En el raso, Etchecolatz // Agustín J. Valle
“Hay que pudrirla en todos lados”; pudrirla de un modo que desconcierte un poco, desde posiciones no clicheteadas. Hace un tiempo entonces que vengo tirando, en todos los espacios públicos que puedo (una estación de servicio en Paternal, una florería en Chacarita, el subte, el bondi, un bar de minutas en Monte Grande, la caja del coto…), cosas como «juntemos todas las boletas de servicios y se las pasamos a los votantes de macri para que las paguen», o «ah, ¿billete de mil?, a ver cuándo se sinceran y ponen al gato matón…». Mi favorito, y más repetido por lejos, es «Gente, ¿vieron?, para todos los que votaron a Macri salió una amnistía: los perdonamos, arrepientansén tranquilos, ahora«.
Hago esto porque creo que hay que poder hablar con cualquiera -pero sobre todo con cualquiera a título de cualquiera: no hablar con la posición de alguien. La posición lleva a un repertorio sabido. Y hay que poder señalar motivos de desprecio -y de ridículo- sin sentar posición.
Además, hago esto porque aún creo en lo que pasa «por abajo»; y no me refiero a «las capas más postergadas de la sociedad», sino al llano de los intercambios y encuentros. Al ras. La discreta pero inmensurable cocina de los ánimos multitudinales. En realidad no existe el panorama, no hay punto panorámico; nadie sabe, nadie tiene saber. Los puntos que logran darse una panorámica, tienen el panorama de ese punto.
Sí hay observación atenta y constante: después de la marcha y la represión del 18/12, llamó a mi casa una «breve encuesta sobre seguridad», donde una máquina preguntaba «cómo califica usted el accionar de las fuerzas de seguridad el pasado lunes 18 en las inmediaciones del Congreso», e, incluso, «Si usted dirigiera las fuerzas de seguridad, ¿daría la orden de que reaccionen cuando son agredidas con piedras y palos? ¿O cuando hay destrozos en el espacio público?”. La encuesta trata -eficazmente- a la población como audiencia. Audiencia que tramita su resentimiento con un botoncito del teléfono que deviene gatillo sin dejar pólvora en las manos -gatillo para que alguien sea lastimado oficialmente-. Y demuestra, no obstante, que para el Gobierno, el consenso represor general no es inamovible. Deben relevarlo constantemente: ¿cómo están las ganas de ver sangre?, ¿sigue liderando el rating el deseo de crueldad?
Pero quería contar otra cosa. En una mini heladería de Chapadmalal, donde había esa noche una también mini peña, con un grupo de folclore, escucho que una señora, de unos sesenta años, pedía indicaciones para ir al bosque Peralta Ramos. Tenía unos sesenta años, maquillaje y bijuterí; no demasiado. Me metí: «¿Va a ir al bosque? Ojo que está peligroso, hay un violador, asesino, torturador y ladrón de bebés…». «Ah», me interrumpió en medio de mi frase: «¿violador? ¡Entonces voy! Ya no se puede andar eligiendo…».
La violencia, en una sociedad de cuerpos mediatizados, espectadores hiperactivos, no es solo fruto de la indiferencia producida por el régimen del contacto y la conexión; no es, tampoco, la violencia, solo un artefacto político que instaura otredad eliminable (y un nosotros incluido); es, también, la violencia, un deseo de los aburridos, una forma de que pase algo que aún estando quemados podamos sentir…