Economías de guerra y conflictos post-pandémicos // Alberto De Nicola y Biagio Quattrocchi
La alusión martillante a la guerra utilizada para describir los efectos de la emergencia sanitaria, parace señalar una mutación al interior del debate económico maisntream. Dentro de este interregno, las luchas en curso y las por venir podrían jugar un rol decisivo.
4 abril 2020
En la plenitud de la emergencia Covid, nada parece ser más pervasivo que la alusión a la guerra. La retórica bélica junta economistas y líderes políticos de diferentes orientaciones: es difícil encontrar a alguno que no la haya evocado al menos implícitamente, primero para presentar las medidas de distanciamiento social y sucesivamente para preparar a las poblaciones para las amargas consecuencias de la recesión económica que éstas ya están implicando. Para medir la vastedad y la profundidad de la situación de emergencia presente y futura, es indudable que las dos Guerras Mundiales constituyen los dos únicos “hechos totales” a los que es posible echar mano en el reservorio de la memoria colectiva. Se necesitará considerar con atención las implicaciones de esta alusión continua y martillante a la guerra de parte de quienes mueven las levas del poder económico y político: a primera vista, la impresión es que se orienta a modelar las expectativas sociales hacia un horizonte signado por la enorme compresión de los niveles de vida, por la disipación de los recursos y la militarización de los espacios sociales. Además, la metáfora bélica –ante todo referida a un “enemigo invisible”- lleva a representar el cuerpo social como algo homogéneo e indiferente a sus divisiones internas.
Pero hay algo más. La movilización del imaginario de la guerra parece querer romper con aquel sentido de familiaridad al que nos había acostumbrado, por más de diez años, la palabra “crisis”, y esto porque la que vivimos ahora no continúa simplemente aquella precedente, si no que se inserta sobre ella, radicalizándola y haciéndola mutar de naturaleza. La crisis como forma de regulación permanente de la sociedad que difiere al infinito el momento de su resolución, deja ahora el campo al imaginario de la catástrofe: el revelarse de una percepción colectiva ligada a la amenaza de la supervivencia de la comunidad, no la temporal interrupción en la continuidad de un sistema, sino su misma reproducibilidad y sostenibilidad global. No debemos olvidar que éste deslizamiento estaba en acto antes de esta emergencia pandémica.
De ello eran testimonio los movimientos feministas, aquellos por la justicia climática y las recientes sublevaciones globales que, de Francia a Chile, habían mostrado cuanto la cronificación de la crisis del capitalismo neoliberal terminaba por amenazar las condiciones mismas de la reproducción de la vida. También lo testimoniaba el debate entre aquellos economistas que se interrogaban sobre la necesidad de recurrir a medidas no convencionales para salir del “estancamiento secular”. Ahora, con la pandemia, se agota aquel arsenal de retóricas y respuestas institucionales que habíamos conocido con la crisis precedente: en este caso, la típica descarga de los desequilibrios sistémicos hacia el endeudamiento y la responsabilidad individual, así como la culpabilización de la sociedad por las fallas del mercado parece –al menos temporalmente- imposible de proponer. La dificultad con la que tropiezan estos días los neoliberales para reponer condicionalidades workfarísticas al apoyo de los ingresos de los pobres, y contrapartidas austeritarias para las ayudas económicas a los Estados puestos en dificultad por la emergencia sanitaria, son una demostración del impasse actual. El recurso a la retórica bélica y a la economía de guerra es luego y también el indicador de una mutación ocurrida en el paradigma de la crisis como arte de gobierno.
El interregno de la “ciencia triste”: ¿hacia un nuevo consensus?
Si se restringe el campo a los economistas mainstream es fácil individualizar una doble utilización de la alusión al evento bélico. Mientras de un lado la guerra constituye un válido ejemplo de lógica económica para un shock no cíclico o simétrico, que se distiende completamente sobre los componentes de la demanda y de la oferta agregada, del otro, el evento imprevisto, en la admisión misma de Mario Draghi, justificaría “un cambio de mentalidad” al interior del pensamiento económico dominante, aludiendo a la necesidad de una política económica a la altura de los “problemas de la reconstrucción”.
El fuerte retorno de la política fiscal a la caja de herramientas de los economistas ortodoxos es ya un dato de hecho, después que en el período de la Gran Moderación (desde la segunda mitad de los años Ochenta hasta la debacle de 2007), el gasto público y la tasación habían sido consideradas inútiles y dañinas. Solo para dar pocos pero significativos ejemplos: Edmund Phelps, economista norteamericano premio Nobel 2006, referente de los new keynesianst, apunó recientemente la oportunidad no sólo de un aumento del gasto público, si no de las intervenciones estatales a gran escala “en cómo nuestras economías producen y distribuyen bienes y servicios”, evidenciando la necesidad de una desplazamiento en las funciones del Estado. Kenneth Rogoff, uno de los principales economistas del FMI entre el 2001 y el 2003, afirma que los países implicados deberían comprometerse en ingentes gastos públicos en déficit fiscal para sostener sus economías. Mario Draghi, ex banquero central del BCE, en un denso artículo en el Financial Times, escribió que en tal coyuntura el rol del Estado es “distribuir su propio presupuesto para proteger a los ciudadanos y la economía de los shocks de los cuales el sector privado no es responsable y que no puede absorver”. Agregando que la política monetaria expansiva de los bancos centrales debe coordinarse con el gasto público de los gobiernos, con el objetivo de salvar a las empresas de las caídas y contener los niveles de ocupación, desempeñar un rol de garantía de los préstamos bancarios a las empresas, además de promover inversiones específicas. Actividades que inevitablemente implicarán un aumento de los niveles de endeudamiento público, compensados por la reducción de los privados. Advirtiendo además que, en ausencia de tales políticas, se asistiría a “una destrucción permanente de la capacidad productiva y por tanto de la base fiscal”, comprendida la transmisión de nuevas inestabilidades en la economía financiera.
Se trata del discurso de economistas neoliberales pertenecientes a diversas tradiciones de la teoría económica, que parecen señalarnos que estamos en medio de un corrimiento al interior de la economics. Una suerte de “interregno” del pensamiento económico burgués, una redefinición todavía inestable, que parece aludir sin embargo a una inédita hegemonía. Un deslizamiento que adviene, obviamente, no abstractamente en el cielo de las ideas, si no sobre el fondo del enfrentamiento geopolítico y geoeconómico entre los EEUU, China y Europa; e internamente a Europa misma, entre los ordoliberales alemanes (y sus países satélites) y los países del Sur europeo, sobre el terreno de los coronabonds y de la mutualización de los riesgos entre los Estados.
En un conocido artículo de 1972 –intitulado The Second Crisis of Economic Theory- Joan Robinson traza un esquema de los ciclos hegemónicos de la teoría económica en relación a las crisis cíclicas del capitalismo. Al lado de las importantes cuestiones teóricas observadas por la economista inglesa en el ensayo, la primera crisis emergería en los años 30 con la debacle del laissez-faire, favoreciendo el consensus keynesiano. La segunda crisis, por su parte, se manifiesta plenamente en los años 70, con la afirmación del laboratorio neoliberal. La alusión a Robinson nos resulta útil para decir, junto a otros economistas heterodoxos que han avanzado tales tesis, que estamos probablemente al medio de la tercera crisis de la teoría económica.
Se podría objetar, no sin razón, que ya antes del Covid-19, a seguido de la crisis financiera global, hubiera algunas señales. Desde las reflexiones de Larry Summers sobre el estancamiento secular a las reconsideraciones de Olivier Blanchard, economista jefe del FMI, que empujaban hace tiempo por la recuperación del rol del gasto público. Sin descuidar tampoco el consenso generado en torno a un genérico Green New Deal, sostenido por diversos neo-keynesianos, también como resultado de las presiones de los movimientos ecologistas globales. El punto, sin embargo, es que sólo ahora, en el post-Covid, el énfasis no está puesto exclusivamente sobre el rol del gasto fiscal expansivo, si no todavía más a fondo sobre las nuevas funciones que el Estado debería asumir para apurar un inédito “motor del crecimiento”, después de la crisis del “keynesianismo privatizado” de los años 90 y 2000.
Si estamos o no fuera de la racionalidad reclamada al pragmático “intervencionismo” del Estado neoliberal, llamado continuamente a reconstruir el funcionamiento real del mercado, todavía es temprano para decirlo. Lo que es cierto es que cada potencial pasaje hegemónico en la ciencia económica no llega en el vacío. Ya Mario Tronti, en Obreros y Capital, aclaraba que detrás del keynesianismo de la Progressive Era estuvieron primero las grandes luchas sindicales en los EEUU de los años 30, solo después las conceptualizaciones en la Cambridge inglesa. Así como la segunda crisis de la teoría económica fue el reflejo de la inversión de las relaciones de fuerza social sobre el final de los años 70 del siglo pasado. Cuando hablamos luego de la eventual tercera crisis hegemónica, pensamos en aquel campo de tensiones abierto por los ciclos de luchas globales de los últimos años, y en aquello que en potencia podría abrirse nuevamente en una fase en la cual el pensamiento mainstream y los gobiernos empiezan a discutir sobre cual “reconstrucción” posible.
Economia de guerra, reconstrucción y reconversión.
En estos días, el empleo del imaginario de la guerra lleva consigo la reiterada alusión a la reconstrucción, cuando las sociedades pongan las bases de una nueva economía sobre los escombros producidos por el conflicto. En el libro “El gran nivelador”, aparecido recientemente y citado con frecuencia en estas jornadas, el historiador Walter Scheidel muestra cómo el período de las dos guerras mundiales en el siglo pasado representó uno de los más potentes fenómenos de nivelación de las desigualdades de la historia humana. A este extraordinario resultado las dos guerras mundiales contribuyeron en todo caso de modo diferente. Todos los estados beligerantes debieron realizar un enorme esfuerzo para financiar los gastos de la guerra: en buena parte, este proceso fue sostenido por la requisición por parte del Estado de importantes cuotas del PIB y “tomando prestado dinero, imprimiendo billetes y cobrando impuestos”.
En la Primera Guerra Mundial, sin embargo, los países en conflicto respondieron a esta común exigencia balanceando de modo diverso estos instrumentos: mientras los EEUU y el Reino Unido apuntaron mayormente a la fiscalidad, acentuando la progresividad de los impuestos – dando entonces vida con la capacidad de tasación sobre los ingresos más altos, a una forma de “conscripción de la riqueza” útil para contrapesar, en el terreno del consenso social, la masacre de las masas populares en las trincheras-, Alemania y Rusia prefirieron en mayor medida tomar en préstamo el dinero o imprimirlo ex novo. En particular en Alemania, el escaso recurso a la leva fiscal, para defender la renta de las élites industriales, no produjo efectos relevantes de nivelación de las desigualdades, antes bien, aumentó el ingreso de los perceptores de rentas más elevadas. Como es notorio, a esta política de expansión monetaria y de protección de los ingresos del capital le siguió la hiperinflación de los años sucesivos, los motines revolucionarios y la sucesiva reacción nazi.
En todo caso, la Primera Guerra no modificó radicalmente la estructura de las desigualdades sociales. Será con el fin de la Segunda Guerra que se alcance este efecto: la ingente destrucción de capital producida por la guerra unida a la permanencia en el período de los impuestos fuertemente progresivos utilizados para financiar el esfuerzo militar, fueron las condiciones que permitieron una extraordinaria nivelación de los ingresos. Sin embargo, el pasaje de una mera política de “requisición” a una efectiva política de “redistribución” llega solo en virtud de transformaciones mucho más radicales. A partir de los años 30, de hecho, en muchos países occidentales se pusieron las bases para la “sociedad salarial”, esto es, aquel sistema de estatutos sociales y canales de transmisión de la riqueza centrados en la figura del salariado, que los estados adoptaron para contrastar el creciente poder del movimiento obrero organizado y para conjurar la extensión de la revolución comunista. Luego, cuando concluye el conflicto mundial, el enorme potenciamiento fiscal del Estado y la adopción de nuevos dispositivos de tasación sobre la riqueza, originariamente creados para la economía de guerra, fueron reconvertidos en la creación del Welfare State post-bélico.
La historia de las economías de guerra y de la reconstrucción post-bélica nos señala que el nuevo protagonismo del Estado en la dinámica económica no define de por sí ninguna transformación, ni necesariamente da vida a salidas democráticas o redistributivas. Para que esto sea posible, es necesaria una red de contrapoderes capaces de guiar algo más que una reconstrucción: una reconversión.
Un ejemplo patente es proporcionado por el problema del refinanciamiento de las instituciones del Welfare a las cuales se les reclama tanto. Los últimos cuarenta años han estado signados por fuertes recortes al gasto, incluida la sanidad. Más en profundidad, hubo una readecuación funcional del gasto público a favor de nuevas normas sociales de productividad en las instituciones de la “reproducción social”: el intervencionismo del Estado neoliberal ha vuelto al Welfare funcional a la lógica de la competencia económica, precarizando a los trabajadores y trabajadoras, recurriendo a procesos de externalización y privatización, recortando los costos para maximizar la ganancia de las divisiones operativas singulares, adoptando las lógicas administrativas y sistemas de control de la fuerza de trabajo típicas del sector privado, atendiendo plenamente las indicaciones de la ideología del New Public Management.
Como siempre ha sido, los presupuestos de los Estados son un terreno de enfrentamiento de las clases sociales y entre las subjetividades colocadas diferenciadamente en el proceso productivo social. La insistencia en el rol del gasto en déficit propuesto por los economistas ortodoxos, no es otra cosa que el preanuncio de una nueva Progressive Era que está develándose. La disputa que se inicia en torno al tema de la reposición del gasto público, abre inmediatamente lo relativo a su dirección y función, definiendo ya una línea de separación entre quienes, como los economistas mainstream, piden en primer lugar salvataje de las empresas y welfare residual, y las luchas, que empiezan instalar muy otras necesidades.
Horizontes post-pandémicos
Los conflictos futuros están siendo ya preparados por aquellos en curso. Mientras los líderes políticos, uno tras otro, lanzaban sus apelaciones a la “unidad” en la guerra contra el enemigo invisible, nuevas líneas de fractura si iban formando. La presión de la opinión pública organizada en redes ha compelido a los gobiernos – incluso a aquellos inicialmente más recalcitrantes al lockdown-, a adoptar drásticas medidas de protección de la sociedad, confirmando de alguna manera la posición de aquella parte de los trabajadores que estaban luchando por la extensión del bloqueo completo de la actividad productiva, en defensa de la salud común. Por su parte, la difusión en más países de las campañas por la extensión universalista de las medidas de sostén a los ingresos está evidenciando la iniquidad de los sistemas de protección social. La protesta creciente del personal sanitario muestra como detrás de la retórica de “nuestros soldados al frente”, están las desastrosas condiciones de una fuerza de trabajo precarizada y de un sistema sanitario debilitado por las políticas de racionalización.
Pero sobre todo, la emergencia Covid muestra finalmente a plena luz cuanto el funcionamiento de la economía y la operatividad de la valorización capitalista depende estrechamente del trabajo reproductivo y de las instituciones colectivas que lo garantizan. Este “arcano”, develado ya por los movimientos feministas y ecologistas de los últimos años, muestra cómo el declamado “retorno al Estado” es en realidad una mistificación del nuevo protagonismo político de la reproducción social. Es en esta encrucijada que las actuales presiones en defensa de lo público muestran su inconciliable tensión con las políticas del Estado, aquel mismo Estado que ha reducido lo público a una función residual y a un territorio a ser colonizado por el mercado.
El campo abierto por las políticas de reconstrucción pone luego, a un tiempo, un doble desafío. El primero es el de una resocialización igualitaria de la riqueza: las medidas puestas en juego por los gobiernos nacionales muestran con evidencia cierta la existencia de agujeros estructurales en los sistemas de protección social. La creciente convergencia hacia reivindicaciones universalistas del ingreso es la más clara demostración de la inadecuación de los instrumentos a disposición de los Estados para proteger los niveles de vida de toda la población, y la medida del progresivo desmantelamiento de los canales de distribución de la riqueza típicos de las sociedades salariales.
En segundo lugar, el momentáneo aumento del gasto público no dice todavía nada de su dirección y función. La movilización en defensa de las instituciones colectivas del Welfare y por su refinanciamiento, plantea inmediatamente la cuestión de repensar la articulación jerárquica entre lo público/ lo común, el mercado y el Estado, como marca de la nueva centralidad asumida por la reproducción social. Si el aumento del gasto público no es garantía de la redistribución del ingreso, mucho menos lo es de una redistribución del poder hacia el abajo. Por esta razón, las movilizaciones que estamos observando parecen indicarnos, una vez más, la necesidad de retomar la reflexión sobre contrapoderes capaces, por un lado, de orientar las decisiones en el campo de la “reproducción social” de parte de los Estados y de la rutilante Comisión Europea (en el caso de Europa), y del otro de experimentar abajo fórmulas nuevas de mutualismo, de instituciones autónomas en el campo de los “cuidados” recíprocos, así como ya está sucediendo espontáneamente en diversas realidades italianas, en Europa o en América.
Ya hemos visto cuanto una situación de estancamiento secular, en ausencia de políticas de resocialización de la riqueza, y el mantenimiento en el frente interno de las normas neoliberales, estuvieron en la base de aquella reciente torsión autoritaria que ha signado los sistemas políticos de muchas partes del mundo. Hoy, frente a un escenario que anuncia un deslizamiento del estancamiento a una más probable espiral depresiva, y ante la ocasión proporcionada, por las actuales políticas de emergencia, de una centralización del poder por parte de los gobiernos, el horizonte de una nueva onda neo-autoritaria que resuelva los radicales desequilibrios mediante una militarización de la vida social y económica, arriesga presentarse como una amenaza mucho peor que aquella que hemos experimentado ya durante el ciclo reaccionario de esta última década.
Traducción: Diego Ortolani
Fuente: https://www.dinamopress.it/news/economie-guerra-conflitti-post-pandemici/