Anarquía Coronada

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EL ESTADO COMO PUENTE O LÍMITE // Luchino Sívori.

`Anarquismo y marxismo compartían la idea de que el comunismo era equivalente a la liquidación del Estado (…)  A este proceso se lo llamó revolución.´

Emmanuel Rodríguez López, La política contra el Estado, 2018.



Según la ortodoxia marxista, el Estado representaba el estadio previo al Socialismo por excelencia, el puente por el cual la clase obrera debía pasar antes de realizar la deseada Revolución. Casi dos siglos después, sin embargo, el Estatismo parece haberse convertido, según pudimos ver a lo largo del siglo XX y parte del actual, en el protagonista indiscutible para retrasarla, desvirtuarla o, directamente, anularla del todo.

 

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Olin Wright, fallecido recientemente, afirmaba en su libro Los Puntos de la Brújula (2019):

`Aunque ha habido desafíos revolucionarios al capitalismo, los ejemplos históricos de transformación rupturista nunca han sido capaces de mantener un proceso prolongado de construcción experimental de instituciones democráticas (…) siempre han sido de corta vida y relativamente aislados.´

Similarmente García Linera, vice-presidente de Bolivia, en su obra Qué es una revolución: de la Revolución Rusa de 1917 a la revolución en nuestros tiempos (2017) escribía que en la URSS a través de la NEP se hizo patente la necesidad de fijar el proceso a través de un Estado centralizado poco democrático, única forma, según él, de mantener a salvo el espíritu de Octubre.

Wright y Linera, aunque provengan de fuentes de inspiración diferentes, se parecen en su crítica del proceso histórico soviético. Como intelectuales marxistas, se esforzaron en comprender por qué se produjo (y produce, ya que ambos también analizan los casos de Cuba, China y Bolivia) ese “parón” en el camino hacia el socialismo. Ambos, también, se diferencian de los típicos motivos por los cuales la izquierda contemporánea suele atribuirse o delegar la derrota. En lugar de conceptos e ideas,  parecen querer decirnos, es la corporización institucional de las luchas hacia donde deberíamos mirar con más atención.

 

ESTATISMO COMO VÍA O FIN

Las revoluciones denominadas socialistas, como se sabe, si bien lograron una ruptura con el Capital redistribuyendo la riqueza más equitativamente, no supieron ser plenamente democráticas en los distintos lugares donde allí se implantaron.

Una de las razones más importantes por la cual esa fue finalmente la deriva, según los autores, se debió a que la concentración del poder político y económico se monopolizó en un partido único centralizado. De esta manera, lo que representaba la primera fase de la teoría marxista (dictadura del proletariado) llevó, deliberadamente o no (según Linera, necesario; de acuerdo a Wright, discutible) a una suerte de impasse estatista sin continuidad.

No pudiendo abrirse a una alternativa igualitaria democrática (extensión política) ni tampoco a delegar la organización de la economía en otra cosa que no sea el Partido (extensión económica), la Revolución se convirtió así en un aparato burocrático alejado de lo que debía ser su misión originaria histórica: la coordinación planificada de los diferentes grupos conformantes de la sociedad civil organizada (soviets).

Discursivamente, sabemos, esta doble limitación político-económica, sumada a la extensa propaganda imperialista durante la Guerra Fría, llevó a que durante años la “amenaza roja” se convirtiese finalmente en una “amenaza contra la democracia”, re-significando el valor del Liberalismo (libertad) en detrimento del comunista (dictadura, control).  

A pesar de que el Estatismo como planificador centralizado de la vida política y económica no tuvo las mismas líneas de interpretación en América del Sur que en el Viejo Continente (derivas fascistas en el Mediterráneo y centro de Europa; socialdemócratas en Escandinavia; comunismo en el Este), actualmente, tres décadas después de la caída del Muro, estos significantes y significados siguen jugando en el inconsciente colectivo de la mayoría silenciosa, anexando nuevas connotaciones negativas como “intervencionismo” y “paternalismo” al ya muy denostado concepto.

 

IZQUIERDA Y ESTADO

Como dijimos, hasta ahora lo que hemos vivido según los autores no fue estrictamente un Socialismo en toda regla, sino más bien hibridaciones estatistas con ciertos elementos socialistas. Formas económicas con mecanismos institucionales que no lograron ser completamente democráticas. Tanto la actividad económica como la civil política se vieron, pues, en los distintos casos parcialmente controlados por alguna forma de poder de un Estado centralizado, con un partido único, una sociedad civil subordinada y un alto nivel de autoritarismo político. A pesar de lo nominativo, no llegó a ser socializado el sistema, incapaz de trascender ese primer estadio prescrito por la teoría marxista que afirmaba que el Estado era la vía, y no el fin, hacia el Socialismo.

¿Cómo se plantearon, entonces, las diferentes luchas las Izquierdas occidentales sabiendo que el Estado, al revés de lo que se esperaba, cumplió más bien un rol ralentizador o directamente taponador?

Desde la caída del bloque soviético, tres formas de actuación emancipadoras han sido las preponderantes según el historiador catalán Xavier Domènech. Según afirma en su libro Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo: Lucha de clases, dictadura y democracia (2011), podrían denominarse con el nombre del juego “Piedra, papel y tijera”.

La primera forma fueron aquellos casos históricos donde la Ruptura y la confrontación directa con el poder estatal representaron los mecanismos principales, con el objetivo de lograr la destrucción del Estado para luego plantear las bases de la transformación total de la sociedad.

La segunda forma representarían aquellas experiencias donde el uso y utilización de las estructuras del Estado del Bienestar se priorizaron en contraposición al enfrentamiento, buscando potenciar la democratización y engrandeciendo el poder social en áreas clave como los presupuestos y la gestión municipalista.

La tercera, como su nombre lo indica, fueron aquellas iniciativas que habitaron en los márgenes de la sociedad capitalista, en sus alteridades y contornos, ignorando o pretendiéndolo hacer toda forma de gestión ajena a la propia comunidad.

En muy pocas palabras, Piedra sería la destrucción del Estado, el Papel su uso y la Tijera el corte de la relación-dependencia.

Por momentos, una de ellas pareciera resolver el impasse estatista; en otros, ninguna de las tres da la impresión de ser efectiva a gran escala.

Seguramente no exista una única vía para trascender el Estatismo, un elemento que se pensó como herramienta y acabó representando otra cosa. Seguramente, también, habrá que re-pensar si las cuestiones de Clase siguen siendo válidas para la teoría de la transformación, o de si las luchas identitarias, por poner un ejemplo, representan quizás una amenaza más grande al efecto dilatador del Estado representativo.  

De la misma manera, no pareciera que los caminos intermedios, como la democracia asociativa o el corporativismo nórdico, sean las respuestas idóneas a cómo finalmente llegar a un poder social de la economía y la política.  

Trascender el Estatismo para llegar al Socialismo, pues, representa por ahora una tarea pendiente. Mientras tanto, nos queda el conocimiento que podamos extraer de las experiencias de transformación, incluyendo, incluso, a aquellas que no consideran al Estado como aliado circunstancial. Un camino no trazado que se hace al andar, y no al revés como a veces asumimos los que estimamos la teoría.

 

Del Che a Freud // Diego Sztulwark

Si la guerra está en la política como violencia encubierta en la legalidad, se trata de pro-fundizar la política para encontrar en ella las fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por sí mismo vencer en la guerra.

 

León Rozitchner

 

I

 

Si una herencia imprime aún el siglo XX en nuestro tiempo es un cierto ideal de transformación. Sólo que ese ideal se ha transformado él mismo hasta volverse irreconocible: vivimos en lo que Salvador Benesdra describió como el fin del “Gran Miedo” (para la burguesía), los 120 años que van de la Comuna de París a la disolución de la URSS. Tal y como hoy la emplean quienes diseñan las imágenes del futuro, la transformación remite a la “flexibilidad adaptativa” de la fuerza de trabajo a las exigencias impuestas por la dinámica combinada de la innovación tecnológica, el desarrollo de mercados y la mantención del orden en democracias definidas como opinión pública de masas. El uso de términos como transformación, evolución o cambio, son otros tantos ideologemas que tienden a secuestrar toda percepción disruptiva del porvenir. Ya no se espera que el humano deba forzarse a sí mismo, modelarse en alguna dirección a determinar. Al contrario, el sentido viene ya dado, emerge automáticamente de los dispositivos financieros, comunicativos o de seguridad. Viene inscripto en el curso previsible del tiempo. La historia, la representación que de ella surge, guarda en sí misma las claves de su cumplimiento. Se trata de una transvaloración completa de los propósitos políticos que se atrevieron en el pasado a proyectar políticamente –es decir, de modo abierto y desconfiando de la pura inercia de unas “leyes de la historia”– que implicaban una transformación humana de lo humano, cuya formulación más clara en nuestro continente fue la tentativa de edificar un “Hombre Nuevo” sobre bases materiales de una sociedad socialista explicitada por el Che Guevara en los años sesenta, al calor de la experiencia de la Revolución Cubana de 1959. Para Guevara la institución del socialismo requería ocuparse muy especialmente de los mecanismos de liberación de lo humano (lo subjetivo) respecto de la prisión producto de la “ley del valor”, lógica persistente y “cordón umbilical” que liga al individuo con la vieja sociedad capitalista de la propiedad privada concentrada. Puede leerse la obra filosófica de León Rozitchner, particularmente su libro Freud y los límites del individualismo burgués (1972) como una prolongación y profundización teórica en los mecanismos que impiden o favorecen la transformación subjetiva que debe acompañar –en lxs revolucionarixs– el cuestionamiento de las estructuras histórico -objetivas de la sociedad burguesa. El problema de la dimensión subjetiva de la revolución viene ligada, para Rozitchner, a una reflexión sobre la contraviolencia (una concepción de la violencia opuesta a la de la derecha), teorizada sobre todo a partir de su exilio durante la última dictadura.

 

II

 

En 1965, el Che Guevara publica “El socialismo y el hombre en Cuba” en el semanario Marcha de Uruguay, donde plantea el papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y objetivo, moral y material, cualitativo y cuantitativo, son los términos de una dialéctica que propone la cuestión del hombre nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el instrumento adecuado para lograrlo, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.

 

La formación de unas masas no sumisas, que actúen por vibración y no por obediencia, constituye para el Che la fuerza principal del proceso revolucionario. Ellas son la fuente de un nuevo poder –coercitivo y pedagógico– imprescindible en la tarea de constitución de una subjetividad nueva, libre de la coacción que sobre la humanidad ejerce la forma–mercancía. Pero, advierte, esta fuerza nueva de unas masas revolucionarias constituye un fenómeno “difícil de entender, para quien no viva la experiencia de la Revolución”. Estas masas nunca fueron pensadas por Freud en su célebre estudio sobre las “masas artificiales”. Y no es que los movimientos de liberación que se dan dentro del sistema capitalista no deseen su transformación, sino que estos no devienen revolucionarios, dice el Che, porque viven lo que dura la vida del líder que los impulsó “o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista”.

 

El freno a ese impulso es la persistencia de la ley del valor, fuente del “frío ordenamiento” que además de regir la producción de mercancías está en la base de un modo de individuación humana. Las masas revolucionarias poseen, para el Che, una potencia expresiva (y cognitiva) capaz de introducir al individuo, “el ejemplar humano, enajenado”, en la comprensión de ese “invisible cordón umbilical que lo liga a la sociedad en su conjunto”, de la ley del valor que actúa sobre todos los aspectos de su existencia (Spinoza había definido el poder de actuar del dinero como el “compendio de todas las cosas”). La conmoción que las masas revolucionarias provocan en el ser social, explica el Che, da inicio a nuevos procesos de individuación porque afectan al individuo en su doble faz de ser singular y miembro de una comunidad, libera la forma humana y le devuelve a cada quien su condición de “no hecho”, de producto “no acabado”. No hace falta suponer que el Che conocía a su contemporáneo Gilbert Simondon para aceptar que su pensamiento se orientaba hacia una teoría política de la individuación socialista como apertura del individuo a un común preindividual, que el capitalismo esteriliza por medio de una continua prefiguración (modulación).

 

¿Qué es la ley del valor? Brevemente: las relaciones laborales de producción entre las personas en una economía mercantil-capitalista adquieren necesariamente la forma del valor de las cosas, y solo pueden aparecer bajo este modo material. El trabajo solo no puede expresarse más que a través de un valor dado. La ley del valor, en la tradición marxista, designa la teoría del trabajo abstracto presente en toda mercancía (en la que el valor de uso se subordina al de cambio), y es el trabajo la substancia común de todas las actividades de la producción. La magnitud del valor expresa el vínculo existente entre una determinada mercancía y la porción de tiempo social necesario para su producción. La ley del valor es una parte de la ley del plusvalor (explotación) y manifiesta la existencia de un orden que dota de racionalidad a las operaciones de los capitalistas, así como a las acciones tendientes a conservar el equilibrio social en medio de los desajustes y estragos provenientes de la falta de una planificación racional de la producción.[1]

El Che Guevara comprende que el máximo desafío que enfrenta una revolución social tiene que ver con ese persistente mecanismo creador de subjetividad que actúa desde las profundidades del proceso de producción. Para interrumpir su influencia apela a la tensión socialista entre masas revolucionarias y nuevas instituciones, proceso de transformación económico y político que favorece la reapertura del proceso de individuación implicado en la idea de “hombre nuevo” (diremos de ahora en adelante: humanidad nueva). Se trata de una puesta en acto de la cuestión de la pedagogía materialista tal como Marx la esbozaba en 1845: el propio educador es quien debe ser educado. La educación de la nueva humanidad no queda a cargo de una instancia pedagógica esclarecida sino que surge del pliegue –o interacción– entre la vibratilidad de las masas y el carácter permanente inacabado de un individuo, articulados en instituciones que conectan fronteras contra la influencia de ley del valor.

 

III

La revolución es un movimiento de la tierra. Deleuze y Guattari la llaman “des-territorialización absoluta”. La salida de la tierra de la esclavitud, el éxodo por el desierto, la promesa de una nueva tierra de libertad. La revolución es también un movimiento que afecta el tiempo, porque la constitución de un nuevo poder colectivo supone una nueva capacidad de crear un presente y un futuro. El sabio Maquiavelo decía que la unidad de la república consistía en la capacidad de los pobres en unirse en la formación de una potencia pública capaz de imponer en el presente un temor sobre el futuro a los poderosos. La nueva sociedad en formación, dice el Che, nace en una dura competencia con el pasado en el que arraiga la “célula económica de la sociedad capitalista”. Mientras estas relaciones persistan como un poder muerto del pasado sobre una tentativa vital del presente, “sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la conciencia”.

 

El Che articula al sujeto de este proceso —las masas revolucionarias y el individuo capaz de creación—con la liberación del trabajo, es decir, aquella capacidad de rebelión de lo que Marx llamaba el “trabajo vivo”, dado que tal liberación no se reduce a lo que el liberalismo entiende como juego democrático. La capacidad de romper las ataduras definidas por la ley del valor no se decide en el plano restringido de la legislación jurídica, y la cuestión del Estado ya no será planteada en su pretendida autonomía, sino como forma colectiva correlativa a la ley del valor.

 

Esta comprensión marxiana de la ley del valor lo lleva a una comprensión más leninista que marxista de la ruptura revolucionaria. La revolución no surge, dice el Che, de una explosión producto de la maduración de las contradicciones que acumula el sistema capitalista (como creía Marx), sino de las acciones que “desgajan del árbol imperialista” a países que son como “sus ramas débiles” (como enseña Lenin). El capitalismo alcanzó un desarrollo en el que sus contradicciones y crisis no reducen su capacidad de organizar su influencia sobre la población de modo automático.

 

Durante el período de transición, dice el Che, se presenta la peligrosa tentación —la “quimera”— de acudir a las armas “melladas que nos lega el capitalismo” (las categorías que se desprenden de la forma mercancía: rentabilidad e interés material individual como palanca de desarrollo, etcétera). Orientado por estas categorías, el socialismo conduce a un callejón sin salida (¿está pensando el Che en la NEP de Lenin?) donde los revolucionarios conservan el poder político mientras que “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Para el Che, la construcción del comunismo no debe reducirse, por lo tanto, al estímulo de la base material sino suscitar, de modo simultáneo e inaplazable, al “hombre nuevo” (humanidad nueva). Para ello, la movilización de masas debe basarse en contenidos morales: “Una conciencia en la que los valores adquieren categorías nuevas”, dice el Che, afirmación que parece proveniente no solo de un lector de Marx sino también de Nietzsche, cuando unifica la idea de valor moral con la de valor económico. La crítica del Che fundada en la noción de valor (la reivindicación de los valores de uso junto a la inversión de los valores morales) trabaja en los efectos de las enseñanzas de los grandes maestros de la sospecha.

 

La revolución, y ya no la crisis, será entonces el espacio en el cual se planteará el problema más difícil: el de la disputa por la producción (material y subjetiva) de las mujeres y los hombres. El socialismo se da para el Che como fluidificación de lo fijo y articulación compleja entre multitudes que marchan al futuro, como espacio de experimentación de esta producción y creación de un complejo de instituciones revolucionarias a cargo de generar conductas libres de la coacción económica, sobre la base de nuevas formas de cooperación y de toma de decisiones. Aun hoy esas formas permanecen relativamente increadas, si bien la experiencia de invención de fronteras al mando del capital es una práctica habitual y frecuente en las luchas sociales de diversas escalas (la lucha social como laboratorio). El propio Guevara era consciente de que esta tarea debía ser llevada a cabo, a pesar de que cierta izquierda escolástica aferrada a dogmas y a esquemas preformados había frenado el desarrollo de una “filosofía marxista” y dejó así al socialismo huérfano de una economía política para la transición revolucionaria (a esta última cuestión se dedicó el Che de un modo más sistemático de lo que en general se conoce).

 

IV

 

La Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo. Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la teología de la liberación a fines de los años 70. “La Iglesia –dice Ferré– rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado”[2]. Ahora bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”.

Una Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos sensibles.

 

V

 

Un año después de la aparición de El socialismo y el hombre en Cuba, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico, de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contrapone dos modelos humanos a partir de sendos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben ser replanteados en torno a una praxis que transforma al sujeto, una “teoría de la acción” que permite por fin un “pasaje a la realidad”. La tarea de crear un “hombre nuevo” (humanidad nueva) en torno a unas masas revolucionarias no era tarea sencilla en Argentina, y, para afrontar esas dificultades, Rozitchner se sumerge en la obra de Freud.

 

Rozitchner había expuesto en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío, su comprensión muy temprana de lo que la revolución cubana ponía en juego en todo el continente; y su obra, al menos hasta el exilio, puede ser concebida como una confrontación filosófica y política sobre la forma humana a partir de una lectura encarnizada de Marx y Freud, invocados desde América Latina para el despliegue de una nueva concepción de la subjetividad revolucionaria.

VI

Unos años después, en 1972 y ya pasados 5 años desde la muerte del Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una contraposición entre “modelos humanos” antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que solo la organización para la lucha torna eficaz” (1972).

 

El revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado Transformación de las categorías burguesas fundamentales, es un operador fundamental de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura” y así se liga con la de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.

 

Todo lo contrario de lo que ocurre en el plano religioso, según Rozitchner, en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema con “la fantasía infantil”, pero no con “la realidad histórica”. Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como el del “encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como el del “descubrimiento”, considerando que los modelos son dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones sociales que toda forma humana conlleva.

 

En efecto, para Rozitchner, se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos asumen su tiempo sin modelos verdaderos y deben enfrentar, por lo tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece del “carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.

 

Esta distinción le permite a Rozitchner explicitar el carácter político que adopta en Freud el superyó colectivo. Si toda forma humana evidencia un sistema histórico en sus contradicciones más propias, contradicciones que mujeres y hombres interiorizan, sin poder zafarse de ellas a no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces la única posibilidad histórica de cura sería el enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las únicas formas de humanidad posible.

 

El Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Rozitchner sostiene que este modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de producción capitalista, “abre para los otros el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.

 

VII

 

A fines de los años 70, León Rozitchner (de quien seguimos tratando de mostrar que su filosofía contiene un diálogo y una elaboración de las más importantes intuiciones del Che) escribe Perón: entre la sangre y el tiempo . En este libro problematiza la relación de la izquierda argentina –peronista o no– con la violencia política como parte de una reflexión más amplia sobre la guerra y las ilusiones que conllevan a la derrota (esta cuestión se ahonda en su libro Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia y en su polémica con el filósofo Oscar del Barco). En el corazón de sus preocupaciones sobre el problema de la violencia, Rozitchner no se pliega a una condena de esta, sino que intenta pensarla desde la izquierda: no condenar la violencia por ser violenta sino por no haber hecho la distinción imprescindible entre violencia (de los poderes) y contraviolencia. Rozitchner lee los trabajos militares de Perón, pero también del teórico de la guerra Carl von Clausewitz, y elabora una filosofía de la guerra en la que se puede distinguir la diferencia entre una violencia ofensiva, conquistadora, que tiende a utilizar la categoría de asesinato como categoría posible de la violencia; y lo que él llamará una contraviolencia de izquierda, que es siempre defensiva, que parte de la movilización popular y que nunca incorpora como razonamiento fundamental el asesinato. Pasadas varias décadas, podemos corroborar que esas distinciones están más vigentes que nunca. El aumento de la violencia represiva, asesina, o la violencia loca no ha dejado de proliferar sobre el cuerpo de las mujeres, de los jóvenes en los barrios y, por lo tanto, también se activan movimientos de contraviolencia. Esta situación la vemos con claridad en el caso de la desaparición de Santiago Maldonado, como también en la irrupción activa del movimiento de mujeres y de los organismos de derechos humanos. El problema de la contraviolencia sigue planteado, y lo que hay que dilucidar es cómo se resiste a este tipo de violencia asesina.

 

Cómo los cuerpos individuales y colectivos pueden tener categorías, elaboraciones, formas de componer una ética que corte con la violencia opresiva, que corte con la violencia asesina sin repetirla, sin copiarla, sin volverse ella misma asesina y loca, derechista. Se trata de la recuperación del problema de la relación entre violencia y obediencia, en un contexto nuevo donde problematizar estas cuestiones sea un modo de no acomodarse a la derrota. En ese intento de volver a plantear el problema de la violencia se juega la lectura que Rozitchner hace de la figura de Guevara. Frente a una reivindicación de tipo idealista del Che Guevara (la idea básica de un Guevara cristologizado, cuya verdad proviene de una supuesta disposición a hacerse matar), Rozitchner recupera su imagen justamente para analizar el modo de plantear el problema de la violencia en un campo de antagonismos, en el que la violencia asesina, siempre presente, no puede convertirse jamás en el modelo de la violencia revolucionaria.

 

VIII

 

El neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad estas resultan simplemente inexistentes– ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o revolucionaria alguna –sólo reconoce la empresa y la competencia como dinámicas colectivas legítimas–. Se trata de un ateísmo sin trascendencia –en palabras de Ferré–, aunque dispone de saberes prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación. Unos saberes que excluyen y borran eso que Marx y Freud habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo– que conlleva una alianza con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e individual, daba lugar para las subjetividades críticas (que hoy se patologizan) a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo que se accede únicamente mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el de la investigación militante, que queda abolido por un nuevo sacerdocio –vaticano o neoliberal–, el cual vuelve a sujetarlo a su condición natural, orgánica y creada. Doble fijación: a una salud fundada en la estabilidad y a una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto impotente con respecto a los fenómenos de violencia, capturado por la teología política de la propiedad privada, de la cual solo se discuten sus abusos y excesos.

 

La novedad con referencia a sus presentaciones anteriores es la pretensión neoliberal de revestir las operaciones del capital con un llamado al disfrute, al goce, a la libre elección sobre la realización personal. Se propone una nueva manera de adhesión a la vida capitalista bajo el supuesto de que la vida crítica es difícil y triste, además de sospechosa. Quien no participe del juego transparente del amor a las cadenas es un inadaptado, alguien patológico, tal vez un terrorista. Si todo esto no termina de cuajar del todo es simplemente porque el discurso del capital es muy despótico y es poseedor de una violencia intrínseca fundamental.

 

La coyuntura argentina actual –últimamente discutida en términos de si la derecha en el poder es más o menos “democrática– quizás pueda ser entendida como la asunción, en el plano directo de lo político, de eso que ya ocurre desde hace tiempo al nivel de las micropolíticas neoliberales: la disputa por la forma humana. Si prolifera la sensación de una contrarrevolución en marcha, tal vez sea por el modo en que se retoman los elementos de esa “humanidad nueva” que para Guevara solo eran concebibles en la ruptura con la ley del valor, como parte de un proyecto de modelización comunista. El actual entusiasmo desbordante con la idea de un porvenir sin rupturas imagina el diseño humano confinado a los efectos de la alianza entre economía de mercado y nuevas tecnologías.

 

Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber (la coyuntura del kirchnerismo no fue revolucionaria). El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos asociados en el pasado con el proyecto revolucionario –y con la ruptura de la ley del valor– se conciben ahora como alcanzables solamente en términos individuales, por medios completamente adaptativos (la inercia que brota de los dispositivos comunicativos, tecnológicos y corporativos que se trata de sostener a como dé lugar).

 

[1] “En Marx, sin embargo, la ley del valor se presenta bajo una segunda forma, como ley del valor de la fuerza de trabajo” consistente en “considerar el valor del trabajo no como figura de equilibrio, sino como figura antagonista, como sujeto de ruptura dinámica del sistema” en la medida en que se considera –como lo hace Marx– a la fuerza de trabajo como “elemento valorizador de la producción relativamente independiente del funcionamiento de la ley del valor” como vector de equilibrio. (Toni Negri en “La teoría del valor-precio: crisis y problemas de reconstrucción en la postmodernidad, en Antonio Negri y Félix Guattari, Las verdades Nómadas y General Intellect, poder constituyente, comunismo, Akal, Madrid, 1999). Negri escribe sobre el Che: “Es extraño pero interesante y extremadamente estimulante, recordar que el Che había tenido la intuición de algo de lo que ahora estamos diciendo. Esto es, que el internacionalismo proletario tenía que ser transformado en un gran mestizaje político y físico, que uniera lo que en ese momento eran las naciones, hoy multitudes, en una única lucha de liberación”. (Toni Negri, “Contrapoder”, en Contrapoder una introducción, Colectivo Situaciones y autores varios, Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, 2001).

[2] Las citas a Methol Ferré pertenecen al libro de entrevistas con Alver Metalli, El papa y el filósofo, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2013.

Fuente: Aportes del Pensamiento Crítico Latinoamericano Nº5

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