Anarquía Coronada

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Policía

Pantallas y fantasmas (algunas cosas que están sucediendo) // Agustín J. Valle

Ayer me paró la policía. De civil, de prepo y hostil; aprovechando las coartadas de la hora para ejercer su goce de molestar -a dañar en este caso no llegaron-. Una de las cosas que están pasando. Leo por doquier, entre los intelectuales profesionales, futurología, pronósticos y rotulación docta de lo que sucede, gente que parece batir la posta, como si no estuvieran acá, sino más allá, y bajaran o volvieran de puro generosos nomás para explicarnos. Con toda la anchura de lo que está pasando, de lo que está sucediendo; señalar tendencias ya es bastante, ya es mucho. Distinguir, de todas las capas que componen al presente (o a la coyuntura, literalmente hablando), cuáles son las más activas y crecientes, sin imágenes cerradas de lo que pasará (“la centralidad del Estado será indiscutible”, “el capitalismo financiero no puede sobrevivir al virus”, “nos reencontraremos con la lentitud y los auto cuidados”, “se viene el control estilo chino”, lo que sea). Cerrados estamos nosotros.

Formo parte de una generación -si es que eso todavía tiene sentido- criada experimentando intensidades multitudinales en recitales de rock, en la cancha, en la calle cuando nos concentramos. Y formo parte de un enorme sector social que el 10 de diciembre pasado inundó el microcentro porteño, formando una “plaza” que constituye el mayor dique contra las fuerzas reaccionarias, según le dijo Cristina a Alberto en ese alucinante teatro político (“cuando los necesites, llamalos”). Ahora -ahora que Alberto profundizó los mandatos peronista y alfonsinista de limitarse a casa/trabajo-, ahora los curtidos en multitud experimentamos esta vida encapsulada, esta vida encerrada e hiper conectada, repleta hasta el desborde de imágenes y palabras mediatizadas.

Pero digámoslo, lo veníamos preparando (desde que existen internet y el delivery, se prefiguró), secretamente deseándolo…

Como mínimo hay una afinidad electiva entre la cuarentena obligatoria y la vida celular, entre el confinamiento y el liberalismo existencial, definido (por Tiqqun en El llamamiento) como la naturalización de la idea de que cada uno tiene su vida. La vida celular, la subjetividad mediática, preparó esta compartimentación, este confinamiento. Confinamiento abierto a la virtualidad, donde todo y cualquier cosa se nos presenta al alcance de la pantalla, con un grado de realidad, empero, muy evanescente. Contemplación del infinito de posibles y construcción de realidad a la baja: parecido a una depresión.

 

Es que el modo en que se reacciona a un peligro habla no sólo de las características de la amenaza, sino también de la racionalidad del sujeto reactivo. Nos cuidamos como somos. Renunciando a todo, incluso, según le leí denunciar a Agamben, a acompañar a nuestros seres queridos en su agonía; renunciando a todo excepto a dos cosas: a “la vida” tal como la concibe el cientificismo, y a la mediósfera.

 

La orden de quedarse en casa tuvo un acatamiento tan masivo, inmediato y extremo (gente que tardó días en salir a ver qué onda…), que solo puede entenderse contemplando el cansancio agudo que caracteriza al ritmo existencial contemporáneo. La ciudad se interrumpió, pero el interior hogareño está repleto: por las convivencias, por los trabajos que se crispan virtualmente, por las angustias y miedos de quienes ven suspendida su fuente de ingreso. Y también, por la moral rendimentista, frecuencia del ambiente mismo: lo vacío de la casa es un lleno de cosas por hacer, ordenar, mejorar. Aprovechar.

Aún si padecido, ese mandato productivista evita enfrentarse con los espectros que puedan aparecer tras el umbral de la aceptación, o mejor, decisión de interrupción, de suspensión, de vacío, de gestar cuidadosamente una nada. Que no existe, por supuesto, ni el vacío, ni la nada; pero son operadores de la espectralidad, de los fantasmas entendidos como las ideas más frágiles, más delicadas, que porta nuestro cuerpo, para cuya intelección necesitamos despejar el verso mandamás de lo mediato. La pantalla ocupa el lugar, e impide, que poblemos nuestro derredor con nuestros fantasmas. Ambos términos, pantalla y fantasma, tienen la misma raíz etimológica: algo que aparece. Si está llena y es constante la pantalla, difícilmente puede brotar en nosotros una tenue pero reveladora aparición.

A la vez las pantallas no salvan, y, si cuidamos nuestra salud mediática, pueden mediar, y no mediatizar, el intercambio entre los frutos de la especialidad orgánica que brota en esta tierra. Intercambiar, encontrar, juntar, combinar algo de la experiencia pensada -observada- de los cuerpos.  Las pantallas pueden nutrirnos para caldear nuestra fantasmagoría vital. Para eso hay que lograr que sean un medio y no una constancia, no las patronas del ritmo y pulso de nuestras vidas; medio entre pares y no ventana a un más allá superior, siempre más importante, bello y verdadero que nuestro magro presentito…

 

Que me paró la policía, decía. Afinidad electiva entre lo que ya éramos y la “excepción” para el cuidado: ahora hay muchísima menos gente en la calle y las fuerzas de seguridad tiene muchas más excusas para molestar y prepotear. Y lo peligroso es que no solamente el modo en que se articula el cuidado está hecho de la subjetividad que ya éramos, sino que, también, las novedades, los movimientos, los cambios, pueden quedarse más allá de su causa de aparición. “El distanciamiento social llegó para quedarse”, leí por ahí, como título de un matutino porteño; el entrecomillado elevaba el estatuto de la afirmación, porque expresaba la voz de un médico, o más aún, de un científico. Y recordemos que los científicos también son sacerdotes que saben más sobre la vida que lo que la propia vida sabe de sí; también nos mediatizan, en tanto nos separan de potestades inmediatas, como pensar y decidir -haciendo uso, más que obediencia, de la información- los modos de cuidarnos.

En todo efecto puede haber un plus respecto de su causa, decía Ignacio Lewkowicz. El ejemplo que ponía IL era la formación de los Estados modernos: estructuras de administración y contabilidad formadas por las necesidades de gestionar el excedente agrícola en el medioevo tardío, pero una vez formados, resultaron una entidad política que excedió en mucho a la mera gestión de la administración contable, primando como entidad política central, y luego como máquina fundante de subjetividad.

La policía me paró mientras caminaba acá en mi barrio; una fiorino utilitario paró de golpe a mi lado y dos ñatos bajaron al toque interpelándome que qué hacía, a dónde iba, dónde vivía, y sobre todo, por qué no tenía barbijo, sino una bufanda, y por qué no la tenía puesta. Yo me hice mucho el nabo -bien que me sale-, a la vez diciéndoles que había leído el decreto que obligaba a usar tapabocas, no barbijo, y al interior de los comercios, transportes públicos y dependencias de atención al público. No en la vereda. Fue interesante algo: bajaron y mostraron unas planillas, bien de burocracia estatal, amenazándome con una multa, bien de rapiña para la caja larretiana; me pidieron mi documento, pero se referían solo al número, que al ingresarlo en un aparatito, parecido a un celular (de hecho era algo celular), les saltó que yo tengo aprobado permiso para transitar. Les hice un chiste al final: el de la planilla y la multa mantuvo su cara perruna; el del artefacto digital se rió bajo el barbijo.

A un pibito en Bahía en cambio lo molieron a golpes, los uniformados y armados por el Estado. Mientras, hemos visto a los altos mandos de las FFAA hablar en conferencia desde Olivos del “orgullo de ser militares”, en La Matanza se reúnen intendente, gobernador y Presidente para festejar tres mil nuevos gendarmes en las calles, ante un riesgo de desborde social en cualquier momento, si ya veníamos al borde, con cuarenta por ciento de pobreza y millones de personas que de pronto dejan de percibir ingresos. En ese acto Alberto dijo “les agradezco a ustedes, los gendarmes, como a todo el personal de las fuerzas de seguridad, como también a todos los miembros de los movimientos sociales”. A gusto o a disgusto el Estado progresista es policial y apela empero a los movimientos para contener el hambre, la anomia y la desesperación en los barrios más humildes.

 

Algunas cosas que están sucediendo.

 

Fuente: Revista Ignorantes

Tres años de gobierno de Cambiemos: El gobierno más represor desde 1983 // CORREPI

A tres años cumplidos de gestión de Cambiemos, hoy el Archivo refleja el imponente salto represivo del gobierno que ha batido todos los récords de sus antecesores desde fin de 1983, y ya ha comenzado a superar los propios. A fin de 2017, decíamos que, por primera vez en los 35 años transcurridos desde el fin de la dictadura cívico-militar-eclesiástica, el actual gobierno había superado la barrera de un muerto por día a manos de su aparato represivo.

Señalábamos que, frente al promedio de un muerto cada 30 horas del conjunto de los 12 años de gobierno kirchnerista, e incluso frente al pico de uno cada 28 horas de 2015, el macrismo había incrementado la frecuencia exponencialmente, con un caso cada 25 horas para fin de 2016 y uno cada 23 al año siguiente.

Tres años después, el promedio de muertes bajo el gobierno del PR gravedad del dato, que es mucho más que un número, basta comparar el ritmo del crecimiento: Al kirchnerismo le llevó más de 10 años pasar de un caso cada 30 horas a uno cada 28. El macrismo, en apenas tres años, incrementó a más del doble la frecuencia.

En el curso de este año incorporamos 1.102 casos al Archivo, totalizando 6.536 hasta diciembre de 2018, y 6.564 si incluimos 28 casos ya chequeados de 2019, ocurridos en enero y primeros días de febrero, contra 5.462 que teníamos registrados hace un año.

Un total de 1.303 personas fueron asesinadas por el aparato represivo estatal durante la gestión de Cambiemos, entre el 10 de diciembre de 2015 y el 12 de febrero de 2019.

 

 

Más del 85% del total de personas asesinadas por el aparato represivo estatal estaban en un calabozo o caminaban por un barrio.

Las recurrentes y ampliadas campañas de “ley y orden”, al amparo del discurso oficial de la “inseguridad”, invisibilizan los homicidios de gatillo fácil contra jóvenes y pobres, que sólo trascienden en circunstancias muy particulares, o cuando son seguidos de una fuerte reacción popular que atraviesa el muro mediático. En estos tres años se da una paradoja significativa, al ritmo de la época: mientras los fusilamientos de personas desarmadas, en particular varones jóvenes, como se verá más adelante, crecen a un ritmo nunca antes visto, es cada vez menor el reflejo de esos hechos en los medios del sistema. Excluyendo los casos de contacto directo con la familia o amigos, son los medios de comunicación popular y las redes sociales los que nos permiten enterarnos la mayoría de las veces. A la vez, se desató como nunca antes una campaña de legitimación de estos fusilamientos, protagonizada por los funcionarios de primera línea del gobierno y amplificada hasta el paroxismo por los medios hegemónicos. El abrazo del presidente Mauricio Macri al policía de gatillo fácil Luis Chocobar y el de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich a la policía fusiladora Carla Céspedes son las dos fotos que ilustran uno de los rasgos distintivos de la gestión Cambiemos: la explícita y frontal reivindicación pública del gatillo fácil como política de estado, que se complementa con medidas normativas, como la Resolución 956/18 y el Programa Restituir.

En la categoría de muerte de personas privadas de su libertad, que incluyen cárceles, comisarías y todo otro lugar de detención (incluso patrulleros) confluyen los clásicos “suicidios”, que encubren, en una enorme proporción, la muerte por aplicación de tormentos, e incendios que se inician como medida de protesta o pedido de ayuda y que, invariablemente, no reciben auxilio o lo reciben tardíamente. En 2018, resulta inevitable destacar el caso de la comisaría de Transradio, Esteban Echeverría, que estaba inhabilitada para tener personas detenidas por la falta de condiciones mínimas para el alojamiento. De 27 personas hacinadas en un calabozo con capacidad para mucho menos que la mitad, 10 murieron como consecuencia de un incendio. Por otra parte, las muertes violentas por heridas de arma blanca son, en muchos casos, ejecuciones por encargo de los servicios penitenciarios, que usan para ello los llamados “coches-bomba” (sicarios). También se registran de manera creciente fallecimientos por enfermedades que nunca causarían la muerte con una mínima atención médica (apendicitis, hepatitis, tuberculosis, etc.).

En los pocos casos en los que podemos acceder a datos oficiales, como los de la Procuración Penitenciaria de la Nación respecto de las cárceles federales, o los de la Comisión Provincial por la Memoria bonaerense, constatamos que también en este “rubro” el gobierno de Cambiemos muestra su eficacia represiva, con un promedio cercano a las 150 muertes al año solo en unidades penales de la provincia de Buenos Aires. Es indudable que el aumento espectacular de la población carcelaria condiciona el incremento de las muertes intramuros. En las cárceles federales, con una capacidad para 12.235 personas, se hacinan hoy 13.529, mientras que las unidades bonaerenses, con capacidad para 29.000 personas, hay 38.000, sin contar las más de 4.000 amontonadas en comisarías de la provincia, con espacio para menos de 1.000 y sólo por períodos breves.

 

La casi totalidad de las muertes en comisaría corresponde a personas que no estaban detenidas por acusaciones penales, sino arbitrariamente arrestadas por averiguación de antecedentes o faltas y contravenciones. En esos casos resulta aún más incomprensible el argumento de la “crisis depresiva”, como dicen los partes policiales, pues son personas que en horas recuperarán la libertad. Rodolfo Walsh lo explicaba mejor que nosotros: “Como todo el mundo sabe, la melancolía que inspiran las altas paredes de una celda fomenta negras ideas en los jóvenes débiles de espíritu, los ebrios, los chilenos carteristas y, en general, la gente sin familia que pueda reclamar por ella. Otro factor deprimente que acaso contribuya a la ola de suicidios en tales calabozos son las inscripciones que dejan los torturados”.

Las casi 200 desapariciones registradas no están desagregadas como modalidad aparte, pues pueden concurrir tanto con fusilamientos de gatillo fácil como con muertes bajo custodia y hasta con asesinatos intrafamiliares u otras modalidades. Así, los casos en los que la víctima fue vista en una comisaría, o cuando la detenían, están listados bajo la categoría muertes en lugares de detención; los casos en que la víctima fue fusilada y luego desaparecida están bajo la modalidad gatillo fácil, y Santiago Maldonado, se sumó, junto a Rafael Nahuel, al listado de asesinados en la represión a la protesta y el conflicto social. En los casos que no se conoce lo sucedido, o no se trata de ninguna de las modalidades principales, se incluyen en la categoría “otras”.

Los asesinatos en el marco de causas fraguadas para “hacer estadística” y los hechos resultantes de otros delitos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad, reconfirman la constante participación policial en delitos comunes, vendiendo información, proveyendo zonas liberadas, proporcionando armas o interviniendo directamente en la organización de robos tipo comando, tráfico de drogas y autos robados, secuestros extorsivos, trata de personas, etc., incluso a veces como parte de “operaciones de prensa” para ganar prestigio desbaratando los ilícitos que ellos mismos generan, o para ganar espacios en sus disputas de poder internas, potenciadas por la coexistencia de más de una fuerza en los territorios.

Los asesinatos en el marco de la protesta social, en marchas, movilizaciones y cortes de ruta, suman 91 desde 1995. El gobierno de Cambiemos inauguró en 2017 su cuenta, con la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado, y el fusilamiento de Rafael Nahuel, por mano de GNA y PNA respectivamente, y sumó, en 2018, los asesinatos de Ismael Ramírez (13) en la represión a un piquete de desocupados en Sáenz Peña, Chaco, y de Rodolfo Orellana, militante de la CTEP, en la represión a un conflicto por tierra y vivienda en La Matanza.

Femicidios: por qué los policías matan más // Sebastián Ortega

A simple vista la escena del departamento de Ezeiza parecía la de un suicidio: el cuerpo tendido sobre la cama con una herida de bala en la sien derecha y un arma al lado. Cuando el fiscal recibió los informes de autopsia y de balística, la causa dio un vuelco: el cuerpo de Gisela Dupertuis, policía bonaerense de 32 años, tenía golpes, había impactos de bala en las paredes y signos de pelea en el departamento. Jhonatan Guiliani, policía local de Ezeiza y novio de Gisela, quedó detenido ayer acusado de femicidio.

Después del crimen de Gisela otras tres mujeres fueron asesinadas por sus parejas o ex parejas policías. Entre 2015 y 2017, según un relevamiento del Centro de Estudios Legales y Sociales, sólo en la provincia y en la Ciudad de Buenos Aires 23 mujeres fueron asesinadas por funcionarios de las fuerzas de seguridad en contextos de violencia doméstica. En la gran mayoría de esos casos los agentes estaban fuera de servicio al momento de disparar.

“La disponibilidad de armas de fuego en una casa incrementa los riesgos para la mujer, el arma canaliza otras violencias que hay en la sociedad, sobre todo violencias entre hombres y mujeres”, explicó a Cosecha Roja Juliana Miranda, integrante del equipo de Seguridad democrática y violencia institucional del CELS.

Los femicidios cometidos por policías fuera de servicio son una consecuencia directa del “estado policial”, ese conjunto de derechos y obligaciones que convierte a los agentes en policías las 24 horas de los 365 días del año. Un mandato cultural que dice que deben estar armados y listo para actuar. Casi la totalidad de los policías hacen uso de ese derecho y después de la jornada laboral vuelven a sus casas con el arma reglamentaria. “La portación de armas no es solo un elemento de fuerza física, también es simbólica: se utilizan para ejercer hostigamiento y amenazas. No es problema privado de un policía, es un problema institucional, por lo tanto el Estado tiene responsabilidad”, explicó Miranda.

Este mandato, constitutivo de la identidad policial, se convierte en un peligro real para sus parejas o ex parejas: la presencia de armas de fuego en una casa aumenta cinco veces la posibilidad de que una mujer sea asesinada por su pareja.

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Gisela pasó la nochebuena de servicio. El 25 de diciembre al mediodía festejaron la navidad en la casa de su hermana Jésica. Gisela y su novio, Jhonatan Guiliani, se quedaron hasta las 7 de la tarde. A la noche Jésica recibió varios mensajes de su cuñado. Él le contó que había peleado con Gisela y que se había ido de la casa. “Hasta ese momento no sabíamos que tenían problemas de pareja. Él con nosotros era todo un señor”, contó a Cosecha Roja Olga, la mayor de las hermanas Dupertuis. Después del velorio de su hermana se enteraría que él la hostigaba: le hacía escenas de celos, la perseguía y le revisaba el celular.

El 26 de diciembre poco antes del mediodía, Jhonatan llamó a su cuñada.

—Jesi, vení, Gisella se suicidó —le avisó a los gritos.

El departamento de Ezeiza, en el que la pareja vivía hacía menos de un mes, estaba vallado. “La policía nos dijo que era un suicidio”, contó Olga. Otro agente se acercó y les dio -en voz baja- un dato que los hizo desconfiar: en las paredes del departamento había tres o cuatro impactos de bala.

El 27 de diciembre la familia de Gisela le perdió el rastro a Jhonatan. Él no fue al velorio ni al entierro de su novia.

Los fiscales Claudia Barrios y Carlos Hassan caratularon la causa como ”averiguación causales de muerte”. La autopsia demostró que el cuerpo tenía golpes. Había cinco casquillos de bala en el departamento y cuatro impactos en las paredes. Y el desorden que había en la casa confirmaba que había existido una pelea. Con esas pistas la fiscalía dejó de investigar un suicidio.

Ahora los fiscales esperan los informes del análisis de los teléfonos de la pareja. El crimen tiene un único sospechoso: Jhonatan. Para los investigadores la asesinó e intentó armar una escena de suicidio. Los fiscales pidieron su detención. La policía lo buscó en su casa y en el trabajo. En el despacho secuestraron el arma reglamentaria. Él se mantuvo prófugo unas horas. Cuando se entregó quedó detenido acusado del femicidio de su novia.

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El modus operandi de Jhonatan Guiliani repite una lógica. “En muchos casos registrados en nuestra base, el policía trata de manipular la escena del crimen e inventar un relato”, explica Miranda.

“Es importante que se aparte de esas investigaciones a la fuerza a la que pertenece: existen mecanismos de encubrimiento que es necesario quebrar”, agregó Miranda.

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El oficial Héctor Montenegro pasó la madrugada de año nuevo en la comisaría del barrio Borges de Santiago del Estero. Aunque estaba de servicio al mediodía volvió borracho a su casa. Discutió con su pareja, Celeste Castillo, la mató de dos tiros con su arma reglamentaria y se suicidó. Ella tenía 25 años; él 24. Ese crimen fue el primer femicidio del 2019.

Romina Ugarte tenía 26 años. Trabajaba en el Comando de Patrullas de Cañuelas, provincia de Buenos Aires. El 16 de enero discutió con su pareja, Nicolás Agüero, también policía Bonaerense. Él sacó su arma reglamentaria y le disparó en la cara, entre la nariz y las cejas.

—La maté sin querer —le dijo a los vecinos.

Seis días después los vecinos de Zapiola al 100, en Nueva Atlantis, Partido de la Costa, llamaron al 911 porque escucharon varias detonaciones en una de las casa. Los policías encontraron muertos al teniente de la Bonaerense Omar Ariel Acosta, de 53 años, y a su ex pareja, Mariana del Arco, de 32. La mujer tenía seis heridas de bala; él una. Según los investigadores, después de matarla con su arma reglamentaria se suicidó.

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Al igual que en el caso de Romina Ugarte y de Gisela Dupertuis muchos de los femicidios cometidos por funcionarios de las fuerzas de seguridad las víctimas también son policías. Entre 2015 y 2018 nueve mujeres policías fueron asesinadas por sus parejas.

Según resoluciones del Ministerio de Seguridad de la Nación y de la Policía de la Ciudad, aquellos agentes que tengan denuncias por violencia de género tienen la obligación de dejar el arma en su lugar de trabajo. “Es una buena práctica pero no alcanza”, explica Miranda. Solamente una pequeña cantidad de mujeres denuncia a sus parejas policías, por miedo a represalias o por vergüenza.

“En tanto no se aborde el estado policial como contrario a las políticas de reducción de la violencia, es muy difícil eliminar estos casos. Más allá de reformar leyes se necesita un cambio cultural adentro de la fuerza, más amplia y abarcativa”, explicó Miranda.

 

Sebastián Ortega para Cosecha Roja

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