Algo (se perdió) en el camino. Un ensayo sobre Kurt Cobain // Mariano Pacheco
Hay algo de la escena punk-rocker que va asociado con la juventud, y otro tanto, con el suicidio. De Sid Vicious de Sex Pistols a Ricky Espinosa de Flema, pasando –obviamente– por Kurt Cobain de Nirvana, la hipótesis puede argumentarse con datos empíricos. Pero en este texto no quisiéramos perdernos en los laberintos de ninguna sociología (psicologizada) de la cultura, sino más bien adentrarnos en una crítica política de la cultura burguesa, tan cuestionada por la invasión del 77, que tanto tuvo que decir una década más tarde, con esa nueva invasión ruidosa que se presentó en ese entre-mundos (el del fin de la bipolaridad y los Estados de Bienestar y el unicato del Nuevo Orden Mundial).
En sus famosas “Tesis sobre el cuento”, el crítico argentino Ricardo Piglia sostiene –muy hegelianamente– que es el final lo que otorga sentido a una historia (narrativa). ¿Debe ser así, necesariamente, en el devenir de una existencia humana?
La cuestión del suicidio en Kurt Cobain –como en Ricky Espinosa– es recurrente, es cierto, y es un tema espinoso, desde su tratamiento por el filósofo Baruch Spinoza hasta las declaraciones de la Organización MUndial de la Salud, que en 2014 lo declaró epidemia mundial (una persona se suicida cada 40 segundos en el mundo, en la mayoría jóvenes). ¿Pero eso implica, necesariamente, que debamos tamizar toda la vida de Kurt Cobain desde ese episodio final? Está bien: la muerte, el suicidio, recorrían la vida del líder de NIrvana como un espectro que no dejaba de acecharlo (“el suicidio de su tío, los primos y otros amigos, fueron las imágenes con las que Cobain tuvo que lidiar desde muy temprano”, escribe Esteban Rodríguez Alzueta en su “Kurt Cobain suicidado por la sociedad”). Pero no es tanto en ese episodio final en donde quisiera concentrar la atención de este escrito, sino en lo que está en el medio, en su vida plena de creación artística.
El desamparo existencial
La primera vez que Kurt Cobain escuchó una canción suya en la radio no lo pudo creer. Era como si se cumpliera un sueño. “Ahora voy a poder pagar el alquiler”, pensó.
La música había sido su forma de crearse un mundo ante el desamparo social, económico y familiar que lo rodeaba, a él, y a la generación de jóvenes de Aberdeen.
“Tenía diecisiete años y estaba en tercero del bachillerato, aunque se saltaba la mayoría de las clases. Nunca había trabajado, no tenía dinero y todas sus pertenencias cabían en cuatro bolsas de basura. Tenía claro que se iba, pero no sabía adónde”, puede leerse en Heavier than heaven. Kurt Cobain: la biografía, el libro de Charles R. Cross (las resonancias Cobain/Espinosa son permanentes, y en este caso basta recordar la canción “Mucho mejor que en casa”, de Flema, en donde Ricky canta: “no importa donde estás, no importa donde vas si es lejos de tu casa…”).
Para entonces la vida familiar de Cobain se había convertido en una prisión, y llevaba ya una década. Según los relatos (propios, y de cercanos), no puede decirse que la vida de Kurt fuera infeliz desde su nacimiento. Más allá del autoritarismo de su padre (“el miedo permanente de que no esté todo perfecto”) las escenas infantiles recuperadas por Kurt con el paso del tiempo son las de su madre leyéndole y ayudándole con sus dibujos; las de su tía introduciéndolo en el mundo de la música (a los ocho años le regaló una guitarra con un parlante, y discos de Los Beatles), como puede verse en el film Montage of heck, de Brett Morgen. Pero luego, el divorcio de los padres, una madre extremadamente joven que empieza a beber, un padre que –según sus propias palabras– “se rindió” (respecto a él). “Pienso que mi generación fue la última generación inocente”, se escucha decir a Kurt en la entrevista radial que sostiene con Michael Azerrad, y que sirve de base para el film About a son.
El divorcio de sus padres a mediados de la década del 80 del siglo XX expresa algo más que un fracaso familiar de los Cobain. Es la expresión del fracaso de un modo de vida conservador, que en su reverso, se planteaba el ideal del progreso. “Mi historia es exactamente igual al 90 % de la gente de mi edad”, comenta Kurt.
Los dilemas en el joven Kurt siempre encontraban una vía de escape… y luego, la madriguera taponada nuevamente. Yirar por la ciudad, dormir en el banco de un hospital o en el sofá n algún garage. Volver a lo del padre, tocar la guitarra y encontrar un modo de tolerar la vida a través de la música. Pero las presiones no se hacen esperar: hay que estudiar o trabajar, y sino… hay tabla (la tercera opción siempre es la peor, en este caso, alistarse en el Ejército). La fuga religiosa y la posibilidad de un nuevo hogar. Un techo, amistades y una familia que lo pueda cobijar (los Reed). Pero enseguida llega el mandato productivista. Kurt ingresa como lavacopas a un restaurant, pero pronto se corta un dedo y deja el empleo. Las drogas y el alcohol, y un nuevo episodio desafortunado que lo lleva a las calles nuevamente.
A los diesiocho años, por tercera vez en dos años, otra vez sin hogar. Otra vez la opción de estudiar o trabajar (o servir a la patria imperialista, que contempla, y luego descarta). De nuevo a yirar, a dormir en el asiento trasero de un auto, o en cualquier lugar. El descontrol y el desacato a la autoridad. La falta de dinero, incluso la cárcel.
En ese contexto el punk no es mero pasatiempo, como cada quien se puede imaginar. Componer o dibujar, ensayar con la guitarra o leer una revista o fanzine son una forma de activar, de trazar nuevos rumbos.
Something in the way
“Algo se perdió por el camino”, anota Blake, el personaje que el actor MIchael Pitt interpreta en Last Days, el film de Gus Van Sant inspirado en Kurt Cobain.
Podemos verlo allí, encorvado, sentado en una silla, sus pelos rubios sobre el rostro, pullover de franjas rojas y negras, como escribe en el cuaderno aquella frase que nos remite a “Something in the way”, la canción incluida en Nevermind (1991) que hace referencia a los tiempos en que Cobain yiraba por ahí, y terminaba durmiendo debajo de un puente. Pero entonces, con todas las adversidades y el desamparo encima, Kurt se encontraba en el camino, dejando cosas atrás, pero con un mundo por delante que conquistar (conquista en el sentido de imprimir formas).
A los veinte años Cobain por fin se va de su ciudad natal. Olympia, a unos 100 km de Aberdeen, ya es capital de Estado, ciudad universitaria donde feministas se cruzan con rebeldes con vocación de cambiar las cosas, y diversos artistas encuentran un ecosistema favorable para convidar sus creaciones. La moneda, esta vez, no cayó del lado de la soledad.
“En Olympia su vida interior artística se desarrollaría más que nunca”, redacta su biógrafo. Escribir diarios o componer canciones, dibujar o pasarse horas frente a la pantalla de TV en búsqueda de quién sabe qué, lo mismo da.
La relación con Tracy, su primer amor (con quien estuvo tres años), lo lleva a emprender la construcción de una heterodoxa (para el modelo patriarcal familiar) nueva dinámica familiar: ella trabaja, él cocina y se encarga de las tareas del hogar. Todo marcha sobre ruedas, pero la madriguera se vuelve a taponar. Kurt vuelve a trabajar. Pero esta vez, el dinero del trabajo asalariado tendrá una utilidad: contribuir a fomentar la experiencia musical.
En busca de la perfección
El dinero que Kurt juntó de su trabajo sirvió para financiar –en enero de 1988– el primer demo de NIrvana, que ya venía tocando en varios lugares desde 1987, pero no siempre con el mismo nombre. La grabación de las diez canciones sirvió en gran medida para reconfirmar la vocación de Kurt y edificar el mito de origen de Nirvana, la banda que lleva el nombre de esa búsqueda budista de la perfección, según lo entendía aquel joven rockero de veinte años.
Lo que sigue después es lo más conocido: Kurt se separa de Tracy y al tiempo conoce a Countrey, una joven como él, rockera, atravesada por desamparos afectivos, acostumbrada a andar de casa en casa (e incluso en reformatorios), con quien ráìdamente tiene una hija (Frances).
El proceso de ascenso de la banda es explosivo: Nirvana graba Bleach en 1989, Nervermaind en 1991 e In utero en 1993. Rápidamente comienzan las giras, atravesadas por los períodos de adicción de Kurt a la heroína; sus permanentes dolores de estómago; el aislamiento de la fama; el malestar de ciertas dinámicas sociales para quien entiende que el lujo es vulgaridad y cultiva cierta austeridad.
A la fama sobreviene el escándalo, la sobredosis y, finalmente, la muerte, cuando recién tiene 27 años.
Como Ricky Espinosa en Argentina, Kurt Cobain seguramente –por heterodoxo– fue el último punk de habla inglesa.
Sin crestas ni camperas de cuero, ni borceguíes, ni pelos parados, cultivando una escucha del género para más allá de él (incluyendo pop y heavy metal en su repertorio) Cobain rompió los códigos de la propia estética y estilo punk. Sus ropas viejas siempre envolviendo ese cuerpo flaco, sus ojos de mirada triste y su voz dulce acompañan la fortaleza de unas canciones que vienen a expresar un último grito de rebeldía en el momento en donde las desobediencias comienzas a ser aplastadas en todo el mundo.
El líder de NIrvana dijo alguna vez que con el punk (más realista que el simple rock) se había dado cuenta de quién era. “El punk puso mis valores en perspectivas”, expresó el Kurt Cobain que hoy, 25 años después de su muerte, sigue contribuyendo a poner en perspectiva los valores de quienes no nos resignamos a obedecer el orden que se nos impone, y seguimos apostando a que las desobediencias devengan rebelión y, por qué no, también insurrección.