Un Mundo chi’xi es posible // Silvia Rivera Cusicanqui
Foto: Sofía Bensadón
“La visión desde lo pequeño puede ser subversiva en un sentido que todavía no podemos nombrar adecuadamente. Diré por ahora que quisiera ver un mundo de regiones, no de naciones, de cuencas de ríos, no de departamentos o provincias, de cadenas de montañas, no de cadenas de valor, de comunalidades autónomas, no de movimientos sociales”, dice la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui en su nuevo libro “Un Mundo Chi’xi es posible: ensayos desde un presente en crisis”, de próximo lanzamiento por Tinta Limón Ediciones.
Chi’xi es mezcla abigarrada, mestizaje descolonizado, un color producto de la yuxtaposición, del contraste, de la unión de lo opuesto. Es y no es a la vez. Un encuentro donde las partes no pierden la forma ni sus potencias. Encuentro sin fusión. Una clave para la descolonización del gesto. A través de esta palabra-talismán es que el pensamiento puede atravesar conceptos anarquistas, cosmologías quechuas o aymaras o retomar el marxismo sin solemnidades, sumergiéndose en la magia de la realidad viva.
Desde esta perspectiva la autora propone una discusión política sobre la paradoja que atraviesa el pueblo boliviano con el gobierno de Evo Morales. Intermediación política, mediación cultural y dominación ideológica abordan un vínculo poco estudiado hasta hoy. Con este libro se abren apuntes que buscan afincar la crítica en el campo de las acciones concretas. Un camino para que las rabias generen sentimientos de amor.
A través de su experiencia, Silvia invita a un “ejercicio permanente y solapado de abrir brechas, de agrietar las esferas molares del capital y el estado”.
Compartimos aquí un adelanto de este material.
Tinta Limón
Micropolítica y política
Puede decirse que la insurgencia popular de los años 2000-2005 fue también una constelación de actos micropolíticos. Como lo ha mostrado Pablo Mamani en su libro sobre los microgobiernos barriales de El Alto (2005), las multitudes insurgentes que se levantaron en esa ciudad en las jornadas de bloqueos de febrero-abril y septiembre-octubre del 2000, y en la llamada Guerra del Gas en el Alto (septiembre-octubre 2003), se organizaron al margen de cualquier liderazgo unificado, y constituyeron una suerte de confluencia rizomática y molecular de acciones autónomas, que sin embargo seguían un impulso y ethos articulado. Los mecanismos rotativos, los turnos en el liderazgo y en vigilias y bloqueos, fueron sucediéndose en un ritmo complejo y coordinado, tanto en respuesta a las acciones represivas como a través de ofensivas colectivas de gran magnitud, como el vuelque de varios vagones de tren sobre la Autopista, a la entrada de El Alto, en la que participaron miles de personas: una escena que parecía extraída de la historia de Gulliver. La multitud en acción estuvo conformada por miles de micro-comunidades autogobernadas, cuyas relaciones cara a cara eran cotidianas. Fueron capaces de una coordinación extraordinaria, gracias al concurso de mujeres y jóvenes, que hacían de tejido moral y sustento material de las acciones. El paro total de actividades, el vaciamiento de los mercados, la negativa de los gremios de abastecer a la “hoyada” paceña, se realiza precisamente en el momento en que la sociedad dominante toma más distancia con respecto a la sociedad aymara de El Alto y las laderas de La Paz.
En octubre entramos en lo que se conoce como el awti pacha: tiempo de hambre y escasez, tiempo de aguantar la aridez de la atmósfera y la falta de lluvias, momento del ciclo anual cuando la gente se ajusta los cinturones y se repliega a una fase de no-consumo, recurriendo a las reservas de chuño, granos, carne seca, que permiten asegurar una austera sobrevivencia hasta que llegue la próxima cosecha.
Fue en este tiempo-espacio donde los hechos de la naturaleza dejaron de asumir un carácter inevitable, pues el levantamientos les otorgó una nueva materialidad. La participación colectiva comenzó con el rechazo tajante a las reformas fiscales que pretendían incorporar a miles de cuentapropistas al universo de contribuyentes, mientras los grandes evasores, entre ellos las compañías petroleras, hacían su agosto con recursos legales y extralegales. La bronca se convirtió en indignación vociferante cuando, para abastecer a La Paz de gasolina, las tanquetas y ametralladoras dejaron un reguero de muertes. El hambre y la caminata a pie pasaron entonces a ser estrategias de lucha, expresiones de rebeldía, formas de manifestar la insobornable voluntad de abrir un espacio público a la dignidad y a la justicia. Es en esta dimensión ética de la multitud, que el papel de las mujeres fue absolutamente crucial. Al organizar minuciosamente la rabia cotidiana, al convertir en asunto público el tema privado del consumo, al hacer de sus artes chismográficas un juego de rumores “desestabilizadores” de la estrategia represiva, al organizar circuitos de trueque y ollas populares para los marchistas de cada barrio y punto de bloqueo, lograron derrotar moralmente al ejército, dando no sólo el sustento físico, sino el tejido ético y cultural que permitió a todos y todas mantenernos furibundamente activos, roto el muro doméstico y transformadas las calles en el espacio de la socialización colectiva.
¿Pero qué ocurre con esta revolución del sentido común cuando se alcanza la tregua y se consigue la “sucesión constitucional” que demandaban las organizaciones de base, las juntas vecinales, los y las marchistas, las y los huelguistas de hambre? Si durante el levantamiento, eran mayormente mujeres y jóvenes quienes daban sustento a la ética del levantamiento y le otorgaban un sentido de dignidad y soberanía colectivas, a la hora de repensar la democracia y proyectar hacia el futuro las lecciones de estas jornadas, estxs protagonistas brillan por su ausencia en los ampliados sindicales o en las antesalas del parlamento. Si a la hora de la revuelta la multitud consigue interpelar al país entero en torno al tema del gas, articulando a ello otros problemas centrales como la inequidad, la corrupción y la intransparencia en el manejo de la cosa pública, a la hora de discutir de política vuelven a escucharse tan sólo voces masculinas, occidentales e ilustradas, como si de las cosas serias o de los momentos constructivos no pudieran ocuparse más que ellos. A esto le llamamos macro política, la esfera molar que se nos opone.
Está claro que la indignación colectiva, el llanto y los vituperios fueron la cara más visible de la conciencia colectiva, pero son indisociables del proceso de reflexión, razonamiento y discusión política que se vivió en carreteras, calles, plazas e iglesias, que de pronto se transformaron en una red de cabildos abiertos en sesión permanente. Fue allí donde el odio a Chile, inculcado en décadas de escuela pública y cuartel, se transformó en requisitoria a un sistema de saqueo sistemático por las rapaces corporaciones que alimentan el despilfarro de los países ricos. Fue allí donde se identificó al gringo Goni (el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada) y al “Zorro” Sánchez Berzaín (Carlos, ministro de Defensa) como expresión de un sistema colonial y de casta, que utiliza las palabras –como dijo Octavio Paz– no para designar los objetos, sino para encubrirlos. Un sistema que llama “mercado libre” al intercambio desigual, “pacificación” a la masacre, “equidad” a la ley del más fuerte y “justicia” a la impunidad de los poderosos. Y la brecha entre las palabras y las cosas no ha cesado de ensancharse en los 10 años del gobierno del MAS.
Quisiera finalmente mencionar que, si bien hay unos procesos de recolonización importantes, a partir del logos, éstos son más difíciles de implantar en cuanto a memorias del cuerpo. Macropo-lítica y micropolítica se entrecruzan y bloquean mutuamente, en un péndulo que va de ésta a aquélla, neutralizando la insurgencia e intentando imponer la férrea política del estado, la identidad única de la nación y el lenguaje de la ley. La micropolítica es un escapar permanente a los mecanismos de la política. Es constituir espacios por fuera del estado, mantener en ellos un modo de vida alternativo, en acción, sin proyecciones teleológicas ni aspiraciones al “cambio de estructuras”. En este sentido es, nada más ni nada menos, que una política de subsistencia. Pero también es un ejercicio permanente y solapado de abrir brechas, de agrietar las esferas molares del capital y del estado. Una reproducción ampliada, de lo micro a lo macro, que no traicione la autonomía molecular de estas redes-de-espacios pero que pueda afectar y transformar estructuras más vastas, sin sumirse a su lógica, es aún una posibilidad no verificada, y por lo tanto un riesgo.
Sobre la autora: A Silvia Rivera Cusicanqui (La Paz, 1949) alguna vez le dijeron despectivamente sochóloga: mezcla de socióloga y chola. Ella hizo del ataque su bandera. Además es historiadora y ensayista. Fue docente de la Universidad Mayor de San Andrés. Dio cursos en universidades de México, Brasil, España, Estados Unidos y Argentina. Fue directora y co-fundadora del Taller de Historia Oral Andina (THOA). Tiene una extensa trayectoria militante. Hoy integra Colectiva Chi´xi.