La ofensiva sensible: el síntoma entre el neoliberalismo, el populismo y lo plebeyo // Entrevista a Diego Sztulwark
La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político, de Diego Sztulwark, es el nuevo libro que nos excusa para esta conversación con el autor. El libro, publicado por Caja Negra editora, consiste en una reflexión sobre los últimos 20 años argentinos y latinoamericanos a través del síntoma, los pasajes y paisajes oscuros -no predecibles- de la vida social. Su audacia radica en tomarse en serio la coyuntura argentina, haciendo uso libre (piojoso, dice el autor) del pensamiento europeo. Muchas de las ideas del libro han sido vertidas aquí en Lobo Suelto, de alguna u otra manera. En resumidas cuentas, es una entrevista sobre el fondo de una amistad, es decir, en el espacio donde es posible correr un riesgo.
Entrevista realizada por: Silvio Lang, Lila Feldman,
León Lewkowicz, Erica Krebs y Facundo Abramovich
En tu libro caracterizás al neoliberalismo como un dispositivo de “maneras de hacer vivir” y como “contrasintomático”, ¿qué siginfica eso?
Sobre neoliberalismo hay mucho dicho. No es un tema original: hay mucha bibliografía. Sobre todo la que surge de los textos de Foucault sobre biopolítica, que renovaron bastante los términos de la discusión, partiendo de la premisa de que el neoliberalismo es una forma de dominación que se basa en la libertad. Por útil que sea, el concepto de neoliberalismo es confuso. Mezcla varios significados. Rápidamente, del neoliberalismo podemos señalar tres características, simultáneamente: a) es un partido político que, en ciertas coyunturas, quiere aplicar un programa de privatización y ajuste, b) es una forma de capitalismo que surge de la reestructuración de las relaciones sociales en los años ’70, y c) es una micropolítica. Son las tres cosas a la vez. Eso se puede seguir explicando, porque no es obvio, no es fácil. En ese sentido, el libro puede tener una cierta función pedagógica. Pero me da la impresión de que no hacía falta este libro para que eso se sepa o circule.
Lo que sí me parece una relativa novedad -no mía o del libro, sino que es algo que yo no encontré tan dicho- es qué pasa cuando el neoliberalismo muestra su cara de odio al síntoma. De odio a la vida, a lo que no cuaja en la vida. Ese elemento no lo veo tan claro en Foucault. Y sí lo veo muy claro en la coyuntura sudamericana, y me parece que hay que dar un paso ahí. No es sólo el hecho de que se te obligue a que tu vida transcurra en el mercado: en este sentido, el neoliberalismo es absolutamente totalitario; si querés existir, tenés que ensamblarte de algún modo al mercado. ¿Cómo? Como vos quieras. En este sentido, esa es la libertad. Ahora, esta obligación a pasar por el mercado implica que o te adecuás a ese mandato de mercado (creando en ese mundo algo) o tu vida empieza a mostrar algunos problemas. Cuando el neoliberalismo muestra su buena cara, son problemas a coachear, a maquillar, a entrenar: existe una pedagogía de la felicidad, te podemos ayudar. Ahora, cuando el deseo se autonomiza y no nos adecuamos a los modos de vida que el mercado ofrece, ahí empieza un problema. Cuando la cosa no cuaja y además podemos empezar a desear autónomamente, a organizar un criterio vital autónomo.
Es un problema que no es sólo psíquico, individual: es directamente político. Cuando el neoliberalismo pierde sus equilibrios -cuando pierde su optimismo, su utopismo (lo vimos en Argentina en 2017)- pierde su cara amable y viene la cara fascista: lo vemos clarísimo en Brasil. Eso es el odio al síntoma: la culpabilización a la vida por no adecuarse exactamente a los requerimientos de la realización de las mercancías. Ahí hay un punto muy importante para pensar, que es que si el neoliberalismo es creación de “modo” de vida y su gobierno, es también un odio a las “formas” de vida autonomizadas y una forma muy intolerante de convivir con el síntoma. Y es algo que estamos viendo ocurrir ahora.
También, en otra de las tesis del libro, decís que «la filosofía deviene política cuando se aboca a su tarea más propia: diagnosticar devenires». ¿Cuál es la relación entre ‘escuchar’ al síntoma y diagnosticar devenires? ¿Cuál es la disposición filosófica que permite esta transformación a la política?
Me gusta mucho la definición que da Santiago López Petit de síntoma. Para él es un tipo de signo que aparece en el cuerpo, que nos enseña que algo no está cuajando al nivel de los modos de vivir. Cuando aparece un sufrimiento, un padecimiento, un impedimento, una señal de anomalía, se abre una lectura posible sobre eso. Pero hay más de una forma de leerlo. En primer lugar, el neoliberalismo lee el síntoma bajo estas formas que recién nombraba: coaching, ayudar a vivir, un llamado amigable a la adaptabilidad o, si eso no funciona, un tipo de intolerancia que recuerda mucho a la época previa a la Ilustración. Una forma de odio que viene de la historia de las clases dominantes de siempre. Y la genealogía ahí es oscurísima: son todas las asquerosidades del patriarcado, más todas las asquerosidades del clasismo, más todas las oscuridades del racismo; concentradas y puestas a funcionar de una manera que no se veía cuando el neoliberalismo aparecía como pura libertad de mercancía, pura diferencia, pura pluralidad en el mercado. Tiene ese fondo realmente fascista.
Después está la lectura populista del síntoma, que en el libro aparece como la Voluntad de Inclusión. Como dice Slavoj Žižek en “Contra la tentación populista”, el populismo lee el síntoma como particularidad que designa lo que no funciona en una estructura. Por ejemplo, el populista de derecha dirá que el migrante es lo que arruina la situación; pero si es un populista de izquierda el problema es el capital financiero. Sin embargo siempre se trata de un elemento particular. Mientras que Žižek, desde Marx y Freud, piensa que el síntoma habla de la estructura como tal, no de una particularidad. Entonces, además de las dos formas más frecuentes de leer síntoma como adecuación) –neoliberal y populista (sea de derecha o de izquierda)-, tendríamos una tercera forma de lectura, la que nos lleva más allá de la estructura.
¿Cuál es tu forma de leer el sintoma?
Leer el síntoma forjando una especie de alianza con él, que nos permita escucharlo, diagnosticar devenires. Sería un tipo de escucha de la razón que el síntoma tiene y aún no desplegó, y que permite, justamente, hacer la distinción entre modo de vida (lo que el capital nos ofrece constantemente como obvio) y la forma de vida, que no es nada obvia, sino a crear. Me parece que la novedad que tenemos que asumir es que crear forma de vida hoy es adentrarse -de lleno- en la lucha de clases. Separar forma de vida y lucha de clases es un acto de despolitización o de desubjetivación muy violento. Porque no es una creación privada, no es una creación esteticista, no es un hacete-vos-mismo. Es decir, tratar de entender qué son los modos de vida que nos ofrecen, qué significa entrar en crisis con eso, qué significa atravesar el síntoma. Y lo que viene después: qué significa el hecho de que la vida sea parte de una transformación, subjetivación; un hacerse cargo de que las cosas no son exactamente como nos las piden. Vamos a decirlo con Spinoza: la vida no es un sistema de obediencias. Y ahí creo que lo que llamaríamos ‘diagnosticar devenires’ -que es una frase muy del tono en que Deleuze lee a Nietzsche, el filósofo como médico de la sociedad- lo pondría así: el modo de vida dentro del neoliberalismo es una gestión de posibles; mientras que crear forma de vida te pone a crear posibles, crear mundo, crear existencia.
Me parece que después del ciclo de las revoluciones socialistas eso es una zona ciega. Se sabe cómo crear posibles en el sentido empresarial; de cómo las empresas nos ofrecen posibles de mercado, posibles plurales para votar en las elecciones. Pero no tenemos tan claro, hoy por hoy, qué significa crear mundo de manera autónoma. Creo que si la filosofía tiene algún tipo de chance, una filosofía política, es abriendo las zonas en el reverso mismo de lo político, donde se puede volver a inventar forma de vida. Si eso se clausura, la filosofía queda tan sierva de la situación como las terapias new age.
¿Cómo describirías esa metodología de escucha de síntomas y producción de problematizaciones que no es la del psicoanálisis ni la del coaching ontológico?
En otra época no hubiera dudado y hubiera dicho que es la investigación militante. Es decir, la función de introducir una dimensión analítica-deseante dentro de toda lucha. Y, para eso, hace falta un tipo de disposición -que, en su momento, teorizamos mucho en el Colectivo Situaciones- que tiene que ver con una presencia en la que queda abolida la relación sujeto-investigador/objeto-investigado. Se trata no tanto de hacer el diagrama de poder, sino mostrar los puntos en que ese diagrama de poder es inconsistente, desde los puntos de creación, de construcción.
Para mí es una incógnita qué pasa hoy con la investigación militante. Por un lado, porque en el período 2001 -momento en el que hice esa experiencia- el antagonismo era bastante más claro: movimientos sociales contra neoliberalismo, y una serie de mediaciones universitarias bastante caídas. Hoy veo que las luchas proliferan muchísimo. La capacidad de antagonismo, en un cierto sentido, es menor, pero la de proliferación es mucho mayor. Entonces me parece que lo que habría que hacer es pensar que esa función cognitiva está viva y existente, difundida en el campo social. Lo pienso de la siguiente manera: si, como dice Guattari, a partir de un cierto momento, el capital no es producción de mercancías sin producir, al mismo tiempo, la subjetividad en que esas mercancías son necesarias (deseadas y realizables), eso quiere decir que la lucha de clases se vuelca enteramente sobre el momento en que se construye el lazo social o la subjetividad. Por tanto, todo pensamiento práctico, interno a la discusión sobre el lazo social, es ya investigación militante y de la lucha de clases. Y ahí veo una enorme gama que va del militante al terapeuta, al artista, al diseñador, al docente, al dirigente sindical, al activista de género… en la medida en que adopta un punto de vista antagonista. Es decir, que acepte que al síntoma hay que verlo, simultáneamente, como un problema deseante y político. Y que asuma que sin desarrollar esa anomalía es imposible trastocar el campo político.
¿Qué pasa con nuestra potencia en el neoliberalismo? ¿Qué implica y cómo se puede construir un dispositivo o mediación a partir de un no-saber, un no-puedo, una incapacidad resolutiva?
Son los temas del Colectivo Situaciones. Si vamos a los textos del 2001-2005, nuestra idea de la potencia era quizás aún un poco inocente, en el sentido de ser muy plena: la potencia contra la impotencia. Y creo que hoy ese tipo de comprensión de la potencia circula del lado de lo neoliberal. El neoliberalismo se refleja sobre ella con mucha más eficacia: la imagen del ‘podemos’, ‘vos podés’. Es la invocación más perfecta a producir-consumir en los términos que el capital lo dispone. Cuando uno se pone a revisar, entonces, ya más tranquilo, la noción de potencia en la filosofía que a uno lo conmueve -en mi caso es Spinoza, Marx-, lo que encuentra es que la potencia siempre está acompañada de un tipo particular de impotencia. Supone que siempre, para poder algo, hay que hacer algo con lo que no podés.
La potencia es, entonces, procesual. Es con síntomas, con vulnerabilidades, con fragilidades. Es con todo lo que la idea de la potencia capitalista excluye. Entonces, ahí me parece fundamental distinguir dos vitalismos. Por un lado, hay un vitalismo del capital que es muy luminoso, muy puro -en el sentido de Nietzsche: todo lo puro es teológico, sacerdotal. Y, por el otro, un vitalismo aberrante, que es completamente impuro, que se va haciendo en zonas de inconsistencia, indecibilidad y de mezclas. Es no saber qué es la vida. Entrar en una zona de indecibilidad donde la existencia no sea deductiva del capital, y entonces ver qué hacemos. En ese sentido, es fundamental no saber de la constitución de la potencia. No podremos evitar que en el mundo hayan fuerzas exteriores que puedan más que nosotrxs. La impotencia es inerradicable. Sin embargo, hay potencia, hay creación, hay amores posibles, hay rebeliones. Ese milagro es lo que hace pensar, lo que nos hace seguir. Ese es el milagro de Spinoza. El hecho de que, entre nosotrxs, ocurran experiencias de potencia efectivas, verdaderas, que conmueven, hacen que sintamos, como dice Benjamin, que hay una señal de que somos esperados en esta tierra.
Si el antagonismo deja de ser una exclusividad del militante y pasa a terapeutas, docentes, artistas, activistas… ¿cómo empieza a pensarse lo político en nuestras vidas, en la gestión estatal, en las militancias?
En mi caso, hay una variante en cómo pensaba en la época del 2001 y cómo pienso hoy. Quizás en el 2001 la noción de autonomía ligaba a prácticas ejemplares: escraches, movimientos piqueteros… Gente que realmente estaba sugiriendo una manera nueva de hacer sociedad, de hacer justicia, de organizar los territorios; que permitía problematizar la estructura social de una forma contundente. Me parece que después de todo lo que hemos vivido estos años -el libro contiene un repaso de estos años, digamos, una reconstrucción de la reescritura del campo social después del 2001, la reescritura populista y la neoliberal- me parece más interesante pensar en términos de plebeyismo. El antagonismo subsiste y se desarrolla en el reverso de lo político. No se trata sólo de prácticas autónomas, que en sí mismas postulan modelos de acción y ofrecen un programa nítido de problematización, de la cual desprender hipótesis de cómo la sociedad podría ser. Sino, más bien, de una serie de gestos irreverentes que se elaboran en el reverso de toda política, que aparecen acá y allá, y que nos ofrecen imágenes revulsivas respecto a los fundamentos del orden.
¿Cómo entendés lo plebeyo?
Mientras que el orden se deduce de la axiomática capitalista, con su polaridad neoliberal y populista, lo plebeyo es lo que no se puede deducir de ésta axiomática. Entonces, pertenece a una zona indecidible.
Eso nos pone en una disociación. Por un lado está el orden político, y una gran mayoría votamos a Alberto Fernández, porque nos parece muy importante acabar con Macri y lo que significa. Y, por otro lado, está el problema de cómo nos conectamos con ese plebeyismo; cómo nos conectamos con ese saber –que ya tenemos- de que en la política siempre hay una especie de retraso, algo anacrónico y conservador; que la política no problematiza lo que necesitamos problematizar. No es capaz de hacerse cargo de lo que se piensa en los momentos en donde realmente hay un indecidible. Hay una vida en el reverso, que no se traduce fluidamente en lo político. En la época de la revolucion socialista quizás sí hubieramos supuesto esa traducción directa, pero hoy es imposible. Ahí hay una zona de conflictos, que se resuelve con fugas, sustracciones, desbordes respecto a las formas de la regulación política. Ahí es donde hace falta mirar. O mejor: desde ahí hay que mirar. Yo no sé si ese plebeyismo puede volverse una política. La coyuntura es muy compleja. Creo que hoy no contamos con una política de ese tipo. Pero creo también que el ritmo de las luchas, de los síntomas, del deseo autonomizado es el ritmo desde donde podemos pensar estas cosas.
En la introducción de tu libro hablás de Pensar sin Estado, de Ignacio Lewkowicz. Decís que en ese libro se anuncia el fin de la precedencia, es decir, que ya no hay saberes predeterminados que alcancen para resolver las situaciones. Y que ahí se detuvo un pensamiento generacional. Es decir, hay mucha dificultad para construir nuevos dispositivos o relacionarse de nuevo con los existentes.
Pensar sin Estado es una lectura del 2001 y dice que desde ese momento ya no estamos en la situación de Mayo del ’68 francés, en la que se puede hacer una política anti-estatal, porque la política anti-estatal todavía presupone que el Estado está en el centro. En cambio, a partir del 2001 argentino lo que tenemos que asumir es que el Estado no es una centralidad, no es (ya) una precedencia que organiza a las demás situaciones.
Creo que ese libro es muy importante, e inaugura una perspectiva original de los estudios neoliberales en la Argentina. Creo que hay dos textos muy importantes en esta línea: éste, de Ignacio Lewkowicz, y Gramática de la multitud, de Paolo Virno. Fueron muy importantes durante todos esos años; y creo que lo siguen siendo hoy, para todos los que no quieran comprar el discurso desarrollista como alternativa al neoliberalismo, para pensar de otra manera las relaciones entre mercado, Estado y neoliberalismo. La idea de Virno es que, como el Estado no es más -como decía Carl Schmitt- «esa joya racionalista del derecho europeo» que garantizaba orden hacia adentro y paz hacia afuera, lo que existe ahora es el estado de excepción permanente. No existe un dispositivo perfecto que distinga ‘adentro’ y ‘afuera’, ‘guerra’ y ‘paz’, ‘civil’ y ‘militar’. Es esa delimitación conceptual clara que durante 400 años organizó el derecho lo que ya no existe. Por lo tanto, estamos en zonas de ambigüedades y de reversiones: las cosas que parecen ser de una manera pueden ser, también, de otra. Es esa ambivalencia -que Virno asocia a la multitud- que genera que con las mismas tonalidades afectivas y las mismas categorías podemos hacer unas cosas u otras. Todo se revierte muy fácilmente. Es un poco el escenario nuevo.
Pienso que, si tenemos clara esa ambivalencia, tenemos menos probabilidad de vivir en un mundo esquemáticamente polarizado entre una especie de Estado que todo lo captura y una suerte de autonomía emancipada. Eso no funciona así. Hay una carga de ambivalencia muy fuerte y, en lo que llamamos Estado, hay una subsunción de la dinámica estatal en la dinámica de la economía neoliberal (que además penetra mucho en la sociedad). Eso hace que tengamos un registro mucho más ambiguo y lleno de reversibilidades.
¿Qué función empiezan a tener los conceptos en la creación de dispositivos, prácticas o resoluciones? ¿Qué implica y cómo se puede construir un dispositivo o mediación a partir de un no-saber, un no-puedo, una incapacidad resolutiva?
¡Ahí los conceptos se vuelven fundamentales! Porque sin ellos no podemos dar curso a las ideas. Ideas que surgen de los cambios del capitalismo pero también -y sobre todo- de las luchas, de las crisis. Son realidades abstractas que concretamos elaborando afectos, percepciones y conceptos. Cuando nosotros decimos que el campo social, hoy, tiene una delimitación menos clara entre ‘adentro’ y ‘afuera’, lo que estamos diciendo es que los conceptos de la filosofía política clásica no nos sirven. Las formas en que delimitamos el espacio, en que pensamos las luchas, en que pensamos las subjetividades, en que identificamos amigo/enemigo, cambian. Necesitamos conceptos nuevos: esto significa que necesitamos maneras de entender y maneras de pensar, desde nosotros y desde nuestros deseos, que sean capaces de darnos una comprensión de las relaciones de fuerza, de las posibilidades, de por dónde llevar adelante las cosas que queremos.
Desde ese punto de vista, me parece que hay que pensar que la política es todo lo contrario a la gestión de este orden, y que por tanto depende de conceptos que apuntan a cuestionar el sistema que regula el orden de los discursos. Pero no son sólo de conceptos: porque para quienes no somos cartesianos y cristianos -como decía León Rozitchner- concepto y afecto son lo mismo: si necesitamos nuevos conceptos es porque hay nuevos afectos que nos están carcomiendo; si no fuera así no los necesitaríamos. O sea, es acabar con la división afecto/percepción/concepto: necesitamos darle despliegue a nuestros afectos (no podemos seguir comiéndonos nuestros afectos como si no fueran justos, legítimos –es decir, necesitamos tener una nueva percepción de ellos), necesitamos hacerlos mundo; y eso, inevitablemente viene con conceptos nuevos.
Me parece, también, que la traba que supone la autorización para que quien está metido en una práctica pueda conceptualizar es el núcleo último de lo que llamamos colonialidad. Viñas fue clarisimo al respecto. No conceptualizamos porque estamos sometidos a un imaginario colonial, donde los conceptos vienen de libros e industrias discursivas europeas, y admiramos la destreza de los universitarios que saben explicar qué dijo Derrida, qué dijo Deleuze, qué dijo Lacan; comparar y mostrar las relaciones. Pero a la hora de dar cuenta de nuestra experiencia -es decir: afectos, percepciones, conceptos- no tenemos tanta autorización nosotrxs para ponerle nombres, decir dónde empieza y dónde termina, dónde algo se abre y dónde se bloquea. Pienso que esa autorización, primero, tiene que surgir de una revalidación del derecho generacional. Animarnos a conceptualizar, a percibir, a poner nuestros afectos sobre la mesa. Autorizar eso, volverlo colectivo, volverlo inteligente, me parece fundamental.
¿Es el tipo de autorización que se da el feminismo actual?
Me parece que los feminismos están poniendo en juego unas prácticas de re-sensibilización de un campo social que fue sometido al terror por el terrorismo de Estado, por el neoliberalismo y por el patriarcado. Esa práctica de re-abrir afectos viene con una práctica conceptual, con investigación militante, con mapeo, con lenguaje, con discusión… Y eso ya había ocurrido antes: con el movimiento piquetero (de otra manera) y, antes, con el Movimiento de Derechos Humanos. Es decir, desde el ’77 para acá no creo que exista lucha social importante que no tenga como gesto fundamental la reapertura a la sensibilización del campo social.
Ahí está nuestra escuela: los dos movimientos, piquetero y derechos humanos, son el gran legado plebeyo en el movimiento feminista. No era obvio que el movimiento feminista se diga popular. Que aparezca un feminismo que es capaz de hablar con el movimiento plebeyo de manera abierta y no patriarcal me parece un dato no siempre relevado de la reconstitución de lo plebeyo.
Todo lo demás varía, pero lo que persiste es lo que Benjamin llama «la tradición de los oprimidos»: cómo va apareciendo, todo el tiempo, una voluntad de no rendirse, que una y otra vez revitaliza el cuerpo social. Por eso el título del libro, La ofensiva sensible: saber que la sensibilidad es un campo de batalla, que lo irrupción neoliberal sobre la sensibilidad es algo muy violento -esto lo explicaron muy bien Rita Segato y Bifo-, y, sobre todo, la posibilidad de pensar desde el punto de vista de esta presencia plebeya. Eso es lo más importante, saber que nosotrxs siempre tuvimos un laboratorio vivo, del ’77 para acá, de continuo. Y me parece que es fundamental tomar conciencia de que ese es el zócalo epistemológico para pensar, esa historicidad. Y no es casualidad que eso sea lo que la derecha odia. El devenir-fascismo de lo neoliberal tiene todo que ver con esa presencia. En cada momento se puede ver cuál es la figura que concentra el odio: derechos humanos, piquetero, boliviano, puta, negro: es un lenguaje vaporoso e imaginario de lo real de la lucha de clases. Y donde se constituye la lucha por la forma de vida, al mismo tiempo.
El problema de la percepción aparece una y otra vez en el libro: cómo percibimos la distribución del tiempo y el espacio. Desde la crítica de la economía política de Marx hasta las variaciones entre los modos de pensar en relación a nuestros afectos. El plebeyismo sería, entonces, no sólo un poder disolvente, sino una crítica práctica a los modos en los que el neoliberalismo organiza el tiempo y el espacio. Aparecen varias imágenes en el libro: ir a fondo, acelerar, sacarse de encima, ironía.
Marx hizo la crítica de la economía política y descubrió que detrás de todas las categorías de la economía política, aparentemente consistentes, subyacía un antagonismo: ¿Cuál es ese antagonismo? La subsunción del trabajo al capital. Ese descubrimiento en el órden de las categorías hace juego con las luchas empíricas, vivas. Estas dos dimensiones despliegan las condiciones para pensar la autonomización del trabajo vivo. De ahí en más, se trata de dar con una política que tenga como premisa la experiencia o la subjetividad del trabajo vivo, que es el problema del tiempo que el capital substrae al trabajo vivo. El tiempo que se trata de autonmizar. Ya no como a mediados del siglo XX, sino en nuevas condiciones. La lucha de clases se da sobre el terreno de la vida y del tiempo.
Entonces eso abre al problema del tiempo y se abre al problema del espacio, porque las formas de existencia tienen que ver con crear territorio existencial y reinventar el tiempo. Lo cierto es que, como explica Foucault, a partir de los 60s, el capital pasa a ser un proyecto de “seguridad”. La explotación depende del control, no al revés. El control lo es todo, el control es la manera de subordinar cada gesto. Es el modo de disciplinar cada espacio, es el modo de preformar el tiempo. Por lo tanto, el llamado plebeyismo es sobre todo una disputa por eludir el control, de retomar el tiempo, de ocupar de otro modo el espacio. El libro es un intento de poner en juego a Spinoza sin recurrir a sus categorías. Básicamente, la idea de que el pensamiento y cuerpo es lo mismo.
Cuando empecé a escribir sobre plebeyismo me gustó mucho releer las cosas del colectivo Juguetes Perdidos: ellos distinguen la vida mula y la vida silvestre en el mundo popular. No estetizan, piensan. Ahí ya hay un llamado de atención. Lo plebeyo no es una clase, es una actitud dentro de una clase. Las estrategias del realismo popular suponen distintas disposiciones con relación al tiempo y al espacio.
En tu libro puede leerse un ansia de nuevas formas de lucha, nuevas formas de militancia, nuevas formas de poblar la tierra ¿Te parece, entonces, que tus lectores evocados son lxs luchadores, lxs militantes, lxs pobladores?
Me gustaría que pudiera ser leído en términos de caída de los estereotipos de las militancias en todas sus variantes. Abrir la posibilidad de encontrar figuras activas con relación al sintoma y a forma de vida donde menos las buscaríamos. Todxs lxs que no sabemos vivir, o todxs lxs que sabemos que no sabemos vivir y queremos tener prácticas de cuestionamientos para tratar de crear una manera de vivir. Porque hay una contradicción entre crear formas de vida y la obediencia a la somática capitalista. Hay una ética y un potencial cognitivo ligado las zonas de fragilidad de las que habla Suely Rolnik. Esa zona de fragilidad es totalmente cuestionadora de los modos políticos habituales, y creo que llamaremos militantes, genéricamente, a todxs lxs que sean capaces de dar pasos en esa fragilidad.
Este libro está escrito sobre la experiencia personal de leer y conversar con amigxs. No nace como parte de un dispositivo militante. Ignoro si puede conectar -y cómo- con esa diversidad de conversación a la que aspiro. En mi caso, ya no parto del grupo, sino de una diversificación imprecisa de lenguajes, imágenes, lecturas, compañías caminos, aspiraciones.
¿Las luchas actuales del pueblo mapuche de recuperación de territorios e identidades por una forma de vida no capitalista pueden considerarse un plebeyismo?
Elias Sanbar, intelectual palestino, planteaba que la situación de Israel y la situación de Estados Unidos no se explican como análogas meramente por un juego de intereses consciente de los Estados, sino por un inconsciente común: los dos creen estar constituyéndose sobre un desierto. Quizás suceda lo mismo aquí, en la Argentina. Pieles rojas, mapuches y palestinos son síntomas. Síntoma en Argentina de lo que es el estado roquista. Entiendo que ellos la planteen desde la ancestralidad legítima de su historia. Pero desde otras procedencias es posible ver también en su lucha algo que nos habla a todos: un cuestionamiento muy fuerte a la naturalización de una forma de Estado (con sustrato roquista) que puso una clase social y un color de piel como vencedor, a otro como derrotado y congeló la situación, -en el sentido de “los morochos son mucamos de los blancos”. Me parece que hay un potencial espectacular ahí para escuchar y politizar. Este tipo de conflicto muestra hasta qué punto los dispositivos de normalización no pueden con el tiempo de la rebelión. O sea, de repente podemos estar discutiendo en 1880, mapuches y blancos. No desaparecen estas guerras. Vuelven, nos chocan y en se choque somos habilitados y urgidos a crear nuevos conceptos. Para mí, lo más importante de lo que pasó estos últimos años con la lucha mapuche es cómo nos permite a todos tomar conciencia de qué cosa es este dispositivo roquista y hasta qué punto lo queremos hacer dinamitar; no por ser mapuches, sino por vivir en este dispositivo de mierda. Entonces la alianza con los mapuches la veo así: nos vienen a despertar, en cierta forma.
Me parece que la idea de devenir de Deleuze y Guattari funciona acá perfecto . Un movimiento indígena -en la medida que no es un término dócil y empieza a cuestionar- hace entender que en ese cuestionamiento hay un cuestionamiento propio, hay un movimiento más general. En síntesis, que moviéndose ellos nos podemos mover nosotrxs también. Los devenires no son fenómenos de comunicación, son movimientos de afectos: uno empieza a darse cuenta, a sentirse incómodo con la cuestión de piel, por ejemplo.
¿Por qué lo que llamamos “grieta” en este país no es un antagonismo y por qué lo plebeyo ayuda a salir de esa idea de la grieta que tiene al pensamiento político detenido hace diez años? ¿Cómo pervierte el plebeyismo esta concepción de la coyuntura?
La grieta no me parece que sea un concepto. Es una imagen de la comunicación que sirve para congelar. Y el antagonismo es lo no congelado, es interior a una relación social que nos atraviesa a todos. No es sólo el enfrentamiento directo capital – trabajo. Para que la dinámica de la empresa capitalista pueda seguir siendo dominante es preciso constituir y gobernar un mercado del deseo (organizar el deseo como mercado). Todo eso depende de mercanismos de control generalizados, dispositivos de mediatización, de seguridad, de endeudamiento, de representación política y de represión. El antagonismo surge de repasar esos dispositivos. ¡Es mucho más facil terminar con la grieta que con el antagonismo! Porque la tensión antagónica que nos constituye a todxs.
El plebeyismo hace de reverso no a una parte de la grieta, sino a la grieta como tal. Es decir, no hubo menos reverso plebeyo ante el macrismo que ante el kirchnerismo. Solo que ubicado de maneras muy diferentes. El plebeyismo es un trasfondo igualitario que está en condiciones de desbaratar por sustracción o por sobrepasamiento la manera de regular la existencia, la sexualidad, el consumo, la toma de decisiones, la manera de habitar los territorios. El populismo tiene una idea paternalista de reubicarlo. Es una Voluntad de incusión. El neoliberalismo, en cambio, intenta ver eso como fuerza productiva de mercado, lo quiere empresarizar, lo quiere volver emprendedor, y acaba agrediendolo. El plebeyismo es interesante cuando tiene una vida propia que no se deja subsumir plenamente en ninguna de los dos.
En el caso del populismo es muy complejo, porque la historia de la relación entre el plebeyismo y el populismo vía peronismo es muy íntima en la Argentina. Cooke supo plantear que dentro del peronismo hay una lucha de clases. Veía la necesidad de deslindar un proletariado plebeyo de lo populista. Mientras que el neoliberalismo se encargó de masacrar lo plebeyo, vía organización oligárquica de lo social. En el caso del neoliberalismo, textos como los de Valeriano son muy importantes porque muestran un plebeyismo como reverso del mercado neoliberal. Es el plebeyismo apropiándose del territorio de la fiesta y del goce en el mercado mismo.
Lo cierto es que hay imágenes literarias del plebeyismo, y gestos muy significativos, pero no hay hoy una forma política de eso. Es el límite del 2001. La potencia del 2001 fue destituyente. Puso a jugar una virtualidad de cosas nuevas, pero no aparece luego una forma política ni en Argentina ni prácticamente en ningún lado. Lo más avanzado fue el Zapatismo, y seguramente experiencias comunitarias en Venezuela, o en Bolivia. Los elementos del plebeyismo están, pero no tenemos aún un pensamiento político capaz de hacer de esos elementos una nueva tierra.
¿Cómo puede funcionar o leerse el libro en la nueva gestión gubernamental post macrismo?
El amplio espacio político antimacrista está en plena reconstitución. La ofensiva sensible sale justo con la consumación de la consigna “todos contra Macri”. Ahora viene una etapa muy diferente. ¿En qué consiste el nuevo realismo político? ¿En pagarle al fondo monetario internacional y postergar la cantidad de problemas fundamentales de la sociedad argentina? ¿O bien se abrirá una verdadera discusión sobre las bases sobre las que manejar esta crisis? Si en agosto votar a Alberto Fernández era echar a Macri, votarlo en octure es adentrarse en estas preguntas aún inciertas. Si algo quiere decir La ofensiva sensible es que lo interesante sucede en el reverso de lo político. Porque lo político convencional está en perpetuo retraso. Echar a Macri, que Alberto Fernandez haga lo menos malo posible. De acuerdo. Pero en el reverso suceden otras cosas, la búsqueda es otra. Otras imágenes, otros lenguajes. Nuevamente, pienso que ese reverso está vivo en América del Sur. Estamos obligados a tejer una y otra vez fenómenos de la macro y de la micropolítica. No son dos universos cerrados. La posibilidad de invocar una nueva tierra depende tanto del no aislamiento de las experiencias micropolíticas como de no depositar la fe en la exclusiva dimensión macropolítica convencional. En el último capítulo retomo la figura de El príncipe de Maquiavelo como lector de lo plebeyo. El maquiavelismo de izquierda es una tentativa de leer en la división social y en la contigencia política la presencia de quienes desean no ser dominados. Es recién allí, a partir de esa premisa, que lo político puede dejar de ser control. Para imaginar nuevas formas, una nueva tierra, nuevas instituciones, un pueblo por venir.
Por último: el último capítulo del libro, centrado en lo plebeyo, hace el recorrido tierra, cerebro e ideas. ¿Cómo hacen mella estos conceptos con la idea de lo plebeyo? ¿Son parte de estos ‘nuevos conceptos’ que necesitamos?
Es lo que más me costó, y aún no sé explicar con claridad por qué tuve que meterme por ahí. Cerebro y Tierra me parecen materialidades principales, sin las cuales se evapora la densidad de lo plebeyo mismo.
Sobre lo primero, el cerebro, trabajé sobre dos textos que refutan la imagen tradicional del cerebro tal y como surge de un análisis científico-biológico-clásico, órgano hecho que comanda y determina el cuerpo. Uno de ellos, “Del caos al cerebro”, uno de los úlitmos textos que escribieron juntos Deleuze y Guattari, publicado en el libro ¿Qué es la filosofía?. Allí plantean que, en realidad, llamamos cerebro a una vitalidad específica, una capacidad de atravesar el caos del pensamiento para extraer de él nuevas ideas. Atravesar el caos es una actividad riesgosa. Pero pensar es una actividad que parte de la necesidad. El cerebro es la base de verdaderas cao-ideas. Y no un órgano estereotipado sobre el cual se estratifica el saber, las opiniones dominantes. En ese sentido, el cerebro conecta con el pulmon, la creación deviene una actividad pulmonar. La frase de Deleuze “un posible, o me ahogo” lo dice todo.
El otro texto es de Catherine Malabou, ¿Qué hacer con nuestro cererbro? Ella muestra, sobre la base de numerosos estudios sobre el cerebro, la importancia del concepto de plasticidad. Su punto de partida es que el cerebro es un órgano nunca-ya-hecho, sino que se hace a sí mismo en su actividad, es igual a su propia historia. Esta plasticidad cerebral refuta la imagen del cerebro-comando. Pero para Malabou se trata ahora de refutar la idea del cerebro como un sistema de tipo management-neuronal, propio de la ideología con que se difunden los estudios sobre el cerebro. Para ello distingue plasticidad de flexibilidad. Mientras la plasticidad recibe y da forma, la flexibilidad es su falsa amiga neoliberal, que sólo recibe forma. Todo el lenguaje de la docilidad y la adapatibilidad neoliberal depende de este sofisma de la flexibilidad.
Al liberar el cerebro de sus capturas políticas se renuevan las direcciones del pensmaiento, se reencuentra la posibilidad de inventar formas. Se pueden encontrar nuevos vinculos entre fenómenos de desterritorialización y formas de pensar. Marx también buscó, a su modo, conectar una cierta idea del cerebro colectivo con el desprejuicio para encontrar formas políticas adecuadas al proletariado plebeyo: es el caso de su cambio de postura acerca de la Comuna de París.
¿Y la Tierra?
Me parece que el hecho que esta región del platena en que vivimos haya sido conmovida por la emergencia en los úlitmos años de los movimientos indígenas, feministas, piqueteros, de jóvenes que enfrentan a la represión (y un gran etcétera), es un buen motivo para volver a pensar desde la tierra. Más recientemente, León Rozitchner tuvo una gran intervención sobre la importancia de la tierra en función del conflicto con las patronales agropecuarias, el conflicto por la 125, hace una década. El rechazo del neoliberalismo y la creación de una tierra nueva vienen de la mano. El texto clave para mí es del Carl Schmitt, El nomos de la tierra. Allí señala que el modo en que un pueblo ocupa la tierra ya contiene todas las categorías ulteriores que van a regular su existencia. ¡Tomar la tierra y deducir de allí el estado! Es un gran pensador de la soberanía y el orden. Siguiendo la misma línea, ¿qué sucede con el modo de habitar la tierra si ese mismo pueblo se ve de pronto atravesado por formas nómades de existencia, si irrumpen movimientos centrífugos? ¿Qué pasa si la tierra ya no tolera ser ocupada en términos de propiedad privada concetrada? Surgirían otras categorías, otros modos de concebir la existencia colectiva.
Plebeyismo, Cerebro, Tierra, son palabras que asupician nuevas posibilidades para eso que Spinoza concebía como los modos finitos, el cuerpo y el pensamiento. Son superficies de invitación a actuar y pensar de un modo diferente. Finalmente, quizás lo que quiere proponer La ofensiva sensible sea simplemente un ejercicio: contemplar nuestra propia potencia, nuestros modos de hacer y pensar, descubrir que esa potencia puede ser desprogramada (lo que los autonomistas italianos llamaban “rechazo al trabajo”) y reprogramda en función de una imaginación nueva. Sólo eso. Me parece que ese ejercicio entre nosotros puede ser llamado plebeyismo. El plebeyismo como posibilidad de desprogramar y reprogramar la potencia. Es el pasaje inconcluso que va del síntoma a la forma de vida que si o si pasa por el cerebro y la tierra. Deleuze y Guattari al final de su vida pensaban que esta era la terea de la filosofia: invocar una nueva tierra o de un pueblo por venir.
¿Ves entonces una relación entre tierra y forma de vida?
¿Qué querrá decir formación de una “nueva tierra”? El capitalismo desde siempre introdujo movimientos en la tierra. Siempre fue innovador. No ha cesado de realizar sus revoluciones (tecnológicas, de modos de vida, etcétera). La única condición que impuso a tanta novedad fue la subordinación total de toda creación al aumento de la tasa de ganancia, a la ley del valor. Mientras que lo que estamos presenciando las últimas décadas, como luchas que tienen en su centro la forma de vida, es el deseo de ir más allá de eso. Por eso lo de una “nueva” tierra. Ese ‘más allá’ es lo nuevo. Contamos con un conjunto de elementos (luchas concretas) que podrían proponer un nuevo suelo, nuevo piso, nuevo espacio, nuevo sostén, nuevo cuerpo colectivo. Nueva naturaleza. Me parece que esa exigencia para la filosofía que dejaron planteada Deleuze y Guattari es muy fecunda. Hay que seguir pensándola, es muy profunda: quizás quiera decir que los elementos que se combinan para hacer de sostén (de base, de fundamento) pueden, si el pensamiento sigue las luchas y permite proyectarlas hacia una nueva tierra, sacarnos de este atolladero que es lo neoliberal. Ahí encuentro esa exigencia de los conceptos como vectores de transformación política, en la medida en que puedan fertilizar la tierra. Hacer de cada síntoma, de cada lucha, la fermentación de un posible.
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