Contornos de la crítica política. A propósito de las discusiones en torno al golpe en Bolivia // Sebastián Scolnik
“Los intelectuales que no se interrogan sobre el proceso histórico de su tragedia interna han dejado de cumplir con su tarea: ser ellos mismos el lugar humano contradictorio y sufriente donde también se elabora la verdad histórica”.
León Rozitchner
I. Unicidad y disidencia.
En el año 2005, unos meses antes de las elecciones que a fines de ese mismo año consagraron a Evo Morales presidente, viajamos a Bolivia tras las conmociones ocurridas con La Guerra del Agua, con epicentro en Cochabamba (2000) y la Guerra del Gas (2003). Descubrimos allí, entre muchas cosas impactantes, que la lógica comunitario-indígena era mucho más compleja de lo que mostraban las imágenes estereotipadas que circulaban por América Latina. Que los movimientos sociales, tan potentes en el protagonismo destituyente de los gobiernos neoliberales, estaban recorridos por tensiones complejas (“repiten un guión como si lo estuvieran inaugurando”, al decir de María Galindo). Que la gestión de los bienes colectivos no se resolvía sencillamente con su estatización, sino que requería una sofisticada ingeniería social para administrar los recursos bajo el principio de los usos y costumbres respetando la tierra como espacio común. Y, finalmente, que el problema de la decisión política era un asunto muy delicado que no podía sencillamente sintetizarse en la concentración estatal. Entrevistamos dirigentes sociales, colectivos feministas, intelectuales y artistas que nos alumbraron acerca de las múltiples dimensiones que tenía lo que luego se llamó Proceso de Cambio. El compendio de esas conversaciones salió en un díptico: el libro Mal de Altura. Testimonios y el audiovisual Mal de Altura. Recuerdos, un fotomontaje compuesto por los tonos diversos de las revueltas que, mientras narraban su guerra y sus formas de vida, reflexionaban sobre sus desafíos inmediatos. Allí, entre los múltiples y sofisticados razonamientos, escuchamos a Álvaro García Linera, quien por entonces oficiaba como profesor universitario y analista político en la TV (aún no era candidato a nada). Sus palabras nos ayudaron a comprender las dificultades de un país que habitaba temporalidades y lógicas heterogéneas: de un lado la realidad comunitaria e indígena, y de otro, el tiempo unitario del estado y su racionalidad capitalista (podemos agregar patriarcal). El peligro, para él, era que tanto Felipe Quispe como Evo Morales, si ganaban las elecciones, podían juntar las dos lógicas. Y eso podría desmovilizar el componente indígena y popular o subordinarlo a la lógica estatal. En todo el continente estaba en juego algo de esto, pero en Bolivia este drama se encontraba como en un concentrado en el que todas las tendencias, por lo radical de sus procesos, ofrecían las posibilidades más amplias para una experimentación política inédita. Y también para su fracaso. En Bolivia se conquistaron derechos y se produjeron reconocimientos históricos de extrema envergadura. También allí se comprobaron límites y estancamientos mientras se operaban capturas y divisiones habladas con la lengua del extractivismo e inscriptas en la lógica del mercantilismo financiero. La singular combinatoria de todos estos elementos, un estado con vocación reparatoria pero que aplanaba las sensibilidades críticas, un capitalismo popular que elevó los niveles de consumo de masas pero no fue capaz de prolongar una subjetividad comunitaria crítica como rasgo dominante del proceso y la falta de orientación de otros horizontes de explotación de los recursos naturales, fue la marca andina que todos seguimos de cerca.
Si con el zapatismo comienza un ciclo de luchas antineoliberal, fuente de inspiración para nuestra generación, que desconfiaba de las alternativas políticas gubernamentales, en Bolivia había una inflexión que ponía al estado como una posibilidad, siempre problemática, de la experimentación institucional en función de las luchas antineoliberales.
Un dilema que atravesó Latinoamérica y que habitualmente se tramitaba en clave de adentro o afuera. O se estaba en y con los gobiernos, o se estaba afuera. Quienes sostuvieron que había que ir por adentro rara vez atendieron las razones de la crítica y se encapsularon en una rigidez que se acentuaba al ritmo de la polarización. Todo acto de gobierno era justificado en términos de un realismo político que no asumía sus límites y la dureza de sus procedimientos de inclusión. Quienes se pensaron por afuera, muchas veces cayeron en el sectarismo dogmático o en un relativismo político que prescindía de las condiciones concretas en que toda política se lleva a cabo. Los gobiernos de signo progresista se tornaban indiferentes, equivalentes a las derechas, cuando no enemigos a enfrentar. En nuestro caso, interpretamos que la lucha zapatista exigía una elaboración en función de las coordenadas concretas de nuestra realidad política (John Holloway lo llamó “zapatismo urbano”). Experimentamos, en los noventa y dos mil, una relación con el estado que reconocía el enfrentamiento, la negociación y la indiferencia como términos sucesivos o incluso superpuestos (por ejemplo en relación a la obtención de recursos de los planes sociales) y, desde allí, se produjo luego de 2001 el pasaje a un vínculo con el estado cuya “vocación reparatoria” se proponía materializar una “voluntad inclusiva” que, desde el comienzo, se articulaba a tendencias complejas del mercado mundial y a procedimientos políticos ambiguos. Pensamos que adentro o afuera debían ser reformulados en una lógica más amplia que abriera cada vez los escenarios políticos sin restringirlos a una identidad cerrada, la izquierda dogmática o el “autonomismo” como una corriente ideológica, o a unas reglas duras de la gestión gubernamental. Sin embargo, no tuvimos mejor suerte. Confinados muchas veces a la irrelevancia, a la impotencia, al ninguneo o al mutismo, no pudimos o no supimos cómo construir instancias unitarias capaces de defender las conquistas, proponer agendas más amplias que las que ofrecían los gobiernos e ir más allá de las fronteras que imponía, en cada coyuntura, la polarización política, la cerrazón de algunas variantes de las izquierdas y los autonomismos, y la racionalidad de las formas estatales. Y todo esto en un clima de sospecha generalizada: los de adentro nos miraron como exteriores y los de afuera como interiores. En esos dilemas, en los que se incubó una incomprensión generalizada, nos paramos y de ellos no pudimos salir.
II. Acá y hace tiempo: peronismo y revolución.
En Argentina la forma de gobierno inclusiva, el kirchnerismo, se consolidó bajo el imaginario de un setentismo que se ofreció como modelo de las militancias de los últimos años. Sin embargo, los sesentas y setentas acudieron como íconos sin una reelaboración de sus contenidos y problemas. Se requería una interrogación más sutil que tomara en cuenta el pensamiento más agudo de aquellos años y sus dilemas irresueltos (cómo pensar la emancipación, el peronismo y la izquierda, el desarrollismo, la lógica sindical, la violencia política, la relación entre teoría y práctica, etc.). Ni la política con su tendencia a la mistificación, ni la academia con sus ademanes burocráticos que postulaban el juicio abstracto o la corrección política como ideal extemporáneo para el análisis del pasado, podían recuperar de esos años algunos estilos de pensamiento que se pusieron en juego en torno al peronismo y a la revolución.
Entre las discusiones poco frecuentadas hay una especialmente interesante entre John William Cooke y León Rozitchner. Una controversia situada sobre el peronismo que tenía como fondo un problema común: cómo desplegar una subjetividad revolucionaria en medio de un modelo humano, el que promovía el peronismo, de carácter conservador que sedimentaba la subjetividad obrera.
Si para Cooke el peronismo era el núcleo problemático argentino (el hecho maldito), debía esa condición a ser el epicentro de la lucha de clases: negaba aquello que afirmaba, en el mismo acto, dejando en suspenso la irresoluble contradicción obrera. La burocracia era concebida como el punto en el que todas las luchas se cristalizaban en los valores del modelo burgués produciendo una forma de obediencia que impedía ir más allá de la verticalidad del régimen para romper la serie individual en la que cada uno se realiza como engranaje del sistema. El burócrata, cultor de un realismo político que condenaba como fantasiosa cualquier propuesta que desafiara al régimen y de un estilo de vida en el que los dirigentes obreros se transfiguraban como burgueses, era el operador central de la subordinación. Y no era un problema de intercambio de figuras, una por otra, sino de una lógica estructural. Decía Cooke que “la diferencia entre un burócrata y otro que aspira a sucederlo es de situación y no de calidad”.
El peronismo no era, en esta perspectiva, una “falsa consciencia” o “consciencia atribuida” como razonaba un Lukács, sino la consciencia realmente existente de la experiencia obrera, con su radicalidad y su irresolución a cuestas, a la que había que estimular para vencer la inercia que los dogmas del peronismo imponía. En definitiva, tal vez sobre el fondo de un destello sartreano, el problema era la falsa forma colectiva (lo “práctico inerte”) que ofrecía el peronismo como modelo. La apuesta por la dinámica de la historia, en Cooke, insistía en romper la interioridad peronista para prolongar la lucha en un frentismo plebeyo capaz de superar los dispositivos con que el régimen viabilizaba la dominación. Sin embargo, algunos sinsabores de su experiencia mostraban los obstáculos que enfrentaba esta posición. Cooke, dijo alguna vez Horacio González, tenía el dilema opuesto a los trotskistas. Si estos no sabían cómo entrar al peronismo, el Bebe no sabía cómo salir de él. Otra vez: adentro o afuera.
La posición de Rozitchner difería con la de Cooke, aunque el punto de partida era semejante: el modelo de liderazgo del peronismo imponía una condición de subordinación que no podía resolverse sino se elaboraban, al mismo tiempo, los compromisos y transacciones concretas del mundo popular con el sistema. Su célebre texto “La izquierda sin sujeto” planteaba, con un lenguaje extraordinario, el problema de todas las racionalidades revolucionarias que no partieran del concreto histórico para ser elaboradas por la subjetividad (el “nido de víboras”) que se encuentra enraizada en lo más profundo del cuerpo sintiente popular. El dogmatismo, el estrategismo y el determinismo implicaban no hacerse cargo de estas dificultades, fantaseando revoluciones que no hacían sino espejar las formas de la violencia de la dominación. El modelo humano peronista, para Rozitchner al igual que para Cooke, proponía una forma de verticalidad y obediencia que producía un tipo de individualidad que confirmaba, en cada uno de nosotros, la verdad del sistema a partir de la desintegración de nuestros lazos colectivos. Pero este obstáculo, para León, en lugar de ser condición para la revolución se transformaba en destrucción de la capacidad de “suscitar las fuerzas populares”. Todo cambio revolucionario, entonces, era impensable si no era mediado por el sujeto. No habría ninguna posibilidad de tránsito del mundo burgués a la revolución llevado a cabo para los pobres y a pesar de ellos mismos. O a través de una simple sustitución de liderazgos sin cuestionar la lógica de la dominación. Solo la subjetividad revolucionaria, problema estratégicamente guevariano, era el camino para poder realizar las transformaciones que constituyeran otro modelo humano que no partiera de las lógicas abstractas y las servidumbres voluntarias.
Algo parecido también planteó David Viñas en su estremecedor “Borges y Perón”. Tres páginas sumarias en las que iguala la racionalidad de ambos oponentes: la verticalidad como elemento común. En Borges, la literatura estelar que condena a la pasividad y al servilismo. En Perón, la relación líder-masa que media uno a uno impide la constitución de un entramado de relaciones horizontal, cooperativo y recíproco de las multitudes. Ambas figuras (los “burgueses más célebres” de Argentina) promueven la adhesión santificada y concluyen un modelo literario y político que, emanado del siglo XIX, sintetiza la mentalidad de la nación al exaltar: “el símbolo de una vieja Argentina de virtudes patriarcales tranquilizadoras y estereotipadas”.
Viñas y Rozitchner, junto a unos cuantos más, animaron en los cincuenta la revista Contorno. Se propusieron producir un espacio en el que pudieran pensarse ciertas cosas (los cruces entre política y literatura, la producción de un pensamiento propio entre el nacionalismo estrecho y el universalismo abstracto liberal, el peronismo y la clase obrera, la filosofía, la relación entre teorías universales y un punto de perspectiva situado, y la lengua de los argentinos como simulacro redundante o experimentación) entre un insoportable pacatismo disciplinario emanado del peronismo oficial y un liberalismo chirle e ilustrado, heredero de la Argentina ganadera y oligárquica. Contorno actúa como un intersticio, un espacio que se crea para poder respirar frente a ambas alternativas. Tal vez era el modo que encontraron para que la crítica al peronismo no los condujera al liberalismo dominante y su complicidad con el golpe del 55. No asumir la identidad peronista no quería decir, para los contornistas, ser antiperonista. Tampoco profesar una equidistancia objetivista frente al dilema abierto por el golpismo cívico-militar. Se trataba, en cambio, de un punto de vista que proponía la libertad crítica de pensamiento como un gesto afirmativo para no ser hablados por la lengua de la política establecida. Pero, del no peronismo al anti peronismo hay una diferencia política sustancial.
El peronismo, para la crítica política militante, fue signo de incomodidad. Aún para los que actuaban en sus filas. Tal vez algo de esto haya sentido también Walsh, en las proximidades del Golpe del 55, cuando reflexionó sobre el carácter burocrático y vertical que estaba descomponiendo las bases mismas de un proceso cuya decadencia explicaba la fortaleza de los militares golpistas.
Todos estos razonamientos, seguramente mal leídos y a las apuradas, vienen aquí para recordarnos una cuestión fundamental: que el pensamiento político siempre es dramático. Nunca surge de la pureza de los conceptos ni de las “posiciones” ya tomadas de antemano. Siempre es un dilema en el que no elegimos estar, y casi siempre no queremos estar. Una incomodidad que pone en juego nuestra coherencia frente a situaciones que nos resultan inimaginables. O cuyos desenlaces no sabemos ver a tiempo por incapacidad, torpeza, rigidez, ombliguismo autocelebratorio o porque, satisfechos con nuestro lugar, no percibimos signo alguno en la realidad que nos alerte sobre los peligros acechantes.
lll. Otra vez Bolivia: la materialidad histórica de la resistencia.
Las discusiones sobre el Golpe en Bolivia enfrentaron a sectores de izquierda y movimientos sociales que apoyaban al gobierno, y que denunciaron abiertamente el golpe, y a distintas fracciones disidentes de movimientos sociales (campesinos e indígenas), sindicatos (la Central Obrera Boliviana), intelectuales y militantes de trayectorias disímiles que o bien introdujeron matices en la narrativa masista del golpe o directamente no aceptaron la caracterización que sostenía que se estaba frente a un golpe de estado. ¿Por qué algo que se nos aparecía desde aquí como tan evidente encontraba resistencias para ser considerado de ese modo, lo que hubiera permitido coordinar acciones de resistencia inmediatas? ¿A qué responden las dudas y desavenencias? ¿Por qué personas con trayectorias diferentes, que han hecho de la lucha y la lucidez una marca histórica, sostuvieron esas posturas? Los argumentos esgrimidos podríamos compendiarlos del siguiente modo: Evo habría violado el mandato popular de no presentarse a elecciones (tras ser derrotado en un referéndum convocado a tales efectos, influyó sobre el Tribunal Electoral para que lo habilite a un cuarto mandato) e instrumentalizó el golpe para victimizarse en el contexto de una crisis política que afectaba la legitimidad de su gobierno. Un proceso, caracterizaban sus detractores, de concentración de la decisión política, acumulación de recursos, cooptación y división de los movimientos sociales, extractivismo desbocado (incluso se le atribuye complicidad con los incendios de la Amazonía boliviana que buscaban extender la frontera agropecuaria), un machismo explícito en los procedimientos de gobierno y en su discurso público, acuerdos de convivencia con la burguesía de la medialuna y una corrupción extendida en el aparato del estado. Todos estos elementos constituyen los signos que evidencian esta crisis.
Del lado del evismo, los argumentos que denunciaban el golpe también fueron contundentes: intervención norteamericana en diversos niveles, con la OEA como protagonista central a través de un informe sobre las elecciones forzado para la ocasión, en el que emplea la palabra “fraude” cuando el MAS ganó ampliamente y se discutía si llegaba al piso de diez puntos de diferencia sobre su rival para evitar la segunda vuelta, el acuartelamiento de las fuerzas policiales, la insubordinación militar (los militares son los que “sugirieron” al presidente su renuncia) y la reorganización de la parte más fascista, oligárquica y religiosa de la Bolivia blanca, neutralizada en los primeros gobiernos del MAS y que ahora se proponía retomar el control del país con la anuencia externa para también recuperar la gestión de los recursos naturales con el litio como estrella del modelo productivo boliviano.
Aquí me detengo. No se trata de atribuir razones a unos u otros, sino de tratar de entender por qué una serie de personas que siempre nos despertaron admiración, más que cualquier opinólogo del progresismo argentino, formulaban una igualación entre gobierno y golpistas o una prescindencia entre sublevados y destituidos. No es que sus posiciones públicas respecto al gobierno de Evo se desconocieran. Pero frente a una situación de esta naturaleza… se hizo muy difícil digerir su invariabilidad, sin dudar, frente a las evidencias que imponía el golpe para la acción política.
Desde aquí, quien para mí mejor resumió la situación, con la contundencia de un análisis marxista estructural, fue el profesor Alejandro Horowicz. Para él hubo un inapelable golpe de estado que se dio, como toda asonada vencedora, en medio de una crisis política. Un golpe triunfante nos habla tanto de las fuerzas emergentes como de las declinantes. Y solo puede haber una imposición de esa magnitud si el proceso de crisis política se encuentra en pleno desarrollo.
Dicho todo esto, el gran drama boliviano nos habla mucho y de manera directa. Por un lado, lo decíamos más arriba, porque concentra los dilemas continentales. Los modos de gobernabilidad neodesarrollistas, sus métodos de control y disputa en la base, el tipo de disciplina que exigen, la explotación, la gestión de los recursos naturales y los modos de vida son una parte del asunto. Por otro lado, porque la gestión fascista de la sociedad –con los rasgos de un oscurantismo religioso, racista, jerárquico y asesino– por parte de unas derechas que actúan desembozadamente y ya sin la careta republicana en la que se escondieron a lo largo de los años anteriores se perfila como una preocupante novedad. Si Honduras y Paraguay nos avisaron algo, pese a que aparecían como hechos aislados, el Golpe en Brasil (en la secuencia que va de la destitución a Dilma, al encarcelamiento de Lula y el triunfo posterior de Bolsonaro) propuso un experimento de gobierno fascista, en auxilio de un neoliberalismo en crisis, que profesa el lenguaje de la Ley para violentarla una y otra vez. La democracia, de un modo distinto a la salida de las dictaduras en los ochenta, otra vez aparece como un problema central. Y no todos lo vieron. En Brasil, como ahora también en Bolivia, muchos negaron la naturaleza del golpe o relativizaron su contenido en función de las debilidades del pálido y contradictorio gobierno de Dilma.
Estos dilemas exigen de nosotros una radicalidad del pensamiento. Radicalidad no quiere decir izquierdización retórica sino fragilidad existencial. Ser capaces de deshacer lo que somos y dejarnos atravesar por el torrente de las cosas que nos rodean. Es muy difícil poder soltar nuestras certezas, las creencias o posiciones que no nos sirven para pensar el presente y que muchas veces se transforman en una certidumbre o en un lugar en del que no queremos salir, pues nos sentimos seguros, con ciertas audiencias garantizadas, etc. ¿Cuán dispuestos estamos a reorganizarnos en una nueva situación toda vez que esté en juego lo más elemental de la vida política? La rigidez es un signo de lo que no podemos pensar. Tal vez la coherencia se trate menos de prolongar gestos y discursos elaborados en nuestras trayectorias anteriores y disponerse de otro modo cuando el peligro de una situación requiere una apertura de nuestra sensibilidad política. Recuperar trayectos, formas de politización, teorías y afectos de las luchas pasadas (podríamos hacer una genealogía de las capas de politización previas: del guevarismo al zapatismo, del antiimperialismo a las guerrillas y las coordinadoras obreras, de las luchas de los organismos de derechos humanos a los piqueteros y los feminismos contemporáneos) para ponerlos en la tensión de un nuevo escenario que precisa una nueva imaginación para la resistencia efectiva al neogolpismo que pretende restablecer violentamente las jerarquías más crueles y salvajes. La materialidad histórica de nuestras luchas pasadas se vuelve a poner en juego como desafío. Y este es el drama del pensar: la pregunta por la eficacia política cuando la experiencia entró en un bloqueo (algo que, finalmente, se transforma en un problema común). Una línea política que sea indiferente a lo que sucede (un estatismo que no pueda ver sus puntos ciegos y una militancia que no se ponga en juego en una coyuntura determinada) es incapaz de revertir la situación. En este sentido, no hay posibilidades de relativizar el Golpe y esto exige de las más enérgicas fuerzas de lucha. Las hendiduras que han dejado los años precedentes son hondas y difíciles. Agresiones y ninguneos son parte del asunto. Pero pelear contra las caricaturas del otro, o encerrarse en los microclimas autocomplacientes no ayuda. Porque la política, al tener que ir más allá de lo que sabe, necesita fundar estilos de pensamiento y acción capaces de abordar la complejidad de niveles y problemas. Estilos que resistan las tentaciones del atajo y la fuga a la abstracción retórica. Porque, en definitiva, no pensamos sobre temas, sino sobre nosotros mismos y la realidad en la que estamos insertos. Si Bolivia nos habla es porque no podemos eludir su llamado. Porque, desde aquí es más fácil la condena exprés del golpe que pensar todos sus matices y nuestros propios desafíos. Y porque la autonomía política, el hecho de pensar y decidir con cabeza propia, nunca fue un posicionamiento ideológico predeterminado o una corriente identitaria, sino un gesto afirmativo que debe medirse con las condiciones concretas en las que se inscribe la búsqueda de la libertad.
Resistir el Golpe es una responsabilidad histórica y es una tarea democrática de primer orden (no hacerlo es, sencillamente, condescendencia). No para reponer la democracia como un conjunto de procedimientos liberales ni para reponer gobiernos que no escuchen las sensibilidades críticas ni rectifiquen sus rumbos. Sino para abrirla desde abajo, como sucede en Ecuador, en Chile, en Colombia y, de una u otra manera en casi todos los países del cono sur, para combatir el gobierno neoliberal de nuestras vidas y la devastación de nuestros territorios. Si no lo hacemos, los movimientos populares, las izquierdas, los autonomismos y los feminismos quedaremos en una debilidad estructural frente al neofascismo neoliberal, autoritario, racista y patriarcal que pretende clausurar todas las posibilidades de experimentar otras formas de vivir.