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¿Qué fue el dispositivo revolucionario? Notas sobre El huracán rojo, de Alejandro Horowicz // Diego Sztulwark

Las revoluciones se hacen con malas lecturas

Horacio González, citado en El huracán rojo 

 

Hay historias que piden a gritos ser comprendidas. No solo los acontecimientos que permanecen mudos hasta que se les aporta un sentido, sino también fenómenos demasiado perturbadores, o conmociones excesivas, que despiertan entusiasmos que asustan.  Es el caso de las revoluciones europeas de los siglos XIX y XX. Lo mínimo que se puede decir de ellas es que produjeron más sentido del que es posible consumir. Sería pueril, por lo tanto, resumir la cuestión en la sentencia obvia, según la cual, como todo lo que dura, lo propio de toda revolución es envejecer y transformarse en fantasma. Quizás suceda lo contrario: se necesita mucho tiempo para recorrer su exceso de sentido. En los años sesenta se anticiparon algunas conclusiones como las de Carl Schmitt, quien vio con pesimismo la pérdida estatal del monopolio de la decisión política –esa joya racional del derecho público europeo destinada a la regulación de la hostilidad y la violencia–, y algunas preguntas como las de León Rozitchner: si las revoluciones vencedoras parecen ratificar unas leyes invariables del decurso humano, ¿qué verdad llevan consigo las derrotadas? 

 

Lo (no-tan) nuevo, en todo caso, es el estado de ánimo –si no la tesis– que hace de las revoluciones un puñado de episodios pertenecientes a un pasado inactual, irrelevante aún cuando muchos de sus efectos continúan actuando en el presente. Más allá de los intentos de romantización o diabolización, la pretendida liquidación de la revolución plantea el problema de la perdurabilidad misma del concepto de lo político. El huracán rojo, reciente libro de Alejandro Horowicz, afronta estas cuestiones de un modo sorprendente. Si sus libros dedicados a la Argentina –al peronismo, a la guerra de la independencia y a los golpes de Estado– cautivan por la destreza de la escritura y la firmeza del método, lo que sorprende en esta última investigación es la solvencia con la que se atreve a cuestiones medulares de la historia universal, hasta ahora reservadas mayormente por la academia de los países llamados centrales. 

 

  1. La revolución y sus problemas

 

La clase, en su lucha por el poder, no necesita un instrumento de mediación general, sino muchas funciones puntuales y continuas para gestionar adecuadamente la guerra civil. 

Toni Negri, La fábrica de la estrategia

 

El título dice mucho. Se trata de pensar la revolución como un movimiento violento que arrastra y conecta espacios heterogéneos, un campo de fuerzas cuyas tensiones remiten a la construcción de mercados nacionales como parte de la dinámica de la evolución del mercado mundial; un soplido cíclico y furioso que plantea históricamente (como escribe Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, modelo de escritura de Horowicz) la tarea de ruptura, primero del bloque popular dirigido por la burguesía y luego del movimiento proletario. Ciclo o conjunto de problemas que tienden a concretarse en el triunfo de la Revolución Francesa y, sobre todo, de la Soviética. De modo que 1917 permite explicar 1789, pero solo en la medida en que 1789 plantea las cuestiones que 1917 intenta resolver a su modo, mediante el soviet. Como si les correspondiera a Lenin, a Trotsky y a sus camaradas resolver qué hacer con la cabeza decapitada de Luis XVI. La grandeza y las miserias  de la revolución bolchevique radican, en última instancia, en un mismo drama: el carácter europeo de coyunturas que debieron ser afrontadas a escala nacional. 


Me parece que las principales tesis de Horowicz sobre el fenómeno revolucionario pueden plantearse así: 

 

  • La revolución es un dispositivo que agencia ideas igualitarias en torno a cuerpos organizados, dispuestos a sostenerlas –nivel militar– y a inscribirlas en las estructuras económicas, jurídicas y políticas.  

 

  • El carácter permanente de la revolución, es decir, la tendencia de las luchas por la igualdad, dentro del marco estrechamente burgués –igualdad ante la mercancía, igual pena a igual delito y un hombre un voto–, a profundizarse en la lucha de clases por la igualdad de tipo socialista. De esto se desprende que un socialista no es más que un demócrata consecuente. Esta tensión se encuentra tan presente en la tradición republicana francesa (liberales y plebeyos), como en el bloque socialista soviético (bolcheviques, mencheviques, populistas).

 

  • La revolución es un fenómeno de doble poder –de clase– que comienza por la constitución de una legitimidad –autorictas– y tiende a afirmarse, si encuentra el modo, como poder armado –potestas–. Esta tesis se completa con la idea según la cual, al menos hasta cierto punto, es posible afirmar que, para la Europa de la época de las revoluciones, la cuestión agraria es la llave de la cuestión militar, problema central de la revolución.

 

  • La política es el campo específico de planteamiento de problemas, que no hay cómo resolver sino al interior de determinada coyuntura, y que lo propio del pensamiento revolucionario es plantear los problemas del doble poder (¿Cómo extender el principio de la igualdad hasta desbordar las categorías monárquicas o aristocráticas? ¿Cómo lograr que las mayorías populares autoricen la conversión del soviet en órgano de insurrección y gobierno?). Se trata de crear formas políticas, y para hacerlo es necesario aprender a desdoblar la clase-agente del proceso revolucionario de la tarea histórica que organiza una coyuntura (Lenin: la clase obrera debe realizar la tarea histórica de la revolución democrática, teóricamente asignada a la burguesía). 

 

  1. El “partido de dos”

Sería conveniente negarse a caer en la alternativa simplista entre el centralismo democrático y el anarquismo, el espontaneísmo.

 Félix Guattari, “Psicoanálisis y política”

 

Horowicz se ocupa de seguir las discusiones y tácticas de los socialistas entre revoluciones: de la revuelta europea de 1848 a la Comuna de París, pasando por los debates en el seno de la poderosa social democracia alemana, y de las discusiones que involucraron a Marx y a Engels, el -no tan- hermético “partido de dos”. La lectura política de El manifiesto comunista y las discusiones producidas por las posiciones del viejo Engels (luego de su importante prólogo de 1895 al libro de Marx, La lucha de clases en Francia) contienen ya los elementos que animarán el pasaje que desemboca en la polémica entre socialistas reformistas (Kautsky, Bebel, Bernstein; Plejánov y Martov) y comunistas revolucionarios (Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky) de comienzos del siglo XX. 

 

En síntesis, El manifiesto comunista expresa el momento jacobino-plebeyo, profundamente ligado a la tentativa revolucionaria de 1848, cuya derrota impone un balance y, por lo tanto, una nueva que el viejo Engels propone en los siguientes términos: el partido obrero de masas, en defensa de la legalidad como agente de constitución de hegemonía obrera dentro del bloque popular, junto al partido armado clandestino (amparado en el derecho de armarse en la defensa de la constitución). 

 

La posición de Engels se traduce en los siguientes términos político-coyunturales: el partido obrero debe tomar posición sobre la cuestión agraria dado que el factor campesino es el que decide las relaciones militares de fuerzas. Tanto en Alemania como en Rusia, el soldado es el campesino y, en general, en toda Europa, se lo instruye en el antisemitismo –“socialismo de los tontos”–.

 

Engels entrevé que el problema político esencial de la revolución en Europa se juega en torno a la transición entre democracia y socialismo. La tarea principal es romper el cerco montado alrrededor de la “democracia pura” o blindada, cuyo objetivo principal es impedir al proletariado revolucionario formar una mayoría. De allí la nueva combinación que propone entre democracia revolucionaria y cuestión militar. 

 

El “partido de dos” no fue unánime. Horowicz presenta a un Marx políticamente más inclinado a la línea jacobina-plebeya, al menos en dos ocasiones. La primera: su valoración de la Comuna de Paris: “Marx reelabora su propia lectura anterior del Estado ‘Boa constructor’ y pasa a defender la flamante experiencia del Estado-Comuna como novedoso instrumento histórico”. Ve en la Comuna la forma política específica popular, la primera experiencia exitosa de la combinación de doble poder y constitución de mayoría: ella es a la vez la forma eficaz de combate –estrategia militar proletaria– y de gobierno –moderna dictadura del proletariado–. 

 

La segunda es su relación con los llamados populistas rusos, que defendían la propiedad comunal de la tierra en Rusia como originalidad que determinaba un tránsito no convencional al socialismo, esquivando el modelo lineal que en ciertos países de la Europa occidental suponía el apoyo a la burguesía como paso previo al socialismo. A Marx no se le escapaba que la intelligentzia populista rusa –tan influyente sobre el joven Lenin– tenía el terrorismo como táctica política inmediata.

 

 

Paréntesis Latinoamericano

Un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad. 

Alberto Methol Ferré, El Papa y el filósofo

 

Este problema de la táctica revolucionaria consistente en infundir el terror conecta, en general, con el problema de la lucha armada y del partido militar clandestino que, según Horowicz, será siempre una obsesión de Lenin. En el libro, estas cuestiones solo se plantean en relación con la coyuntura europea. De allí que llame la atención que, en medio de la descripción de la correspondencia entre Marx y los populistas rusos, aparezca una referencia al líder revolucionario latinoamericano Ernesto Che Guevara. El argumento de Horowicz es el siguiente: mientras Plejánov se alínea con la perspectiva trazada por Engels, Marx disiente en privado, simpatizando con los populistas. En otras palabras, mientras Plejánov sea el jefe de la incipiente Social Democracia Rusa en formación, la cuestión agraria rusa no será estudiada a fondo (esto ocurrirá recién cuando la jefatura caiga en manos de Lenin), ni por lo tanto se planteará el problema de la lucha armada. De allí que Marx entienda el planteo de Plejánov: “Jugarse la vida en esas condiciones no puede ser otra cosa que perderla y como no es el Che Guevara no lo invita a morir”. El sujeto de enunciación de la frase de Horowicz es Marx. Y, por lo tanto, hay que entender aquí que la diferencia entre Marx y Guevara es que el segundo invita a morir.

 

Una nota al pie de El huracán rojo aclara cualquier malentendido posible. Se trata de la conocida cita de Ciro Bustos en su libro El Che quiere verte, según la cual Guevara instruyó a un grupo de combatientes entre los que se encontraba el propio Bustos: “Hagan de cuenta desde ahora que ya están muertos. Lo que vivan de acá en adelante será de prestado”. La conclusión de Horowicz es la siguiente: “La disposición a morir integra el menú de todo terrorista revolucionario en actividad”. En las conversaciones que mantuve con León Rozitchner, escuché un argumento similar, pero diferente. Rozitchner decía que el problema con Guevara era que imponía su autoridad sobre la base de su disposición a morir, pero no calificaba su política de terrorista (archivo del proyecto León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa). Esa frase solitaria da ganas de entrevistar largamente a Horowicz sobre su comprensión de la Revolución Cubana y su tentativa de continentalización.    

 

  1. El partido es un “acuerdo fechado”

El conocimiento se realiza como separación del fenómeno de la esencia, de lo secundario respecto de lo esencial, ya que sólo mediante tal separación se puede mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa.

Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto

 

Lenin es presentado por Horowicz como una suerte de síntesis biográfica entre los dos grandes afluentes del socialismo revolucionario ruso: la sensibilidad por la comuna y el valor por el voluntarismo, el estudio de la cuestión agraria y la preocupación por el aspecto armado de la insurrección; y el marxismo soviético: el estudio de El capital, la postulación de la dirección proletaria de la revolución, y la identificación de los soviets como órgano de la insurrección y de gobierno. 

 

Las 250 páginas finales –la segunda mitad del libro– es una formidable novela política y, a la vez, un ensayo informado al detalle sobre las revoluciones rusas –la de 1905, y las de febrero y octubre de 1917–, en la que se narra el papel de la policía secreta del zar; la marcha de las mujeres por la paz; el papel de los sindicatos y del Padre Gapón; las discusiones internas entre las corrientes del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso entre Bund, Eseristas, Mencheviques, Bolcheviques, Iskra, etc; el papel fundamental de la tradición de los militares decembristas en la oposición de parte del ejército al zar (afluente clave en la constitución del Ejército Rojo) y de los soviets en la flota naval (el acorazado Potemkim); el polémico pero épico viaje en tren de Lenin por Alemania; una historización detallada del papel de Trotsky y del desarrollo del Soviet de Petrogrado; y sobre todo una formidable elucidación sobre la cantidad de veces que debió reconstituirse el partido bolchevique en función de los cambios de coyuntura y los cambios de orientación que Lenin propone una y otra vez, siempre en flagrante minoría.

 

Estas y otras líneas de la coyuntura rusa y europea convergen en el cerebro de Lenin. Su interpretación de la guerra; el papel de las consignas; sus discusiones con sus compañerxs, primero con el viejo Plejánov y Martov (líder menchevique), con Rosa Luxemburgo o con Trotsky, con Kamenev y Sinoviev (históricos camaradas bolcheviques que se oponen a la insurrección de octubre); la rearticulación constante de la estrategia del bloque popular en torno al eje organización (Lenin) contra espontaneidad (Luxemburgo), que implica considerar en concreto el papel de las tendencias a la autonomía proletaria y la relación más que problemática con el anarquismo; el papel de los soviets en cada coyuntura (Lenin insiste con la conducción bolchevique; Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con la conducción del Soviet); la relación entre partido-sindicato-comando fabril y soviet (“los bolcheviques usaron los soviets contra los consejos de fábricas”); la relación entre Soviet y Duma, etcétera. 

 

Siguiendo al Trotsky escritor, el genial autor de Mi vida, Horowicz nos devuelve un Lenin que tuvo la desgracia de ser convertido en texto sagrado e ícono de los diversos stalinismos de la izquierda. Con la reconstrucción de sus decisiones singulares (empleando el método spinoziano de lectura, que consiste en conectar el texto con el conocimiento del autor y de los contextos), El huracán rojo logra demoler la hagiografía partidaria, contra la que siguen peleando por buenas y malas razones liberales y libertarios de toda clase, y reconstruye el Lenin político que sigue ofreciendo un interés notable.   

 

  1. El libro de las preguntas

El libro de las preguntas es el libro de la memoria.

  Edmond Jabès, El libro de las preguntas

 

Leer a Lenin. Hacerlo de un modo “menos superficial, menos religioso”, escribe Horowicz. Leerlo como se lee a un escritor socialista que tuvo la “pésima suerte de integrar el paquete de lecturas obligatorias”. Leer a Lenin “no es fácil”. Doble dificultad. A la señalada se agrega otra: los célebres zigzagueos del líder bolchevique, los cambios de posición que hay que seguir al detalle y de modo minucioso, si lo que se ambiciona es “mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa”, como sugiere Kosik en su Dialéctica de lo concreto. Los cambios de Lenin interesan más allá de Lenin. Interesan los cambios. Interesa la mente que se dedica a captar la evolución de las líneas de ruptura que determinan una coyuntura viva. Interesa, también, la escritura que trata de comprender lo que ocurre en esa mente. No es solo Lenin. Son los bolcheviques. Son las corrientes socialistas. Son las clases en movimiento. Y luego, claro está, son las fuerzas del orden. Pensar lo que piensan los seres tomados por la revolución. En la expresión “leninismo del movimiento”, que emplea Horowicz, se entrevé la tensión entre orientar política y organizativamente las fuerzas de ruptura hacia la insurrección (primero rusa, luego alemana y europea), junto a la tendencia a compensar las inconsistencias del despliegue revolucionario mediante una dictadura de partido. Leninismo del movimiento quiere decir determinación de quiénes son los “amigos del pueblo” (relación amigo/enemigo), estimación del sentido de la paz y la guerra, evaluación dinámica de la relación entre corrientes políticas y clases sociales, así como elucidar en cada ocasión la relación conveniente entre partido, sindicato, soviet, duma y comité de fábrica.  

 

Después de septiembre de 1917, se acelera la formación del doble poder, se activa la escuela realista de la política revolucionaria. Décadas de saberes conspirativos y luchas de masas maduran el kairós de la insurrección. Los bolcheviques encabezan la preparación militar de la ofensiva. La guerra europea deviene guerra civil. La autorictas armada del soviet (autodefensa) es el punto de partida para una insurrección armada cuyo mando militar será el partido. Es la famosa “toma del poder”. 

 

El huracán rojo es un libro de las preguntas. Busca en el “pasado revolucionario” la discusión sobre “este presente reaccionario”, en el que las decisiones de las mayorías son bloqueadas por la defensa del interés bancario. La idea de revolución desaparece luego de que el capitalismo se hubo servido de ella. Solo que si desaparece la posibilidad de transformar el presente, es la misma democracia la que pierde todo sentido. El tiempo pasado y el tiempo presente se pliegan. Sobre el final del libro las preguntas se agolpan: ¿Concreta el poder revolucionario, en medio de una despiadada guerra civil, el derecho de la mayoría revolucionaria a gobernar? ¿Qué sucede cuando la mayoría revolucionaria no es mayoría? ¿Cómo se resuelve en esas condiciones la tarea de desplegar un poder soviético sin caer en la dictadura de partido? 

 

Horowicz lee la tragedia del bolchevismo como la imposibilidad de extender la revolución al resto de Europa. La guerra de clases no podía resolverse a escala nacional ni el poder soviético podía imponer a Europa una relación de fuerzas que se correspondiera con el desarrollo político de las clases sociales del continente. Citando a Rosa Luxemburgo, Horowicz permanece fiel a la tesis según la cual la resolución de las tendencias en el nivel del mercado mundial depende de la maquinaria militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas capitalistas establecieron su triunfo sobre una Europa que desoyó el llamado de Lenin: “La guerra se desarrolló en Rusia como batalla por la tierra, y el fortalecimiento de la burguesía agraria terminó siendo una de las consecuencias calculadas de la revolución. Ahora bien, el proletariado había quedado reducido al partido del proletariado, y la reconstrucción de la sociedad de ningún modo garantizaba la reposición de una vanguardia devorada por la guerra civil y la crisis. El precio de la victoria –si la sociedad rusa debía pagarla sola– resultaba excesivo. Ese termina siendo el trágico balance del Octubre bolchevique”. Sencillamente era imposible para los bolcheviques resolver la guerra de clases a nivel continental a partir de un triunfo nacional. 

 

Ahora

La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no lo configura el tiempo homogéneo y vacío, sino el cargado por el tiempo-ahora.

Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia

 

La tentativa de liquidar la revolución posee connotaciones bíblicas. La contrarrevolución, según puede leerse en las primeras páginas de El huracán rojo, pretende extraer sus argumentos de cierta interpretación de la estructura íntima del monoteísmo según la cual “la dualidad de poderes teológicos no admite resolución pacífica”. En otras palabras, liquidar la revolución es acabar con la amenaza al principio absolutista. Es el sentido del título del primer capítulo del libro: “De la batalla por el derecho, al derecho a dar batalla”. En otras palabras, la revolución surge como irrupción de un principio alternativo basado en la responsabilidad democrática, o sea, en la extensión de formas de igualdad que solo se expanden batallando contra los dispositivos de restricción patriarcales de raíces teológico-políticas.

 

La derrota de la revolución europea trajo consigo la consolidación del principio autocrático, fundado ahora en la evolución del mercado mundial, que desembocó en la identidad entre espacio global y lógica del capital. Identidad que supone, además, una concentración inédita del poder militar. El huracán rojo puede ser leído, así, como un relato contra-teológico, un llamado a rastrear en la historia de la revolución las claves para comprender las causas profundas del actual impasse de lo político. La cita de los fenómenos libertarios del pasado carece de inocencia: pretende extraer aprendizajes para un presente que parece ser incapaz de superar la neutralización de la democracia como la de toma de decisones de las mayorías. Cualquiera que conozca a Horowicz puede entender lo que esto significa: un llamado perentorio, en tono alzado de voz, a comprender que el problema de la democracia efectiva solo ha sido planteado históricamente de modo revolucionario. 

 

En una reciente charla con militantes preocupadxs por la coyuntura, realizada semanas después de las primarias presidenciales argentinas que pulverizaron a Macri y durante las movilizaciones indígeno-populares que cuestionan las políticas de Lenin Moreno en Ecuador, el autor de El huracán rojo decía que el pensamiento revolucionario nunca fue otra cosa que el saqueo de las ideas circundantes en función de la obsesión por la transformación y, en consecuencia, un saber que se enhebra al ritmo de la lucha política. Por lo tanto, un programa –dijo allí Horowicz– no es sino un mapa de problemas nodales a resolver y, a partir de allí, un mecanismo útil para reajustar discursos políticos a la dinámica política tal y como surge de una toma de partido en favor de la cuestión democrática (que hoy se plantea como lucha de lxs trabajadores precarizados, los feminismos, lxs jóvenes, las comunidades indígenas). Lo que equivale a afirmar que el principal y más urgente desafío político consiste en retomar la iniciativa frente a los consensos discursivos que contienen, inhiben y liquidan toda expresión autónoma de la dinámica política.  

 

 

100 años de la revolución rusa: una mirada desde aquí // Salvador Schavelzon

Hoy, 7 de noviembre de 2017, se cumplen cien años de la Revolución Rusa, algunos nos preguntamos si es posible hacer una lectura de ese acontecimiento más allá de lo conmemorativo, interesada en la actualidad que esa revolución pueda tener en un momento en que cuesta encontrar caminos eficaces de contestación al poder constituido y de construcción de un mundo nuevo. Para los que se movilizaron y organizaron en 1917 estas dos cosas parecían posibles. Ellos estaban mejor que nosotros y no contaban con los fracasos de las experiencias socialistas del siglo XX, ni con el agotamiento de la propia propuesta política de la izquierda. Era solo cuestión de avanzar por el camino que estaba ahí, ya dado.

El proyecto de izquierda construido en los cien años anteriores a 1917, mientras el mundo liberal burgués se consolidaba en Europa, entusiasmaba espíritus sensibles y críticos de la sociedad. Hoy esos espíritus prefieren hacer otra cosa, o no hacer nada. Si ese proyecto fracasó, entretanto, junto con la idea de ciencia y de sociedad que portaba, estamos también mejor que los bolcheviques. Imaginen si fuésemos capaces de volver al momento de la revolución rusa, pero esta vez con un siglo de experiencia encima. Posiblemente pensaríamos antes en la acción que en la conmemoración, en cambiar la vida antes que en cambiar el mundo. Intentaríamos estar abiertos y sensibles a lo que ocurre a nuestro alrededor, más que en intentar transformar a los otros, usarlos como base u objeto de nuestra revolución.

Inclusive, si tomamos distancia de todo lo hecho por los revolucionarios rusos en aquella ocasión, y especialmente por la izquierda que hasta hoy carga con esa referencia respecto del “qué” y del “como” hacer la lucha política, hay algo de este acontecimiento que sobrevive a todo revisionismo y tentativa de explicación reductora. Algo muy fuerte acontecía en la fuerza de la organización autónoma que se opuso al orden conservador-burgués entonces dominante. Los que no tenían nada consiguieron cambiar el juego y desarmar el sistema de dominación del modo en que estaba establecido por el imperio y su continuidad liberal progresista.

Comencemos con asumir que Kronstadt y el Gulag hacen siempre parte de la discusión abierta por la Revolución. Incluso porque hay revolucionarios que fueron masacrados y que merecen ser recordados. No se acomodaron al régimen, que siempre ofrece la posibilidad de dejarse asimilar. Podemos hacer una evocación romántica que silencie todo desvió para quedar con la imagen gloriosa de 1917, sin manchas. El Lenin cristificado, o el Trotsky fundamental injusticiado, y aun más, los soviets anarquistas que fueron reprimidos o aniquilados. La izquierda occidental ya intento atribuir los errores de la revolución a la tradición despótica asiática, o a las características de la psicología personal de Stalin. No es suficiente. Apreciar la densidad de la revolución exige asumir la experiencia política completa, con tragedia, farsa y toda una problemática, como dificultades que no se resuelven en una escisión que proponga comenzar de un nuevo lugar, separando el bien del mal y poniéndose a salvo del conflicto. Así nos conectamos con el acontecimiento y con la revolución como idea. Y de este modo hacemos de ella un problema político que se conecta con los de cualquier época: el problema de cuando la ruptura con el orden se torna un orden nuevo, la revolución se burocratiza, sus precursores son excluidos mientras que las autoridades se imponen de forma parecida a lo que motivó la revolución. El problema puede llevar al fatalismo. Pero el desafío es entender cómo la lucha política debe siempre encontrar nuevas formas y caminos.

Si los bolcheviques expresaban rasgos asiáticos, sean ellos bienvenidos, porque precisamos de la diferencia, cuando es el exceso de aridez occidental hoy aquí nuestro problema. Traigan chamanes de la estepa rusa, nómades afganos o los métodos comunitarios de los campesinos eslavos que sin duda enriquecieron las estructuras de poder dual de los soviets en Octubre. Los problemas de la izquierda y de la derecha del poder son, hoy, bien occidentales. Como fueron también para la Unión Soviética. El estalinismo es la exacerbación de la represión política de la disidencia, opositores políticos purgados y enviados a hacer trabajos forzados como en los tiempos del Zar. Y esto ocurrió con la revolución francesa, con el macartismo en los Estados Unidos, y en las dictaduras latinoamericanas. Hoy en los Estados Unidos, en Rusia o en Brasil, un régimen carcelario perverso funciona como forma de gobierno de los pobres y marginales. Pero el estalinismo es más que eso.

Sin socialismo soviético, Rusia se encuentra con EEUU y Europa en más de lo que se separa. No es casualidad. Fue construido, allá, en nombre de la revolución, un sistema de trabajo y producción que caminó en paralelo a los occidentales. Un sistema social, con poblaciones encuadradas y socializadas en el consumo y sueños de bienestar familiar, que pasaría también por la flexibilización del burocratismo fordista para hoy integrarse en el neoliberalismo global sin nación ni Estado, como debía haber sido el poder proletario. Control policial interno y geopolítica de la guerra de naciones militarizadas en el ámbito externo, ya en el camino emprendido por los bolcheviques después de la revolución, como nuevo poder estatal de los soviets incorporados como órganos de gestión de ese mismo sistema de trabajo.

A los liberales les gusta presentar a la Unión Soviética de Stalin como el régimen opuesto a la democracia del libre mercado. Pero no es incorrecto decir que la Rusia soviética era un régimen anti-marxista y anti-comunista, habiendo incorporado mucho de los dos regímenes con los que rivalizaba: el occidental liberal capitalista y el del Imperio autocrático que lo antecedió. Todavía con Lenin, y en las propuestas económicas de los trotskistas, es adoptado el camino modernizador de la industrialización y crecimiento económico como la producción rural a gran escala, modo escogido de generar riqueza y gerenciar la vida social, implantado sin evitar la violencia y destrucción de los mundos que esos procesos tuvieron en occidente y en todo lugar. Difícil pensar cómo hubiera podido ser diferente, y las consecuencias de otro camino para el papel crucial de la Unión Soviética en la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial y el atendimiento de la nueva población urbana proletarizada.

La URSS fue un gran Estado de Bienestar. Pero hoy es importante, sí, una crítica que viene ganando cuerpo a partir de la década del ’60, a pesar de expresiones minoritarias de la misma ya en la época de la Revolución (con Bujarin y otros), sobre la necesidad de pensar alternativas a un modelo que es al mismo tiempo horizonte del desarrollismo capitalista y, aquí entre nosotros, el programa de la izquierda estatal y partidaria latino americana. El crecimiento y la alianza con los industriales, y los empresarios del agro negocio de expansión etnocida fue para varios economistas del PT en el gobierno de Dilma Rousseff, la alternativa para salir del modelo neoliberal más ortodoxo. La retórica de la industrialización, no realizada, fue también lo que se constituyó como proyecto político de Evo Morales después de romper con los movimientos indígenas. Una evocación de la Revolución Rusa hoy debe abordar el problema del modelo económico, y también de la democracia, aspecto inseparable y que también dirigentes como Trotsky y Luxemburgo alertaran, por ejemplo respecto de la Asamblea Constituyente y la necesidad de aprobación de la toma del poder por parte de los proletarios, antes de que la misma se concretara, aunque Trotsky después le daría la razón a Lenin en sentido contrario.

La revolución rusa, de hecho, continúa entre nosotros con sus tragedias, lenguajes y posibilidades de ruptura. Es necesario pensarla para encontrar lugares políticos donde todo parece estar cerrado, en los debates de la izquierda, o cuando incluso cuando se trata de una fuerza política de fuera del gobierno, vemos los proyectos de este campo apoyados en el soberanismo welfarista, más cerca de la madre patria, con aquella famosa imagen de Stalin pilotando el barco que sería la URSS, que del internacionalismo y ruptura con la burguesía. Dilma Rousseff como madre de los brasileros, en la campaña electoral de 2014, o la unidad de todos para hinchar juntos por la selección, en el mundial, simultáneamente a la agenda de los banqueros presentada como inexorable, en Brasil de 2015, o con la capitulación de Syriza después de un referéndum que autorizaría al gobierno a intentar otro camino que el de sublevarse a la troika. También vemos este cierre que encuentra un momento que en Rusia fue posterior a la consolidación del nuevo Estado, en los tempranos intentos de Podemos, en España, para encontrar un atajo hacia el poder buscando un acuerdo de gobierno con el PSOE, o gobernando con este en las ciudades, y aceptando preservar los consensos del ’78 contra los que habían nacido en 2014. 1917 y la posición bolchevique en el contexto de Europa es ruptura con respecto a los nacionalismos y las socialdemocracias acuerdistas, en una estela internacionalista y proletaria, que desconfía de los acuerdos con la burguesía nacional y ubica el centro político con los trabajadores.

No es suficiente conformarnos con el mantra de “otro tiempo, otra realidad”. Si rescatamos la Revolución Rusa, es necesario que nos conectemos con su potencia, la que derivaba de situaciones políticas bien concretas. El poder de los soviets y, ahí sí, la apertura hacia lo indeterminado y salvaje que difícilmente podamos traducir. El poder para los soviets, en 1917, no significaba necesariamente colectivización forzada, industrialización acelerada con metas alienantes, y carrera militarista con occidente. Significaba no apoyar el gobierno provisional formado por liberales y progresistas, a pesar de ser un avance respecto de las posiciones “fascistas” del zarismo, pero como bloqueo, que Lenin y Trotsky, como jacobinos sensibles, vieron como traducción política del comunismo posible: el poder para los trabajadores, para los de abajo, reorganizando el sistema y direccionamiento social. La revolución mostró, de este modo, un camino que posiblemente hoy pueda ser imaginado sin jacobinos, y sin proletarios, como cuerpos y sociedades que se constituyen como único poder político sin mediaciones y con autonomía. Pero era también la concreción de lo que antes sólo había sido ensayado sin éxito o imaginado, y en ese sentido lo que deja la revolución es una página en blanco, para ser escrita cada vez por otro camino. De ruptura, sin embargo, y difícilmente de asimilar los métodos de quienes se busca desplazar.

Si tuviésemos que quedarnos apenas con un gesto, un movimiento para entender la singularidad de la revolución de octubre, tal vez podamos ir hacia una situación política clara, donde el gobierno provisorio se negaba a detener la participación de Rusia en la guerra, y atrasaba las reformas y las medidas sociales con las que se había comprometido. Los bolcheviques sabían que los moderados nunca harían las reformas prometidas, porque eso implicaría, para ellos, perder el poder. El destello lúcido, que era minoritario y contrario inclusive a la posición adoptada por el partido bolchevique, era la firmeza de no colaborar con ese gobierno y defender la posición que apostaba a los soldados, obreros y campesinos movilizados. En un telegrama de marzo de 1917, Lenin era claro: “Nuestra táctica: absoluta desconfianza, ningún apoyo al nuevo gobierno, sospechemos sobre todo de Kerenski, armamento proletario única garantía, elección inmediata Duma de Petrogrado, ninguna aproximación a los otros partidos…” Y la estrategia? No importa, porque son las tácticas correctas las que consiguen las cosas y abren caminos.

Trasladando a nuestra realidad esta ruptura que se abre hacia lo imponderable, aun con el riesgo de que todos los que defienden esa posición sean fusilados, recordamos dos debates brasileños de 2016 en que las tendencias marxistas del PT razonaba como si Dilma Rousseff tuviese que ser defendida porque hacía las veces de Kerenski, paso obligatorio sin el cual una posterior revolución no sería posible. Recordando los raciocinios mecanicistas de la ortodoxia marxista, la idea es que la revolución se estudia paso a paso y que sin Kerenski (Dilma) no podría haber paso posterior posible. Sin embargo la revolución es justamente jugar en un vacío de insurrección que pueda abrir lo que está cerrado, como el golpe al gobierno provisional, para los bolcheviques, pero también como junio de 2013 para la juventud de Brasil que sabía que el PT era un límite que no podría dejar de actuar de forma coordinada con la clase dominante, y los partidos conservadores con los que había aceptado gobernar. La interrupción del gobierno con mecanismos ilegales, así, entendidos como parte normal del funcionamiento de un sistema de governance al cual la izquierda y la derecha se entregaron.

Además de la idea PT, que aún algunos sostienen y revitalizan, incluso fuera del partido, el momento de ir más allá del gobierno provisional en Brasil fue no sólo desoído, sino también reprimido por la izquierda en el poder. A partir de ahí el consignismo apelativo «golpe», «fuera temer», «directas ya», «Lula 2018» aparece como un letargo discursivo, sin cuerpo, ni pueblo movilizado que se proponga hacerlo efectivo. Independientemente de poder ser asumido o no como una posición correcta, en determinado momento, las consignas elevadas por la izquierda y los aparatos de la órbita lulista, se muestran como el revés del “Pan, Paz y Tierra”, lema que nombraba lo que antes era imposible (salir de la guerra, resolver el hambre), pero que sin embargo en el curso de los acontecimientos pasa a marcar el nuevo ritmo del tiempo político, mientras el mundo en que lo nuevo era imposible se desplomaba, a partir de conectar, la diferencia de los eslóganes en Brasil, con las energías circundantes de la confección de un «nosotros» colectivo que al mismo tiempo nació de, e hizo posible la revolución. Estas energías vitales faltan a la izquierda que se proyecta contra junio de 2013, en la elección de 2014, en la Copa y hoy nuevamente en pactos electorales con la derecha, reivindicando como lugar de poder el llamado a un derecho adquirido de ser el Estado y la legalidad, en el control de las narrativas de la izquierda, aunque de ese lugar no sea posible cambiar los condicionantes de lo real.

Esta lectura, que busca puntos de apoyo en las luchas y comunes posibles, era de consenso en 2013 y hoy divide a la izquierda, con buena parte de ella dependiente de las agendas electorales, con pocos hombres hablando de arriba y lejos, en el teatro de las instituciones que los transforman a ellos más de lo que permiten ser transformadas. El ciclo progresista sudamericano genero una mística que aun cautiva, con la imagen positiva, especialmente a la distancia, de Mujica, Chávez, Evo Morales, o del gobierno de Lula, en Brasil, que reunifica la izquierda del gobierno inclusive con sus críticos y disidentes anteriores, en el frente del avance y victoria electoral de oposiciones de derecha.

No analizaremos aquí esas experiencias de gobierno. Pero cabe señalar que la idea de revolución es apropiada por la experiencia progresista para describir un ciclo de bonanza económica que favoreció a bancos, grupos empresarios y liberó un proceso de intensificación de la explotación de recursos minerales, de la agricultura y del petróleo, con amplio impacto sobre las poblaciones y pero como base necesaria para garantizar estabilidad económica para los negocios, que se traducía en estabilidad política, e incluso sin lugar para transformaciones estructurales, o de profundidad, que por ejemplo reorganizara la educación, promoviendo un sistema diferente, en lugar de ampliar la matrícula por el camino del soporte de universidades privadas de mala calidad; o sin cuestionar la organización capitalista y segregadora de la ciudad; la seguridad y la violencia policial como herramienta de contención social; o un consenso de civismo que impida la represión y persecución de activistas y protestas sociales. Aunque hubo programas sociales ampliamente extendidos, y diferentes niveles del gobierno pudieron tender a promover un gobierno social, antes que neoliberal, o neoliberal con un Estado presente, el desafío político que una crítica política revolucionaria de izquierda nos evoca, nos debe llevar a decretar que el camino progresista mostró su límite y, por tanto, difícilmente pueda ser pensado hoy como solución electoral que debería organizar en su favor a toda la izquierda, a riesgo de ser denostada, con el código de la izquierda del siglo XX, como trotskista, anarquista o cómplice de la burguesía.

La defensa de los progresismos podría decir: eso es lo que era posible, ser revolucionarios en los años 2000 fue hacer lo que estos gobiernos hicieron. Pero no. La revolución rusa no fue sólo el aprovechamiento puntual de una coyuntura, que se alcanzaría más o menos de acuerdo con la situación política o alineación de los astros. El poder proletario, la revolución donde todo se abre y pasa a ser discutido fue un acontecimiento único que mostró que la historia y el poder pueden ser desafiados. Era posible, entonces, pedir más a los gobiernos progresistas latinoamericanos. Y precisamente eso fue junio de 2013 en Brasil; las marchas campesinas y de trabajadores en Ecuador; las asambleas de 2002 en Argentina, después del fracaso del gobierno que iba a sacar al país del neoliberalismo; o la Bolivia de la guerra del agua y del desafío indígena al poder estatal, incluso, por algunos momentos, dentro del Estado.

El final del progresismo, en Brasil y en otros lugares, es constatado en la nostalgia y debilidad política, que una y otra vez se expone en el movimiento de una izquierda de aparatos y grupos que gritan en el micrófono y se colocan de forma autoflageladora, victimizadora y victima al mismo tiempo arrogante, sin haber podido dar lugar a un ciclo de movilización que se oponga al frágil gobierno Temer, ni a una mística de resistencia más allá de algunas expresiones estéticas, sino bien lejos de imaginar una nueva sociedad, como las artes y técnicas en la Rusia de la revolución, a pesar de la represión y represalias que vendrían a los que se atrevieron a pensar o crear por fuera de los canales autorizados de la izquierda oficial.

Es difícil no volver, entonces, a la tradición de la izquierda que se referencia en la revolución rusa, cuando lo que está en pauta, en Brasil y en el mundo, es una disputa que se continúa dando en el lenguaje del siglo XX, y encuentra de un lado una derecha furiosa que, se imagina una izquierda socialista conspiradora, a punto de implementar un programa de comunismo de guerra (posición atribuida incluso hasta para keynesianos o nacionalistas estatistas); frente a una reacción de la izquierda que responde atrincherada en las banderas rojas, como si estuviera dentro de una película de Eisenstein, o bien el revés, en su variante populista, acercándose al adversario desde el amor a la patria y las instituciones, la búsqueda de complicidad con militares y empresarios, desde una actitud de respeto al orden implementado desde arriba hacia abajo, como si la forma de combatir el xenófobo intolerante que en Grecia, Rusia y otros lugares muestra expresiones abiertamente nazis, sea disputar los bajos instintos de un pueblo formateado por el Estado; en lugar de desafiar el tiempo, superar las formas dadas; multiplicar las luchas y deseos allí donde las izquierdas y derechas del Estado se ocupan en domesticarlas.

En el campo político ocupado por la derecha social, llamada liberal, incluso cuando muestra un foco en posiciones moralistas bien conservadoras, y la izquierda vieja y nueva, en perfiles identitaristas o del Estado como respuesta para todo, vemos dos parcelas de expresión política polarizada reproduciéndose de forma desconectada del día a día de la población, como un debate espectacular sin ancla en la vida de las personas y, sin embargo, en una ilusión de totalidad, como si estuviésemos de hecho disputando toda la sociedad en esas discusiones, en una batalla de Leningrado o en la resistencia contra el nazismo, donde todo o nada estaría en juego todo el tiempo, mientras que en el campo de las materialidades la izquierda que pretende salvar a Brasil del fascismo recién terminó de co-gobernar con sus ahora enemigos. La pretensión de representar en la piel el destino de la nación, la izquierda no hace más que continuar asimilando formas de funcionar y de pensar de las élites, como quedó claro en la imposición de un proyecto político que no fue votado y que no evitaba la austeridad, el ajuste y el corte de derechos sociales, las alianzas con pastores homofóbicos y la relación de protección con la política que asesina. En definitiva, con lo que ahora llaman fascismo, que es también lo que nos lleva a recuperar la Revolución de Octubre.

Favorecidos por la plataforma de disputa electoral y la difusión de esa oposición en compartimentos de redes sociales y plataformas de comunicación vía celular, los herederos de la revolución y del fascismo o catolicismo conservador no se aproximan hoy a la ruptura, sino al perfeccionamiento del orden, en sus variantes progresista o conservadora-liberal, en una burbuja inflada de retórica y deshonestidad política de parte de la izquierda que pide el voto nuevamente, o de la derecha que señala a los gobiernos de izquierda por prácticas que la constituyen. Existe el fascismo en la misma medida en que la izquierda encarna la revolución. Es decir, como gestos, deseos íntimos, propuestas y visiones de mundo, pero eso no significa que ese sea el cuadro que describa el orden social posible. El opuesto de 1917, donde el nuevo orden evitaba el surgimiento de un fascismo, la restauración autocrática o una república burguesa estándar.

Cuando una formación política de izquierda se entrega a la administración de los asuntos de la burguesía, sin buscar alternativas políticas anti capitalistas o anti neoliberales, sólo cabe el rompimiento, caminar en el desierto o apostar a las luchas vivas, aunque decretadas como menores, «sólo sociales» y no políticas, o que no serían estratégicas porque se oponen a la máquina de desarrollo o al anhelo de retomar el crecimiento y avance de las empresas nacionales. El chantaje de lo «posible», la izquierda con posibilidades de frenar el fascismo, es el obstáculo para otra política que supere el fascismo políticamente, en la construcción de un mundo donde no tiene sentido.

En consecuencia, y honrando la vigencia del corte en el tiempo abierto por la revolución de octubre, la izquierda demuestra poder entrar nuevamente en un modo de funcionamiento estalinista, neutralizador de las energías revolucionarias, burocratizante y autoritario. En frente del fascismo, a veces explícito, a veces proyectado como amenaza y auto-legitimación para pedir apoyo electoral, o para llamar a una plaza que permanece vacía, o se llena con funcionarios estatales, la izquierda latinoamericana viene mostrando reacciones de ese tipo. Así se excluyen de la prensa progresista o directamente difamadas posiciones de ambientalistas u organizaciones indígenas históricas en Bolivia y Ecuador, o se reclasifica junio de 2013 en Brasil, impulso vital, transformado en responsable del odio contra el PT, así como ya en aquella época, grupos anarquistas y autónomos o Black Blocs, fueron criminalizados por referentes intelectuales de izquierda y miembros del gobierno, como reacción a lo que veían correctamente como expresión política que los impugnaba.

La pregunta que queda en el aire es hasta qué punto fascismo y estalinismo se necesitan y se construyen mutuamente. Pensando en la Unión Soviética y aquí, ¿qué caminos políticos garantizan combatir el fascismo de forma más eficiente? Cuando dentro de la izquierda encontramos tendencias que detrás de la oposición retórica muestran una afinidad (industrialismo, nacionalismo, verticalismo, represión de la disidencia) vemos no sólo que si hubiéramos tenido un gobierno de izquierda revolucionario, muchas acciones podrían haber sido hechas contra un fascismo micropolítico que, evidentemente refleja el pensamiento conservador de buena parte de la población, y la subjetividad neoliberal que no es desarmada con las políticas públicas del progresismo. Si nuestra sensibilidad de izquierda nos moviliza contra el fascismo, no era para haber buscado caminos diferentes que alianzas con el gran capital financiero? Con modelos de producción que destruye los bosques y la vida en el campo? Con la ocupación de Haití y una relación de potencia imperial con países hermanos?

En vista de la situación, no es posible saber si es posible otra izquierda. No tiene sentido preguntarse sobre qué posiciones son más revolucionarias. Muchas revoluciones fueron hechas por casualidad, por quien no debía o estaba preparado para asumir un papel revolucionario. La revolución cambia las personas y el mundo, y por eso tiene sentido hoy pensar la política como relacionada con otros mundos, aquellos que no separan naturaleza y sociedad y en el pensamiento indígena, pero también en proyectos urbanos y en la experimentación de laboratorio muestran que la sociedad que los siglos XIX y XX imaginaron está siendo superada en varios lugares.

Cómo pensar hoy el sujeto de la revolución? En este siglo hubo cambios en el capitalismo, en el trabajo, en la subjetividad y en la visión que tenemos sobre el mundo, existente y deseado, hasta el punto de ser necesario abrir un debate no sólo sobre las condiciones para la revolución, sino también sobre quién, debería hacer una revolución hoy, si eso es políticamente necesario y posible. No se trata sólo de adecuar la idea de clase a las condiciones de trabajo fuera de la fábrica, como los teóricos del trabajo inmaterial y el capitalismo cognitivo ya lo hicieron. Se trata también de entender una realidad donde la propia idea de hombre, se encuentra transfigurada, afectada por tendencias post-humanistas; de incorporación de los no humanos al entendimiento del juego político; y de la percepción de muchos de que el mundo; no es más un ambiente físico inerte donde se desarrollaría la acción del hombre como sujeto histórico y predestinado a algo, en una «sociedad» o «civilización» que lo contendría.

No hay teleología que pueda sostenerse hoy sin conflicto, no hay sujeto ni historia que pueda ser entendida de forma iluminista y estable. Esto nos lleva, por un lado, a las márgenes, a las comunidades, a los sujetos excluidos de la narrativa moderna, por ser híbridos, desasociados, mezclados, invisibles para los códigos y formas de percepción anterior, incluso o especialmente de la izquierda. Los movimientos territoriales, étnicos, etc., no organizados desde el lugar de trabajo, ya han sido incorporados por la teoría y práctica de la izquierda. También la izquierda los ha capturado, manipulado o utilizado como base para los mismos fines que antes partidos de masa o sindicatos fueran burocratizados. La idea de sujeto histórico, sin embargo, inseparable de la vanguardia que se vuelve ese sujeto, lo conduce u orienta, continúa presente en las formas de acción política. No buscamos aquí dar cuenta de ese debate, pero es válido registrar que después de cien años de la revolución rusa, no sólo el concepto de revolución no describe el tipo de transformación que muchos revolucionarios están buscando, sino también que el que, cómo, para qué y, adonde de la revolución, están hoy abiertos y tensionados. Devenires antes que movimientos y sentidos de los procesos, conexiones antes que organizaciones y agenciamientos vividos en lugar de marchas históricas. En lugar de golpes y rupturas de violencia militar la revolución se plantea como imposible si no se piensa como afectos, relaciones, contestación del orden, no sólo político-económica (como si fuera poco!) Sino también de los principios autoritarios de una sociedad capitalista que, separa mucho de lo que puede permanecer junto, privatiza, mercantiliza y bloquea flujos vitales de un mundo que puede ser otro, aún hoy.

Sin claridad sobre el sujeto, el futuro, el espacio territorial de la revolución, veamos si al menos conseguimos pensar hoy ese poder social popular que fue la base de la revolución de 1917. Los Soviets, que no dejaron de encontrar internamente un agotamiento y refuncionalización cuando el poder del estado soviético los colocó para trabajar. La falta de claridad, aquí, puede ser virtud y no diletantismo o falta de comprensión de los devenires sociales. La falta de claridad es adecuada en la falta de forma y carácter fluido que sustituye a las formas del trabajo, participación política, organización colectiva y afectiva. Este poder de abajo, que nada puede representar, menos aún las formas republicanas y liberales dirigidas hacia el individuo propietario hasta ahora. Sin una forma de lucha por caminos previsibles (aquel llamado eterno para una huelga general revolucionaria que cuando sucede encuentra fuera de ella a la izquierda que siempre la buscó); sin posibilidad ni voluntad para un movimiento que se oponga al Estado en el campo de los armamentos y dispositivos de represión y seguridad militar, lo que tenemos es lo que está sucediendo. Las luchas.

Comunidades y Quilombos reconstituidos que se organizan contra agronegocio y empresas mineras que invaden sus tierras. Ocupaciones de escuelas, de terrenos, de edificios, de espacios institucionales, de calles, de propiedades ociosas, de lugares del Estado. La sexualidad vivida de una nueva manera, o el arte significativo fuera de los circuitos comerciales. Territorios ancestrales, que son re-ocupados, o aún ocupados, con otras lógicas diferentes a las que mandan los poderosos. Territorios que no se venden, como la familia de pastores que se niega a entregar el último pedazo de tierra en el sector controlado por la empresa minera Yanacocha, en Cajamarca, Perú.

Crear poder territorial, y nuevas instituciones, horizontales y libres, en los barrios, en las comunidades, en la red de computadoras. Los sin techo o los estudiantes que ocupando empiezan a construir la educación o la ciudad que quieren. Las fábricas, aún, porque la revolución proletaria aún existe donde tiene trabajo para ser reapropiado, o interrumpido por huelgas que ciertamente hoy están mucho más abiertas a convertirse en luchas que se conectan con un rechazo del mundo de la explotación del trabajo, con huertas comunitarias, luchas de periferias o centros. Si partidos y naciones hacen hoy algún sentido es para ser ocupados. Un problema de los progresismos latinoamericanos es que perdieron esa connotación. No eran indios, trabajadores, campesinos, mujeres, militantes de derechos humanos ocupando instituciones. Se convirtieron en una nueva elite, generalmente blanca, dejando a indios y sin tierra lejos de las decisiones, convirtiéndose en el Estado que muchos de ellos siempre fueron, en el pequeño poder de sindicatos, universidades, carreras políticas. Otros dejaron de luchar aceptando la fuerza de procesos que, sin contrapoder y resistencia, transforma hasta los mejores intencionados en piezas de una máquina de administración.

Los soviets son trabajadores organizados contra el patrón, ocupaciones libertarias y también una plataforma en línea que pueda hacer confluir energías de ruptura. El desafío es sintonizar, todos con todos contra el poder, y activando un poder multitudinario que mostró, en varios lugares, que cuando despierta puede todo y después permanecerá como marca. El poder dual de los bolcheviques, que se ha convertido en un nuevo Estado, puede hoy estar en otro nivel, porque el capitalismo está al mismo tiempo más distante, articulado globalmente con una rapidez difícil de neutralizar por los medios tradicionales, de forma inmaterial y también más cerca, dentro de nosotros, con dispositivos de deuda, aislamiento, y neoliberalismo en las relaciones, derechos y formas de vida. En lugar de crear un Estado, un banco, un partido, conseguir estar más allá, y, sin embargo, involucrar en ese más allá de nuestras vidas, que puedan empezar a funcionar con otra lógica, del común, de las tácticas que neutralizan el poder, incluso en la ciudad y en el centro de la producción capitalista. La revolución rusa tuvo éxito en imponerse como nueva realidad para todos los que antes se creían súbditos del zar. En el mundo de hoy pensar más allá de la mercantilización de la vida y el neoliberalismo dentro de nosotros es posible también.

Como contra poder, con instituciones nuevas del común y armas para disputar una subjetividad formateada por el capital que construye otro mundo, mientras decreta la obsolescencia de lo que le precedió. Lo importante de los soviets es como se constituyen como nueva realidad, antes invisible o reprimida por el poder anterior, pero haciéndose realidad cuando pasó a tener las respuestas que los trabajadores movilizados querían oír. Los soviets serían también reprimidos, invisibilizados, refuncionalizados después de que se creara un poder soviético. Y ese quizás sea el problema que se plantea para los espíritus libertarios de hoy. ¿Es posible soviets sin Estado soviético? ¿Existe posibilidad de «todo el poder para los soviets» sin que una instancia separada, autónoma del movimiento, una nueva burocracia que diga representarlos tome su lugar, será posible?

La revolución rusa es la creación de condiciones para que suceda lo imposible. Ella desafió la historia, y no era el producto de un proceso que la tenía por fin. Se produjo contra lo más esperable: el establecimiento de una república burguesa en Rusia, como las de Europa occidental, o la represión del movimiento radicalizado en las calles, como ocurrió meses antes de octubre, y en 1905. La revolución rusa es también la revolución que no se produjo antes en Alemania, y que tampoco fue el detonante de una revolución mundial. Ella sucedió contra la repetición y el poder, y eso es lo que ningún poder conseguirá hacer que no suceda más. Donde hay poder hay resistencia, y todo poder en algún momento cae. El fascismo existe, pero nuestro objetivo principal no es derrotarlo. Nuestro objetivo anterior es hacer nuestra revolución, y eso es lo que va a imposibilitarlo.

Sao Paulo,

Martes 7 de noviembre de 2017

 

Traducción del portugués: Santiago de Arcos-Halyburton

Nuestro Lenin // Mariano Pacheco

¿Quién necesita una revolución? // Diego Valeriano

Sin duda alguna los guachines, que de sueltos que andan molestan por igual a caretas y piolas, necesitan una revolución contra el adultismo agobiante que hace y habla por ellos, que los quiere proteger y siempre les recabe. Necesitan una revolución para correr el camión regador en las tardes de calor, para trepar al tren en cualquier estación, para seguir haciendo cualquiera en la escuela, para no aburrirse en esos talleres tediosos, para bajar a piedrazos a los que se suben al patrullero y proyectan de manera altruista futuro, amor del más puro, cuidados y educación. Necesitan una revolución sangrienta que termine de una vez por todas con la psicóloga, el trabajador social, la secretaria del juzgado y el educador militante.

Alejandra también la necesita, antes que nada para vengar la muerte de Marquitos y Lucas, para que alguien le crea alguna vez, porque le duele y sabe quién fue. Porque ella, de sincera que es, a veces miente o fabula que no es igual pero muy pocos entienden la diferencia. Necesita una revolución y así poder juntar a todos los pibes que ranchan en las estaciones del San Martín. Necesita una casa más grande, más vínculos collage, postear su dolor, que entiendan su deambular y sus ganas de festejarle los 15 a la Mili aunque ya tenga 18.

La nena de 9 que solo quiere crecer para vengarse, los transas, los delivery, el pibe que junta los bidones de pis de las viejas, el gede que pasea perros para seguir insistiendo en la fiesta, las chicas que esperan en Zeballos, Milton que hace de campana, las turras que desertan, la parejita de pibitos que se daban besos y odiaban con la misma intensidad de Morón a Flores, los que venden pollitos pintados en la estación de José C. Paz y la doña que se hizo cargo de todo el negocio cuando el hijo le quedó preso necesitan una revolución. Pero esta vez y de una vez por todas necesitan una que sea inmediata, voraz, genuina y ante todo una fiesta, porque para sacrificios, esperas y giladas ya tienen sus días.

¿Qué Lenin hoy? // Clinämen

Diego Sztulwark reflexiona sobre qué es posible recuperar de Lenin en la actualidad. Ya no se trata de repetir citas y modelos que el revolucionario dijo o hizo -el llamado «leninismo»- sino pensar un realismo revolucionario que sea capaz de actualizar las cartografías, articulando lucha política, social y económica. Lo que nos liga a Lenin, en definitiva, es una confrontación íntima e inacabada sobre la forma política que permite la afirmación de la autonomía del trabajo vivo. “La revolución no es tanto el diseño de una voluntad como el movimiento absoluto de la tierra”.

El «gran culpable», ¿Qué Lenin hoy? // Diego Sztulwark

Serie ¿Quién necesita una revolución?

                        Diego Sztulwark                                                                         11/05/2017

Ya era una transformación incorporal la que había extraído de las masas  una clase  proletaria en tanto  que agenciamiento de enunciación, antes de  que se dieran las condiciones
de aparición de un proletariado como cuerpo.     
G. Deleuze y F. Guattari

Claridad, a nombre de la vanguardia organizada del proletariado y de la juventud y los intelectuales revolucionarios del Perú, saluda la memoria del  gran maestro y agitador ruso.  

                                                                                                        José Carlos Mariátegui

   Para nosotros, los soviets no son importantes por sus formas: lo que nos interesa realmente es la clase de la que son expresión.                                                                                                            V. I. Lenin

 

El rechazo a Lenin es un signo de los tiempos y tal vez de lo que Walsh llamó “déficit de historicidad”. No hace falta escuchar a sus refutadores más encarnizados, a aquellos que lo asimilan al “totalitarismo”, como si el credo en la libertad del individuo resolviera el escándalo de la explotación social. Alcanza con escuchar a quienes lo reivindican para entenderlo. En el medio hay de todo: el peronismo festeja el óleo del pintor Daniel Santoro, que muestra a Eva Perón castigando a un Lenin bebé desnudo sobre su regazo, mientras que para el pensador post-obrerista italiano Franco Berardi (Bifo), Lenin es el exponente de un catastrófico Cristo oriental, cuya búsqueda de pureza –procedente del espiritualismo ruso- llevó al bolchevismo a desprenderse de las pulsiones del proletariado en favor de la encarnación de una Idea. Si para el peronismo, con la exclusión desde luego de John W. Cooke y del llamado peronismo revolucionario, Lenin es un impulso extremo incapaz de centro, para el postobrerista se trata de un sujeto en colapso psíquico, de una inteligencia depresiva resuelta por la vía de una aceleración voluntarista propiamente masculina. Y hay más. La crítica libertaria acentuará su autoritarismo, el comunismo de guerra, la represión de la rebelión de Kronstadt. No es el caso de Rosa Luxemburgo -asesinada por la socialdemocracia en 1919, cuando el leninismo de Estado aun no se había desarrollado lo suficiente-, cuya polémica sobre la espontaneidad de las masas se asentaba sobre otra base de afinidades comunes. Tampoco es el caso de León Trotsky, cuya profunda admiración por Lenin está reflejada en su extraordinario libro Mi vida. También es diferente el caso de el Che Guevara, que adopta de Lenin –más que de Marx- su compresión de la revolución como excepción, pero lo critica –lo llama “el gran culpable”- cuando estudia la bibliografía de los manuales procedentes de la URSS que circulaban en Cuba en los inicios de los años 60, apuntando sobre los peligros de la teorización leninista de la Nueva Economía Política, que hacía subsistir la ley del valor en el socialismo. ¿Cuándo comenzó a pudrirse la revolución? ¿Con la estatización de los soviets? ¿Con la burocratización del centralismo democrático? ¿Con la llegada al poder de Stalin? Todas las preguntas acumuladas a lo largo del siglo XX –siglo que culmina con la restauración- ahora se levantan contra él, acusatorias.

 

Como balance del ciclo de las revoluciones subsiste un reproche. La revolución sólo fue una ilusión, lo único real parecen ser sus costos. El realismo se ha vuelto antileninista. Y se llena la boca hablando de “Estado de derecho”. Sin importar lo que hay de ilusión en sus propios razonamientos. Sin pudor por sostener un ideal democrático castrado. Un realismo sin revolución cuyo único efecto verificable es el de incapacitar a la democracia para toda actividad igualitaria. La propia izquierda asume este balance cuando lee a Gramsci sin Lenin, y olvida que Lenin era para Gramsci la hipótesis misma del “príncipe colectivo”. Es la tesis de la traductibilidad. Gramsci interesa justamente por ser un leninista agudo. Es decir, por captar en Lenin a Maquiavelo. ¿Cómo hacen los profesores de teoría política para enseñar la grandeza del florentino sin mencionar al ruso? Hasta Karl Schmitt, el pensador extremo de lo político como comunidad estatal (la política como enemistad entre los Estados), proclamaba la genialidad de su principal enemigo, el inventor de una política distinta, “partisana”, capaz de destruir la politización del Estado por la vía de la politización del antagonismo de clases.

Foto tomada el 6 de octubre de 1918, en Moscú

La cuestión de un realismo político revolucionario proviene de Maquiavelo. Se trata justamente de comprender lo político como aquello que se pierde cuando se activan la ilusión y la utopía, cuestión esta última perfectamente clara para un Gramsci o un Schmitt. Como cualquier otra, la ilusión revolucionaria conduce a la desilusión, esteriliza la estructura cognitiva propia de lucha democrática (la crisis, la lucha de masas, la revolución son también experiencias epistémicas, modos de pensar). Según el autor de El Príncipe, lo propio de los sujetos consiste en proyectar sus deseos y confiar en ellos a costa de los signos que evidencian el peso imponente del orden real que desearían transformar. De allí que la política tenga algo de difícil, una ciencia (o un arte). Maquiavelo llama “fortuna” a esa red viva de encadenamientos causales, en continua recombinación, que determina mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar. El choque entre lo continuo del deseo –ilusión- y la variabilidad de las determinaciones –fortuna- abre para Maquiavelo el saber propiamente político de la “virtud”, que no es otra cosa que la capacidad de activar una analítica parcial (fechada) y local (circunscripta) sobre aquellos movimientos que afectan la situación en el corto plazo, de modo que la acción se ajuste a los posibles que sugiere la cadena de determinaciones. ¿Y Lenin? Mediante su lectura de las luchas de fines del siglo XIX ruso y de La Lógica de Hegel y El Capital de Marx, el líder bolchevique actualiza la cartografía del saber político maquiaveliano, fundado siempre en el antagonismo, en la constitución de un “sujeto finito” -forjador de ideas de corto plazo-, y en un intenso anti-utopismo, como modo de prevenir la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico hacia un plano de trascendencia moral o teológico (“la fantasmagoría del deber ser”)[1].

 

Luego de décadas de glorificación sobrevienen décadas de demonización. La ortodoxia leninista en todas sus variantes deshistoriza en beneficio del antileninismo. Dos caras de un mismo borramiento. Salvo, quizás, que subsista una recuperación subversiva, libre y desobediente de toda mistificación, capaz de componer un Lenin más allá de todo “leninismo”. ¿Es posible concebir un Lenin cartográfico, fascinado con la espontaneidad de la lucha de masas? ¿Existió eso? Tal vez. Puede rastrearse, es solo un ejemplo, el bellísimo seminario que dictó Antonio Negri, en 1972, en el Instituto de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas de Padua, publicado bajo el título La fábrica de la estrategia. 33 lecciones sobre Lenin. Debe haber más. ¿Un Lenin autonomista? Sí. Un Lenin que apuntó a la creación de una forma política a la altura de la espontaneidad de las luchas, de la complejidad de la formación social rusa, de la articulación entre lucha económica y política, y de la afirmación de deseos y aspiraciones proletarias y populares. No se trata de la vigencia eterna de Lenin, puesto que la estrategia se ajusta a una coyuntura y a una determinada “composición de clase” (y la teoría del partido de Lenin se corresponde, según Negri, con la fase de subsunción formal de trabajo en el capital), sino de una lectura que actualiza el punto de vista revolucionario. El Qué hacer debe ser traducido nuevamente. Se ha entendido todo mal. La tesis de una vanguardia “exterior” a la clase trabajadora hizo olvidar que dicha vanguardia es obrera, que la ciencia de partido es el punto de vista de la lucha plebeya -no un nuevo positivismo vulgar-, y que en el Occidente moderno –traductibilidad gramsciana-, donde la subsunción del trabajo al capital ha llegado a ser real, el análisis teórico no tiene porqué provenir de un grupo separado sino de los mismos movimientos en lucha. El propio centralismo democrático, dice Negri, no sería otra cosa que una necesidad dependiente del contexto de la autocracia rusa. Partido de la inmanencia como transición revolucionaria en que la vanguardia deviene “vanguardia de masas”. Un Lenin contemporáneo necesita de nuestra propia contemporaneidad, es decir, de una actualización cartográfica.

 

Lenin fue leído también como potencia nominalista, una de las “mil mesetas” de Deleuze y Guattari. En A propósito de las consignas (1917) los autores encuentran “un tipo de enunciado específicamente leninista en la Rusia Soviética”. Se trata, dicen, de una máquina de enunciación propiamente literaria. Como en Kafka: escribir es adelantar el reloj: huir, sostenerse y agarrar el mundo. La política trabajando el lenguaje desde su interior. Si la Primera Internacional “inventa” un nuevo tipo de clase (“Proletarios de todos los países del mundo, uníos.”), la ruptura leninista con la socialdemocracia inventa una segunda “transformación incorporal” que extrae de la clase proletaria una vanguardia como “agenciamiento de enunciación” (“a riesgo de caer en un sistema de redundancia específicamente burocrático”). Interesados por fechar acontecimientos, los autores citan a Lenin cuando afirma que la consigna “todo el poder a los soviets” solo fue válida entre el 27 de febrero y el 4 de julio de 1917. Es decir, fue útil para el desarrollo pacífico de la revolución pero ya no para la guerra. Y es que, dice Lenin,  “toda consigna debe ser deducida de la suma de particularidades de una situación política dada”. La idea de que la actividad política es capacidad de escucha y alianza con el síntoma presente en el campo social divido en clases es quizás la más pervertida por las tecnologías de los focus group.

 

Lo que nos separa de Lenin es demasiado, aunque su nombre permanezca como representante de un realismo revolucionario peligrosamente ausente. No es que no haya aparecido nada desde entonces, pero no es tanto lo que se hizo en nombre de la revolución por fuera del lenguaje leninista. Quizás por el lado de Félix Guattari se puedan encontrar síntesis originales. Su noción de “transversalidad” (y luego la de metamodelización) permite reunir radicalidades diversas. “Ecologías” las llama. Guattari supo sostener una atención múltiple a planos de existencia de los más variados. Su “revolución molecular” se nutría de procesos activos -movimientos sociales, tecnológicos, artísticos, salud mental, mundo “psi”, partido verde, feminismo, obrerismo italiano y un largo etcétera-, en diferentes lugares del mundo como en Brasil y Japón. Toda su obra es un intento de actualización cartográfica de los flujos del capital (Capitalismo Mundial Integrado, época de la subsunción de la vida en el capital) y de subjetivaciones deseantes. ¿Hay lugar en esta proliferación para un realismo revolucionario? ¿Es aún necesaria la organización y la estrategia cuando lo que ocurre es una pluralidad heterogenética que multiplica los posibles de intervención en un campo social tomado por el caos y la complejidad? Estimo que sí, que si la “caósmosis” guattariana acaba con el postulado de una instancia política como instancia privilegiada (fetichismo de lo político), no es porque renuncie al problema principal de la revolución –el antagonismo de clases en la relación social capitalista- sino porque se deshace de estereotipos y nostalgias.

 

La proliferación de movimientos y subjetivaciones que recorrió el territorio sudamericano durante la última década corre riesgos de perderse, si no emerge un realismo revolucionario capaz de volver a trazar una correlación entre la materialidad de las luchas, las formas de reproducción material y la naturaleza de las instituciones. La revolución no es tanto el diseño  de una voluntad como el movimiento absoluto de la tierra. Movimientos tan reales como incalculables (“fortuna”). El pensamiento político y filosófico de ese absoluto (“virtud”) solo puede ser vivido como algo raro e inminente. De ahí el estado anacrónico de “preparación” en que vive el revolucionario. Prepara una figuración inédita: La de un “príncipe” (como decía del poder colectivo el comunista Gramsci; una “entidad emergente-heterogénea”, siguiendo a Guattari) capaz de dramatizar la afirmación de una autonomía que haga de lo común el fundamento de la “República”. No se trata por tanto de evocar a Lenin eludiendo toda definición sobre nuestra relación con él. No. A Lenin lo necesitamos aún cuando ya no lo asumamos como premisa, como un sistema de fidelidades, citas o esquemas a presuponer. Lo que nos liga a él es una confrontación íntima e inacabada sobre la forma política que permite la afirmación de la autonomía del trabajo vivo. Esa forma política que articula, habilita la decisión colectiva y puede ensayar formas de neutralizar la violencia represiva, sigue pesando, en su ausencia, sobre nuestra coyuntura.

 

 

 

[1] Ver Gabriel Albiac, Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza. Tecnos, Madrid, 2011.

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