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“La situación de Venezuela puso en su lugar a los revolucionarios de manual” // Entrevista a José Duque

Por Mariano Pacheco

“Estamos en un momento en que ya se hace urgente e inevitable hacer un recuento de lo que hemos hecho como pueblo y como sociedad”, subraya José Roberto Duque, periodista y escritor venezolano, en esta entrevista con revista Zoom.

Me interesa comenzar esta conversación poniendo el foco en una afirmación (“estamos en guerra y en revolución”), que aparece en tu libro, para relacionarla con la consigna chavista de “Socialismo del siglo XXI”, para desde allí proponerte pensar en aquello que, en su libro “Sobre la Revolución”, Hannah Arendt dice respecto del Siglo XX. A saber: que no puede pensarse el siglo XX sin tener en cuenta los conceptos (y las experiencias) de guerra y de revolución. El siglo XXI de algún modo se caracterizó por iniciarse con un discurso de fin de la historia, fin de las guerras y fin de las revoluciones. Pero el alzamiento zapatista en México (1994)y la emergencia del proceso bolivariano en Venezuela (triunfo de Chávez en 1999, a una década del “Caracazo”) dieron cuenta de lo efímero del discurso del fin de la historia, así como las agresiones desatadas por EE. UU contra Irak (1991)  dieron cuenta de lo efímero del discurso del fin de las guerras. ¿Qué pasa con la revolución? Pocos o casi ninguno de los denominados “gobiernos progresistas Latinoamericanos se refirió a sí mismo como “Revolución”. Pero la Venezuela Bolivariana sí.

¿Qué hay de guerra, qué hay de revolución, entonces, en el proceso venezolano?

La guerra es la situación más obvia que tenemos acá ahora, y no sería honesto restringir esa conclusión a lo que ocurre en Venezuela, es una situación planetaria. En algunos países esa situación es más evidente y dramática que en otros, pero es obvio que esta generación asiste a un momento de confrontaciones bastante duras y con objetivos físicos y simbólicos muy claros: desde las simples movidas geopolíticas, que en ajedrez vendrían a llamarse “posicionales”, hasta el control efectivo y violento de territorios y recursos. El gobierno de Estados Unidos ha dicho que derrocará por cualquier vía al gobierno de Venezuela, ya eso es una declaración de guerra. Pero incluso ya sin esa declaración palmaria y directa tenemos noticias del despojo de recursos y entidades por parte de Estados Unidos y sus satélites, tenemos unos preparativos de intervención armada desde Colombia y media docena de planes invasores y magnicidas, descubiertos y derrotados: eso se llama estar en guerra.

Las evidencias de que en Venezuela existe una Revolución en marcha trascienden el ámbito de la acción gubernamental. Es decir, los países no necesitan que su gobierno declare que es revolucionario para comprobar que está ocurriendo una Revolución. Si forzamos un poco el análisis y lo emparentamos con el modo de acercarnos a la evidencia de la guerra, pudiera decir que en todo el planeta hay una Revolución en marcha, con distintos grados de desarrollo según los países y regiones. Al final, las revoluciones no las hacen los gobiernos sino los pueblos, y no las propicia una vanguardia sino un estado de cosas. Caso concreto de Venezuela: Estados Unidos quiere hacer colapsar el tipo de sociedad que el mismo Estados Unidos impuso acá, y esa misión coincide con la misión de los revolucionarios. Los dos bandos en pugna hacen esfuerzos para alcanzar el mismo objetivo: el colapso de un modo de vida. Es tan peligroso como fascinante. Es una situación de crisis revolucionaria.

 

En la gacetilla de prensa de la editorial Tinta limón, con la que se promociona tu libro en Argentina, puede leerse: “En el mapa político llamado Revolución Bolivariana el autor se define como un defensor del proceso que sostiene al chavismo en el poder pero no sujeto a líneas oficiales o partidistas”. Teniendo en cuenta cierto peso que el stalinismo tuvo en la intelectualidad de izquierda Latinoamericana y el camino recorrido por el chavismo en estas ya dos décadas de existencia: ¿Cómo caracterizarías la relación entre chavismo e intelectualidad crítica venezolana?

Como suele suceder cuando se producen situaciones de conmoción real y radical en el sistema de costumbres, cuando hay un estremecimiento en las zonas de confort y en la apacible cotidianidad o “normalidad”, la revolución que ocurre suele desbordar la paciencia y la capacidad de análisis y de resistencia de algunos sujetos. Muchos intelectuales de izquierda parecen muy radicales en el discurso, pero su modo de vida es más bien pequeñoburgués, acomodado o alejado del pueblo que sufre. Como la gente no es lo que dice sino lo que hace, la situación venezolana ha puesto en su lugar a muchas luminarias que invocaron y teorizaron sobre una revolución de manuales y libros durante décadas, y ahora se espantan ante la dureza de una Revolución de verdad.

En un mundo cada vez más tomado por la lógica de la instantaneidad (redes sociales, frases cortas, primacía de la imagen por sobre la palabra), me interesa conocer tu punto de vista respecto del trabajo que implica escribir un libro como el que recientemente publicaste.

Lo que seduce o invita a leer no es la frase corta, es el sabor y la magia con que la escribes. Estoy convencido de que el interés por las largas lecturas no ha desaparecido, al menos no por culpa de la pereza mental de los lectores. Creo más bien que hay demasiados autores pesados, discursos insufribles, análisis pretendidamente densos que, al diseccionarlos, no son profundos ni importantes sino simplemente aburridos. Hay autores capaces de hacerte bostezar incluso en una entrega o trino de Twitter. La captación de nuevos, interesados e interesantes lectores la logra el esfuerzo de quien escribe, no la capacidad o disposición de los lectores para seguirte. O escribes para una élite de momias, habitantes de catacumbas seudofilosóficas, o escribes para el pueblo que desea y entiende propuestas de lectura terrenales, callejeras y musicales. Esta generación no es floja ni propensa a las lecturas superficiales (y muchas lecturas cortas no lo son), sino que hay autores que, sencillamente, no provocan leer.

¿Cómo vivís este doble trabajo que implica escribir un libro y ponerlo a circular, pero también, escribir un libro en el que –como sucede en “Cómo fue que la historia nos trajo hasta aquí”– se busca inscribir la actualidad en su historicidad?

Creo que es un solo trabajo, no dos: estás incrustado inevitablemente en un mundo actual, sobre el que tienes muchas cosas que decir, y no puedes decir nada interesante sobre esa actualidad si no volteas a ver qué te trajo a este momento.

Por último: el libro salió en un contexto de pandemia mundial. ¿Alguna reflexión que quieras compartir al respecto? Sobre el modo en que Venezuela enfrenta esta situación, o las implicancias que el virus trae a la realidad actual de la humanidad.

Al principio me invitaste a reflexionar sobre dos asuntos en marcha en Venezuela: guerra y revolución. Hay un tercer asunto que completa el panorama y el carácter de este tiempo, tal vez porque es la consecuencia lógica de los dos anteriores: el colapso. Con los síntomas del colapso hemos vivido varias veces los venezolanos durante este siglo, pero esos síntomas no se habían instalado en nuestra cotidianidad con la potencia con que los vivimos ahora mismo. La pandemia ha hecho que el proceso o la sensación de colapso sea más patente, más opresiva e incluso más dolorosa. Aunque en Venezuela no tenemos la situación dramática de otros países del entorno, respecto a los efectos o estragos del Covid 19 (altísima mortalidad, sensación de desamparo médico o sanitario, desinterés o negligencia de las autoridades respecto a la pandemia) estamos en un momento en que ya se hace urgente e inevitable hacer un recuento de lo que hemos hecho como pueblo y como sociedad. Es un buen momento para un libro que busca hacer precisamente ese ejercicio. Esto último parece una declaración un poco oportunista y cínica, y seguramente lo es. Porque no es hora de fiestas ni celebraciones, sino de ajustarnos el cinturón y saltar hacia otro tipo de relación de la especie humana con el planeta.

en Revista Zoom

La institución de lo común: ¿un principio revolucionario para el siglo XXI? // Entrevista a Pierre Dardot y Christian Laval

En Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (2015), el filósofo Pierre Dardot y el sociólogo Christian Laval definen el principio de lo común como una actividad experimental e instituyente de autogobierno, profundamente democrática, capaz de crear dinámicas sociales, políticas y económicas opuestas a la racionalidad neoliberal. Previamente, habían estudiado esta racionalidad, en términos de gubernamentalidad, en La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal (2013), y después la analizaron en la coyuntura de su reconstrucción poderosa, luego de la crisis financiera de 2007, en La pesadilla que no acaba nunca. El neoliberalismo contra la democracia (2017). Inspirados por la puesta en marcha del principio de lo común en numerosas experimentaciones políticas y contestatarias actuales, dispersas en el mundo, los autores inscriben su idea de un comunismo de los comunes en una renovación crítica, transectorial y cosmopolítica del comunismo y de la izquierda.

Común en singular y comunismo

Patrick Cingolani (PC) y Anders Fjeld (AF): En Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI, ustedes insisten en la importancia de definir lo común en singular, como principio político transversal con respecto a las luchas actuales, como aprehensión institucional de bienes comunes y como dinámica emancipadora frente al neoliberalismo. Una cuestión central es la del comunismo, en lo que se refiere a sus orígenes, sus formas diferentes y su destino en el siglo XX. Su último libro, La sombra de Octubre1917-2017 (2017), profundiza en esta reflexión. Para empezar, ¿podrían explicar su insistencia en el singular de lo común? Y, partiendo de allí, ¿podrían explicar cómo intervienen ustedes en la tradición comunista para repensar las luchas actuales y la cuestión de la emancipación hoy?

Pierre Dardot (PD): La referencia al plural, los comunes, era de uso corriente cuando publicamos Común, en su versión francesa, en 2014; incluso bajo la forma de bienes comunes. En cambio, el uso del singular era raro, para no decir inexistente. Ahora bien, no insistimos en el singular para oponerlo al plural, sino para aclarar la relación entre el singular y el plural. Lo que realmente nos interesaba en nuestra arqueología de lo común era tratar de ver cómo un principio atraviesa las luchas actuales. No buscamos superponer, de manera artificial, un principio metafísico a las situaciones que conocemos, que vivimos, sino, al contrario, identificar un principio que parecía estar funcionando en las experimentaciones más interesantes alrededor de la cuestión de los comunes. Fue, sobre todo, a partir de los movimientos de las plazas —y por tanto de los comunes urbanos— que nos planteamos la cuestión de la definición de este principio, y nos dimos cuenta de que había allí algo muy profundo. Para retomar la expresión de los españoles del movimiento del 15M, había una reivindicación de “democracia real”, en el sentido de una democracia que se pretendía y que se decía “verdadera”, en oposición a la democracia representativa, sospechosa de disimular los intereses de una oligarquía. Esto se retomó después en diferentes movimientos, hasta el del parque Gezi, en Turquía.

Cuando estábamos elaborando el libro, teníamos presente todos estos ejemplos, que todavía estaban bastante vivos, con prolongaciones diferentes. Paralelamente, afrontábamos todas las dificultades de propagar tal movimiento en Francia. Me acuerdo de mítines de 150 personas en la plaza de la Bastilla, cuyo fin era emular, en el espíritu de sus iniciadores, lo que pasaba en España. Era un fiasco, en parte por razones que tienen que ver con la situación francesa, obviamente. Pero también por el hecho de que no es posible repetir nada de forma pura y simple; porque no se puede proyectar algo, como si fuera una receta, sobre una situación nacional, completamente particular.

Es importante subrayar estas experiencias porque, contrariamente a los que consideran que lo común sería para nosotros un principio metafísico, nuestra intención nunca ha sido reconectarnos con la herencia de la metafísica occidental para identificar una suerte de principio superior que permitiría juzgar o condenar, según tal o cual situación, una experimentación, sosteniendo que no se ajusta al principio de lo común tal como este fue postulado en su sentido original. Al respecto, insistimos en que se trata de un principio “meta-institucional”. “Meta-” no debe entenderse en el sentido de “por encima”, sino como algo que está en obra en la experimentación de nuevas instituciones. Consideramos, fundamentalmente, que los comunes son instituciones, en un sentido amplio que se inspira más en Cornelius Castoriadis (1975), que en una sociología de lo instituido. Estas instituciones de los comunes se experimentan hoy a gran escala. Aunque a menudo se trata de experimentaciones locales y situadas, tienen, no obstante, un alcance que va más allá de tal o cual población; un alcance que, con frecuencia, es inmediatamente mundial. La articulación que planteamos entre el singular y el plural se encuentra ahí, en esta relación entre los comunes institucionales y el principio que los anima desde el interior y que llamamos el principio meta-institucional de lo común.

Nosotros sustantivamos lo común, pero nos mantenemos muy atentos a no absolutizarlo, lo cual sigue siendo un gran riesgo. La tradición en Francia ha sido no sustantivar y más bien relegar lo común al rango de un adjetivo, y, entonces, hablar de los “bienes comunes” o del “bien común” (siendo este último un tópico de la filosofía política desde Aristóteles). Además, “los comunes” se han basado, sobre todo, en un enfoque de tipo económico y jurídico —los dos son a menudo mezclados— que nos parece reductor porque pone el acento sobre las propiedades o las características de ciertas cosas y no sobre la dimensión de la actividad. Si nos pareció tan importante definir este díptico entre lo común y los comunes fue, en efecto, para insistir en la dimensión de la actividad instituyente.

Christian Laval (CL): El uso teórico de lo común, en singular, proviene del trabajo de Michael Hardt y Antonio Negri, que son los primeros en promover este concepto en la década del 2000, a partir de la publicación de su libro Imperio (2002). Fue en nuestro intercambio con Negri, con su grupo y con sus amigos, en el marco de un seminario en el Collège International de Philosophie, y por medio de una relación a la vez amigable y conflictual en el plano teórico y político, que desarrollamos nuestra propia concepción. Nuestro primer libro en común, Sauver Marx? (2007), está efectivamente dedicado a la crítica de los trabajos de Hardt y Negri. Lo más curioso es que fue el propio Negri quien vino a buscarnos para hacer un trabajo con nosotros. Sin duda sabía que no íbamos a ser sus discípulos, y desde entonces los caminos, en efecto, se han bifurcado. Nuestra concepción de lo común está muy ligada a la institución y a la praxis instituyente, mientras que, por el lado de la corriente post-operaista de Negri,3 lo común es comprendido como una producción espontánea. Si Negri dice que nunca hemos estado tan cerca del comunismo, es porque ve que en las multitudes se desarrollan múltiples formas de interconexión, de commoning. El problema es que no tiene en cuenta la creación institucional, el acto de institución.

Esto nos lleva a la pregunta sobre el comunismo, que al mismo tiempo nos acerca y nos separa de Negri. Nos une el hecho de volver a poner la cuestión de lo común en el centro de esta pregunta. Curiosamente, la tradición comunista no ha dicho gran cosa sobre lo común. Siempre lo ha remitido rápidamente a la propiedad colectiva de los medios de producción y nada más. En los raros casos en los que los teóricos comunistas, como Lenin, han intentado definir lo común, ha sido para enunciar despropósitos del tipo “todo es común, incluso el trabajo”. Esto es, por cierto, extremadamente inquietante si uno piensa en el hecho de que Lenin lo pronuncia al comienzo de los años 1920, bajo el comunismo del periodo llamado “comunismo de guerra”. Uno tiene la impresión de que Lenin está hablando de un Estado que puede apoderarse de todo.

De todas formas, es curioso parecer ser los pioneros de una investigación que consiste en preguntarse qué quiere decir realmente “lo común”, lo que ha sido en la historia, las formas que ha tomado. Reinventar el comunismo, intentar pensar el comunismo hoy, es para nosotros indisociable de una interrogación sobre las formas que lo común ha tomado durante siglos. También notamos que el término mismo tiene una increíble riqueza significante. Había que sacarla, no para encontrar ahí una suerte de origen sagrado, donde todo se encuentra ya en el término mismo, sino para ver por qué este término ha tenido diferentes destinos y por qué se halla en el corazón del léxico político hoy, y durante siglos, en expresiones como comunidadcomunacomunismo, etcétera.

PD: El término “comunismo” se utiliza con demasiada frecuencia con una suerte de connivencia retórica, como si hubiera una significación común para todos sus usos. Es por esta razón que hemos querido mostrar, en particular en La sombra de Octubre, que cada vez que se habla de comunismo hay un entendimiento previo y particular de la naturaleza de lo común. Existe el comunismo de la comunidad, de 1830 a 1840, donde lo común se entiende como común de vida, un común moral, espiritual. La obligación es impuesta desde arriba, por el conjunto de la comunidad, a cada uno de sus miembros individualmente. Luego está lo común del que habla Marx, que es ante todo un común de producción, en el sentido de un común producido por la dinámica objetiva del capitalismo. Y está lo común del comunismo de Estado, que no es un común de producción, sino sobre todo un común estatal (y evidentemente no un común político, en el sentido en que lo entendemos nosotros). En la perspectiva del comunismo de Estado, es del común estatal que se deriva el establecimiento de los medios de producción. Hay que recordar que para Lenin, es el Estado el que debe establecer todo. En primer lugar, debe establecer el capitalismo en toda Rusia para lograr que el país pueda, de alguna manera, ponerse al día. Dicho de otro modo, debe hacer que se desarrolle en Rusia lo que se ha llamado la acumulación primitiva, pero bajo la dirección directa del poder de Estado, lo que implica una asignación totalmente autoritaria y terrorífica de la fuerza de trabajo, sobre todo a partir del periodo 1932-1934. Esta idea según la cual la actividad del trabajo debe ser la propiedad del Estado es algo que nunca se encuentra en Marx.

La naturaleza de lo común para nosotros, y de lo que llamamos el “comunismo de los comunes”, no es para nada la misma que se presenta en estas tres formas anteriores del comunismo.

Democracia, identidad y frontera

PC y AF: Una recuperación del sentido de la democracia es decisiva en su teoría de lo común. En La pesadilla que no acaba nunca, dicen: “Si, como creemos, el contenido de [la alternativa al neoliberalismo] no puede ser otro que el de la democracia llevada hasta sus límites, la elaboración de la alternativa debe consistir en la experimentación de tal democracia, es decir, en la experimentación de un común político” (2016 [2017], 225). ¿Esta idea de democracia no corre el riesgo de encontrarse atrapada entre una determinación negativa, ligada a la crítica del carácter antidemocrático del neoliberalismo, y una determinación derivativa de lo común, como si esta no fuera más que un corolario del principio de lo común? Para ustedes, ¿la democracia y lo común forman una suerte de alianza inherente e irreductible hasta el punto de hacerse indistinguibles, o hay diferencias, con tensiones posibles, en la forma de prácticas y orientaciones que pueden divergir? Partiendo de la teoría de lo común, ¿cómo pensarían ustedes estas dimensiones que son tan centrales en la concepción que elabora Jacques Rancière de la democracia: la conflictividad, la ambigüedad de las identidades y la incertidumbre de las fronteras?

PD: Bajo nuestra perspectiva, entre lo común y la democracia hay una identidad pura y simple. El principio de lo común no es otro que el principio del autogobierno, es decir, el principio de la democracia. Entonces, no hay la más mínima diferenciación para poder pensar en términos de tensión. Esto es decisivo en nuestra reflexión. Dicho esto, podemos distinguir la democracia como régimen, como principio y como experimentación.

Evidentemente, la democracia como régimen no se puede reducir a la elección de los dirigentes por parte de los ciudadanos. Esa es la acepción en extremo pobre, insulsa, en la que ha caído el término, en especial bajo la influencia del neoliberalismo. Nosotros oponemos la democracia a esta acepción y, al contrario de Rancière, nos parece completamente admisible hablar de la democracia como régimen. Pero hay que precisar sus condiciones y darle contenido. La regla de alternancia, según la cual cada uno debe ser, por turnos, gobernado y gobernante —que Aristóteles define en la ciudad antigua—, nos parece absolutamente fundamental. No hay democracia como régimen si no existe el respeto práctico de esta regla, así como la de la rotación de los mandatos, la de los principios constitutivos de lo que se llama el Estado de derecho, la de la división de los poderes, la de la independencia de la rama judicial; todos elementos evidentes que Castoriadis ha recordado de manera reiterada.

  • 4 “Nuit debout” hace referencia a un conjunto de manifestaciones contra la reforma de las leyes del t (…)

Luego, están la democracia como principio —principio de autogobierno— y la democracia como experimentación del principio de lo común. Aunque haya sido muy efímero, y con formas a veces extremadamente limitadas, consideramos, no obstante, que Nuit Debout4 fue una experiencia de puesta en práctica del principio de lo común a escala de un común político, esencialmente urbano.

CL: La pregunta presupone que nuestra idea de democracia está desarrollada de manera demasiado parcial, porque partiría de una determinación negativa. En efecto, en Común, después de La nueva razón del mundo, mostramos cómo el principio de lo común —que anima experimentaciones, luchas y movilizaciones— emerge precisamente contra el neoliberalismo. Pero para nosotros, esto no es para nada la marca de una debilidad de lo común. De manera muy curiosa, y de pronto al mismo tiempo muy lógicamente, es en las formas explícitas de oposición al neoliberalismo donde se encuentra la temática de los comunes, y es a partir de esta oposición que se puede establecer un análisis del contenido político de la reivindicación de los comunes. En este sentido, la oposición al neoliberalismo no concierne meramente a los principios económicos y políticos (como la manera de revitalizar la economía, el lugar del Estado, etcétera). En el altermundialismo y la ecología política, el neoliberalismo es criticado por su puesta en crisis sistemática y profunda de la democracia, incluso en sus formas más limitadas como la de la democracia liberal y representativa. La oposición efectiva al neoliberalismo implica la reivindicación de una democracia real, y esto es lo que para nosotros forja la identidad entre la democracia y lo común.

Nos apoyamos en un texto famoso de Naomi Klein, “Reclaiming the Commons” (2001) [Reclamando los comunes], donde después de Seattle, y en el momento del primer Foro Social Mundial de Porto Alegre, intenta definir el sentido del altermundialismo. Describe al neoliberalismo como una vasta empresa de apropiación no meramente de recursos naturales sino también de las condiciones sociales y políticas de la vida en común. Al instante, los comunes aparecen, entonces, como una respuesta a la racionalidad neoliberal. Estas formas alternativas se plantean como instituciones democráticas. No es una invención de nuestra parte; es lo que hemos observado en las grandes movilizaciones de las ciudades, en las ocupaciones de las plazas, en todos los lugares donde la cuestión de la democracia se ha planteado de manera muy explícita, no en un sentido que es de entrada teórico, sino práctico. Aunque hay a veces formas ingenuas y muchos impasses, en el fondo las movilizaciones de los últimos años y los movimientos de las plazas plantean de manera práctica la cuestión de lo que es una democracia real.

PD: En lo que concierne a la cuestión de la desidentificación y de la conflictividad, no tenemos ningún desacuerdo con Rancière. Pensamos la democracia como un principio conflictual, y nunca hemos contemplado la idea de hacer de lo común algo del orden de un consenso pacificador. Por el contrario, la conflictividad está presente en todas las experimentaciones que se han hecho; basta mirarlas. Para nosotros, no hay política como actividad sin conflictividad.

En cuanto a las identidades, en efecto puede haber aquí o allá ambigüedades con respecto al tratamiento de esta cuestión, o de hecho, su no-tratamiento, incluso tal vez una ceguera ante la cuestión de la identidad entre los que participan en las experimentaciones de lo común. Pero lo importante es entender que los comunes no corresponden, en general, a comunidades cerradas, o de pertenencia, lo cual se ve bien en las experimentaciones de hoy y en las de hace unos años. Incluso los comunes urbanos, por ejemplo, las ocupaciones en Italia, no responden a la experiencia clásica de las okupas. Hay edificios que están ocupados, pero se presenta también, inmediatamente, una apertura hacia la ciudad, tanto en Italia como en Quebec. Lo que nos interesa de la cuestión de la identidad es la manera en que los límites institucionales son reglas, sin ser fronteras; límites que no son fronteras. Aun en los comunes habituales y tradicionales, que se reinventan en la lucha contra la oligarquía neoliberal, hay a menudo —no siempre, sino a menudo— un tratamiento de la cuestión de la identidad que no es identitario, como en el caso de los Mapuche. En sus luchas actuales, en Argentina, así como en Chile, dado que viven en los dos lados de la frontera, hay una defensa de su identidad cultural que, sin embargo, no procede de una lógica identitaria. No es el caso en todos lados. No lo es, por ejemplo, en Bolivia, donde hay, por el contrario, comunidades que adoptan una dimensión de comunidad de pertinencia bastante cerrada. No obstante, hay comunes tradicionales que se reinventan en la oposición al neoliberalismo, como una forma de reinstitución, en un sentido democrático.

Lo común, el Estado y el servicio público

PC y AF: La nueva razón del mundo analiza la degradación neoliberal del Estado y de sus servicios, que están sometidos a los principios de competencia y de rendimiento, a la maximización de los resultados. El libro presenta una crítica de la colonización neoliberal del Estado. En Común, ustedes separan claramente lo común de lo estatal, y en un subtítulo, de hecho sostienen que “hay que liberar lo común de su captura estatal”. Paralelamente, esbozan algunas pistas de lo común, en especial en el sector asociativo, insistiendo sobre el carácter decisivo de la acción colectiva y, por consiguiente, de lo político. Ahora bien, nos parece que aquí se presenta una tensión entre dos figuras de lo social, una estatal y otra no-estatal, lo que parece confirmarse cuando vuelven sobre estas cuestiones en sus propuestas políticas al final del libro. Mientras parecen mantener la relación entre el Estado y el servicio público —donde se da prioridad al ethos del profesional de la “mano izquierda” del Estado—, quieren, al mismo tiempo, abrir el servicio público a los ciudadanos y a una democracia participativa efectiva. Sin embargo, ¿sería esto suficiente para superar a la vez la colonización neoliberal del ethos profesional y el endurecimiento burocrático? ¿Hasta qué punto puede el ciudadano ser un actor del servicio público? ¿No sería también lo común una forma de subversión de la relación saber/poder y, por lo tanto, de cierta identidad del profesional y de las relaciones instituidas alrededor de él? ¿Cómo relacionan dicho servicio público con lo asociativo, que, según ustedes, debe preparar la sociedad de lo común, pero al mismo tiempo está atrapado en los mecanismos de depredación mercantil de las nuevas formas de la socialización?

CL: Después de proponer una crítica de la racionalidad neoliberal en La nueva razón del mundo, efectivamente intentamos pensar, en Común, los tipos de alternativas que se presentaban en el campo político, así como en el campo social y económico. Nos pareció muy notable que a la sociedad de competencia generalizada impuesta por el neoliberalismo —que despoja a los individuos y a las colectividades de todo control sobre sus propios destinos y dinámicas— se opusiera otra forma de relaciones humanas, sociales y políticas fundadas sobre la puesta en común y sobre la elaboración colectiva de sus reglas. Es importante subrayar, por un lado, la inseparabilidad entre la manera de pensar las relaciones entre la gente en las actividades que llevan a cabo, y, por el otro, la elaboración colectiva de las reglas que rigen esta puesta en común. En este sentido, el principio de lo común no es precisamente un principio sectorial. No es un principio que se aplicaría sólo a la economía social y solidaria, o a los servicios públicos, o a las cooperativas, o de manera exclusiva a otras formas de experimentación. Es un principio transversal.

Así pues, nuestra pregunta, que podemos llamar estratégica y que aparece en particular bajo la forma de propuestas finales en el libro Común, es cómo este principio político de lo común puede avanzar, desplegarse, desarrollarse en los diferentes sectores sin privilegiar a ninguno. Esto se opone a dos visiones sectoriales típicas de ciertas izquierdas: una izquierda estatal y una asociativa. Existe, por un lado, y conformemente a una vieja figura de la izquierda, encarnada a fines del siglo XIX por Paul Brousse —que creía que todo debía volverse servicio público, que todo debía volverse Estado—, una izquierda que piensa la transformación social en términos del desarrollo de los servicios públicos y que piensa, entonces, la socialización como una extensión de la esfera del Estado, incluso como una apropiación de los medios de producción por parte del Estado. Es un rótulo muy típico de la izquierda francesa, obviamente ligado a la historia de Francia. Por el otro lado, existe lo que a veces se llama la “segunda izquierda”. Esta ha pensado el desarrollo de la autogestión y de otras alternativas al capitalismo bajo la forma de la asociación, la cual podría volverse un “tercer sector” entre el mercado capitalista y el Estado. El socialismo se desarrollaría, así, mediante una extensión progresiva de la economía social y solidaria, que contendría en sí misma los principios clave del socialismo.

Intentamos superar estas visiones sectoriales del socialismo —la versión estatal y la versión asociativa— al pensar lo común como un principio que debería encontrar en cada sector sus modalidades de desarrollo. No partimos de cero, no hacemos tabula rasa. En el sector asociativo, que hoy se llama economía social y solidaria, hay elementos y gérmenes de desarrollo de lo común. Muchos actores del sector —opuestos a la tendencia neoliberal, bastante fuerte hoy en día, que busca la transformación de dicho sector en emprendimiento social— recurren a los comunes precisamente para encontrar en su propio campo un sentido político más claro y más potente para su acción. Es lo que llaman los “comunes sociales”. Se trata de una reinterpretación política de la economía social y solidaria que coincide completamente con lo que acabamos de decir sobre la manera en que hoy toma forma la alternativa al neoliberalismo.

También observamos que los servicios públicos, en su historia y en sus propios principios, contienen componentes que remiten al principio de lo común, aunque hayan sido desviados y capturados por formas burocráticas. Nosotros intentamos mostrar cómo los servicios públicos pueden ser tratados como servicios e instituciones de lo común, justamente porque se trata, a escala de una sociedad, de una puesta en común de recursos, de tiempo, de medios diversos, ya sean materiales o inmateriales; es decir, de una puesta en común de medios destinados a satisfacer necesidades fundamentales a través del uso colectivo de los recursos.

En la actualidad, los servicios públicos están evidentemente dominados por las burocracias y las oligarquías neoliberales, lo que se corresponde con lo que hemos llamado la transformación neoliberal del Estado. Por lo tanto, no se trata, para nosotros, de sólo defender los servicios públicos. De ahí nuestra crítica a Pierre Bourdieu, quien, a partir de 1995, pensaba que la prioridad era hacer esta defensa, y que esta debía constituir la base de alianza que él buscaba entre las grandes organizaciones sindicales. Sin duda hay que defender los servicios públicos contra las ofensivas neoliberales, pero para nosotros se trata también de pensar su transformación. Más precisamente, se trata de pensar las formas de una democratización auténtica de los servicios públicos. Esto implica repensar, bajo una forma ampliada de la democracia de la empresa, la articulación entre la participación en estos servicios de los asalariados, de los usuarios y de los ciudadanos. ¿Qué significa para una escuela, una universidad, o un servicio público de transporte o de salud, incluir en realidad a los usuarios y a los ciudadanos en una deliberación, una decisión, una elaboración democrática? ¿Cómo puede un servicio público desligarse del control burocrático y oligárquico para volverse una institución de lo común según los principios del autogobierno? Se plantean aquí una cantidad de problemas, entre ellos el problema de la escala. Está claro que una escuela o una estación de tren no puede simplemente autogobernarse desde lo local. Depende de otras escalas determinar y elaborar reglas colectivas. No nos lo imaginamos de otro modo. Si cada escuela tuviera que determinar sus propias reglas de funcionamiento, recaeríamos en la lógica del mercado puro. De ahí la cuestión de la organización de las escalas bajo la forma federativa, tal como nos la imaginamos al final de Común. No buscamos establecer un programa político o proponer medidas, sino abrir el campo de la reflexión.

PD: A propósito de los servicios públicos, es esencial entender que lo que vivimos hoy no es en absoluto una tensión entre la administración burocrática y la gestión neoliberal, sino, por el contrario, una alianza perfecta entre ambas. Afirmar, como lo hacen algunos en la izquierda, bajo el pretexto de lucha contra el neoliberalismo, que este último es el reinado del mercado puro sin burocracia estatal y que, por lo tanto, hay que defender el Estado, incluso en su forma burocrática, nos parece un completo callejón sin salida. Basta observar cómo son gestionados hoy los hospitales, para darse cuenta de que son cada vez más neoliberales. Esto se nota, por ejemplo, en la creación de gigantes burocráticos, como los llamados agrupamientos hospitalarios de territorio. Frente a esto, la cuestión es cómo enfrentar la burocracia en los servicios públicos. No podemos pretender que no existe.

Para replantear hoy la cuestión de los servicios públicos, hay que partir de la ambición inherente a la noción de servicio público, esto es, de la exigencia del igual acceso para todos, de la universalidad. El monopolio que tiene la administración estatal en la actividad de deliberación y de decisión nos parece que prohíbe, justamente, que esta universalidad sea efectiva. Ir más allá de este monopolio implica permitir a los ciudadanos intervenir, participar de un modo directo en la elección de la orientación, con estructuras que pueden ser muy diferentes y diferenciadas en escala. No se trata simplemente de que sean consultados, como en las encuestas de satisfacción, sino que deben tener la posibilidad de participar en las grandes decisiones concernientes a las elecciones de orientación de los servicios públicos. Todo esto exige poner por completo en tela de juicio la lógica de gestión y la lógica burocrática.

Por lo tanto, hay que partir del hecho de que los servicios públicos son una obligación positiva del Estado, y afirmamos con Léon Duguit que dicha obligación está en contradicción con la soberanía del Estado. Defender a la vez la soberanía del Estado y los servicios públicos, como lo hace mucha gente en la izquierda, es un absurdo y es una herencia de la que incluso Bourdieu es deudor. Se trata, por el contrario, de pensar los servicios públicos contra la soberanía del Estado porque, precisamente, el Estado no puede hacer lo que quiere al respecto. Es la razón por la cual hay que proceder a una desestatalización de los servicios públicos, para poner en cuestión el monopolio de la administración burocrática y hacer prevalecer el principio del autogobierno, incluso en la forma en que los propios servicios públicos son gobernados. Por supuesto, esto también implica poner en tela de juicio cierto monopolio de la experticia y del saber que excluye la participación de los ciudadanos.

La cuestión de la escala: las finanzas y la Unión Europea

PC y AF: ¿Qué sucede con los territorios más hostiles, así como con los que están situados en otra escala, como las finanzas y la Unión Europea? Parece que hay fuerzas, presentes en todas las escalas, que obstaculizan poderosamente cualquier práctica de lo común y su capacidad para institucionalizarse, para influenciar las escalas superiores y transformar las instituciones existentes. ¿No habría, en este sentido, un dilema en su teoría, en lo que concierne al anclaje situado de lo común, en relación con la extensión difusa y totalizante del neoliberalismo? Con respecto a la Unión Europea (UE), ustedes muestran en La pesadilla que no acaba nunca cómo su constitución económica coloca los principios económicos del neoliberalismo por encima de toda influencia política, sellando su futuro ordoliberal y eliminando toda alternativa para los gobiernos nacionales. ¿Cuál podría ser el peso del principio de lo común en este nivel? ¿No se requeriría una concepción menos decidida de lo estatal y de la consolidación de las fuerzas? Y en lo que se refiere al poder de las finanzas, ¿piensan que el principio de lo común debe actuar como una fuerza enteramente exógena e inasimilable, en un combate continuo contra el mundo de las finanzas, o este mundo puede ser reorganizado desde dentro, con el fin de volver a movilizar sus mecanismos para fomentar y apoyar la creación de lo común?

CL: Es necesario hacer dos observaciones preliminares con respecto a los supuestos de estas preguntas.

Primero, la expresión “anclaje situado” puede dar la impresión de que nuestro trabajo se refiere a microinstituciones, pequeños colectivos que se autoorganizan y se autogobiernan, lugares situados de manera muy local… Es una visión de la cual intentamos escapar. Para nosotros, el autogobierno está incuestionablemente situado; no podemos pensar la democracia por fuera de colectividades concretas, pero no reivindicamos ni un esquema anarquista de autoorganización de pequeños átomos sociales y de pequeñas comunidades humanas, ni un esquema socialista de pequeñas repúblicas en el seno de talleres que conformarían una coalición. Hay que pensar la organización del conjunto de la sociedad según el principio de lo común, y es ahí donde surgen una serie de cuestiones prácticas e institucionales que están lejos de haber sido resueltas por la experiencia histórica.

Segundo, la pregunta puede sugerir la idea de que eliminamos completamente el Estado de nuestro razonamiento. Sin embargo, intentamos pensar la transformación del Estado por medio de lo que hemos llamado su “relativización”. Esta relativización opera, por un lado, mediante la extensión de las formas democráticas locales y productivas, y, por el otro, a través de una reorientación de las instituciones políticas internacionales, según una nueva cosmopolítica, que llamamos la “cosmopolítica de los comunes”. Se ha comenzado a comprender que ya es hora de instituir comunes mundiales —en especial el medioambiente o los océanos—, según formas institucionales específicas, por supuesto.

¿Qué podría ser entonces una institución financiera regida por el principio de lo común? Es evidente que no podría ser simplemente un banco estatal que se haría cargo del conjunto del financiamiento de la economía, ni bancos privados que continuarían el trabajo de los bancos de hoy. ¿Qué podría ser entonces un banco cooperativo, realmente cooperativo, que obedeciera a principios democráticos y que financiara las actividades de asociaciones, cooperativas, servicios públicos, en función de todo lo que hace falta hoy y que debe ser producido o mantenido? Todavía no hemos escrito sobre este problema de las finanzas, pero pienso que se puede articular con lo que decimos sobre la empresa, es decir, la manera como la empresa puede convertirse en una institución de lo común que dé cabida a los usuarios de los productos, los recursos y los servicios de la empresa. Nos volvemos a encontrar con lo que dijimos anteriormente sobre los servicios públicos: transformar al consumidor o al cliente en un usuario ciudadano, es decir, en alguien que tiene el derecho de participar en la definición y en la elaboración de las políticas llevadas a cabo por las empresas, y esto en un sector tan sensible como el del financiamiento de las actividades.

PD: Con respecto a la cuestión de las finanzas, hay que tener cuidado con la expresión “reorganizar desde dentro”. Esta nos llevaría rápidamente a pensar, como lo ha intentado hacer Negri, que sería posible transformar desde el interior la actividad de las finanzas tal como existe hoy, sin poner fundamentalmente en cuestión el lugar que ha tenido en el mundo desde los últimos cuarenta años. Tal estrategia, que ha sido la de una parte de la izquierda —y que consiste en querer situarse en el terreno del enemigo para disputar desde dentro la hegemonía que él ejerce sobre este terreno—, amerita una interrogación crítica, puesto que puede bloquear cualquier iniciativa. Podemos imaginar, de hecho, un funcionamiento de las finanzas por completo diferente, tanto a escala nacional como internacional. Christian hacía referencia a un banco para apoyar las iniciativas de unidades de producción o de cooperativas. Podríamos imaginar, como lo propone Benoît Borrits en Au-delà de la propriété (2018) [Más allá de la propiedad], un fondo social de inversión, que no se corresponde exactamente con el crédito popular de Proudhon, aunque vemos allí una fuente de inspiración. Podríamos también reflexionar sobre la reinstitución de la moneda como común, pero justo sería imposible aislarla del resto. Estos elementos bien podrían integrarse a la discusión sobre la transformación de las finanzas, pero precisamente no se trata de “reorganizarlas desde dentro”, sino de transformarlas muy profundamente a partir de una lógica de reinstitución de la sociedad en su conjunto.

Defendemos esta misma idea en lo que concierne a los gobiernos nacionales. Es verdad que surge la pregunta de cómo, llegado el caso, esta escala puede ser utilizada, por ejemplo, en la lucha contra los planes de la UE. A este respecto, hay experiencias que deben ser interrogadas, en particular la de Grecia. Cuando vemos que Alexis Tsipras se enorgullece hoy de la política que ha seguido desde 2015, diciendo que el pueblo griego por fin será emancipado de la UE porque el Gobierno griego ha cumplido su “contrato”, tenemos muchas razones para inquietarnos sobre el modo como el nivel nacional se pone en práctica.

No excluimos la llegada al poder de un gobierno que esté en realidad animado por un proyecto de crítica radical de las bases de la UE; incluso esto nos parece completamente necesario. Pero en este punto hay que saber a qué se compromete, saber lo que significa resistirse en la práctica a los planes de la UE. Primero, debe enfatizarse que no hay ninguna contradicción entre el nivel nacional y el nivel casi federal de la UE, sino una forma de ordenación de las exigencias de la UE por parte del gobierno nacional. El tipo de razonamiento, bastante corriente hoy, que confiere al nivel nacional una virtud que estaría ausente del nivel europeo es completamente desconcertante, en la medida en que la racionalidad neoliberal de la UE y la implementación de sus planes pasan por los gobiernos nacionales y por cierta apropiación de la soberanía del Estado-nación. Por lo tanto, hay que evitar plantear la cuestión de manera abstracta a partir de una oposición tajante entre la soberanía del Estado-nación, por un lado, y la malvada Unión, por el otro, y más bien insistir en el hecho de que un gobierno nacional sólo puede obtener concesiones importantes desde el momento en que fomenta, excita y estimula un movimiento de naturaleza extraestatal. De lo contrario, permanece preso de la lógica neoliberal, como es el caso de la mayoría de los gobiernos que han llegado al poder y que han tenido que renunciar por completo a sus programas de transformación. Abogamos, en este sentido, por una federación democrática de los pueblos europeos, lo que evidentemente implica una crítica fundamental de las bases de la UE establecidas en el momento de su fundación. Hay mucho por hacer, porque en realidad se necesita la construcción de una alianza con otras fuerzas extraestatales, fuerzas de la sociedad, a nivel europeo.

A modo de ejemplo, podemos observar cómo el gobierno de Rajoy en España desempeñó el papel de vector de imposición de las medidas de la UE y cómo las municipalidades llamadas “rebeldes” han resistido. Sobre la base de un artículo de la Constitución de España, que obliga a priorizar el reembolso de la deuda a todos los niveles, el gobierno conservador ordenó a todas las municipalidades, y en particular a las “rebeldes”, no “desviar” el dinero para aumentar el gasto social. Cuando la alcaldía de Madrid quiso liberar una suma adicional de 600.000 euros para gastos de asistencia social, tal acción fue prohibida y se llevó a cabo un chantaje que condujo a la renuncia de la municipalidad de Madrid. Es interesante observar estos mecanismos por medio de los cuales el gobierno nacional impone a las municipalidades desobedientes la ley del chantaje ordoliberal de la UE. Ilustra bien el hecho de que la alternativa no es entre el nivel nacional y el nivel europeo. Y es aún más interesante ver cómo ciertas municipalidades resisten. Son municipalidades que precisamente no se encierran en una relación directa y nacional con el gobierno nacional; que intentan aflojar el tornillo uniéndose no sólo entre sí, sino también con otras fuerzas en España y a escala europea, con otras ciudades a escala mundial, para pesar en las relaciones de fuerza. Y esto permite hacer cosas interesantes, como, por ejemplo, las dos multas de 600.000 euros impuestas por la municipalidad de Barcelona a Airbnb. No es en absoluto una lógica nacionalista, o una lógica centrada en las nacionalidades. Es una lógica del transnacionalismo de las prácticas.

CL: Podemos constatar que el internacionalismo obrero, socialista y comunista está en quiebra, y que también es a causa de este fracaso en los siglos XIX y XX que el capitalismo neoliberal ha podido generalizarse. En algún momento lanzamos un ciclo de encuentros llamado “Por un nuevo internacionalismo”, que planteaba la pregunta de cómo poner en común las fuerzas provenientes no sólo de sectores diferentes —para nosotros la convergencia de fuerzas sectoriales es absolutamente indispensable—, sino también de diferentes naciones. Vemos que en el movimiento de plazas se presenta una suerte de internacionalismo punteado por las formas de mimetismo y por las resonancias con luchas en otros lugares, pero todavía no ha habido una verdadera coordinación de las movilizaciones. Este es un vacío por llenar, en particular a nivel europeo. Por esta razón hemos explicado, en diferentes encuentros con actores europeos, que es necesario hacer listas transnacionales a partir de un proyecto de Europa en común, en la óptica de una federación democrática de los pueblos europeos. En nuestra opinión, esta es la única manera de contrarrestar el proyecto ordoliberal de la UE y de contrarrestar al mismo tiempo la emergencia poderosa de los soberanismos, los nacionalismos y las formas de xenofobia que observamos hoy en Europa y que amenazan directamente cualquier proyecto europeo. Pero esto se ha hecho difícil por este prisma nacional, incluso nacionalista, al que se refería Pierre, y que corresponde a una vieja fórmula de la izquierda —también presente en el marxismo— que considera que el espacio nacional es el único espacio político pertinente, que hay que arreglar primero las cuentas con la burguesía nacional antes de pensar en la revolución mundial. Pero en este momento de estallido de Europa —sólo hay que ver lo que está sucediendo actualmente en Italia, uno de los países cuya opinión fue, durante mucho tiempo, la más europea—, podemos esperar que la idea se abra camino. No vemos otra solución.

Sobre América Latina

PC y AF: En muchas discusiones sobre el neoliberalismo, América Latina ocupa un lugar singular. Por un lado, como “laboratorio” de políticas neoliberales (el Chile de Pinochet después del golpe de Estado de 1973, las pioneras políticas de reestructuración, el Consenso de Washington). Por otro lado, en relación con la diversidad y la intensidad de las luchas contra un capitalismo que, a menudo, ha sido particularmente violento, crudo, devastador y colonizador en este continente. ¿Qué lugar ocupa América Latina en su estudio del neoliberalismo y en su teoría de lo común con respecto a la especificidad de las luchas? ¿Habría en este punto una diferencia entre su concepción del neoliberalismo como razón del mundo y el enfoque de David Harvey en términos de tendencias de neoliberalización, relativas a los contextos nacionales y geopolíticos?

PD: La dimensión de laboratorio es una pregunta importante que se nos ha planteado con frecuencia, particularmente en Chile, y la mencionada referencia a la política económica neoliberal de Pinochet con los “Chicago Boys” es absolutamente indiscutible. Sin embargo, en esa época no se había experimentado todavía lo que llamamos, en La nueva razón del mundo, la gubernamentalidad neoliberal. Me parece importante hacer la distinción entre política económica y gubernamentalidad, puesto que esta última sólo comienza en Chile a principios de los años 1990, a partir del momento en que Pinochet es apartado del poder. Esta distinción no significa, de ningún modo, que ignoremos que el neoliberalismo fue capaz de adoptar caras menos amables antes de ese periodo, como puede observarse claramente en ese país, donde una especie de aplanadora se prolongó en las formas de gubernamentalidad, apoyándose incluso sobre lo que había sido arrancado a la fuerza por la dictadura de Pinochet. Lo mismo podría decirse en los casos de Brasil y Argentina, aunque siempre hay que prestar atención al contexto nacional para ver cómo sucedieron las cosas. En el origen de la gubernamentalidad neoliberal se presentan, a menudo, violencias, más o menos abiertas, que toman diferentes formas. Hubo, por supuesto, violencia en la implementación del neoliberalismo de Thatcher y en el aplastamiento de la huelga de los mineros, que fueron enfrentados por la policía y el ejército, lo que develó una violencia de Estado. Obviamente, son situaciones diferentes a la dictadura de Pinochet, pero ello no impide señalar que con frecuencia se presentan violencias de ese tipo en el comienzo; una violencia inaugural que de ninguna manera debe pasarse por alto.

No vemos ninguna contradicción a este nivel con David Harvey. No hacemos de la racionalidad neoliberal un principio unitario capaz de borrar todas las singularidades nacionales y las diferencias de situación, y, a la inversa, insistimos en el hecho de que el principio de lo común no es en ningún sentido un principio unitario. No se trata de una confrontación abstracta entre dos principios generales, en especial cuando el neoliberalismo ha mostrado, y lo muestra todavía hoy, que es capaz de adaptarse, e, incluso, más que simplemente adaptarse, de reinventarse en función de las relaciones de fuerza y de lo que encuentra en las distintas situaciones. Resulta extraordinario constatar cómo el neoliberalismo, cuando se establece, se ve conducido a anexar, a colonizar las cosas que ya están ahí, a menudo de manera muy violenta, pero también muy perversa o muy sutil, como reorganizaciones desde el interior. Y no hay absolutamente ninguna uniformidad a este respecto. Desde luego, existe cierta uniformidad cuando los principios del FMI se codifican en los acuerdos internacionales, pero esto no significa que haya modelos que sean privilegiados en la implementación. El Consenso de Washington evidentemente no les imponía a todos los gobiernos seguir el modelo de Reagan o de Thatcher. Ellos observan lo que funciona, lo que fracasa, lo que es problemático en las diferentes experimentaciones, y tratan de evitar los mismos problemas en las reformas estructurales en otro país con tradiciones diferentes. No hay que subestimarlos, ellos también son capaces de hacer diferencias. El principio de competencia no es de ningún modo un principio unitario que puede ser aplicado desde el exterior y desde arriba por los gobiernos, independiente de la atención prestada a las situaciones nacionales.

CL: Quisiera volver a nuestra propia historia para responder a esta pregunta. En el pasado fuimos militantes internacionalistas trotskistas y fuimos muy sensibles a las dinámicas y los procesos políticos de América Latina desde finales de los años sesenta. Cuando abandonamos dichas organizaciones internacionalistas, nos alejamos un poco de esos procesos. Esto se refleja desafortunadamente en La nueva razón del mundo, que, sin duda, no se ocupa lo suficiente de América Latina.

En efecto, es muy importante tener en cuenta, como lo dijo Pierre, cómo las condiciones de instauración del neoliberalismo en América Latina fueron creadas por violencias inaugurales que no se conocieron en otras regiones. Me refiero a los golpes de Estado y a las dictaduras militares. Es muy diferente a lo que pasó en otras partes, donde no hubo un aplastamiento por medio de la violencia, la tortura y el asesinato de militantes del movimiento obrero y de la izquierda, sino más bien un debilitamiento y a veces una descomposición de fuerzas sindicales y políticas. También notamos hasta qué punto neoliberales como Hayek y Friedman presentaron a América Latina, y a Chile en particular, como laboratorios, como lugares muy importantes donde se aplicaban sus preceptos económicos. Existen entrevistas con Hayek en las cuales explica que él prefería una dictadura que respetara el mercado, en lugar de una democracia que pusiera en cuestión el funcionamiento cataláctico del orden espontáneo.

Sin embargo, luego de la publicación de La nueva razón del mundo retomamos las preguntas planteadas por la situación de América Latina, gracias a una serie de invitaciones por parte de investigadores y militantes que se interesaron en nuestros trabajos, a pesar de cierto euro-americano-centrismo presente en el libro mencionado. Al respecto, nos hicieron notar que ellos tuvieron una experiencia mucho más violenta y desafortunada que la que tuvimos nosotros como europeos.

Nos interesaron en especial los trabajos de Guillaume Boccara y Paola Bolados sobre la “etnogubernamentalidad”, esto es, la articulación del multiculturalismo y del neoliberalismo. La pregunta que se plantean, y que no es ajena a las promociones del multiculturalismo en otras regiones del mundo, es cómo después de una fase de asimilación de las poblaciones indígenas se intenta promover progresivamente una cultura indígena y al mismo tiempo se recupera de modo mercantil, de manera competitiva, insistiendo en la identidad de cada grupo o etnia para encerrarla en dicha identidad. Esto nos parece muy interesante, puesto que muestra que no hay una oposición radical entre la perspectiva neoliberal y un cierto identitarismo; que puede haber ahí más bien una promoción de identidades que funcionan un poco como marcas comerciales.

También estamos muy interesados en lo que Jérôme Baschet llama las “rebeliones creadoras”, es decir, la manera como un cierto número de revueltas, entre ellas la de los zapatistas, no son retornos a identidades originarias ni repliegues en las comunidades, sino reinvenciones democráticas de la tradición en una perspectiva cosmopolítica, incluso “intergaláctica”, como diría el Subcomandante Marcos. Es en realidad impresionante para nosotros observar cómo justo la identidad puede no funcionar en absoluto como un repliegue o como un cierre según las perspectivas culturalistas, sino, al contrario, como un proyecto político completamente nuevo de puesta en común de diferencias regionales, étnicas o culturales, a la escala de un país o de un continente.

En cuanto a Brasil, estamos interesados en lo que comienza a llamarse allá comunes de lucha y de supervivencia, y que designan la manera como las comunidades de habitantes, en particular de favelas o de zonas rurales ocupadas, interpretan su acción no sólo como la ocupación de un lugar, sino también como un común autogobernado. Nos parece que esto tiene mucha resonancia con lo que hemos pensado como principio de lo común.

En la actualidad, el libro Común está traducido al español y al portugués, y parece interesarles a grupos de investigadores y de militantes con los cuales estamos entrando progresivamente en contacto. Para nosotros es definitivamente una región del mundo que nos importa cada vez más. Es también ahí donde, desafortunadamente, el neoliberalismo retoma cuerpo y vigor a partir de toda una serie de límites y de derrotas de las izquierdas latinoamericanas. Pensamos, por ejemplo, en el golpe de Estado constitucional de Temer, en la victoria de Macri en Argentina o de Piñera en Chile.

PD: Esto también permite volver a poner en cuestión la hipótesis del posneoliberalismo, según la cual Chávez, Lula, Morales y otros habrían inaugurado una era “posneoliberal”. Es interesante ver cómo, en todas esas experiencias, se presentan muchas lógicas neoliberales, a menudo a pesar de las intenciones declaradas de los gobernantes. Por ejemplo, la forma como bajo Lula, y en particular el último Lula, las ayudas sociales eran canalizadas, lo cual reconducía a una lógica de individualización que de ningún modo antagonizaba con la lógica neoliberal. Todo lo contrario. Cuando llegamos a Brasil, advertimos que no podíamos plantear la cuestión de la defensa de las instituciones del Estado social del mismo modo que en Europa occidental, en la medida en que en ese país casi no hay un Estado social. En efecto, se nos señaló que se trataba de inventar todo, y es por esta razón que aquello que los amigos brasileños han llamado “comunes de supervivencia” nos ha parecido tan importante. Aprendimos mucho en Brasil. Esto ha sido también muy relevante porque en dicho país hubo una acogida de La nueva razón del mundo que no esperábamos en absoluto. Se volvió un libro de referencia; fue el segundo libro más vendido de no-ficción de la editorial Boitempo en 2016, para dar sólo una idea de su difusión. No simplemente se apropiaron de él los investigadores en las universidades, sino también los militantes y activistas. Esto también trajo consigo responsabilidades, como tener en cuenta la manera como los temas de nuestro libro son retomados a partir de una situación muy específica. De hecho, desde hace tres años, América Latina se ha convertido en una preocupación central en nuestra reflexión.

¿Cuál estrategia para lo común?

PC y AF: Para continuar con Harvey, su análisis del neoliberalismo en términos de acumulación por desposesión abre la esperanza de una alianza transversal de los desposeídos del neoliberalismo, resignificando de este modo la lucha de clases. Al partir de experiencias de privación, Harvey parece pensar una estrategia más defensiva que la de ustedes. ¿Cómo sitúan su teoría de lo común frente a la acumulación por desposesión de Harvey y cómo piensan la estrategia política?

CL: La oposición entre Harvey y nosotros radica, en efecto, en el hecho de que su problemática de la desposesión, cuyo origen es claramente luxemburguista, significa, para él, que los comunes son cosas y dominios que existen de antemano, como cosas dadas que posteriormente son acaparadas, destruidas o captadas por el capitalismo. Esto devela una lógica defensiva: a grandes rasgos, Harvey nos dice que debemos defender nuestros comunes contra las lógicas de apropiación. Por esta vía, Harvey hace eco, sin duda, de muchas temáticas del movimiento altermundialista y ecologista. Es una mirada parcial de los comunes. Todo lo que pertenece a la creación y a la institución de los comunes es dejado a un lado. Es como si Harvey, en el fondo, permaneciera en perfecta armonía con el pensamiento económico y jurídico dominante, que reconoce sin ningún problema la existencia de bienes comunes, siempre que sean cosas dadas, que estén ahí, que no tengan propietarios, y que sean apropiables. Que lo viviente, los conocimientos, las tierras, el sector público, se conviertan en objetos de propiedad y en bienes de mercado responde a la concepción marxista tradicional de la extensión de la mercantilización y de la acumulación del capital. Esto nos mantiene bajo la idea de que sólo el capitalismo tiene iniciativa, que desde el lado de los dominados no hay creación original, capacidad de institución. Nosotros pensamos lo contrario. Lo que vemos, más allá de los “comunes naturales”, es que hay una proliferación de nuevas instituciones que relevan los comunes y que dan lugar a estrategias muy diferentes que no son sólo defensivas, que permiten, por el contrario, repensar la ofensiva antineoliberal en términos de formas económicas y políticas alternativas.

PD: Lo que está aquí en discusión es la dimensión instituyente. En efecto, en Harvey esta dimensión está menos presente, puesto que su reactivación del tema de la lucha de clases contiene la idea de que los desposeídos constituyen el nuevo proletariado, y esto en razón de la situación que crea el neoliberalismo para un cierto número de estratos sociales. Evidentemente es interesante que este análisis permita vincular a los trabajadores del sector público con la gente que es expropiada de su tierra, etcétera. Sin embargo, al mismo tiempo, esta concepción se basa en la idea de lo ya constituido, de lo ya dado. Por ejemplo, el sector público aparece como algo que es atacado por el neoliberalismo y que debe ser simplemente defendido de ese ataque. Se parte, así, de la idea de que uno podrá apoyarse en lo dado, en vez de poner en marcha una actividad instituyente. Para nosotros, en cambio, lo que está fundamentalmente en juego es la primacía de la actividad instituyente, y esto acarrea diferencias mayores con respecto a la noción de estrategia. Ella misma debe ser reelaborada a la luz de lo que llamamos el principio de lo común como principio de autogobierno.

La cuestión es, entonces, saber cuál es, en efecto, la estrategia fundamental que podemos imaginar. Foucault distinguía tres sentidos principales de la estrategia: la racionalidad en la elección de los medios en relación con ciertos objetivos; el juego, es decir, el hecho de tener influencia sobre el adversario (por ejemplo, el juego de cartas, del que por cierto se sirve Clausewitz); y, finalmente, la guerra. Sobre todo, destacaba la importancia de diferenciar los sentidos de la estrategia y no mezclar todo. Nos parece, en verdad, que la cuestión de fondo es la de la estrategia entendida como la elección de medios relativos a un cierto fin. Es muy importante no descuidar ese sentido. Podemos decir que es un sentido extremadamente clásico, pero no es menos importante interrogar la nueva forma en que podemos retomar este sentido a la luz de lo que está sucediendo hoy en el mundo.

Una de las dificultades que ha experimentado el movimiento obrero en toda su historia es precisamente la de pensar la relación entre los medios implementados y el “gran fin”, y con demasiada frecuencia tendemos a confiar en la idea de que los medios, cualquiera que sea su naturaleza, deberían permitirnos avanzar hacia ese fin, lo cual conlleva el riesgo de sacrificar los principios en nombre de la lucha final o de lo que debe suceder. Pensamos más bien que es necesario retomar una idea bastante antigua, de origen aristotélico, según la cual los medios no son instrumentos, porque, al reflexionar sobre el principio de lo común como principio estratégico, se advierte que debe haber una cierta inmanencia del fin en la lucha por el fin, o en la implementación de los medios que permiten avanzar hacia ese fin. Sin eso, llegamos muy rápidamente a utilizar medios por completo contradictorios con el fin que queríamos alcanzar, y después somos los primeros en arrepentirnos por haberlos utilizado. Son medios que al final le dan al adversario la opción de las armas. En ese momento, uno se sitúa en su terreno y le da la posibilidad de condenar ese tipo de experiencias en nombre de grandes principios morales. No deberíamos darle esa oportunidad, ya tiene suficientes, no vale la pena hacerle ese regalo. Por lo tanto, nos parece de suma importancia llevar a cabo una reflexión de fondo sobre la estrategia.

El trabajo y la empresa

PC y AF: “Hay que instituir la empresa común”, dicen ustedes. La cuestión de lo común en relación con el trabajo parece emerger del interior, del lado de una recuperación de la autonomía y de la democracia, que encuentra su resorte, por así decirlo, en lo que ustedes llaman “lo inapropiable de lo común profesional”. Da la impresión de que la figura consejista está aquí en el horizonte de lo común. Al articular democracia y empresa, ustedes retoman las reflexiones de Yves Clot (2008), por ejemplo, y, más allá de Bruno Trentin (2012), se refieren especialmente a Rudolf Bahro (1979). Sin embargo, parece que para ustedes no existe una exterioridad a la empresa. ¿Su perspectiva sobre lo común no privilegia aquí una relación “internalista”? Si ese es efectivamente el caso, ¿no habría potencialidades que vendrían del exterior en el momento en que la fragmentación, pero también la desterritorialización de la empresa (a través de las nuevas tecnologías), ponen en cuestión las alternativas? ¿Alternativas que no partirían necesariamente de las figuras instituidas de la empresa para poder incluir también, por ejemplo, a independientes, a trabajadores precarios, incluso a amateurs? Y esto nos lleva, a su vez, a la siguiente pregunta: ¿qué lugar ocupa el trabajo en su pensamiento de lo común? Si el trabajo ha sido la figura industrial por excelencia, ¿cómo se sitúan ustedes frente a este antiguo paradigma? ¿O piensan ustedes lo común fundamentalmente fuera de la idea de un centro?

CL: Esta pregunta permite prolongar la reflexión sobre la estrategia. Ella no parte de la figura del explotado ni del desposeído, en el sentido más general de Harvey. Partimos de sujetos instituyentes, de sujetos que realizan una praxis instituyente, y que son instituidos por su propio movimiento de institución. Es esta figura revolucionaria la que nos parece interesante hoy, y que, por cierto, no es ajena a la forma en que Marx pensaba la actividad condicionada-condicionante.

Nosotros perseguimos un hilo del pensamiento de Marx que pusimos de manifiesto en Marx, prénom: Karl [Marx, nombre: Karl] (2012), a propósito de la idea de que las capacidades instituyentes son transversales o generales. Cualquiera sea el lugar donde se encuentre un individuo —en el servicio público, en la empresa o incluso en situación de desempleo—, siempre hay que apostarle a esta capacidad de los sujetos de inventar y de instituir nuevas formas prácticas. Esto es lo que los sociólogos del trabajo han mostrado desde hace mucho tiempo: los trabajadores, incluso en las formas más dominadas del trabajo, son perfectamente capaces de inventar relaciones que no están inscritas dentro del organigrama oficial. También es un lugar común de la sociología del trabajo mostrar que la producción y la empresa no podrían funcionar si uno se atiene sólo a sus reglas formales. Esto es importante para nosotros, puesto que la manera como pensamos la relación entre lo común y el trabajo se basa en esta constatación de que el trabajo nunca ha sido sólo esta forma dominada y completamente moldeada por el capital. Existe una dimensión de praxis, incluso en las formas más dominadas del trabajo. De ahí que en el campo del trabajo y de la producción siempre sea posible apostarle a la capacidad de institución de la cooperación. No es exactamente lo mismo en Marx, quien esperaba de la desposesión del trabajador, de su sumisión completa al capital, la emergencia del trabajador colectivo capaz de tomar en sus manos el conjunto del proceso productivo.

Estos análisis, provenientes de la sociología del trabajo, nos han aportado mucho. Pensar la transformación del trabajo en términos de praxis instituyente, como actividad creadora de sus propias reglas, significa para nosotros pensar formas democráticas de organización de la producción. Es en este punto donde planteamos la cuestión de la empresa, organización típica del capitalismo desde hace cinco o seis siglos, que no podemos eludir. Llego, así, a los términos de la pregunta con los que estoy de acuerdo. En efecto, hay gente que piensa que la única manera de desarrollar formas alternativas al capitalismo sería al exterior de la empresa. Pero es evidente que no podemos simplemente pensar que las formas actuales del precariado, o que las plataformas digitales, van a constituir bases suficientes para engendrar formas poscapitalistas de producción. No hay que dejar por su propia cuenta las formas instituidas del capitalismo; hay que transformarlas, subvertirlas. La cuestión que nos planteamos es, entonces, cómo hacer de la empresa una institución común, sabiendo que la empresa no existe jurídicamente. Ella ni siquiera es reconocida por el derecho, que sólo reconoce a la “sociedad”, forma jurídica de la puesta en común de los capitales. En este sentido, todo está por hacerse para transformar la empresa en una institución de cooperación productiva en el plano jurídico y en el plano político. Este proyecto es absolutamente esencial para nuestro enfoque, sin que sea prioritario sobre los demás.

PD: Existen, en efecto, contribuciones muy importantes en la sociología sobre este punto preciso. Por ejemplo, en el libro La fabrique de l’homme nouveau de Jean-Pierre Durand (2017) se discuten diferentes figuras del trabajo. En lo que respecta a la emergencia del trabajador individual, Durand se niega a hablar del trabajador independiente, puesto que “independiente” connota un cierto número de cosas que son del orden de una valorización, lo que es muy difícil de sostener, dado que se trata de trabajadores que se ven obligados a pagar, ellos mismos, sus propios medios de producción, que se encuentran en una situación de dependencia con un contratista principal, con quien entran en relaciones de acuerdo directo. Por lo tanto, no podemos decir, como lo hacen en particular los negrianos, que todo lo que sucede al exterior es portador de una dinámica que hará estallar al capitalismo. No hay que desertar el terreno de la empresa clásica, pensando que como los trabajadores de la empresa clásica están bajo la condición de asalariados, son incapaces de emancipación, y, por esta razón, hay que abandonarlos, y crear algo en el exterior que los desborde. Eso nos parece una trampa. Pero tal cosa no nos lleva, claramente, a afirmar que hay que privilegiar las formas instituidas de la empresa. Lo interesante es la manera como esto nos permite reflexionar sobre lo que implica la lógica de institución de la empresa.

Hay que llegar a pensar la institución de la empresa como el resultado de una alianza o de una combinación entre formas de trabajo muy diversas, tal como ellas se viven y se experimentan hoy en día. Las plataformas cooperativas pueden ser muy interesantes, en la medida en que pueden dar lugar a invenciones colectivas en términos de cooperación. Hay ahí una aspiración a conjugar, por un lado, la experiencia de lo común en el trabajo y, por otro, una cierta forma de autonomía, e incluso a vincular autonomía y protección. Durand muestra, por ejemplo, que en el capitalismo contemporáneo existe un retorno de lo que Marx llamaba la subsunción formal en ciertos focos de la sociedad. Tiene razón en este punto de vista. Para Marx, era la subsunción real la que debía preparar el terreno de la victoria futura del proletariado, en el sentido de que la profundización de la sumisión llevaría a crear las condiciones de dicha victoria. De modo inverso, podríamos decir que en Negri hay, más bien, una valorización política de la subsunción formal. Salvo que habría que tener en cuenta, obviamente, el tipo de sector. El capitalismo no es por completo idiota. Sabe bien que hay sectores de actividades en los que se debe privilegiar esta subsunción formal, donde, de hecho, hay que provocarla, pero esto no significa que se retorne a la subsunción formal anterior al capitalismo. Es una ilusión total valorizar esas formas haciendo de ellas una especie de focos ideales a partir de los cuales el comunismo, que ya está ahí, podría desarrollarse.

CL: Como dice Pierre, el capitalismo no es completamente idiota, y podemos agregar que los mánager no son completamente estúpidos. Resulta primordial constatar cómo hoy en día los consumidores son llevados a contribuir, en comunidad y en actividad de trabajo y de colaboración, al servicio de la empresa, aunque sólo sea mediante las encuestas de satisfacción. Hay ahí una cierta relación entre la empresa y el cliente que se pone en marcha hoy, con otra configuración de la empresa, una ampliación de su campo que va de la mano con una ampliación del campo de trabajo. Es decir que las fronteras de trabajo se han ampliado, en lugar de restringirse. Para nosotros, la cuestión no es de ningún modo limitar la empresa sólo a los profesionales, sino pensar en la manera como los usuarios ciudadanos pueden participar en su actividad, sin que sean asalariados de la empresa o los sustituyan. Este es un terreno de reflexión y de práctica en extremo importante para nosotros.

Traducción del francés de Anders Fjeld y Diego Paredes Goicochea.

El Cordobazo y la revuelta de las ideas. Apuntes para una discusión // Mariano Pacheco

(Dossier: A 50 años del Cordobazo. Presencias, ausencias y memeoria)*

Lucha de calles, lucha clases… y batalla de ideas. Las implicancias de “El Cordobazo” en la discusión librada al interior del pensamiento crítico de la época. Filosofía, literatura y psicoanálisis en debate. León Rozitchner y la intersección filosófica entre marxismo y psicoanálisis: la dimensión de la subjetividad en la lucha revolucionaria, la problematización en torno a qué implica formar la militancia y las categorías con las que pensamos la actualidad, la historia y los procesos de cambio; Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, militancia y escritura en en la búsqueda de la palabra justa: el debate en torno a la novela, la emergencia del periodismo de investigación/denuncia/testimonio. La Asociación Psicoanalítica Argentina en la encrucijada: los psicoanalistas en huelga y la trasmisión extraacadémica del saber. La revuelta en las ideas. Apuntes para una discusión.

 

Lucha de calles, lucha de clases… y batalla de ideas

Los hechos históricos que pasaron a la historia bajo el nombre de “El Cordobazo” son por demás conocidos: la CGT había convocado a un Paro Nacional para el 30 de Mayo de 1969, y en Córdoba se decide llevar adelante la huelga desde el día anterior a las 11 horas, con modalidad “activa”. La alianza entre los sindicatos de Luz y fuerza –dirigido por Agustín Tosco– y SMATA –cuyo líder era Epidio Torres– garantizaron la unidad del movimiento obrero local, más allá de las diferencias ideológicas, políticas, metodológicas. El vínculo estrecho con la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) y la intervención del Ejército para intentar calmar las aguas de una protesta inédita –pero que venía con antecedentes parciales a nivel provincial y nacional– terminan por diseñar un mapa cuyo rasgo distintivo es el carácter popular de la revuelta.

El contexto nacional, Latinoamericano e internacional de la rebelión también es por demás conocido, así que no ahondaremos demasiado, más allá de una simple enumeración, a modo de “ayuda-memoria”: triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959; caída del comandante Ernesto Che Guevara en octubre de 1967 en Bolivia; Masacre de Tlatelolco en octubre de 1968 en México, año en que la revuelta adquiere un carácter mundial, con epicentro en la lucha de la comunidad negra en Estados Unidos y de la juventud (obrera y universitaria) en Francia (emblemático Mayo en París), que suman así a los “países centrales” a la pelea anti-imperialista mundial, que ya venían librando numerosos pueblos, y cuyo símbolo más emblemático pasa a ser el Vietcom, quien acaudilla al pueblo vietnamita que enfrenta a las tropas norteamericanas (luego de haber derrotado antes a Francia). En una perspectiva más de largo plazo, podemos leer la coyuntura 68/69, como el momento de mayor desarrollo de un proceso que, de algún modo, es el que abre el siglo XX: me refiero al triunfo de los bolcheviques en Rusia en 1917 que abre la secuencia que se sigue con la rebelión espartaquista en 1919 en Alemania; la Revolución China en 1949; la derrota de Francia en Argelia en 1961, etcétera.

El contexto de lucha de clases a nivel mundial tiene en Argentina su especificidad peronista, en la que no nos meteremos, pero que no puede obviarse a la hora de pensarse los procesos de radicalización de las luchas del movimiento obrero tras los bombardeos a Plaza de Mayo que buscaban aniquilar al presidente Juan Domingo Perón, los fusilamientos llevados adelante por la dictadura (“Revolución libertadora”) y la proscripción del peronismo, que dan inicio al proceso de resistencia que incluyó huelgas y sabotajes, accionar de comandos, organización sindical clandestina, primeras experiencias de guerrilla rural (Uturuncos en 1959; Taco Ralo en 1968), momentos de tipo insurreccional (toma del frigorífico Lisandro de la Torre en 1959) y emergencia de “figuras de frontera” entre la experiencia peronista y las ideas/apuestas socialistas-revolucionarias, como lo fueron John William Cooke y Alicia Eguren.

Figuras como las de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, introducen con fuerza –en occidente– la discusión acerca de cuál iba a ser el compromiso de la intelectualidad crítica respecto de los proyectos políticos que los distintos pueblos del mundo llebaban adelante entonces en sus ansias por liberarse. El apoyo de Sartre a las revoluciones en Cuba y en Argelia dan paso a un cruce fructífero entre tradiciones diversas. En Argentina, por su parte, la caída del peronismo habilita una relectura del fenómeno, que muta a pasos agigantados en ese movimiento que va de la gestión del Estado a la resistencia silvestre.

Para fines de la década del ´60 el mundo entero es un volcán en erupción, y las ideas no permanecen ajenas a la lava roja que se esparce por aquí y por allá.

 

El nido de víboras de la subjetividad

En 1972 –el mismo año en que Gilles Deleuze y Félix Guattari publican en Francia el Antiedipo, primer tomo de Capitalismo y Esquizofrenia— León Rozitchner publica en Argentina su Freud y los límites del individualismo burgués, libro en el que aborda dos obras “sociales” del fundador del psicoanálisis (El malestar en la cultura y Psicopatología de las masas y análisis del yo), según sus propias palabras, para indagar “el núcleo de verdad histórica” que es cada sujeto; trabajo que continuará años después –ya en el exilio– cuando brinde una serie de conferencias que luego serán publicadas, en 1981, bajo el título de Freud y el problema del poder.

Así como resulta fructífero leer el AntiEdipo en serie con el “Mayo Francés”, también resulta potente y es altamente recomendable leer el Freud de León en serie con el “Mayo Argentino”.

Para León –que estudió durante años en Francia y conoce bien las jergas europeas– se trata de volver a determinados clásicos, como son Freud y Marx –también Clausewitz– pero no para detenerse en elucubraciones de una abstracta verdad universal, transhistórica, sino para –precisamente– recuperar ese materialismo presente en los grandes textos de la tradición del pensamiento occidental: la indagación de una verdad concreta, situada, capaz de transgredir los límites que la época se empecina en imponer. De allí que la introducción de 1972 advierta sobre el riesgo de dejarse colonizar por las modas de los centros europeos (“Es allí otra la verdad que se grita y no la nuestra”).

Se trata, para Rozitchner, de realizar un retorno al sujeto luego del temporal estructuralista a partir del cual lo impersonal disolvió la responsabilidad personal (“Dejamos de hablar para ser hablados”). Por eso la Introducción funciona como una gran provocación a la hegemonía cultural de las izquierdas de entonces. León, él también –como cancheramente afirmó Louis Althusser– declara la culpabilidad de su lectura, de su escritura: éste es un libro con sujeto –afirma Rozitchner–, escrito en primera persona. Una primera persona del singular que se interroga sobre la eficacia –personal y colectiva– en el ámbito de la actividad política.

¿Que qué tiene que ver todo esto con el Cordobazo? Rozitchner lo dejará en claro desde el primer párrafo de su Freud:

“¿Cómo justificar, entre nosotros, un libro más? La pregunta no es retórica: ¿es posible escribir sin pudor otra cosa que no sea sobre la tortura, el asesinato, la humillación y el despojo cuando el orden de la realidad en que vivimos se asienta sobre ellos? Y sin embargo es sobre eso de lo que aquí se escribe, es sobre su fondo lo que aquí pensamos. Pero tampoco se trata de un desplazamiento de la violencia hacia el campo de los signos. Un libro violento debe sonar a burla para quien enfrenta realmente la tortura y la muerte. Hay, en toda expresión literaria, un paso no dado todavía, una distancia que ninguna palabra podrá superar, porque ese paso existe en un más allá hacia el cual la palabra apunta; aquel por donde asoma la presencia de la muerte si se osara darlo”.

El desafío del Freud de León es claro: se trata de unir lo más individual con lo más colectivo, tal como ya venía haciendo en intervenciones anteriores, como su texto “La izquierda sin sujeto” (publicado en la revista La rosa blindada en 1966) y su ponencia presentada en Cuba –en enero de 1968– en el marco del Congreso Cultural de La Habana.

Obviamente –como también sucede con la lectura de la obra de Deleuze y Guattari– no puede entenderse este subrayado de la cuestión de la singularidad sino a la luz de las discusiones de la época, donde el cuerpo queda muchas veces “sacrificado” en función de un “ideal”, de una apuesta que lleva por nombre un proyecto centrado en la terrenalidad pero que no deja de ser una trascendencia (nos referimos a las versiones dogmáticas del marxismo, no al marxismo en general, obviamente); a la luz de experiencias históricas del socialismo devenido en proyecto autoritario de Estado, con lógicas homogeneizadoras y opresivas (stalinismo). Por eso, de algún modo, hoy se trataría de hacer una lectura en donde el subrayado esté puesto en el elemento colectivo, más que en el individual. Pero la operación de poner a Marx –y las apuestas teórico-políticas de la revolución, sea lo que sea que ello implique hoy– en serie con la pregunta por las formas de subjetivación, sigue siendo la misma (o al menos, una muy parecida): “para comprender qué es la cultura popular, qué es la actividad colectiva, qué significa formar un militante”.

Si en 1972, para León, se trataba de combatir el “empobrecimiento de la teoría”, que resaltaba entonces “el momento objetivo de la estructura de producción como único enemigo”, dejando de lado “el problema de los sujetos por ella determinados”, hoy –2019– los emprobrecimientos de la teoría viran hacia otras latitudes, dando por enterrados –por ejemplo– algunos conceptos fundamentales de la crítica marxista, cuando no se trata directamente de encerrar en un baúl, bajo cuatro llaves, el conjunto del archivo europeo y el legado nacional/Latinoamericano, es decir, cuando se trata de enterrar la producción de conceptos críticos para librar la batalla, también –como insistía Fidel Castro– en el terreno específico de las ideas.

Lucha de clases –entonces– en el terreno de la teoría, para deshacer –como insiste León– las trampas que la burguesía incluyó en nosotros como su eficacia más profunda. Esa que produce, a su vez, nuestra ineficacia, “a pesar del declarado intento de destruirla”. El remate de Rozitchner en la Introducción a Freud y los límites del individualismo burgués no tiene desperdicio; y no puede cobrar tanta relevancia en la actualidad: “¿cómo pensar efectivamente el tránsito hacia la revolución si hemos sido hechos con categorías de la burguesía?”.

Aquí, precisamente aquí, es donde el planteo “Deleuze/Guattari” entra en diálogo con el marxista desarrollado por Lenin: se trata de asumir, en todas sus consecuencias, que la batalla por emanciparse del yugo de la explotación/dominación/opresión (de clase/género/raza) es simultáneamente una lucha económica y política, pero también de ideas (y afectos). Es decir, que no alcanza con la organización social de base, la disputa política por los modos de organizar la sociedad, sino que además es necesario crear los propios conceptos desde los cuales criticar el orden del capital, y pensar el propio proceso de transformación.

 

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“´El Cordobazo´ marcó un antes y un después en la Salud Mental. A partir de ese momento se transformaron las luchas ideológicas y teóricas. La política tomó el centro de la escena. Fue el fin de una época y el inicio de otra”, relatan Enrique Carpintero y Alejandro Vainer en el primer tomo de Las huellas de la memoria. Psicoanálisis y salud mental en la Argentina de los ´60 y ‘70, libro en el que destacan que la denominación misma de Trabajadores de la Salud Mental (TSM) es uno de los emergentes de la rebelión protagonizada por el pueblo de Córdoba el 29 y 30 de Mayo de 1969.

Para entonces, Buenos Aires ya llevaba una larga década de transformaciones socio-culturales. En 1957, de la mano de ciertos aires “desarrollistas” típicos de esos años, se fundan al interior de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) las carreras de Psicología (cuyo antecedente se había producido dos años antes en Rosario) y Sociología (tiempo después se abrirán, también, las carreras de Antropología y Artes). “La Facultad de Filosofía y Letras, como en los años ´20, volvió a ocupar un lugar central en el mundo intelectual”, cuentan Vainer y Carpintero, a la vez que destacan que entonces, dicha casa de estudios estaba situada sobre la calle Viamonte (luego trasladada a Púan), zona donde por otra parte funcionaban las oficinas de la revista Sur, la librería “Verbum” y algunos bares en los que se congregaban estudiantes (y en donde también, tiempo después, se instalaría el Instituto Di Tella); años –aquellos que de algún modo daban inicio a la década del ´60– en los que funcionaban revistas como Contorno (que venía saliendo desde 1953 pero que da un importante giro tras la caída del peronismo) y El grillo de papel (1957/1960). Por otra parte, a inicios de 1958 se funda el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

Para entonces, el joven Oscar Masotta –lúcido lector de Karl Marx y Jean Paul Sartre que provenía de la revista Contorno— se topa –vía Enrique Pichón Riviére– con la teoría de Lacan, autor que empieza a trabajar, de manera autodidacta, hasta que en 1964 participa en unas jornadas realizadas en la Escuela de Psiquiatría Social –fundada por Pichón– interviniendo con una ponencia titulada “Jacques Lacan o el inconsciente en los fundamentos de la filosofía”, texto que será publicado al año siguiente en Pasado y Presente, la revista fundada por José María Aricó y Juan Carlos Portantiero tras romper con el Partido Comunista. Es el inicio de la introducción de la teoría lacaniana en el país, y el comienzo del fin de la hegemonía médica en el ámbito del psicoanálisis. Nuestros años sesenta se cierran de algún modo en Mayo de 1969, momento en que Masotta se encuentra preparando sus Seminarios sobre Lacan, que dictará entre julio y agosto en el Di Tella (luego compilados en el libro titulado Introducción a la lectura de Jacques Lacan).

La intersección entre filosofía, psicoanálisis y política está entonces en su momento más fructífero. Y El Cordobazo no es un hecho ajeno a este proceso. El 28 de mayo de 1969, de hecho, la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) –adherida a la Asociación Psicoanalítica Internacional fundada por Sigmund Freud en 1910– emite una declaración, a través de su Comisión Directiva, en la que alerta “a los poderes públicos” por la situación que atraviesa el país, signada por una “represión violenta e indiscriminada que ya ha costado vidas”. La APA declara para el día siguiente la única huelga de su historia, que coincide con El Cordobazo. De allí la importancia de destacar aquello que recuerdan Carpintero y Vainer, a saber: que a partir de la rebelión en Córdoba, el compromiso político pasa a ser el eje de todas las discusiones (algo similar veremos a continuación que sucede también en el ámbito de la literatura). Para muchos ya no se podía seguir solamente encerrados en la práctica profesional (especificidad que de todos modos tenía momentos más que interesantes, como la experiencia desarrollada en el Hospital Lanús desde los años cincuenta en el marco del Servicio de Psicopatología, bajo la dirección de Mauricio Goldemberg). Y la conclusión es evidente: los Trabajadores de la Salud Mental, “tenían que aportar de alguna manera al cambio social”.

 

En busca de la palabra justa

“Los hechos producidos en Córdoba y en Rosario proveen a la novela un nuevo centro de verdad… Los hechos son los que importan en estos días. Pero más que escribirlos, hay que producirlos”, anota Rodolfo Walsh en su diario, el día 6 de junio de 1969. Si uno lee Ese hombre y otros papeles personales –el diario, entrevistas, extractos de textos de Walsh compilados por Daniel Link– encontrará parte de las discusiones de la intelectualidad de la época expresadas en una suerte de desgarramiento por el que atraviesa el propio cuerpo del autor de Operación masacre. Algo he tratado ya en el libro Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo, donde le dedico un extenso capítulo al autor de “Esa mujer”, pero no quisiera dejar de subrayar aquí ese itinerario de autoreflexión y de discusiones con sus pares.

En enero de 1969 Walsh abre las anotaciones de su diario con unas reflexiones sobre el vínculo entre literatura y militancia:

“Ahora mismo fantaseo que la novela es el último avatar de mi personalidad burguesa, al mismo tiempo que el propio género es la última forma del arte burgués, en transición a otra etapa en que lo documental recupera su primacía”.

La misma idea repetirá Walsh en la ya hoy famosa entrevista que le hace Ricardo Piglia tiempo después. Para entonces Walsh ya se ha politizado e ingresado a la militancia de la mano de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Pasó de ser ese periodista curioso y solitario, interesado por los cuentos policiales, el ajedrez y las traducciones –de la época de Operación masacre— a ser el director del periódico CGT, ese moderno y audaz experimento político-periodístico lanzado por la combativa CGT de los Argentinos dirigida por el gráfico Raymundo Ongaro. Dirigente sindical con quien Walsh discute, y se lamenta –en su diario– por la posición que éste tiene respecto de la literatura, y por cómo entiende su relación con el mundo obrero. Aunque asume que las críticas que le hace Raymundo contienen un núcleo de verdad. El centro del debate gira en torno a las posibilidades (o no) de escribir literatura para los obreros y no para los burgueses. ¿Pero qué ejercicio narrativo implicaría eso? Walsh asume que sus “guiños al lector culto” fastidian al dirigente sindical, pero también le critica a éste que piense que la literatura para obreros sean los best-sellers y los textos que se construyen desde una narrativa “fácil” que subestima al lector (“debe ser posible, sin embargo, escribir para ellos”).

En el periódico CGT Walsh dirige, piensa la prensa (lee los escritos de Lenin sobre el tema) en sus múltiples aspectos: formas de redacción, contenidos, tipo de diagramación, esquema de distribución, modos de devolución de qué piensan los lectores (fundamentalmente obreros) de aquello que están haciendo. Allí también publica una serie de notas que luego será reunidas en el libro titulado ¿Quién mató a Rosendo?, que cierra la trilogía abierta por sus textos sobre los fusilamientos de 1956 y que continúa con El caso Satanowsky (donde indaga sobre los vínculos entre las servicios d einteligencia y el periodismo).

Pero también el Walsh de fines de los ´60 es el que regresó de Cuba (donde participó activamente de la experiencia de la Agencia Prensa Latina) y lejos de ingresar de inmediato a una organización revolucionaria, se puso a escribir cuentos (hoy por hoy obras maestras de la literatura nacional), por los cuales fue premiado, reconocido en la República de las Letras y, por lo tanto, también exigido por sus lógicas (“¡Que escriba una novela para demostrar que es un gran escritor!”, se dice, paradójicamente, en el país donde su figura literaria central es Jorge Luis Borges, escritor reconocido internacionalmente, traducido a varios idiomas… ¡Quien nunca escribió una novela!).

Desde esa tensión hay que poder leer su diario, y sobre todo, las anotaciones de 1969. Walsh comenta –como hemos visto– que se resiste a escribir la novela por motivos político-ideológicos. Pero también remata sus reflexiones subrayando: “Pero tampoco estoy seguro de esto, que puede ser una excusa para mi momentáneo fracaso”.

La tensión pasa por entender que también las formas de escritura son susceptibles de cambios, si el mundo se transforma. Comenta Walsh en una entrevista que sale publicada en la revista Siete días en junio de ese año del Cordobazo:

“En este momento vivo en un movimiento oscilante entre el periodismo de acción, que me exige estar en la calle, escribir con grandes apuros y terminar, tal vez, un capítulo o dos en un día, y el repliegue para escribir ficción”.

Está claro que en Walsh, como en gran parte de los escritores en ese momento, el periodismo opera en las líneas exteriores y la literatura en las interiores, cada una con sus lógicas y sus ritmos, sus temporalidades (vanguardia/retaguardia). “Una novela sería algo así como una representación de los hechos, y yo prefiero su simple presentación”, comenta en la mencionada entrevista. Y un mes después escribe en su diario: “comprendí que había renunciado a escribir, por lo menos en la forma en que me había acostumbrado a pensar que lo haría”.

 

***

“Empuñé un arma porque busco la palabra justa”, escribió alguna vez Francisco “Paco” Urondo, poeta, escritor, guionista, dramaturgo, quien confluiría con Walsh en Montoneros una vez que la organización a la que pertenecía, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), se fusionara con aquella, y también se adhirieran al mismo nombre los Descamisados y una parte de las FAP.

Después del Cordobazo, y de una reflexión profunda respecto del rol de la guerrilla urbana en países como Argentina, Uruguay y Chile, la opción de la lucha armada fue muy palpable para muchos escritores. Otros, sin ingresar en las filas de las fuerzas que confrontaban también en el plano militar, mantuvieron asimismo su activismo en el marco de distintas revistas y organizaciones políticas de izquierda. De allí que prácticamente ningún escritor contestatario se mantuviera al margen de estas discusiones.

Parte de estos debates (crisis de la novela; primacía de lo testimonial en la escritura; preponderancia del elemento documental) quedaron registrados en una breve nota que, bajo el nombre de “Escritura y acción”, Urondo publicó en La opinión literaria, en agosto de 1971. Allí recopila las opiniones de importantes escritores, como Haroldo Conti, David Viñas, Nicolás Casullo, Germán García, Miguel Briante, Manuel Puig, Alicia Steimberg y Jorge Carnevale.

Urondo destaca la importancia de esta discusión en países en donde “el pasaje de un tipo de sociedad a otra pareciera inevitable”. Y cita los testimonios de los distintos entrevistados.

Puig plantea que, por el hecho de que una novela lleve tanto tiempo de elaboración, conduce a que, “cuando uno la termina, la realidad del país ha cambiado totalmente en relación con lo que era cuando se inició el trabajo”. Conti, por su parte, destaca que la presión de los hechos parece conducir a los escritores hacia una literatura de testimonio. “Por ese lado podría buscarse una salida a la crisis de la narrativa”, comenta. Y agrega: “en este momento, quizás lo que tenga vigencia sea una novela de tipo testimonial; hay que buscar formas más vitales, más rápidas; por ejemplo, haciendo cine, uno siente que está en el mundo”. “Si escribir supone una actitud lúcida con respecto a la realidad, está bastante claro que la realidad lleva a sentir la necesidad de reaccionar políticamente y descubrir que la novela no es una de las armas más eficaces para la acción”, expresa Briante, quien agrega: “una novela no es una ametralladora”. García caracteriza la época como de “crisis en la forma tradicional de leer novela” y relaciona dicha crisis con el momento político, donde –dice– “la lectura de la realidad pasa por otro tipo de textos: ensayística, economía, política, etcétera”. Para Casullo, el escritor debería asumir “otro tipo de escritura”, o al menos, “no la escritura de ficción solamente”. “Pero en este momento, el escritor que asume la participación en el proyecto de cambio social debe encontrar los espacios de la palabra escrita más eficaces para colaborar en ese proyecto”, remata. Carnevale insiste en que, para el escritor con aspiración política, “la solución de la dicotomía entre literatura y política puede darse en el pasaje de la tarea individual y reconocida, la tarea de propiedad privada, a una tarea anónima colectiva; en última instancia, clandestina”. Steimberg (finalista del premio Monte Ávila de ese año), subraya el “llamado de afuera” que dice sentir: “necesitaría dejarme penetrar por los hechos”. Viñas, finalmente, se refiere a ese tiempo como un momento “en que el héroe es cuestionado”, tanto en la política como en la literatura, y concluye en que, por lo tanto, hay “algunas ventajas” en los colectivos de trabajo, donde no hay “roles fijos, cristalizados”, porque el que manda rota.

Como puede verse, tras el Cordobazo, no fue sólo la estrategia política general la que entró en debate en el campo intelectual, sino también las estrategias concretas que cada quien se debería dar en el terreno específico en el que intervenía (o dejaría de intervenir, llegado el caso).

 

Violentar el pensamiento

No se trata de idolatrar el pasado, de caer el el gesto nostalgioso de adoración de tiempos pretéritos. Ni de hacer ejercicios contrafácticos, ni tampoco renunciar a la intervención presente en nombre de un desencanto que no puede ser otro si se compara la era del realismo capitalista contemporáneo con los momentos de mayor avance de las luchas de clases a nivel internacional. Si algo enseñan el mejor psicoanálisis (los momentos más lúcidos de producción del Profesor Freud) y el mejor marxismo (con momentos de creatividad extrema como lo son las Tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin) es que desde una perspectiva revolucionaria no se puede medir y entender el tiempo de la misma forma en que lo hace la burguesía. De lo que se trata, entonces, es de medirnos, aquí y ahora, con la época, y apostar por cambiar –insistimos– todo lo que deba ser cambiado.

Si hay un legado que nos deja el “69 Argentino” (y el 68 mundial) es precisamente el de recuperar la audacia, no sólo para la acción, sino también para el pensamiento.

Ya no se trata de dilucidar hoy si lo que hay que hacer es comprender el mundo o transformarlo, sino que la apuesta por cambiarlo todo implica comprender para transformar, transformar para comprender. Hay que diagnosticar e intervenir (tratar) sobre el fondo de un mundo que no deja de enfermar, de producir dolor en los demás.

Violentar el pensamiento, diríamos un poco parafraseando el título del libro que José Luis Pardo le dedicó a Deleuze, implica hoy también ejercer la crítica a los modos burocráticos del saber, a los apologistas del solipsismo y los onanistas que pretenden monopolizar el quehacer intelectual.

Ya no se trata, entonces, sólo de dar vuelta la tortilla, sino de voltear lo dado pero no para realizar una simple inversión, sino para revolver, para ejercer la revuelta (“punto en el que una cosa se desvía, cambiando de dirección”, según la tercera acepción de la palabra que aparece en el Pequeño Larousse Ilustrado).

Sólo así podremos quebrar la hegemonía de la época, la que se sostiene en el mito de los consensos democráticos. Sólo así podremos violentar las ideas, insurreccionar el pensamiento, y hacer de “El Cordobazo” un legado activo para los tiempos por venir.

 

*Iniciativa conjunta desarrollada por Resumen Latinoamericano, Contrahegemoníaweb y La luna con gatillo.

 

**Editor de La luna con gatillo, redactor de Resumen Latinoamericano y colaborador de los portales Contrahegemoníaweb y Lobo suelto!

Valeriano: un fake contra lo bienpensante // Soledad Sgarella

Este viernes 24 a las 21 hs., se presenta en el Centro Cultural Graciela Carena un cuaderno que compila textos de Diego Valeriano, en un formato “conversación pública” con la presencia del autor y moderada por Pablo Ramos y Claudia Huergo.

Valeriano es de esos que escriben y logran, en el mismo instante, que tengas vergüenza de hacerte la progre, pegarte un chasqui de angustia en medio del pecho o hacerte llorar de emociones diversas mientras describe, por ejemplo, una esperada precandidatura.

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Foto: Marina Chena

Diego Sztulwark afirma (en el prólogo del cuaderno) que el autor muchas veces puede ser leído como un provocador o un nihilista, “cuando es el último de los poetas románticos de la presencia”. Mientras, el propio Valeriano nos dice -sin ninguna seguridad- que escribe para ciertos y ciertas cómplices, que escribe porque frente a los que opinan le gusta fabular y que escribe -un poco- para perder la forma humana.

El colaborador de La tinta y de Lobo Suelto viene el viernes al espacio cultural de la calle Alvear convidado por Emosido Engañado, “un grupo de estudio informal de Córdoba, de miembros variables, que estudian cosas que les interrogan”, según la descripción que hacen los propios participantes. A la conversación abierta también invitan el Colectivo Cordobés de Psicólogxs Comunitarixs, el Ciclo de Cine Raros Somos Todos y el programa de radio El último proletario.

La psicóloga y escritora Marina Chena es una de las congregadas a compilar y editar este cuaderno y nos cuenta: “algunos de los textos que seleccionamos ya han sidopublicados y los pusimos juntos, con algunos criterios bastante laxos en verdad pero que así reunidos tienen una densidad distinta. Si bien son muy potentes en sí mismos, puestos juntos producen un efecto de reverberancia, de caja de resonancia, se van significando o resignificando unos a otros, se intensifican.


Reunir los textos en un formato como este es un poco salvarlos de la velocidad con que todo se procesa en las redes sociales, y aunque es verdad que son un poco en sí veloces y tienen un ritmo muy agitado, nos parece importante poder proponer una pausa, detenernos a prestar atención”.


El evento promete ser un espacio de encuentro, y según les organizadores, es la invitación a una fiesta entre amigos. «Mueran por coger» es, fundamentalmente, una excusa “para que esos textos, que son tan vitales, tengan una oportunidad de ponerse en diálogo con lectoras y lectores, que salgan a la cancha y ladren”, con una bienvenida de la banda local Esencia, y con Ramos Huergo tirando algunas líneas de conversación.

Valeriano es uno de los colaboradores que más publicamos en La tinta. Probablemente porque coincidimos con Chena cuando nos dice que “es una voz muy interesante, no solo en su faz beligerante (que ya en sí misma valdría la pena para publicarlos) sino porque, en cierta forma, resensibiliza la escena social colectiva y te diría, política. Vos poder estar de acuerdo o en abierto desacuerdo con lo que dice, pero hay algo a nivel corporal, visceral, que se mueve con su lectura”.

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Foto: Marina Chena

Todo ese runflerío que ciertos sectores desprecian con tanta fuerza aparecen en su escritura con una vitalidad que no puede no afectarte, es como que te toca y a veces produce incomodidad y a veces expresa una ternura inmensa. Valeriano aporta incluso desde ese mismo registro más bien corporal, o visceral, a interpelar un cierto consenso bien pensante.


“Es fácil decir Macri gato o gobierno de chetos meritócrata. Más difícil es cuestionar la progresía -fundamentalmente intelectual- y ahí es donde más posibilidades hay de romper ese sentido común, estabilizado en un conjunto de buenas intenciones. Creemos que es ahí donde Valeriano hace mella”, dice Chena.

El prólogo de Sztulwark empieza con un contundente “amor a los reventados” de Valeriano.

Y aquí volvemos a coincidir con Chena. Esa concluyente frase “es una imagen muy acertada: no es una reivindicación ideológica, es una profunda alianza afectiva con esas vidas”.

Nos vemos el viernes.

► “Mueran por coger” de Diego Valeriano. Se presenta el viernes 24 a las 21 hs. en Emosido Engañado (Alvear 157).

*Por Soledad  Sgarella para La tintaFotos: Marina Chena.

¿Qué es lo real? La filosofía como arte de lucha y práctica de libertad // Roque Farrán.

I. Me gustaría abrir este breve escrito con algunas preguntas inquietantes que se desprenden de lecturas recientes en torno a la ciencia, lo real, el sujeto y las desapariciones: ¿Y si la ciencia contemporánea nos hubiera planteado la desaparición cómo única respuesta posible ante lo real? ¿Y si ese estado potencial de nuestro modo de ser, más que responder a la posibilidad efectiva de la bomba nuclear, obedeciera a la calculabilidad integral del sujeto? ¿Si la algoritmización de nuestras vidas, cantada como el último avatar del sujeto, no fuese más que el corolario empobrecido y reificado de aquello que se produjo hace ya mucho tiempo? Creo que algo de eso nos trata de transmitir Agamben, con su habitual jovialidad y elegancia, en el opúsculo: ¿Qué es real? Allí se detiene a analizar la misteriosa desaparición de un brillante físico italiano, Ettore Marjorana, quien habría advertido muy tempranamente que los experimentos en torno a la física cuántica iban “por mal camino”. La hipótesis que desliza Agamben, desmarcándose de un anterior estudio, es que el problema no residiría tanto en las consecuencias prácticas de la teoría cuántica, esto es: la fabricación de la bomba atómica, sino en lo que implicaba ontológicamente para el sujeto, en su misma historicidad arrojada al cálculo extendido de probabilidades (tanto en la física como en las ciencias sociales).

La hipótesis que intentamos proponer es que si la convención que rige la mecánica cuántica es qu la realidad debe eclipsarse en la probabilidad, entonces la desaparición es el único modo en el cual lo real puede afirmarse perentoriamente como tal, sustrayéndose a la sujeción del cálculo. Majorana hizo de su propia persona la clave ejemplar de la condición de lo real en el universo probabilístico de la física contemporánea y produjo de este modo un acontecimiento al mismo tiempo absolutamente real y absolutamente improbable. Con la decisión, esa tarde de marzo de 1938, de disolverse en la nada y de borrar toda huella experimentalmente comprobable de su desaparición, le planteó a la ciencia la pregunta que todavía aguarda una respuesta que no puede exigírsele y que, no obstante, es ineludible: ¿Qué es real? 1

Es interesante esta hipótesis agambeniana: la única posibilidad de responder ante la generalización del sujeto que opera la ciencia moderna, su sujeción al cálculo probabilístico, es la desaparición sin dejar huellas. Una reivindicación de lo real que no es nueva, si se recuerda a aquel sabio oriental que se incineró para mostrar un punto ante los insistentes argumentos pirronianos, o la misma Simone Weil que se dejó consumir como forma de protesta política, etc. (aunque sabemos que la “pasión por lo real”, como bien señaló Badiou en El siglo, fue un sino importante de las subjetividades del siglo XX). Lo importante es que la pregunta por lo real, sea lanzada en la cara de los incrédulos sin ningún pathos subjetivo, en un acto implacable.

Diría, aunque me adelanto a lo que vendrá, que la respuesta a lo real asume dos formas perentorias: anudar o desaparecer.

II. Retomo la pregunta por el lado político, entonces: ¿Qué es lo real? Durante la jornada del 24 de marzo anduve dándole vueltas todo el día a esa cosa. La “cosa misma”, podría decir. Pero no puedo. Entonces escribo. Entre idas y vueltas, paseos y la Gran Marcha. Escribí bien temprano: “Memoria, Verdad y Justicia hacen un nudo irreductible”. Es una forma de lo real, sin dudas. Y pensaba en el nombre del cuarto nudo, en el nombrar, en la implicación, en cómo seguir anudando, etc. ¿Es necesario acaso?, ¿o la cosa se sostiene así, y nada más? También pensé que escribir en serio sería desaparecer, no como un ejercicio de coquetería intelectual, sino desaparecer efectivamente, en lo real: tocando ese punto insoportable en torno al cual quienes sostienen y reproducen este mundo miserable ya no (te) soportarían más, ni un minuto más, y (te) desaparecerían. El nudo real se verifica por el corte: “violencia divina”, escribía Benjamin. Quizás algo de eso no ha cesado de escribirse. Devenir puro e insensato médium de los desaparecidos de la historia, por el lado de aquello que no la tiene ni nunca la ha tenido: lo no-sido, lo inexistente, lo real. Tocar lo real, escribir lo real, devenir real en acto, no debe ser fácilmente soportable por nadie. A lo mejor es una de las formas de la muerte; esa palabra que designa muchas cosas que ignoramos, en el límite de la imaginación. A lo mejor es un nombre del deseo, purificado, lo cual es siempre un peligro. Pero no lo sabemos. Escribimos a ciegas lo real, en torno a los otros dos (simbólico e imaginario), como podemos. Y recordamos. O anudamos, con otras palabras. Nada más. No lo sabremos hasta el corte final. Mientras tanto la vida va, y no es poca cosa. Cuestiones ontológicas que encarnan en su historicidad concreta.

III. No obstante, siempre he sostenido que lo real no se verifica sólo por el corte; también hay cicatriz, que recuerda. La escritura que sigue el deseo es una de las formas de esa cicatriz. Por eso no es bella, o no lo es al menos bajo el patrón de belleza actual. Quizás tiene algo de anacrónica. De a poco voy entendiendo la lógica retroactiva que permite cernir el deseo, en ese sentido escritural o cicatricial, no tan puro. Deseo de filosofía, escribí hace tiempo. Pero antes fue la tesis, el proceso institucional y su defensa; luego le siguieron otras, innumerables defensas en otros terrenos, ataques y entrenamientos coyunturales que resignificaron los anteriores. También la precipitación material del nombre de lo que hacía (Nodaléctica) y, finalmente, las tomas de posición y las definiciones más ajustadas al caso. Ahora puedo decir que arribo a una definición clara y consecuente de mi práctica, la filosofía, que me resulta bastante adecuada a lo real del objeto: el vacío atravesado en el anudamiento de las condiciones materiales. Y además, se sitúa de manera decidida entre las prácticas sostenidas por mis maestros, sin identificarme plenamente con ellos y sin alejarme tampoco apresuradamente de ellos. Tomando el tiempo necesario para la elaboración del modo singular. Acá estoy, escribiendo, y sí, qué importa quién habla, mientras tome posición y se haga cargo de responder por lo real en juego, donde le toque en suerte. Entonces la pregunta correcta sería: ¿anudar o desaparecer? La decisión insondable responde por lo real en juego. La decisión no es soberana ni excepcional, es absolutamente singular: un modo de ser irreductible. La existencia está sujeta a valores trascendentales, el ser no: hasta un cúmulo de cenizas desperdigado en el espacio, un múltiple cualquiera, da cuenta de ello.

La clarificación de esta tesis, que es también una apuesta por el pensamiento en vida, exige tomar posición no sólo respecto a la ontología sino al modo de practicar la filosofía. Vayan algunas definiciones en ese sentido, que interpelen a otres.

III. En principio, suscribo a la definición althusseriana de la filosofía como “lucha de clases en la teoría”, sólo que me gustaría complejizar ambas nociones: la de “lucha” y la de “clase”. Aquí tenemos que seguir el ejemplo de Althusser, sin imitarlo. Así como Althusser permitió complejizar la casualidad estructural entre los diversos niveles, instancias y prácticas de la formación social, con el concepto de “sobredeterminación”; y luego otros althusserianos han propuesto, siguiendo sus mismos pasos, hablar de “sobreinterpelación” para pensar la complejidad de los mandatos y discursos amos que constituyen a los sujetos; pues asimismo, creo que tenemos que pensar la “lucha de clases” en su complejidad inherente y no como un principio unívoco: no sabemos cuáles son las clases hasta que no entran en lucha, y no sabemos tampoco cómo se darán las luchas, es decir, el modo que asumirán en qué estructuras, niveles y prácticas. Entonces no podemos descartar a priori ningún modo, ningún espacio, ninguna táctica de intervención: instituciones, asambleas, redes sociales, medios, el estado mismo, etc. El dinero no define la pertenencia de clase; la clase no define el modo de inclusión del Estado; el Estado no se define solo por la reproducción de las clases; las clases no están definidas sino por las luchas concretas y reales que conducen a la transformación de las relaciones de producción, en cualquier nivel de pertenencia o inclusión; las relaciones de producción no son sólo económicas, se encuentran sobredeterminadas. Desajustando pertenencia e inclusión, anudando las luchas en simultaneidad, saliendo de los esquematismos de toda clase, podremos transformarnos efectivamente. Sino seguiremos en la repetición, por arriba o por abajo, por izquierda y por derecha, por afuera o por adentro. ¡No cedamos en ningún terreno, materialistas unidos en lucha!

IV. En consecuencia, concibo a la filosofía como una práctica de libertad, es decir, como producción de un espacio liberado de las coacciones y urgencias diarias que permite, no obstante, entrenarse y ejercitarse para responder a ellas de la manera más efectiva posible. La filosofía como práctica concreta y completa de formación: acotada en sus bordes o condiciones materiales, e infinita en sus mediaciones conceptuales o ejercicios espirituales; no mera teoría del conocimiento, ejercicio lógico-sofístico, historia del pensamiento o hermenéutica epocal del ser. Claro que se trata de ejercitarse para las luchas reales, en efecto, pero luchas que se practican en condiciones de cierta protección y cuidado, con una orientación basada en la experiencia y la tradición, como sucede por ejemplo en un Dojo. Es decir, no se trata en filosofía de la lucha diaria, del ajetreo cotidiano librado al azar de choques y repeticiones, en la calle o en las instituciones; como tampoco en las artes marciales luchamos siempre en torneos y competencias, o eventualmente en la calle misma. Antes –durante y siempre– hay que entrenar el cuerpo y el alma, prepararse para la lucha a todo nivel. Por eso es necesario sostener un espacio de entrenamiento diferenciado, lo más riguroso y protegido posible, donde se cultive la disciplina y el respeto, como también la posibilidad de juego e invención. No se trata de que todos hagan lo mismo, que reine la confusión o la indiferencia en los grados, destrezas y responsabilidades, tampoco de confundir los espacios y los roles, pero sí de habitarlos sabiendo de esas posibilidades de entrelazamiento y transferencia que hacen a la formación conjunta. Entender que una forma de vida nueva tiene que saber anudar, llegado el caso: conocimiento técnico y sabiduría, experiencia e invención, afectos y modos de transformación de sí en cada coyuntura. No me gustan las comparaciones externas ni las analogías apresuradas, hablo de lo que practico: inmanencia de las prácticas, incluida esta breve y condensada escritura. Desde allí –o aquí– deseo interpelar para que otros también lo hagan a su modo. Para eso, sostengo hace tiempo, necesitamos en concreto una teoría materialista del sujeto.

V. Sigamos el ejemplo de Marx, también sin imitarlo. Así como Marx, a diferencia de los socialistas utópicos, se alejó de una crítica moralizante al capitalismo por considerarla inefectiva, y elaboró en consecuencia una crítica rigurosa de la economía política; asimismo, nosotros, tenemos que alejarnos de una crítica moralizante al neoliberalismo y su cultivo del individualismo contemporáneo, para efectuar en consecuencia una crítica rigurosa de la constitución del sí mismo y el sujeto. No basta con escandalizarnos y clamar a viva voz por los viejos valores perdidos del colectivismo y el pacto social primigenio, tenemos que trabajar sobre el terreno del adversario, invirtiendo sus mecanismos y dando vueltas sus cañones. Necesitamos, repito, una teoría materialista del sujeto que nos encuentre implicados en cada punto de este entramado social que rápidamente se descompone. Nunca existió eso que idealmente creemos ver en el pasado, por eso la crítica materialista no repone “valores” sino que trabaja sobre lo que hay para hacerlo mucho mejor. Cultivar un ethos materialista, en consecuencia, resulta necesario para elaborar una teoría materialista del sujeto. Una teoría materialista del sujeto no puede ser solamente contemplativa, comprensiva o explicativa, sino que ha de implicar ejercicios concretos que formen y transformen al sujeto en cuestión: desde la escritura hasta la invención de conceptos, pasando por multiplicidad de prácticas (políticas, ideológicas, científicas, marciales, espirituales, etc.). Una teoría materialista del sujeto ha de implicar, ante todo, al sujeto que teoriza en su formación y por ella se transforma; cuestión que siempre sucede junto a otros, en distintos niveles, espacios, tiempos y prácticas.

VI. Por último, una breve mención a la lógica que podría orientarnos en este proceso de constitución ontológico-política. Ante la forma-mercancía y la lógica del valor, anteponer siempre la forma-nudo y la lógica del entrelazamiento. La sustitución del modo de producción capitalista que atraviesa y desorganiza todas nuestras actividades cotidianas, desde las prácticas económicas a las prácticas afectivas, puede comenzar en cualquier parte o lugar del tejido social. Las células del modo de producción y la forma de vida deseables que lo sustituyan (no importa ahora cómo se llame), pueden constituirse en cada ínfimo acto o gesto, en tanto no busquen la producción de algo que entre en una zona de intercambios valorizables, sino que procedan mediante el entrelazamiento riguroso y la producción de la forma-nudo. Imaginemos en cada instancia, nivel y práctica social cómo proceder, de tal modo que si uno de los términos del enlace no se sostiene el conjunto de la trama se desvanece. Máxima sustentabilidad, rigurosidad y solidaridad en los enlaces e intercambios que nos constituyen. Sólo eso, llevado a la enésima potencia, hará que el régimen de verdad que sostiene este modo de producción ya inviable caiga por su propio peso.

1 Giorgio Agamben, ¿Qué es real?, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019.

PASADAS DE SEXO Y REVOLUCIÓN: nuestra introducción a una vida no fascista // Diego Sztulwark

PASADAS DE SEXO Y REVOLUCIÓN, obra colectiva, ORGIE (formidable máquina micropolítica) y coordinada por Silvio Lang, pone ritmo y da cuerpo a desplazamientos deseantes que vasculan hace años entre la clandestinidad y la agresividad revolucionaria. Un teatro, una madrugada, una fiesta. Mientras me preguntaba qué pasaba con mis sentidos recordé esta cita escrita el mismo año de mi nacimiento: «Los revolucionarios a menudo olvidan, o no les gusta reconocer, que se quiere y hace revolución por deseo, no por deber». Llegando a 2020, ¿qué deseo?. ¿Un paganismo que busca la abolición del género, superación de la diferencia sexual vía reivindicación del ano, órgano universal?. Un cuestionario interpelaba anoche, micrófono en mano: ¿»quien es aquí un heterosexual»? Se levantaron varias manos, aunque no tantas (lo heterosexual como minoría). Con sorpresa noté que no había levantado la mía. Mis elucubraciones me impiden asumir una identidad en automático. ¿Se puede definir la calidad de una práctica erótica -su grado de perversión- por la fijación del -supuesto- «objeto» sexual? ¿Cuánta perversión (y cuánta homosexualidad) cabe en el juego llamado heterosexual cuando (no siempre!) se carga de intensidades que desbordan nuestras individuaciones?. El peso de las etiquetas no debería entramparnos (y menos aun extorsionarnos): ella -la etiqueta- es clara; el vitalismo en cambio es turbio. «N-sexos» en cada sexo dice un libro que me salvó la vida. «Antiedipo». Leo: «ni hombre ni mujer son personalidades bien definidas -sino vibraciones, flujos, esquizias y «nudos». PASADAS DE SEXO Y REVOLUCIÓN es nuestra introducción a una vida no fascista.

Cooke como hecho maldito del peronismo burgués (Recordar, Repetir, Reelaborar) // Mariano Pacheco

Hace 40 años moría John William Cooke, producto de un cáncer de pulmón.

¿Qué sentido tiene recordarlo hoy, cuando nuestras funciones de respiración se ven alteradas no por una enfermedad biológica de nuestro cuerpo sino por lo asfixiante que se torna el saludable momento que atraviesa –que sigue atravesando más bien, deberíamos decir– el cuerpo social? El “realismo capitalista” (como designó el pensador británico Mark Fisher a este sentimiento de que el capitalismo se presente sin fisuras como el único horizonte de posibilidades) está a la orden del día, en Argentina, en Nuestra América y en el mundo entero.

Cooke (el Bebe Cooke; el Gordo Cooke) puede aparecer como una pieza de museo, o más bien como un personaje simpático de una serie de Nettflix (no faltará quien tal vez lo confunda con un personaje de “Paeky Blinders”). Recordar, repetir, reelaborar.

Cooke, lector de Sartre. El joven diputado del peronismo histórico que argumenta como ninguno; el agitador de la resistencia peronista; el preso político y el delegado de Juan Domingo Perón en territorio nacional tras el exilio del líder (incluso, por única vez, el sucesor del General nombrado por él mismo). El Bebe, impulsor de una temprana tendencia revolucionaria del peronismo. El Gordo, hombre de confianza de Ernesto Guevara en Cuba, miliciano en defensa de la Isla contra la invasión imperialista. Cooke, quien muere horas antes de que cayeran en manos de la policía los integrantes de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) que habían instalado un destacamento de guerrilla rural en Taco Ralo (Tucumán). John William Cooke, el dirigente que supo afirmar que en Argentina los comunistas eran los peronistas, y que el peronismo era el hecho maldito del país burgués hoy se nos presenta, él mismo, como el hecho maldito de un peronismo burgués que –al menos en términos orgánicos– no parece estar dispuesto a ir más allá de una gestión progresista del capital, vía democracia parlamentaria.

Cooke –como supo destacar mi amigo y compañero Miguel Mazzeo– fue un hereje de dos iglesias: la peronista y la de izquierda. Es decir, fue un enemigo declarado de los dogmatismos, y supo habitar las tensiones y la incomodidad de dicha situación.

Aunque de nuevo surge la duda: ¿qué sentido tiene recordarlo hoy?

Quizá para que la invención de las nuevas generaciones no prescinda de una conversación con una determinada herencia, una experiencia del ayer que puede funcionar no como mandato sino como una inspiración para el hoy.

Tal vez –como hemos dicho en más de una oportunidad haciéndonos eco de una reminiscencia benjaminiana– para seguir tejiendo ese secreto compromiso de encuentro entre las generaciones del pasado, y la nuestra.

Revisitando papeles de archivo

Hoy quiera rescatar a un Cooke menos conocido que el que suele circular. El que en 1965 publica, a pedido del Comité Editorial de la revista La Rosa Blindada (luego también editorial, fundada y dirigida por José Luis Manghieri) un texto titulado “Bases para una política cultural revolucionaria”, en el que realiza una aguda lectura de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 de Karl Marx.

Cooke no sólo demuestra en este texto ser un lector atento de los clásicos marxistas (empezando por el propio Marx), sino también estar al tanto de los debates marxistas en los distintos tramos de su historia. En tal sentido, basta ver las referencias a Lefebvre o las “notas bibliográficas” no especificadas pero que dan cuenta del manejo que tiene, ejemplificado en la mención que hace de la primera traducción española de los Manuscritos (tomada de la traducción francesa del original alemán).

El Gordo sostiene en este texto que las claves de la acción cultural hay que buscarlas en dos niveles diferentes. Y especifica: por un lado, la teoría general del socialismo; por otro lado, en la correcta interpretación de lo concreto-nacional. Y sale, después de dicha aclaración, al cruce de la “ortodoxia”. Dice Cooke que, por el dogmatismo, el marxismo no se ha permitido situar en su debido lugar al concepto de alienación en Marx, que denuncia el “carácter alienado y alienante de la sociedad burguesa, en la cual tratamos de dirigir la actividad revolucionaria”. Y tras repasar con brillante precisión y claridad el capítulo del “Trabajo enajenado” (alienación del obrero en el producto de su trabajo; alienación en el acto mismo de producción y alienación respecto de sí) recuerda que es bajo la forma política de la liquidación de la condición asalariada que la sociedad en su conjunto podrá implicarse en una dinámica de libertad.

Tal como ya había hecho Milcíades Peña en su Curso de 1958 de “Introducción al Pensamiento de Karl Marx”, también Cooke plantea la necesidad de leer los Manuscritos en serie con El Capital. Recordemos que son los años de auge del estructuralismo y de difusión del “corte epistemológico” promovido por Louis Althusser en su lectura que separa un joven Marx (aún no marxista) y un Marx maduro (científico, plenamente marxista). El frente de batalla teórico se presenta entonces en dos direcciones: contra las interpretaciones hegemónicas en Europa y contra los efectos del stalinismo en la línea soviética para el movimiento comunista internacional. “La relación entre sacrificios gigantescos que demandaba la supervivencia de la Unión Soviética cercada y el objetivo final de lograr la libertad humana quedó olvidada, relegada, reducida a algunas ofrendas retóricas del florilegio formalista”, escribe Cooke.

Meses después, en el mismo medio, León Rozitchner publicará “La izquierda sin sujeto”, en la que discute entre líneas con el texto del Bebe. Los frentes de batalla se multiplican, y no sólo en el terreno de la teoría. Guevara ya ha publicado su texto titulado “El socialismo y el hombre en Cuba”, en donde pone contra las cuerdas las formas de subjetividad que quedan atadas a la forma-mercancía más allá del cambio del régimen político y faltan apenas dos años para que lance su “Mensaje a los pueblos del mundo” a través de la Tricontinental, antes de dirigirse a poner en pie la guerrilla en Bolivia y morir asesinado por la CÍA en el mismo momento en que pretendía llevar adelante su mensaje de crear muchos Vietnam empezando por el Cono Sur de Latinoamérica.

¿Qué rol podían o no jugar los movimientos nacional-populares en una estrategia general de cambio social a escala nacional e internacional? ¿Qué límites encontraba el socialismo como transición? ¿Qué contribuciones podían generar los aportes teóricos y no sólo el avance de las luchas de los pueblos? Preguntas que entonces no quedaron en manos de intelectuales que desde su torremarfilismo desplegaban sus elucubraciones sino que fueron parte de los debates que las militancias  y, como parte de ellas, una determinada cantidad de intelectuales críticos, intentaron dar por distintos medios para hacer carne aquello sentenciado por Lenin. A saber: que sin teoría revolucionaria no proceso revolucionario. O para decirlo con un argentinismo esgrimido por León: que cuando el pueblo no lucha la filosofía no piensa, pero –podríamos agregar– cuando los pueblos luchan y las filosofías no piensan estamos frente a una incoherencia si se quiere seguir posicionado en la barricada del pensamiento crítico.

“Criticar teóricamente/revolucionar prácticamente!, tal como supo escribir Marx en sus Tesis sobre Feuerbach. Algo que el Gordo Cooke, como tantos en aquellos años, hicieron carne a través de su praxis revolucionaria.

 

* #LibrosyAlpargatas: reseñas de un escritor cabeza, columna radial en La luna con gatillo (jueves de 19 a 21 horas por Radio Eterogenia: www.eterogenia.com.ar)

De velatorios y príncipes (12/09/2003) // Colectivo Situaciones

Queridos A y A:

En estos días se respira en Bs-As un aire enrarecido. Dirán ustedes que esto es redundante, y que Argentina es sinónimo de enrarecimiento desde hace ya algunos años. Séa: pero ahora se trata de un nuevo enrarecimiento que opera sobre aquellas capas de enrarecimiento que ustedes han experimentado. Si aquel enrarecimiento primero (¿?) estallaba, este late

¿En qué consiste este nuevo enrarecimiento de los buenos aires locales? Difícil decirlo. Si aquella perturbación generalizada de diciembre estuvo hecha de una furia de rebelión irracional, (sí, profundamente irracional) esta calma parece hecha de buenas razones: espejismos agónicos e indiferencias demasiado pesadas.

Como sea: soplan aires raros.

Pero no sólo los aires, el tiempo se ha enrarecido. Los ecos de diciembre fueron demasiado… demasiado intensos, demasiado destructores, demasiada calle, demasiado destituyentes, demasiada contemporaneidad… el tiempo se ha aplanado. La serenidad actual –tejida de espejismos e indiferencias feroces- esconde aquello que todos hemos visto: hemos vuelto desfallecidos del mas allá. No tenemos palabras para contar lo que hemos visto. De allí que la tranquilidad actual es mas o menos frágil. No tanto porque amenace la sinrazón –como algo exterior que podría invadirnos- sino porque ella vive ahora en nosotros (ahora sabemos que estamos hechos también de su locura).

Pero habíamos quedado en hablarles de nosotros. De cómo intentamos substraernos, o mejor, de como habitar este trauma social.

Como les decíamos en una carta anterior, luego de la convulsión llega la hora de la revancha, es decir, de la interpretación. La mirada se vuelve inevitablemente exterior. Todos preguntamos ¿cómo ha podio ser? Como si aquellos que fuimos fueran otros. Como si, finalmente, se hubieran ido precisamente esos, que venían –por fin- a echarnos, a liberarnos… esos que gritaban “que se vayan todos”, y que ahora parecen haberse ido… como si lo que de nosotros deseaba persistir hubiese sido aún mas fuerte que aquello que quería que la explosión perdure.

Y sin embargo… hemos visto algo allí afuera… algo que no sabemos aún decir, pero que está aquí entre nosotros, como Alien. Hay un “octavo pasajero”. No sabemos lo que podemos parir…

¿Tiempo de revanchas, entonces? (de negación, por tanto). De un cierto resentimiento. Toni Negri nos escribía hace casi un año que en Argentina estábamos frente a una situación privilegiada: la de estar frente al príncipe (la multitud). Ahora las líneas se bifurcan entre quienes aceptan el trastorno de lo vivido -y desconocen su futuro inmediato- y quienes desean olvidar con todas sus fuerzas esa presencia. En contra de todo lo que se dice hoy día: sobre un enrarecimiento político se instaura ahora una renovada –resentida- vocación disciplinaria.

Y sin embargo, no cabe engañarnos al respecto: tal disciplina es sólo –y como mucho- un motivo de goce inmediato, un deseo imposible. Ni el mal, ni aquello que viene a curarlo se hacen tales ilusiones. Disciplina sí, pero una horrorosamente mas arbitraria que aquella que hemos conocido (“seguridad”, “consumo”, “clientelismo”, “gobernabilidad”, “protección”, “ciudadanía”, etc)…

¿Tiempos de reflujo? ¿Una nueva oscilación de la historia? Nada ha pasado… toda rebelión es miserable, y las buenas razones que aspiraba a destruir la esperan al final, como el saco que dejamos en la percha al entrar. Así, entrando y saliendo, descubrimos que el estallido es sólo una parte de lo normal. Nunca su verdad. No hay príncipe sino presidentes

El reflujo es la Idea del velorio. Es su teoría. Lo vivo debe ser transformado en memoria. Pertenecer aplazado. Objeto de conmemoración. Nunca recuerdo del presente.

Lo mismo sucede con otro velorio. El de los ´70. Sólo que aquel tiene un cuerpo: desaparecido. Este es más complicado, porque tenemos la experiencia de la locura con nosotros. No está… pero está…

¿Como se produce la figura del militante de investigación en estas circunstancias? Volver a la invisibilidad… Como dijera alguna vez El Filósofo: deberemos adquirir normas provisorias de vida. Una clandestinidad activa, un tender a la locura, un viaje a la decisión colectiva –un diálogo que evoca, solicita, verifica, produce y reproduce al príncipe-.

Hasta siempre,

Bs-As; 12 de septiembre del 2003

Colectivo Situaciones

Entrevista al Padre Raúl Berardo (Marzo 2003, Quilmes) // Colectivo Situaciones

Raúl Berardo: En esta zona de Quilmes ha habido todo un trabajo popular muy interesante. Por eso es que este sector está muy concientizado, hay mucha gente que ha despertado con todos los trabajos que se han realizado, especialmente con las comunidades y luego con los asentamientos. Porque desgraciadamente el pueblo ha vivido una época en la que ha sido muy difícil que se piense en algo distinto a lo que ellos viven. Entonces, los acontecimientos que acá se han ido sucediendo le ha permitido a la gente empezar a abrir un poco más su conciencia, su manera de ver la cosa, saliendo un poco de su propia individualidad, de su propio problema. Y yo hace años que vengo caminando en estos barrios.

Colectivo Situaciones: ¿Usted puede contarnos ésta historia?

I

La teología de la Liberación

RB: Lo que pasa es que son muchos años, y mucha historia. Este trabajo es producto de toda una conciencia que vine juntando, de toda una experiencia que yo hice desde joven, especialmente a partir de mis viajes por toda Latinoamérica, en donde aprendí mucho, viviendo con mucha intensidad lo nuevo que iba naciendo en esos años. Porque las cosas no suceden así no más, sino que siempre tienen su causa. Y generalmente, siempre esa causa viene por alguien que ha visto un poquito más amplio y que después tiene la capacidad de trasmitir.

Tendríamos que hablar de lo que se vivía después de la resistencia peronista, esa alegría de todo lo que se estaba curtiendo, principalmente en lo que era la juventud, en ese despertar que venía después de la guerra. Uno es parte de esa historia, uno va caminando con la historia. Lo importante es ser conscientes de ese caminar, no estar ajeno a lo que va surgiendo dentro de la historia y ser capaces de sentir lo rico que va naciendo.

Y es que cuando uno va descubriendo, lo que hace es encontrar los elementos que te permiten afirmar, precisamente, todo eso que va surgiendo desde abajo. Lo que sucedió  inmediatamente después de la guerra fue un verdadero despertar, una búsqueda de algo nuevo. Todo lo pasado no tenía sentido. Principalmente en la Iglesia, donde a los grandes teólogos que habían sido condenados, se los leía a escondidas buscando elementos y fundamentos para ver algo nuevo. Se trataba de salir de lo chato, de lo cotidiano que no tiene sentido.

Todo eso a mi me fue formando. Y cuando recorrí toda Latinoamérica fue una alegría inmensa ver las experiencias que surgían por todos lados, principalmente en la Iglesia después del Concilio[1]. La Iglesia, principalmente la latinoamericana, se estaba despertando, buscaba la manera de dar respuesta a la realidad que se iba descubriendo. Porque los obispos que iban a Roma intentaban dar respuesta a la realidad europea, pero nada que ver con América, la realidad americana era totalmente distinta.

En ese entonces el tema era “Iglesia y mundo”, porque toda la actividad se concentraba dentro de la Iglesia, y los curas no teníamos la posibilidad de salir afuera a ver esa realidad. Este diálogo entre Iglesia y mundo fue el tema del Concilio. Cuando los obispos salieron del templo y comenzaron a ver el mundo se dieron cuenta que Latinoamérica era totalmente distinta del mundo europeo: allá eran ateos, acá era un mundo religioso; allá estaban bien, acá estaban muertos de hambre; allá más o menos algo ordenado estaba, acá había injusticia, opresión, muerte, hambre. Entonces se dieron cuenta de que la Iglesia que ellos tenían y sustentaban no daba respuesta a esa realidad, porque se habían quedado encerrados en el templo que generalmente estaba en el medio de la plaza, donde estaba el centro del poder, y se había descuidado todo lo periférico, todo lo de afuera.

Fue cuando comenzó la inquietud entre obispos cristianos y sacerdotes por darle respuesta a esa realidad que habían descubierto, que era la realidad de la miseria, de la explotación, de la injusticia, del negro, de la mujer y del trabajo. Y comenzó a crearse una forma de Iglesia que diera respuesta a esa realidad. Así surgen las comunidades de base, que es como llamábamos a pequeños grupos dirigidos por laicos. Alrededor de la palabra estas comunidades iban descubriéndose a sí mismas, descubrían al entorno, y comienzan a percibir cómo la Iglesia podía influir en esa realidad en la que ellos vivían: comenzaba a quedar claro que no solamente era un problema de fe sino que era un problema social y político.

En base a eso nace una teología, que se pregunta por la manera en que Dios recoge y trabaja esta realidad nuestra. Porque hay opresión entonces, nace la Teología de la Liberación. Gustavo Gutiérrez escribe su primer libro en el año 70, y después vinieron muchos otros teólogos. Esa nueva teología dio aire, ofreció una nueva visión según la cual lo que estábamos haciendo era querido por Dios, porque Dios quería que trabajáramos por los pobres. Precisamente en esos momentos yo recorro Latinoamérica: recorrí Chile, estuve en Perú, en Panamá, México, después fui a Paraguay, al Brasil. Y descubrí toda una Iglesia que nacía con una fuerza tal, que es ahí cuando el problema de los compromisos se hace sentir.

Cuando vuelvo a la Argentina me encuentro con exactamente lo opuesto. La Iglesia acá es totalmente conservadora, estrechamente unida al poder, muy poco ligada al pueblo, y cuando lo están es a través del asistencialismo.

II

El gobierno popular

CS: ¿Llegaste a Quilmes?

B: No, primero estaba en Avellaneda, con Quarracino como obispo, que nada que ver. Entonces, ante la alternativa de quedarme encerrado, mandé a la mierda la Iglesia, la parroquia, y me puse a trabajar de otra manera. Mi intención era comenzar a descubrir el mundo de los pobres, y la mejor manera de hacerlo era meterme en ese mundo. Es así como me fui a trabajar de cura obrero, como lo hizo Ramondeti[2] toda la vida. El fue fiel hasta el final, hasta la muerte. Trabajó de albañil, y cuando muere era diseñador gráfico.

Trabajé de albañil, en una farmacia, también en el PRODE, para ganarme el puchero. Trabajé en el puerto, y luego en el Ministerio de Bienestar Social.

Lo del Ministerio es una historia genial. Resulta que cuando subió Cámpora, nosotros teníamos la alegría enorme de pensar que se venía el gobierno popular. Habíamos trabajado durante tantos años, formando gente y especialmente a la juventud: porque trabajamos muy duramente para formar chicos que expresaran esta opción. Hacíamos mucho hincapié en el orden político, para que ellos fueran luego los protagonistas de un gobierno popular. Por eso cuando subió Cámpora la alegría fue inmensa, porque al fin habíamos logrado el objetivo de tantos años de lucha, desde el 55 hasta entonces. ¿Sabés lo que era esa época? La juventud, por ejemplo, tenía un objetivo fundamentalmente político: no se la pasaba en los boliches ni nada de eso. Era impresionante ver chicos de 15, 16 y 17 años realmente metidos, consustanciados con toda la problemática que se estaba viviendo en ese momento.

Y yo me acuerdo que el 25 de Mayo asumió Cámpora y el 26, “el primer día de gobierno popular”, yo como buen peronista que en esa época era, me fui a Plaza de Mayo para ver qué significaba un día peronista… ¡y me encuentro con un problema extraordinario! Me encuentro que frente al Ministerio de Bienestar Social había una cola de tres mil personas esperando no sé qué. Y yo digo: “pero si estamos en el gobierno popular toda esta gente tiene que ser atendida”. Y me voy hasta donde comenzaba la cola, que era frente al Banco Hipotecario, y había dos chicos y dos chicas sentados en un banquito con una mesita atendiendo a toda esa gente. Yo me acerco y les digo:

– Pero compañeros qué pasa, cómo no está todo el ministerio para atender a esta gente.

Y uno de los pibes me dice:

– No, ¡son todos gorilas!

Les pregunto que estaban haciendo, y me contestan que atendían reclamos de vivienda, de trabajo, de remedios…

– ¿Los puedo ayudar?, les digo.

– Bueno sentáte, me dice uno.

Me busqué una mesita y desde ese momento comencé a trabajar en el Ministerio. Ahí pude ver todo lo que era la miseria humana, lo que significaba eso. Y llegué a ser coordinador general de la Casa del Teatro, donde me mandaron de interventor porque era un quilombo.

Yo no dependía de López Rega en el Ministerio, sino de otra sección.

Ahí aprendí a trabajar con la necesidad del pueblo, con la miseria. Distribuyendo marcapasos, válvulas, elementos de ortopedia, sillas, comida, de todo se necesitaba. Venían cien mil pantalones, como para toda la república, y sabés cómo me querían chorear, me querían sobornar.

Un día vino Perón a donde estábamos nosotros, vino con Isabelita, nos dimos la mano. Tuve la dicha de haberle dado la mano a Perón, y antes también a Evita.

III

Dos maneras de pensar

Claro que al poco tiempo me di cuenta que eso se pudría, que ya no había posibilidad de trabajar.

Ahí surge la diferencia con Mujica. El también estaba en todo esto, pero él veía la opción desde arriba y yo veía la construcción por abajo. Ahí aparecen las dos opciones de cómo comenzar a trabajar en el campo popular, las discusión de por dónde construir: ¿el cambio viene desde arriba o viene desde abajo? Esa es la pregunta que nos hacíamos cuando éramos curas del Tercer Mundo.

Y el otro problema, la otra discusión que había era: ¿qué es lo que hay que cambiar primero, la estructura o la persona?

Estaba la opinión de la mayoría de los curas del Tercer Mundo y yo opinaba al revés, para mi no era por ese lado. Yo les decía a los Montoneros, porque yo charlé mucho con ellos:

– Chicos, vayan a trabajar a los barrios, los barrios necesitan de ustedes. ¿Qué van a lograr con un arma, contra un ejercito organizado que los va a hacer pelota? Vayan a trabajar a los barrios y déjense de hinchar las pelotas.

Para mi era algo muy claro: primero había que cambiar desde abajo al ser humano, y desde ahí, junto con el pueblo organizado, ir cambiando las estructuras. Era la idea del hombre nuevo, la del Che Guevara. Pero Mujica veía que el cambio tenía que venir de arriba, como la Iglesia ahora. El razonamiento es este: “si yo transformo y cambio el poder, entonces después el poder cambia a la gente”. Como en la época de la Edad Media, que cuando cambiaba el rey cambiaba la religión. Es esa vieja idea que todavía está incorporada: si cambian los de arriba, entonces cambian los de abajo. Ahora ya no se piensa más así, creo.

Y yo le decía a Mujica: “¡vení a trabajar acá!” Pero él se fue de asesor de López Rega. “No va por ahí la cosa”, le insistía yo, y entonces comencé desde abajo. Ahí está la  diferencia. El se dio cuenta después de un tiempo que López Rega no respondía a lo que nosotros le habíamos propuesto, los Montoneros se dieron cuenta también.

Hasta que un día me acuerdo que el coordinador del Ministerio, que era Lanzelotti, me llama y me dice:

– Llámalo a Mujica porque es boleta, ya está sentenciada la muerte de él.

Lo llamo y le aviso que está sentenciado por López Rega. Porque él se peleó mucho con López Rega, cuando nosotros estábamos en la oficina 1010 se sentían los gritos que pegaban, ñas discusiones que tenían. Hasta que se separó.

Cuando le aviso él me dice:

– Y bueno, ya estoy jugado, no puedo volver atrás, este es un hijo de puta.

A los quince días lo mataron.

Pero me interesa insistir en esto de que son dos concepciones: una piensa que el cambio viene de arriba., y la otra supone que viene de abajo.

Después era evidente que todo se podría con López Rega, una vez que murió Perón y se vino todo abajo. Entonces, quise retomar la opción por los pobres, y me fui a trabajar al puerto. Yo quería realmente hacer desde abajo y conocer qué significaba vivir esa situación de opresión, injusticia, de miseria, de cagarte de frío, o de calor en el barco. Y es que si yo quería trabajar con el pueblo y no conocía sus vivencias, pues era imposible que pudiera predicar. Porque si no uno termina haciendo la de “los intelectuales”, que ven al pueblo desde arriba pero no saben realmente qué es lo que siente el pueblo, y qué es lo que sufre el pueblo. Eso me permitió descubrir que la única manera para poder hacer un cambio es comenzar a trabajar con los pobres. Para mí esa opción es fundamental.

IV

La represión

Fue así que vine a trabajar acá a la parroquia. Y ustedes no se imaginan lo que fue el golpe de estado para tanta gente que habíamos trabajado con tanto ahínco, dando nuestras vidas, con la esperanza de encontrar un gobierno que fuera realmente popular, y no que siempre fuéramos víctimas de los poderosos de turno. ¿Sabés que noche oscura se nos vino cuando nos enteramos del golpe? ¿Sabés lo que significa estar 15 años trabajando y de repente que todo se venga abajo? ¿Qué es de tu vida, qué sentido tiene tu vida, a dónde vas a trabajar ahora?

Y los curas del Tercer Mundo en ese momento me decían que no podíamos estar adentro de la Iglesia, porque era una institución opresora y desde ahí no se podía trabajar para la liberación. Es así que la mayoría de los curas tercermundistas se fueron, pero yo dije que me quedaba. Me acusaron de traidor, de meterme en la institución, y yo dije:

– Mirá, la gente es cristiana, tiene fe y yo siendo sacerdote puedo trabajar desde abajo; porque si tienen fe me van a aceptar mejor.

Y me quedé adentro, aceptando las condiciones que ponían, mientras los demás curas se fueron. Y la mayoría de los curas que se fueron se casaron, tuvieron hijos, y al tener hijos tenían que trabajar, y al tener que trabajar tuvieron que tener guita, y después casi todos se hicieron burgueses. El único que fue fiel hasta el fin fue Ramondetti.

Bueno, ¿ves qué fácil es ser revolucionario así? Especialmente los estudiantes. Y yo he conocido muchos, porque mi parroquia estaba abierta a los estudiantes, y ellos venían y hacían asambleas, eran todos muy revolucionarios… ¡pero cuando se recibían terminaban siendo unos burgueses hijos de puta! Es decir, cuando son estudiantes son todos revolucionarios, pero después cuando hay que trabajar, les gusta la guita y se acabó la revolución. Por eso los estudiantes que son revolucionarios y siguen siendo revolucionarios cuando llegan a ser profesionales son pocos, porque el sistema los traga.

Fue así que la única opción que me quedaba era volver a la Iglesia, luego de 7 años sin entrar al templo. Porque para mi entrar a un templo era como entrar a una casa de prostitución, era tal la aversión que tenía en ese entonces que no podía. Y tuve que volver, para lo cual lo fui a ver a Quarracino, que me decía “no lo puedo creer”. Así que le dije:

– Mandáme a donde quieras, pero que sea un lugar donde ningún cura de la Diócesis quiera ir, a la más pobre, porque quiero ser consecuente con los pobres y trabajar con ellos.

Al final me manda a Florencio Varela.

Pero resulta que acá en San Juan Batista estaba un cura que se llamaba Joaquín, y fui a ver el acto en el que Quarracino le tenía que dar el título de párroco. Ese día lo estaban persiguiendo a Joaquin por todos lados, porque él estaba en la corriente “Cristianismo y socialismo”, que venía de Chile. Ahí también estaba Podestá, quien había formado mucho chicos allí en Avellaneda, donde lo persiguieron y se tuvo que venir para acá. Era la época de la dictadura, en el 76.

Y mirá vos lo que es la providencia, que cuando se termina el acto Joaquin le pregunta a Quarracino dónde nos quedábamos a dormir, y este le contesta:

– Mirá, no es conveniente que te quedes acá porque te están persiguiendo, mejor que vengas a dormir a la curia.

Y yo le pregunto por qué no se quedaba acá, y me confiesa que tenía miedo. Le dije que lo acompañaba, que no tenía problemas, que iba con él. Y esa noche nos vinieron a buscar. Así que si yo me hubiera quedado no estaría contando el cuento ahora. Se salvó, y al otro día lo mandaron por la nunciatura a España. Es por eso que el obispo me mandó a mí a la parroquia, y ahí yo comencé con las comunidades.

Porque claro, en ese momento había tanta represión que todo se había inmovilizado, no había ninguna organización que movilizara a la gente. La única que quedaba era la Iglesia, que daba la posibilidad de poder organizar, porque lo demás estaba todo desmovilizado: sociedad de fomento no había, clubes no había, política no había, el único espacio que quedaba era la Iglesia. Entonces yo dije: yo aprovecho acá para movilizar a la gente, aunque no podíamos hacerlo con sentido social y político, porque si no me cortaban el cogote.

V

El surgimiento de las comunidades de base

Entonces empecé a trabajar a través de la fe, a través de la palabra, y comienzo a abrir la Iglesia a los barrios. Así largo con la comunidades, y la gente enseguida se sintió convocada. Mi proyecto era con el tiempo ir dándoles la concepción más política. Pero el hecho sólo de aglutinarse y de sentirse protagonista, de sentir que tenían ellos la Iglesia en sus manos, que tenían la Biblia en sus manos, que podían charlar sobre sus problemas, era algo muy importante. Y es así que logré en poco tiempo más de cincuenta comunidades: salían como hongos, pero después había que organizarlas.

Cuando las comunidades estaban ya en su apogeo el sentido del trabajo era fe y vida, es decir, que el evangelio tocara realmente la vida, de tal manera de que vos fueras consecuente y no un buen cristiano en la Iglesia y afuera un hijo de puta. Se trataba de ser consecuente con tu fe, y vivirla en todos los aspectos de la vida. Después, cuando se empezó a abrir un poquito la presión de la dictadura comencé a insistir en la relación entre fe y acción social, es decir que vos comenzaras a preocuparte por los problemas del barrio. Y me quedó el otro nivel, que era fe y política: ahí no llegué.

A lo social llegamos precisamente con el surgimiento de los asentamientos. Cuando se comenzó a ver esa dimensión: que mi fe no solamente tiene que estar encerrada en mi mismo, sino que tiene que ser extendida en una acción concreta con mi hermano necesitado, en el barrio donde yo vivo. Ahí surgió la necesidad de dar una respuesta a una realidad que en ese momento se vivía, que era el problema de la vivienda. Cacciatore mandaba a todos los de la villa para acá, y los dejaba tirado por ahí, mientras yo veía un montón de terrenos baldíos. Esa fue la ocasión de comenzar a hacer esta experiencia, porque estaba la necesidad de vivienda, habían terrenos disponibles, estaba la organización preparada que eran las comunidades, y había un tipo capacitado para conducir el proceso (risas). Se daban todas las condiciones, y entonces comenzamos.

VI

Las tomas de tierras

CS: ¿Y en qué año comenzaron?

RB: Comenzamos en julio de 1981, cuando una señora vino a la parroquia a pedirme vivienda y yo le dije:

– Allá hay un terreno baldío, andá a ponerte al lado de esa gente y hacete una casa. Agarrá un pedazo de 10 por 20, y en el medio hacete el rancho. Y si viene la policía decile que te mandé yo.

¿Ven que la autoridad del cura a veces vale?

Pero me acuerdo lo que era la mentalidad de la gente, porque unos días después fui a verla y había puesto su casilla pegada a la casa del vecino.

– Pero te había dicho en el medio del terreno, no pegado.

– Pero no padre, yo quiero sólo un pedacito para mi ranchito, me dice.

– Pero vos tenés necesidad de un terreno, vos sos argentina, sos hija de Dios, y te corresponde: tenés que tener tu propio terreno.

El gran problema de los asentamientos, en sus orígenes, fue la falta de conciencia de la propiedad privada. Cosa que a su vez, mas tarde, cuando se logró, me di cuente que fue lo que terminó frustrando la experiencia. Pero al principio la gente no tenía conciencia de la propiedad privada, me decían: “yo nunca tuve un pedazo de tierra, y vengo del norte donde mis abuelos me enseñaron que la tierra es comunitaria; entonces, ¿quién soy yo para tener un pedazo de tierra?”

¿Sabés lo que me costó? La única forma fue poner un signo que dijera que tenías derecho a la tierra, poner una bandera que significara que como argentino tenías derecho a tener tu propia tierra. Y decir que la tierra es de Dios, y nadie a él se la compró, así que todos tenían el derecho a tenerla. Fue con esos signos que incitamos a la gente a que se sintiera capaz de tomar la tierra, porque lo impedía el miedo a la policía y el miedo de romper ese criterio de que la propiedad privada era intocable. ¡Fue increíble lo que costó!

Y resulta que íbamos dando los terrenos, pero a la noche se metían y se empezaban a amontonar, y se armaba la villa. Y cuando los íbamos a ver nos decían que estaba su hermano, su familia. Tuvimos que hacer una comisión que los sacaba cagando, y les daba a ellos también un pedazo de tierra. No concebían que ellos tenían derecho a un pedazo de tierra, no les entraba en la cabeza. Y mirá que yo me subía arriba de los carros, los convocaba para explicarles, y a ellos les costaba entender eso. Hasta que vieron que se iban dando los terrenos y que la gente efectivamente iba haciendo su casa, y empezaron a entusiasmarse. Al principio dábamos terrenos todos los días, y después comenzamos a dar por semana. Nos congregábamos cien, doscientos y tomábamos un pedazo de tierra.

Cuando tomamos el Tala fuimos cerca de mil. Nos juntamos un sábado a la mañana y nos metimos. Esa toma fue tremenda, porque estábamos al mediodía repartiendo las tierras, con la comisión –que era un grupito de gente que me ayudaba– y vino la policía: ¡salieron rajando todos y me dejaron solo! Después se fue la policía y ahí metimos como seiscientas familias.

VII

El asentamiento de San Martín

Y al otro sábado nos juntamos en otro lugar, y ¡eran mas de 5000 personas! Como doscientos carros, camiones, con todos los bártulos, con todas las chapas… para ir a la tierra prometida, ahí a San Martín. Eso, para mí, fue como el éxodo, fue vivir la sensación del éxodo, de salir de Egipto para ir a la tierra prometida. No teníamos ni cámara fotográfica, ni filmadora. Fue un acontecimiento: vos veías a las viejitas con su madera, con su chapa, a las doce de la noche.

Yo me había hecho amigo del comisario de La Cañada para que no me jodieran. Entonces fui a verlo y él me dijo:

– Mirá que se viene difícil, porque ya se enteraron de lo que estás haciendo.

Porque todos los asentamientos los hacíamos internamente, no se salía hacia fuera para que no se dieran cuenta. Pero ya ir hacia San Martín, ir hacia la avenida, iba a generar quilombo. Entonces le dije yo:

– ¿Qué hora me das para poder hacer el movimiento?

Y me dice:

– De doce a dos yo no hago nada. Te doy dos horas para que vos metas la gente adentro, pero que no estén en la calle porque si no la meto presa.

Entonces, de doce a dos de la mañana fuimos caminando 15 cuadras. No te imaginás lo que eran esas cinco mil personas, o más, caminando con viejos, chicos, grandes, caminando en medio de la oscuridad.

Yo lo que tenía organizado con los chicos de la parroquia –más o menos cien– eran los martillos, palos y los planos para que no se hicieran villas, sino que se hicieran cuadras y las divisiones de diez por veinte. Pero enseguida, en dos o tres horas, con las mas o menos novecientas familias que eran se cubrió todo San Martín. Y los vecinos, al otro día al levantarse, se encontraron que todo un pueblo se había levantado a su lado: ¡milagro de Dios! (risas)

Eso fue el 21 de noviembre de 1981. Y al otro día, que era sábado, resulta que yo estaba repartiendo los terrenos a la gente, y venía gente, y gente: no alcanzaba. Entonces empezamos a dar números, di como 500 números, y a la semana ya habíamos repartido como 3000 números más. Es decir, que esa semana por la parroquia habrán pasado más de 3000 personas, porque se corrió la bolilla por todos lados, venían hasta del Chaco.

El problema es que muchos no venían cuando se repartía, y aparecían al otro día a las ocho de la mañana con el numerito en la mano. Y entre toda la gente que se juntó había más o menos unas 10000 personas: un despelote. El intendente mando las topadoras para tirar las casas abajo y la gente los echó a la mierda.

Entonces me pregunto: ¿qué hago? Yo los quería meter aquí en La Matera, pero no sabía cómo hacer, porque no sabía que había una entrada del otro lado. Había conseguido unos troncos para cruzar el arroyo, pero no se podía por no se qué historia. Finalmente opté por meterlos en el “Monte de los Curas”, porque me pareció la única salida.

Ese día se había armado un despelote bárbaro. Fui allá y los reuní, me subí arriba de un carro y todos con el numerito pidiéndome, y yo les dije:

– ¿Ven aquel monte que está allá? Ese se llama el Monte de los Curas –le decían así pero no era de los curas– . Bueno, si es de los curas no hay ningún problema (risas), así que vamos para allá. Pero conserven las manzanas, conserven las casas, no hagan villas.

No sabés lo que era: 10 000 personas cruzando el puente que hay ahí en Donato Alvarez y San Martín. A la noche yo fui con la camioneta a ver todo ese espectáculo extraordinario, fuego por todos lados, era impresionante. ¡Diez mil personas en ese monte, cada uno construyendo! ¡Qué alegría, que satisfacción!

Y al otro día lógicamente, por todo ese problema vino la policía. Tres mil policías nos rodearon a todos los que estábamos ahí: no nos dejaban entrar nada. Yo iba con la camioneta para llevar agua y no me dejaban entrar. Pero, trabajando con inteligencia se logró: de noche, las mujeres charlaban con la policía, y pasaban las chapas, pasaban las puertas. Tres meses estuvo el cerco, pero aún así la cosa se hizo.

VIII

La organización popular

Así que fue un acontecimiento muy bueno, pero fue todo a través de una concientización. Es decir, las comunidades –que estaban muy bien preparadas– me ayudaron muchísimo para poder hacer eso. Sin las comunidades, sin la parroquia, hubiera sido muy difícil haberlo logrado.

Fue un hecho que llamó muchísimo la atención, fue publicado por todos lados. En los diarios salió: “cura comunista toma tierra”. Me filmaron por todos lados, salió en Europa, me llamaron de Suecia, de Francia, de Italia, para decirme que me habían visto por televisión.

Yo sabía que se trataba de un acontecimiento muy grande, de una experiencia muy rica, y por eso me pregunté: ¿cómo hago para que esto sea verdaderamente popular, es decir, para que esté en manos del pueblo? Porque yo había sido el promotor, pero eso debía ser tomado por el pueblo, y no debía ser guiado por mí. Eso tenía que pasar del líder que lo había producido al pueblo, para que el pueblo fuera su propio líder. Entonces formé la comisión popular, que consistía en elegir un delegado por manzana, en asambleas de cada manzana, y en organizar una comisión interna en cada asentamiento, con los delegados elegidos. De tal manera que el delegado no podía hacer lo que quería, sino que tenía que actuar de acuerdo a la propuesta de la manzana.

Después formé una coordinadora de todas las comisiones internas. Venían a la parroquia todas las semanas, y yo les ayudé a formar conciencia sobre cómo tenían que conducir esa experiencia, de tal manera que resolvieran todos los problemas que ahí surgían. Por ejemplo, enseguida se resolvió el problema del agua, de la luz, de las calles. Todo organizado en forma comunitaria, porque venía todo organizado de esa manera.

CS: ¿En qué año comenzó esa organización?

RB: Esto empezó a funcionar más o menos en el 82, muy poco después de la toma de las tierras. Y la organización popular fe un éxito extraordinario. La asamblea y los manzaneros fueron experiencias extraordinarias: no se podía hacer nada sin su aprobación.

Me acuerdo una vez que cayeron unas piedras tremendas y agujerearon todos los techos de cartón, y se necesitaban como cuatro o cinco mil chapas. Bueno, la gente organizada fue a la municipalidad con los camiones, trajo las chapas, y por intermedio de los delegados se compartió. Yo no participé para nada. En cambio Angel, que era cura acá en la San Bautista, y tenía ya a IAPI como parte de la parroquia, fue él a comprar las chapas, las puso en la parroquia, y puso a la gente en fila para repartirlas. El problema fue que no alcanzó, y la gente casi lo mata.

Ahí se ven otra vez dos formas organizativas: una que la hace el pueblo organizado y otra que la hace un líder por su cuenta. Y es algo muy común: uno se considera líder y quiere hacerlo todo. De la otra manera, lo hace el mismo pueblo, y el líder desaparece.

Más tarde, lógicamente, apareció gente que quería hacer asentamientos por todos lados y querían que yo fuera al frente. Me decían: “vos que fuiste el que comenzó a hacer esa experiencia, ponete al frente”. Yo respondía que no: el líder tiene que saber separarse a tiempo, cuando el pueblo toma conciencia y es capaz de hacerlo. El pueblo tiene que ser el propio líder, tiene que darse cuenta de que es capaz de hacerlo. Y así fue: la gente aprendió y comenzó a hacer los asentamientos por todos lados. Ahí están una vez más las dos concepciones.

Y venían los intelectuales, y me decían:

– “Raúl, ¿en qué te podemos ayudar? Estamos dispuestos a ayudarte a organizar todo lo que has hecho.”

Entonces yo les decía:

– ¿Pero ustedes qué se piensan? ¿Son hijos de puta o qué son? ¿Así que me venís a organizar todo lo que yo hice, con peligro incluso de la vida porque empecé en plena dictadura? ¿Sabés lo que vamos a hacer? Andá vos a hacer un asentamiento, y cuando lo hagas entonces venís y trabajamos juntos. Pero venir a trabajar sobre lo que yo hice… ¿por qué no te vas a la puta que te parió?

Esos son los intelectuales: quieren venir a conducir lo que el pueblo hace. Los militantes políticos, y los de las universidades, que se creen que vienen a salvar al pueblo, y no tienen la menor idea de lo que es trabajar con el pueblo, saberlo conducir, y lograr que el pueblo sea su propio líder.

Yo directamente los puteaba y los mandaba a la mierda. Y venían muchos, porque enseguida se corrió la bola por todos lados.

IX

Los asentamientos y “la política”

Me acuerdo que estando reunido con los curas en San Juan Bautista vinieron a avisarme que habían venido las topadoras para tirar las casillas del Tala. Tuve que salir corriendo, y estaba la topadora, la policía, y el comisario que era amigo mío, y me dice:

– Raúl, arreglá este problema porque yo no quiero tirar a la gente.

– No seas hijo de puta, le dije, ¿cómo mierda estás acá? ¿Vas a tirar contra tu pueblo.

Bueno, estaban las topadoras listas para avanzar, y estaba el delegado de Solano para dar la orden, y yo me puse adelante, llamé a todas las mujeres y nos pusimos frente a las topadoras: “no vas a  avanzar”, le decíamos. Y como habían unas casitas ahí cerca, donde vivían toda gente que conocíamos de la parroquia, yo le digo al de la topadora:

– Mirá, allí en las casitas hay vecinos con armas y te están apuntando: si avanzás te meten un tiro en la cabeza.

Lo asustamos. Entonces fui a hablar con el delegado, y me dice que tenía orden de Casanero, que fue intendente de la dictadura. Fuimos a Solano para hablar por teléfono, y el delegado habló y dijo que la orden estaba dada, que había que avanzar con las topadoras. Y yo le dije: bueno, déjeme hablar a mi. No me querían dejar, hasta que me dieron con el secretario del secretario del secretario, luego pasé al secretario de la intendencia, y le conté la situación. El me repitió que la orden del intendente era avanzar.

Entonces pedí que pararan hasta que yo hablara con él. Eran las doce menos cuarto y a las doce cerraba la intendencia. Menos mal que estaba Miguelito, un cura amigo que tenía un fitito, y llegamos los dos, subimos al tercer piso y estaba el secretario. Allí nos hizo esperar un tiempo largo, hasta que volvió y nos pregunta:

– ¿Ustedes para cuándo quieren la audiencia?

– Pero usted qué se hace –le digo–. Tengo un problema de la san puta en la parroquia y usted me pregunta para cuándo, yo quiero hablar ahora con el intendente, esto es urgente.

Entonces, de adentro del despacho dicen:

– Pase Padre, pase.

Era el intendente que estaba con dos o tres secretarios.

¿Y sabés las de puteadas que nos dimos? El me decía:

– Yo se que usted está organizando otro asentamiento.

Y yo le digo:

– El problema no es mío, sino que es suyo, porque usted tiene un problema de vivienda que no está resolviendo.

Y me dice:

– Pare la próxima toma.

– No, usted es el responsable de hacerlo porque usted es el responsable de atender a esa gente no yo. Yo estoy simplemente sirviendo allí.

– Mire Padre, yo soy boludo pero no tanto. ¿Por qué no hizo todo esto en Florencio Varela, y me lo trae acá a Quilmes?

Bueno, nos peleamos tanto que al final me dijo:

– Bueno listo, esta me la banco, pero la otra –la que venía– no la dejo pasar.

Así que el intendente tuvo que aflojar, porque la multitud era tan grande que no lo podía contener.

Esa fue la experiencia. Y asentamiento le llamamos porque no sabíamos que nombre ponerle: barrio no era, villa no era…. ¿Sabés cómo me costó romper con el concepto de villa? Y sin embargo, por un lado, creo que es mejor la villa, porque la gente se siente junta, hay cierta comunidad. Porque el asunto de ponerse todos bien separados es muy burgués, cada uno en su terrenito. Y es que resulta que con el tiempo me di cuente que una vez que consiguió escritura se puso el cerco, dijo esto es propiedad privada y se olvidó de lo comunitario.

Otra cosa es que no queríamos que entrara ningún partido político: ni peronistas, ni radicales. Pero después llegó la época de la democracia, vinieron los partidos políticos, y ahí se pudrió todo. Yo ahí me di cuenta que no iba más, y lo dejé todo. Se dividieron, se perdió la organización popular, hicieron sociedades de fomento. ¿Por qué no defendieron su organización popular que costó tanta sangre? ¿Por qué hacerles caso cuando dicen que no te atienden si no te convertís en una sociedad de fomento? Yo les decía que no acepten, que esas son las formas que ellos tiene para dominarte, que por qué no manteníamos nuestra organización, no la defendíamos. Porque un pueblo cuando ha llegado a su máximo nivel de organización tiene que tratar de defenderla frente a los poderes. Pero hay que tomar conciencia.

Logramos que un muchacho fuera concejal: Reinoso. Y yo le dije: “Reinoso, tenés que estar en función de tu pueblo, de tu gente”. Sí, sí, me decía. Se hizo concejal, se fue a la mierda, se separó de la señora, se hizo rico…

CS: Y después volvió con la topadora… (risas)

X

Crisis de la experiencia

RB: Después del asentamiento, en una reunión que hacíamos todas las semanas, yo propuse pensar qué nombre le poníamos a ese fenómeno que había sucedido. Y entonces me acordé del éxodo. Claro, los israelitas se liberaron cruzando el Mar Rojo, y se asentaron en el desierto. Ahí nace el nombre de asentamiento, en esa experiencia. Porque en Perú le llaman “pueblo nuevo”, en Chile lo llaman “población”.

CS: ¿Y cómo siguió el proceso en los últimos veinte años, es decir, en los ochenta y noventa?

RB: De un lado, en la Iglesia no se vio bien. El obispo y los curas no aceptaron. Ellos me decían: “vos no pensás en la Iglesia, no pensás en el obispo, mirá que quilombo estás armando, mirá que lío”. Un lío no sólo nacional sino también latinoamericano. Porque era un fenómeno que nunca se había dado en la Argentina: la posibilidad de que la gente con coraje tomara las tierras, y que comenzara a tener por sí mismo un pedazo de tierra para poder construir su casa.

Después me hicieron como seis o siete juicios. Uno de los jueces me llamó de Lomas, y me dijo:

– Yo soy católico, ¿cómo puede usted hacer eso, no ve que va contra la propiedad privada?.

Y yo le contesté:

– No señor juez, yo estoy a favor de la propiedad privada.

– ¿Y cómo está a favor si usted ha tomado las tierras?

– Yo estoy a favor –le dije– porque quiero que los pobres tengan también la propiedad privada.

Otro tipo me vino a prepotear, y me dice:

– Acá tengo los papeles que dicen que esto es mi propiedad.

Y le respondí:

– Yo también tengo papeles, y son mejores que la escritura tuya.

– ¿Y cuál es?, pregunta.

– La Sagrada escritura –le mandé– que dice que la tierra es de Dios.

Y lo cagué. El tipo se ponía furioso. (risas)

Con esos argumentos andábamos. Pero después, con el tiempo, tomó el pueblo la experiencia, y se fue multiplicando. Ahí apareció Agustín Ramírez, que fue un chico de la parroquia que aprendió, y todos los demás que aprendieron. Comenzó a surgir por todos lados, porque la necesidad estaba y el hecho había producido entusiasmo y seguridad de que se podían tomar las tierras; se había perdido el miedo, y la gente tomó coraje y comenzó a andar y no paraba más.

Resulta que después me di cuenta que, a pesar de que todo el trabajo que se había hecho era muy bueno, habíamos terminado haciendo más de lo mismo: habíamos logrado hacer burgués a la gente. Porque ahora, con la propiedad privada lograda, se acababa todo lo comunitario, ya nadie se preocupaba por el vecino: si antes todos trabajábamos juntos, todo era comunitario, ahora cada uno se separaba. Y yo dije: “no, para trabajar para esto no trabajo más, y me fui”.

CS: ¿Y el Movimiento de Vida Comunitaria (MoViCo) cuando nace?

RB: MoViCo nace como resultado de toda esa experiencia. En ese momento dije: tengo que producir algo nuevo, en donde la gente se forme para no caer en ese individualismo. Por eso se llama vida comunitaria, porque se trata de poner las raíces de lo comunitario. Pero para eso hay que vencer al individualismo que está metido hasta los huesos de la persona, porque eso es lo que propone el sistema. ¿Cómo vencés eso? Con todo un trabajo de concientización, para poder hacer de tal manera que la persona llegue a tomar conciencia de que lo individual ya no satisface plenamente, y que necesariamente tenés que encontrar el sentido comunitario para vivir. Es decir, tiene que surgir no como algo impuesto sino como una necesidad imperiosa tuya, de que lo individual ya te harta, y ya no podés vivir más como el sistema te propone, tenés que vivir con otros valores. Yo creo que de allí parte el trabajo, ese es el sentido del MoViCo. En ese sentido, nace como expresión de todo el trabajo que vengo haciendo desde hace tanto tiempo.

XI

Nuevas búsquedas

CS: ¿Y cómo ve el trabajo actual de los MTDs?

RB: Bueno, ahora pregúntenle a ellos, yo ya hablé demasiado.

Myriam: Yo por lo que veo, un poco a cierta distancia, es que es un trabajo muy importante el que están haciendo. El hecho de salir en defensa de los desocupados. Porque el único derecho que tenía el hombre era el del trabajo, y a partir de ese también tenían salud, educación, etc. Al perder el trabajo pierden todo, y comienzan a agruparse y a exigir de alguna manera que ese desocupado sigue siendo una persona y tiene que tener familia, una vida digna. En ese sentido me parece muy importante el trabajo que hacen. Realmente: salir a la lucha, cuerpo a cuerpo con el sistema, porque sin dudas es así, uno ve como los cagan a palos.

Pero por ahí eso se puede unir con el trabajo que estamos haciendo nosotros. Pues si bien nosotros no vamos al cuerpo a cuerpo, también estamos haciendo un trabajo de liberación y de concientización popular. Para nosotros es fundamental, para construir una sociedad nueva, buscar cómo es que se vence al individualismo. Como decía Raúl, este es el gran problema, porque ya vimos en la historia de los asentamientos cómo una vez que se logra lo que se quiere surge de vuelta el individualismo: como una historia de solidaridad y comunidad se rompe cuando llega la propiedad privada.

A mi me parece muy bueno el trabajo que están haciendo los MTDs, sobre todo en lo que respecta a perder el miedo, juntarse y salir a la calle. Aunque a veces, por ejemplo cuando pasó lo de Maxi y Darío, a uno le da lástima perder personas tan llenas de vida y de conciencia por esto de ir al frente, ir al frente, tanto que el sistema te termina matando. Y por ahí se pueden pensar otras propuestas y trabajar juntos. Nosotros estamos por lo mismo, por ejemplo, pero tenemos otra metodología.

CS: ¿Cómo es la metodología de ustedes?

XXX: Nosotros trabajamos con la gente en forma personalizada, hacemos reuniones una vez por semana de dos horas en los barrios. Ahí los vecinos se juntan, y siempre hay una persona que ya tiene experiencia en el movimiento y se las trasmite a ese grupo que se está formando. MoViCo tiene tres momentos, a partir de una metodología muy sistemática, con cuadernillos, con hojas que la gente puede llevarse a la casa, y muchas prácticas.

Hay mucho de mirarse para adentro, de conocerse, de entender como funcionan nuestras mentes, de entender que si queremos organizar a las personas tenemos que estar primero concientizados nosotros: no podemos dar algo que no tenemos. Parecería, en principio, que es una actitud egoísta, que estamos pensando en nosotros. Pero creo que cuando hablamos de un hombre nuevo tenemos que pensar sí o sí en nosotros. Y esto para la gente es muy importante, porque se dan cuenta de que no se trata de algo que hay que ir a buscar afuera. Este es un primer paso. Y ahora estamos organizados en los barrios, por sectores, hay manzaneras, y van surgiendo nuevos centros del MoViCo, de cinco, diez o quince personas.

Myriam: Pero a su vez se trata de construir una sociedad nueva. Pero eso se construye con personas nuevas, que encuentran maneras distintas de resolver los problemas como la salud, la educación, etc. Lo que buscamos es un cambio social, porque la persona no puede estar bien donde hay represión. Lo que no nos interesa es incluir a la gente, sino todo lo contrario: construir algo radicalmente distinto. Esto implica un proceso más lento, pero también darse cuanta que se trata de una sociedad que ya existe, por ejemplo, en experiencias comunitarias concretas.

[1] El Concilio Vaticano II

[2] Miguel Ramondetti

Entrevista al Colectivo Situaciones[1] (Buenos Aires, noviembre de 2002) // Revista Espacios de Reflexión, de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires

Revista Espacios de Reflexión, de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires

Entrevista al Colectivo Situaciones[1]. Buenos Aires, noviembre de 2002

Queríamos hacer una aclaración antes de responder la primera pregunta. Para nosotros es complicado trabajar en el género “entrevista” porque como Colectivo que somos, tenemos que discutir todo antes de responder, y pueden imaginar ustedes el trabajo que significa esto. Por eso, intentamos reducir las respuestas a aquellas cuestiones que realmente tenemos pensadas, aquellas cosas sobre las que efectivamente venimos trabajando y disminuir así el campo posible de la opinión (que es, claro, infinito). Esto por un lado. Pero hay algo más: el Colectivo mismo no es algo que consista fuera del trabajo que realiza. La labor que nos reúne es la “investigación militante” (que es algo muy diferente del investigador académico, el intelectual consagrado y el militante tradicional). El Colectivo es una trama afectiva que coexiste con tareas prácticas y teóricas. Lo que nos interesa mostrar en esta entrevista son algunos productos de esta forma de trabajar (en la que no se trata de hacer juicios inteligentes sobre aquello que se nos aparece como “tema” a  opinar, sino algo bien distinto: intervenir en situación, para componer lazos prácticos, vinculados al pensamiento de la situación), y cómo el contexto abierto luego de aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 nos han modificado. Este es un poco el límite que nos ponemos para esta conversación.

¿Consideran el 19 y 20 de diciembre como un punto de inflexión en la situación política y social del país?

 

Las jornadas de diciembre inauguraron lo que en otro lugar hemos llamado una “insurrección de nuevo tipo”, una “insurrección del no”. Si observamos a cuantas cosas se ha dicho NO, el resultado puede ser realmente sorprendente. Tal vez sea más fácil resumirlo en lo siguiente: al sistema político de la “posdictadura”, a las teorías políticas como algo preconcebido, y a la creencia en la existencia de algo así como la “autonomía de lo político”, es decir, nos parece evidente que la política –como lucha por la justicia- tiende a manifestarse por fuera de las instituciones y los procedimientos clásicos de lo político, comenzando, claro está, por la centralidad del Estado, los sindicatos y los partidos políticos. Pero en un sentido más práctico, no se trata tanto de saber lo que pasó –como si todo esto ya hubiese ocurrido, ya hubiese quedado atrás-, sino de entender cómo pasa lo que pasa o, en otras palabras, de decidir qué hacemos con eso que hemos hecho y que persiste en sus efectos sobre nosotros mismos aun hoy, a un año del estallido.

No es cuestión de evitar una reflexión sobre lo que ocurrió. De hecho en varios textos hemos dicho que nuestra percepción era que en diciembre hemos participado de un movimiento complejo, no estructurado y múltiple, cuya característica más llamativa fue sus sesgo destituyente. Es decir, no se intentó tomar el poder para aplicar desde allí un modelo alternativo de país, sino que se asistió a una movilización intensa y masiva que carecía de programa político y de dirigentes reconocidos. Todas esas cosas que para los partidos políticos son motivo de preocupación, a nosotros nos parecieron una expresión muy interesante del nuevo protagonismo social que viene desarrollándose en el país desde hace años. El movimiento no estuvo orientado por una promesa de un futuro mejor, ni tenía modelos sobre cómo deben ser las cosas. Tampoco hubieron organizaciones centralizadas manejando los acontecimientos tras el telón, aun si el estallido de diciembre se produce en el contexto de un juego político complejo, en que el peronismo intentaba desbancar al gobierno. Esta complejidad no puede explicar –de ningún modo- lo que ocurrió luego, cuando la gente ya estaba en la calle. El desborde fue evidente. Y esto es lo más significativo: una vez que las multitudes se apoderaron de la ciudad, lo que se vio fue algo inédito: miles de personas diciendo “NO” o “que se vayan todos”, un grito de angustia –en medio de una fiesta popular-, que para algunos ha sido espontáneo, pero que venía madurando en muchas experiencias de contrapoder anteriores.

Y bien, los hechos de diciembre provocaron una apertura: dieron por cerrada la época de la posdictadura, y abrieron un nuevo periodo, sin dudas muy rico pero también muy complejo, y que estamos comenzando a conocer. Nosotros percibimos que un rasgo significativo de este fin de época es la tendencia a la conformación de una sociedad paralela. De un lado, una descomposición significativa de las instituciones del Estado nacional argentino, y sus recursos tradicionales. Descomposición, aquí, no quiere decir de todos modos destitución. Para nada. La diferencia es evidente: descomposición es la palabra que podemos usar muy provisoriamente para dar cuenta de una nueva forma Estado: el Estado mafia, articulado al capital global.

Esta nueva forma Estado tal vez nos esté hablando de algo más que de una mera degeneración. Quizás sea una modalidad específica de articulación del territorio nacional a los flujos del capital financiero. Como sea, esta forma Estado produce exclusión aun cuando se experimente un crecimiento de las variables macroeconómicas. Y lo realmente llamativo es cómo las instituciones ligadas a esta estatalidad (partidos políticos, sindicatos, etc) quedan aprisionadas por su lógica.

Desde un punto de vista, entonces, nada escapa a esta modalidad. Sin embargo, el paisaje actual –no sólo el argentino, por supuesto- parece estar poblado también por experiencias de otro tipo. Junto a las articulaciones del Estado mafia, los negocios financieros y los mass media, se extiende, cada vez más, un nuevo protagonismo social que consiste en una variedad extensísima de experimentos sociales, políticos, económicos y estéticos, una subjetividad rebelde que actúa en una cierta clandestinidad, a partir de criterios tales como la multiplicidad y la autonomía.

Se trata de un periodo muy rico, sin dudas, pero también muy complejo, para el que no disponemos de demasiados libros. De hecho, la sociedad paralela no se organiza en un movimiento político. No trabaja en una organización única. Aun si en otros países de América Latina existen partidos políticos al interior del movimiento de contrapoder (y es claro que hoy hay un movimiento que pretende integrar al movimiento en partidos políticos) es notable cómo ellos van perdiendo el monopolio, la dirección y la centralidad exclusiva dentro de la multiplicidad del movimiento.

Pero incluso sería un exceso de “sociología” hablar de “movimientos sociales”. Se trata más bien de experiencias que protagonizan el hacer colectivo a partir de una descentralización de los mecanismos que durante décadas (sino siglos) conformaron el esqueleto del poder social. Su escala y ocupación es tan plural que no cabe establecer demasiadas homogeneidades.

Precisamente, una de las dificultades más grandes que tenemos para comprender este proceso tan novedoso es la falta de un pensamiento interior a estas experiencias, capaz de colaborar en su desarrollo, más que a su clasificación. De allí la impotencia actual de las ciencias sociales y de los activistas clásicos que siguen yendo a los barrios convencidos de que ellos sí saben lo que hay que hacer.

Estamos hablando de un formidable proceso de socialización del hacer, que va de experiencias artísticas a ciertas experiencias piqueteras, de modalidades originales y potentes de producir salud y educación a las asambleas barriales, de nuevas formas de producir ideas, a la emergencia de una economía alternativa que cuenta con  ejemplos tan pesados como las casi 200 fábricas (plantas y talleres) recuperados por sus trabajadores, etc.

En síntesis, la emergencia de una sociedad paralela es motivo de una gran alegría, pero también de preocupación. Alegría, que es lo predominante, se refiere a la recreación de la vida en un contexto tan árido, en el cual se suponía que la historia ya había acabado. Contra todo lo previsible, la actual contraofensiva popular es una invitación a la creación, a la investigación, al encuentro de lo múltiple, a la rebeldía, en fin, a reinventar la existencia.

La preocupación, en cambio, tiene que ver con dos razones diferentes. La primera es más evidente, y tiene que ver con lo que hemos visto durante la jornada del mismo 20 de diciembre de 2001 y luego en la masacre del 26 de junio. Es decir: con la voluntad de muerte de la sociedad oficial. Pero así y todo, más nos preocupa otra cosa: la ausencia de un pensamiento realmente situacional capaz de organizar incluso formas de autodefensa realmente eficaces y organizadas por las mismas experiencias según sus recursos y posibilidades organizativas. Y aquí hay una presencia muy negativa de dos figuras: el intelectual consagrado que siempre “sabe”, que trabaja expropiando la capacidad de pensar situacionalmente a estas experiencias, pero también el clásico militante de izquierda, que por otras vías termina también bloqueando esta potencia. Ambas figuras operan como auténticas fuerzas reactivas sobre las experiencias de contrapoder. Al respecto es muy llamativo que ambos –intelectuales y militantes- tengan las mismas dificultades para pensar más allá de las categorías de la “centralización”, lo “estatal” y la “representación”.

El desafió, al respecto, parece ser, la autoorganización popular según redes y lazos fundados en los saberes y potencias que las mismas experiencias van promoviendo, reflexionando, impulsando, más allá de la centralización a la que se los está empujando.

En esta dirección empujan también otros discursos como los medios de comunicación. Hay una ansiedad gigantesca por resolver la cuestión de cómo se expresará ésto en el terreno político electoral. Esta urgencia es totalmente opuesta al espacio y al tiempo de una elaboración desde abajo sobre cómo afrontar estas cuestiones, que son mucho más delicadas de lo que se cree habitualmente. No hay que olvidar que tras la emergencia del zapatismo en México, se logró, por un lado, acabar con la dictadura del PRI, pero por otro, que sólo la derecha del PAN estuvo en condiciones de aprovechar la situación. Es decir, las experiencias del contrapoder tienden –saludablemente- a no dejarse organizar por las coyunturas inmediatas en la medida en que se concentran en los sitios en que son realmente potentes, para desde allí sí constituir una tendencia que opera sobre la coyuntura. Pero los efectos de esa presencia no son nunca lineales.

En este sentido, la ansiedad de periodistas, adherentes, turistas de diferente laya y “amigos” puede jugar un papel negativo al bloquear una interrogación más profunda por el status mismo de la política. Aquí el punto de inflexión es la exigencia de escuchar los gritos de las experiencias de contrapoder, de colaborar en la producción de un tiempo y un espacio autónomos, de volvernos nosotros mismos productores de nuevos mundos, saberes y experiencias, sabiendo que la resistencia es creación y que la creación nos impone tareas tales como aprender a defender lo que se crea.

¿Consideran que hubo un fortalecimiento de las organizaciones sociales después del 19 y 20 de diciembre? ¿Qué características dan cuenta de eso?

Nos resulta difícil responder a esta pregunta. Se precisaría una mirada externa capaz de medir cuantitativamente. Pero no hay mirada externa. Todos miramos desde algún lado. Ya en la pregunta anterior hicimos un exceso de “observación exterior panorámica”. La verdad es que sólo podemos responder esta pregunta situándonos, y para hacerlo encontramos que incluso la “sociedad paralela” –en su multiplicidad no coordinada- es ya un exceso de consistencia.

Tal vez sea útil volver al cuadro que nos planteábamos recién. Quizás allí se pueda hacer una diferencia entre “protestas sociales” y “nuevo protagonismo”. Es posible, tal vez, que la protesta haya disminuido. Pero para afirmar esto habría que hablar con uno de esos sociólogos que viven haciendo números. En todo caso, desde nuestro punto de vista, esto no es lo más relevante. Al contrario: antes de diciembre era evidente que medio país estaba desesperado, pero también que había una cantidad enorme de prácticas desconocidas de economía alternativa, por ejemplo, totalmente ignoradas desde el centro de las ciudades. Entonces: ¿qué cuentan los periodistas, analistas y sociólogos?, ¿cómo hacen sus números?

Como dijimos en otro lugar, lo que estamos presenciando es una “revolución en el desierto”. Es claro que no se parece en nada a una revolución política clásica, y seguramente la palabra “revolución” será muy objetada. Como sea, nosotros no renunciamos a ella así nomás. Se trata de una revolución en las formas subjetivas del hacer. Y nos preguntamos: ¿Cómo se mide esto?, ¿en cantidad de piquetes y manifestaciones por mes?

Por otro lado: ¿cómo considerar cuantitativamente este auténtico caos –en un sentido casi técnico de la palabra, para nada moral- de manifestaciones de todo tipo? ¿Cómo trazar diagramas, cuadros y variables sobre una multiplicidad tan poblada? ¿Cómo modelizar cuando la velocidad de las configuraciones está tan acelerada?

Lo que a nosotros nos interesa es la extensión y aún más la profundidad de la subjetivación que emerge del otro lado de la línea, en ese espacio al que los sociólogos cuantificadores no suelen llegar nunca. ¿Qué pasa detrás del piquete? ¿Qué sucede en las escuelas? ¿Qué sucedió realmente con el fenómeno del trueque? ¿Qué nos dicen las fábricas ocupadas? ¿Qué sucede con los grupos de experimentación estética? ¿Cómo se fue desarrollando ese fenómeno de justicia popular que son los escraches?, etc.  Como se ve, la gran mayoría de estas experiencias son muy anteriores al estallido de diciembre y no tienen por qué encontrar un vínculo privilegiado y preestablecido con la política.

Lo cierto es que existe una exigencia al pensamiento para que abandone las técnicas y los libros y se empape de esta realidad desde el interior mismo del plano constituyente de las fuerzas. No porque no existan posibilidades de trazar continuidades y rupturas, y de hacer estadística. Pero lo cierto es que esos números no nos dicen nada acerca de las modalidades actuales de subjetivación.

Pero también nos resultan cómicos los amigos tan amantes de los libros que se preocupan por el último texto de Negri, de Holloway o, en el absurdo, de Situaciones, siempre creyendo que en los libros habitan los espíritus de la “desviación”, y sin llegar a ver que lo que importa ahora es desarrollar las potencias del pensamiento más que la defensa de las ortodoxias.

Entonces, habitantes del desierto, no se trata tanto de cuantificar y aplicar saberes, sino de preguntarnos cómo habitar este desierto, cómo pensar y producir en este caos, cómo generar y acompañar el surgimiento de hipótesis prácticas situacionales, que son imprevisibles y que emergen en un proceso de autoorganización, sabiendo que fuerza y debilidad no son cosas opuestas, sino congénitas. Las experiencias del contrapoder se fortalecen sin perder su fragilidad.

¿Cómo influyó el 19 y 20 en el imaginario social?

Por todo lo dicho hasta aquí, nos sería imposible responder a esta pregunta. ¿Hay realmente una sociedad? ¿Hay un imaginario?

Pero algo podemos decir: el 19 y 20 tornó visible la sociedad paralela. Y frente a esto hay claro, reacciones muy diferentes.

¿Cómo repercutió la participación en las movilizaciones post 19 y 20 en quienes no continuaron organizados en las asambleas?

Como ya se habrá percibido, no consideramos a las asambleas como un lugar privilegiado. De hecho, si tienen alguna particularidad es ser hijas directas de los acontecimientos del 19 y 20 cuando la gran mayoría de las demás experiencias son anteriores.

Las asambleas constituyen, según parece, un fenómeno muy heterogéneo. Hubo (y hay) de todo. Pero desde nuestro punto de vista su valor es su capacidad –digamos, de algunas de ellas- de inscribirse en la trama de la sociedad paralela.

Esta inscripción no es virtual. Tiene que ver con su participación en la red difusa de experiencias y saberes, circuitos de encuentro y comunicación que se proyectan en esta atmósfera clandestina que intenta producirse más allá de los imperativos del Estado y del mercado (y no tanto porque logren prescindir del ellos, sino porque le revocan a estas instancias su carácter soberano para reorganizarlos como elementos variables de su propia experiencia, rasgo este fundamental del nuevo protagonismo social).

Es esta red de redes la que va materializando esta revolución de los cuerpos que se rehacen, multiplicando la materialidad del querer vivir, sin necesidad de estructurarse en una organización única, rígida.

Retomemos la distinción entre “protesta” y “nuevo protagonismo”, que formulamos sin desarrollar demasiado. Esta distinción es, claro, muy problemática. De hecho no reclama más valor que su utilidad estricta para este párrafo. Pero la idea sería que la protesta social no es índice del nuevo protagonismo. La protesta, en la medida en que suele ser demanda al Estado, repone los términos de una subjetividad muy diferente a  aquella que circula por los andariveles del nuevo protagonismo. A su vez, esto no quiere decir que la protesta no sea un terreno compartido. De hecho, innumerables veces el nuevo protagonismo participa de acciones de este tipo. Lo que tal vez podamos concluir –con un valor cercano a “0” para otro contexto que no sea este mismo párrafo- es que la protesta, en manos del nuevo protagonismo, es un elemento interior de una operación mayor de subjetivación, mientras que la mera protesta, en sí misma, no posee potencias capaces de hacer del “protestón” otra cosa que alguien relativamente pasivo, separado de sus propias potencias subjetivas de hacer y de crear.

De esta forma, cuando se habla de “movimientos sociales” para nombrar al nuevo protagonismo hay que tomarlo en un sentido híper literal: movimiento físico, desplazamiento, alteración del campo, más que la cristalización de un nuevo actor social con demandas específicas, estrategias de lucha y objetivos políticos. La diferencia se juega por entero en el campo de la subjetividad (diferencia material si las hay, ya que el “movimiento” cuando es literal es por naturaleza instituyente de nueva realidad) y sus efectos (nuevamente, instituyentes), en el fortalecimiento de un nuevo modo del hacer.

Las asambleas, entonces, pueden ser percibidas (incluso por sus miembros) tanto como un movimiento político, gremial o social, destinado a acumular vecinos-militantes y adherentes, obsesionada por el crecimiento numérico y su capacidad de poder (capacidad de movilización e influencia callejera), como un procedimiento específico de alteración subjetiva, como una experiencia que, como movimiento físico, altera las condiciones de existencia y es capaz de establecer otras conexiones y vínculos. Cuando hablamos de las asambleas, solemos referimos a ésta última modalidad.

A riesgo de ser muy esquemáticos, podemos trazar una diferencia muy clara entre la asamblea-protesta y la asamblea que se percibe como partícipe de un nuevo protagonismo: unas aspiran a conquistar legitimidad, apelando a los valores socialmente reconocidos; mientras que las otras intentan convertirse –a partir de un movimiento- en productoras de nuevos valores. Los criterios de éxito y fracaso en una y otra experiencia son muy, muy diferentes.

Y estas modalidades se juegan en decenas de iniciativas actuales como las compras comunitarias y otras formas economía alternativa, los foros de discusión, la cooperación con los movimientos piqueteros, con las fábricas ocupadas, la solidaridad práctica con los cartoneros, el establecimiento de redes de comercialización de la producción campesina, de educación popular, los escarches, etc.

Resulta curioso al respecto constatar cómo numerosos vecinos se sienten cada vez más cómodos en estas tareas, que en la asamblea misma, produciéndose una cierta autonomización de estas iniciativas con respecto a las discusiones más burocráticas e ideológicas de las asambleas. Habría que ver, entonces, que las asambleas han pasado a funcionar –en muchas ocasiones- como expulsoras de personas que o bien se desencantaron o bien pasaron a participar bajo otras modalidades.

La experiencia de las empresas recuperadas, ¿sólo posibilita la supervivencia o abre un escenario que permite un reposicionamiento subjetivo?

Nuestro conocimiento –práctico- al respecto es muy pobre. Sin embargo observamos con mucho interés este fenómeno y estamos en contacto con algunas experiencias. Pero la verdad es que aún no nos hemos metido en esto a fondo, lo que posiblemente hagamos el año que viene. Nuestro interés, al menos por ahora, se vincula con lo que este fenómeno puede producir en términos de fortalecimiento del contrapoder.

Efectivamente, estas experiencias se vinculan con todo lo que venimos conversando sobre la autonomía y la socialización del hacer, y particularmente con las experiencias de una economía alternativa.

En momentos en que el circuito financiero ofrece negocios rentables por fuera de la producción, se abandonan plantas gigantes como las de Zanón (la fábrica de cerámicos más importante de América Latina), que son realmente productivas y con un mercado enorme. Todo esto nos habla, tal vez, de dos “rentabilidades”: una que persigue el máximo beneficio, y que en ocasiones lleva a cerrar plantas en buenas condiciones, y otra “rentabilidad-paralela” que es muy diferente a la del beneficio máximo. Esta última se constituye en las redes alternativas y tiene otras exigencias y pautas de comportamiento.

Mientras el mundo de los negocios financieros (el capitalismo realmente existente) se aleja cada vez más –es muy claro en Argentina- de la reproducción social, emergen formas de reapropiación ligadas al nuevo protagonismo que “recupera” recursos para este hacer social.

Sabemos que las cifras son conocidas, pero queremos repetirlas para tomar dimensión de la escala: se habla de casi 200 unidades productivas recuperadas en todo el país.

Y aún más. No sabemos lo que podemos esperar –en términos del desarrollo de la sociedad paralela- de las conexiones que cada unidad puede establecer con las experiencias de su zona. Lo que sí queda claro es que estas redes están activas, y que el entramado se está autovalorizando según una dinámica muy diferente a la “sociedad oficial”.

Pero no se trata de hacer pronósticos, sino de aprender a valorar lo que está sucediendo de acuerdo a los propios parámetros que se están creando al interior de la sociedad paralela. Y esta perspectiva no existe sino en estado de investigación permanente.

Desconocemos aun el resultado último de los intentos actuales por establecer redes autónomas de comercialización de la producción de organizaciones campesinas y urbanas, la experiencia asamblearia de compras comunitarias y los vínculos que –a manera de tanteos– se van ensayando; sin embargo, sí sabemos que en este ejercicio se está elaborando una nueva experiencia, y las plantas tomadas con sus debates sobre cooperativización o estatización con control obrero, etc, son parte de este movimiento.

Dos cosas nos parecen ciertas: que habrá que indagar sobre la producción de una nueva subjetividad –sin dudas ya en curso- en el interior de la fábrica. Y luego, que es este proceso coexiste con la emergencia de nuevas formas productivas, diferentes a las que organiza el capitalismo, o lo que podemos llamar una metaeconomía[2].

Dentro del movimiento piquetero existen distintas prácticas de construcción social: ¿cuáles caracteriza que apuntan a formas alternativas de sociabilidad?

No existe como tal un movimiento piquetero. Existen varios movimientos. En nuestro caso estamos obligados a hablar de la experiencia con la que estamos afectiva y prácticamente comprometidos, (en la medida en que venimos trabajando con ellos en un taller[3] desde hace ya más o menos dos años), que es el Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) de Solano.

Como es sabido, tanto los compañeros del MTD-S como otros movimientos están desarrollando una intensa discusión sobre las formas de producción del contrapoder que van más allá de la lucha piquetera en un sentido restrictivo, estrecho.

Cuando nosotros los conocimos nos sorprendió el alcance de esta elaboración. Ellos consideran al piquete como un momento de su lucha, pero no como el único momento o el más importante. Al contrario, nos atreveríamos a decir que la lucha fundamental es la que libran cotidianamente en los talleres productivos y de formación, que son un mundo desconocido por todos aquellos que se limitan a opinar sobre los piqueteros por el sólo hecho de cortar rutas.

Sin dudas se trata de experiencias de un valor incalculable, en la medida en que se toma en serio la producción de lazo social, de nuevos valores, de nuevas formas del hacer, del participar, del intervenir.

Pero se los ha criticado mucho por atreverse a romper los esquemas. En muchos sitios se los condena por eso. Otros, en cambio, los ven como el modelo de una militancia alternativa.

Según nuestro criterio, ambas modalidades son ideologizantes y objetualizantes. Ni los dogmáticos ni los “alternativos” parecen estar a la altura de lo que se está jugando.

La ideologización (por condena o adhesión) opera como una respuesta sobre las formas de sociabilidad que emergen, pero se trata siempre de una respuesta anterior a la pregunta, que se entrampa y se encierra en sí misma porque se ahorra la experiencia de una indagación difícil e incierta.

Así actúa el mercado de “lo alternativo”: hay un discurso esperando a las prácticas. Hay ya rótulos y lenguajes adecuados. El alternativo debe ser “autónomo”, “horizontal”, “rudo luchador” y “radicalmente asambleario”.

De esta forma se tiende a banalizar –a convertir en puras consignas- lo que en realidad son operaciones específicas de producción de una subjetividad rebelde, situada, irreductible a toda modelización.

De allí que en la militancia de investigación la experiencia adquiere una prioridad ontológica con respecto a las formas conscientes que pretenden etiquetarla. Los nombres y las ideas son adecuadas a una situación sólo si su trabajo en esa situación así lo revela y no por imposición externa.

Si hay algo, entonces, que caracteriza y distingue al MTD-S -según nuestra experiencia de amistad con ellos, que siempre da una visión parcial- es su capacidad para organizar la experiencia alrededor de un modo de pensamiento situado, propio. Procurando trabajar sin esquemas previos, y con una marcada irreverencia ante las prescripciones externas. Ellos mismos van seleccionando y produciendo sus propios saberes sin garantías ni modelos.

¿Creen que el proceso electoral va a debilitar al movimiento asambleario?

 

Invirtamos la pregunta: ¿podrán realizarse estas elecciones como si el contrapoder no existiera? ¿Lo político (elecciones, partidos, dirigentes, campañas, etc.) seguirá existiendo inmodificado luego de los sucesos de diciembre?

Nosotros creemos que no. Y por una razón fundamental. Lo político depende de que se crea en él. Es como dios: depende de nuestra fe. Entonces, si decenas de miles de personas creen que lo político ya no es el lugar para el cambio de sus vidas, lo político como tal peligra.

Pero esto no quiere decir que vaya a desaparecer. Va a cambiar. Incluso la forma en que el contrapoder se vincula con lo electoral va a cambiar. No hay una posición única al respecto. Están quienes no votan, y los que sólo votarían a buenos compañeros para ver si pueden desde sus cargos acompañar el proceso. Lo fundamental, es que lo político ya no nos organiza. Ahora tenemos sitios desde los que pensar qué queremos hacer con él. Esto es lo que sucede cuando surgen movimientos autónomos.

Las asambleas, como el resto del movimiento, deberán pensar qué espacio otorgan en su propio desarrollo a las elecciones. Hoy se dibujan claramente tres tendencias: una a la que le gustaría mucho ingresar al juego político como un nuevo actor del sistema, otra que querría que las asambleas fueran las bases de un movimiento para la toma del poder y aquella posición que está preocupada por el desarrollo situacional del hacer, y se niega a pensar desde otro lugar. Veremos cómo se resuelven estas discusiones y allí comprobaremos si todo esto fortalece o debilita a las iniciativas en marcha alrededor de las asambleas. Un cosa, sin embargo, es clara: no son las elecciones las que debilitan o fortalecen sino la capacidad –o no- de dejarse afectar positiva o negativamente por ellas.

¿Qué vigencia tiene actualmente el “que se vayan todos”?

“Que se vayan todos” es lo último que atinamos a decir cuando se agotó una modalidad del uso de la palabra, para dar lugar a otros. Hoy podemos preguntarnos qué quisimos decir con eso, pero esa pregunta se formula desde la posibilidad de habla que conquistamos cuando, ante el horror de un cierto silencio, pudimos gritar “que se vayan todos”.

Se trata del enunciado que pretende clausurar una época cuyos discursos y formas de proceder estaban dirigidos a perpetuar las prácticas de la separación, de la representación.

Se trató de un saludable pateo del tablero, una rebelión callejera en medio del desierto.

¿Qué pasa hoy con este grito? Lo de siempre: es objeto inevitable de una lucha de interpretaciones. Su potencia, según nuestro punto de vista, trabaja en proporción a la potencia subjetiva de una multitud que al mismo tiempo que niega autoafirma, inaugurando nuevos campos de experimentación.

No posee, por lo tanto, un significado único ni literal. Pero lo peor que se podría hacer con él es tornarlo obvio y transparente. Controlarlo y neutralizarlo. Sobre todo porque tal vez no ha dado aún todo lo que tiene para darnos. Ojalá.

Sin embargo, a un año de la insurrección de diciembre, el “que se vayan todos” no parece haber quedado bailando en el vacío, llorando la ausencia de una “traducción” política adecuada. Por el contrario, conoce materializaciones contundentes: “ocupar, producir, resistir”, “si no hay justicia hay escrache” y “trabajo, dignidad y cambio social”, entre tantas otras.

[1] Autores de 19 y 20. Apuntes para un nuevo protagonismo social, De mano en mano, Bs. As., 2002.

[2] Ver: Miguel Benasayag; “Metaeconomía”, en Contrapoder, una introducción; De mano en mano, Bs. As, 2001.

[3] Como resultado de este trabajo de taller hemos editado en coautoría: La hipótesis 891: más allá de los piquetes; De mano en mano, Bs. As., 2002.

Argentina piquetera (Bs-As, 31 de noviembre 2002) // Colectivo Situaciones

 1-     El piquete es un recurso heredado del movimiento obrero. En aquellas circunstancias, se hablaba de piquete “de huelga”, y su territorio eran la fábrica y sus alrededores. El piquete de fábrica era un instrumento de lucha de los trabajadores. Se podría decir que esta modalidad del piquete producía un cierto sujeto que se constituía en la lucha sindical y política. El piquete era un mecanismo de apoyo de un dispositivo fundamental: la huelga. Colaboraba, así, con una acción muy particular: la no-producción. Una forma específica de sociedad, de capitalismo y de la lucha de clases se dejaba leer a través de estos métodos de lucha.

2-     El piquete actual es otra cosa: su territorio ya no es el de la fábrica, sino el de los barrios y las rutas nacionales. Sus protagonistas no son obreros empleados por el capital sino desocupados, y el piquete mismo adquiere ahora una centralidad antes desconocida. Si antes producía subjetivamente “obreros en lucha” hoy produce “piqueteros”.

3-     Según las ciencias sociales, los piqueteros son los excluidos. Según la experiencia argentina, en cambio, los piqueteros son quienes mejor han comprendido que la “exclusión” es lo que el capitalismo actual tiene para ofrecer: se incluye a los excluidos como excluidos.

4-     El piquete actual opera en la “fábrica social”, como el viejo piquete operaba sobre la planta fabril: interrumpiendo la acumulación del capital. Pero mientras la potencia de los obreros empleados por el capital es la de hacer que “no se produzca”, la del obrero desempleado por el capital consiste en lograr que “no se circule”. El piquete actual, entonces, no es tanto un subproducto residual de la lucha de clases (de la planta fabril), como una modalidad contemporánea de la lucha de clases en un capitalismo posmoderno, que cada vez indistingue más entre producción y circulación.

5-     El piquete es, a su vez, expresión de la sociedad (argentina) actual. Sobre todo del desfondamiento del estado nacional y su captura por parte de un conjunto de bandas mafiosas, que se han apoderado –incluso- de las fuerzas represivas. Actualmente, la sociedad argentina tiende a dividirse en dos dinámicas paralelas que conviven complejamente. De un lado, los lazos que ligan al capital global y al estado mafia (con sus bandas represivas); del otro, las experiencias más radicales de un contrapoder: una sociedad paralela que tiende a la autoorganización. El piquete es parte de este movimiento de contrapoder.

6-     Pero es “parte” y no “todo”. La sociedad paralela es múltiple. Abarca asambleas vecinales, casi 200 empresas y fábricas tomadas y autogestionadas por sus trabajadores, y una miríada de diferentes experiencias campesinas, educativas, ligadas a los derechos humanos, a las culturas aborígenes, a experiencias artísticas e intelectuales, etc. El contrapoder actual, a diferencia del de otras épocas y lugares, no se organiza a partir –ni a través– de partidos políticos, aún de los revolucionarios y de izquierda. No posee dirigentes excluyentes, ni centros condensadores. En este sentido, la experiencia argentina es un verdadero laboratorio.

7-     El piquete, decíamos, es expresión de una nueva lucha de clases. Esa lucha se extiende a lo largo de todo el territorio social. Atraviesa en su totalidad el lastimado cuerpo –político– del país. Para comprender aún mejor esta perspectiva, es preciso otear “máss allá de los piquetes” y mirar lo que sucede con los movimientos piqueteros cuando “no hacen piquetes”. En ese sentido, resulta muy interesante el modo en que trabajan los Movimientos Trabajadores de Desocupados organizados en la Coordinadora Aníbal Verón, en el sur de la Provincia de Buenos Aires.

8-     Ellos se consideran, antes que nada, trabajadores. Pero no solo porque hayan sido obreros o por que demanden “trabajo, dignidad y cambio social”, cuanto por el hecho de que en su misma práctica cotidiana no hacen otra cosa que trabajar a partir de la auto-organización productiva, la economía alternativa, la educación popular, los lazos de solidaridad con el barrio y el entramado que los liga con el resto del movimiento del contrapoder.

9-     Contra lo que creían los partidos de izquierda y los intelectuales consagrados, estos movimientos nos muestran que no es cierto que fuera de la fábrica no pueda haber organización. Y más aún: no es cierto que los desocupados estén condenados a organizarse en tanto víctimas y sujetos de la carencia. Muy por el contrario, los hechos nos indican hasta qué punto estos movimientos piqueteros nacen y se constituyen desde sus propias potencias productivas, sus proyectos de elaboración económica, educativa, de salud, y sus capacidades instituyentes simbólicas y políticas. Más allá de la sociedad del salario y el empleo, estas capacidades sociales –las potencias cooperantes- tienden a activarse de manera autónoma, anudan lazo social y generan nuevos valores en pugna con los intentos de control y captura por parte del estado y del mercado.

10-  Los piqueteros no son sencillamente “movimientos sociales”: Es decir: su “movimentismo” no es tanto una forma de organización y acumulación política como un “desplazamiento”, un movimiento en su sentido literal, una modificación de los términos de la situación que altera las inercias sociales y “hacen pensar”.

11-  Se ha dicho que la tesis “11” es la que llama a la acción y ya no tanto a la interpretación. La Argentina actual –léase, la piquetera– está siendo profundamente alterada por una revolución de los modos subjetivos del hacer. Como dijimos en otro lado[1], se trata de asumir la guerra para evitarla. Y en Argentina, destruida por el neoliberalismo, esto quiere decir, sencillamente, experimentar: ser fieles a la potencia que circula en los barrios, en las asambleas, en los talleres. En quienes nos muestran hoy que “resistir es crear”.

Hasta siempre,

Colectivo Situaciones

[1] En el libro de reciente aparición: “La hipótesis 891: más allá de los piquetes”, Colectivo Situaciones y MTD de Solano; Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, Noviembre 2002.

Libro: Hipótesis 891. Más allá de los piquetes (Noviembre 2002) // Colectivo Situaciones y MTD Solano

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La sociedad paralela: una revolución en el desierto (Noviembre – diciembre de 2002) // Colectivo Situaciones

Lo propio de los críticos de toda laya es organizar su existencia alrededor de un imperativo mayor: lo que se desea es la revolución. Y, sin embargo, no se trata simplemente de lo que «queremos», sino de lo que «está pasando». Los días 19 y 20 de diciembre de 2001 ocurrió algo que, a falta de nombres, podemos llamar una «insurrección de nuevo tipo»: sin «programa» ni «dirección», sin «promesa» ni «modelo», sin «organizaciones centralizadas» ni «dirigentes destacados»; aquellas jornadas destituyeron el «juego político» de la «posdictadura».

El grito que forzó la apertura -«que se vayan todos»- no se ha acallado en la ausencia de un político apto para representarlo; se multiplica en otras consignas como: «ocupar, producir, resistir», «si no hay justicia hay escrache» y «trabajo, dignidad y cambio social».

No se trata, entonces, de una revolución política clásica cuanto de una revolución en los modos subjetivos del hacer, de la invención de formas de habitar situaciones que reclaman ser aun desplegadas. Sobre todo, hay multiplicidad. Potencia y fragilidad, frustraciones y surgimiento de nuevos estilos, constituyen la textura de una sociedad paralela que trama redes de experiencias y saberes. Estos circuitos de encuentro y comunicación ensayan una sociabilidad que busca proyectarse más allá del corset del Estado y el mercado.

En el desierto, los esquemas revolucionarios heredados se revelan hoy como un estorbo. También la academia ha quedado sorda, ciega y muda frente a una ebullición inclasificable. Las modas se aceleran porque no hay categorías capaces de alcanzar –por sí mismas- ese objeto esquivo que se resiste, mutando y multiplicándose al infinito. Otros lenguajes contemporáneos (periodísticos, humanitarios y militantes), quedan desdibujados por la empobrecedora hegemonía cultural del mercado.

Si las viejas formas de pensar la revolución han caído y nuestros saberes parecen impotentes: ¿qué hacer? Y si lo que sentimos, sin embargo, no es desazón, sino felicidad: ¿de qué están hechas estas renovadas pasiones?

Habitantes del desierto, cada experiencia es lo que logre hacer de sí misma, en un devenir que elabora sus recursos a partir de la trama que la constituye, y del vínculo que se procura con otras experiencias (y lo que ellas hacen de sí mismas).

No podemos olvidar que hay armas cargadas: sombras exigiendo orden. Que hay represión efectiva, y más aún, agazapada, a la espera de una oportunidad mayor. Represión, hambre y carencia son los nombres de la (sobre)vida en el desierto. No asumir la guerra sería tan grave como jugar su juego. La exigencia de proteger estos nuevos mundos sin sacrificar su capacidad creativa de nuevas posibilidades para nuestras vidas, es raíz y programa del movimiento.

Una revolución de los cuerpos. Cooperativos y hormigueantes recorren una espacialidad desreglada, desértica, habitando y produciendo nuevas consistencias: sus fuerzas se multiplican en la persistencia del querer vivir.

Hasta siempre,

Colectivo Situaciones

Los efectos del diciembre argentino (Octubre 2002) // Colectivo Situaciones

A finales del año pasado hemos vivido una insurrección de masas absolutamente singular: el movimiento del 19 y 20 de diciembre prescindió de todo tipo de organizaciones centralizadas. No la hubo en la convocatoria ni en la organización de los hechos. Pero tampoco a la hora de interpretarlos. Esta condición, que en otras épocas hubiera sido vivida como una carencia, en esta ocasión se manifestó como un logro. Porque esta ausencia no fue espontánea: hubo una elaboración multitudinaria y sostenida de rechazo a toda organización que pretendiese representar, simbolizar y hegemonizar la labor callejera. La inteligencia popular superó en todos estos sentidos las previsiones de intelectuales y las estrategias políticas. Aún más: tampoco el estado fue la organización central por detrás del movimiento. De hecho, el estado de sitio -que se declaró la noche del 19 con el fin de aterrorizar al movimiento- no fue tanto enfrentado como desbaratado. La pueblada de diciembre no fue una dispersión sin sentido sino una experiencia de lo múltiple, una apertura a nuevos y activos devenires. En resumen: su plenitud consistió en la contundencia con que el cuerpo social devino una multiplicidad activa, y en la marca que fue capaz de provocar en su propia historia. No estamos, en fin, frente a un poder constituyente sino, más bien, de un poder destituyente.

Y bien, el 2002 ha sido un año marcado por una pronunciada “aceleración de los tiempos” para las experiencias de contrapoder en Argentina. Los rastros de la insurrección de diciembre siguen operando, pero se han activado los mecanismos destinados a absorberlos, institucionalizarlos, ritualizarlos. De pronto, las asambleas vecinales que surgieron luego de los hechos de diciembre y los movimientos piqueteros (organizaciones de lucha de los sin trabajo, fundadas durante los últimos siete años), que en un comienzo intentaron confluir en una alianza político social, se ven interpelados “por la política seria” a decidir qué hacer frente a unas elecciones de cargos nacionales atípicas, llenas de paradojas.

En primer lugar: el estado nacional argentino ha perdido buena parte de sus capacidades reguladoras (pérdida propiciada por políticas neoliberales por él mismo implementadas). A la destitución del carácter integrador le sucede hoy el estado-mafia, ligado a negocios privados y a formas para policiales de coacción.

En segundo lugar: el llamado a elecciones intenta escamotear el significado más radical de la insurrección. Su consigna –“Que se vayan todos, que no quede ni uno sólo”- no está destinada a tal o cual político o grupo de ellos, sino a la misma representación política y a todo su aparataje y su personal.

La urgencia política aparece, entonces, bajo los requerimientos de un tiempo único –en este caso una convocatoria a elecciones– y su discurso aduce: “no hay tiempo para lo importante”; “lo fundamental es un lujo para el cual no tenemos tiempo”. Se reactiva así el más astuto de los artificios de reinscripción de la potencia: la ilusión de la política o la política como ilusión. Ella adviene con la buena nueva: “la resolución de todos los problemas pasa por la cuestión del poder”.

En fin, sucede que en nombre de calendarios electorales (o de golpes revolucionarios) surgen interpelaciones que invitan a alejarnos de la materialidad concreta de las propias experiencias.

Las capacidades de inscripción de lo político no han desaparecido. Su supervivencia actual es –nuevamente- paradójica: mientras que por un lado estas capacidades están dotadas de una resistencia asombrosa frente a las fuerzas expansivas de un contrapoder que pretende desplazarlas, quebrarlas; por el otro, estas capacidades de lo político (su pretendida autonomía relativa) han quedado radicalmente volatilizadas en la medida en que no logran expresar –siquiera indirectamente- la presencia de estas fuerzas adversas.

En efecto, no se puede decir que los mecanismos políticos de reinscripción funcionen a la perfección en la Argentina actual. Como muestra de ciertas imposibilidades del poder, vaya un ejemplo. Es sabido que todo poder actúa (re)negando de la violencia constitutiva en que se funda. Y bien: el 26 de junio se frustró una operación destinada a reforzar este carácter: ese día se reactivaba la lucha piquetera tras la insurrección de diciembre con una convocatoria significativa. Y se montó una operación policial destinada a producir efectos políticos sobre la configuración de la coyuntura nacional: una masacre sobre una fracción del movimiento piquetero que se hallaba cortando el tránsito sobre el Puente Pueyrredón, que une a la ciudad de Buenos Aires con la zona sur del conurbano; la policía fusiló a dos compañeros: Darío Santillán y Maximiliano Kosteki.

Un fracaso similar se había producido ya el 19 de diciembre, dando origen a la insurrección misma. Esa tarde el país estaba conmovido por los saqueos de supermercados en varios puntos del territorio. El –hasta entonces– presidente de la nación dio un duro discurso convocando a restablecer el orden y decretando el estado de sitio. La respuesta fue, se sabe, los cacerolazos masivos.

Todo esto nos habla de hasta qué punto lo que sucede en Argentina es la manifestación del fracaso de los dispositivos de poder encargados de producir un “efecto sociedad”.

Tanto en el movimiento de los piqueteros (que es más heterogéneo de lo que se cree) como en el de las asambleas barriales de las ciudades (que tampoco son monolíticas) se fortalece una línea de consolidación de colectivos politizados, lanzados a la acción pública, ligados a diferentes incitativas de producción de una verdadera sociedad paralela. Se vuelve visible la emergencia de un denso entramado de redes sociales que no eran percibidas -hasta diciembre del 2001- como lo que son: la socialización de un hacer práctico, la base del desarrollo de un auténtico contrapoder. Y es al interior de estas experiencias donde se venía haciendo y donde persiste un intenso proceso de elaboración sobre la ineficacia de las formas tradicionales de la política, centradas en la idea organizadora de la toma del poder.

Desde este punto de vista se reivindica el principio de la autonomía organizativa a la vez que la interdependencia práctica entre los movimientos. Ya no se discute el hecho de que no hay radicalidad auténtica sin una capacidad de decidir con cabeza propia. En efecto, autonomía es inmediatamente autoproducción de un tiempo propio y singular: el tiempo del pensamiento y la creación de nuevos modos de producción de la vida. De lo contrario, nociones como articulación, constitución de redes y horizontalidad se reducen a nuevas certezas (puramente ideológicas) que agotan demasiado pronto los posibles de su situación.

La indagación militante, la búsqueda y el compromiso no son elementos de una “nueva imagen” o un “nuevo discurso”, sino el herramental mínimo para trabajar sobre ese material que es la dinámica -ambivalente- del surgimiento de nuevos valores y la resistencia de los aún dominantes. En efecto, sólo un deseo activo y no utilitario puede llevar a fondo tal deconstrucción, mantenerse fiel a las fuerzas expansivas del contrapoder y permanecer atento a la emergencia de nuevos valores en la dinámica práctica, social.

La experiencia existencial de la fragilidad y la soledad constituyen, en este devenir, momentos más fundamentales que el reconocimiento y el eco fácil. Porque son compatibles con la desaceleración introspectiva de lo más íntimo de nuestras búsquedas vitales.

Es esa la base de nuestra alegría actual: la persistencia en el reencuentro con las propias capacidades de actuar y de pensar, que produce esta dicha intensa y corporal constituyente.

Hasta Siempre,

Colectivo Situaciones

¿Cerca de la revolución? (Septiembre 2002) // Colectivo Situaciones

¿Hay en la Argentina una revolución en marcha? Tal parece ser la pregunta que, como esperamos mostrar en este artículo, no encuentra respuesta fácil y definitiva.

I- Insurrección

Durante los días 19 y 20 de diciembre Argentina vivió una auténtica insurrección de masas. Pero para evitar todo malentendido, desde el comienzo mismo expliquemos a qué estamos llamando insurrección. En primer lugar: se trató de una pueblada de nuevo tipo en la que no hubo líderes exteriores, promesas de futuro, programas, ni organizaciones centralizadas al frente de las multitudes callejeras. En segundo lugar: fue un ejercicio popular destituyente respecto a los poderes políticos instituidos –y de la misma relación de representación política–, al punto que la consigna general del movimiento insurreccional fue y sigue siendo: “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.

La insurrección argentina de diciembre dijo “no”: y lo hizo de manera contundente. Pero ese “no”, palpable desde hacía ya un buen tiempo, no hizo sino enriquecerse y fusionar en su cuerpo significante deseos largamente anhelados, demandas insatisfechas, y hartazgos inaplazables. Ese “no” positivo también produjo una afirmación: las nuevas posibilidades a recorrer.

Y, precisamente, una de las grandes virtudes de la insurrección de diciembre fue  otorgar visibilidad a la existencia y al desarrollo de un contrapoder anterior y extendido a lo largo de todo el país.

Ese contrapoder, que no siempre había sido reconocido como tal, y que ahora se presenta en su multiplicidad –heterogéneo y desarticulado–, se hizo presente en toda su potencia al ritmo de una crisis furibunda que, sin embargo, no explica totalmente su emergencia.

Nuestra hipótesis es que la insurrección tuvo un doble sentido: el de decir “no” a la modalidad capitalista del hacer –político y económico– a la vez que el de comenzar a producir categorías y mentalidades capaces de percibir las características de un nuevo protagonismo social.

II- Un nuevo protagonismo social[1]

El nuevo protagonismo social –es decir, el contrapoder– no es, como podría pensarse, un efecto mecánico ni un producto directo de la insurrección. De hecho, la experiencia de las luchas piqueteras –por poner un ejemplo entre otros posibles- es muy anterior.

Para explicarnos: concebimos al nuevo protagonismo social como a una forma –algo esquemática pero útil– de referirnos a las estrategias de subjetivación contemporáneas; es decir, aquellas que asumen hasta qué punto trabajan en un contexto radicalmente alterado tanto por las nuevas condiciones de la dominación, como por la experiencia de la caducidad de muchos de los referentes –teóricos y organizacionales– clásicos de la resistencia. El nuevo protagonismo social está en la base de un nuevo radicalismo político caracterizado frecuentemente por la propensión a la autonomía respecto del estado, del mercado y de los partidos, la acción directa, la socialización autogestionada y horizontal, la escala situacional del pensamiento, etcétera.

El contrapoder en la Argentina es simultáneamente extendido y frágil. Lo primero se constata a simple vista: decenas de miles, sino cientos de ellos, se han entregado a desarrollar actividades alternativas vinculadas a la salud, a la educación, a la economía, a los derechos humanos y a la cultura. Al mismo tiempo, se despliega el movimiento de los desocupados –piqueteros–, la lucha social más dinámica de los últimos años, y el movimiento de asambleas populares de vecinos en las ciudades más importantes del país.

Pero también hay fragilidad: porque hay más preguntas que respuestas, porque se improvisa en todos los ángulos, porque la creación radical que la época demanda es a la vez un flanco débil y porque la invención de formas subjetivas radicales no está asegurada.

Se ha afirmado reiteradamente que la resistencia actual encuentra una diferencia con la resistencia tradicional: y es que no se organiza, sin más, a partir de la lógica del enfrentamiento, sino que encuentra un principio de consistencia alrededor de aquella máxima ya mítica de Deleuze: “resistir es crear”. Y así es: ya no se trata puramente de una resistencia política, sino de una que, simultáneamente, debe producir vida, lazo social, hacer material. Este es el programa –y la raíz– de las experiencias del contrapoder.

III- Crisis y contrapoder

El estado nacional en Argentina se ha transformado. Se ha degradado. Ha sido presa de las políticas neoliberales, de la aceleración de los flujos globales del capital (llamada globalización) y ha sido apropiado por verdaderas mafias. Una nueva formación social surge en Argentina: la fragmentación social, el empobrecimiento masivo y la destrucción de la vieja estructura productiva. ¿Qué implica esta novedad para el pensamiento de las experiencias de contrapoder? Dos cosas aparecen claras: a- el estado actual ya no es el (no tan) viejo Estado Nación, con sus capacidades efectivas de integración, aún si siempre fueron limitadas; y b- existen hoy importantes recursos de dominio que se despliegan relativamente por fuera del estado mafioso en condiciones neoliberales.

Actualmente no existe un monopolio de la moneda de curso legal. No sólo por los bonos que producen los gobiernos nacionales y provinciales, que conservan una cierta legalidad estatal, sino sobre todo por la circulación de los “créditos” de las redes del trueque. En Quilmes, Provincia de Buenos Aires, por ejemplo, se pagan impuestos con los créditos de la Red Global del Trueque. Tampoco existe un monopolio de la violencia. Durante los saqueos de diciembre los grandes supermercados trasnacionales contrataron directamente al personal de policía o gendarmería para que reprima, mientras que los medianos y pequeños mercados eran defendidos a los tiros por sus propios dueños. Podríamos seguir con los ejemplos: bandas policiales que se autonomizan del poder legal y político, guerra de mafias, seguridad privada, grupos parapoliciales, corrupción masiva en todos sus niveles, etc.

El capital tiene ante sí el desafío de construir formas mínimas de regulación estatal. Ellas pueden implicar: a-el intento de construcción de un estado neoliberal capaz de hacer imperar la ley, es decir, de recomponer en nuevos términos una autoridad política fundada en su capacidad técnica para desarrollar negocios en el país o; b- asociarse, como hasta ahora, en forma directa con el estado mafia, constituyendo núcleos de regulación por fuera del estado, sin revertir la descomposición y corrupción del aparato estatal.

Estas posibilidades deben tener en cuenta que el estado-mafia existe y, como tal, constituye un poderoso dato de partida para cualquier análisis y proyecto y que, por tanto, sea lo que sea que vaya a suceder a nivel de la organización de la dominación (signada por la necesidad de valorización del capital) ese resultado será intermedio entre estos posibles.

Estas opciones, además, están cruzadas por otros movimientos fundamentales de la coyuntura mundial, continental y nacional que ni siquiera mencionamos ahora, pero que revelan una complejidad mayor y que tienen relación directa con las fuerzas imperialistas que pretenden que la Argentina ingrese al ALCA.

El capital precisa recomponer su dominio y no parece tener aún ni una estrategia única, ni una vía clara para hacerlo. La coyuntura nacional está signada por este hecho fundamental. No se trata de un vacío de poder, sino de un proceso más complejo. Lo que está en juego es qué tipo de capitalismo es posible en el contexto actual determinado tanto por la degradación política e institucional, como por la presencia de redes extendidas de contrapoder.

IV- 26 de junio

Los últimos días de junio las luchas piqueteras volvieron a tomar la calle. El 26 de junio, más precisamente, se preparó una manifestación de varios grupos piqueteros, y el gobierno dispuso que no se ocupasen los puentes que unen a la provincia de Buenos Aires con la ciudad. Esos puentes tienen una larga historia: cada vez que las multitudes se han activado han hecho de esos puentes un camino al centro de la ciudad. En un cierto momento empezó la cacería policial. Hubieron cientos de heridos y detenidos –legales e ilegales– y un comisario fusiló –no metafóricamente, sino literalmente– a dos compañeros del movimiento piquetero. La impunidad policial fue tal que los asesinatos fueron hechos ante testigos, periodistas y hasta fotógrafos: todo quedó perfectamente registrado.

Si el poder soberano tiene el poder de matar y dejar vivir, como recordaba Foucault, el biopoder trabaja a partir del cuidado de la vida de la población (dejar morir, hacer vivir). Foucault percibió agudamente hasta qué punto los estados biopolíticos no abandonan sus facultades soberanas. Sin embargo, el escándalo de un estado matando, en condiciones biopolíticas, aparece como posible en la medida en que los blancos del exterminio fueran previamente presentados como un peligro para la vida. A esto llamaba Foucault el racismo moderno de estado.

Lo sabemos: no se mata igual a un “incluido que a un excluido”. No se mata igual a un “ladrón” que a un “ahorrista” (y menos aún, a un “ahorrista” que a un “banquero”). No se mata igual en la capital del país que en una provincia. Matar, lo que se dice matar, es una operación doble, cuando corre por cuenta del soberano: 1- Es la selección de los asesinados y su exclusión de la esfera de pertenencia de quienes son protegidos por el poder biopolítico. 2- Y es matar efectivamente. Las muertes de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán revelan el escándalo –para el poder– de la operación soberana fallida.

El mismo mecanismo había sido intentado durante los días de diciembre. Se pretendió impedir la confluencia de “excluidos” e “incluidos” por medio de la postulación de los primeros como elementos peligrosos. Se decretó un estado de sitio que falló. Y decimos: falló porque ya “nadie protege a nadie”. Entonces, si nadie protege a nadie ¿para qué está el estado y para qué los políticos? El reverso del “que se vayan todos” es el fracaso de la regulación estatal de las redes biopolíticas.

Lo que falló fue la operación biopolítica fundamental: la del racismo, que permite al soberano matar sin alterar el principio que lo valida: proteger la vida.

El 26 de junio muestra dos cosas. De un lado, el proyecto del poder: construir un estado biopolítico (racista). Y también muestra su fracaso. Por otro, nos muestra el potencial del contrapoder de aparecer en este contexto como la vía más efectiva para desarmar estrategias fascistas y promover un nuevo protagonismo, capaz no tanto de defender la vida, como de producirla, desbiologizándola, para desarrollarla en su multiplicidad: esta es la singularidad del contrapoder hoy en la Argentina.

V- Experimentos y redes

Actualmente, para las experiencias del contrapoder y sus redes de abastecimiento, de contrainformación y contracultura es fundamental calibrar esta situación tan novedosa: el estado ya no integra sino excluyendo. Resulta importante retener este aspecto del problema. El contrapoder ya no tiene como perspectiva posible la lucha por la integración, sino que va tomando la forma de la autoafirmación de las posibilidades de una marginación subjetiva del mundo de los valores dominantes.

Desde el contrapoder, pareciera inevitable que se asuma la necesidad de fortalecer lo que John Holloway nombra acertadamente como la “socialización del hacer”: la extensión de vínculos productivos y de experiencias de economía alternativa. A la vez que se adopta una nueva perspectiva de la relación entre política y gestión que permita sostener con éxito el vínculo con gobiernos locales que no se decidan por la represión, sin que esto signifique caer en la trampa de asumir directamente la gestión de estados municipales ni provinciales.

Lo fundamental, parece ser, entonces, la capacidad de producir una temporalidad propia que permita al contrapoder socializar estas redes del hacer (que abarcan cada vez más la extensión de una sociedad paralela) a la vez que se elabora una teoría política interior a la experiencia, capaz de orientar estrategias exitosas de autodesarrollo en las actuales condiciones.

La apuesta a la autonomización de la reproducción de las experiencias radicales precisa de hipótesis prácticas para su propia proyección y para ser efectivamente recorridas.

Y bien, de lo que venimos diciendo se desprende una: en Argentina se ha autonomizado un conjunto de redes diferentes -más o menos difusas, más o menos organizadas; no totalmente consistentes ni efectivas- sobre las cuales se funda la dinámica de producción y reproducción social alternativa. Se trata de redes de trueque (intercambio de bienes y servicios sin moneda legal donde intervienen más de tres millones de personas), ocupación de fábricas por los propios trabajadores (100 aproximadamente, según los diarios), experiencias comunitarias en salud (farmacias populares de remedios genéricos), en educación, en economía solidaria (comedores barriales y compras comunitarias), coordinadoras anti-represivas, etcétera, y los enlaces que entre ellas se van produciendo.

Estas experiencias son muy heterogéneas. Algunas, incluso, francamente oscuras. Pero a la vez hay millones de personas viviendo en ellas. En estas experiencias se mezclan punteros políticos y mafias vinculadas al aparato del estado junto a expresiones genuinas de reproducción vital para quienes fueron considerados muertos, durante años, por el mercado capitalista.

Esas redes tienden a la autonomía respecto del mando del capital en la misma medida en que han perdido toda posibilidad de inclusión/integración en condiciones mínimamente dignas. O, en otras palabras, en la medida en que ya no consiguen formas deseables de inclusión.

Estas redes tienen un potencial enorme en la medida en que pongan en movimiento todos sus recursos: ligar productores entre sí, productores con consumidores, nuevas formas de intercambio sin mediaciones mafiosas y, sobre todo, en la medida en que estos circuitos puedan sostenerse a partir de construir fronteras móviles con el mercado capitalista.

VI- La lucha de clases

En efecto, la lucha de clases gira alrededor del hecho fundamental de que el capital tiende a dominar de manera cada vez más directa sobre la naturaleza, la vida humana, y la riqueza cultural de los pueblos. En toda América Latina se ve de forma abierta cómo la lucha de los pueblos por controlar sus propias condiciones de reproducción entra en contradicción directa con las necesidades de la acumulación de capital.

Todo lo que se subordina al capital es brutalmente explotado. El capitalismo, como nunca, produce vida para la muerte. Su propia modalidad de acumulación produce, estructuralmente, exclusión.

Como contrapartida, cada vez más, la fuerza de las luchas radica en su tendencia a autonomizarse del mando del capital. Redes completas de cultura indígena, de campesinos y productores directos desarrollan un contrapoder cada vez más potente por la base de nuestras sociedades.

No es previsible –pero tampoco imposible, claro– que al corto plazo el contrapoder vaya a ser abatido. En todo caso no será tan fácil hacerlo. La sociedad capitalista tiene poco o nada para ofrecer a quienes logran constituir una sociabilidad al margen de su control y las soluciones puramente represivas son costosas desde todo punto de vista. Sin embargo, la combinación de cooptación y represión siempre está a la orden del día.

Aún así resulta posible vislumbrar una convivencia en el tiempo entre un poder capitalista (bajo la forma que finalmente adquiera) y un contrapoder que se aleje cada vez más de la guerra abierta y tienda a autoafirmarse en nuevas formas productivas y reproductivas.

Si lo que desarrollamos aquí no es simplemente una locura (y, repetimos, no tenemos como negarlo) estamos en condiciones de insistir en dos conclusiones: a- Que el capital debe resolver (en Argentina) sus dilemas ligados a las formas de valoración y a la regulación de la lucha de clases. Y que se está jugando en este momento las modalidades específicas de articulación directa entre capitales y mafias. Y que esta resolución se da en el contexto de la emergencia de un contrapoder de proporciones. b- El propio contrapoder, en su desarrollo, debe también resolver una cantidad de cuestiones fundamentales en relación con el estado, los gobiernos locales, el hambre, los medicamentos, las formas de autogestión, el vínculo entre experiencias, las formas de autodefensa, etc.

Así, el capital, como control (y aspiración del control) de la potencia productiva de los pueblos y de la vida y, por otro lado, el contrapoder, como tendencia a la autonomización de la reproducción de la vida, configuran el eje fundamental de la lucha de clases actual y su convivencia, novedosa, no promete ser un lecho de rosas.

La convivencia de un poder capitalista en permanente recomposición y de un contrapoder que está también en permanente recomposición produce ansiedad en quienes, de un lado y otro, querrían resolver la partida en una sola movida.

Desde el punto de vista del contrapoder, sin embargo, es vital obtener tiempo. Afianzar estas redes. Madurar una teoría política que permita comprender mejor cuestiones tan complejas como las relaciones entre las instituciones estatales y las políticas de base, entre presencia efectiva de las luchas y niveles representativos, entre liderazgos situacionales y caudillismos, entre producción y reproducción de la vida, entre autodefensa y éxodo, entre enfrentamientos necesarios y protección de los compañeros y las experiencias, entre desarrollo local, nacional y continental, etc.

La dificultad, además, probablemente esté ligada al tipo de militancia concreta que emerge como modelo de estas redes autónomas. Ya no se trata de un especialista en ideologías ni en enfrentamientos, sino de operadores situacionales de pensamientos y prácticas, artífices virtuosos de la producción y la reproducción social. Categorías de una nueva teoría política del contrapoder.

Claro que no es fácil. Se trata de una hipótesis a desarrollar hasta el final. Pero hay buenos ejemplos de experiencias en todo el país, y en todo el continente, que apoyan esta línea de desarrollo.

No se trata de una solución a todos los problemas. Tal vez la represión, cada vez más presente, obligue a modificar algunos aspectos. Es decir que aún trabajando por esta vía el enfrentamiento es una realidad dura, a asumir. Pero un nuevo horizonte se alza por encima de esta pista: a- la fusión entre reproducción vital y política; b- una mejor comprensión de las posibilidades de la relación entre las instituciones representativas y las experiencias de base y c- evitar la lógica del enfrentamiento para trabajar radicalmente la autoafirmación.

[1] Ver Colectivo Situaciones, Piqueteros. La rivolta argentina contro il neoliberalismo, Derive Approdi, octubre de 2002.

¿Acaso es otra cosa la revolución? // Alejandra Rodríguez

En las calles transformamos la manera de pensar, hacer y comprender lo político. En ellas elaboramos nuestros dolores y conflictos a la vez que instituimos otras formas de estar entre nosotras y problematizar nuestras existencias. Juntas componemos imágenes que ensanchan y tensionan los límites y sentidos de la política. Imágenes que en sus despliegues vuelven como olas que hacen crecer cada vez más la marea.

La representación política y las instituciones no son para nosotras puntos de llegada, sino partes del paisaje que nuestra fuerza desborda, cuestiona y condiciona. ¡Nos tienen miedo porque no tenemos miedo! cantamos alrededor del fuego que hicimos arder sobre el asfalto con la alegría y la certeza de saber que ahí queríamos estar. ¡Y ahora que estamos juntas, y ahora que si nos ven! Después de tanto tiempo estamos saliendo de los encierros de nuestras casas, rompiendo los cercos que todas las violencias producen en nuestras vidas, para componer un feminismo capaz de cobijar las múltiples disidencias y rebeldías.

No intenten confundir, ni catalogar, ni encuadrar y muchos menos banalizar nuestras insurgencias porque acarreamos dolores desde tiempos remotos y tenemos la certeza de que no hay vuelta atrás. El feminismo popular no encuentra sus razones en las gestas mezquinas ni en los rituales de la realpolitik que reduce las potencias plebeyas a meras capturas y urnas. Porque pasaron muchos años, figuras, promesas, partidos, y plataformas electorales pero nuestras vidas siguen siendo territorios de los cuales otros se creen dueños. Y hoy decimos basta. Y para quienes nos preguntan por el salto al “poder real”, les contestamos: ¿Acaso hay algo más poderoso que estar entre nosotras luchando por la autonomía de nuestros cuerpos? ¿Qué es el poder sino la posibilidad del desarme constante de sus mecanismos concretos?

La revuelta festiva callejera es un caldero donde arden los mandatos que nos ordenan como debemos vivir a la vez que entre sus llamas se originan las fuerzas de las vidas que si queremos abrazar. Las calles nunca son las mismas, porque van tomando las formas de nuestras revueltas. Hoy las calles son nuestras. En ellas nos acuerpamos ante el desamparo de la acumulación capitalista, patriarcal y neoliberal. Nos auto-cuidamos. Improvisamos nuestros repertorios de canticos y frases. Estampamos en las telas y remeras las consignas como mantras. Nos maquillamos con brillantinas y colores. Cocinamos altos guisos. Armamos fuegos para repararnos del frio. Conversamos. Nos reímos. Soñamos. Nos abrazamos y bailamos. Agitamos la furia que mutamos en deseos. Hacemos del estar entre nosotras una fiesta. Una gran casa de afectos. Así, ponemos en acto otros modos de vivir. ¿Acaso es otra cosa la revolución?

 

*activista feminista

EN EL COMITÉ // Roberto Jacoby

Estamos acá y también no:
la piedra no es piedra, no era y no será,
como el verano en el Comité de Guardia Vieja.
Qué calor hacía o mejor dicho:
qué calor nos goteaba a los dos
de la nuca hasta abajo en el huesito.
En semanas nadie se asomó
porque en verano hasta la Revolución
se toma días. Pero no nosotros dos.
Nosotros dos seguíamos firmes
haciéndole la venia a Lenin. Una
catarata en tu overall azul humedad y
las remeras en las sillas de plástico, blancas.
Dejamos de leer por un momento
los Cuadernos de Octubre y me dijiste:
¿qué pasa si nos torturan? A vos seguro
que te violan con lo lindo que sos.
¿Te parece?, me dijiste y te quedaste
pensando: no debe ser tan terrible,
tendríamos que hacer la experiencia.
Y ahí en el localcito nos violamos
como si fuéramos los torturadores más salvajes.
Después nos fuimos a Corrientes a comer
un helado de naranja entre los dos.

Democracia y revolución // Diego Sztulwark

El siguiente texto pertenece a la compilación de textos editada bajo el nombre «Democracia. Un estado en cuestión«. La tarea fue llevada a cabo por Guillermo Korn y Mariano Molina. Pertenece a una serie de cuadernos cuya edición y publicación debemos a Agencia Paco UrondoRelámpagosNegra mala testa. Agradecemos a ellxs, también, el permiso para reproducir el texto.

“Estamos introduciendo un cambio tecnológico más que ideológico”.

Marcos Peña

Dos períodos (1983/2001; 2003/2017)

Después de la última dictadura militar-corporativa y ya derrotadas las organizaciones revolucionarias, la democracia apareció como bandera de lucha contra el terror y al mismo tiempo como reivindicación del régimen parlamentario de gobierno. Aún hoy llamamos “alfonsinismo” a esa tentativa de conjugación que permanece irresuelta, en la medida en que la llamada democracia no es capaz de convertirse en un medio para desactivar el terror y deconstruir la concentración económica y el antagonismo social que se deriva de él. Las luchas de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos contra la impunidad, de las minorías contraculturales y las organizaciones sociales y gremiales contra el modo de acumulación neoliberal (ajuste, privatización, desempleo, pago de deuda externa, entre otras cuestiones) constituyeron las principales corrientes de democratización durante el período 1983-2001. La democracia se desdoblaba en dos sentidos diferentes. De un lado, el bipartidismo la entendía como defensa de la Constitución de 1853, eufemismo para sostener la tesis principal del programa de la derrota: la idea de una autonomía de lo político restringida por determinantes inamovibles proveniente del modo de acumulación económica, de las invariantes corporativas de lo social y de las restricciones impuestas por el plano internacional. Del otro, los movimientos surgieron como tentativas de romper el dispositivo de la derrota arraigada en las estructuras perdurables de poder. La movilización de Semana Santa contra los militares carapintadas fue el último momento de convergencia entre ambas comprensiones de lo democrático.

 

A partir de allí, la disyunción era inevitable en la medida en que el bipartidismo radical-peronista se comprometía con las políticas de impunidad y declinaba todo impulso autonomista respecto de las corporaciones económicas y los mecanismos de dependencia plasmados en la deuda externa (coyuntura bien descripta en La educación presidencial, de Horacio Verbitsky). El año 1989 fue un desquicio, sobre todo para la izquierda. El colapso de la cartografía de la “guerra fría” –la derrota del llamado “campo socialista”, en particular de la URSS– fue traducido a nivel local por los entusiasmos del Movimiento al Socialismo (MAS) con las masas activas en la Europa del Este –la idea fallida de una generalización de la “democracia socialista”–, el malabarismo del peronismo menemista que con patillas de caudillo federal se alineaba con el triunfador de la “guerra fría” sin ningún tipo de pudor, y la toma del cuartel de La Tablada en defensa de la democracia y sin olvido de la revolución.

 

2001 y el “que se vayan todos” sintetiza las frustraciones de la democracia sin potencia de transformación. La rebelión contra la depredación de lo colectivo dio lugar a la emergencia de unas subjetividades de la crisis. Estos nuevos sujetos, munidos de estrategias de supervivencia y de desacato, protagonizaron la destitución en las calles de la legitimidad del neoliberalismo. Si bien la pulsión insurreccional no desembocó en una nueva concepción del cambio radical, sí logró desconectar la coyuntura argentina (y sudamericana) del giro reaccionario que tomaba en Occidente en torno al 11-S. El fracaso de una estabilización reaccionaria intentada por el peronismo durante la breve presidencia de Duhalde se debe precisamente al choque con el bloque de las organizaciones populares y de derechos humanos que culminó con la Masacre de Avellaneda, el 26 de junio de 2002. Lo demás es muy recordado: el kirchnerismo se constituyó a partir de ese peronismo, munido de una lectura muy aguda de la extenuación del sistema político y de sus recetas neoliberales, y activando una interpelación capaz de movilizar a corrientes que no provenían del peronismo tradicional, como lo fueron algunos segmentos de la izquierda y sectores de trabajadores no sindicalizados.

 

Esta coalición sobrevivió hasta 2013, superando casi como un milagro el conflicto con el campo. Desde entonces, comienzan a abrirse las condiciones para que por primera vez llegue al gobierno, por medio de los votos, un partido político de derecha no peronista y concebido como una organización de intelectuales provenientes de –y ligados a– las empresas. Las instituciones más acertadas de esta transición surgieron hasta ahora del campo conservador antes que de los sectores de izquierda que lideraron la producción de retóricas igualitaristas desde el kirchnerismo, apoyados en la idea de que el Estado es un contrapoder o un generador de igualdad y de derechos para el pueblo. Cualquiera sea la caracterización que se haga de nuestro pasado inmediato, la voluntad de captar el pasaje del kirchnerismo al macrismo debe partir de la aceptación de que, al menos desde 2013, la derecha política se convierte en el principal articulador de la comprensión de las mutaciones en el campo social. Desde entonces el kirchnerismo no hace sino perder elecciones y capacidad de influencia sobre la sociedad. Si el gobierno de Macri introduce una novedad, esta es su dominio de la iniciativa, basada en su capacidad de articular una percepción de lo sucedido en el plano social durante el kirchnerismo. El macrismo es una voluntad de reescritura del campo social desde 2001 hasta la fecha, y en esa reescritura se inscribe la principal fuente de consentimiento de actores sociales y políticos, incluso de varios protagonistas de la era anterior.

 

Historicidad y contrarrevolución

El proyecto macrista no aspira a suprimir el Estado de derecho ni tiene rasgos de pseudo-dictadura política, sino que apunta a solidificar la alianza más descarada y consistente entre democracia y contrarrevolución. Se trata del intento más práctico y meditado de romper una densa historicidad emergente de las luchas protagonizadas por los movimientos de derechos humanos y sociales, como vertiente autónoma y radicalizada del proceso político durante el periodo 1977-2013. Su carácter contrarrevolucionario lo emparenta de modos diferentes con la última dictadura y con el menemismo. A diferencia de la primera, este proyecto no se da en el escenario de la “guerra fría”, así como tampoco se propone ninguna puesta en excepción del orden jurídico y, a diferencia del segundo, no se trata de una mera adecuación a un escenario internacional unipolar, ni de conjugar peronismo y liberalismo. Contra toda apariencia, la contrarrevolución macrista no surge como una respuesta directa al kirchnerismo que no aspiraba a activar la revolución sino la historia, tal como Javier Trímboli lo analiza en su libro Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución. La contrarrevolución macrista consiste, en todo caso, en una épica justiciera fundada en la decisión de las clases dominantes del país de ajustar los comportamientos sociales a las líneas de mando emergentes de las pulsiones del mercado mundial.

 

Hay, sí, por lo tanto, una idea de justicia que no surge ni de la tradición republicana a la que Maquiavelo definía como el poder de imponer la cosa pública al partido de los ricos, ni de una creencia en el orden legal donde la ley es invocada como elemento necesario para ordenar la situación, pero que es siempre demasiado exterior y represiva, es decir, insuficiente para el afán de modelización que se intenta poner en juego. La juridicidad relevante del proceso en curso opera –en una perspectiva más bien foucaultiana– sobre la trama vital de los actores a los que interpela. Surge así una infrajuridicidad inmanente, propia de la economía política, extendida a todas las conductas sociales e individuales. Se trata de la ley, en efecto, pero de la “ley del valor”, cuyo poder coactivo y subjetivador produce resonancias dentro de las potencias del estado neoliberal. De Lenin y Rosa Luxemburgo al Che y Cooke, los revolucionarios no han tenido que esperar a la filosofía posestructuralista francesa para entender hasta qué punto el problema de la creación de una nueva subjetividad pasa por desactivar ese encanto fetichista y esa materialidad coactiva de la producción fundada en la mercancía capitalista. El macrismo es la recuperación de todos aquellos saberes –un deseo de porvenir y de un diseño de nueva humanidad (dos tópicos propios de la revolución)– en términos de una confianza inercial en la alianza entre inversión de capitales y nuevas tecnologías. Los “medios”, tal como hoy los percibimos, se articulan como un efecto de esta alianza.

 

Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber. El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos retomados de la lengua de la emancipación revolucionaria y utilizados ahora como patrimonio exclusivo de la contrarrevolución en curso. Alejandro Rozitchner es probablemente el más claro entre los intelectuales oficialistas abocados a esta tarea. Quizás convenga decir, como Alain Badiou, que nuestro tiempo es “restauración” (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción, sin embargo, no es elocuente sólo del rechazo a la revolución. También expresa algo sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor.

La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. El macrismo como fusión de democracia y contrarrevolución puede ser visto como una reacción activa y refundadora ante el influjo que mantuvieron durante las décadas pasadas los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, la educación, el arte, os trabajadores informales de la economía popular, entre otros, sobre un campo social vuelto campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación. Esta perspectiva permite ampliar el análisis, tanto a nivel regional como temporal. En casi todo el continente, la crisis de la democracia se dio como crisis del neoliberalismo provocada por movimientos sociales que cuestionaron la relación entre producción de valor y obediencia. El hecho de que los gobiernos llamados progresistas no hayan encontrado los medios para crear instituciones capaces de recrear la democracia y la centralidad plebeya, devolvió la iniciativa a la derecha, que pretende resolver definitivamente la crisis apropiándose de ella. La contrarrevolución democrática tiene a su favor imágenes y votos (una decepción con los discursos igualitarios) y encuentra su límite en la miseria de su propia vocación. Las consecuencias de sus políticas, las pasiones de odio de las que se sirven, las tácticas de “real politik” que emplean y la calidad de su personal político permite profetizar: remember 1945, remember 1969, remember 2001.

 

La travesía de Naruto (notas sobre el deseo y la decepción) // Diego Sztulwark

Serie: Quién necesita una revolución 

I. La tierra

Si uno abandona el marxismo, abandona las últimas esperanzas que se tienen.

Gilles Deleuze

Una serie japonesa de dibujos animados, Naruto, destaca a los ninjas como capaces de ver “a través de la decepción”. Se trata de ir a fondo, de aprender a percibir en la noche cerrada, en medio del triunfalismo enemigo, y de mantenerse activo incluso en la quietud. A ideas parecidas se llega leyendo a Nietzsche: ir a fondo en lo que sea, atravesar el desencanto con los propios ideales, incrementar la potencia afrontando la desilusión. Y puesto que, según Spinoza, querer y pensar son una misma cosa, se puede concluir que el problema de la decepción remite a la constitución y la vitalidad de las fuerzas. Atravesar la decepción, renunciar al discurso utópico, superar las buenas intenciones, desplazarse del moralismo a la estrategia. ¿O acaso el deseo de revolución es deseo de ilusión?

En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari enseñan a plantear el problema de la revolución de otro modo. Ya no planteando la cuestión del Porvenir de la revolución sino a través de los devenires revolucionarios de la gente. No se trata de una elusión de lo colectivo (pueblo, clase) sino de un cambio de perspectivas más profundo. Cuando la filosofía renuncia a pensar a partir del par “sujeto objeto”, descubre la tierra y sus movimientos. Y los movimientos de la tierra pueden ser “relativos” –regulados por el capital– o “absolutos”, es decir, conmoción plebeya y desvío capaz de crear una nueva tierra. Cierta decepción es necesaria para ir más allá la posición sujeto objeto y para hacernos descubrir los movimientos terrestres. Ideas, afectos y percepciones son asuntos de dinamismo, de velocidades, de aptitudes de las fuerzas. Tierra y conceptos son aspectos de un mismo Pensamiento-Naturaleza (de allí todo ese trabalenguas de territorializaciones, desterritorializaciones y reterritorializaciones). Lo que intentan Deleuze y Guattari es una “geofilosofía”, es decir, una orientación del pensamiento que se atreve a anticipar el desvío plebeyo, por medio de una serie de evaluaciones colectivas, de un sinnúmero de devenires.

La geofilosofía no concibe al pensador como un erudito, un maestro de cátedra o un intelectual de Estado, sino como ser de percepción: un vidente. Un viviente capaz de sentir destellos virtuales. El pensador es una criatura de plegados. Todo en él es al mismo tiempo idea y movimiento de la tierra. De allí la idea de anticipo y de escritura que Deleuze y Guattari atribuyen a lo que llaman “máquinas de guerra”. Escribir es prolongar estas Ideas-Movimientos de la tierra, contactar con el caos, ir al encuentro de las fuerzas que golpean a la puerta, adentrarse en el afuera, crear posibles. Kafka y Foucault: se escribe para conjurar dispositivos de poder, para desensamblarlos. Convertir en absoluto cada movimiento relativo.

Escuchar la tierra supone un desencanto, una crítica, un desmoronamiento de las idolatrías, un no estilo, un más allá de las expectativas y las proyecciones. Una voluntad de perder la voluntad. La “georevolución” como fenómeno de una vida capaz de perder la forma humana se vuelca enteramente del lado de un materialismo radical (Deleuze escribía sobre Marx al final de su vida).

Nietzsche condenaba a los despreciadores del cuerpo y de la tierra. A los amantes de los ideales, a los creyentes del sentido. La risa de Zaratustra es removedora, un anticristo. Cuando se erigen sobre el mundo unos valores superiores, decía, se crea una realidad suprasensible que reviste lo sensible y lo devalúa (Marx también lo decía sobre el fetichismo, pensando en el cuerpo de la mercancía, ese sensible revestido de poderes suprasensibles). Cuando la ilusión se deshace ya no se reconocen valores en lo mundano previamente degradado. De la ilusión a la desilusión, la vida transcurre sin afirmaciones terrenales y el querer, que no encuentra nada válido en qué creer, solo puede querer su propia sobrevida. Cierta decepción se vuelve entonces condición de posibilidad para crear nuevos lazos con el mundo. Ni un realismo sin devenir (decepción de derecha) ni unas creencias en ideales desconectados con los movimientos de la tierra (ilusión desvitalizada de las izquierdas). Ni una cosa ni otra. La fórmula la aporta François Zourabichvili: “cierta decepción”.

II. El deseo

Abandonar la revolución debía tener la misma intensidad que bregar por ella.

Tomás Abraham

El deseo de revolución se titula un reciente libro del filósofo Tomás Abraham sobre la relación entre la filosofía francesa –con repercusiones argentinas– y una sed de transformación de la vida. Es decir, sobre Sartre. El tono de Abraham es conocido (no sé cómo calificarlo: ¿transgresor?, ¿“niño terrible”?) puesto que se trata de un personaje público o mediático. El tono del libro es otra cosa. Menos sentencioso y autorreferencial. Un modo narrativo ágil que permite al autor reseñar con conocimiento y gracia los diferentes capítulos de la filosofía francesa desde de la galaxia Sartre (Georges Bataille, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Aron, Albert Camus, Benny Lévy) pasando por la generación de los Althuser (con su descendencia: Alain Badiou, a quien detesta, Jacques Rancière y Pierre Macherey), Barthes, Foucault y Deleuze (Deleuze sin Guattari), hasta la generación de los nuevos filósofos (de Jean-Claude Milner a André Glucksmann) pasando por la filosofía de inspiración religiosa de Emmanuel Levinas.

Sin confundirlos –ama a Deleuze, detesta a Badiou, etcétera–, Abraham los considera a todos ellos –la entera filosofía francesa posterior a la liberación– como grandes maestros que han ido tramando la ilusión –primero del compromiso, luego del saber, finalmente de los derechos humanos– con consistencia académica. Artistas sublimes que han sostenido la cuestión revolucionaria –¿que viene de Kant? – junto con un virtuosismo arraigado en la tradición de la enseñanza universitaria europea. Abraham admira las piruetas de los franceses. Y eso que los conoció de cerca. La Francia de Abraham es seguramente el último capítulo admirable de los europeos. Uno podría admirar a los italianos (sobre todo a Negri, pero está también Agamben), pero no. No es el caso de Abraham. Lo que le interesa es la estela sartreana y su capítulo argentino resuelto a partir de perfiles desiguales de un puñado de filósofos argentinos (David Viñas y León Rozitchner están mejor retratados por Piglia en los Diarios de Renzi; de Oscar Massota, Carlos Correa y Juan José Sebrelli, se dicen cosas más interesantes; Juan Carlos Portantiero está apenas reseñado por su relación con Gramsci; y a Oscar del Barco se lo considera sobre todo a partir de su carta “No matarás”, en la estela de la obra de Levinas).

Lo que a Abraham le interesa señalar es el carácter “sublime” del acto revolucionario. Se trata de un “deseo” que “como tal no tiene fecha de vencimiento”. La “ilusión”, en cambio, sí es “una entidad perecedera”. Inobjetable. Hay deseos que son capaces de subsistir a la decepción, creando un problema “que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio del placer con el principio de realidad”. Quizás la filosofía posrevolucionaria deba afrontar los desatinos a los que conduce una y otra vez este deseo rebelde. El libro de Abraham pretende trazar “un obituario de una insistencia deseante”. ¿Cómo entender esta pretensión? Obituario o no obituario, el interés del libro está en su propósito explícito: “mostrar los modos en que el deseo de revolución se manifestó en la filosofía francesa contemporánea”. Cada capítulo (Ser, Hacer, Deber, Saber, Poder, Creer) es un “calendario de las decepciones”. La filosofía francesa como una anatomía de Sartre. Cada capítulo coincide, en la lectura de Abraham, con las obsesiones del fundador de Les temps modernes, incluyendo la vejez y esa horrible relación final con el célebre líder maoísta Pierre Victor (devenido filósofo judío con su verdadero nombre Benny Lévy) en la que no se entiende –y esto parece complacer de algún modo a Abraham– si el filósofo busca conectar con nuevas rebeliones o abjurar de todas ellas.

III. El saber

Todas las cosas de los hombres están en movimiento, y no pueden jamás quedar quietas.

Nicolás Maquiavelo

Lo que está en cuestión es, entonces, el deseo de revolución. Al cabo de un tiempo posterior a la salida de su libro, Abraham dio una entrevista en la TV, en el canal de La Nación. Allí respondió a la pregunta sobre su propio deseo de revolución, advirtiendo que las revoluciones reales implicaban la guerra civil. Querer la revolución es desear la guerra. En otras apalabras: no es posible pensar la revolución sin asumir la cuestión de la violencia y el terror.

Amador Fernández-Savater ha escrito recientemente contra la imagen de la revolución como obstáculo para reconocer procesos actuales de cambio. La revolución como deseo parece estar sometida al más duro de los exámenes. Ya no se la asocia con la más aguda comprensión crítica de lo real, la que elucida y cuestiona las relaciones de explotación, sino con una distorsión cognitiva. Las preguntas se agolpan: ¿quién desea una revolución y qué revolución se desea? ¿El deseo de revolución es patológico? ¿Y cuáles serían los deseos más adecuados en el terreno histórico-político?

El saber político, tal y como lo expuso Maquiavelo, constituye un arte de reforma del pensamiento. A la virtud política se puede aplicar la última frase de la Ética de Spinoza: “Todo lo excelso es tan difícil como raro”. Contra el pensamiento político conspiran tanto el peso de qué ilusión tiene en la experiencia humana del contacto con lo real –los sujetos suelen quedar atrapados en el orden originado en su propia imaginación proyectada sobre un orden de real–, como el hecho de que lo real mismo actúa mediante una red viva de encadenamientos causales en continua recombinación, determinando mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar (eso que Maquiavelo llamaba “la fortuna”). En otras palabras: el saber político (“la virtud”) surge del desprendimiento que podamos efectuar bajo fondo del choque entre lo continuo del propio deseo (ilusión) y la variabilidad incalculable de las determinaciones (fortuna).

Para Maquiavelo, el saber político no se resuelve nunca en una comprensión total y duradera sino como la capacidad para activar una analítica parcial y local sobre los movimientos de la tierra. La política maquiaveliana se origina en una doble postulación: constitución de un “sujeto finito”, de saberes locales y de corto plazo, adiestrado en la sospecha de su propia imaginación, y un intenso anti-utopismo que rechaza la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico en un plano de trascendencia moral o teológico (la fantasmagoría del deber ser).

El filósofo –francés- en el que piensa Abraham es también, aunque de un modo menos directo, un pensador de las coyunturas (la Liberación; la Revolución Cultural China; Argelia; Mayo del 68, etcétera). El filósofo se inscribe en ellas de un modo u otro. Y al tomar partido corre riesgos muy concretos. Uno de ellos es el moralismo, procedente de la ambición de un saber trascendente, que escape o pretenda controlar ese real ilimitado y mutante que escapa (la fortuna). Si la filosofía de Deleuze, Guattari o Foucault sigue siendo productiva para los no filósofos, tal vez se deba precisamente a su énfasis en la estrategia, la crítica de la moral, la fuga, la cartografía, la creación de territorios existenciales. Por fuera de estas indicaciones –que refieren al movimiento y a la tierra–, el filósofo se convierte en alguien que tiene un saber infatuado sobre la vida y la política. O bien un saber cínico, confinado a manipular la imaginación popular (identificación, interpelación, fijación imaginaria que obra como sucedáneo de la realidad) con el solo fin de reconstruir el monopolio de la política en manos del Estado como fundamento para el orden y la obediencia. Todo lo contrario a un maquiavelismo, es decir, a un dispositivo que apela a la imaginación popular articulándola con una analítica del presente dentro de un horizonte anti-utópico de constitución de fuerza democrática.

¿Es aún capaz de política el filósofo? ¿No fue la revolución, por debajo de las imágenes míticas que de ellas nos hacemos, la más lograda inmanencia del pensamiento al movimiento sin reticencias? ¿Persiste el deseo más como perturbación subjetiva que como capacidad de afrontar problemas históricamente planteados, los más difíciles? ¿La revolución será sepultada como cadáver del idealismo de la voluntad o en la fosa común que comunica con las pulsiones de los vivos, pulsiones sin imagen previa ni modelo que no deja de retornar cuando los desvíos se aúnan en nueva fuerza? Quizás se pueda decir del deseo lo mismo que de la filosofía: solo deviene crítica y libre con relación a problemas concretos. No la libertad, sino la creación de una salida.

IV. Las moléculas

¿De qué sirve ser desdichado?

Jean Paul Sartre

Abraham intuye que su libro desemboca en la cuestión de la creatividad del político. No es reprochable que el maquiavelismo no sea aquí su asunto, pero apena el ninguneo de Félix Guattari, perdido en los mil pliegues del nombre Deleuze. Lo que se pierde con el nombre Guattari es una consideración de la intuición de una “revolución molecular”.  Una mutación desobediente de todo aquello que el capitalismo sostiene en una estratificación continua. No importa cuan fluida es la sujeción capitalista, se trata siempre de desterritorializaciones “relativas”. Lógica axiomática del capital. Guattari se ha esforzado como nadie en recuperar y traducir la pragmática revolucionaria a las condiciones del capitalismo mundial integrado. El movimiento es doble: liberar las multiplicidades de las potencias de la trascendencia (El Estado, La Política), y retomar las funciones que Lenin adjudicaba al partido centralizado (la teorización, la conciencia, la voluntad) para recrearlas en una multiplicidad de focos capaces de singularizar las prácticas de producción de subjetividad.

 

La revolución molecular parte de un diagnóstico maquiaveliano/marxiano sobre la doble condición de lo real histórico como dinamismo (Polo Singularización: movimiento, flujos) y estratificación (Polo Estandarización: territorialización, codificación). El capitalismo como encuentro entre flujo de riquezas y de trabajo, determinación recíproca sobre el cuerpo del dinero. Mientras que el capital es la subsunción real de la vida y la conjunción axiomática de flujos, la actividad vital se recrea en una pluralidad de prácticas “heterogenéticas”, introductoras de caos y complejidad. El problema de la revolución resulta plenamente retomado a partir de la proliferación de movimientos y subjetivaciones que incluya una analítica molecular de las causas y determinaciones y que cuestione la separación entre objetivo y subjetivo que priman en una lectura reaccionaria o conservadora de la política en Maquiavelo.

El nombre de Guattari importa porque permite concebir de otro modo el deseo y la revolución.  Como importa el nombre de León Rozitchner, cuando le responde a Oscar del Barco que hay razones más importantes para no matar que las del mandamiento paterno (Rozitchner explica que los dos extremos de la violencia de la derecha, esa que repudiamos junto a Del Barco, surge de no criticar a fondo el sacrificio –razones para hacerse matar– y el aniquilamiento físico del enemigo: las razones para no matar surgen de un deseo diferente de vida, un divino-inmanente, antes que de una orden de Dios. Con Rozitchner aprendemos un modo diferente de la guerra en la que no se trata de morir ni de matar). Guattari y Rozitchner juntos, sí: la guerra civil no es una consecuencia de las revoluciones moleculares sino el fantasma que no dejan de agitar los poderes asesinos y su perversa ecuación entre lo racional y lo bestial (claramente expuesto por el político florentino). En la constelación que estamos sugiriendo entre la revolución molecular, el materialismo ensoñado y el problema de la constitución del príncipe colectivo se abren las condiciones para pensar/desear la revolución como el conjunto de las rupturas de que somos capaces, mas allá de la revolución (idealizada) y de los lamentos justificados en supuestas derrotas.

Sublunar: entre el kirchnerismo y la revolución // Clinämen

El historiador Javier Trímboli analiza qué implicó trabajar en el Estado durante el kirchnerismo y analiza el escenario actual: ¿Un Nosotros en repliegue o en desbande?

A cien años de la revolución rusa, reimaginar el cambio social. Conversación con Amador Fernández Savater

 

Conversamos con el filósofo y activista Amador Fernández Savater. Las Imágenes-zombi de las viejas revoluciones. Lo que ya está sucediendo como transformación honda e invisible. Nociones anarquistas, gramscianas y del movimiento de mujeres para pensar otros imaginarios del cambio.

Bajo el signo de la distopía // Diego Sztulwark

Serie: Quién necesita una revolución

Diego Sztulwark

En un repliegue la disciplina debe ser más consciente, y es cien veces más necesaria, porque cuando todo un ejército retrocede no sabe o no ve claramente dónde debe detenerse. Se ve solamente el retroceso; en tales circunstancias bastan en ocasiones algunas voces de pánico para la primera desbandada.

V. I. Lenin

 

La inteligencia, de los otros, no termina nunca de ser antídoto contra la tristeza, nuestra.

Javier Trímboli

 

Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, es un libro-pensamiento que habla de y desde un “nosotros” de periferia variable: “nosotros” abarca, en principio, a quienes pensamos bajo la influencia de la revolución derrotada de los años 70. Que sea Javier Trímboli quien asuma esa tarea narrativa constituye un doble acierto. Acierto de los editores (Gabriel Diorio y Diego Carames, Editorial Cuarenta Ríos) al identificar que ese “nosotros” tiene un trayecto colectivo –¿generacional?- para contar: tramado entre la desazón de los años 90 y la actual. Sin un nosotros capaz de pensarse, no hay cómo habitar la escena contemporánea. Y acierto del propio Trímboli, quien propone el signo de la distopía para dar cuenta del trayecto de quienes llegábamos demasiado tarde a la cuestión de la revolución (es decir, la de los años 70) pero demasiado temprano para adiestrar nuestros hábitos al renaciente mundo del mercado. Quizás el acierto sea triple. Esto lo aclara desde el inicio el prólogo de Jens Andermann: Trímboli, historiador, sabe cómo trabajar el archivo para contar la experiencia de este paréntesis.

 

Ese archivo son las lecturas que Trímboli repone para entender aquellos años. Los años 90, en los que leer era pensar qué hacer con los fragmentos de la derrota: buscar en Rodolfo Fogwill (la vida después de la revolución fallida); investigar la superposición de los 70 en los 90 en los textos de Roberto Jacoby; huir de los balances geométricos sin residuos de Beatriz Sarlo; y, sobre todo, descubrir Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX, el gran libro de Horacio González. 2001, en estado de perplejidad ante la aparición de un movimiento de masas que da sus espaldas al peronismo; y desconcierto ante el carácter lejano de esta irrupción: los movimientos nacen alejados de la vida intelectual y universitaria. Distancia geográfica y de clase. El archivo de Trímboli: Mariano Pacheco, Colectivo Situaciones, Ignacio Lewkowicz, María Moreno, Maristella Svampa. De los lejanos inicios del kirchnerismo. 2003: año de la convocatoria “sublunar” de Néstor Kirchner a “una parte importante de estas limaduras desperdigadas”. La línea principal de lecturas aquí parece ser Nicolás Casullo. Sobre estos andariveles transcurre la primera parte del libro.

 

Sublunar quiere decir sin Utopía. Mundo desprovisto de purezas formales y morales. Delimitación de un ámbito de elucidación de la experiencia de quienes persiguiendo los flecos de la revolución fueron adentrándose en el kirchnerismo. Se trata de indagar las razones internas que llevaron a ese nosotros (que por momentos se reduce al autor mismo) a tomar parte activa del Estado durante el gobierno de CFK. Un balance, bien hecho, en la medida en que ofrece las claves para comprender qué cuerdas tocó en ellos el llamado de Néstor Kirchner. No tanto la revolución como la historia. En otras palabras: no hubo conversión sino convergencia. Por razones diversas, se trataba para unos y otros de hilvanar hilos destejidos, de recobrar la dimensión colectiva de la política. En suma: de salir de los 90, vividos como un círculo vicioso entre vidas al borde del desperdicio y política desangelada (aquí el archivo es Fabián Polosecky).

 

Historia más que revolución. Porque la revolución había dejado de tener realidad práctica. Sentido sin tarea o bien tarea sin sentido. Y solo la historia conservaba el contacto con eso que se deseaba y se quería seguir pensando. En un contexto en el que resonaban –tan graves como hoy- las palabras de Walter Benjamin sobre el peligro que corren nuestros muertos cuando el enemigo no deja de vencer. Este acento benjaminiano es el más fuerte del libro. Y el más interesante. Sobre el final, esta línea se aclara. Es Benjamin y es Karl Schmitt tal y como los lee y presenta Paolo Virno (el Virno más agambeniano): las potencias sublunares provienen de motivos enteramente negativos. Ya no se trata del paraíso en la tierra, sino de evitar el mal. No de la victoria siempre, sino de suspender el movimiento hacia la catástrofe, de interrumpir todo lo que se pueda el avance enemigo. El kirchnerismo, para Trímboli, fue una experiencia de esa índole. No el “entusiasmo” que produce la revolución (según Kant) sino un pensamiento que vale la pena sostener en su ausencia (y un rechazo al refugio reaccionario en un utopismo que conserva los valores renunciando a la fuerza efectiva).

 

Libro-pensamiento, porque trabaja sobre las interpretaciones de los hechos. Se ocupa de episodios develando la luz bajo la cual fueron pensados. Una historia que apunta al nexo íntimo que constituye a los sucesos cuando se los lee a partir de las ideas que los trabajan. Lo más interesante del modo de trabajo de Trímboli es esa manera de concebir el archivo: la curiosidad del historiador se orienta hacia la detección de ese pliegue de pensamiento inmanente a los acontecimientos. Ese método es la estructura misma del libro. En primer lugar, para pensar la revista Contorno como inicio del planteamiento de la cuestión “peronismo y revolución” inmediatamente anterior a los primeros ecos de la Revolución Cubana. Y luego, sí, Cooke. Aunque un Cooke más restringido a Perón, lo que no está mal. Aunque se pierde algo importante con relación al Che, que queda una vez más reducido al foco. Otra opción posible hubiera sido seguir las pistas que ligan al Che con las luchas de los trabajadores de la carne, vía Cooke. Ese tipo de enlaces existieron y permiten tensar más aún la “y” (de peronismo “y” revolución). También en Cooke.

 

La derrota produce un defecto óptico. Lo perdido idealizado bloquea un tratamiento “sublunar” de los asuntos de la revolución. Escinde lo que es necesario sostener al mismo tiempo: mito y razón. Hablamos de la escritura de José Carlos Mariátegui, citado en el libro. En palabras de Alberto Flores Galindo: de crear “otra manera de aproximarse al país”, “otro lenguaje”, en el que sea posible la conexión entre “indigenismo y marxismo”. La derrota depende del modo en que resulta pensada. Aquí el material de archivo es la Carta a las Juntas, de Rodolfo Walsh: la derrota militar no es total si se es capaz de desplazarse, un repliegue en las resistencias populares. Pero ¿hasta dónde y hasta cuándo el repliegue? Para plantear la elaboración de estas cuestiones (la derrota como defecto óptico, el repliegue como fijación), Trímboli plantea dos fechas claves: 1989 –el “congelamiento general de la revolución”- y 2001 -efecto del “éxodo de la política”. 1989, año de la desbandada general, y del menemismo leído como desencadenamiento de una guerra –que no cesa- entre villa y policía y el derroche en el consumo (el archivo aquí es Cristian Alarcón). Y 2001: la lucha de clases pensada como motín, el hartazgo de lo político y emergencia de una sensibilidad anarquista. Las lecturas del zapatismo. Acá Trímboli tiene en mente las discusiones en la revista La Escena Contemporánea. Hay una cuestión óptica en juego, todo el tiempo. El repliegue conserva –congelada- una imagen del cambio que no permite “ver” la mutación de las figuras de la rebelión, la irrupción de nuevas fuerzas o modalidades. 2001 no es un regreso de la revolución, sino otra cosa. Algo que no se entiende desde la revolución congelada. La derrota tiene su carga epistemológica. Y la crisis de 2001 trae una experiencia cognitiva nueva (para esta relación entre crisis y recomposición epistémica, Trímboli utiliza interesantísimas citas de René Zabaleta).

Libro-pliegue contra libro-acontecimiento. La inspiración sublunar es otro nombre para un historicismo radical, que en este caso tiene la enorme ventaja de plantear la importantísima cuestión de la relación entre kirchnerismo y 2001 (cuestión negada por las exaltaciones -¿aún se recuerdan?- de un Néstor mitológico como un “viento que vino del Sur”. Una Ruptura desde la Nada). La impresión -dice Trímboli- es que “es imposible entender de qué se trató el kirchnerismo si se elude eso”. La crisis de 2001 –continúa- “posee una densidad tal que hace que esa luz se vuelva a ver”. Efecto óptico del 2001: permite ver de otro modo. Trímboli destaca allí “esa militancia que se puso al frente de la protesta social de la segunda mitad de la década de los noventa”. E indica que parte de esa militancia “alimentó al kirchnerismo”. Indica la cuestión, pero no avanza más allá. Es decir, no queda lo suficientemente planteada la pregunta sobre qué sucedió (y qué se perdió) cuando aquellas luchas debieron reacomodarse al subperíodo que se abre en 2003. Dice, sí, que con el nuevo gobierno comienza el fin de una sensibilidad autonomista: los hitos de ese desplazamiento son la presencia de Fidel en la asunción de Kirchner, las jornadas de rechazo al ALCA y la llamada “crisis del campo”. Todo el proceso de inclusión del “nosotros” al campo político en vías de reestructuración. En otras palabras: el llamado de Néstor ensambla por fin sentido y tarea: “La política sublunar por primera vez nos atrajo. Leíamos como nunca los diarios; hicimos cálculos electorales de todo tipo; no faltó quien se entrevistara con un barón del conurbano y nos sentamos en despachos de ministerios; gastamos tiempo –demasiado ¿no?- en entender cómo funciona la Corte Suprema de Justicia”. 2003 –masacre de Kosteky y Santillan mediante- concreta el pasaje del pueblo-insurrección a lo que se suponía era el retorno del pueblo-peronista. Y el historiador resalta la naturaleza sublunar del peronismo. Con lo cual 2001 vuelve a quedar donde estaba: encarnando el grado cero de lo político (un estado de pre-política). ¿Qué es 2003? No la revolución sino la reparación. Gobernar es “normalizar”, “reencauzar”. Trímboli cita al Morales Solá -siempre idéntico a sí mismo- de aquellos años, quien explica que el “incordio mayor, el intruso a derrotar” no es “el gobierno de Kirchner” porque resulta “relativamente confiable para acabar con la presencia ya prolongada de este sujeto social –entre zombis y cavernícolas embozados- que saltó a la palestra con el cambio del siglo”.

La gran bifurcación se produce para Trímboli en 2008, con la crisis abierta por la resolución 125 (el gobierno contra “el campo”). La reacción de una parte esencial de las clases dominantes depura y aclara la línea roja. Ya no es la misma del período 2001-2008. Las derechas poseedoras retoman por su cuenta las formas de movilización del 2001. Como sucederá luego con los caseroleros de 2013, se apropian de las formas callejeras y horizontales. No son sino dramatizaciones de las jerarquías propietarias más exasperantes, pero evocando un pueblo. Uno pueblo contra otro. Y ahora sí ese otro es un kirchnerismo lanzado a realizar una política de derechos, inclusión y consumo. Beatriz Sarlo vio en esta dinámica -en los festejos del Bicentenario- la realización de una “hegemonía cultural”. Trímboli se mofa de Sarlo. La regaña. “No olvidábamos que la cancha en la que jugábamos era enteramente la del capitalismo”. Aunque sí admite –recordando aquellos años- un sentimiento distorsionado, una sobreestimación del Estado. El interlocutor en este punto es Eduardo Rinessi. Se trató de un estado de ánimo errado, escribe Trímboli: “convencidos de que el Estado era un sujeto todo poderoso, fascinados por estar recreando su momento peronista, incluso un poco también –pero menos porque era sin masas, también porque avergüenza- el roquista. Nos contentó suponer que calzábamos bien en el Estado, que había compatibilidad”.

 

El libro funciona disparando toda clase de preguntas y conversaciones abiertas. Trímboli da en el clavo al tomar como un período único el tramo 2001-2015. Un proceso con inflexiones internas, pero un mismo proceso. ¿Cómo resistir la tentación de extender esa unidad heterogénea hasta 2017? ¿No sería aún más desafiante asumir 2015 como una inflexión más del proceso iniciado en 2001? ¿No es posible y hasta necesario aplicar el mismo rigor de las inflexiones y las continuidades internas, que funcionan para explicar el pasaje de la sensibilidad anarquista a la política en 2003, al pasaje de una sensibilidad consumista a una ultra ordenancista en 2015? Entiendo que para el pensamiento bajo el signo de la revolución, el año 2015 le resulte impensable como parte de esta misma secuencia. Pero ¿y si el “macrismo” fuera también un capítulo de esta misma saga bajo el signo de la contrarrevolución? ¿Qué es lo que no funcionó en esta experiencia? ¿Qué le impide al autor leer este trayecto, 2001-2015, como “revolucionaria” (como sí lo hace Álvaro García Linera para el caso de Bolivia)? El historiador responde: la carencia de objetivos estratégicos. Y es que el rechazo de la Revolución como Utopía y luz lunar no liquida el asunto mismo de la revolución, que retorna. Vuelve como ausencia que bloquea la política democrática. Y lo cierto, dice Trímboli, es que el “movimiento real de nuestras sociedades, o limitémonos a la Argentina, fue el de la época, consumista”. Este movimiento real guarda todas las razones de la apuesta a una economía llamada neoextractiva.

 

¿Sabe el kirchnerismo replegarse? El libro termina justo ahí. Trímboli se declara satisfecho de una experiencia que lo descubrió “clavado en el presente”. Solo que en este presente –lo sabemos bien- ya no es la derecha conservadora la que intenta frenar la revolución, sino que la revolución misma parece haberse convertido en un esfuerzo monumental por interrumpir el tiempo histórico y “postergación del fin del mundo”. El cierre del libro es bello: evoca los efectos durables de los desvíos breves pero intensos. Ellos suelen influir los procesos largos: “veremos”. (Y es cierto. Se trata de volver a “ver”. La persistencia de un “nosotros” depende de la disposición a volver a pulir los lentes).

 

12 de Noviembre, 2017.

15 de octubre: la pelea por el tiempo // Marco Teruggi

El tiempo ha vuelto a estirarse como pantano. El cotidiano son los precios que suben, los sueldos más flacos, los antibióticos que no aparecen, los billetes que escasean, la liturgia de campaña demasiado idéntica a sí misma. Los días ya no están comprimidos, a punto de estallarnos en la cara.

La guerra ha retomado su ritmo de desgaste silencioso y omnipresente que nos envuelve. Se mostró desnuda en su asalto al poder entre abril y julio. Ahí estaban las tendencias en Twitter que marcaban focos armados, los municipios asediados durante días, los toques de queda. Era clara, y sus dirigentes, dentro de sus mentiras, también. Ya no lo es, y sin embargo es la misma, con cambio de ritmo, parada sobre lo más seguro ‒la economía y el imperio‒ mientras las tropas locales, en crisis, reorganizan su fuerza.

Debemos seguirle el rastro. Su táctica está en la alternancia de las formas, en la frontalidad seguida de la cobardía del que esconde la mano, en la negación de sí misma, hacernos creer que se fue. Nunca se va. Y este domingo tendrá una nueva batalla que reacomodará una parte del tablero: las elecciones a gobernadores.

***

Un voto de guerra, para retener poder político. Esa es una de las características del 15 de octubre. “Toda revolución es una forma de conquistar tiempo”, analiza Álvaro García Linera. Y en estos últimos años hemos visto cómo el tiempo, electoral/político/armado, ha sido foco de la batalla. La pregunta es: ¿ganar tiempo para qué? Para cuatro cosas:

1.- Impedir el avance de trincheras de la contrarrevolución

Podemos pensarlo en términos de posiciones. Cada gobernación sería un espacio que, en caso de ser ocupado por la derecha, se convertiría en un nuevo territorio desde donde intentarían avanzar. Funcionarían como las alcaldías y gobernaciones que entre abril y julio estaban bajo su dirección. Desde allí hubo apoyo logístico por debajo de la mesa y explícito a los grupos de choque, retiro de las fuerzas de seguridad locales, liberación del territorio para la escalada incendiaria.

Cada espacio institucional que consigan podría convertirse en esa plataforma. Seguramente de otra manera: las fases de violencia callejera no son iguales unas a otras, parten de líneas similares, luego aumentan en sus formas y métodos. Así lo muestran las comparaciones entre las jornadas de abril de 2013, febrero/abril 2014, abril/julio 2017. Y quienes dirigen los hilos, es decir Estados Unidos, saben que la sorpresa es un factor clave.

2.- Esperar que mejoren las condiciones internacionales

El conflicto venezolano es parte de la disputa geopolítica. Por un lado, Estados Unidos y sus alianzas subordinadas construyen escenarios diplomáticos, comunicacionales, militares y económicos, por el otro el chavismo juega sus cartas: relaciones con China, Rusia, países emergentes, petroleros, intentos de evitar la asfixia impuesta a través de la fuerza del dólar. En Venezuela se condensa una de las batallas del mundo.

El mapa de alianzas actual está ligado también a la peor correlación continental de los últimos años. No será eterno, el año que viene habrá elecciones en México, Colombia y Brasil, países que pueden reequilibrar la correlación. Pero es más que eso, la cuestión de las relaciones internacionales remite a la vieja pregunta: ¿puede desarrollarse una revolución en un solo país? “El tiempo se convierte en el núcleo del hecho revolucionario: tiempo para esperar que otros hagan lo mismo”, dice Linera.

3.- Estabilizar la economía

El tiempo se obtiene, entre otras cosas, con estabilidad económica. Es justamente ahí donde el pantano-retroceso se siente con fuerza. Son al menos tres años en este cuadro, con una agudización de los problemas: precios, dólar ilegal, medicinas, billetes, repuestos, higiene. Es también en ese punto donde se dificulta prever una mejora. Por la fuerza del ataque/bloqueo exterior y de los grandes empresarios, los precios internacionales del petróleo, por la corrupción que atacó áreas estratégicas, por las señales contradictorias de hacia dónde ir para resistir y avanzar, el poco impacto de las medidas tomadas en la cotidianidad.

La economía no solamente golpea los bolsillos populares sino también las subjetividades. Podemos preguntarnos qué efectos causa en las consciencias, los sentidos comunes, una economía que amplía sus áreas de microcorrupción, ganancias extraordinarias ilegales, reventas en el mercado negro de medicamentos, billetes, comida, negocios a costa de las demandas cada vez más urgentes de los sectores populares. La derecha ha ganado posiciones en esa batalla cultural. Nuevamente, con análisis de Linera: “Nunca hay un triunfo político sin un previo triunfo cultural”. La derecha también puede ser gramsciana.

4.- Avanzar en el desarrollo de la sociedad por-venir

La revolución no es una fecha, un acto, sino un proceso. Tiene días fundantes, momentos de reflujos, avances y expansiones democráticas, aprendizajes colectivos, delegación en los gobernantes o acción directa por parte de las clases populares. La revolución tampoco es el Estado, sino, centralmente, la ampliación de la comunidad y su construcción de poder. Resulta difícil evaluar en qué situación se está en ese punto, ¿qué indicadores para medir qué exactamente? Una cosa es clara: es dentro de la revolución donde pueden desarrollarse las formas de la sociedad socialista, con centralidad comunal.

Ese desarrollo tiene que ver en parte con la voluntad ‒o no‒ de la dirección y del andamiaje institucional, así como de la fuerza que impriman los diferentes vectores políticos/sociales organizados. El Estado proporciona condiciones para crear comunidad/organización, o, al contrario, burocracia ‒política e institucional‒ para operar como freno de mano del mismo proyecto que conforma. El cuadro bajo gobierno de derecha no sería debatir las tensiones internas, las contradicciones creadoras o destructoras, sino cómo resistir a la revancha que se descargaría ‒los cuerpos incendiados entre abril y julio fueron una antesala de eso.

***

Ganar gobernaciones no significará un cambio de vínculo entre gobernadores y tramas comunales ‒por lo general no son buenas‒ tampoco se traducirá en una mejora de las condiciones materiales, un alivio de los puntos de asfixia, ni creará nuevas condiciones significativas en el plano internacional. Permitirá mantener poder político, continuar con la construcción del proceso, el desarrollo de las tensiones internas, ganar tiempo en el marco de una revolución que resiste al aislamiento continental y a las agresiones norteamericanas.

Resulta extraño que, en una guerra, bajo asedio, se piense en regalar posiciones como forma de castigo a los generales. Esa idea encierra otra de trasfondo, errónea y peligrosa: si la derecha gana se creará un cuadro que depurará las contradicciones del chavismo y permitirá un retorno liderado por los sectores no burocráticos. El problema es que la política y la historia no son un juego de ajedrez, las condiciones que permitieron gestar este proceso no se repetirán, y el enemigo, en caso de hacerse con el poder político, no perdonará.

Clinämen: Cuba y la revolución dentro de la revolución

Conversamos con Víctor Cassaus, quien coordina junto a María Santucho el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau en La Habana. Acaban de editar el libro “Crónicas de Segunda Cita” de Guillermo Rodríguez Rivera, material que compila sus textos en el blog Segunda Cita del trovador Silvio Rodríguez. En esta conversación Víctor habla del presente de Cuba, del ejercicio de la crítica en la Isla y los cambios sonoros a partir de la política de Obama para con el bloqueo. 

[fuente: http://ciudadclinamen.blogspot.com.ar/]

La forma humana y el valor. Medio siglo sin el Che // Diego Sztulwark

 La forma humana y el valor. Medio siglo sin el Che

                                                                                                          Diego Sztulwark

Serie: ¿Quién necesita la revolución?

A Fernando Martínez Heredia
El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada.
Che
Si la guerra está en la política como violencia encubierta en la legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella las fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por sí mismo vencer en la guerra.
León Rozitchner
El presente es lucha, el futuro es nuestro.
                                   Che

 


I
Un libro notable de Alain Badiou, El siglo,propone reflexionar sobre un lapso de tiempo que se pensó a sí mismo bajo la exigencia de transformar al hombre, intensificar la vida, dominar la historia. Entre 1917 y 1976 (la muerte de Mao), el siglo puede ser pensado como comunista, aunque también puede serlo como el siglo totalitario si se lo analiza como aquel cuyas categorías condujeron con reiteración al campo de la concentración y el exterminio. El siglo XX es pensable en simultáneo como el período en el cual las fuerzas del capital, la democracia y las sociedades de mercado se liberan triunfantes. En todos los casos, lo que está en juego de modos muy distintos es la idea misma de transformación. La idea de “hombre nuevo” -el Che Guevara no la inventó, pero le fue esencial- no se afirma en el siglo sino a partir de una acentuada desconfianza en la historia. Si el humano debe forzarse a sí mismo, modelarse en algún sentido, es porque ya no se espera que la historia por sí misma provea un sentido ni que lo lleve a su cumplimiento. Aun cuando hubiere un sentido en la historia, esta no posee los medios para realizarlo. Toda proyección política de una remodelación subjetiva parte de un estado agudo de sospecha, lo que en el caso del Che se acentuaba por su fuerte conciencia de la “excepcionalidad” de la Revolución Cubana.
II
En 1965, el Che Guevara publica “El socialismo y el hombre en Cuba”, en el semanario Marcha de Uruguay, donde plantea el papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y objetivo, moral y material, cualitativo y cuantitativo, son los términos de una dialéctica que propone la cuestión del hombre nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el instrumento adecuado para lograrlo, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.
La formación de unas masas no sumisas, que actúen por vibración y no por obediencia, constituye para el Che la fuerza principal del proceso revolucionario. Ellas son la fuente de un nuevo poder -coercitivo y pedagógico- imprescindible en la tarea de constitución de una subjetividad nueva, libre de la coacción que sobre la humanidad ejerce la forma-mercancía. Pero, advierte, esta fuerza nueva de unas masas revolucionarias constituye un fenómeno “difícil de entender, para quien no viva la experiencia de la Revolución”. Estas masas nunca fueron pensadas por Freud en su célebre estudio sobre las “masas artificiales”. Y no es que los movimientos de liberación que se dan dentro del sistema capitalista no deseen su transformación, sino que estos no devienen revolucionarios, dice el Che, porque viven lo que dura la vida del líder que los impulsó “o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista”.
El freno a ese impulso es la persistencia de la ley del valor, fuente del “frío ordenamiento” que además de regir la producción de mercancías está en la base de un modo de individuación humana. Las masas revolucionarias poseen, para el Che, una potencia expresiva (y cognitiva) capaz de introducir al individuo, “el ejemplar humano, enajenado”, en la comprensión de ese “invisible cordón umbilical que lo liga a la sociedad en su conjunto”, a la ley del valor que actúa sobre todos los aspectos de su existencia (Spinoza había definido el poder de actuar del dinero como el “compendio de todas las cosas”). La conmoción que las masas revolucionarias provocan en el ser social, explica el Che, da inicio a nuevos procesos de individuación porque afectan al individuo en su doble faz de ser singular y de miembro de una comunidad, libera la forma humana y le devuelve a cada quien su condición “de no hecho, de producto no acabado”. No hace falta suponer que el Che conocía a su contemporáneo Gilbert Simondon para aceptar que su pensamiento se orientaba hacia una teoría política de la individuación socialista como apertura del individuo a un común preindividual, que el capitalismo esteriliza por medio de una continua prefiguración (modulación).
¿Qué es la ley del valor? Brevemente: las relaciones laborales de producción entre las personas en una economía mercantil-capitalista adquieren necesariamente la forma del valor de las cosas, y solo pueden aparecer bajo este modo material. El trabajo solo no puede expresarse más que a través de un valor dado. La ley del valor, en la tradición marxista, designa la teoría del trabajo abstracto presente en toda mercancía (en la que el valor de uso se subordina al de cambio), siendo el trabajo la substancia común de todas las actividades de la producción. La magnitud del valor expresa el vínculo existente entre una determinada mercancía y la porción de tiempo social necesario para su producción. La ley del valor es una parte de la ley del plusvalor (explotación) y manifiesta la existencia de un orden que dota de racionalidad a las operaciones de los capitalistas, así como a las acciones tendientes a conservar el equilibrio social en medio de los desajustes y estragos provenientes de la falta de una planificación racional de la producción.[1]

El Che Guevara comprende que el máximo desafío que enfrenta una revolución social tiene que ver con ese persistente mecanismo creador de subjetividad que actúa desde las profundidades del proceso de producción. Para interrumpir su influencia apela a la tensión socialista entre masas revolucionarias y nuevas instituciones, proceso de transformación económico y político que favorece la reapertura del proceso de individuación implicado en la idea de “hombre nuevo” (diremos de ahora en adelante: humanidad nueva). Se trata de una puesta en acto de la cuestión de la pedagogía materialista tal como Marx la esbozaba en 1845: el propio educador es quien debe ser educado. La educación de la nueva humanidad no queda a cargo de una instancia pedagógica esclarecida sino que surge del pliegue -o interacción- entre la vibratilidad de las masas y el carácter permanente inacabado de un individuo articulados en instituciones que conectan fronteras a la influencia de ley del valor.

Fidel Castro, discurso en Cuba
 
III
La revolución es un movimiento de la tierra. Deleuze y Guattari la llaman “desterritorialización absoluta”. La salida de la tierra de la esclavitud, el éxodo por el desierto, la promesa de una nueva tierra de libertad. La revolución es también un movimiento que afecta el tiempo, porque la constitución de un nuevo poder colectivo supone una nueva capacidad de crear un presente y un futuro. El sabio Maquiavelo decía que la unidad de la república consistía en la capacidad de los pobres en unirse en la formación de una potencia pública capaz de imponer en el presente un temor sobre el futuro a los poderosos. La nueva sociedad en formación, dice el Che, nace en una dura competencia con el pasado en el que arraiga la “célula económica de la sociedad capitalista”. Mientras estas relaciones persistan como un poder muerto del pasado sobre una tentativa vital del presente, “sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la conciencia”.
El sujeto de este proceso -las masas revolucionarias y el individuo capaz de creación- es percibido por el Che como liberación del trabajo, es decir, como capacidad de rebelión de lo que Marx llamaba el “trabajo vivo”, dado que esa liberación no se reduce a lo que el liberalismo entiende como juego democrático. La capacidad de romper las ataduras definidas por la ley del valor no se deciden en el plano restringido de la legislación jurídica, y la cuestión del Estado ya no será planteada en su pretendida autonomía, sino como forma colectiva correlativa a la ley del valor.  
Esta comprensión marxiana de la ley del valor lo lleva a una comprensión más leninista que marxista de la ruptura revolucionaria. La revolución no surge, dice el Che, de una explosión producto de la maduración de las contradicciones que acumula el sistema capitalista (como creía Marx), sino de las acciones que “desgajan del árbol imperialista” a países que son como “sus ramas débiles” (como enseña Lenin). El capitalismo alcanzó un desarrollo en el que sus contradicciones y crisis no reducen su capacidad de organizar su influencia sobre la población de modo automático.
Durante el período de transición, dice el Che, se presenta la peligrosa tentación –la “quimera”- de acudir a las armas “melladas que nos lega el capitalismo” (las categorías que se desprenden de la forma mercancía: rentabilidad e interés material individual como palanca de desarrollo, etcétera). Orientado por estas categorías, el socialismo conduce a un callejón sin salida (¿está pensando el Che en la NEP de Lenin?) donde los revolucionarios conservan el poder político mientras que “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Para el Che, la construcción del comunismo no debe reducirse, por lo tanto, al estímulo de la base material sino suscitar, de modo simultáneo e inaplazable, al “hombre nuevo” (humanidad nueva). Para ello, la movilización de masas debe basarse en contenidos morales: “Una conciencia en la que los valores adquieren categorías nuevas”, dice el Che, afirmación que parece proveniente no solo de un lector de Marx sino también de Nietzsche, cuando unifica la idea de valor moral con la de valor económico. La crítica del Che fundada en la noción de valor (la reivindicación de los valores de uso junto a la inversión de los valores morales) trabaja en los efectos de las enseñanzas de los grandes maestros de la sospecha.
La revolución –y ya no la crisis- será entonces el espacio en el cual se planteará el problema más difícil: el de la disputa por la producción (material y subjetiva) de las mujeres y los hombres. El socialismo se da para el Che como fluidificación de lo fijo y articulación compleja entre multitudes que marchan al futuro, como espacio de experimentación de esta producción y creación de un complejo de instituciones revolucionarias a cargo de generar conductas libres de la coacción económica, en base a nuevas formas de cooperación y de toma de decisiones. Aun hoy esas formas permanecen relativamente increadas, si bien la experiencia de invención de fronteras al mando del capital es una práctica habitual y frecuente en las luchas sociales de diversas escalas (la lucha social como laboratorio). El propio Guevara era consciente de que esta tarea debía ser llevada a cabo, a pesar de que cierta izquierda escolástica aferrada a dogmas y a esquemas preformados había frenado el desarrollo de una “filosofía marxista”, dejando al socialismo huérfano de una economía política para la transición revolucionaria. (A esta última cuestión se dedicó el Che de un modo más sistemático de lo que en general se conoce.)
IV
La Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo. Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la teología de la liberación a fines de los años 70. “La Iglesia –dice Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado”.[2]Ahora bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”.
Una Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos sensibles.
V
Un año después de la aparición de El socialismo y el hombre en Cuba, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico, de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contrapone dos modelos humanos a partir de sendos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben ser replanteados en torno a una praxis que transforma al sujeto, una “teoría de la acción” que permite por fin un “pasaje a la realidad”. La tarea de crear un “hombre nuevo” (humanidad nueva) en torno a unas masas revolucionarias no era tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades Rozitchner se sumerge en la obra de Freud.
Rozitchner había expuesto en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío, su comprensión muy temprana de lo que la revolución cubana ponía en juego en todo el continente; y su obra, al menos hasta el exilio, puede ser concebida como una confrontación filosófica y política sobre la forma humana a partir de una lectura encarnizada de Marx y Freud invocados desde América Latina para el despliegue de una nueva concepción de la subjetividad revolucionaria.
Freud y los límites del individualismo burgués en su primer edición por la editorial Siglo XXI. Recientemente fue reeditado por la Biblioteca Nacional bajo la gestión de Horacio Gonzalez.
VI
Unos años después, en 1972 y ya pasados 5 años desde la muerte del Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una contraposición entre “modelos humanos” antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que solo la organización para la lucha torna eficaz”.
El revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación de las categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura”, y así se liga con la de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.
Todo lo contrario de lo que ocurre en el plano religioso, según Rozitchner, en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema “con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”. Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como el del “encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como el del “descubrimiento”, considerando que los modelos son dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones sociales que toda forma humana conlleva.
En efecto, para Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos asumen su tiempo sin modelos verdaderos y deben enfrentar, por lo tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece “del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.
Esta distinción le permite a Rozitchner explicitar el carácter político que asume en Freud el superyó colectivo. Si toda forma humana evidencia un sistema histórico en sus contradicciones más propias, contradicciones que mujeres y hombres interiorizan, sin poder zafarse de ellas a no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces la única posibilidad histórica de cura sería el enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las únicas formas de humanidad posible.
El Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Rozitchner sostiene que este modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de producción capitalista, abre “para los otros el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.
VII
A fines de los años 70, León Rozitchner (a quien seguimos tratando de mostrar que su filosofía contiene un dialogo y una elaboración de las más importantes intuiciones del Che) escribe Perón: entre la sangre y el tiempo. En este libro problematiza la relación de la izquierda argentina –peronista o no- con la violencia política como parte de una reflexión más amplia sobre la guerra y las ilusiones que conllevan a la derrota (esta cuestión se ahonda en su libro Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia y en su polémica con el filósofo Oscar del Barco). En el corazón de sus preocupaciones sobre el problema de la violencia, Rozitchner no se pliega a una condena a esta, sino que intenta pensarla desde la izquierda: no condenar la violencia por ser violenta sino por no haber hecho la distinción imprescindible entre violencia (de los poderes) y contraviolencia. Rozitchner lee los trabajos militares de Perón, pero también del teórico de la guerra Carl von Clausewitz, y elabora una filosofía de la guerra en la se puede distinguir la diferencia entre una violencia ofensiva, conquistadora, que tiende a utilizar la categoría de asesinato como categoría posible de la violencia; y lo que él llamará una contraviolencia de izquierda, que es siempre defensiva, que siempre parte de la movilización popular y que nunca incorpora como razonamiento fundamental el asesinato. Pasadas varias décadas, podemos corroborar que esas distinciones están más vigentes que nunca. El aumento de la violencia represiva, asesina, o la violencia loca no ha dejado de proliferar sobre el cuerpo de las mujeres, de los jóvenes en los barrios y, por lo tanto, también se activan movimientos de contraviolencia. Esta situación la vemos con claridad en el caso de la desaparición de Santiago Maldonado, como también en la irrupción activa del movimiento de mujeres y de los organismos de derechos humanos. El problema de la contraviolencia sigue planteado, y lo que hay que dilucidar es cómo se resiste a este tipo de violencia asesina. Cómo los cuerpos individuales y colectivos pueden tener categorías, elaboraciones, formas de componer una ética que corte con la violencia opresiva, que corte con la violencia asesina sin repetirla, sin copiarla, sin volverse ella misma asesina y loca, derechista. Se trata de la recuperación del problema de la relación entre violencia y obediencia, en un contexto nuevo donde problematizar estas cuestiones sea un modo de no acomodarse a la derrota. En ese intento de volver a plantear el problema de la violencia se juega la lectura que Rozitchner hace de la figura de Guevara. Frente a una reivindicación de tipo idealista del Che Guevara (la idea básica de un Guevara cristologizado, cuya verdad proviene de una supuesta disposición a hacerse matar), Rozitchner recupera su imagen justamente para analizar el modo de plantear el problema de la violencia en un campo de antagonismos, en el que la violencia asesina, siempre presente, no puede convertirse nunca en el modelo de la violencia revolucionaria.
VIII
El neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad estas resultan simplemente inexistentes- ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o revolucionaria alguna -solo reconoce la empresa y la competencia como dinámicas colectivas legítimas-. Se trata de un ateísmo sin trascendencia –en palabras de Ferré-, aunque dispone de saberes prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación. Unos saberes que excluyen y borran eso que Marx y Freud habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e individual, daba lugar para las subjetividades críticas (que hoy se patologizan) a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo que solo se accede mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el sujeto de la investigación militante.  Es el sujeto que queda abolido por un nuevo sacerdocio –vaticano o neoliberal-, que vuelve a sujetarlo a su condición natural, orgánica y creada. Doble fijación: a una salud fundada en la estabilidad y a una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto impotente con respecto a los fenómenos de violencia, capturado por la teología política de la propiedad privada, de la cual solo se discuten sus abusos y excesos.
La novedad con referencia a sus presentaciones anteriores es la pretensión de lo neoliberal de revestir las operaciones del capital con un llamado al disfrute, al goce, a la libre elección sobre la realización personal. Se propone una nueva manera de adhesión a la vida capitalista bajo el supuesto de que la vida crítica es difícil y triste, además de sospechosa. Quien no participe del juego transparente del amor a las cadenas es un inadaptado, alguien patológico, tal vez un terrorista. Si todo esto no termina de cuajar del todo es simplemente porque el discurso del capital es muy despótico y es poseedor de una violencia intrínseca fundamental.
La coyuntura argentina actual –últimamente discutida en términos de si la derecha en el poder es más o menos “democrática- quizás pueda ser entendida como la asunción, en el plano directo de lo político, de eso que ya ocurre desde hace tiempo al nivel de unas micropolíticas neoliberales: la disputa por la forma humana. Si prolifera la sensación de una contrarrevolución en marcha, tal vez sea por el modo como se retoman los elementos de esa “humanidad nueva” que para Guevara solo eran concebibles en la ruptura con la ley del valor, como parte de un proyecto de modelización comunista. El actual entusiasmo desbordante con la idea de un porvenir sin rupturas imagina el diseño humano confinado a los efectos de la alianza entre economía de mercado y nuevas tecnologías.
Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber (la coyuntura del kirchnerismono fue revolucionaria). El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos asociados en el pasado con el proyecto revolucionario -y con la ruptura de la ley del valor- se conciben ahora como sólo alcanzables en términos individuales por medios completamente adaptativos (la inercia que brota de los dispositivos comunicativos, tecnológicos y corporativos  que se trata de sostener a como de lugar).
Quizás convenga retomar el lenguaje de Alain Badiou y nombrar nuestro tiempo como restauración (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción no habla sólo del rechazo a la revolución. Dice algo también sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor. La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. Los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, de la educación, del arte, de los trabajadores informales, de la economía popular, entre otros, constituyen un campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación, y permiten retomar en un nuevo contexto la cuestión guevariana de la ruptura entre ley del valor y obediencia.
                                                                      


[1] “En Marx, sin embargo, la ley del valor se presenta bajo una segunda forma, como ley del valor de la fuerza de trabajo” consistente en “considerar el valor del trabajo no como figura de equilibrio, sino como figura antagonista, como sujeto de ruptura dinámica del sistema” en la medida en que se considera –como lo hace Marx- a la fuerza de trabajo como “elemento valorizador de la producción relativamente independiente del funcionamiento de la ley del valor” como vector de equilibrio. (Toni Negri en “La teoría del valor-precio: crisis y problemas de reconstrucción en la postmodernidad, en Antonio Negri y Félix Guattari, Las verdades Nómadas y General Intellect, poder constituyente, comunismo, Akkla, Madrid, 1999). Negri escribe sobre el Che: “Es extraño pero interesante y extremadamente estimulante, recordar que el Che había tenido la intuición de algo de lo que ahora estamos diciendo. Esto es, que el internacionalismo proletario tenía que ser transformado en un gran mestizaje político y físico, que uniera lo que en ese momento eran las naciones, hoy multitudes, en una única lucha de liberación”. (Toni Negri, “Contrapoder”, en Contrapoder una introducción, Colectivo Situaciones y autores varios, Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, 2001)  

[2] Las citas a Methol Ferré pertenecen al libro de entrevistas con Alver Metalli, El papa y el filósofo, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2013.

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