Sandra y Rubén // Diego Valeriano
Dos nombres comunes, dos nombres más. Nombres de tía, kiosco, primer novio. Sandra y Rubén, como Joel o Sheila. Pero de otra camada. Dos que la aguantaban. Que viajaron, que leyeron, que creían en algo que ya ni creemos. Que se plantaban ahí ¿Sabés lo que es plantarse ahí? Donde educar es aguantar, morir es devenir, lastimar es posibilidad y amor es arrancar.
La explosión todavía explota. Todavía el llanto, el miedo, el horror. Pero explota cerquita, casi en silencio. Nos explota en la cara y cerramos los ojos. Todavía están solos. Casi solos. Ni las cámaras, ni los posteos, ni las indignaciones quedaron. Solo están las que siempre aguantan.
Es mejor hablar de Grabois que de muertas que vuelan por el tapial. Es mejor hablar de Santiago que de Luciano. Es mejor escuchar a panelistas que se olvidaron de las escuelas hace mucho tiempo, que escuchar el ruido infernal de un barrio que está todo explotado. Es mejor postear del Fondo que total a los muertos sin nombre los nombran las madres que insisten, las novias que se tatúan, los hermanitos que sueñan.
No sea que recordar a nuestras muertas nos recuerde quiénes somos, lo poco que hacemos, como nos recabe esta vida que nos pasa por arriba. No sea que un pibe fusilado nos recuerde nuestros miedos, nuestro 911 fácil, nuestro patrullero interno. Entonces mejor recordar sólo ciertos muertos, solo aquellos donde nos queda cómodo el victimario.
Que Sandra y Rubén retumben hasta volverse anónimos, invisibles, no olvidados. Que retumben en nuestra comodidad, en nuestras obviedades, en nuestra sordera. Que retumben como retumban entre los guachines del barrio, entre las doñas, entre las pibas cada vez más madres, cada vez más solas. Que retumben hasta que los anti se tengan que esconder, hasta que las ortibas pidan permiso. Hasta que descansen en paz porque sientan que ganaron.