna manera.
Después empezamos a hacer todo un trabajo de preguntas sobre hechos que se dan con los padres, con los chicos, con los compañeros; es decir, poder partir de las situaciones que se dan cotidianamente.
– Se hacen reuniones cada 15 días o cada mes, y ahí vienen los que quieren. No hay un tema específico, lo que hacemos es organizarnos un poco. De hecho los temas que han surgido son violencia, desocupación. Hemos tenido experiencias bastante lindas.
– Antes sólo nos preocupaba hacer la escuela, y era importante —de hecho todavía no está terminada—. Pero si no empezábamos a hacer este tipo de reuniones, los padres iban a ser los mismos que en otras escuelas. Los llamábamos para construir, para las reuniones, para hacer un bingo y juntar dinero, las entradas, las salidas: nos estabamos medio “achanchando”. Con esto de hacer reuniones empezamos a convocarlos. Ahí si nos ayudó más la educación popular, empezar a recuperar esos papás que venían, esos espacios de reunión.
Una de las cosas que nos llamó mucho la atención eran los criterios de cómo seleccionan a la gente que entra a trabajar: la idea de que acá no entra cualquiera…
– En general alguien nos presenta a algún compañero, y le cuenta cómo se trabaja aquí. Entonces, deja el curriculum, pero no es por puntaje. Lo que hacemos es una entrevista, hacemos preguntas con situaciones y luego empezamos a probar. La persona que entra y tiene título es titular, o sea que para mover a esa persona del cargo hay que, o pedirle la renuncia o echarla. Uno puede echar si uno tiene plata, cosa que nosotros no podemos. Generalmente no hacemos eso, tratamos de ver qué pasa.
– Hubo falta de compromiso de algunos docentes, y los primeros que lo notan son los padres. A veces los chicos les dicen a los padres, o vienen a dirección y dicen: “esta maestra no nos trata como nos tratan ustedes, grita mucho”.
– Una profesora dijo que acá los chicos tienen mucho poder. Esa fue una de las cosas que ella argumentó que le molestaba, cuando se fue. Decía que los pibes acá movían.
– No es verdad que acá tiramos un maestro por la ventana todos los días. Sí escuchamos lo que dicen los chicos. Yo me acuerdo que una vez una mamá se me acerca y me dice: “yo no sé que pasa, pero los martes mi hija no quiere venir nunca”. Y bueno, era que venía la profesora de música. Siempre le pasaba algo a esa nena ese día, que le dolía la panza, etc. Hasta que un día la nena me dijo que no le gustaba música, porque la maestra era mala. “Lo que pasa es que ella habla con la policía”, me decía. Resulta que la maestra para pedir silencio les decía a los chicos: “si ustedes siguen así yo llamo a la policía”, y les daba terror. Además, esta nena era del complejo Catonas, dónde hablar de la policía es como hablar del cuco. Ahí, muchas veces, la policía se lleva a parientes, a amigos, a vecinos. Ella tenía pánico que viniera la policía también a la escuela. Bueno, a esa persona la tuvimos que hacer renunciar, tuvimos que acordar en el Ministerio de Trabajo…
– En realidad, la parte importante del docente no es cuando ingresa. El ingreso se hace en base a una charla que tenemos y eso define. Después, la actuación se va construyendo en base a una dinámica, y esto tiene que ver con los compañeros, tiene que ver con las reuniones, con distintas actividades que se hacen en la escuela.
Y eso lleva a lo que nosotros llamamos apropiación del proyecto. Nosotros siempre planteamos el tema de quién es el dueño, porque generalmente se individualiza en alguien. En la medida en que en este proceso dinámico se vaya haciendo la apropiación, uno también decide, y en eso está la propiedad de la escuela. Eso es lo que nos enriquece, es fundamental para nosotros la participación. Es decir, que no es decisivo el momento del ingreso sino que eso se va modificando en función de la dinámica de grupo y no solamente en función de lo que esa persona trae.
El día que fuimos al Congreso del Sindicato de Suteba, de la Matanza, ustedes contaron que alguien una vez le había preguntado qué tipo de chicos quieren sacar. ¿Cómo piensan ustedes este tipo de preguntas?
– Eso me lo dijeron una vez en La Plata, un director general, porque se quedó pensando cuando le conté como era el proyecto. Me dijo: “¿pero ustedes qué quieren hacer, qué chicos quieren sacar? ¿después piensan mandarlos a la selva?”. Ellos ven que los chicos no van a estar adaptados a este sistema.
Desde la escuela tratamos de empezar a desestructurar a los chicos, y fundamentalmente pensamos en los medios de comunicación porque es lo que los estructura. Queremos que tengan una actitud crítica. Queremos tener determinadas experiencias que, a lo mejor, no las tienen fuera de la escuela; por ejemplo, todo lo que es normas de conducta, disciplina. Acá tienen una forma de manejarse diferente a lo que se ve en otras escuelas: charlar sobre lo social, darle una mirada diferente. Cuando uno dice que está tratando de crear un chico más solidario, más cooperativo, te dicen que no existe. Que lo que existe es el individualismo, ¿cómo vas a construir algo donde prime la solidaridad, si cuando salgan de la escuela eso no lo van a ver?
Uno de nuestros criterios es que los chicos sean moralmente autónomos. Sí ellos en lo cotidiano no pueden exponer sus ideas, confrontarlas, menos van a poder hacerlo en materia de conocimiento. Sí no empiezan con algo cotidiano —como la norma— difícilmente vamos a hacerles tomar confianza de que las cosas se pueden discutir.
Hay dos generaciones de chicos que ya egresaron, y algunos vienen, nos visitan, nos cuentan lo que está pasando en otras escuelas. Lo primero que dicen es: nada que ver con acá, allá te pegan tres gritos y se terminó. A muchos les costó irse a una escuela donde hay mil alumnos, porque se sienten como en una ciudad.
– Uno quisiera que todas las escuelas tuvieran como máximo trescientos chicos, una escuela de mil chicos es lo antipedagógico, no hay relación, no existe comunicación. Aparece la dificultad, como decíamos antes, para transmitir la experiencia, porque uno aspira a que el chico sea también militante. Yo creo que esa militancia pasa por la idea de resistencia. Es decir, un chico tiene que salir de esta escuela suficientemente preparado para enfrentar la exigencia burocrática, y que —a su vez— tenga una formación de libertad, cuestionadora. Yo he recibido chicos que decían que la escuela a la que iban era distinta, que ésta era mejor porque permitía un cuestionamiento, y que aquí no son reprimidos. Ese es un problema que tienen que resolverlo ellos. Algunos lo resuelven bien, por ejemplo piensan en hacer un centro de estudiantes, o se juntan y hacen un planteo.

III- Lo público no es lo estatal: mas allá del sindicalismo

– La relación con los sindicatos para nosotros es bastante problemática. En la escuela lo resolvimos tomando las decisiones en conjunto: o paran todos o no para nadie. Decidir entre todos qué es lo mejor, lo más correcto, ver cuál sería la decisión a tomar en cada momento, quién convoca a un paro, quién no convoca, por qué lo hacemos. Así, hemos hecho paros que no eran tan masivos, y no hemos adherido a paros multitudinarios. Creo que ésta es una de las pocas escuelas privadas de la zona que hacen paro.
– Yo estoy de acuerdo con el paro. Pero el sindicato, históricamente, hace un reclamo de tipo laboral, y es válido. Pero a mi me gustaría que tuviera también otro tipo de reclamos, y cuando planteás eso te matan. ¿Reivindicación puramente sindical y laboral, o también trabajo con la comunidad? Es un dilema, un dilema viejo para la educación.
– La semana que viene empiezan las clases, y tenemos que ver si empezamos o no. Lo que no nos gusta, y pasa muchas veces, es decir a padres y a alumnos que escuchen la televisión. Como si la televisión te fuera a decir lo que tenés que hacer. Otra cosa que no nos gusta, es cuando algunos docentes paran y otros no en la misma escuela. Entonces están los “buenos” y los “malos”, los que quieren trabajar y los que no quieren, y queda todo ahí, flotando. En otras escuelas muchos maestros dicen “nosotros venimos, pero ustedes hagan lo que quieran”.
En el Congreso del SUTEBA hubo una discusión muy fuerte sobre si ésta es una escuela privada, o si es pública. Para el sindicato, que esto no fuera una escuela estatal significaba que no se puede trabajar con ustedes. ¿Cómo han pensado y desarrollado la idea de que esto sí es una escuela pública?
– No solamente en la Matanza nos dicen eso, en Moreno también, pero nosotros seguimos insistiendo. En la Matanza, el secretario gremial dijo: “yo no estoy de acuerdo con las subvenciones a las escuelas privadas”, y así cerró todo diálogo. Esa subvención es para los sueldos y nada más.
Yo entiendo lo privado como algo que tiene un beneficio económico, y donde son pocos los que toman las decisiones. Lo que es privado está, como su nombre lo dice, cerrado. Acá hay muchos vecinos padres que dicen “no puedo pagar”. Y son mucho más de la mitad los que no pagan nada. Vienen sin pagar pero colaboran, vienen a limpiar, están en la escuela. Entonces, la idea de lo público no viene de lo económico, sino de la idea de la comunidad en la escuela. Pero cuando uno plantea esto en el sindicato sólo sale lo económico, lo otro no sale. Es por eso que uno choca con el sindicato, aunque nosotros estamos agremiados al SUTEBA…
– Yo creo que —si me pongo a ver desde lo social— se da más lo público en esta escuela que en la escuela estatal. Porque el Estado funciona como un dueño. Y ese “dueño” indirectamente te está imponiendo que no vayas a tal lado, que no invites a los padres, que se cierren las puertas con candado. Es decir, después que pasan los chicos se cierra la puerta y los padres se despiden afuera. Por el contrario, esto es público porque acá entra cualquiera. Cualquier vecino que quiere hacer una reunión, acá la hace. Vienen los desocupados de Moreno, vienen del movimiento de mujeres; no tiene nada de privado. ¿Sabés cómo me gustaría tener la llave —como una vez paso en la escuela 15 de Moreno— colgada del mástil de la bandera? Que toda la comunidad sepa que ahí están las llaves. Eso sería ideal, pero claro, es medio riesgoso.
– Me parece que fue atacado el tema de lo privado porque era lo más evidente. Si lo público es solamente lo que está vinculado al Estado, entonces ni siquiera nosotros como ciudadanos, en lo que llamamos “democracia”, somos parte del carácter de lo público. A mi me parece que también está el manejo de determinadas situaciones a partir de lo específicamente gremial. Y ese ataque hacia la escuela Creciendo Juntos, y a ustedes como los portadores del llamado Conocimiento Inútil, desestructura ese aparato sindical, por eso la tarde fue tan virulenta. Hay otra consideración, y creo es la más penosa, y tiene que ver con lo que dice Frantz Fanon: que la dominación del colonizador trata de desestructurar entre los colonizados mismos, para que no nos reconozcamos como iguales. Porque, en definitiva, el sindicato tendría que reconocer una escuela como ésta o por lo menos escuchar lo que se está diciendo. Eso me pareció lo más terrible.
– Por ahí no valoran el trabajo con la comunidad. Está bien, a mi también me da bronca cuando aparecen asociaciones civiles supuestamente sin fines de lucro, pero uno sabe que los que la manejan son 3 o 4 que son siempre los mismos. Pero el sindicato podría ver, identificar y separar. Pero parece que es un trabajo muy grande para ellos.
Lo que pasa es que en el sindicato había un prejuicio muy grande. Por ejemplo, cuando dicen que es una escuela de clase media.
– Eso significa que tampoco quieren escuchar lo que decimos. Ataque directo a la militancia. Eso corta cualquier tipo de diálogo.
Pareciera que si alguien tiene algo para discutir por fuera de las necesidades básicas, es porque ya tiene las cosas resueltas y se da el lujo de ponerse a pensar, de ponerse a crear. O sea, que cuando hay muchas necesidades insatisfechas no hay creación ni pensamiento. Por eso si hay gente que está pensando cosas nuevas es porque tiene plata.
Ahí hay una ideología muy fuerte que está ligada a lo que es el sindicalismo hoy. Pero también a lo que es la educación pública, y, de alguna manera, en la universidad se piensa muy parecido. Cuando empezamos a plantear el tema del conocimiento no utilitario, compañeros nuestros de años, nos decían: “¡pero ustedes ya no defienden la universidad pública!”. Lo que querían decir es: “ustedes se volvieron locos, postmodernos, etcétera, etcétera, ¿y dónde terminarán?”
Entonces, lo que están haciendo ustedes tiene muchísimo de interesante. Justamente por el camino que han elegido, el lugar dónde trabajan, por la posición social: porque trabajan desde la libertad y no desde la necesidad. Es muy normal, entonces, que el sindicato no quiera venir acá: porque lo que se le cuestionaría —de verlo— es demasiado.

– Los entiendo un poco, porque a mi también me pasaba, cuando trabajaba en la escuela pública, que iba a talleres, y tenía que comerme que la profesora trajera una experiencia como la escuela Martín Buber. Claro, que venga la escuela privada a dar cátedra de grandes pedagogías y grandes didácticas se ve como una elite.
¿Cómo es la relación de ustedes con el Estado?
– Nosotros tenemos inspectoras para lo pedagógico y lo administrativo. También una inspección contable que tenemos que presentar una vez al año. Tenemos que llevar todos los libros, el libro de cuotas de los padres, todo lo que entra y lo que sale, y también cómo rendimos el tema de los sueldos. Nosotros particularmente no hemos tenido problema.
– Eso sería lo formal, lo económico. En lo curricular o pedagógico también hay que respetar algunas cosas. Este es un tema que preocupa, porque uno tiene definido al Estado como un monstruo al que uno le quiere sacar algo. Uno le quiere sacar algo porque no está de acuerdo con el modo en que se está manejando esta sociedad. Por eso la idea es manotearle algo, por ejemplo el subsidio. Y le manoteamos más libertad para armar una escuela. Pero en una escuela estatal esta libertad existiría también, si los docentes y las directoras de una escuela se lo propusieran. Pero qué pasa: ellos no se lo proponen, no lo quieren hacer porque están tan individualizados, tan estructurados, que cuesta ser diferente. Yo sé que hay docentes en las escuelas del Estado que sí se lo proponen, pero son pequeñas islas que tratan de hacer lo mejor que pueden dentro de su salón.
Yo siento que le estoy quitando al Estado para construir una sociedad diferente. Nosotros le estamos sacando el sueldo de los docentes, no le estamos sacando el mantenimiento. ¿Y de dónde sale el mantenimiento? Sale un poquito de la pequeña cuota o aporte de los padres, que a veces son cinco, diez, veinte o dos pesos. Otro poco del trabajo nuestro, de lo que venimos a hacer nosotros. Muchas veces venimos a hacer el contrapiso, a cambiar el alambrado o a hacer el arenero. Otro poco los papás que vienen, y dicen: “cómo puedo colaborar, estoy desocupado, vengo 2 horas”.
– En realidad, nosotros estamos construyendo un ámbito de resistencia porque el Estado no nos gusta. Pero, por otra parte, hay ciertos aspectos en que lo necesitamos, sino no podemos funcionar. Esa es un poco la idea: qué podemos hacer en relación al Estado para llevar adelante este proyecto. Básicamente, desde el punto de vista económico, necesitamos que sigan pagando la subvención, si no esto no puede funcionar. Y es muy limitante, porque lo que nos habíamos propuesto es el crecimiento de la escuela en nuevas instancias de educación (educación de adultos, sala maternal, o el polimodal), y esto tiene que ver con la negociación que podamos hacer. Por lo tanto, esa dependencia es bastante fuerte. Lo que pasa es que si uno tuviera otro Estado distinto… ¿por qué no pensar un Estado adecuado a este tipo de proyectos? Un Estado más permeable.
– Yo creo que tenemos bastante libertad en esta subvención. En esta última gestión es como que está todo bien. Nosotros presentamos, y si está el proyecto, sale. En ese sentido, notamos la diferencia con otras épocas. Tampoco es que te van a dar de más, pero hay una cierta libertad.
Esa libertad existe gracias a que ustedes son muy hábiles para disfrazar, o porque el Estado ya no puede controlar.
– Yo creo que son las dos cosas.
Entonces, es posible que en el Estado haya también espacios de libertad, porque esto depende de la comunidad educativa.
– Estoy convencida de eso. Es mentira que te lo bajan de arriba. No, arriba no hay nadie, no bajan nada. Lo que pasa es que no es fácil, estar con 50, 60 o 70 personas que van a una escuela por destino o porque te mandan.
– El problema es que si vos sos director de una escuela estatal, y querés formar con 50 docentes un grupo, y planteás que haya reuniones todos los sábados, te dicen: “no vengo, porque a mi no me corresponde”. Y la inspectora dice: “ustedes están locos, ustedes no pueden hacer venir a la gente los sábados”. Entonces pateo al Estado. Si yo lo quiero hacer, lo voy a hacer de otra manera.
La contradicción es enorme y muy interesante. El Estado no impide nada de las cosas que ustedes están haciendo en la escuela, y el verdadero problema son las directoras, las maestras, que no quieren venir los sábados. El Estado casi no tiene control, y es la propia escuela, los propios directores, los propios maestros los que lo tiran abajo. 
– La diferencia está en la vocación de servicio que tienen acá los docentes. En una escuela estatal ellos van simplemente para ganar un sueldo, los padres mandan a los chicos para sacárselos de encima. Acá es otra como ya la palabra misma lo dice, somos una comunidad educativa, entonces, en el proyecto están incluidos tanto los padres, como el grupo de docentes, como los mismos alumnos.
– El maestro empleado es el que tiene que venir a dar clases. Y uno siempre sintió que era más que un empleado. Por eso el tema del militante. Yo no sé que pasaría si todos, en lugar de sentirnos empleados, fuéramos militantes: no tendríamos este Estado.
– Pero es todo un círculo, porque los padres son convocados, en un principio, para bajarles una moralina. Entonces empiezan a poner excusas para no ir mas; al maestro le da bronca y cae en lo de siempre: “si los padres no hacen nada yo no me tengo que preocupar, ya haré la reunión para decirles que repite”. No se cómo empezó todo esto…
A nosotros también nos cuesta. El alumno no se la cree que nosotros lo escuchamos de verdad, el maestro no se cree que acá hacemos todo esto, el padre no cree que en la reunión no le vamos a tirar de las orejas, sino que queremos construir algo juntos.

Notas sobre el trabajo, el conocimiento y el antiutilitarismo

“La educación puede ser pensada, sin dudas, como un hecho pedagógico, pero no todo hecho pedagógico es un hecho ligado a una ética del conocimiento”.

1. Mucho se ha hablado de la educación como una práctica ética, y tras ese rumbo nos dirigimos. No por considerar que la educación sea, efectivamente, una práctica ética, sino por considerar que no hay ética sin alguna forma de la educación.
Pero ni la educación para el trabajo ni el trabajo de la educación vienen de por sí ligados a una ética. Y esto, creemos, vale tanto para las formas en que pensamos habitualmente el trabajo como para la educación.
No hay ética en la enseñanza que forma “seres productivos” amoldados a estándares de competitividad. Ni tampoco detectamos dignidad en afirmar que el trabajo es la esencia del hombre cuando, precisamente, la pedagogía ha estado en el centro del disciplinamiento del cuerpo humano y social hasta someterlo a los requerimientos del mercado y la técnica económica y política.
La pedagogía ha sido la vía de la construcción del hombre como individuo, del tiempo como tiempo de la producción y del intercambio y de la vida como algo calificable, cuantificable y clasificable.

2. A su vez, los trabajadores de todas las épocas se han planteado formas eficaces de resistencia a la opresión. El sindicalismo tiene gloriosas páginas en el último siglo. ¿Cómo explicar su eclipse actual? Tal vez, estas notas sobre el trabajo develen algún enigma. Ya que, de hecho, la naturalización del trabajo como aquella que da dignidad a los hombres, ideología productivista y mercantil si las hay, le esquilmó a los hombres la dimensión de la profunda inutilidad de la vida.
Si de alguna forma ha operado esta ideología, que ha reducido la vida humana a pura fuerza de trabajo, ha sido a través de una sutil e imperceptible equiparación entre trabajo y empleo.
Así, el trabajo, como actividad creativa a través de la cual el hombre –y no sólo él– recrea el mundo, queda reducida a la obtención de un empleo y de un salario. El hombre asalariado es la base del hombre sindicalizado.
Así, en la diferencia entre trabajo y empleo, algo valioso se ha perdido. Hay una potencia en esa diferencia. Uno se emplea a cambio de un salario necesario, pero el trabajo es otra cosa, es una actividad antiutilitaria por excelencia, ya que nadie puede responder seriamente a la pregunta de por qué recrear el mundo.
El sindicalismo ha quedado empobrecido en esta resta, en esta diferencia. Se le han escapado las potencias de los trabajadores y se ha quedado sólo con la pasiva adhesión de los empleados. Y no hay formas de reencontrarse con esta potencia productiva del trabajo si no se replantean seriamente qué implica hoy esta multiplicidad vital que escapa al “puesto”, el “salario” y la “legislación laboral”.

3. A los niños se los evalúa con notas. Poco importa si esta grilla clasificatoria va del mal al muy bien o del desaprobado al aprobado. En todo caso, hay un momento en la vida en que uno sabe que las clasificaciones se ponen en número, del uno al diez. Y todos sabemos lo que implica “ser un cuatro”. Es algo parecido a ganar de grande 400 pesos. Es que de la escuela a la vida laboral –“la vida digna”, es decir, salvo que uno quede en la “indignidad del desempleo”– el salto es de una institución a otra, pero se sigue calificando en números y clasificando en clases (¿o es que hay otra forma?).
Así, desde la escuela hasta la vida laboral, lo único que no varía es la cuantificación, es decir, el sometimiento al número. La vida se vuelve utilitaria porque la nota o el precio nos colocan en una jerarquía, en un más allá o un más acá de un “deber ser” al que ninguna persona “normal” dudaría en aceptar.
Uno no deja de preguntarse por la ética de la educación y por la dignidad del empleo, los pilares sarmientinos que sostienen la identidad de nuestra patria.

4. Es que el poder siempre actúa de la misma forma: postula la norma, el modelo. Una vez difundida la imagen de la normalidad, del exitoso y del fracasado, no hay más que distruibuir los cuerpos de los alumnos, los docentes y la gente del pueblo unos casilleros más allá o más acá del ideal normado.
Y no hay que ser muy listo para saber que una sociabilidad sostenida sobre estas bases no podría más que producir excluidos.
Sí, porque bien mirados, todos somos excluidos. Todos resistimos a un proyecto de vida reducida, cuantificada, frente a un ideal inalcanzable del éxito y de la inclusión. El poder designa centros, pero ¿quién ha experimentado realmente su “estar en el centro”? ¿Qué puede ser esa experiencia del éxito, sino un imaginario absoluto, alimentado por el individualismo más pobre y ramplón?
La ideología de la inclusión, tan propia del capitalismo, parte de la idea de que hay un lugar del que hemos quedado afuera. Y somos tan cómplices y participantes de ese capitalismo, de ese reino de muerte, en la misma medida en que somos incapaces de ligar nuestras luchas y nuestra resistencia a una imagen de lo deseable que ya no pase por la inclusión, sino por la autoafirmación de esa multiplicidad inclasificable y resistente que es la vida misma.

5. Hace unos pocos días estuvimos en Moreno, conversando con los compañeros de una escuela llamada “Creciendo juntos”. Allí, los docentes están llevando adelante una experiencia inédita en la que la escuela, la política, la vida y la ética buscan un punto de cruce real y concreto. Allí, según nos han explicado, los maestros a secas son “militantes”. El maestro militante no es un militante metido en la escuela, como un triste maestro ciruela que baja la línea del partido. No, al contrario, es el docente que sabe que no es sólo un empleado sino que pone la vida en su trabajo, en proyectos liberadores tangibles y, sobre todo, guiados por un saber apasionado que sabe –precisamente– que no sabe y, entonces, a la manera del viejísimo Sócrates, identifica su militancia y su compromiso con una verdadera ética de la búsqueda, una investigación teórica y práctica de las verdades verdaderas.

 

Una reflexión sobre la educación, sindicalismo y poder

Habitualmente al intentar definir un proyecto educativo, desde las organizaciones sindicales debatíamos previamente porqué proyecto de país peleábamos, culminando en la consigna de «defender la escuela pública», dentro del aparato del estado.
Considerando que la lucha por el poder es el eje de estas organizaciones, se ha sostenido lo público desde el estado o vinculado a él, llevando a un involucramiento en -y pelea por- el control del mismo en sus muy diversos ámbitos: desde el ocupar bancas legislativas, el control del ministerio de educación o, en su máxima expresión, hasta del propio gobierno (segregando el tema central: la discusión fundamental sobre qué educación queremos).
Así, se nos va perdiendo, tras una estrategia de poder, le esencia de nuestra lucha: la elaboración colectiva y constante sobre el problema educativo: la creación misma del concepto educativo.
En su extremo hemos llegado a la imposibilidad misma de tomar a la educación y el conocimiento de forma autónoma. Por el contrario, todo lo referido al tema educativo ha sido funcionalizado –instrumentalizado- a principio de la lucha por el poder: la formación de una militancia militancia sindical capaz de sostener y reproducir más que organizar o articular nuevas formas de pensamiento.
Diversas expresiones (dirigentes y teóricos) del sindicalismo se manifiestan a favor de la instrumentalidad de la educación y del conocimiento para el poder, pero combaten las dificultades reales con que los docentes se encuentran a diario en su tarea pedagógica -tan lejos como están de las escuelas-: ¿cómo opera en contra del pensamiento y la creatividad el doble cargo docente?, ¿cómo el sistema con, sus normas, imposibilita prácticas nuevas, en la misma medida en que todo debe ser controlado por el aparato del estado?.
Es así que cuando se estas prácticas autónomas -como la experiencia de Creciendo Juntos- se difunden en el medio sindical, resultan lisa y llanamente sancionadas en la medida en que sacan a la luz una diferencia esencial: se trata de experiencias de búsqueda, de construcción del contrapoder, que no condicen con la centralidad normada que propone la dirigencia sindical.
Pensar una militancia docente que sea asumida de forma integral, autónoma, donde el espacio físico de desarrollo no sea exclusivamente «el sindicato», una militancia que no quede sujeta a las luchas internas por ocupar espacios de poder sindicales, implica proponerse la constitución de otra idea de la organización sindical, otra forma ser del militante sindical: se trata de Pensar la escuela como el lugar de un compromiso real con la comunidad, desechando todo carácter utilitario y corporativo; implica ampliar el espectro comunitario y no encorcetarlo en lo educativo, formalmente concebido; pensar la comunidad como una forma de vida donde la solidaridad, la fraternidad, lo humanitario, sean una práctica cotidiana y alejados de los valores individualistas, del valor mercantil de la educación y de las restricciones que el capitalismo impone al proceso de conocimiento.
El dilema es si en el estado actual de la escuela pública con su sistema vertical, jerárquico y sus normas de puntajes, de designación de docentes es factible desarrollar experiencias de contrapoder. Aquí la duda y el desafío. Para desarrollar experiencias de contrapoder lo primero que habrá que desechar es la idea subordianr toda discusión y toda práctica al deseo del poder: habrá que asumir que no se va a pelear por él. Habrá que despojarse de las viejas formas y consignas y darse el trabajo de pensar críticamente nuestras prácticas, reinventar otras más creativas y más solidarias y agudizar la reflexión que por mucho tiempo los docentes hemos ido delegando en otros. Es decir: reconstruir(nos).
La experiencia de los Compañeros de Creciendo Juntos, adquiere relevancia y nos pone en espejo con nuestra propia situación. No porque no existan aspectos similares en el trabajo docente. Si ellos nos pueden enseñar algo es, sobre todo, por la forma en que sostienen su proyecto, y por el proyecto mismo. Un proyecto que no es exclusivamente pedagógico, ni individual. Un proyecto de vida y compromiso militante, sostenido por el conjunto de los docentes y la comunidad en una unicidad -que los fortalece ante tanta adversidad-, como práctica de contrapoder.
Saber de la existencia de estas prácticas en el ámbito educativo es, a su vez, una nueva demostración que pueden desarrollarse. Habrá que diseñar la forma con la comunidad o con quienes así lo deseen y abrazar la idea que el contrapoder es una práctica que se construye sin copias, sin repeticiones, sin rema reprducción, pensando juntos.

 

UNIVERSIDAD

Presentación de la sección Universidad

Ya hace algunos años surgió, por iniciativa de la Agrupación Estudiantil El Mate de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, una experiencia que luego recorrió prácticamente todo el país: la Cátedra Libre Che Guevara.
Por la intensidad de la experiencia y por lo que constituyó como muestra de las posibilidades que ofrece el trabajo del contrapoder en la universidad, hemos decidido contar, a partir del balance de algunos de sus protagonistas, el nacimiento y desarrollo -allá por 1997- de la cátedra, con el objetivo de recrear la actividad y la discusión política, a partir de una lectura crítica de muchas experiencias anteriores y en la búsqueda de encontrar una nueva forma de intervención política.
Si recordamos hoy esta bella historia que llevó a un grupo de militantes a recorrer los barrios porteños y del conurbano bonaerense para constituírse en un espacio de pensamiento, es porque nos parece importante difundir la vigencia de la lucha, del pensamiento popular y de los elementos de una discusión abierta sobre la obra y la vida del Che que tienen aún una fuerte potencia inspiradora.
En lo que sigue publicamos dos textos que de una u otra forma hacen referencia a la discusión sobre la necesidad de desplegar la crítica a las prácticas dominantes en la universidad a partir de una actitud práctica antiutilitaria.
En primer lugar, nuestras reflexiones sobre la Cátedra del Che y luego un texto que reclama un pensamiento crítico sobre la universidad, que vaya más allá de las posiciones meramente defensistas. El disparador de dicho artículo es una ponencia que realizó María Pía López en las Jornadas de la Carrera de Sociología a fines del año 2000. Este material fue luego publicado en el número 4 de la revista Aínda.

 

La Cátedra Che Guevara: una experiencia de pensamiento

El surgimiento
La Cátedra Libre Che Guevara surgió en 1997 en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, cuando se cumplían 30 años de la muerte del Che.
La iniciativa fue de quienes en aquel momento integrábamos la agrupación universitaria El Mate. Ya en ese entonces estábamos en la búsqueda de formas de intervención política acordes con nuestra militancia, la de jóvenes escépticos respecto de las formas tradicionales de la política partidaria.
La Cátedra del Che no fue una actividad más: fue el proyecto concreto en el que confluyeron muchas de nuestras discusiones, y en ese sentido, fue vivida por nosotros con gran intensidad.
Una de nuestras principales preocupaciones giraba en torno a una lectura crítica y generacional de las luchas anteriores, muy particularmente las de los años ´60 y ´70. En ese camino comenzamos a estudiar el pensamiento del Che y la importancia de la Revolución Cubana en esa generación. Y el 97 despuntaba como el año de la gevaromanía. A los ya tradicionales homenajes que la izquierda le tributaba, se sumó la conversión de Guevara en un fetiche comercial. En ese contexto algo nos revelaba: sentíamos que debíamos oponer, a la mera utilización de su figura, una interpretación crítica capaz de actualizar su pensamiento y su proyecto. Pensábamos, también, que la Argentina debía asumir el papel que le cabe en relación al Che.
Por otra parte, como agrupación universitaria, no parábamos de cuestionar las formas que regían a la deprimida vida universitaria. Particularmente nos preocupaba el hecho de que la Universidad permanecía encerrada en sus paredes, anquilosada en temas y debates que le hacían abandonar su potencial crítico, y que la volvían incapaz de participar de las luchas políticas y sociales de quienes resistían las injusticias activamente. El guevarismo, como tradición política y de pensamiento latinoamericano, tenía bastante que decir al respecto.
La cátedra libre fue la forma en que, pensamos, podía encararse una respuesta práctica a estos problemas que nos inquietaban. Esta forma, la de una Cátedra abierta y popular, tiene una historia muy larga en nuestro continente y en nuestro país. Basta mencionar las Cátedras Nacionales de los 70´. Pero teníamos a mano una experiencia contemporánea: la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la UBA, que funcionaba en la Facultad de Filosofía y Letras, dirigida por Osvaldo Bayer y coordinada por Graciela Daleo.
Como para confirmar el impulso, vino la relación con la Cátedra Che Guevara de La Habana y con la incansable investigadora María del Carmen Ariet, quien terminó de abrirnos los ojos sobre la potencialidad del proyecto.
La Cátedra fue estructurándose en largos cabildeos. Junto a Ruben Dri, Manolo Gaggero (los dos titulares mas activos y comprometidos en el proyecto) y Gabriel Fernández (el coordinador) pensamos los —interminables— ejes temáticos, y los profesores que pudieran abarcarlos. Aquí se reflejó particularmente el espíritu que animó a la Cátedra. Desde el comienzo de las clases se expresó la voluntad de producir un encuentro entre compañeros especialmente dedicados a la labor teórica (como David Viñas, Alberto J. Plá, Osvaldo Bayer, Horacio González, León Rozitchner, Horacio Tarcus, Nestor Cohan, etc.) con aquellos cuya experiencia militante hacía imperdible su participación (como Hebe de Bonafini, Luis Matini, Miguel Bonasso, Eduardo Gurrucharri, Luis Ortolani, Roberto Baschetti, Guillermo Cieza, y el extrañado compañero Cacho El Kadri). Cruzar estas formas diversas del pensamiento, sin que ninguna subordinara a la otra, fue una de nuestras intenciones explícitas.

Los primeros pasos: el desborde
Como suele suceder con los planes muy bien armados, las cosas se nos fueron de las manos apenas iniciada la experiencia. Tanto por la cantidad de inscriptos, como por la resonante repercusión que tuvo. Rubén Dri nos recordaba que esto era mucho más grande de lo previsto y que, por lo tanto, debíamos asumir la responsabilidad de que todo saliera realmente bien.
En efecto, nuestro grupo estudiantil, mas unos cuantos amigos, nos vimos, por decir poco, sobrepasados absolutamente por el fenómeno del Che.
La Cátedra funcionó también en la Carpa Docente, que había sido instalada frente al Congreso de la Nación, en colegios, sindicatos, etc. Nos dedicamos un año entero a organizar aquello, estudiando con mayor profundidad al Che, conversando y trabajando junto con el gigantesco primer grupo docente, que se enriquecía con la participación de compañeros de latinoamérica, como los cubanos Marta Pérez Rolo y Fernando Martínez Heredia, el mexicano Paco Ignacio Taibo II y el chileno Claudio Lara. Peleando con quienes, en la Facultad, intentaban bloquear el proyecto, y preparando materiales que acompañasen la cursada.
En el segundo cuatrimestre universitario la concurrencia siguió siendo altísima. Pero esta vez la novedad fue que la Cátedra se extendió por todos lados: en Córdoba, Río Cuarto, La Plata, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero, Mar del Plata y posteriormente Rosario, La Pampa, Paraná, Neuquén, Mendoza y en otras tantas ciudades, comenzaron a organizarse nuevas cátedras.
No sólo recorrimos prácticamente todo el país, sorprendiéndonos de la cantidad de grupos y compañeros que se iban movilizando alrededor de esta idea, sino de la cantidad impresionante de jóvenes que se acercaban a discutir y a estudiar.
Hacia finales del año 97 realizamos en Río Cuarto un encuentro de todas las cátedras del Che que existían en el país. Unas 15 cátedras nos encontramos para socializar la experiencia y coordinar los pasos a seguir.
Fue en este Encuentro donde terminó de explicitarse una de las contradicciones que habitaron desde el comienzo las discusiones del proyecto: la relación entre los trabajos interesantes que producíamos y la “trascendente acumulación política”. El meteórico éxito de la Cátedra la convirtió en un bocado mas que apetecible, y nos puso ante la disyuntiva de una definición práctica. La experiencia de pensamiento y producción colectiva que la Cátedra generaba, ¿significaba un paso mas que consistente, que nos introducía en un nuevo y basto campo en el que repensar los términos de un pensamiento emancipador, disponiéndonos a una apertura fundamental hacia la investigación y la experimentación? ¿o mas bien habíamos logrado producir el hecho que nos habilitaba, finalmente, a pocisionarnos como la ansiada vanguardia política? La pregunta aparecía nítida: ¿y la orga para cuando?
Fue entonces cuando renunciamos a organizar una nueva corriente nacional, para dedicarnos a profundizar en la inquietante búsqueda que la experiencia de la Cátedra nos proponía. A los planteos de que era hora de pasar “a lo serio”, a “lo político”, utilizando el aval de haber sido los creadores de la Cátedra, respondimos que no se trataba de “ser el grupo de vanguardia” sino de “producir, permanentemente, hechos de vanguardia”.

La experiencia en los barrios
En el año 98 tomamos la decisión de realizar las cátedras en los barrios de capital y provincia de Buenos Aires, trascendiendo de esta forma el espacio universitario. Así surgieron las cátedras de Ramos Mejía, Villa Urquiza, Lanús, Quilmes, Moreno, Avellaneda, Paternal, Vicente López, Flores, José C. Paz, San Miguel, Saavedra…

Moreno fue quizá el espacio barrial donde mayor profundidad alcanzó la cátedra. Desde el comienzo fue tomada como un trabajo colectivo, más allá de los grupos que participaban. La labor estuvo centrada en el proyecto, lo que implicó encararlo de una forma en el que la cátedra no reconociera dueños. La elección de los temas, el lugar, la difusión, y todas las actividades desarrolladas, fueron llevadas a cabo sin imposiciones por parte de los grupos que intervinieron.
La forma taller fue la elegida, a partir de la idea de que lo central no estaba en el contenido temático, sino en la relación con la producción de conocimiento colectivo, alertados por la posibilidad de que en las exposiciones se pudiera reproducir formas tradicionales de relación con el poder. De esta forma, los contenidos y la transmisión de las experiencias revolucionarias fueron “reescritas” a la luz de la participación de quiénes se comprometieron con la cátedra.
Desde el comienzo la convocatoria realizada estuvo orientada a superar los “límites” que imponía la clásica participación de la “militancia política”, que en general tiende a empobrecer los espacios de discusión y pensamiento, encorcetándolos en conclusiones sacadas de antemano. De la capacidad de lograr que la convocatoria alcanzara este objetivo, dependía en buena medida la profundidad de la experiencia.
Este fue el espíritu de los grupos —todos realizaban trabajos barriales— que organizaron la cátedra en Moreno, en una escuela de formación comunitaria, lugar que desde entonces sirvió como espacio de encuentro permanente, ya que, una vez “terminada” la cátedra la experiencia colectiva continuó por más de tres años, en nuevos talleres, radios abiertas en plazas, y otras actividades. A partir de allí se fueron generando redes, por supuesto no previstas en la planificación inicial de la cátedra. La red de Educación Popular, la iniciativa cultural “rompamos el silencio”, etcétera. Hoy, pese a estar dispersos, todos los que participaron de estas formas de encuentro, se conocen y saben de la existencia de los otros trabajos que se desarrollan en el barrio.

El contacto con los barrios fue pensado como la generalización de un espacio de discusión y pensamiento, como socialización de un capital histórico y político sobre nuestro pasado y nuestro presente, y sobre las posibilidades de reorganizar un proyecto revolucionario sobre viejas—nuevas bases.
La experiencia fue realmente muy rica en formas organizativas, de conocimiento de compañeros, de debates y publicaciones. Y para nosotros significó un importante descubrimiento. Hasta ese momento, para un colectivo como el nuestro, dedicado fundamentalmente a la tarea del pensamiento, y movidos por un intenso deseo político, existían dos modelos de cómo establecer relaciones con otros grupos y experiencias de trabajo. Ambos modelos nos incomodaban, y sobre ellos veníamos ejerciendo una crítica teórica.
Por un lado lo que se llama “la extensión universitaria”, la cuál supone que la Universidad existe como una isla del saber, y que su “generoso” aporte nos es otro que el de ofrecer ese saber a la carente sociedad. Semejante idea del conocimiento reproduce activamente la concepción mas pobre del pensamiento, pues supone un sujeto que conoce y un objeto del conocimiento. El conocimiento, como algo neutral, no pasa de ser un “servicio”, un producto. Se trataría de administrarlo, difundirlo, incorporarlo…
Por el otro lado, estaba el modelo de “lo político”. Los barrios pasaban a ser el lugar donde validar la verdad, pues allí habitan los potenciales sujetos del cambio. Se trataba entonces de edificar cientos de tribunas, desde las que difundir nuestra línea, como forma de ir logrando adhesiones. Pero sentíamos que no podíamos terminar inventando una nueva y mas inteligente forma de hacer lo mismo, esta vez sin forzar, siendo mas respetuosos.
Para ambas líneas de trabajo el pensamiento no es mas que un instrumento, quizás el mas importante, para algo mas decisivo y trascendente. Y siempre encontraremos “fines” que merecen tal centralidad, ya sean las impostergables necesidades materiales, o el futuro luminoso que nos espera cuando haya triunfado la revolución. Todo el esfuerzo de pensamiento del que participábamos se licuaba en la clásica pregunta: ¿después de la Cátedra qué?
Los talleres en los barrios tuvieron el mérito de insinuar, pese a sus límites, una brecha, un recorrido posible, entre esas dos figuras del instrumentalismo.
La Cátedra del Che permitió, en algunos lugares, una forma de vinculación diferente con otras experiencias —universitarias, barriales, o sindicales—, organizada alrededor de un proyecto muy concreto, en el que se trataba de pensar juntos los desafíos comunes. Cada experiencia, producto de su propio desarrollo, se relacionaba con el otro, en una experiencia conjunta de la que se salía enriquecido.
Y, fundamentalmente, fue una confirmación de que, por todos lados, habían grandes deseos de pensar, crear y luchar.

Elementos de nueva radicalidad
Hoy, meditando un poco sobre la fuerza con que tantos jóvenes, militantes, ex militantes, alumnos de escuelas, colegios y facultades, participaron en este proyecto, sentimos la necesidad de reflexionar acerca de qué se puso en juego allí en términos de una nueva radicalidad política.
Cuando convocamos al grupo docente a la cátedra se nos miró con cierta desconfianza. La cosa sonaba como anacrónica en momentos en que el señoreo del “progresismo» parecía vivir el dulce encanto de la derrota, expresada simbólicamente en la caída del muro de Berlín, y prácticamente en el reciclaje de personas, incluidas sus viviendas. No era una apuesta sencilla, pues el clima era de angustia y encerrona, y el “progresismo” bienpensante daba por desterradas las posibilidades del cambio social.
Además, desde el poder, con ese envidiable olfato que les mantiene ahí, se dispusieron a enterrar al Che definitivamente, sea en el cielo, en el infierno o en la gloria del bronce. Lo llamaron Jesús como al bandido, arcángel, mártir, héroe, diablo o demonio; y, en términos comparativos, lo trató peor el
progresismo que la propia derecha.
Sin embargo, algo se produjo a partir de allí. El rescate del que para Sartre fuera “el hombre más completo de nuestra época”, funcionó como un dispositivo que permitió liberar(nos) de la sensación de opresión y tristeza que por aquellos años transitábamos. Las Cátedras se transformaron en un pretexto, por así decirlo, para discutir política, para reconsiderar proyectos e iniciativas de autonomía.
La ofensiva de la alianza derecha-progresismo contra el Che, que escondía en el fondo la ofensiva contra todo renacimiento de la idea de acción emancipatoria, y que contaba con todo el peso del aparato del poder, fue notablemente contrarrestada por esos cientos de encuentros donde el Che, mejor dicho la política, se recreaban. Se mezclaba todo, jóvenes que querían saber quién era ese icono de camisetas, curiosos de todo tipo, viejos que necesitaban saldar su historia personal con el Che, algunos que lloraban la vergüenza de haber sido, otro el dolor de ya no ser, junto a nuevos militantes ansiosos por investigar.
Las cátedras se transformaron insospechadamente en foros de discusión, y acompañaban, por otra parte, un movimiento en el que emergían nuevas luchas —como los escraches de los H.I.J.O.S.—. Tras las cátedras surgieron otras, con otros nombres inspiradores y muchos grupos llegaron a la conclusión que “repensar” no era revisionismo, sino la única manera de ser fiel a la tradición revolucionaria. Surgieron después corrientes que propiciaron el “nuevo pensamiento”, y así hasta el momento actual de plena ebullición.
En este marco la Cátedra, para nosotros, fue una experiencia fundamental de transición. Pensar al Che, y a las experiencias revolucionarias de nuestro país y del continente, tomó la forma de un intenso balance, en el qué se profundizó en aquellas hipótesis que no van más, y en las que mantienen su vigencia. En este sentido, seguíamos tirando puntas para pensar “la política”, y a la vez comenzábamos a entender que se trataba de encontrar nuevos recorridos prácticos, en los que “la política” dejara de ser sólo un objeto de estudio, para devenir una experiencia de investigación militante.

 

¿Universidad o Muerte?
Pensar la Universidad (entendiendo por tal, fundamentalmente, a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA)

1- Solemos pensar a la universidad bajo una premisa excluyente: ¡“hay que defenderla”! Esta consigna separa aguas. La comunidad universitaria se constituye, de hecho, alrededor de la consigna central de la defensa de la universidad (del financiamiento estatal, la autonomía, el carácter gratuito de los estudios y el acceso libre y masivo).
Hasta tal punto esto es así que el pensamiento sobre cómo ejercer más legítimamente esta defensa ha sustituido todo pensamiento activo sobre la universidad misma como situación de conocimiento.
La conciencia “defensista” opera como cemento real de los universitarios, sustituyendo todo compromiso comunitario construido sobre la base de asumir los riesgos de la producción de conocimientos.

2- La defensa de la universidad fue dando lugar a un complejo discurso. En su interior se admiten tácticas diversas. Incluso, relativamente enfrentadas.
No costará demasiado identificar cuál es la táctica dominante. Ella dice que la “educación no es una inversión, sino un derecho”. Lo que quiere decir que no es un negocio, ni debe serlo. Es un derecho de los pueblos. Y como tal hay que defenderlo del gobierno y de fuerzas aún más poderosas.
Así, un discurso de los derechos, se convierte en el fundamento último de una lucha política en torno a la universidad.
Se conforma un dispositivo combativo capaz de frenar —en la medida de las posibilidades— los proyectos más violentamente privatistas de la universidad.
Se trata de una idea simple y sencilla que gira alrededor de la defensa del presupuesto. Hasta que no haya un aumento suficiente, toda otra discusión, toda otra consideración queda indefinidamente postergada.
El objetivo: no dividir el frente único defensivo. Prima la necesidad del consenso y la temporalidad de la urgencia.
Esta posición —tan activa frente a los ataques ministeriales— se ha mostrado, sin embargo, inoperante frente a la decadencia de la universidad.
Se ha mostrado incapaz de reflexionar sobre los objetivos mismos de los conocimientos que se producen en la universidad. De hecho, su eficacia consiste en su llamado a poner en paréntesis todo debate sobre la universidad misma, hasta que se den las condiciones del “cese de las hostilidades” por parte de los gobiernos nacionales.
Esta modalidad de la defensa de la universidad es víctima de una paradoja evidente. El mismo hecho de la defensa puede tornarse absurdo en la medida en que lo que se defiende de enemigos externos se va deteriorando por razones que hay que buscar en el “frente interno”: los mecanismos más sutiles de reconversión de la universidad hacia los criterios del mercado.

3- Como resulta evidente, no es este el único ni el más elaborado discurso sobre la defensa de la universidad. Hay otro, crítico de este primero, que actúa como ciencia lúcida de los déficit del discurso político dominante, como rechazo de una versión puramente gremial y economicista del compromiso.
Se trata de una perspectiva inteligente sobre la universidad, que asume que no hay defensa posible sin una indispensable discusión rigurosa sobre los conocimientos que la universidad genera y los que pretende producir. Afirma que es imposible una defensa exitosa de la universidad sin una discusión sobre el proyecto en la que se sustenta. Consiste en plantear como posibilidad actual lo que no es otra cosa que su —nuestro— propio ideal universitario. Los conocimientos que debieran ser incluidos, participan anticipadamente de una universidad que, aún si en los hechos los excluye, los contempla imaginariamente. Se construye así una defensa digna y entusiasta.
Se defiende un proyecto: pero, en los hechos, se proyecta con el objetivo de poder ejercer la defensa.
La “defensa” muestra, así, ser mucho más que una “buena táctica”: se trata de la forma en que habitamos la universidad quienes nos insertamos críticamente en la ella.
El supuesto sobre el que se formula la “buena defensa” es el de considerar que lo deseable del proyecto que se impulsa proveerá la fuerza suficiente para ejercitar una defensa eficaz.

4- La pregunta, entonces, se ha desplazado. Interroga, ahora, por el valor político de los conocimientos que la universidad produce.
Esta pregunta altera el orden del razonamiento. Ya no se trata de mantener fijas las premisas de la “defensa de la universidad” como punto de partida axiomático, sino de invertir el orden.
Ya no se trata de preguntarse por los conocimientos y de invitar a la comunidad académica a iniciar prácticas autónomas de producción de nuevos saberes, con el objetivo de legitimar la defensa de la universidad; sino de considerar hasta qué punto son las prácticas efectivas de producción de saberes, y de pensamiento, lo que justifica una acción de defensa.
Decía Spinoza que la política no trata de las cosas tal como deberían ser sino de lo que efectivamente son. Podemos aplicar esta máxima al debate universitario: no se trata tanto de postular un proyecto universitario, para volver “defendible” una institución, como acompañar las prácticas que constituyen efectivamente una situación de pensamiento y de producción de saberes.
El recurso de postular un proyecto que justifique desde un futuro la defensa actual de la universidad es doblemente defectuoso: por un lado, postula un tiempo futuro tan lejano como el que nos prometen los defensores del “presupuestismo” y, por otro, refuerza el “defensismo” como premisa incuestionable, como único punto de partida posible para pensar la situación de conocimiento, fundamento real de la cuestión universitaria.

5- El defensismo actúa como “falsa premisa”: anula más enfoques de los que habilita.
La posibilidad de alumbrar otra forma de habitar la universidad depende, en cierta forma, de la capacidad de revisar la estrechez de este punto de partida.
La valoración de los saberes, la puesta en discusión sobre los conocimientos a incorporar y la ampliación de las prácticas productoras de pensamiento no son premisas de una “buena táctica” sino el verdadero punto de partida de un debate sobre la universidad.

6- La pregunta de la utilidad de los saberes que transmite la universidad resulta de una gravedad mucho mayor aún cuando, como dice María Pía López, los egresados universitarios no somos “capaces del riesgo del conocimiento” . Si tenemos como destino el “sector privado” encontraremos allí, en la experiencia laboral, un “efectivo aprendizaje”. Si lo que deseamos es permanecer en el ámbito académico, nos espera, aún, una larguísima carrera de posgrados. La Universidad, así, se reduce cada vez más a una extensión del Ciclo Básico Común, pues el objetivo de la cursada es alcanzar un título habilitante, para pasar a la próxima etapa.
La misma Universidad va perdiendo dimensiones de pensamiento que antaño le otorgaban una densidad mayor.

7- Pareciera ser que no hay proyecto de universidad que no tenga en su centro la creación de un “campo académico”: las críticas suelen dirigirse siempre a impugnar la concepción burocrática con que se pretende su instauración, más que a la centralidad del campo mismo.
Así, la transparencia de los mecanismos de adjudicación de cargos y recursos aparece como la “meca” del orden administrativo y político de la universidad. Esta forma de la discusión queda entrampada, pues es reducida a la ideología de la transparencia.
Quienes cuestionan las formas en que se constituye el campo académico son acusados, muy neoliberalmente, de conservadores de la “vieja universidad”. Quienes no estamos entusiasmados con la centralidad que se le otorga al campo académico en la producción de conocimientos, quedamos directamente excluidos, o incómodamente incluidos.

8- Otros problemas surgen cuando se habla de la relación entre la universidad y la sociedad. El punto de partida ineludible es la tradicional (y ambigua) advertencia según la cual la universidad no puede considerarse una “isla democrática”. La ambigüedad proviene del hecho que este discurso es el que ha conducido los últimos años a promover la relación entre la universidad y el mercado.
Bien se dice, hoy, que la alternativa a la mercantilización de los saberes no puede ser un “un repliegue ingenuo en los movimientos sociales” , pues esto significaría, en los hechos, sustituir las pasantías en empresas por otras en las escuelas públicas o sindicatos. Es decir, lo que queda incuestionado es esta forma “pasante” del vínculo entre la universidad y su “afuera”. Se dice, entonces, que la universidad debería dar luz a una “voz propia” . Pero la polémica se centra en cómo se piensa la constitución de tal voz.
No se trata de una pregunta retórica. La posición defensista elude la discusión sobre el hecho evidente de la carencia de una ética de la gratuidad, de un compromiso con el pensar y una conciencia política antiutilitaria, sobre la cual construir esta “voz”. ¿Cómo evitar que estos discursos no sean simplemente momentos lúcidos, autorreflexivos, sin relación con estas condiciones éticas y políticas? ¿Cómo es posible proyectar un ideal de universidad desde el interior de las prácticas universitarias actuales, sin transformar radicalmente las formas en que la universidad se relaciona —sin servilismos ni inútiles soberbias— con los procesos del pensamiento social más significativos de las experiencias barriales y populares?

9- La ética de gratuidad y el compromiso con el conocimiento están notablemente ausentes de la universidad. La militancia se ha constituido bien en mero sindicalismo, bien en caricatura, bien en objeto masivo de tesis y “papers”. El campo de las resistencias al deterioro de la universidad se ha empobrecido. La ideología de la defensa universitaria ha contribuido a ello. La militancia política universitaria ha sido incapaz de crear formas de intervención alrededor de estas cuestiones y ha terminado por reproducir, a menor escala, las formas de la política profesional. La “gremialización” de sus cuadros más capaces ha empobrecido las experiencias de constitución de una subjetividad vinculada al conocimiento.
El deterioro universitario es atribuido, claro, al modelo neoliberal que “viene de afuera”. Pero se elude el hecho de que es la propia comunidad académica la que acepta las clasificaciones, las inútiles maratones de congresos, los enredos burocráticos, los créditos externos de reconversión de la universidad y las formas burocráticas de valorar lo saberes.

10- Partimos, entonces, de otra premisa: “crear nuevos conocimientos”. Si organizamos así la cuestión, podemos pensar más “libremente” “lo universitario”, sitio que reclama —no siempre con igual legitimidad— privilegios como lugar del pensar.
La universidad pareciera no tener afuera. De hecho, es este otro de los supuestos del discurso de la defensa de la universidad. ¿Desde dónde se puede pensar lo universitario si no es desde la universidad misma?
No se trata, en efecto, de postular la existencia de un lugar–otro del saber, desde el cual negar a la universidad como lugar relevante de la producción de saberes. Pero sí sostenemos que la validez del conocimiento no puede ser juzgado según se ajuste a las reglas de producción que la academia exige, cuando las condiciones del conocimiento posible son muchos más vastas: tanto que trascienden, en mucho, a la institución universitaria misma.
Pensar desde la producción —y el rescate— de saberes y desde una voluntad de pensamiento nos lleva a relativizar toda centralidad de “lo universitario”. No porque “lo universitario” deba ser devaluado para poder afirmar otro tipo de pensamientos de los que allí se producen sino porque es preciso restituir a la institución universitaria a su verdadera dimensión como un lugar productor de saberes y no como el centro privilegiado de la trama productora de conocimiento.
En otras palabras: las exigencias del pensar no pueden identificarse ni con las prácticas de autoconservación de la institución universitaria ni con las reglas que rigen la constitución de un “campo académico”, sin reducir el pensamiento a caricatura.

 

CONOCIMIENTO ANTIUTILITARIO

Nadie sabe lo que puede un mozo

Hemos venido hablando hasta aquí de cosas tales como un conocimiento antiutilitario, de un saber situacional, de establecer una forma de la política que ya no tenga como referente al poder sino al pensar práctico y comprometido. A continuación intentamos una discusión sobre los fundamentos filosóficos de tales afirmaciones. Para ellos nos remontamos a la Grecia Antigua, a la Francia de René Descartes, a la Etica de Spinoza y al mozo que atendía a Sartre, mientras tomaba sus grapitas en París, con la idea de ingresar en un costado de la discusión desde un lenguaje más clásicamente filosófico que escapa a todo hermetismo académico.

Hace unas semanas, en una de las discusiones del sábado se planteo una cuestión que venimos trabajando hace ya un tiempo dentro de lo que podemos denominar la construcción de la nueva radicalidad. El problema de tener que afrontar una incertidumbre, tener que decir en determinados momentos que «no sabemos», que no hay línea universal ni la habrá. El problema no es simple porque durante toda la modernidad se afirmó que el saber era liberador, que a medida que íbamos aprendiendo podíamos ir dominando el mundo y saliendo de la esclavitud a la que nos confinaba nuestra ignorancia.
Tal vez una comparación entre dos concepciones distintas del «no saber» pueda ayudarnos.
En ese sentido parece interesante volver al texto de las Meditaciones metafísicas de Descartes, por un lado porque en este texto la duda tiene un papel central y por el otro porque es un texto fundamental en la historia de la filosofía, y en muchos sentidos fundador de la modernidad.
Puede resultar interesante la confrontación con otro texto, tan clásico como el primero, La apología de Sócrates, de Platon. Es aquí donde Sócrates pronuncia la célebre frase «sólo se que no se nada» y agrega que esto le permite afirmar, tal como lo decía el oráculo, que es el hombre más sabio de todos.
Empecemos por ver los contextos respectivos, ya que en los dos casos los autores juzgan importante situar los textos.

El contexto
La apología de Sócrates es el relato del juicio que le hicieron a Sócrates en 399 AC, acusándolo de impiedad y de corromper a la juventud. Durante el juicio Sócrates explica en su defensa que es, precisamente, ese no saber tan subversivo que profesa, lo propio de una vida filosófica. El no renegar esta posición le valdrá una condenación a muerte. Sócrates renuncia al ofrecimiento de su discípulo Critón, de escapar de la prisión. A lo que Sócrates no quería renunciar era a la esencia misma de la filosofía: su identidad con la vida misma.
La situación de Descartes es casi opuesta: las meditaciones comienzan en “un seguro reposo en esta apacible soledad». Para Descartes la filosofía es una cuestión individual. Por supuesto, esto no es neutro, pero no se trata de juzgarlo desde un punto de vista moral. Descartes no es un egoísta, ni un elitista. A Descartes le preocupa difundir las enseñanzas que pudieran resultar de sus meditaciones. Una de sus preocupaciones fue, por ejemplo, corregir la traducción al francés de sus Meditaciones metafísicas que originalmente estaban escritas en latín.

La duda
En la introducción a la obra, Descartes presenta sus meditaciones a partir de la utilidad que todo buen católico debiera valorar. Se trata de una tentativa para convencer racionalmente a los infieles argumentando que si un católico no puede dudar de su fe, la única manera de convencer a alguien que no la comparte es demostrándole racionalmente la justeza de sus principios a través de la universalidad de la razón.
El problema de Descartes es fundar, sólidamente, y de una vez por todas, el conocimiento: el método propuesto por Descartes implica un ejercicio obsesivo de la duda respecto de todo lo que se presenta ante nosotros, hasta lograr un conocimiento universalmente cierto, un fundamento indudable para las ciencias.
Su proyecto conduce, en definitiva, a eliminar la duda. No es que pretenda realizar en unos cuantos días semejante proyecto, pero aspira, sí, a aportar los cimientos necesarios a tales efectos.
Resumiendo: la razón esta enturbiada por sentimientos y pasiones. Y esto la conduce a falsos resultados.
Veamos entonces, muy resumidamente, el camino emprendido por Descartes: a veces soñamos sueños tan «reales» que no podemos distinguirlos de la realidad. Hay algo todavía más temible: podría ser que un dios maligno nos estuviera engañando mientras estamos despiertos… Estamos en el momento más dramático de su meditación, pero también en el momento en que nuestro filósofo descubre su verdad indubitable.
Veamos como procede: para que este dios maligno lo engañe, él (Descartes), tiene que existir.
Esta demostración, por supuesto, no le resuelve a nuestro autor todos sus problemas, aunque implica un primer paso. Quedan pendientes cuestiones como, por ejemplo, probar que su cuerpo existe porque hasta ahora solo queda clara la existencia de un ser pensante. Pero alcanza para ilustrar nuestros propósitos.
Por su parte el Sócrates de La apología, cuenta la siguiente historia: uno de sus amigos, Querefonte, preguntó una vez al oráculo de Delfos si había alguien más sabio que Sócrates y el oráculo le respondió que no. Sócrates, sorprendido por la inesperada revelación, buscó a los hombres considerados más sabios para indagar el significado de la revelación.
Siguiendo ese camino Sócrates se acercó primero a los políticos y comprobó que estos hombres creían saber mucho sobre el gobierno de un pueblo pero que en realidad no sabían nada. Sócrates confiesa no saber nada pero, al mismo tiempo, el hecho de saber que no sabe nada hace que sepa más que los políticos mismos. Más tarde Sócrates frecuenta a los poetas. Ellos tienen inspiraciones pero son incapaces de pensar sus poemas. Pueden escribirlos gracias a la inspiración pero al querer explicar la inspiración misma postulan saberes inadecuados. Nuevamente, Sócrates sabe que no sabe nada. Finalmente, les llega el turno a los artesanos. El resultado es similar al obtenido con los poetas.
Sócrates comprende entonces que el oráculo tenía razón. Pero esta comprensión no puede ser tampoco definitiva, si es que no quiere acompañar a sus amigos, los políticos y los artesanos, en sus falsos saberes. No abandonará nunca sus investigaciones. Lejos de vanagloriarse de sus saberes, asumirá el hecho de que sólo sabe que no sabe nada y es este no saber lo que lo impulsa a la investigación permanente. Así, la interpretación socrática del oráculo será que el más sabio es quien persevera en el búsqueda de la verdad.

El proyecto de Descartes, que es el la modernidad, no es realizable: los modelos científicos no logran capturar nunca por entero al real. Nuestros contemporáneos admiten hoy hasta que punto es ilusorio creer en una ciencia absoluta que nos permita dominar el mundo.
Pero veamos como influye esto en nuestro problema.

Algunas pistas
La primera constatación que se nos impone es que existe un «no saber» que ya no puede ser pensado como meramente transitorio: de ahora en más habrá que convivir con la idea de que ningún desarrollo del conocimiento podrá eliminarlo.
¿Cómo podría el cartesianismo asimilar este duro golpe sin caer en la catástrofe?. Semejante corto circuito en su sistema de razonamientos deja las cosas más o menos de así: cada uno de nosotros tiene la certeza de existir individualmente. Esta certeza de existir se da en tanto que “ser que piensa”. Sólo mas tarde, en un segundo momento, como ser encarnado.
Este cuerpo, sin embargo, no obedecerá completamente a la voluntad.
Llegaremos, más tarde, a la deducción del mundo. Esta es todavía más difícil de probar y sobretodo mucho más difícil de manejar en la misma medida en que para ello hacía falta la ciencia universal que Descartes suponía estar fundando.
El imposibilidad de esta ciencia hace que el mundo se nos vuelva muy inquietante, porque nos deja aislados en un mundo al que no podemos dominar. Y ni siquiera conservamos la fe de poder hacerlo algún día.

Como lo vimos, para Platón, la cuestión es diferente: Sócrates sabe que hay un «no saber» fundamental. Esta posición fue a menudo confundida con la de los escépticos, o la de los cínicos: Sócrates sería el que sabe que el saber es imposible y que entonces todas las afirmaciones serían simplemente opiniones igualmente válidas. Pero la posición de Sócrates no es esta. El planteo no es la imposibilidad de todo saber. Los artesanos, por ejemplo, poseen un saber. Lo que cuestiona Sócrates es el encierro a que se condenan estos saberes positivos, cuando se los presenta como saberes acabados, es decir, niegan ese «no saber» fundamental.
A todos aquellos grandes sabios que venden sus saberes infalibles les demuestra que sus saberes no cierran, que la realidad de la que pretenden hablar se les escapa por todos lados.
A aquellos que se pretenden profesores de política Sócrates les demuestra, por ejemplo, que ninguna de sus definiciones de la relación entre un político y el pueblo es operativa: esta relación no puede ser definida de una vez y para siempre.
Al mismo tiempo, Sócrates elabora un saber sobre la política que puede sernos útil aún hoy: por ejemplo, en su análisis del rol central de la justicia como motor fundamental para la existencia misma de una sociedad. En términos platónicos diríamos, un paradigma que se manifiesta de diferentes maneras. Una exigencia que nunca podrá tener un modelo.
De alguna forma lo que Sócrates avanza es la cuestión de un saber situacional, porque es el «no saber» quien hace que tengamos que inventar definiciones en cada situación.
Veamos ahora el saber de los artesanos; sin dudas estos saberes son incuestionables. Contrariamente a los profesores de política, que no saben realizar aquello que pretenden enseñarles a otros, los carpinteros, por ejemplo, saben fabricar mesas de madera. Ahora bien, en principio las técnicas de los artesanos parecen seguir siendo válidas en cualquier situación, pero en realidad no es tan así. Puede ser que podamos tallar las piedras como lo hicieron hace 1000 años para construir las catedrales (aunque probablemente esta afirmación ya sea demasiado abstracta, seguramente estos hombres en la situación que se encontraban no tenían la misma relación con las piedras, no veían lo mismo cuando las tallaban etc…) pero lo que no podríamos volver a encontrar es la «inutilidad» de la fase experimental de esta técnica.
Por supuesto esta técnica servía para darle una forma determinada a las piedras y poder así construir las catedrales, pero al mismo tiempo no era enteramente deducible de una necesidad, no había una fatalidad para que se llegara a esta técnica y nadie sabía exactamente lo que esta técnica podía. Esa técnica tiene que ver con una invención, fue una experiencia, uno de los caminos que tomó el deseo de una sociedad. Hoy en día esa técnica sólo podría remitir a alguna utilidad: la restauración de las catedrales, el estudio de éstas, puede incluso servirle a algún artesano para inventar alguna técnica nueva. Pero ya no será más un punto de partida para hacer caminos sino una vía para llegar a un resultado.
Podemos conocer recetas para hacer una catedral como en el año mil pero no tenemos técnicas que nos permitan embarcarnos en la aventura de inventar las catedrales, porque eso tiene que ver con una situación histórica.
Tomemos otro ejemplo. Seguramente hoy día, gracias a una infinidad de estudios, conocemos mejor la técnica de la pintura impresionista que los impresionistas mismos, pero sería imposible pensar que alguien usando esa técnica pinte una obra maestra del impresionismo: a lo sumo será una receta para hacer cuadros “estilo impresionista”, pero ya no hay mas nada que crear desde esa técnica, ya sabemos a donde llegaremos antes de salir: la única manera de darle vida a la técnica del impresionismo es trabajarla desde otra técnica.
Volviendo a Sócrates podemos deducir que lo que les reprocha a los artesanos es no pensar esa inutilidad de la técnica que poseen, les falta saber que no saben que no porque su técnica se invento en la situación en que viven. En su caso evidentemente esto no tiene mucha importancia de hecho Sócrates parece mencionarlos sobretodo para evitar objeciones y la cuestión no es para nada recurrente en los otros diálogos de Platón como lo es por ejemplo la del saber del hombre político.

La transmisión del saber
La transmisión del saber esta por supuesto estrechamente ligada a la concepción de lo que es el no saber.
Para Descartes uno de los objetivos de las meditaciones es trasmitir la fe a los infieles a través de un razonamiento, es decir, algo parecido a lo que hacían los comunistas que pretendían convencer a los obreros para hacer la revolución, seguros de que las condiciones objetivas actuaban como premisas para dicha conversión.
Lo que Descartes quiere difundir es una cantidad de saberes racionalmente elaborados capaces de eliminar, alguna vez, la niebla de dudas y no saberes que empañan la visibilidad transparente del mundo. Su problema es encontrar un método seguro para construir verdades comunicables. Para él, el saber va por un solo camino: si se procesa racionalmente la información correctamente obtenida, no podremos perdernos. El mundo está escrito en lenguaje matemático y pronto conoceremos todos los teoremas. Partiendo del punto de vista que los individuos son autónomos y racionales la educación consistiría en darles las informaciones verdaderas y demostrárselas racionalmente.
Para Descartes, el alma es un espacio vacío, una página en blanco y la transmisión de los saberes una representación en esa página de los códigos matemáticos inscriptos en el mundo.
Sócrates, que recordemos, estaba acusado por el poder de corromper a la juventud, no tenía nada que ver con “la comunicación”: era feo y cargoso. No era un gran orador y, por sobretodo, no tenía saberes para transmitir. Ni siquiera su saber de “no saber nada” podría adquirir el carácter de una información positiva para sus contemporáneos ya que aún en ese caso extremo, en que el saber se refería a un no saber, no se trataba de revelar una verdad, sino de continuar investigando y afirmando, en situación, ese no saber.
Sin embargo, la enseñanza de Sócrates no es vana. Enuncia que para generar saberes hay que ponerse en relación con un no saber que es anterior a la razón misma. Ella no puede explicar positiviamente el mundo, los saberes, sino que, exclusivamente, señalar que este elemento actúa. La razón no es el nivel más elevado del pensamiento: siempre algo de ese real que está pensando, de esa materia del pensamiento, se le escapa. No es nunca lo suficientemente general. No abarca un dominio tan vasto como para comprender la totalidad. De allí que Sócrates haga permanentemente referencia a otras esferas existenciales como los mitos, la experiencia amorosa, los ritos de iniciación y, como venimos de verlo, a su propia vida.
Sócrates es condenado porque asume existencialmente «saber que no sabe nada». La educación que propone Sócrates constituye una critica de los “saberes” pasivos que venden por allí los sofistas y un intento de mostrar que estos saberes no cierran, que toda tentativa de encerrar el real en un conjunto de saberes está condenado al fracaso, que el real se les escapa por todos lados: el real no puede ser deducido por el pensamiento racional.
Hay, en la educación socrática, además, una iniciación que podríamos llamar impropiamente religiosa: una experiencia . En este sentido nuestra época, que perdió casi todas las relaciones con la trascendencia al postular que la razón era el límite de toda experiencia, nos presenta un desafío enorme.

Apéndice
En otro texto, no menos famoso que los dos primeros, «La ética», Spinoza planteaba un no saber tan profundo como el de Platón: «no sabemos lo que puede un cuerpo», decía.
Aquí también el no saber esta profundamente ligado a la libertad. No por casualidad el capitalismo quiso desde su comienzo eliminar este no saber que implicaba la posibilidad que el cuerpo funcione como otra cosa que generador de fuerza de trabajo. Que el cuerpo se vuelva inútil, que exista de otra forma que como el “primer útil” de ese “pequeño yo” que “piensa” y que “quiere” (según la definición de Descartes). Lo que un cuerpo no tiene permitido hacer, en nombre de la utilidad que se le confiere es perder tiempo, perder eficacia, perder utilidad, volverse opaco a la voluntad del individuo (es decir, al poder): en fin, lo que la utilidad esconde es que todo sujeto de deseos es productor, de actos de resistencia.
Sólo podríamos saber lo que puede un cuerpo en la medida en que éste sea dócil al poder. Sartre, por su lado, decía que el mozo del bar no era completamente un mozo. No porque se sacara los anteojos y se transformara en superman cuando había un peligro, no es que tuviera una “verdadera” identidad escondida, sino porque sus acciones no estaban completamente determinadas por su identidad de mozo: no todo es deducible de lo que de lo que somos. En resumen: no sabemos lo que puede un mozo.

Leer a Macherey. La eternidad es ausencia de fines (01/07/2006) // Colectivo Situaciones y Michael Hardt

Prólogo al libro Hegel o Spinoza, de Pierre Macherey, una publicación de Tinta Limón Ediciones, 2007.

 

1.

Quienes escribimos estas líneas hemos sentido la presencia de Spinoza. La lectura fue el medio para dar con él. La experiencia de la lectura se encarga luego de invertir los términos: justamente, leer la experiencia (cuyo medio es la lectura). Una lectura que se nutre de sentimientos que la acompañan, porque no hay lectura activa que pueda prescindir del vínculo íntimo entre orden conceptual y afectos. Spinoza es quizás uno de los nombres más misteriosos –y radicales– de esta mismidad concepto-afecto.

Se ha dicho muchas veces: a Spinoza se lo percibe en el intento de explorar una intuición atrapada en un abigarrado texto de presunciones geométricas. Escritos una y mil veces desautorizados; como desautorizadas fueron muchas de sus lecturas posteriores (las de Asa Heshel, vagando entre guerras con la Ética en su bolsillo, o Yakov – el hombre de Kiev– en prisión, reflexionando sobre Vida de Spinoza): sin excesivo apego a la letra, más atentos a los efectos producidos por el impacto que implica su encuentro.

Con la edición de este texto de Pierre Macherey pretendemos sumarnos a esa larga lista de filósofos y no filósofos (quienes, sin profesión, se hacen filósofos desde fuera de la filosofía misma) que han sucumbido a esta curiosa fidelidad sin obediencia, que busca una y otra vez los modos de articular fragmentos de textos a la propia investigación, para rehacerse en ella.

¿Confió Spinoza excesivamente en la filosofía? ¿Se entregó en alma y cuerpo al concepto y la palabra expuesta con rigor, enmudeciendo precisamente sobre su propia relación con las pasiones,  a las que se dedica largamente, sin embargo, en proposiciones y escolios?, ¿es su dios un dios muerto, pura abstracción, despojado de la vida con que lo representan las religiones ? La política de Spinozasu filosofía práctica, no se esconde en recónditos detalles en torno al origen de tal o cual palabra utilizada en una vieja carta aún no lo suficientemente descifrada. Su modo de ir más allá depende, para ser iluminado, de nuestras propias estrategias de desacato. El sentido de su sustracción tan radical de la vida pública y universitaria, de sus modos en apariencia solitarios, ascéticos, está definitivamente perdido y sólo alimenta mitos sin fuerza si no se reabre al fragor de una reflexión actual sobre los modos de relación con los libros, las palabras, la vida social, las representaciones públicas y los compromisos políticos.

Spinoza desarrolló en sus días una política de la cautela. Una prudencia extrema –y ya célebre–, ante los sucesos de la vida pública del reino de los Países Bajos de aquellos años del siglo XVII. Sus sugerencias para una moral provisoria tenían por objetivo conquistar los medios para una existencia filosófica a la altura de sus intuiciones, malditas entonces, malditas ahora –contracara de la moda Spinoza de la que sin dudas no hemos dejado de beneficiarnos– sin chocar con los prejuicios de época. Comprendemos muy bien que ni aún así haya podido evitar los escándalos: toda época se define, también, por sus prejuicios. El método de la cautela puede recobrar su proximidad si lo reconocemos como prudencia necesaria y cuidado práctico interior a todo proyecto de desobediencia.

Es sabido: la presencia actual de Spinoza no sería la misma sin la lectura que de él nos ofrece Gilles Deleuze, auténtico médium filosófico.

Deleuze anuncia en 1969 que su generación de filósofos franceses fue definida por un “generalizado anti-hegelianismo”. Él acababa de terminar su gran libro sobre Spinoza y, sin dudas, la alternativa –Hegel o Spinoza– estaba presente en su cabeza. Deleuze es muy claro: un sí a Spinoza significa un no a Hegel. Pero Deleuze nunca combate a Hegel directamente. Lo mantiene a distancia. Su anti-hegelianismo, en efecto, toma otra forma: darle la espalda a Hegel.

La estrategia de Macherey en su libro es completamente diferente. Para poder leer a Spinoza Macherey tuvo que pasar a través de Hegel y pelear de cerca con su pensamiento. Uno de los reconocimientos iniciales de Macherey es que la imagen de Spinoza en la filosofía moderna europea ha sido absolutamente condicionada por la lectura que Hegel hizo de él. Macherey realiza un gran servicio en su libro detallando la lectura que hace Hegel de Spinoza, demostrando no sólo el rol de sostén en el que Spinoza fue ubicado para servir al sistema de Hegel, sino también, y más importante, las distorsiones que Hegel impone al pensamiento de Spinoza. Hegel simplemente convierte a Spinoza en una versión incompleta de su propio intento de pensar lo absoluto, un precursor noble pero errado. A través de un enfrentamiento tan estrecho, Macherey nos ayuda a volver a Spinoza, libre de las falsificaciones hegelianas.

El acierto del libro de Macherey no sólo es destapar al Spinoza previo a Hegel o sin Hegel, sino también reconocer a Spinoza contra Hegel, en algún sentido más allá o después de Hegel. Esto incluye centralmente una crítica de la dialéctica hegeliana y la búsqueda de una forma alternativa de pensamiento. Sin dudas, el generalizado anti-hegelianismo en Francia del que hablaba Deleuze es verdaderamente un movimiento anti-dialéctico que involucra de diversas maneras a figuras como el propio Deleuze, Foucault, Derrida y Althusser. Debemos ser cuidadosos, sin embargo, con estos pronunciamientos anti-dialécticos porque estos autores no son realmente antagónicos a la dialéctica como tal, en todas sus formas. Antes y después de Hegel, el término dialéctica ha sido usado frecuentemente para nombrar una simple forma relacional o un movimiento dialógico del pensamiento. Lo que estos autores desafían es una dialéctica específicamente hegeliana caracterizada por la subsunción de los términos contradictorios a una unidad superior (Macherey indudablemente concibe su proyecto en este libro como la búsqueda de una dialéctica no-hegeliana). En general, ellos rechazan la dialéctica en nombre de la diferencia. La dialéctica hegeliana destruye la diferencia en dos momentos distintos: primero, empuja todas las diferencias al punto de la contradicción, enmascarando sus especificidades; y, precisamente porque las diferencias son vaciadas como términos de contradicción, es posible subsumirlas en una unidad. Macherey explica bellamente, al final de su libro, en su libro las consecuencias del dictum “non opposita, sed diversa”: no opuestos, sino diferentes. Hegel mismo, por supuesto, critica la mera oposición cuando desarrolla su noción de contradicción, pero Spinioza se mueve en una dirección diferente. El Spinoza que viene después de Hegel y nos habla es una afirmación de las esencias singulares.

El contexto académico del combate contra la dialéctica hegeliana está muy presente para Macherey. Por supuesto, para Deleuze y los otros filósofos anti-dialécticos de esa generación, el sistema universitario francés parece estar definido por un hegelianismo dominante. La diferencia para ellos significa en parte liberarse de esa ortodoxia y jerarquía académicas. Este hecho vuelve de lo más deliciosa la anécdota con la que Macherey abre su libro para definir la alternativa Hegel o Spinoza. Cuando le ofrecieron a Spinoza un cargo en la Universidad de Heidelberg, lo rechazó porque pensaba que tal relación con la institución y el estado comprometerían su libertad para filosofar. Pero cuando a Hegel le ofrecieron un puesto en la misma universidad, un siglo y medio después, él aceptó entusiasmado. Así, Spinoza nos sirve como símbolo de la diferencia y la libertad respecto del aparato académico.

La dialéctica hegeliana también tiene un significado político directo para los autores franceses de esa generación. La forma-partido, y especialmente la reinante ortodoxia del materialismo dialéctico, sólo podían reconocer contradicciones en la sociedad, y no aceptar diferencias. El partido, en otras palabras, operaba con la lógica de la dialéctica hegeliana, deformando todas las diferencias en contradicciones  y luego poniendo sobre ellas una unidad superior. El rechazo a tal política dialéctica significa una afirmación de la libre expresión de las diferencias. La afirmación de las singularidades en Spinoza –que  no puede ser subsumida en ninguna unidad– asume de este modo un carácter decididamente político.

3.

Este libro se traduce al castellano en un momento y en un país que no ha dejado de producir dilemas capaces de incluir en su reflexión textos filosóficos como éste. La cuestión misma de qué cosa es actualidad está en el centro del problema que plantea la “o” entre Hegel y Spinoza. Si una política del pensamiento es aquella que ayuda a formular las preguntas que reabren un contexto cerrado al cuestionamiento –incluso “recientemente cerrado”–, la filosofía bien puede ser uno de esos sitios llenos de enunciados capaces de ayudarnos en esa tarea. Pero, ¿puede la filosofía ser interpelada libremente o hay que respetar el modo en que se autorepresenta en su tradición? ¿Se puede ir a Spinoza luego de haber hecho estación en Hegel o habrá que aceptar la definitiva superación de aquel por éste? ¿Es posible pensar un Spinoza “después” de Hegel? ¿Cómo recobrar, hoy, para nosotros, un Spinoza liberado de la versión “dialectizada” según la cual el spinozismo es un hegelianismo aún inmaduro o, tomado en sí mismo, una caricatura?

Macherey se propone liberar a Spinoza de Hegel, del proceso de dialectización al que fue sometido, extrayéndole lo que su filosofía posee de más radical. Así utilizado el verbo se vuelve oscuro. Porque supone una línea evolutiva desde la cual cada momento posterior adquiere derecho a revisar para sus fines al anterior. La operación dialectizante consiste en poner fin a lo que no lo tiene, en dotar de orientación definida a lo que carece de finalidad, en tomar (superar) los momentos anteriores rescatando lo que tienen de útiles (conservar) al servicio de una nueva afirmación, prohibiendo toda conciencia de la diversidad irreductible, del exceso no retomado. La dialéctica esconde el cadáver luego del crimen. Aparece como supresión de todo lo no dialectizable. Como momento final, esta idea de la dialéctica viene a concluir procesos abiertos, a sintetizar en una unidad final multiplicidades sin relaciones determinables a priori.

Si la temporalidad hegeliana es tratada como una dinámica progresiva (evolución dialéctica), la “eternidad” spinozista se presenta como la liberación respecto de toda finalidad establecida de antemano: las cosas carecen de toda finalidad, de toda intencionalidad (no son sujetos).

Pero la alternativa Hegel o Spinoza nada sería si ellos no participaran, a su vez, de un diálogo en cierto modo más abarcativo, en el que cada uno define por sí mismo una suerte de espacio público del pensamiento en el cual toda filosofía se presenta yuxtapuesta junto al resto de las filosofías, y en donde las operaciones de unas y de otras pueden ser vistas en sí mismas y en contraste con las demás. Una infinita conversación virtual sólo interrumpida de mala manera cuando introducimos preguntas actuales, surgidas de nuestra propia escena vital.

Macherey ingresa en este recinto y extrae de él los materiales para su operación de reparación del spinozismo: si uno “se apoya en las demostraciones spinozistas, elimina la teleología hegeliana y hace desaparecer también esa concepción evolutiva de la historia de la filosofía, la relación real entre filosofías no es ya mensurable por su grado de integración jerárquica; tampoco es reductible a una línea cronológica que las disponga una en relación con la otra en un orden de sucesión irreversible.”

Macherey se concentra en el Hegel lector de Spinoza. No se preocupa por la totalidad de la filosofía de Hegel, sino por un conjunto de fragmentos en los que se perciben sus interpretaciones “aberrantes” sobre el holandés. El drama es presentado del siguiente modo: Hegel, el dialectizante, dialectiza a Spinoza, el indialectizable. El Spinoza dialectizado pierde toda la fuerza de su verdad que consiste, precisamente, en enarbolar el carácter no dialéctico, irreductible a una unidad hacia la cual tendería toda diversidad.

Las “aberraciones” del Hegel lector no constituyen, por tanto, mero error de lectura. Macherey no cree ni por un minuto en su inocencia. Hegel representa, en la filosofía, el gusto por la contradicción: “como modo de pensar, la oposición corresponde entonces, también, a cierto modo de ser: el que hace coexistir las cosas finitas en la serie ilimitada en que ellas se limitan unas a otras”.

Lo suprimido de Spinoza en la lectura que de él realiza Hegel es recuperado por la lectura de Macherey: el hecho de que “la sustancia difiere entonces fundamentalmente del espíritu hegeliano”. En la filosofía radical de la inmanencia no hay falta de vida sino de negatividad, de contradicción como modelo del movimiento: no hay movimiento de degradación, sino existencia espontánea y coexistencia inmediata: “El “pasaje” de la sustancia al modo en el cual ella se afirma no es el movimiento de una realización o de una manifestación, es decir, algo que pueda ser representado en una relación de la potencia al acto. La sustancia no está antes que sus modos, o por detrás de su realidad aparente, como un fundamento metafísico o una condición racional. En su absoluta inmanencia, la sustancia no es nada más que el acto de expresarse a la vez en todos sus modos, acto que no es determinado por las relaciones de los modos entre sí, sino que es, por el contrario, su causa efectiva”.

Leer a Spinoza desde Spinoza no implica desconocer a Hegel. Contamos –a partir de Marx y desde Marcuse a Holloway– con lecturas de un “Hegel revolucionario”. Pero la liberación del spinozismo de todo intento de sujetar sus efectos explosivos demanda, cada vez, de una vocación incendiaria: “Spinoza elimina la concepción de un sujeto intencional, que no es adecuada ni para representar la infinidad absoluta de la sustancia ni para comprender cómo ésta se expresa en las determinaciones finitas. Si Hegel parece no haber comprendido siempre bien a Spinoza, o no haber querido comprenderlo, es porque Spinoza, por su parte, había comprendido muy bien a Hegel, lo cual, desde el punto de vista de una teleología, es evidentemente intolerable”.

4.

“La edad de este hombre no tiene ninguna importancia, puede ser muy viejo o muy joven. Lo esencial es que no sepa donde está. Lo esencial es que no sepa donde está y que tenga ganas de ir a cualquier parte. Por eso, como en los westerns americanos, él siempre toma el tren en marcha. Sin saber de dónde viene (origen) ni a dónde va (fin). Y se baja del tren en marcha, en un pequeño poblacho en torno a una estación ridícula”.

Con estas palabras comienza Althusser su Retrato de un materialista. El “materialista”, no necesita saber de dónde viene y hacia dónde se dirige el tren de la historia para poder desarrollar sus historias en él. Sus preguntas son de otro orden. Son preguntas que cuestionan el modo en que las cosas están planteadas, que aspiran a crear sentido. Un materialismo de lo aleatorio, dice Althusser. Macherey, quien no oculta en este texto sus deudas con él, nos presenta aquí un Spinoza –en este sentido– materialista: un materialismo de las preguntas que producen nuevos sentidos.

Sobre todo, cuando de lo que se trata es de actualizar la vieja cuestión: ¿qué es una dialéctica materialista? ¿Cómo es aquí y ahora una dialéctica que funcione en ausencia de toda garantía, de manera absolutamente causal, sin una orientación previa que le fije desde el comienzo el principio de la negatividad absoluta, sin la promesa de que todas las contradicciones en las cuales se embarque se resuelvan por derecho, porque ellas llevan en sí mismas las condiciones de su resolución?

La multiplicidad sin finalidad como premisa absoluta (teoría política y fuerza productiva). La pregunta como operación de rescate de esta multiplicidad, como acto que efectúa un tajo, como extremo radical, salud auténtica del pensamiento. Entonces: no sólo la filosofía de Spinoza, sino también, y sobre todo, Spinoza político. O “subversivo”, como lo llamó Toni Negri recreando el concepto de la democracia absoluta como sentido último y más radical de toda filosofía, de entonces y de ahora. La composición de la multitud como espacio constituyente (producción en un sentido amplio y fuerte), no es sólo posibilidad en el presente, sino condición misma de todo presente de lucha.

5.

1968 y 2001 no son fechas cualesquiera: ambas localizan de modo diverso sendas aperturas. De un extremo al otro de este arco, Spinoza no deja de ser fuertemente evocado con matices diversos. Y en cada retorno, la misma pregunta insiste: ¿qué significa el pensamiento de Spinoza una vez liberado de todo lo que lo aprisionaba: no sólo la dialéctica hegeliana en filosofía, sino también un modo de organizar la dominación social a partir de los estados nacionales? ¿Qué hay luego de la polémica con la dialéctica hegeliana y en plena transformación de las formas de la soberanía? ¿Qué nos dice el spinozismo en el contexto de un discurso capitalista no dialéctico que nos habla de pluralismo, libre consumo, guerra generalizada de diversas intensidades y democracias parlamentarias?

Una pregunta que cree poder hacer converger a Spinoza junto a Marx: “Cuando Marx escribió la famosa fórmula “La humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver”, era todavía completamente tributario del evolucionismo hegeliano. La historia ulterior del marxismo iba a mostrar justamente en los hechos que una cuestión no se resuelve ni una pregunta se responde por el mero hecho de que se las plantee. Pero ya es algo plantear una cuestión, o una pregunta, incluso si esto no encamina en nada a una resolución o a una respuesta. Leer a Spinoza después de Hegel, pero no según Hegel, es algo que nos permite plantearnos la pregunta acerca de la posibilidad de una dialéctica no hegeliana, pero hay que admitir también –es incluso un modo de ser spinozistas– que eso no nos permite al mismo tiempo dar una respuesta”.

La multiplicidad liberada y la proliferación de la diferencia, lo sabemos, no son términos concretos de una respuesta, sino nociones problemáticas de una pregunta.

Volver a Spinoza, volver a Hegel (o a los griegos, a Marx, o a Freud, da igual): esta idea del retorno a los orígenes puros del pensamiento, en que lo pensable estaría ya pensado para nosotros, pecadores desviados, en realidad nos aleja. No hay adónde volver. Cuando los clásicos –cada quien elija los suyos– son evocados bajo esta clase de supuestos no se consigue sino debilitar sus usos posibles. Su magnificencia excluyente se nos impone como horizonte absoluto; como si se tratase de dioses intolerantes a la mezcla, incapaces de coexistir con la heterogeneidad de situaciones e inquietudes con que el pensamientos vivo los interpela.

Ni retorno de Spinoza, ni vuelta a él, sólo el encuentro que exigen ciertos problemas comunes: no tanto lo múltiple contra lo Uno, como la redeterminación de lo Uno en tanto que múltiple. Paolo Virno lo dice con admirable sencillez: lo Uno como premisa, no ya como promesa.

6.

Ya lo recordamos: Spinoza rechazó la enseñanza pública. No quería verse limitado por un poder que le ofrecía protección. Pero su rechazo tuvo dos razones: una de ellas es, efectivamente, su rechazo a verse limitado en la exposición de sus pensamientos. La otra suele ser menos citada: la enseñanza obstaculiza “mi propia formación filosófica”, argumenta el holandés que concibe por actividad intelectual fuera de toda restricción académica. El pensamiento como dinámica de investigación ininterrumpida desplaza toda medida para la mera acumulación de conocimientos y supone una experiencia existencial única de la pregunta.

Michael Hardt y Colectivo Situaciones

Diciembre de 2006

Meschonnic y las micropolíticas // Diego Sztulwark

(Sobre Spinoza, poema de pensamiento[1])

I.

Los textos de Henri Meschonnic afirman una política del poema y de la traducción. Esa política concierne al lenguaje y a su potencia de transformación: a una interacción entre lenguaje, ética y política capaz de crear modos de vida.

Esa actividad concierne al sujeto del poema, que es diferente al sujeto del psicoanálisis o al de la filosofía (pero también al del “amor” a la poesía). El sujeto del poema se singulariza en la oralidad: carga al signo con las fuerzas del cuerpo e introduce afectos en los conceptos. En todo “nominalismo de los vivos” hay sujeto de poema. También lo hay en la risa ética de la teoría, que no es sino una reflexión sobre aquello que aún no sabemos. El sujeto del poema subjetiva el lenguaje contra el orden, transformando y transformándose: inventando vida virtuosa.

Esta política depende de una crítica; de una crítica del ritmo al signo. Del ritmo, sí, que es rastro del cuerpo en el lenguaje. Significante mayor: marca de las fuerzas que animan y hacen decir a las palabras. La crítica del ritmo se rebela contra el reino del signo autonomizado; contra el modo en el que el signo, separado, se vuelve borrante del cuerpo.

Crítica es guerra, sí: pero no polémica. Porque no se trata de vencer, sino de historizar, de mostrar funcionamientos y de inventar. Crítica del genio de la lengua (sea el hebreo o el griego, el alemán o el francés). Crítica del saber interpretativo que extrae sentido de la letra y la palabra. Crítica, en definitiva, del puro signo. Del modo en que el signo puro semiotiza lo social. Crítica de lo teológico político. Del modo en el que lo “semio” (signo espiritualizado) comanda el sentido.

Crítica y política constituyen el territorio de encuentro de Meschonnic con Spinoza en un bellísimo libro que Hugo Savino está terminando de traducir y que presentaremos en breve en Buenos Aires: Spinoza, poema de pensamiento.

II.

Meschonnic corta cabezas a mansalva. Es el escándalo mismo: un poeta masacrando filósofos. Roza lo insoportable. ¿Qué ve este poeta serial en Spinoza? Un antídoto contra la filosofía: el Lado Spinoza de la vida como antídoto contra el Lado Descartes (o el Lado Hegel) de la vida. Que es como decir: Lado Inmanencia contra Lado Trascendencia. Lado Natura (de la radical historización) contra Lado Teológico (en el que se funden lo sagrado, lo divino y lo religioso).

Spinoza como poema de pensamiento es una cima desde la cual reprocharle a la filosofía académica su tentativa por hacer del spinozismo un sistema explicativo, de hacer de Spinoza un hecho pedagógico; y a los intelectuales “comprometidos” (pero también a los estetizantes) por haber cedido a la separación entre política y lenguaje: política sin poema y lenguaje despolitizado son fórmulas de retorno a la heterogeneidad de las categorías de la razón, de inmersión en lo abstracto y de pérdida de potencia de transformación.

Meschonnic encuentra poema de pensamiento en el funcionamiento del lenguaje de Spinoza[2]: en la  la unidad  del afecto y el concepto; en la interacción entre lenguaje, ética y política. Encuentra allí la fórmula del antídoto contra la interminable insistencia que separa la vida humana en cuerpo y alma. Es una cuestión de lenguaje: no hay “unión” sino “unidad” entre cuerpo y alma. Este tipo de indicaciones vuelven atractivo al libro. Un libro que es también problemático porque cuestiona a los comentaristas y pensadores que nos han enseñado a amar a Spinoza.

III.

Leer a Meschonnic no es cosa sencilla. Él mismo enseña que el sujeto de la lectura sólo emerge en una segunda lectura. Dicho de otro modo: es en la relectura que se engendran las preguntas que nos detienen o aceleran, que nos obligan a hacer nuevas conexiones. Sin ese tiempo de las preguntas seríamos devorados por el texto. Por eso leer es entre otras cosas tomar conciencia de las citas con las que funcionamos; poner junto al texto problemas que no son del todo los del autor, o tal vez sí, solo que el lector está llamado a desplazarlos, a introducir su propio replanteo. Sin enfrentarlo a nuestras preguntas, sin confrontarlo con nuestras citas, ¿para qué Meschonnic?

Y el problema es el carácter teológico del signo que no deja pensar, ni saber que no se piensa. Y no se piensa porque este carácter teológico del signo supone una posposición eterna de la sensibilidad sin la cual no es posible la elaboración de nuestras verdades. Es esta eminencia espiritual del signo la que provoca la enemistad de Meschonnic y la que, para mejor comprenderla, me impulsa a extender el planteamiento por medio de citas que no le son afines y que me resultan indispensables. Meschonnic deviene así, un interlocutor tan inesperado como privilegiado para las micropolíticas (asunto que no debería sorprender en la medida en que las micropolíticas conciernen a la dimensión activa de la sensibilidad de toda política).

IV

Por ejemplo, Félix Guattari. También para él se presentaba la cuestión de los signos.  Hace décadas ya selañaba la afinidad entre máquinas semióticas de producción y orientación de flujos y formaciones capitalistas tanto a nivel de la constitución de lo social como del individuo mismo.[3] Era sumamente sensible a la actividad semiótica en el centro del funcionamiento del Capitalismo Mundial Integrado,  en que el signo independizado se torna materia espiritual y anima tanto el mundo imaginario postmoderno como las técnicas de control.[4]

Tras Guattari, Franco Berardi. Bifo retoma esta cuestión del semio-capitalismo como “régimen económico que se alimenta del trabajo mental de un número ilimitado de trabajos precarios y fractales”, una forma de capitalismo “conectivo” en el que la compatibilización digital tiende a colonizar la sensibilidad.[5] El semio-capitalismo define un modo de producción predominante en una sociedad en la que “todo acto de transformación puede ser sustituido por información y el proceso de trabajo se realiza atreves de la producción de signos”. La semiotización de lo social opera coaccionando: toda diferencia será festejada si abandona su capacidad para diferenciarse por su cuenta. Toda diferencia será alentada si se esfuerza por volverse código compatible.

Y Paolo Virno, claro. Interesado en Marx, Virno verifica el ingreso del lenguaje a la producción: “en el postfordismo –escribe– el general intellect no coindice con el capital fijo, sino que se manifiesta principalmente como interacción lingüística del trabajo vivo”.[6]

Conectividad y lenguaje aparecen, así, como operadores fundamentales en el semiocapitalismo. En el semio-capitalismo reina el signo. Y es solo a través del signo así sacralizado que se valoriza el capital, que se produce el mundo como capital.

En el mismo sentido funciona la noción de producción de pseudo-mundos en Maurizio Lazzarato. Para realizar una mercancía -escribe- el capital crea el mundo en el cual los posibles existen como signos (imágenes publiscitarias, por ejemplo) que se actualizan en los cuerpos bajo la forma de cambios en la sensibilidad.[7] La mercancía vale como signo de realización de ese mundo. Suely Rolnik muestra bien cómo la realización del mundo en la mercancía actualiza la promesa del paraíso de la religión.[8] Trabajamos por el éxito, el éxito es la adecuación a signos paradisíacos.

Y Christian Marazzi, que hace foco en cómo funciona el lenguaje en la organización del capital financiero, creando convenciones para que millones de ahorristas de todos los tamaños puedan orientarse sin apelar a referentes corpóreos. El virtuosismo del lenguaje –puesto a coordinar acciones estratégicas y especulativas– ordenando los flujos de inversión.[9]

El capitalismo se vuelve “semio” en el momento en el que el alma abandona al cuerpo, como dice Deleuze para referirse al momento en que la fábrica es abandonada por la empresa, y en particular, por el departamento de ventas.[10] El “semio”, del semio capitalismo, por todos lados.

V.

Walter Benjamin ya lo había visto cuando tituló unos apuntes breves: “el capitalismo como religión”: lo teológico político persiste secularizado. Persiste como política sin transformación y lenguaje ultra-retorizado. Sobre este punto insistía León Rozitchner en sus últimos escritos[11]. Hay una afinidad evidente entre su las críticas de su “izquierda sin sujeto”[12] y las retóricas que se acomodan a lo que Meschonnic ve como el discontinuo teológico, como discontinuo entre cuerpo y signo, como preeminencia del signo, del signo borrante del cuerpo (esa afinidad expresa una común incomodidad frente al estructuralismo).Para Rozitchner la espiritualización del signo, eso que Marx llamaba fetichismo, se opera –castrándolo- en el cuerpo afectivo. Cuerpo contra cuerpo entonces. Cuerpo-Afecto contra Cuerpo-materia devaluada por la exaltación de una razón separada. Cuerpo-Resistente historizado contra Cuerpo-Fetiche espiritualizado por medio de una estetización/semiotización generalizada.

Leer a Meschonnic con Rozitchner permite socializar la potencia política del poema contra aquello que Guy Debord llamaba en La sociedad del espectáculo la unión “de lo separado como separado”.

Me es imposible leer a Meschonnic sin ciertas citas.

VI

Spinoza, poema de pensamiento es el intento por refutar la idea según la cual una filosofía construida more geométrico (como está construida la Etica de Spinoza) excluye la hipótesis de un sujeto creador de sentido. Sólo que este sujeto ya no es el sujeto filosófico apegado a comprender el sentido por medio del signo, sino aquel que surge en la realización de la concatenación potencia-afecto, potencia-concepto, potencia-lenguaje. Es el gran combate del  Tratado Teológico Político: la desacralización de lo divino trascedente.

La vida que este libro de Meschonnic sobre Spinoza pueda tener entre nosotros es aún un misterio. Aunque no es difícil imaginarle vastos territorios sobre los que podría intervenir[13]. En primer lugar, el territorio de la reflexión sobre el lenguaje (una reflexión debilitada según Meschonnic, por el “giro lingüístico”), el terreno de la poesía, del ensayo y del psicoanálisis. En segundo lugar, el de la filosofía y, en particular, el de los estudios sobre Spinoza. En tercer lugar, el territorio del pensamiento político singado por la necesidad de su renovación, sobre todo allí donde los vientos de cambio corren serios riesgos de extraviarse en teorías formalistas, en retóricas declamacionistas y en encierros identitarios.

La actividad del Spinoza de Meschonnic en estos territorios tal vez permita trastocar, hacer trabajar el desencuentro entre el “izquierdismo del pensamiento y su propia incompatibilidad con el intocable signo”. Aprendiendo de Meschonnic a leer en Spinoza el lenguaje como “potencia en acto del intelecto” y como implicación entre “ética y acto de lenguaje”.

Es lo que entiendo cuando leo que el lenguaje vuelve a ser la guerra

[1] Henri Meschonnic, Spinoza, poema de pensamiento; Editorial Cactus y Tinta limón ediciones, Bs-As, 2015-

[2] En su modo de “mal tratar” -es decir, de bien-escribir- el latín

[3] Félix Guattari, Líneas de fuga, por otro mundo de posibles, Ed. Cactus, Bs-As, 2013.

[4] Francisco José Martinez; Hacia una era Post-mediática, ontología, política y ecología en la obra de Félix Guattari, Ed. Montesinos, España, 2008

[5] Franco Berardi (Bifo), Generación Postalfa. Patologías e imaginarios en el semio-capitalismo; Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2007.

[6] Paolo Virno, “Diez tesis sobre la multitud y el capitalismo postfordista”; en Gramática de la multitud.

[7] Mauricio Lazaratto, Políticas del acontecimiento, Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2006

[8] Suely Rolnik, “Geopolítica del rufian”, en Micopolíticas. Cartografia del deseo,  Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2005.

[9] Christian Marazzi, Capital y Lenguajehacia el gobierno de las finanzas; Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2013.

[10] Gilles Deleuze, “Postdata a la sociedad de control”, en Dos regímenes de locos, textos y entrevistas ()1975-1995), Ed. Pre-textos, Valencia, 2007.

[11] León Rozitchner, El materialismo ensoñado, Tinta Limon ediciones, Bs-as, 2011.

[12] León Rozitchner, “Izquierda sin sujeto”, http://www.redroja.net/index.php/pensando-criticamente/2036-la-izquierda-sin-sujeto

[13] Y antes casi no tuvo vida, sólo una pequeña tirada en francés, a cargo de una editorial ya desaparecida

Spinoza ¿Militante? // Diego Sztulwark

Jonathan I. Israel compone una obra desde todo punto de vista formidable. Sus tesis nos interesan sobre manera hoy, en el momento que Europa destila oscuridad, crisis global y amenazas nacionalistas arcaizantes. Hoy, cuando la preocupación por la gobernabilidad, junto al decaimiento del ala radical de los movimientos, exige una activación de la conciencia política.

Su erudito estudio sobre la alta ilustración, entendida como proceso cultural y político de secularización del mundo cristiano, se apoya en tres grandes afirmaciones, todas ellas de elevada significación política:

  1. La ilustración no fue un fenómeno nacional (francés o inglés) sino inmediatamente paneuropeo;
  2. la llamada “ilustración radical”, lejos de resultar menor y/o periférica, constituyó un motor vital para la ilustración en su conjunto (y, en particular, en relación con la ilustración moderada), demostrando incluso una mayor consistencia intelectual sobre el plano internacional;
  3. la centralidad dominante de Spinoza y el spinozismo dentro de esta última corriente (a contrapelo de las versiones mitologizadas de un Spinoza genial pero carente de influencia).

 

La presentación de las dos alas rivales de la ilustración está en la base de todo el argumento: la ilustración moderada, “respaldada por numerosos gobiernos y facciones influyentes de las principales iglesias”, aspiraba, a partir del prestigio de figuras de la talla de Newton, Leibniz o Locke, a “vencer la ignorancia y la superstición” y a establecer “la tolerancia”, a “revolucionar las ideas, la educación y las actitudes por medio de la filosofía” preservando, eso sí, elementos de las “viejas estructuras, consideradas esenciales”, en una nueva síntesis entre la razón y la fe.

La ilustración radical, en cambio, “rechazaba todo compromiso con el pasado, y buscaba acabar con las estructuras existentes en su totalidad”, incluyendo la creencia en un Dios Creador del mundo, capaz de intervenir en los asuntos humanos, pero también con la influencia política de las iglesias así como con las jerarquías sociales (privilegios políticos, concentración de la propiedad de la tierra) fundadas en cualquier principio divino.

El trabajo de Jonathan I. Israel, La ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750,[[1]] no es detallista  solo en la descripción de la formación de las instituciones (las bibliotecas, la clandestinidad, las editoriales, la censura), y de las corrientes intelectuales y tonalidades afectivas del siglo XVII, sino que repara, sobre todo, en las hipótesis en torno a las cuales coaguló el ala “republicana radicalizada” (un movimiento más organizado de lo que se cree) cercana al “círculo” Spinoza: La inherencia del movimiento a la materia (contra la idea de que el movimiento nace del alma o del espíritu); la extensión de la mecánica y de las leyes del movimiento y reposo a la esfera universal de la material extensa-naturaleza (contra la división según la cual la física mecánica explicaría solo algunos movimientos, reservando el resto a las potestades divinas); la dialéctica afirmativa entre institución del poder político y multitud (contra la legitimación divina y vertical de la soberanía); el democratismo igualitario (contra la escisión entre una esfera de libertad de opinión, y un acceso restringido a la tierra); la afirmación de una única substancia eterna e infinita Dios sive Natura (recusando tanto la idea del Dios creador, como el dualismo alma/cuerpo); la afirmación de la naturaleza como campo absoluto de inmanencia (y el rechazo de los milagros); la tolerancia filosófica, republicana y antiteológica (contra la tolerancia teológica, concerniente a la libertad de culto); el combate sobre el fundamento teológico del orden social; y la negación de una autoría divina de la Biblia.

Celebrando la reciente aparición del libro en castellano, uno se pregunta si el legado de la ilustración radical, que como sabemos debe completarse en el plano histórico con una política igualmente radical en relación con la democracia y el igualitarismo, no constituye un momento privilegiado para pensar nuestra propia posición –en ciertos aspectos excepcional– en comparación con la producción intelectual y política europea contemporánea.

En efecto, la mencionada decadencia de aquella Europa ilustrada, que desde su margen izquierdo alimentó radicalidades diversas a partir de sus propios desarrollos de sectas/movimientos (spinozismo en el siglo XVII; marxismo a fines del siglo XIX y comienzos del XX), se nos aparece exhausta, a nosotros que nos hemos visto demasiado tiempo como seres más bien caducos, entre el atraso y la periferia.

Esta cartografía política es la que parece estar por fin mutando. Salvo para quienes se encuentran cómodos en el gozoso (o rentable) lamento victimal de los colonizados, la evidencia se acumula en una nueva orientación, según la cual la crítica ilustrada radical –luego marxiana– puede encontrar hoy, fuera de Europa, las mejores condiciones materiales e intelectuales para su desarrollo.

El desarrollo ya no europeo de un movimiento que se apropie y continúe la crítica desplegada por la ilustración radical de cuño spinozista supone una compleja tarea de reformulación del fundamento naturalista, materialista y republicano-igualitario-radical para nuestros contextos.[[2]] Dicha reformulación supone, desde ya, una recreación del estilo de participación en las batallas culturales y políticas desde una perspectiva extremo-igualitarismo-libertarismo, más atenta a las pulsiones colectivas tendientes a la apropiación de la riqueza colectiva y a la generación de un dinamismo de mayor sensualidad que a la promoción de modas universitarias y editoriales dependientes de los centros occidentales de producción de saberes y mercancías.

Solo un auténtico cosmopolitismo desoccidentalizante o no-europeo[[3]] puede abrir polémicas a la altura de este programa y más próximas a las aspiraciones expresadas por vastos movimientos sudamericanos a lo largo de la última década y media.

La obra de Israel adquiere particular valor a la luz de estas tareas, y destaca su esfuerzo de reconstrucción de las coordenadas culturales y políticas del siglo XVII a partir de una minuciosa exposición del aparato de censura europeo; de un comentario inesperado del papel de las mujeres y de la cuestión de la sexualidad; de una bellísima descripción de la creación de instituciones pan-europeas como las bibliotecas universales; y en general, la confección de un mapa estratégico de los poderes confesionales y estatales desafiados por la izquierda del movimiento de la ilustración (con sus ediciones clandestinas de libros, la circulación de manuscritos, sus revistas y tabernas).

Estas polémicas (constitutivas de nuestra razón política) sobre los poderes de la razón, la libertad y el Estado, constituyen aún hoy un suelo fértil para revisar nuestras posturas y convicciones en el contexto de una necesaria y una más radical ilustración comunista sudamericana.

Un ejercicio de esta índole supone hoy un renovado empeño en la constitución de prácticas no teológicas de la tolerancia (decididamente enfrentada al poder pastoral); la formación de ideas, praxis e instituciones políticas apoyadas en un democratismo absoluto; y una renovada teoría del poder de la materia no ya solo moviente y mutante, sino además ensoñada (como decía uno de nuestros ilustrados radicales: León Rozitchner [[4]], capaz de combatir y sobreponerse al dominio teológico-racional-científico del ensamblaje tecno-capitalista[[5]] y su espiritual ley del valor.

Sin dudas, este debate estalló en nuestros países hace más de una década. La relativa debilidad del movimiento dio lugar a gobiernos en ocasiones demasiado débiles, y cómodos desde una perspectiva recurrentemente nacional. Entre nosotros, la ilustración moderada se volcó de lleno a estabilizar la preocupación por la gobernabilidad en detrimento del programa radical.

Es preciso, al contrario, ampliar la idea de “gobierno” para dar cuenta de una relación más abierta y compleja entre mercado, Estado y multitud a través de la creación de instituciones que escapen a la trampa soberanista. Instituciones que no separen el espacio de la creación y desarrollo del reconocimiento de derechos del espacio de la reproducción en la esfera económica.

Lo que finalmente nos liga a la ilustración radical es el hecho de que la crítica de la teología y de la soberanía trascedente sigue constituyendo la premisa de toda crítica del presente. Israel nos cuenta, por ejemplo las correlaciones elaboradas en el siglo XVII entre libertad de pensamiento y distribución y acceso a la tierra (Alberto Radicati di Passerano, 1689-1737), o la toma de postura a favor de la realización no represiva de la libido sexual de hombres y mujeres por igual (Hadriaan Beverland, 1650–1716).

Es que la ilustración radical, o la crítica de la teología-política no solo se replantea la relación entre libertad e igualdad, sino que reabre la idea misma de la naturaleza humana, hacia nuevos agenciamientos colectivos (“La naturaleza es una y la misma para todos”, dice el autor del Tratado Teológico Político).

La ilustración radical, en conexión con los contextos de radicalización no europeos de nuestro tiempo, abre las puertas para trascender los límites hasta ahora impuestos por el liberalismo en terrenos tan duros como son la definición misma de lo que entendemos por democracia e igualdad.

Es en la obra de Spinoza, mucho antes que en la de Marx, donde con mayor coherencia se ha pensado una ontología relacional[[6]] como base para una alternativa a la tradición liberal. De hecho, la preocupación por el hombre y su estado “natural” como tentativa de determinar los conceptos de democracia y libertad, derramando sobre cuestiones fundamentales tales como el derecho a la tierra, estuvo –dice Israel- en el origen de todos los igualitarismos militantes y revolucionarios.

El ya citado Conde Alberto, o Radicati di Passerano, por ejemplo, creía que la democracia y la igualdad solo se alcanzarían con la propiedad comunal de la tierra, y con la abolición del matrimonio y la familia. Una larga serie de autores de la ilustración radical son revividos para nosotros por Israel: Anthony Van Dale; Balthasar Bekker; los hermanos Koerbagh; Friederik Van Leenhof; Antonio Conti; Ehrenfried Walther Von Tschirnhaus; John Toland; Anthoni Collins; Abraham Joannes Cuffeler; Jean Baptista Boyer, Conde de D`Argens; Johann Georg Watcher; Henri de Boulinvilliers; Bernard Mandeville. Todos ellos nos enseñan que vale muy poco la coexistencia de una intelectualidad libre y de un funcionariado satisfecho ante un pueblo substraido. Puesto que la democracia y la igualdad no son valores para la legitimación de un orden, sino criterios inmanentes a la praxis colectiva que hoy debe fortalecerse en la superación de los años del terror, recuperando aquel saber radical según el cual la sociedad es prolongación y no ruptura y olvido respecto de la igualdad natural que de Spinoza a Rousseau fundamentan la acción colectiva.

Durante el siglo XVIII, comenta Israel, la percepción general es que el spinozismo es la absoluta antítesis del cristianismo, y la autoridad política evidencia una tensión semejante en el mundo intelectual a la que se generó durante buena parte del siglo XX con los seguidores de Marx.

Para entonces, el cartesianismo francés (Descartes, Malebranche) se encuentra en franco retiro de la guerra internacional de las ideas, dejando el tablero estratégico ocupado por cuatro grandes posiciones: el aristotelismo-escolástico, ya en declive; las dos grandes corrientes de la ilustración moderada: el empirismo inglés de Boyle, Newton y Locke, y el racionalismo-cristiano alemán de Leibniz-Wolff; y la ilustración radical, fundamentalmente spinoziana.

El más perturbador de los ataques de Spinoza a la autoridad fue su crítica a la Biblia. Así lo relata el gran teólogo de su tiempo, el suizo Johan Heinrich Heidegger (1633-1698): “Nadie atacó los fundamentos de todo el Pentateuco más desvergonzadamente que Spinoza”, y reclama un esfuerzo proporcional para refutarlo.

Entre los intentos más ingeniosos de la ilustración moderada por aislar a su ala radical y pactar con las cabezas más abiertas el mundo teológico-político se encuentra el “argumento del diseño”, según el cual la mera disposición del hombre a contemplar la naturaleza revela y demuestra la armonía y perfección del mundo y de la creación, y que este ejercicio elemental nos acerca a la redención, esto es, a utilizar los ojos para ver, los oídos para oír, y los demás órganos naturales para similares propósitos demostrables. El argumento del diseño asocia la redención a la finalidad, y propone una negociación aceptable para no pocos científicos y filósofos de la época.

Israel refuta, también, las ideas de la tradición inglesa según la cual es Thomas Hobbes quien inspira el teísmo filosófico británico. Según sus fuentes, también en Gran Bretaña es Spinoza y el spinozismo quien funda, por su radicalismo democrático, el ala radical de la ilustración.

El spinozismo fue considerado en toda Europa como el más articulado y radical ataque a las autoridades bíblicas y políticas de la cristiandad. La contrafigura genial de Leibniz lo certifica, con su proyecto de una filosofía compatible con la unificación de la cristiandad.

Es notable, y este es otro mérito de la obra de Israel, la influencia de Spinoza sobre una pluralidad muy grande de movimientos ilustrados, democráticos y radicales de toda Europa. Surge así otro Spinoza, moldeado en la crítica del cristianismo como modelo de toda “crítica” (al decir del joven Marx[[7]]), incluso –de eso se trata– del capitalismo contemporáneo.

La cuestión de la potencia de una filosofía materialista y subversiva de la inmanencia depende, también en nuestra actualidad, de la capacidad de recobrar el vigor de la crítica forjada como crítica de la teológica. Pues incluso hoy, las viejas metafísicas dualistas que animaron al cristianismo lo siguen haciendo con su contenido espiritual secularizado en las instituciones de nuestras sociedades.

Israel goza repasando la lista de inútiles refutadores que durante siglos intentaron neutralizar –a partir de la denuncia del texto– al spinozismo. Antiguos refutadores (y actuales entusiastas) comparten la misma fe en la filosofía de Spinoza como asunto de pura letra y palabra. Tal énfasis en la explicación erudita[[8]] bien puede descuidar un orden intensivo y menos textualista[[9]] de Spinoza. Un orden capaz, tal vez, de otorgar a su filosofía una actualidad política exquisita (¡Anticristo en tiempos de Francisco!).

El texto de Israel es, además, una valiosa prueba –por si aun faltase evidencia– del valor del registro de lo escrito en el pasado. Del papel de archivo (“archivo” también en un sentido foucaultiano[[10]]) sobre el cual revivimos el riesgo de la escritura clandestina y la productividad de enunciados radicales que socavan la época.

Igualmente iluminador es la reconstrucción de la circulación de los libros y manuscritos clandestino, “raros, costosos e ilegales” escritos por estos eruditos  decididos a cuestionar la autoridad por medio de la filosofía sin esperar, de estos esfuerzos, ninguna recompensa económica o de posición institucional.

La extraordinaria narración de Israel termina en la revolución. En la Francesa. La filosofía radical se encuentra por detrás, como tejido laico, asumiendo una eficacia mundana que las academias suelen rechazar, por pudor y por temor. Por una vez, la filosofía política asume una perspectiva completamente atea del Estado, en la que el poder de los gobernantes no descansa (y no debe hacerlo) sobre algún tipo de separación del grupo dirigente (jacobinismo)[[11]] respecto de su fundamento material; ya que no hay lugar para el “buen dirigente” con independencia de las vicisitudes de la constitución colectiva de deseos y necesidades. El príncipe colectivo deviene multitud en el ámbito de la economía, cuando la reproducción material deja de actuar como esfera “baja”, objeto de condenas morales o de técnicas puramente gubernamentales.

 

[[1]] Editado por Fondo de Cultura Económica, México, 2012.

[[2]] Israel se refiere a la “alta ilustración” (que llegaría hasta 1750) diferente a la de Voltaire y sus amigos que se habrían dedicado más a sistematizar que a agregar ideas, según el parecer del autor. La importancia política de esta lectura, que retoma la centralidad del spinozismo en el proceso de secularización, concierne también a las posiciones de cierta izquierda argentina que discute sobre la ilustración en términos de un mínimo de pedagogía de masas en el combate de las supersticiones del mundo popular. La derrota del marxismo nos haría “volver a Voltaire”. Al contrario, con Israel es Voltaire quien viene siempre “después” a sistematizar y publicitar lo que la batalla internacional de las ideas ha producido, y la lucha igualitarista y libertaria no admite ser regulada por “etapas”.

[[3]] No-europeo de ningún modo puede significar antieuropeo. El “no” (de no-europeo) no supone rechazo a Occidente, sino desplazamiento, apertura de un nuevo espacio desde el cual apropiarse productivamente de parte de la tradición a partir de nuevos (nuestros) problemas.

 

[[4]] A lo largo de su obra, Rozitchner se ha preocupado de diversas maneras por reunir, en su formulación crítica, la distribución de la tierra y el tratamiento del cuerpo pulsional. En el nivel filosófico, esta crítica supone cuestionar el cierre del concepto y del lenguaje teórico  sobre sí mismo, en un discurso abstracto, y su reapertura al fondo sensible y poético que lo sostiene. Rozitchner consideraba que las oscuridades del lenguaje de la obra de Spinoza, así como su apariencia racionalista, se debía precisamente a la ausencia de una tierra no cristiana en la que una ilustración judía (que abarcaría también a Marx) hubiese podido asentarse con una lengua propia mejor desarrollada. La propia posición política de Rozitchner frente al peronismo en la Argentina debe ser interpretada a la luz de esta discusión teórica de largo aliento. Lo que Rozitchner busca, a lo largo de toda su obra, es refundar un materialismo histórico alejado del cientificismo y del teoricismo. Recientemente, Oscar Ariel Cabezas se ocupó de este aspecto de la obra de Rozitchner, en su libro Postsoberanía: literatura, política y trabajo (Ediciones La Cebra, Buenos Aires, 2013). El autor de este estudio expone con agudeza la crítica “materialista” de Rozitchner al capital global -postsoberano- que destrata a la materia viva, aún si queda por elucidar el carácter ensoñado como índice de verdad (y de potencia) de las subjetividades resistentes. Rozitchner concreta con máxima claridad y belleza su formulación en su última obra: “Ensoñación sería la ‘materia’ del ensueño anterior al sueño, el cuerpo afectivo que emana del cuerpo y que hace que cada relación vivida con alguien o algo pueda aparecer como sentida y calificada en su ser presencia como teniendo un sentido” (León Rozitchner, Materialismo ensoñado, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2011).

 

[[5]] Para una rica y minuciosa fenomenología del poder de los emplazamientos tecnológicos en nuestras vidas cotidianas ver: Christian Ferrer, El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo; Ediciones Godot, Buenos Aires, 2012. También la obra de Franco “Bifo” Berardi, que ofrece un enfoque directamente político de la cuestión.

[[6]] Nociones provenientes de la obra de Gilbert Simondon -particularmente en La individuación (Ediciones Cactus y La Cebra, Buenos Aires, 2009)- tales como trans-individualidad o equilibrio meta-estable aplicadas a la lectura de Ética iluminan aún más el potencial no-liberal de la ontología relacional en Spinoza.  Así lo comprendió y desarrolló Étienne Balibar en su artículo “Spinoza. De la individualidad, a la transindividualidad”, una jugosa conferencia que dio el filósofo en Rijnsburg, Holanda, en 1993 y que, luego de ser revisada, se publicó en castellano en el Nro. 25 de la revista Confines, de noviembre de 2009, y de modo independiente por la Editorial Brujas, en la ciudad de Córdoba, el mismo año.

 

[7] La recurrencia Spinoza-Marx/spinozismo-marxismo en Israel es explícita, aunque no desarrollada, y descansa en el hecho de que ambos fueron vistos por los poderes europeos como la “más absoluta antítesis y el primordial adversario del cristianismo y la autoridad”. Existe una pluralidad de fuentes para desarrollar los vínculos entre Spinoza y Marx. Los biógrafos de este último se han encargado de señalar la importancia del encuentro del joven Marx con la obra de Spinoza en 1841, cuando se entregó a la lectura del Tratado Teológico Político (Maximilien Ruble, Karl Marx. Ensayo de biografìa intelectual, Paidós, Buenos Aires, 1970). Esas lecturas quedaron registradas en un cuaderno de notas que se acaban de editar en castellano (Carlos Marx, Cuaderno Spinoza, edición a cargo de Nicolás González Varela, por la editorial española Montesinos). La influencia directa de Spinoza sobre Marx es objeto de una abundante investigación en el terreno de la filosofía política contemporánea. Miguel Abensour resume la cuestión de este modo: “De Spinoza, Marx retiene pues no solamente la tesis central del Tractatus Theologico Politicus favorable a la libertad de filosofar, sino la idea de que, para fundar la Res Publica, conviene destruir el nexus teológico-político, ese mixto impuro de fe, creencia y discurso que invita a la sumisión, esa alianza particular de lo teológico y lo político (tal el estado cristiano contemporáneo de Marx) en la que, por la invocación de la autoridad divina, lo teológico invade la ciudad, reduce a la comunidad política a la esclavitud y, peor aún, desequilibra totalmente su ordenamiento superponiendo a su lógica propia una lógica dependiente de otro orden” (Miguel Abensour, La democracia contra el Estado, Colihue, Buenos Aires, 1988). No resulta exagerado afirmar que la idea de una “crítica radical” en Marx se encuentra inspirada en gran medida en la crítica radical de Spinoza a la teología. Fue Gilles Deleuze quien con mayor claridad ha señalado que en la crítica spinozista de la  teología se elabora el modelo más coherente de toda trascendencia (incluida la específica trascendencia inmanentizada del capital).

[8] En efecto, la obra de Henri Meschonnic ofrece una reflexión sobre políticas de la lectura y de la interpretación y traducción de textos, fundada en una teoría lingüística del “ritmo” contrapuesta a la hegemonía del “signo”, cuyo ámbito es, de modo inherente, teológico político. Meschonnic se apoya en particular en la obra de Spinoza para elaborar su crítica al tratamiento de los textos de acuerdo con las modernas teorías linguísticas y de la lectura. A partir de la célebre fórmula “no se sabe nunca lo que puede un cuerpo”, para Meschonnic no se trata de explicar a Spinoza, sino de practicar un spinozismo vivo caracterizado por el continuo (concatenatio) entre cuerpo y palabra (¿Qué puede un cuerpo en el lenguaje?). Una nueva versión de la crítica materialista se esboza en el espacio del lenguaje y de la escritura, destacando el ritmo como momento de singularización subjetiva por sobre la tiranía del signo de las semióticas, demasiado significante, secretamente teológico (La poética como crítica del sentido, Mármol Izquierdo Editores, Buenos Aires, 2007).

 

[[9]] En su análisis de la relación de Goethe con Spinoza, Fritz Mauthner se refiere a la Ética de Spinoza como “mi antiguo asilo”; a ella recurre quien descubre que todo es vanidad, y pasa por inhumano, ateo y ajeno al mundo intentando pensar lo eterno. Aclara de inmediato que él no hubiese “firmado sus escritos” porque Goethe había descubierto que “nadie comprende al otro”, que “nadie piensa lo mismo cuando se pronuncian las mismas palabras”. La confianza de Goethe en la obra de Spinoza “reposaba sobre la calma que había producido” en su vida. El régimen de intensidad sobre el del puro entendimiento lógico textual. Las citas de Goethe pertenecen a  Fritz Mauthner, autor de Spinoza, bosquejo de una vida (Encuentro Grupo Editor, Córdoba, 2011).

[[10]] El archivo audiovisual como objeto de una filosofía que se esmera en considerar la ontología como una sucesión de a priori históricos, tal y como lo explica Gilles Deleuze en su recientemente publicado curso sobre Foucault, El saber. Curso sobre Foucault (Cactus, Buenos Aires, 2013).

[[11]] La historia que vincula a Spinoza con la Revolución requiere –así lo ha pensado Remo Bodei en su clásico Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político (Fondo de Cultura Económica, México, 1997)- de algunas precisiones: “Spinoza no pide en absoluto a los individuos sacrificarse a sí mismos y a sus pasiones, ni en nombre del Estado, ni en nombre de Dios. Él es el defensor de la utilitas, de la tendencia a la auto-conservación previsora y no miope, que se robustece en alegría, sociabilidad y “amor intelectual” de Dios”; “El esfuerzo de los jacobinos ha sido el de cambiar el problema de la voluntad y de las pasiones de la esfera privada e individual a la pública y colectiva”; “La revolución pretende crear el ‘hombre nuevo’ no tanto a través del control endógeno o exógeno sobre las pasiones, cuando a través de la eliminación de los obstáculos y de los condicionamientos que provocan las desigualdades socialmente nocivas, la impotencia o la prepotencia en el obrar, las ilusiones y los conflictos”; “Spinoza y los jacobinos se hallan, respectivamente, en el origen y los finales de la crítica al Estado absolutista, pero están en las antípodas de la valoración del moi soleil, tanto como sujeto de soberanía, cuando como individuo o ciudadano moralmente responsable”. En definitiva, el problema revolucionario es asumido de maneras diferentes por spinozistas y jacobinos (de un modo que conserva toda la actualidad para nuestra propia coyuntura): “La respuesta spinosista consiste en decir que hasta que un individuo o grupo acumule en sí tanto poder que se imponga a los demás, todo escándalo por tales sacrificios será vano. El único remedio a semejante situación consiste en aliarse los ciudadanos para alcanzar juntos el poder común tal que impida toda excesiva desproporción de sus componentes”; al contrario, “los jacobinos –aun cuando implícitamente habrían aceptado esta solución– siguen, de hecho, en su breve experimento, un camino diametralmente opuesto. En vez de eliminar el miedo y la esperanza del horizonte individual y colectivo, los consolidan; en vez de transformar las pasiones las dividen (combatiendo aquellas frías y tranquilas, ligadas al “egoísmo” y a la indiferencia, y exaltando aquellas calientes, tórridas o “gélidas” ligadas a la amistad, a la fraternidad, al amor por la patria y la humanidad o bien al odio y al terror); en vez de practicar, spinozianamente, una “meditación de la vida”, retornan a una “meditación con la muerte”, reproduciendo, en trágicas circunstancias, el nexo clásico muerte-razón”; resulta que “con el modelo jacobino, la sabiduría filosófica se funde con las pasiones, se vuelve ideología, en cuanto unión de razones y pasiones, de filosofía y sentido común, de jefes políticos y masas. En el intento por influir sobre la naciente opinión pública, la distinción entre verdad y opinión, entre razón y deseo, se adelgaza hasta casi desaparecer. De la figura del sabio se pasa a aquella que quisiera definir del homo ideologicus moderno, el cual utiliza o cree utilizar las pasiones en última instancia  en beneficio de la razón, orientando –según “mitos racionales”, amasados con ilusiones conscientes y esperanzas fabricadas en serie– aquel mismo pueblo que antes había sido guiado a través de “mitos pasionales”. En cambio, “El sapiente spinosiano (que había rechazado el miedo y la esperanza) se transforma ahora en político-agitador-filósofo, en “intelectual” que opera por medio de ellos sobre la razón y sobre la sociedad, con el fin, sin embargo, de extender a todo el cuerpo social aquella libertad y aquella felicidad que Spinoza asignaba al sapiens”; “Spinoza y los jacobinos están además, en el origen de dos opuestas perspectivas de la democracia. EL filósofo holandés basa su reconocimiento del derecho de los individuos a la autodeterminación política sobre el poder efectivo que viene, cada vez, colegialmente conseguido por el cuerpo político; los revolucionarios franceses, sobre principios universales de emancipación humana, que establecen un programa y una dirección en marcha para practicarse en tiempo largos y difíciles y que presuponen un molde rígido o una adecuación del individuo a la “voluntad general”; “Rechazando toda propensión al ascetismo y a la renuncia de sí mismos, Spinoza indica el camino para una democracia no exclusivamente ‘formal’, para una individualidad que no deduzca sus derechos sólo de principios o de leyes universales (que aunque indispensables, pueden entrar en conflicto entre sí), sino del grado de la propia ‘potencia de existir’ lograda en relación y en alianza política con los propios semejantes”.

Por un spinozismo de la resistencia // Entrevista a Diego Tatian por Diego Sztulwark

Diego Tatian ha utilizado la fórmula “cautela del salvaje” para nombrar un rasgo paradojal de la filosofía de Spinoza: el hecho de que uno de los pensadores más radicales juzgara imprescindible recurrir a una cierta prudencia. ¿Sirve este tipo de razonamientos, que en el extremo evocan un conservadurismo revolucionario, para elaborar actitudes firmes y a la vez cuidadosas y sabias, en un momento en el que los poderes se vuelven cada vez más destructivos?

En tus textos sobre Spinoza preferís emplear la noción de democracia, siempre entendida como un proceso vivo de democratización, al de revolución. ¿Cómo pensar una radicalidad no revolucionaria y a qué ideas recurrir para concebir esa clase de democratización en las actuales circunstancias?

Diego Tatian: Hasta hace muy poco -casi diría que hasta el siglo XX-, democracia fue una palabra maldita de la que progresismos e iluminismos se mantenían a distancia, más inclinados por la idea de república. Originalmente, democracia no refiere al gobierno de la mayoría ni a una cultura de la tolerancia, como estamos acostumbrados a representarnos el término en la actualidad. Más bien expresa una forma de ejercicio del poder y un gobierno de clase –la clase de los pobres libres–. Designa el mundo de los deseos populares y plebeyos cuando irrumpen políticamente y se constituyen en una perspectiva política. En la historia de las ideas, es la palabra que desmarca la “ilustración radical” de la “ilustración moderada” (donde la democracia es considerada como una variante del despotismo) según la novedosa reconstrucción de Jonathan Israel. Y como decís, Spinoza es uno de los raros filósofos clásicos (casi el único) que hace propia la palabra democracia confiriéndole una dignidad filosófica hasta ese momento inexistente. Para Spinoza, la democracia es más radical que la revolución –entendida no aún como revolución social sino como deposición violenta del tirano– porque el tiranicidio suprime al tirano pero no las causas que hicieron posible la tiranía que por eso mismo se reproduce. Democracia es la promesa contenida en el derecho natural que procura no solo enfrentar la dominación sino también transformar las raíces de la dominación, y de ahí su radicalidad. Ejercicio colectivo ininterrumpido de una potencia instituyente indeterminada, creativa y necesaria a la vez, que nunca está ahí disponible y ya dada sino que es siempre inminente en la encrucijada del sujeto y el mundo –en la encrucijada de la virtù y la fortuna–. Aunque no disponemos de la política (no disponemos completamente de su advenimiento emancipatorio), la irrupción de una radicalidad democrática, en el siglo XVII como hoy, presupone un empoderamiento popular capaz de producir instituciones que lo expresen, lo estabilicen y lo extiendan.

En tus últimos años trabajaste en la perspectiva de un spinozismo latinoamericano. ¿Qué desafíos tiene un proyecto tal en esta coyuntura precisa?

D.T.: Durante los años de procesos populares latinoamericanos, la filosofía de Spinoza era una cantera de elementos para un constructivismo democrático sustantivo y no puramente procedimental (en conjunción con Maquiavelo y con Marx). Un spinozismo latinoamericano útil para la construcción de una democracia popular debía descentrarse parcialmente –en lo que refiere a la caracterización del Estado como poder irremisiblemente conservador, por ejemplo, o a una contraposición de Poder (potestas) y Potencia (potentia) que no considera la ambigüedad radical de ambos conceptos– del programa de lectura libertario que lleva la marca del Mayo Francés y del que el pensamiento de Negri es tal vez el heredero más importante.

Una interlocución con el spinozismo, en la experiencia política latinoamericana, no podrá prescindir de las mediaciones necesarias para afrontar motivos que se hallan en el centro de la cuestión democrática tal y como ha emergido del Terror, tales como el poder y la justicia (que, como todo lo que acontece en la vida social, Spinoza remite a una trama afectiva concreta, en este caso a pasiones como la ambición y la venganza). El trayecto spinozista en cuestión propone una lectura situada, legataria de una corriente de interpretación y de inspiración que podríamos llamar con la expresión izquierda spinociana, a la vez que en ruptura con ella, o más bien en desvío orientado a componer un nuevo capítulo –un capítulo latinoamericano– en la intermitente tradición inspirada en esa “anomalía salvaje” del siglo XVII, cuyos efectos se extienden desde los primeros libertinos hasta el programa de trabajo que de manera diferenciada inician en los años 60 Althusser, Deleuze o Matheron, y se desarrolla de una u otra manera hasta hoy. Ese capítulo latinoamericano en construcción, que tiene en A nervura do real y los demás escritos de Marilena Chaui su impulso más potente, se articula de manera viva y creativa en torno a la cuestión democrática, cuyo modo de darse entre nosotros convoca el uso inesperado de lo ya pensado y también la novedad y el riesgo de lo que aún no ha sido dicho.

Además, un spinozismo latinoamericano sería en gran medida un trabajo en y sobre la lengua, considerada en su extrema relevancia teórica y política. La tarea en curso y por venir de producir un spinozismo en lengua española y en lengua portuguesa –que no eran irrelevantes para ese filósofo– presentaría no solo una importante contribución a un cosmopolitismo spinozista babélico y plurilingüe –que además de los idiomas occidentales se compone, de manera creciente, por otros como el turco, el ruso o el chino–, sino también instituiría una perspectiva desde donde comprender los acontecimientos políticos por los que transitamos en la marcha de las democracias en la región (aún sin saber lo que puede una democracia), y desde donde abrir el mundo.

En la manifestación y la plenitud de su fuerza productiva en las batallas sociales, es posible seguir la huella de una deriva del spinozismo que encuentra un contenido filosófico en la política y un contenido político en la filosofía; que contribuye a la detección de formas concretas de dominación y considera las luchas emancipatorias que contra ellas hombres y mujeres llevan adelante en las distintas épocas a partir de su inscripción ontológica, en tanto expresión de la potencia infinita que consuma su expresión por la igualdad y la libertad. Podemos en este sentido llamar izquierda spinoziana a una comprensión de la filosofía como “toma de partido” –una de cuyas formulaciones es la que la define como “lucha de clases en la teoría”–. Una comprensión que inscribe la cuestión social en el centro de la filosofía y a la filosofía en el centro de la cuestión social.

Ese trabajo inconcluso, al menos como se venía desarrollando, queda en archivo tras el reflujo neoconservador en América Latina. De ahora en más acaso sea necesario pensar con Spinoza un arte de la resistencia frente a nuevos dispositivos posdemocráticos de dominación para los que aún no tenemos nombre. El que usaba Spinoza es imperium violentum.

Un spinozismo de la resistencia evoca el nombre de Jean Cavaillès,  quien participó en la fundación del movimiento de resistencia “Libération-Sud” y de la red militar Cahors. Fue detenido en 1942, logró escapar y, de nuevo detenido en 1943, fue torturado y finalmente fusilado por la ocupación nazi. En su breve paso por Londres le dijo a Raymond Arón: “Soy spinozista; es necesario resistir, combatir, afrontar la muerte. Así lo exigen la verdad, la razón”. Lo que como una variante del motivo althusseriano (“…Hemos sido culpables de una pasión realmente fuerte y comprometedora: hemos sido spinozistas”) podríamos llamar “una razón realmente fuerte y comprometedora” inscripta en una ontología de lo necesario (en las matemáticas como en el combate por la liberación), es lo que determina el egagément por tanto filosófico-matemático-político de Cavaillès. Su incorporación a la Résistance no fue por tanto resultado de una decisión -ni de una “pasión”- sino de la comprensión de una evidencia, a la manera como se comprende un encadenamiento matemático. El desplazamiento de la filosofía de la conciencia por una filosofía del concepto para la ciencia vale de igual modo para una teoría de la acción, que asume lo ineluctable, la claridad de lo inevitable que se impone al pensamiento. No una decisión del sujeto sino una comprensión del mundo es lo que revela las exigencias del tiempo, que se vuelven así auto-exigencias de la razón.

El spinozismo vivido de Cavaillès mantiene unidas la filosofía y la política –el pensamiento y la vida–, y encuentra en esa conjunción la respuesta a la pregunta ¿qué significa ser un filósofo spinozista?, y también –aunque no sea exactamente la misma– ¿qué es ser un filósofo para Spinoza? Acaso esta pregunta nos interpela ahora otra vez con intensidad –lo hace siempre de ese modo cuando los tiempos son adversos–, y nuevamente nos encontramos ante la necesidad de acuñar una sabiduría de la resistencia en clave spinozista –y esto significa que acompaña de una prudencia y de una calma el compromiso que es necesario sostener, no como una opción en virtud de convicciones personales sino como una claridad de las cosas mismas que vuelve inevitable dónde estar y dónde no. Un compromiso animado por una paradójica alegría de la comprensión ante la tristeza de la devastación –por una potencia del pensamiento activo (o de la acción pensante) ante la impotencia que imponen las dominaciones fácticas–. Y ante todo una experiencia de lo necesario que aloja la imprevisibilidad –como imprevisibles eran para Cavaillès las matemáticas, donde la conciencia no cuenta–.

En buena parte de la región muy ostensiblemente en Brasil y en la Argentina el bloque de poder ha recuperado de modo directo el mando del proceso político. En nuestro país, el gobierno profundiza la linea represiva y agita un clima de violencia y crueldad. (Imposible no pensar en los recientes asesinatos de Maldonado y de Rafael Nahuel.) ¿Cómo se plantea en este contexto el problema de la articulación de una resistencia activa y una cautela efectiva?

D.T.: Hay un primer sentido elemental que tiene que ver con la responsabilidad de una transmisión generacional. Los chicos y las chicas de veinte años que militan o hacen un trabajo político de cualquier tipo, crecieron y se formaron políticamente durante el kirchnerismo, o en todo caso durante los años posteriores a la recuperación democrática. Entre 2003 y 2015, la Argentina vivió años de libertad civil y política tal vez como nunca antes (sin desconocer la violencia institucional hacia los sectores marginados y en los barrios populares, que fue también ininterrumpida). Hoy esa libertad ha quedado en suspenso y hemos entrado a una Argentina diferente para la que aún no tenemos nombre –una condición posdemocrática que en ningún sentido es apropiado llamar dictadura–. Por tanto, un primer sentido de prudencia como transmisión de un cuidado que requiere de protocolos antiguos, y otros nuevos (por ejemplo en el uso de las redes). La cautela es una sabiduría de la acción y del uso del lenguaje en orden a su eficacia y en virtud de una evaluación de condiciones materiales bajo las que se ejercen la dominación y la persecución hacia todo lo que la combate. No tener miedo, tener cuidado. Un principio de crueldad, algo del orden del goce que excede al saqueo económico, ha vuelto a ser habilitado en y por las clases dominantes.

Pero otro sentido más mediato de la prudencia es recuperada por la acción política cuando asume que no se inscribe ya en una ontología de la necesidad (por ejemplo, la necesidad ineluctable de la revolución y de la emancipación humana), sino en una ontología de la contingencia (las cosas pueden ser o no ser; y de ser pueden ser de una manera o de otra). Una sabiduría práctica –que proviene de la vieja filosofía política y que las ciencias sociales dejaron de lado– se integra a la construcción de una potencia de transformación y acompaña las luchas sociales con una conversación sobre los medios y los fines. Esa conversación no obstruye –no debiera hacerlo– las nuevas formas de organización que deben ser aún halladas.

Hace un tiempo decías que hay un problema con la cultura militante “juvenilista” que impide capitalizar experiencias. ¿Podrías explicar esa sensación tuya?

D.T.: Se han aprovechado de modo muy insuficiente las potencialidades de un diálogo intergeneracional. El diálogo entre la experiencia y la experimentación, entre el entendimiento (sedimentado por la experiencia) y la voluntad que cada nueva generación trae consigo. Esa dimensión fundamental de la política fue explorada por Maquiavelo en varios pasajes.

En el Proemio al segundo libro de los Discorsi, Maquiavelo somete a crítica el elogio de los tiempos antiguos, no solo por parte de los autores que los transmiten –la mayoría de los cuales pertenecen a “la fortuna de los vencedores” y ocultan verdades que acarrearían la infamia del pasado en tanto magnifican lo que les depara la gloria–, sino también debido a un ardid de la memoria que impulsa a los viejos a mistificar lo que recuerdan haber visto durante su juventud. Es por ello que, según enseña Maquiavelo, el ejercicio de la capacidad de juzgar los tiempos, actuales y pretéritos, sucumbe al genio maligno de la historia y al “engaño” (inganno). Por haber visto los tiempos antiguos y los actuales, los viejos se arrogan pues la autoridad de compararlos y de ponderarlos. Pero es necesario, dice Maquiavelo, considerar que no solamente cambian los tiempos sino también las vidas, los apetitos (appetiti), los deleites (diletti) y las fuerzas (forze). Lo que en la juventud les parecía bueno, en la vejez les parece malo no siempre por evidencia de le cose sino por hallarse ellos presa del fastidio, que los lleva a “acusar a los tiempos cuando deberían acusar a su juicio”. La postulación de un genio maligno de la memoria y de la historia es la prudencia de la transmisión, que aconseja someter la imitación de los antiguos a la crítica del juicio (en el doble sentido del genitivo) –de la que en este caso sale confirmada–.

El motivo principal de este extraordinario texto maquiaveliano –orientado a “los jóvenes que lean mis escritos”– es el carácter político de la transmisión: la transmisión de un pasado remoto (la historia de Roma) como inspiración revolucionaria, y la de un fracaso reciente por revertir la miseria del mundo. Por una parte, Maquiavelo insta a los jóvenes a desconfiar de los viejos, quienes presentan como sabiduría y experiencia lo que no es sino impotencia, extinción del deseo, cansancio; por otra parte, asume como tarea política la importancia de la transmisión depurada del inganno; adopta para la escritura de la historia la probidad intelectual que procura colocar el pasado a resguardo de cualquier malversación edificante, a la vez que politizar los tiempos antiguos (esto es traerlos a la interlocución del presente) bajo el presupuesto de que no hay transformación de las cosas despojada de una inspiración en el pasado, pero tampoco sin una fortuna generacional que reemprenda y precipite la obra de la libertad: “Porque es deber del hombre bueno –concluye Maquiavelo– enseñarles a otros el bien que por la malignidad de los tiempos y de la fortuna no pudo hacer, para que, siendo muchos los capaces de ello, algunos de los más amados por el Cielo puedan hacerlo”.

El recurso al pasado no redunda aquí en el juicio reaccionario del presente ni en el bloqueo de la invención histórica sino en inspiración de la “audacia” que el capítulo XXV del Príncipe atribuye a los jóvenes y por la cual obtienen la amistad de la fortuna. Esta ruptura con el conservadurismo de i savii d’nostri tempi, que considera el presente como errático desvío de una presunta naturaleza perdida de la sociedad, no prescinde de la prudencia necesaria para distinguir la novedad de la pura repetición. Prudencia (retomo el tema) es lo que resguarda aquí la audacia de su captura en las artimañas del pasado, que muchas veces aparenta lo contrario de sí con el propósito de perseverar como pasado. Audacia acompañada de prudencia es la fórmula maquiaveliana para la ruptura revolucionaria, que presupone la conversación de los vivos y los muertos (¿puede esta conversación acaso prescindir de “los viejos”?), es decir, la virtù como encrucijada de la transmisión y del deseo.

Te comparto una impresión. En estos meses de recuerdo de los cien años de la revolución rusa, quizas sea posible distinguir las “funciones revolucionarias” (o las funciones necesarias para una  transformación social ) con respecto a la forma partido que inventaron los bolcheviques. Tal vez en la necesidad de crear nuevas formas de la intervención política podamos superar la distinción entre democracia y revolución. Para no pensar estas cosas en el aire te pregunto concretamente ¿cómo imaginás que se pueda pasar del desbande lamentoso del presente a una práctica de repliegue capaz de elaborar nuevas formas de politización?  

D.T.: En mi opinión, esa politización por venir deberá estar articulada por conjuntivos, no por disyuntivos de exclusión (la “y”, no la “o”). Explorar el “entre” de lo distinto que se conjunta. Los partidos políticos no agotan la política, ni acaso sean lo más importante, pero no los excluiría taxativamente de un proceso de empoderamiento popular no burocrático que -en caso de darse- deberá nutrirse de otros lados. La primera página del Tratado político proporciona una inspiración: será necesaria una equidistancia del idealismo con el que los teóricos (los filósofos) piensan la política (de manera reaccionaria, moralista, vituperando a los seres humanos tal y como son) y del realismo cínico de los técnicos, manipuladores y gestores de afectividades. Unos son ineficaces y los otros –que conocen su objeto bastante más y mejor–, artistas de la dominación. Frente a esa alternativa –contra ella–, la política spinozista procuraba, bajo el nombre de democracia, construir la perspectiva de una sabiduría maquiaveliana (no maquiavélica) que tome por punto de partida las dificultades que imponen al pensamiento y a la acción la inmediatez de las dominaciones fácticas, sin ninguna concesión moralista (“no burlarse, no lamentarse y no deplorar sino comprender…”). Y subordinar ese registro a orientaciones emancipatorias. El punto de partida es la pregunta ¿qué hay? (no lo que no hay, infinito por definición) y el registro de las posibilidades de lo que efectivamente hay (nunca la fácil insistencia en la adversidad de lo existente). Superar la distinción entre democracia y revolución conjuntándolas a ambas (“revolución democrática”; “democracia revolucionaria”) es una tarea fundamental, y también superar la idea de “hombre nuevo” para una práctica política inmanente a los seres humanos que existen.

Las cosas suceden cuando la insistencia de la virtù militante se intersecta con la fortuna de las circunstancias. No contamos con ninguna garantía de que ello ocurra.

La travesía de Naruto (notas sobre el deseo y la decepción) // Diego Sztulwark

Serie: Quién necesita una revolución 

I. La tierra

Si uno abandona el marxismo, abandona las últimas esperanzas que se tienen.

Gilles Deleuze

Una serie japonesa de dibujos animados, Naruto, destaca a los ninjas como capaces de ver “a través de la decepción”. Se trata de ir a fondo, de aprender a percibir en la noche cerrada, en medio del triunfalismo enemigo, y de mantenerse activo incluso en la quietud. A ideas parecidas se llega leyendo a Nietzsche: ir a fondo en lo que sea, atravesar el desencanto con los propios ideales, incrementar la potencia afrontando la desilusión. Y puesto que, según Spinoza, querer y pensar son una misma cosa, se puede concluir que el problema de la decepción remite a la constitución y la vitalidad de las fuerzas. Atravesar la decepción, renunciar al discurso utópico, superar las buenas intenciones, desplazarse del moralismo a la estrategia. ¿O acaso el deseo de revolución es deseo de ilusión?

En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari enseñan a plantear el problema de la revolución de otro modo. Ya no planteando la cuestión del Porvenir de la revolución sino a través de los devenires revolucionarios de la gente. No se trata de una elusión de lo colectivo (pueblo, clase) sino de un cambio de perspectivas más profundo. Cuando la filosofía renuncia a pensar a partir del par “sujeto objeto”, descubre la tierra y sus movimientos. Y los movimientos de la tierra pueden ser “relativos” –regulados por el capital– o “absolutos”, es decir, conmoción plebeya y desvío capaz de crear una nueva tierra. Cierta decepción es necesaria para ir más allá la posición sujeto objeto y para hacernos descubrir los movimientos terrestres. Ideas, afectos y percepciones son asuntos de dinamismo, de velocidades, de aptitudes de las fuerzas. Tierra y conceptos son aspectos de un mismo Pensamiento-Naturaleza (de allí todo ese trabalenguas de territorializaciones, desterritorializaciones y reterritorializaciones). Lo que intentan Deleuze y Guattari es una “geofilosofía”, es decir, una orientación del pensamiento que se atreve a anticipar el desvío plebeyo, por medio de una serie de evaluaciones colectivas, de un sinnúmero de devenires.

La geofilosofía no concibe al pensador como un erudito, un maestro de cátedra o un intelectual de Estado, sino como ser de percepción: un vidente. Un viviente capaz de sentir destellos virtuales. El pensador es una criatura de plegados. Todo en él es al mismo tiempo idea y movimiento de la tierra. De allí la idea de anticipo y de escritura que Deleuze y Guattari atribuyen a lo que llaman “máquinas de guerra”. Escribir es prolongar estas Ideas-Movimientos de la tierra, contactar con el caos, ir al encuentro de las fuerzas que golpean a la puerta, adentrarse en el afuera, crear posibles. Kafka y Foucault: se escribe para conjurar dispositivos de poder, para desensamblarlos. Convertir en absoluto cada movimiento relativo.

Escuchar la tierra supone un desencanto, una crítica, un desmoronamiento de las idolatrías, un no estilo, un más allá de las expectativas y las proyecciones. Una voluntad de perder la voluntad. La “georevolución” como fenómeno de una vida capaz de perder la forma humana se vuelca enteramente del lado de un materialismo radical (Deleuze escribía sobre Marx al final de su vida).

Nietzsche condenaba a los despreciadores del cuerpo y de la tierra. A los amantes de los ideales, a los creyentes del sentido. La risa de Zaratustra es removedora, un anticristo. Cuando se erigen sobre el mundo unos valores superiores, decía, se crea una realidad suprasensible que reviste lo sensible y lo devalúa (Marx también lo decía sobre el fetichismo, pensando en el cuerpo de la mercancía, ese sensible revestido de poderes suprasensibles). Cuando la ilusión se deshace ya no se reconocen valores en lo mundano previamente degradado. De la ilusión a la desilusión, la vida transcurre sin afirmaciones terrenales y el querer, que no encuentra nada válido en qué creer, solo puede querer su propia sobrevida. Cierta decepción se vuelve entonces condición de posibilidad para crear nuevos lazos con el mundo. Ni un realismo sin devenir (decepción de derecha) ni unas creencias en ideales desconectados con los movimientos de la tierra (ilusión desvitalizada de las izquierdas). Ni una cosa ni otra. La fórmula la aporta François Zourabichvili: “cierta decepción”.

II. El deseo

Abandonar la revolución debía tener la misma intensidad que bregar por ella.

Tomás Abraham

El deseo de revolución se titula un reciente libro del filósofo Tomás Abraham sobre la relación entre la filosofía francesa –con repercusiones argentinas– y una sed de transformación de la vida. Es decir, sobre Sartre. El tono de Abraham es conocido (no sé cómo calificarlo: ¿transgresor?, ¿“niño terrible”?) puesto que se trata de un personaje público o mediático. El tono del libro es otra cosa. Menos sentencioso y autorreferencial. Un modo narrativo ágil que permite al autor reseñar con conocimiento y gracia los diferentes capítulos de la filosofía francesa desde de la galaxia Sartre (Georges Bataille, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Aron, Albert Camus, Benny Lévy) pasando por la generación de los Althuser (con su descendencia: Alain Badiou, a quien detesta, Jacques Rancière y Pierre Macherey), Barthes, Foucault y Deleuze (Deleuze sin Guattari), hasta la generación de los nuevos filósofos (de Jean-Claude Milner a André Glucksmann) pasando por la filosofía de inspiración religiosa de Emmanuel Levinas.

Sin confundirlos –ama a Deleuze, detesta a Badiou, etcétera–, Abraham los considera a todos ellos –la entera filosofía francesa posterior a la liberación– como grandes maestros que han ido tramando la ilusión –primero del compromiso, luego del saber, finalmente de los derechos humanos– con consistencia académica. Artistas sublimes que han sostenido la cuestión revolucionaria –¿que viene de Kant? – junto con un virtuosismo arraigado en la tradición de la enseñanza universitaria europea. Abraham admira las piruetas de los franceses. Y eso que los conoció de cerca. La Francia de Abraham es seguramente el último capítulo admirable de los europeos. Uno podría admirar a los italianos (sobre todo a Negri, pero está también Agamben), pero no. No es el caso de Abraham. Lo que le interesa es la estela sartreana y su capítulo argentino resuelto a partir de perfiles desiguales de un puñado de filósofos argentinos (David Viñas y León Rozitchner están mejor retratados por Piglia en los Diarios de Renzi; de Oscar Massota, Carlos Correa y Juan José Sebrelli, se dicen cosas más interesantes; Juan Carlos Portantiero está apenas reseñado por su relación con Gramsci; y a Oscar del Barco se lo considera sobre todo a partir de su carta “No matarás”, en la estela de la obra de Levinas).

Lo que a Abraham le interesa señalar es el carácter “sublime” del acto revolucionario. Se trata de un “deseo” que “como tal no tiene fecha de vencimiento”. La “ilusión”, en cambio, sí es “una entidad perecedera”. Inobjetable. Hay deseos que son capaces de subsistir a la decepción, creando un problema “que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio del placer con el principio de realidad”. Quizás la filosofía posrevolucionaria deba afrontar los desatinos a los que conduce una y otra vez este deseo rebelde. El libro de Abraham pretende trazar “un obituario de una insistencia deseante”. ¿Cómo entender esta pretensión? Obituario o no obituario, el interés del libro está en su propósito explícito: “mostrar los modos en que el deseo de revolución se manifestó en la filosofía francesa contemporánea”. Cada capítulo (Ser, Hacer, Deber, Saber, Poder, Creer) es un “calendario de las decepciones”. La filosofía francesa como una anatomía de Sartre. Cada capítulo coincide, en la lectura de Abraham, con las obsesiones del fundador de Les temps modernes, incluyendo la vejez y esa horrible relación final con el célebre líder maoísta Pierre Victor (devenido filósofo judío con su verdadero nombre Benny Lévy) en la que no se entiende –y esto parece complacer de algún modo a Abraham– si el filósofo busca conectar con nuevas rebeliones o abjurar de todas ellas.

III. El saber

Todas las cosas de los hombres están en movimiento, y no pueden jamás quedar quietas.

Nicolás Maquiavelo

Lo que está en cuestión es, entonces, el deseo de revolución. Al cabo de un tiempo posterior a la salida de su libro, Abraham dio una entrevista en la TV, en el canal de La Nación. Allí respondió a la pregunta sobre su propio deseo de revolución, advirtiendo que las revoluciones reales implicaban la guerra civil. Querer la revolución es desear la guerra. En otras apalabras: no es posible pensar la revolución sin asumir la cuestión de la violencia y el terror.

Amador Fernández-Savater ha escrito recientemente contra la imagen de la revolución como obstáculo para reconocer procesos actuales de cambio. La revolución como deseo parece estar sometida al más duro de los exámenes. Ya no se la asocia con la más aguda comprensión crítica de lo real, la que elucida y cuestiona las relaciones de explotación, sino con una distorsión cognitiva. Las preguntas se agolpan: ¿quién desea una revolución y qué revolución se desea? ¿El deseo de revolución es patológico? ¿Y cuáles serían los deseos más adecuados en el terreno histórico-político?

El saber político, tal y como lo expuso Maquiavelo, constituye un arte de reforma del pensamiento. A la virtud política se puede aplicar la última frase de la Ética de Spinoza: “Todo lo excelso es tan difícil como raro”. Contra el pensamiento político conspiran tanto el peso de qué ilusión tiene en la experiencia humana del contacto con lo real –los sujetos suelen quedar atrapados en el orden originado en su propia imaginación proyectada sobre un orden de real–, como el hecho de que lo real mismo actúa mediante una red viva de encadenamientos causales en continua recombinación, determinando mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar (eso que Maquiavelo llamaba “la fortuna”). En otras palabras: el saber político (“la virtud”) surge del desprendimiento que podamos efectuar bajo fondo del choque entre lo continuo del propio deseo (ilusión) y la variabilidad incalculable de las determinaciones (fortuna).

Para Maquiavelo, el saber político no se resuelve nunca en una comprensión total y duradera sino como la capacidad para activar una analítica parcial y local sobre los movimientos de la tierra. La política maquiaveliana se origina en una doble postulación: constitución de un “sujeto finito”, de saberes locales y de corto plazo, adiestrado en la sospecha de su propia imaginación, y un intenso anti-utopismo que rechaza la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico en un plano de trascendencia moral o teológico (la fantasmagoría del deber ser).

El filósofo –francés- en el que piensa Abraham es también, aunque de un modo menos directo, un pensador de las coyunturas (la Liberación; la Revolución Cultural China; Argelia; Mayo del 68, etcétera). El filósofo se inscribe en ellas de un modo u otro. Y al tomar partido corre riesgos muy concretos. Uno de ellos es el moralismo, procedente de la ambición de un saber trascendente, que escape o pretenda controlar ese real ilimitado y mutante que escapa (la fortuna). Si la filosofía de Deleuze, Guattari o Foucault sigue siendo productiva para los no filósofos, tal vez se deba precisamente a su énfasis en la estrategia, la crítica de la moral, la fuga, la cartografía, la creación de territorios existenciales. Por fuera de estas indicaciones –que refieren al movimiento y a la tierra–, el filósofo se convierte en alguien que tiene un saber infatuado sobre la vida y la política. O bien un saber cínico, confinado a manipular la imaginación popular (identificación, interpelación, fijación imaginaria que obra como sucedáneo de la realidad) con el solo fin de reconstruir el monopolio de la política en manos del Estado como fundamento para el orden y la obediencia. Todo lo contrario a un maquiavelismo, es decir, a un dispositivo que apela a la imaginación popular articulándola con una analítica del presente dentro de un horizonte anti-utópico de constitución de fuerza democrática.

¿Es aún capaz de política el filósofo? ¿No fue la revolución, por debajo de las imágenes míticas que de ellas nos hacemos, la más lograda inmanencia del pensamiento al movimiento sin reticencias? ¿Persiste el deseo más como perturbación subjetiva que como capacidad de afrontar problemas históricamente planteados, los más difíciles? ¿La revolución será sepultada como cadáver del idealismo de la voluntad o en la fosa común que comunica con las pulsiones de los vivos, pulsiones sin imagen previa ni modelo que no deja de retornar cuando los desvíos se aúnan en nueva fuerza? Quizás se pueda decir del deseo lo mismo que de la filosofía: solo deviene crítica y libre con relación a problemas concretos. No la libertad, sino la creación de una salida.

IV. Las moléculas

¿De qué sirve ser desdichado?

Jean Paul Sartre

Abraham intuye que su libro desemboca en la cuestión de la creatividad del político. No es reprochable que el maquiavelismo no sea aquí su asunto, pero apena el ninguneo de Félix Guattari, perdido en los mil pliegues del nombre Deleuze. Lo que se pierde con el nombre Guattari es una consideración de la intuición de una “revolución molecular”.  Una mutación desobediente de todo aquello que el capitalismo sostiene en una estratificación continua. No importa cuan fluida es la sujeción capitalista, se trata siempre de desterritorializaciones “relativas”. Lógica axiomática del capital. Guattari se ha esforzado como nadie en recuperar y traducir la pragmática revolucionaria a las condiciones del capitalismo mundial integrado. El movimiento es doble: liberar las multiplicidades de las potencias de la trascendencia (El Estado, La Política), y retomar las funciones que Lenin adjudicaba al partido centralizado (la teorización, la conciencia, la voluntad) para recrearlas en una multiplicidad de focos capaces de singularizar las prácticas de producción de subjetividad.

 

La revolución molecular parte de un diagnóstico maquiaveliano/marxiano sobre la doble condición de lo real histórico como dinamismo (Polo Singularización: movimiento, flujos) y estratificación (Polo Estandarización: territorialización, codificación). El capitalismo como encuentro entre flujo de riquezas y de trabajo, determinación recíproca sobre el cuerpo del dinero. Mientras que el capital es la subsunción real de la vida y la conjunción axiomática de flujos, la actividad vital se recrea en una pluralidad de prácticas “heterogenéticas”, introductoras de caos y complejidad. El problema de la revolución resulta plenamente retomado a partir de la proliferación de movimientos y subjetivaciones que incluya una analítica molecular de las causas y determinaciones y que cuestione la separación entre objetivo y subjetivo que priman en una lectura reaccionaria o conservadora de la política en Maquiavelo.

El nombre de Guattari importa porque permite concebir de otro modo el deseo y la revolución.  Como importa el nombre de León Rozitchner, cuando le responde a Oscar del Barco que hay razones más importantes para no matar que las del mandamiento paterno (Rozitchner explica que los dos extremos de la violencia de la derecha, esa que repudiamos junto a Del Barco, surge de no criticar a fondo el sacrificio –razones para hacerse matar– y el aniquilamiento físico del enemigo: las razones para no matar surgen de un deseo diferente de vida, un divino-inmanente, antes que de una orden de Dios. Con Rozitchner aprendemos un modo diferente de la guerra en la que no se trata de morir ni de matar). Guattari y Rozitchner juntos, sí: la guerra civil no es una consecuencia de las revoluciones moleculares sino el fantasma que no dejan de agitar los poderes asesinos y su perversa ecuación entre lo racional y lo bestial (claramente expuesto por el político florentino). En la constelación que estamos sugiriendo entre la revolución molecular, el materialismo ensoñado y el problema de la constitución del príncipe colectivo se abren las condiciones para pensar/desear la revolución como el conjunto de las rupturas de que somos capaces, mas allá de la revolución (idealizada) y de los lamentos justificados en supuestas derrotas.

Notas urgentes sobre el Spinoza de Henri Meschonnic

Juan Domingo Sánchez Estop

1. Acabo de leer Spinoza un poema del pensamiento de Henri Meschonnic (en su original francés, Spinoza, un poème de la pensée, 2002. Espero ansioso ver la traducción al castellano de este tan «raro como arduo» libro sobre la traducción recién salida a la luz en Buenos Aires, en coedición entre la editorial Cactus y la editorial Tinta Limón. Debo el descubrimiento de este libro singular, difícil y casi ilegible, a la vez que luminoso y apasionado a Diego Sztulwark. De su lectura no se sale indemne. De manera inmediata y necesariamente precipitada apunto una primera conclusión: hay que aprender hebreo bíblico y dejarse guiar en ello por la Gramática de la lengua Hebraica (Compendium Grmmatices Linguae Hebreae)de Spinoza, un libro incompleto, tal vez jalón a la vez que instrumento de un programa de traducción de la Escritura (según un biógrafo, Spinoza quemó los manuscritos de una traducción ya comenzada) cuya otra rama es el Tratado Teológico-político. Crítica de lo teológico político y crítica del signo se unen en una crítica filosófica, ética, política y poética de la representación. 

2. Esta es sin duda una de las claves de Spinoza. Otra, íntimamente vinculada a la anterior, es la centralidad del lenguaje y la relación estrecha entre el significante y el cuerpo. El libro de Meschonnic se complementa con otros trabajos recientes que cubren y desarrollan algunas de sus vertientes como el libro de Lorenzo Vinciguerra sobre Spinoza y el signo (Spinoza et le signe, 2005) o el Judaïsme et révolution de Ivan Segré y la obra inmediatamente anterior de este mismo autor Le manteau de Spinoza (El abrigo de Spinoza, en alusión al abrigo del filósofo agujereado por el navajazo de un zelote judío que atentó contra su vida). Por lo demás, nos muestra Meschonnic, llevándonos a ello «casi de la mano» que las obras de Spinoza y en particular la Ética tienen una composición rigurosamente deductiva y rigurosamente poética. A la vez y de manera inseparable. La poesía no es un adorno sino la coexistencia del afecto y del concepto en una escritura y un pensamiento que no es una teoría al uso sino, en sí misma, un hacer y un producir. 


3. Tal vez sea este el sino del materialismo, este tejer o trenzar el discurso del que hablaba Demócrito refiriéndose a unos átomos que comparaba con las letras -que solo tenían sentido combinándose entre sí- y que denominada: «atomai ideai», o bien el ajustar o acoplar los discursos, esa labor artesanal de la filosofía según el spinozista Althusser. Prácticas que hacen del concepto no una entidad inmaterial ni una imagen muda sino una idea fuerte, una idea que es idea en y por el lenguaje, unida por lo tanto al cuerpo y a su propia dinámica. Una idea que es idea porque produce efectos. Como el propio cuerpo, cuyo ser es producir efectos. Como todo lo que existe según la concepción productiva (poética) de la causalidad que nos presenta Spinoza: 
Nihil existit ex cujus natura aliquis effectus non sequatur. Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto. (Ética, I, P36)

4. Toda idea, verdadera o falsa, imaginaria o adecuada, está unida y trenzada, a través del cuerpo con la historia que escribe en ese cuerpo y que ese cuerpo también escribe. Nadie antes de Spinoza, afirmaba Althusser en Lire le Capital, había propuesto a la vez una «teoría de la historia» y una «filosofía de la opacidad de lo inmediato» en la que se unen «la esencia de la lectura» (y de la escritura) y «la esencia de la historia». Esta historicidad de un lenguaje poético libre de la policía del signo (de la relación significante/significado) y abierto sobre la opacidad de lo inmediato merced a la historización de la propia escritura es también para Meschonnic la característica fundamental de la escritura spinozista. 


5. No es una sorpresa menor para quien lleva años leyendo a Spinoza descubrir con pruebas más que abundantes que el orden geométrico es un orden poético en el sentido formal (rimas, aliteraciones, ecos…), pero también en el sentido etimológico de «poiesis», esto es una producción un hacer: nuestro hacer como Deus quatenus -Dios en tanto que…eso que somos), actividad absoluta e inocente. Tal vez por eso mismo los filósofos, al menos los que tienen una concepción teórica de la filosofía como la que se cultiva en las academias no hayan nunca reparado en ese aspecto del texto de Spinoza y hayan visto la potencia y el conatus solo como algo exterior, como algo que el texto solo significa, cuando en realidad este texto que es quien lo escribe -y quien lo lee- los está produciendo ante nuestros ojos, los de la cara y los del entendimiento.

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