Anarquía Coronada

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Santiago Lopez Petit

La construcción política de la emergencia // Santiago López Petit

El malestar social se extiende por momentos. La secuencia interminable confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- es la cuerda que lentamente nos ahoga. La cuerda que un Estado, incapaz y preso por el pánico, sujeta para tratar de imponer su nueva normalidad. Ahora  ya sabemos que la anunciada nueva normalidad no es más que la continuación de esta pesadilla. Cuando todo empezó parecía que entrábamos en una película de ciencia ficción, y que nosotros éramos unos protagonistas enmascarados. La emoción contenida del primer mes estaba hecha de miedo y de alivio. El miedo de morir y el alivio de no tener que trabajar. Los balcones pugnaban por abrirse al cielo. Ahora no se oyen canciones. La consigna “Todo irá bien” suena todavía más estúpida, y hemos aprendido que somos únicamente los tontos útiles de un momento de la historia del capitalismo. La intriga se deja resumir en pocas palabras: el  capitalismo desbocado – lo que usualmente se conoce como neoliberalismo – produce un virus que el propio capitalismo reutiliza para controlarnos. En el silencio de la noche sometida a toque de queda, se oye el grito de ¡Basta! Estamos hartos. Hartos de tanta incertidumbre, hartos de tantas falsedades y, sobre todo, hartos de tanta arbitrariedad.

            Es evidente que el coronavirus existe y mata, lo que no significa aceptar el uso perverso de la palabra “negacionista” como descalificación de toda posición crítica. La expansión de la pandemia crece, y cada día nuevos países europeos aplican formas de confinamiento. El Estado que pretendía una regulación biopolítica de las poblaciones ha terminado por recurrir a la práctica más antigua de la sociedad disciplinaria: el aislamiento. Encierros, controles y castigos, salen de la cárcel y se difunden por la ciudades. Hay que proteger a la sociedad de sí misma. Sin embargo, el fracaso de la gestión autoritaria en Occidente es flagrante. La crisis de las formas de representación política, la desconfianza ante el discurso experto, es total. Medirse con el no-saber implica atrevimiento y coraje. Es lo que ha ocurrido en los hospitales y en la lucha admirable por salvar vidas que allí ha tenido lugar. En cambio, el no-saber vehiculado por el espectáculo de los mass media – con sus solemnes ruedas de prensa, con sus especialistas y sus estadísticas macabras – solo sirve para acrecentar la confusión. En el fondo, ese era el objetivo perseguido. La confusión atenaza tanto como el miedo, y promoverla le ha servido muy bien a un Estado cada vez más deslegitimado a causa de su ineficacia e incapacidad de anticipación. 

            El confinamiento conlleva una estratificación clasista, del mismo modo que la movilización de la vida – que es el modo actual de explotación – también diferencia entre quienes salen adelante y quienes se hunden en el agujero. Quienes consiguen hacer de su yo un Yo marca y quienes solo pueden ser sombras. O simples sobrantes. El confinamiento actúa, pues, como un arresto domiciliario discriminante y, sin embargo, durante los primeros días poseía una peligrosa ambivalencia. El término filosófico más adecuado para describir esta situación es el de epojé. La epojé o reducción fenomenológica consiste en una especie de “puesta en duda radical”, en un poner entre paréntesis la cotidianidad y nuestra relación con ella. Por unos instantes, nuestra mirada sobre el mundo y sobre nosotros mismos se transforma totalmente, y como el personaje central de la película “El taxista ful”, llega un momento en el que nos decimos: “la vida no puede ser eso…”. Entonces agarrados al viento de la duda, descubrimos nuestro querer vivir, un querer vivir que no nos pertenece ya que es común y compartido, porque en verdad solo nos pertenece el ser que la realidad nos obliga a ser.

            El confinamiento podía haber supuesto una epojé sanitaria que, a pesar de ser impuesta, abriera un espacio/tiempo capaz de subvertir el sentido común. Ese sentido común miedoso que repite incesantemente: “Eso es lo que hay”. O bajo su forma más actual: “El virus ha llegado para quedarse” El silencio de la noche confinada, esa otra vida presentida, permitía pensar (¿o soñar?) en otro modo de hacer frente a la pandemia basado en la potencia y creatividad colectiva. Son infinitas las ideas que pueden surgir de la cooperación libre. Desde la fabricación casera de mascarillas a la creación de programas informáticos para conectar las escuelas en apuros. El primer confinamiento podía impulsar una búsqueda interior que, lejos de concluir en un espacio íntimo y privado, empujara hacia afuera. A la acción directa y a la ayuda mutua. No ha sido así. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- ha bloqueado esa posible vía de liberación y ha implosionado el tiempo que se había ralentizado gracias al silencio. En el interior de la máquina capitalista éramos sus unidades de movilización. A partir de ahora, cada cual vive en su propio tiempo de espera. Somos simples “estructuras de la espera”. ¿Dónde queda la bifurcación?

            El Estado toma de nuevo la iniciativa y pasa a gestionar esa espera desesperante mediante una práctica cruel y cínica: el humanitarismo. El humanitarismo no cambia nada radicalmente, y por eso resulta muy cómodo. Basta dar dinero a quienes acuden a la ventanilla correspondiente aunque lo hagan gritando mucho. La secuencia confinamiento-desconfinamiento-reconfinamiento- construye el estado de emergencia como una obviedad indiscutible: “Oye tú: ¿prefieres morirte?” Apoyado en el derecho, a diferencia del Estado de excepción, se pone en marcha una inmensa maquinaria para salvarnos la vida. Las paradojas son innumerables: la movilización a la que estamos obligados para subsistir, se transmuta en confinamiento; cada día nos dicen que nuestra vida no vale nada, y ahora resulta que quieren salvarnos; tenemos que trabajar diariamente, pero no podemos salir el fin de semana; viajar en metro sí, pero no ir al teatro o al cine; y así podríamos continuar.

            En definitiva, el estado de emergencia nos convierte en víctimas. Todos somos declarados víctimas reales o potenciales. Pero lo que resulta paradójico  – una vez más – es que esta condena se hace en nombre del derecho a la vida. La Vida entendida como valor supremo termina justificando cualquier medida represiva y de control, y el Estado-guerra que ha sacado ojos en Chile o en Francia, que detiene a la gente por sus ideas, pretende autopresentarse como nuestro padre protector. Un paréntesis: lamentarse a estas alturas por los derechos perdidos es hipócrita porque los derechos solo los defiende un contrapoder. Poco a poco, la construcción del estado de emergencia se muestra como lo que realmente es: una operación de neutralización política que emplea la separación como su arma principal. La memoria histórica reciente queda borrada; el espacio público restringido al supermercado; la salud reducida a ausencia de enfermedad; la muerte como lo opuesto a la vida… El estado de emergencia pone en funcionamiento todas las formas de la separación: la distancia social, el teletrabajo, la culpabilización, el encierro… El conflicto político desaparece de la sociedad atomizada. El sistema de partidos discute con vehemencia cuantos muertos puede tragar el desagüe del fregadero sin atascarse.

            El estado de emergencia, porque es la traducción política de la naturalización de la muerte,  no admite disentimiento alguno. Como cualquier padre autoritario nos pone ante el dilema obedecer/desobedecer, y sabemos que ambas opciones refuerzan la autoridad. La extrema derecha ha optado por la desobediencia. El pensamiento reaccionario conoce muy bien la centralidad política de la muerte y no duda en utilizarla. Defiende el engaño de una libertad individual, y reduce el querer vivir a puro instinto de supervivencia. Sacarse la mascarilla en la calle no es un acto de valentía sino de estupidez. La izquierda, por su parte, permanece callada. Estamos en época de rebajas y el mal menor ha sustituido a la experimentación social. El 15M queda lejos. Sin embargo, los recientes disturbios callejeros que han tenido lugar en diferentes ciudades parecen haberla despertado: “¡Es cosa de la extrema derecha!” denuncian sus representantes. Incluso la policía  es más inteligente: “Se trata de un movimiento social típico del siglo XXI. Hay una chispa y prende. No tiene estructura ni organización interna. La gente que estuvo allí responde a un perfil transversal. Al principio había hosteleros (sic), gente cabreada…”.

            Sería sencillo afirmar que la solución consiste en politizar ese malestar social tan temido por la izquierda, pero como dice Miguel Hernández: “cortar ese dolor ¿con qué tijeras?”. Salir del dilema maldito que nos tienden, rechazar el victimismo y afirmar una y otra vez que “la vida no puede ser eso”. Desplegar esta verdad e iniciar un éxodo colectivo, que no significa viajar a la segunda residencia ni esconderse en una autenticidad inexistente, sino en intentar pensar fuera del Estado. La epojé habría un posible contra lo posible. El Estado organiza el pánico dentro de un sistema cerrado. Podemos autoorganizar el pánico en el interior de un sistema abierto. El sistema inmunológico no es el baluarte que defiende a un organismo asediado, bien al contrario, es un“motor de experimentación” que trabaja para la vida. Diferenciar el riesgo del peligro. La salud posee una dimensión social y política.  De la muerte, la extrema derecha solo sabe inferir amenazas  y miedo disfrazado de valentía fingida. Nosotros tendríamos que arrancar a la muerte el coraje necesario para desocupar el Estado.

 

 

           

 

El coronavirus como teatro de la verdad // Santiago López Petit

¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿Y si parar (relativamente) el mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en desafío?

            Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales: la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales etc. incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación a la defensiva como la actual ¿Quién podría negarlo?

            Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida” nos repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas – no olvidemos que  “estadística” deriva de la palabra Estado – para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse. Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que según Hobbes lo fundamenta y legitima.

            En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus. Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz. Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 i 15.000 muertos; en Catalunya,  300000 personas (mayoritariamente mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o sensibilidad química múltiple,y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantasen. Por cierto: ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?

            La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa. Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye  un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.

            En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus  representantes  no tienen ya cabida. Está el personal sanitario en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta sociedad (por favor: llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el insulto que ya era); están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.          

            La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos, resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.

            La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella  – y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza. Por eso hay que entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.

            #Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% (500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas a un deuda infinita. A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.         

 

 

FINAL DE PARTIDA // SANTIAGO LÓPEZ PETIT

Una bandera no es más que una bandera, y el odio contra esta sociedad injusta y miserable no necesita ninguna para expresarse. Pero hay que ir hasta el final

El Estado español nunca concederá la independencia a Catalunya. Y si no hay negociación, si no se produce una separación negociada, la historia nos enseña que la única opción posible es la guerra. Por razones económicas evidentes, pero sobre todo porque supondría su propio suicidio político, el Estado español jamás podrá acordar un auténtico referéndum de independencia. A la idea de España, y a su materialización en el Estado español, corresponde un concepto de unidad que subsume completamente las diferencias. Todas. Las que habitan en la periferia, tanto como las que habitan en el centro. Durante el franquismo en la escuela nos explicaban que España era “una unidad de destino en lo universal”.

¿Final de partida, pues? La guerra como hora de la verdad. La determinación del enemigo nos determina a nosotros mismos en lo que somos y podemos llegar a ser. Nos devuelve, sin engaño alguno, aquello que realmente nos constituye. Por esa razón, la guerra es un combate a vida o muerte. Uno de los políticos exiliados en Bélgica, en un arranque de sinceridad y posiblemente a causa de su situación personal, habló claro: “Si consideramos que la república catalana es la condición de una ciudadanía plena, que no eres libre si no eres plenamente ciudadano, la pregunta —injusta y desagradable, pero inevitable— es qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra libertad. No habrá independencia sin sacrificios”. Su declaración cayó como una bomba y la reacción unánime fue de absoluto rechazo. Una consellera respondió enseguida: “Perjudicar a la economía española nos perjudica a nosotros también. Estamos en un mundo global”. Artur Mas, el mesías resucitado, declaraba que la respuesta a la sentencia del “procés” no debía alterar el orden público: “Una cosa es defender la resistencia pacífica y otra defender una alteración del orden público que llevaría a consecuencias que no serían buenas para todos”. Una pregunta me machaca la cabeza. Si no estamos dispuestos a hacer daño y a hacernos daño: ¿entonces a qué estamos jugando? Quizás todo no ha sido más que un cuento que ha terminado mal. Muy mal. Con detenidos, exiliados y heridos. Los políticos independentistas: ¿fueron unos ineptos o bien fueron unos ingenuos? Creo que esos adjetivos ya no son insuficientes para calificarlos. El Presidente de la Generalitat, impertérrito, anima a seguir adelante y, a la vez, manda que su lugarteniente reprima. Sin duda, cumplen con diligencia. Lejos se oyen los gritos de: “La policía española y la policía catalana unidas jamás serán vencidas”. ¡Pelotas de goma y pelotas de foam juntas siempre aciertan!

Solo es un cubo de basura

Beckett en estado puro. El Estado español vive protegido en el interior de un cubo de basura. No tiene piernas y saca la mano para cazar todo aquel que se le acerca. Yo añadiría que tampoco tiene cerebro. El movimiento independentista, por su parte, esperando a Godot, y mientras para entretenernos, organiza coreografías algunas de las cuales son brutalmente atacadas. Eso sí, la violencia no nos representa. Somos gente de paz. Los políticos independentistas afirman que, si perseveramos como la gota de agua que cae insistente, algún día venceremos. El cambio climático seguro que cooperará en esta ímproba tarea. “Ho tornarem a fer” (Lo volveremos a hacer). Más allá de la admirable dignidad personal del que pronunció esta frase, se trata de una frase infantil dirigida al Padre que está enfadado. ¿Y si matáramos al Padre? Tranquilos, no os preocupéis. Construiremos un Estado-nación nuevo mucho más amplio y soleado. Tranquilos, seremos capaces de pasar de “la Ley a la Ley”. Incluso ya tenemos estructuras de Estado. Además toda Europa nos apoyará. El mundo nos mira lo bonitos que somos. Todo mentira. En la cárcel se pudren los presos políticos. Libertad ya para ellos y ellas. Pero cuando vuelvan a sus casas, por favor, que lean a Marx. También a C. Schmitt. Era un nazi redomado pero inteligente. Estudiar un poco la historia de España no estaría tampoco mal. Por cierto, se agradece la dedicación de estos juristas que, si bien nunca han defendido ningún movimiento social, participan en tertulias para desvelarnos los secretos de la sentencia. Basta de marear la perdiz. Precisamente este alemán reaccionario ya lo dejó bien claro: “No se necesita derecho para hacer el derecho”.

La escena teatral se cierra momentáneamente. El cubo de basura en el que reside el Estado español tiene una grieta por la que vigila una calle cada vez más exaltada. Parece que una piedra ha abollado su orgullo. El nacionalismo catalán, por su parte, empieza a temer un cierto descontrol social. En realidad no sabemos cuál de los dos gobiernos —el que se escribe con “b” o el que se escribe con “v”— teme más lo que sucede. Son personas de orden. El diputado con nombre de ladrón, y que aúna ignorancia y cinismo como nadie nunca antes ha sido capaz, fue expulsado de la manifestación convocada el día de la huelga general.

La vida da mucha vueltas

Cuando la policía golpea y saca ojos, muchos sabemos inmediatamente al lado de quien hay que ponerse. No dudamos ni por un instante. De la misma manera que el 1 de octubre, el día que tuvo lugar el referéndum, acudimos a votar cuando no vamos nunca a votar. En aquella ocasión, sin embargo, había que ir aunque fuera sencillamente para introducir en la urna un papel en el que estaba escrito “No le deseo un Estado a nadie”. Porque ciertamente son dos nacionalismos enfrentados —el independentismo es una forma más de nacionalismo ya que no existe una diferencia pura y libre— pero no son iguales. Creer que son intercambiables es demasiado fácil y cómodo. Lo que, por supuesto, no significa engañarse. Mediante el Estado, el nacionalismo español aplica un único programa: “transformar la fuerza en derecho y la obediencia en deber”. Es su modo concreto de defender el capitalismo. No hay más. De hecho esta deriva fascista del capitalismo siempre le ha sido inherente, la novedad son las distintas formas que en la actualidad adopta. En nuestro caso, esta involución que ocurre a nivel mundial, no se plasma como populismo sino como política democrática. En este sentido hay que interpretar la sentencia contra los políticos independentistas. Evidentemente, se trata de una venganza del Estado español, pero la represión apunta a todo tipo de disidencia. A partir de ahora, cualquier alteración del orden público, cualquier protesta o crítica podrá ser juzgada como sedición y castigada con muchos años de cárcel. También una pelea de bar con las personas equivocadas en un lugar en el que son poco queridas.

El nacionalismo catalán, aunque a pequeña escala, participa también de esta política democrática que ha permitido la aplicación de las conocidas medidas neoliberales: recortes, privatizaciones, políticas de concertación público-privadas en los servicios etc. Bussiness friendly, lo llamaban. Es más, su fuga hacia adelante subiéndose en el carro del independentismo le ha servido maravillosamente para ocultar la corrupción y arrinconar la expresión política del malestar social. La Generalitat llevó a juicio a veinte manifestantes del 15M por haber rodeado el Parlament y la condena de ocho de ellos a tres años de cárcel satisfizo especialmente a uno de los abogados defensores de los presos políticos. Este abogado y político aseguró que “la sentencia concuerda muy bien con el sentimiento mayoritario del pueblo de Cataluña”. El futuro y ansiado Estado catalán ya se entrenaba también en la venganza aunque fuera hipócritamente diferida a la Audiencia Nacional.

La inmanencia desmonta la ficción

Las razones de la eclosión del independentismo son muchas e indudablemente van más allá de lo dicho. El Estado español es un Estado-guerra. El sistema de partidos catalán, por su parte, es un escarabajo pelotero incapaz de autocrítica. La pelota que con sus patas delanteras empuja es una gran mentira hecha de múltiples pequeñas mentiras. La gran mentira que, paradójicamente, supone el punto débil del independentismo, consiste en pretender construir el pueblo catalán como una unidad política. La ficción de un pueblo homogéneo, es decir, de una masa moldeable mediante ritos y referencias a montañas sagradas constituye el fundamento sobre el que se sustenta la legitimidad del futuro Estado. Hay que reconocer que el Govern ha sido un maestro en el manejo de la trascendencia. Nosotros, vuestros representantes. Arriba. Vosotros, nuestro pueblo. Abajo. Ahora cantemos juntos. Por eso es fundamental analizar cómo en cada ocasión en la que ese pueblo – en el fondo menospreciado por las élites del poder – quería tomar la palabra, era acallado. Acallar significa algo muy concreto: la desactivación de cualquier acto o manifestación que se escape del redil y pueda desbordar la negociación que nunca llega. Empezando por el 1 de Octubre a punto de ser anulado ya de buena mañana, pasando por la manifestación histórica del 3 de Octubre desconvocada porque se acercaban unos temibles grupos fascistas (o eso decían). Por no hablar del simulacro de Declaración Unilateral de Independencia. O de la participación entusiasta en las elecciones convocadas por el propio Estado español que acababa de reprimir a la gente. Al instante. Cuando el pueblo resquebraja el corsé impuesto de la unidad política, cuando se transforma en un cuerpo opaco en el que se recoge tanto el catalanismo histórico insobornable como el malestar de los que no tienen futuro, entonces la ficción maleable desaparece y la inmanencia da miedo. Ahora toca limpiar el pueblo de violentos infiltrados.

 

Se afirma que el independentismo catalán está dividido entre los pragmáticos y los que siguen defendiendo la unilateralidad. A estas alturas – basta ver la desafección política y el enfado de la gente – ya nadie se cree que esta división sea realmente una cuestión importante. Se trata de una simple pugna por ver quien acapara más escaños en las próximas elecciones. En el fondo, lo que se plantea realmente es la famosa pregunta nietzscheana: ¿cuánta verdad es capaz de soportar el movimiento independentista? O lo que es lo mismo traducido en términos monetarios: ¿quién gestionará la decepción? Es decir, ¿quién pagará el precio por haber empujado la bola de mierda a ningún lugar?

Se acaba la función

Final de partida. Después de la huelga general del día 18 de octubre la situación ha cambiado mucho. La función teatral sigue en marcha, pero el cubo de basura donde el Estado español se cobija ha sido fuertemente sacudido. Algunos de sus ministros han tenido que salir a dar la cara. Hay separación de poderes y os aseguramos que el cubo de basura está limpio. España es una democracia consolidada. El escarabajo pelotero corre por el escenario sin saber mucho qué hacer. Está perdido. El sistema de partidos catalán no tiene hoja de ruta. Hay gente muy encolerizada que desea aplastarlo. Creen que les han tomado el pelo. Otros hartos, simplemente han decidido bajar del mundo de la representación. Ya no esperan ni lo inesperado. Ahora la fuerza de la gente se ha transformado en fuerza de dolor. “Padre y madre: nos habéis vuelto a defraudar”. Y algún hijo o hija con un poco más de mala leche añadirá seguramente: “Ya solo os falta poneros en el cordón de seguridad entre la policía y nosotros cantando La Estaca”. Los nacionalismos o se abrazan o se matan entre sí. Creer que el nacionalismo y el anticapitalismo pueden conjugarse es una quimera. Basta con ver la desorientación de la izquierda independentista y oír su retórica vacía. Ninguneados en los momentos clave, utilizados cuando convenía. En este campo de juego no hay otra salida. Se buscan “traidores” capaces de firmar un pacto de rendición. La buena gente que ama el orden venga de donde venga, esa mayoría silenciosa tan apreciada por el poder, los considerará “unos valientes” y los llamará “hombres de Estado”.

La independencia no va (solo) de independencia

Desde una lógica de Estado (y de deseo de Estado) no se puede esperar otra salida. El nacionalismo hegemónico — empezando por el actual Presidente de la Generalitat— ha querido siempre encerrar el movimiento independentista en el interior de una reivindicación identitaria. Sin obviar, claro, la cuestión de Catalunya y todo lo que su historia conlleva, esta estrategia interesada ha provocado silencio e incomprensión en España. Sin embargo, las manifestaciones de estos días han resignificado completamente la palabra “independencia”. El grito de independencia, cada vez más, es escuchado aquí, pero también en Madrid, Granada… como un grito de rabia colectiva. ¿Quién nos impide pensar y defender entonces una salida distinta? Imaginemos que los que están hartos de mentiras y de precariedad, los que ven cada día como su vida no vale nada, deciden ocupar el Parlament y declarar una República de repúblicas. Imaginemos que la fuerza de dolor se organiza estratégicamente para gritar “Que se vayan todos” y continua el “procés”, aunque ahora como un proceso destituyente. La lucha de clases puesta de nuevo en un primer plano y quien desee seguir ondeando la bandera estelada, que lo haga pero sin engañarse. Una bandera no es más que una bandera, y el odio contra esta sociedad injusta y miserable no necesita ninguna para expresarse. Pero hay que ir hasta el final.

 

CONVERSACIONES ANTE LA MAQUINA // El poder terapéutico. Conversación con Santiago López Petit

Para nosotros Florencio Varela, en el conurbano bonaerense, viene siendo un espacio a partir del cual pensamos la conflictividad social, las luchas populares, el devenir narco. Sin embargo, en estos días es noticia porque el intendente Julio Pereyra anunció que instalarán un barrio espiritual financiado por el cineasta David Lynch. Entonces recordamos que en los libros de Santiago López Petit aparece la idea del poder terapéutico. ¿Qué es eso, Santiago?
 
Podemos empezar diciendo que el poder terapéutico es una cara más del poder, que consiste en hacer persistir nuestras vidas en lo que son. Es como un poder que nos mantiene en vida para seguir funcionando dentro de la máquina. Pero no es simplemente un poder de medicalización, es muchas cosas a la vez: medicinas, terapias, un conjunto de prácticas que buscan que carguemos con nuestra vida. Yo lo empecé a teorizar a partir de una experiencia en una cárcel de Asturias, en España. En esta cárcel los presos de algún modo auto controlaban el espacio y los carceleros eran sustituidos por terapeutas. Quien entraba allí, firmaba un contrato en el que admitía que su vida fuera rehecha. Fue una experiencia exitosa y para nosotros fue la matriz para comprender cómo el poder terapéutico se extiende sobre toda la sociedad.
 
Pensábamos que al mismo tiempo hay una espiritualidad de los dirigentes. Ahora mismo, el Papa argentino tiene una importante influencia sobre las elites políticas y empresariales de la región.
 
Se los voy a decir un poco bestia, pero desde San Agustín se postula la existencia de un espacio interior en el hombre, cosa que no se había pensado antes. Un espacio interior en el que el hombre se encuentra a sí mismo. San Agustín lo construye como un espacio del miedo, en la medida en que en este espacio interior me veo ante Dios, que verá si me salva. En ese espacio entra toda la espiritualidad, que luego se hará control. Lo complicado es que el espacio interior, en estos momentos de sobreexposición, puede entenderse también como un lugar de resistencia. En la opacidad, es un salir fuera de una visibilidad absoluta bajo un ojo del poder. Pero abocarse a la meditación trascendental es absurdamente nefasto cuando lo que no hay son casas. Creer que la disposición de los muebles te hará más feliz me parece absolutamente vomitivo. Es el uso de la interioridad para ponerla en función de la propia máquina capitalista. El poder terapéutico busca neutralizar lo político y ubicar en conflicto en cada quién. Es la gestión de los residuos humanos por un lado, y de las vidas precarizadas por el otro. Funciona como un agarradero: en el fondo, con la auto contemplación te ofrecen un bloque de eternidad, lo cual para mucha gente es bastante. Sin embargo, hoy el espacio interior puede ser un lugar para partir, un punto para volver a atacar al mundo. Sospecho que hay algo en vaciarse que puede ser liberador, quitar el miedo y los deseos construidos por la publicidad.
 
¿Hay alguna relación entre esa parte positiva de la meditación, aquella que vacía la vida marca, y tu idea del “gesto político”?
 
Antes la gran dicotomía era “o ser una mercancía o vivir”. Esto era lo que planteaban los situacionistas y muchísima gente en los ‘70. Yo creo que hoy la dicotomía  a la que nos enfrentamos es “ser una unidad de la movilización o ser una anomalía”. Ser una pieza o ser alguien que no va a encajar en esto y que va a pagar por ello. Yo creo que ciertas terapias pueden ayudar a que esta anomalía, que uno debe ser si quiere enfrentarse al mundo, subsista de alguna manera y no se gire hacia la autodestrucción. Este es el punto crucial: si hay un criterio a la hora de cortar las terapias y plantear que pueden ser elitistas, nefastas, ligadas al capital. Ahora, cerrar los ojos ante esto también me parece equivocado. Hay una terapia que indica “relajarse bien para trabajar mejor”. Pero el gesto radical, el gesto revolucionario es dejar de ser uno mismo. O sea, en la política más radical ya hay una forma de terapia que es dejar de ser lo que la realidad te obliga a ser.
 
¿A qué llamás fascismo posmoderno y cómo se relaciona con el poder terapéutico?
 
El fascismo posmoderno es un espacio público pseudo privatizado, es la autogestión de tu propia vida, es un espacio de opinión y decisiones. Durante mucho tiempo para mí el fascismo posmoderno fue esta movilización en la que tú crees que diriges tu propia vida. El fascismo posmoderno, la máquina de la movilización, el vivir en esta sociedad destruye la mente, aniquila, en el fondo tu vida no vale nada. Entonces al poder terapéutico interviene como una aseguradora para que no te hundas. Te mantiene con el mínimo de vida para que puedas seguir vivo y trabajando. Entonces, ¿nos hacemos pieza de la máquina o intentamos en esta destrucción ser la anomalía que se pueda convertir en cierta potencia? Hay terapias que te reconducen dentro de la máquina y otras que pueden hacer de la propia enfermedad un arma. Aquí está la cosa: asumirse anomalía, asumirse una forma del dolor.
 

Cataluña como laboratorio político // Santiago López Petit

Finalmente el Régimen del 78 tampoco ha muerto esta vez. Las luchas obreras autónomas de los setenta fueron derrotadas con muertos y mediante los Pactos de la Moncloa firmados por los mismos sindicatos de clase. El movimiento del 15-M que elaboró una crítica radical de la representación política, se lo calló empleando como armas efectivas el ridículo y el aislamiento. La rebelión catalanista que, por unos momentos, ha parecido arañar los fundamentos del Régimen, también ha sido derrotada. En realidad, este tercer intento no ha tenido eco en España donde ha predominado la perplejidad cuando no lo ha hecho una total incomprensión. El llamamiento al orden mediante la aplicación del artículo 155, ha bloqueado todo intento de cambio. El presidente Rajoy lo ha afirmado con su habitual capacidad argumentativa: “El Estado se defiende de los ataques de quienes lo quieren destruir”. Y ha añadido la pequeña puntualización que el artículo 155, aunque un día deje de aplicarse, nunca dejará de funcionar. Es el que se denomina “Hacer cumplir la Ley”. El aviso es inequívoco. La represión y la humillación contra la Cataluña que ha pretendido rebelarse serán grandes.

Pocas veces ha sido tan evidente que la defensa de la Ley (con mayúscula) suponía una declaración de guerra. Esto es una cosa que los juristas tertulianos tan presentes actualmente en los medios difícilmente pueden llegar a entender. La ley es una correlación de fuerzas. Ha ganado Foucault por goleada ante los Habermas y compañía. Un amigo jurista me dijo un día: “Pues si así son las cosas, ya podemos plegar”. El poder es, siempre y en última instancia, poder matar; el Estado de Derecho sirve para encubrirlo. Usualmente, y para afirmar lo mismo aunque de manera más sofisticada, se habla que el Estado posee el “monopolio de la violencia física legítima”. Esta verdad del Estado de Derecho es con la que se toparon los miembros del gobierno catalán. Cuando uno de ellos afirma que la Generalitat no estaba preparada para desarrollar la República “haciendo frente a un Estado autoritario sin límites para aplicar la violencia”. O cuando el portavoz de los republicanos nos dice que: “Ante las pruebas claras que esta violencia podría llegar a producirse, decidimos no traspasar esta línea roja” y acaba con una confesión estremecedora : “Nunca quisimos poner en riesgo a los ciudadanos de Cataluña”. La respuesta es de acuerdo. Muchas gracias. A nadie le gusta morir. Pero aquí hay gato encerrado. Dicho con otras palabras: ¿los miembros del Gobierno son unos ingenuos o son unos ineptos?

Spinoza tiene en su Ética una frase que se ha hecho muy conocida: “No sabemos lo que puede un cuerpo”. Sustituir “cuerpo” por “Estado” es útil para explicar los hechos. El gobierno no sabía qué puede hacer realmente un Estado. Pero el gobierno quería construir un Estado propio ¿verdad? Nadie puede negarles experiencia. Incluso una persona perdió un ojo debido a una bala de goma. Digámoslo claramente: lo que no creían es que la represión del Estado español pudiera llegar a la que denominan la “buena gente”. A los radicales sí… pero a personas pacíficas y cívicas! Es lo que el Consejero de Sanidad reconoce cuando asegura que “la hoja de ruta de Junts pel Sí no tuvo en cuenta la violencia del Estado”.
Efectivamente el gobierno acabó siendo un gobierno posmoderno. Prisionero de su propio aparato de comunicación, creaba la realidad, y la misma realidad retroalimentaba un aparato que veía así confirmada su apuesta.

La participación masiva en tantas efemérides no permitía ninguna duda y el camino hacia la independencia parecía abierto. Hasta que la crueldad y el sadismo de la maquinaria jurídico-represiva del Estado español ahogó en lágrimas el anhelo de libertad de algunos e hizo nacer una rabia inmensa en muchos. ¿Baño de realidad? Depende de para quien. Para el gobierno, ciertamente. Dentro de su burbuja autocomplaciente no podía comprender el asalto que se ponía en marcha y el desconcierto empezó a abrumarlos. Fueron incapaces de reaccionar ante dos hechos fundamentales: la fuga de empresas, que es una de las expresiones actuales de la lucha de clases, y la  presencia de otra Cataluña que también expresa la lucha de clases aunque a menudo de una manera perversa. Fue, pero, la extraña proclamación de la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), el acontecimiento que acabó por convertir al gobierno en un auténtico gobierno posmoderno obligado a emplear un lenguaje teológico para poder salvarse. Por esta razón la DUI tuvo un carácter inefable: ¿realidad o ficción?

Dejemos de lado las peripecias concretas (secretismo, aplazamientos, desaparición del gobierno, etc.). A partir del momento en que aparece la represión brutal del Estado Español, el único objetivo de los partidos independentistas se reduce a pensar la acción política exclusivamente en función de sus efectos penales. Seguramente es correcto actuar así. No queremos mártires y hay que evitar la prisión siempre que se pueda. A pesar de todo, surge una sombra de duda. Cuando una convicción, es decir, una verdad política, no se defiende hasta las últimas consecuencias por las razones que sean: ¿esta verdad se ve de alguna manera afectada en ella misma? Pongo un ejemplo. Cuando Galileo jura ante sus jueces y admite que la Tierra no gira alrededor del Sol, la verdad científica no se ve en absoluto afectada por su decisión. En cambio si la presidenta del Parlamento no va a la manifestación por la libertad de sus compañeros -porque así se lo aconseja su abogado- a pesar de no existir ninguna condición judicial explícita: ¿su retracción tiene el mismo valor que en el caso anterior? Se podrían traer a colación otros ejemplos de esta estrategia “preventiva” que va desde aceptar pagar multas elevadísimas hasta refugiarse en frases ambiguas. El problema es hasta qué punto una estrategia de este tipo no contamina finalmente el mismo discurso, y lo debilita al extender una sensación de confusión. El gobierno español y sus adlátares han aprovechado enseguida la ocasión para hablar de cobardía y de engaño. El gobierno catalán nos habría engañado a todos los catalanes y a todas las catalanas.

No hay que perder mucho tiempo a denunciar el cinismo asqueroso de quien ataca y después reprocha al atacado la falta de valentía. Vamos al esencial. No. No fuimos engañados. El gobierno, en cambio, sí que se va autoengañar. Creyó en la política. Se obstinó a jugar a ver quién era lo más demócrata cuando la democracia no existe. Existe lo democrático. Lo democrático es la forma como hoy el poder ejerce su dominio. Tiene dos caras: estado-guerra y fascismo posmoderno, heteronomia y autonomía, control y autocontrol. El diálogo y la tolerancia remiten a una pretensa dimensión horizontal. La existencia de un enemigo interior / exterior a eliminar, remite a una dimensión vertical. “lo democrático” vacía el espacio público de conflictividad, lo neutraliza política y militarmente. Lo democrático es esta Europa, auténtico club de estados asesinos, que externaliza las fronteras para no ver el horror. No hubo fracaso de la política como a los bienpensantes les gusta decir ahora. La política democrática consiste en callar y acallar las disonancias que podrían amenazar la orden. El gobierno catalán incapaz de entender el funcionamiento real de lo democrático, se vió abocado a un camino lleno de incoherencias. Por eso es de agradecer la honestidad de Clara Ponsatí cuando desde el exilio se atrevió a decir: “No estábamos preparados para dar continuidad política a lo  que hizo el pueblo de Cataluña el 1-O”. Fue muy atacada, pero afirmó la verdad inevitable: el Gobierno no supo estar a la altura del coraje y de la dignidad de la gente que puso sus cuerpos para defender un espacio de libertad. Por supuesto, sin sacralizar las urnas, es evidente que lo que pasó aquel día marca un antes y un después. Pero ¿qué sucedió exactamente?

Por unos momentos la política con su juego de mayorías, con sus correlaciones de fuerza, etc. quedó relegada, y lo que tuvo lugar fue un auténtico desafío colectivo. Un desafío que se prolongó en la impresionante manifestación del 3 de octubre para rechazar la represión. Es difícil  analizar la fuerza política inmensa, y a la vez, escondida que había en esta manifestación. Allá empezó a formarse un sujeto colectivo que desbordaba el paralizante “un solo pueblo”. ¿Cómo podemos denominar a este sujeto político? Eran unas singularidades que, habiendo dejado el miedo en casa, no estaban dispuestas a claudicar fácilmente. Un pueblo que estalla en miles de cabezas capaces de expulsar a los fascistas infiltrados con exquisita violencia. La sospecha que toma más fuerza es si el miedo del gobierno, no era tanto en cuanto a la acción del Estado, como respecto al que esta gente un día pudiera llegar a hacer. Gente que era una amalgama entre la irreducible consistencia del catalanismo popular y el malestar social existente. Por eso, resultan empalagosos tantos llamamientos al civismo, a la buena gente, y a las sonrisas en unos momentos de represión desbocada. Me sabe mal. Cuando siento la palabra “civismo” pienso automáticamente en las normativas cívicas que sirven para limpiar el espacio público de residuos sociales de todo tipos.

Sorprende, después de todo lo que ha pasado, la facilidad con que los partidos políticos independentistas han aceptado una convocatoria de elecciones directamente impuesta. Sorprende esta rápida adaptación a un nuevo escenario a pesar de existir presos políticos. El planteamiento es bastante ilusorio: las elecciones son ilegítimas pero con nuestra elevada participación conseguiremos legitimarlas (y, por lo tanto, legitimarnos ante el mundo). El discurso independentista o bien se hace necesariamente autocontradictorio, o bien tiene que aceptar explícitamente una renuncia a la independencia. “Seremos independientes si somos perseverantes y conseguimos una mayoría. ¿Cuándo? No lo sabemos. Antes de independentistas somos demócratas. Y antes de demócratas, somos buena gente”, asegura un importante político republicano.

¿Y si probáramos a ser, por una vez, “malos” y, en vez de aspirar a ser un país normal con su pequeño estado, quisiéramos ser una anomalía que no encaja? Liberar Cataluña de este horizonte independentista que siempre acaba para ahogarla -puesto que todo horizonte siempre encadena- quizás podría abrir una vía inédita. En una anomalía hacia todo el que el catalanismo hegemónico ocultaba. Desde la fuerza del dolor de la Cataluña interior pobre, hasta los silencios de las periferias. Nos querían presentables ante una Europa que, sin embargo, mira hacia otro lado. Por qué emperrarse a ser presentables? Los partidos políticos de cualquier color corren apresurados hacia las subvenciones. Pero ante estas elecciones impuestas, había la posibilidad de sabotear con una abstención masiva y organizada. Empezar a desocupar el Estado español, y extender la ingovernabilitad de la autoorganización. ¿También en España? Cataluña como esta anomalía irreducible que escapa, mientras en su fuga ensaya otras formas de vida.

El laboratorio político “Cataluña” momentáneamente se cierra. Esto está claro. Cuando lo democrático es el marco de lo pensable y el que está permitido vivir: ¡qué difícil es cambiar algo! Desde una lógica de Estado (y de deseo de Estado) nunca se podrá cambiar la sociedad. Pero el que se ha vivido, el atrevimiento de transgredir juntos, la fuerza colectiva de un país que nadie puede representar y la alegría de resistir … No se olvidan nunca. La dignidad y la coherencia no se negocian.

Fuente: Comite disperso

Tomar posición en una situación extraña // Santiago López Petit

Hay momentos en los que la realidad se simplifica. Ya ha pasado la hora de sopesar cuánta verdad y cuánta mentira existe en los argumentos que pretenden defender la unidad de España o proclamar la independencia de Catalunya. Tampoco es necesario remontarse al año 1714 ni seguir buceando en los agravios más recientes. Cuando se apela a «la Ley y el Orden», de pronto, todo se clarifica y cada posición queda perfectamente definida en el tablero de juego. Entonces, algunos de los que habíamos permanecido callados, y porque nos sale de las tripas, sabemos dónde ponernos: siempre estaremos enfrente de los que desean imponer la consigna que restablece la autoridad. Conocemos muy bien una frase acuñada en Francia antes de la revolución de 1848 que decía: «La legalidad mata».
Efectivamente estamos, pues, contra el Estado español y su legalidad, aunque para ello tengamos que apartar las banderas que ahogan porque quitan el aire, y los himnos que ensordecen e impiden escuchar a los que juntos, hablan. Sería magnífico afirmar que a esta legalidad del Estado español se le opone la legitimidad de un pueblo. Desgraciadamente no es así, y que no vuelvan a engañarse los partidos independentistas.
La legitimidad que ellos defienden ha sido construida obviando por lo menos a la mitad de los catalanes, se ha hecho en base a recursos jurídicos muy discutibles y, finalmente, aprovechando la gestión de la violencia terrorista que han llevado a cabo los Mossos después de los recientes atentados. Cuando un tertuliano afirmó que durante unas horas Catalunya tuvo un auténtico Estado, tenía toda la razón. Es Hobbes en toda su pureza. Yo abandono el derecho a gobernarme a mí mismo y firmo un pacto de sumisión, a cambio de la seguridad que se me ofrece.
En definitiva, y como siempre, el miedo a la muerte, el deseo de tranquilidad y el dictado de la razón, están detrás del surgimiento del Estado. Ahora bien, ¡pobre pueblo el que hace de un comisario de policía su héroe! y en lugar de matar emplea la palabra «abatir».
El mérito indudable del independentismo es haber desvelado el mito del Estado de Derecho. Resulta divertido oír estos días a políticos catalanes defensores del orden acusar al Estado español de ser un «Estado policíaco y represor». O quejarse de las horas que han pasado en comisaría. ¿Y que se creían? No, no hay ningún Estado de excepción. Hay lo que desde hace tiempo coexiste perfectamente: el Estado-guerra y el fascismo postmoderno. El Estado-guerra que, con la excusa del terrorismo, se pone más allá de cualquier normativa jurídica, mientras persigue implacablemente al que señala como su enemigo. Terrorista o sedicioso. El fascismo postmoderno que neutraliza políticamente el espacio público y expulsa los residuos sociales. Por cierto, fue CiU quien plantó la semilla de la Ley Mordaza en julio de 2012 en las Cortes españolas.
El protoEstado catalán que, como todos los Estados, se ha construido mediante engaños y la gestión del miedo, hace años que intenta transformar al pueblo catalán en una auténtica unidad política. En este sentido las convocatorias de cada 11 de septiembre han servido para ir puliendo y domesticando un deseo colectivo de libertad que no puede recogerse en una sola voz.
La operación política ha sido la siguiente: el Govern decide quien es su pueblo, y en la medida que consigue convertirlo en una unidad política, es decir, en un nosotros contra un ellos, adquiere una legitimidad que le permite negociar con el Estado español. En verdad, el independentismo hegemónico no desea ningún cambio social realmente profundo. Llama a la desobediencia al Gobierno para enseguida obedecer al Govern. «De la ley a ley» nos aseguran. En el fondo las élites dirigentes siempre se entienden entre ellas ya que la sombra del capital es muy alargada.
Por eso en esta guerra en la que estamos metidos, lo más probable es que cada oponente realice lo que se espera de él. El Gobierno dirá que ha defendido el Estado de Derecho hasta el final, eso sí, de manera proporcionada. El Govern afirmará que, en las condiciones actuales, se ha llegado tan lejos como nunca se había conseguido. Es difícil pensar que la lógica del protoEstado catalán conduzca más allá de una ruptura pactada que debería plasmarse en una reforma de la Constitución.
Con todo la situación permanece completamente abierta. Cuando las calles se llenan de gente y delante se alza un Estado prepotente, incapaz de autocrítica y que desconoce cualquier forma de mediación, puede suceder cualquier cosa. Y realmente es así. Nadie sabe que pasará porque se ha producido una situación inédita: votar se ha convertido en un desafío al Estado.
Para muchos de nosotros, el voto nunca ha sido portador de cambios reales. Ahora, sin embargo, el mero hecho de querer votar tiene algo de gesto radical y transgresor. Es extraño lo que está sucediendo. Ciertamente mucha gente se emociona y se cobija bajo la bandera independentista. Pero también somos muchos lo que ahora acudimos y permanecemos en la intemperie. A pesar de que no tenemos bandera alguna sabemos que hay que estar allí.
Nosotros tampoco tenemos miedo, pero nos cuesta olvidar. Cuesta confiar en unos dirigentes políticos que mandaron desalojar brutalmente una plaza Catalunya tomada, y que fueron de los primeros en aplicar medidas neoliberales. En el año 2011 rodeamos el Parlament justamente para impedirlo. ¿Ahora tenemos que fundirnos en un abrazo con ellos?
Cuando Felipe González afirma que «la situación en Catalunya es lo que más me ha preocupado en cuarenta años» es una buena señal. Las fuerzas políticas independentistas han sido capaces de intranquilizar a un poder centralista y represivo que tiene siglos de experiencia. No es fácil derribarlo y su reacción a la defensiva, lo prueba. Hay que reconocer, por tanto, la fuerza de este movimiento político, su capacidad de organización y de movilización. Pero el Estado español nunca concederá la independencia de Catalunya. Para conseguirla, primero hay que romperlo, y para avanzar en este proceso de liberación el independentismo catalán necesita muchos más apoyos. En definitiva, oponerse al Estado español desde la voluntad de ser otro Estado, no solo es poco interesante, es sencillamente perdedor. En cambio, imaginar una Catalunya que persista incansable como la anomalía que es, sí puede lentamente socavar la legalidad neofranquista, y constituirse además en la avanzadilla de algo imprevisible en Europa.
Si queremos que el derecho a decidir no se quede en una consigna vacía, y que el 1 de octubre no sea un final sino un comienzo, hay que terminar definitivamente con la división nosotros/ellos establecida exclusivamente en términos nacionalistas. Catalunya sola nunca podrá encontrarse a sí misma. La república catalana únicamente puede nacer hermanada con las repúblicas de los demás pueblos que viven en esta península.
Votemos, pues, para romper el régimen de 1978 heredero del franquismo. Votemos porque votar en estos momentos constituye un desafío al Estado, y ese desafío nos hará un poco más libres. Pero no olvidemos nunca el grito de «nadie nos representa» ni tampoco que la lucha de clases sigue actuando en lo que aparentemente es homogéneo.
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