El hereje de los pelos al viento. Recuerdo de Horacio González // Sebastián Scolnik
Lo que para algunos podía parecer una gragea espontánea, arrojada al aire en medio de una conversación, era un enunciado que surgía de una elaboración paciente, quizá precedida por años de maduración. El estilo de asociación salvaje, que por momentos se volvía vertiginoso cuando engarzaba tramos de lecturas o figuras e imágenes históricas, siempre tenía una temporalidad previa disimulada en el ramalazo de la palabra inesperada. Horacio González nos alucinaba con la destreza del ejercicio libre y desbordante de conjugaciones raras e impensadas que, sin embargo, nunca eran azarosas. Con ese método, capaz de salirse de las evidencias que toda palabra ofrece en su literalidad, problematizando sus significados posibles, Horacio llegó a cautivar públicos heterogéneos (estudiantes, militantes, intelectuales, amigos y fugaces interlocutores). Claro que ese “éxito” en la escucha no siempre fue así. Hubo años de inciertas peregrinaciones en el desierto, en medio de rencores, banalidades humillantes, ninguneos y el desprecio de ciertos intelectuales engominados, científicos aristocráticos y políticos de manual y doctrina. La vida cultural, política y universitaria conoció el rumor y las sentencias en sordina, procedentes de un resentimiento disimulado que insistía en denunciar lo que consideraba la insensatez de un jugeteo infantil e irresponsable. A las mezclas extrañas, que hoy serían saludadas por las ciencias sociales cool como “hibridaciones”, se agregaban todo tipo de iniciativas, algunas lúdicas y burlonas, para deshacer la consistencia de una academia que fingía seriedad en medio de la frigidez de la palabra vacía y la desolación de la vida universitaria e intelectual.
Con ese estilo libre, humorístico y desafiante, en una de sus infinitas mesas redondas, González lanzó una frase que para mí resultó definitoria: “ser de izquierda es leer mal”. ¿Qué significaba este enunciado perturbador? Las militancias de aquellos años, promediando los noventa, ¿eran artefactos incapaces de comprender adecuadamente los textos? ¿Había falta de rigor en el estudio y la reflexión política? La palabra gonzaleana tenía esa virtud: dejaba una espina clavada con la que uno se iba y debía medirse. No era un tópico balsámico que nos confirmaba en nuestro ser, sino una daga que tenía la capacidad, si quien la recibía estaba dispuesto a dejarse interrogar por su filo implacable, de desafiar nuestra coherencia. Efectivamente, leer mal, según pude interpretar —y las izquierdas militantes de distinto pelaje deberían hacerlo y promoverlo—, era desobedecer la sacralidad de los textos. Era la propuesta de una lectura rea y libre, por qué no equivocada, para restituir el misterio de la palabra que ha sido hurtado por la linealidad de las interpretaciones “serias”, por los pontífices y especialistas, y por la proliferación de las etiquetas y categorías que clasifican y definen la vida colectiva. Leer mal es desafiar la distancia con el texto para hacer con él una experiencia que se corrobora cuando nos precipitamos al abismo de eso que no sabemos pensar y que la repetición mecánica de gestos vacíos o rituales narcisistas disimula bajo la suficiencia del erudito o el especialista.
Leer mal es soportar el vahído provocado por la palabra que desestabiliza nuestra arquitectura, nuestra consistencia en el mundo. La mala lectura es la que nos lleva a un desdibujamiento de los contornos, a una sospecha respecto a la lengua heredada, y nos compele a organizar nuestros cuerpos y nuestras percepciones para sentir, ver y escuchar ese tejido imperceptible de las fuerzas del mundo. La mala lectura es, indudablemente, un ejercicio de disidencia; un programa existencial del devenir otro.
Recientemente hemos visto una charla, presumiblemente ocurrida en los noventa, en el subsuelo de alguna institución bancaria ligada al cooperativismo. La calidad de la imagen —acompañada por una escenografía de cortinados y manteles tan anacrónicos y formales como la institución que oficia de anfitriona— es tan artesanal y precaria que marca una distancia inevitable con el mundo digital en el que estamos sumergidos. González plantea allí una crítica severa al intelectual profesional, al burócrata de estado, al propagandista partidario y a la figura mediática que busca su lugar de reconocimiento sometiendo su lengua a la lógica comunicativa. León Rozitchner incitó a presentificar a los pensadores muertos, amigos históricos como Ramón Alcalde y Rodolfo Walsh, para continuar el debate con sus ideas y modelos teóricos (distantes entre sí), y para dilucidar la pregunta por la propia condición intelectual. Es tarea de los que han sobrevivido a la Dictadura, dice León, recomponer los dilemas y discusiones pendientes, trayendo nuevamente al ruedo a los que ya no están por fuera de toda condición heroica y santificada que impide tratar sus apuestas y trayectorias como materia viva para la elaboración. Medir la eficacia de las formas de intervención intelectual en relación a la vida y no a la muerte es la cuestión. David Viñas, a su turno, emprendió contra las formas de abyección en el lenguaje. Los modelos de sumisión intelectual que se subordinan a las jerarquías del poder, brindando para ello elocuentes ejemplos, que recogen las migajas de un banquete. A los miserables que se arrodillan se los descubre en sus palabras y en la solemnidad de sus formulaciones.
Alguna vez, Horacio González les dedicó a estos dos amigos un libro (Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica): “A David Viñas y León Rozitchner, a quienes leímos tardíamente y que nos honran con su amistad”. Tal vez haya faltado decir “tardíamente y mal”, para completar el método gonzaliano de aproximación a los textos y a los pensadores. Lectura irreverente y amistad. Viñas, el duelista de estilo vehemente; Rozithcner, el combatiente crítico de la sensibilidad escindida y Horacio, el protagonista de las travesuras libertarias, son los vértices de una geometría imprecisa que, al recordarlos, nos imponen la tarea de crear nuestros propios estilos del pensamiento y la intervención pública. Si volvemos a ellos, una y otra vez, es para respirar cuando la asfixia de la época pretende cerrar la porosidad de la vida, envolviendo la escena, bajo el peso de unas palabras fatídicas, en una mismidad insoportable. Son los amigos del pasado, los que han hecho algo con las palabras encontradas y se han organizado para rehacer esa lengua recibida.
Cada generación debe descubrir y asumir sus propios problemas. Pero no se trata de una simple enumeración de temas sino de construir los propios dispositivos de enunciación. Los asuntos que debemos resolver y el lenguaje que precisamos para formularlos requieren de organización. Y la organización no vence al tiempo, sino que vence con el tiempo. Hay que hacerla cada vez, interpretando el pulso de los requerimientos de la época con la misma la inocencia de pensar que se trata de algo fundador y no una reiteración de las formas acontecidas. Y cuando nos sentimos solos o sin fuerzas, volvemos sobre esos personajes que, en cierto modo, han marcado nuestra vida. Les solicitamos que retornen para que el aire se llene nuevamente de fuerza y para que la complicidad entre épocas sea menos un tema de veneración y más un ejercicio de lucidez y compañerismo. Los llamamos y los recordamos cada vez que nos desviamos de las lecturas correctas o de la obediencia sórdida y complaciente. Y cuando lo hacemos, rememoramos el tono grave de un Viñas, la palabra acogedora pero definitiva de León y también los pelos al viento de Horacio, con su campera marrón de gamuza (que Oscar Landi le regaló) y su manojo de libros al costado, caminando por el corredor eólico de la calle Uriburu, entre Marcelo T. de Alvear y Paraguay (la esquina más ventosa de la ciudad, la definió Carlos Gamerro en Las islas), con los pelos al viento, deteniéndose a hablar con los transeúntes; o bajo las patas del gliptodonte, en la explanada de la Biblioteca Nacional, saludando a sus trabajadores. Horacio, el hereje de la lectura desacralizada y libre, tan dispuesto a resistir los dictámenes de su época, desafiándolos, como sus invitaciones seductoras; siempre ejerciendo su radical derecho a incomodarse con las propias tradiciones y a leer mal, desarreglando las obviedades y las filiaciones, los signos de la historia. Siempre con una sonrisa y una mirada tan intrépida como ensoñada.
22 de junio de 2024.