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Política de las imágenes (22/09/2004) // Diego Sztulwark y Verónica Gago

Queridos Andreas y Alice, luego de largos meses de la muestra en Colonia y de las últimas cartas entre nosotros, volvemos a escribirles a instancias de Jorge Ribalta y el resto de los compañeros de Barcelona quienes creen que puede resultar interesante que retomemos nuestro intercambio, esta vez, según hemos comprendido, hacia lo que lo podríamos presentar –a la luz de nuestro trabajo juntos del año pasado– como la cuestión de qué hace que una imagen sea política.

Claro que es una cuestión difícil de plantear, ya que los términos “política” e “imagen” requieren ser precisados. Pero proponemos no detenernos demasiado en esto por ahora y más bien dedicarnos a conversar, a nivel de las vivencias de cada quien, sobre cómo hemos podido trabajar la cuestión de la relación entre lo que se ve y lo que dice, en relación a la llamada crisis del neoliberalismo en Argentina. Confiemos más en que las (conceptualizaciones) definiciones surgen de modo adecuado cuando brotan de su uso práctico, situacional, antes que de definiciones a priori, que buscan luego ser aplicadas.

I

En una lectura reciente –cuya procedencia no recordamos– dimos con una idea inspiradora: el paso del juicio sobre el objeto al registro de los modos en que somos afectados ante su presencia implica un pasaje de una filosofía del arte a una estética. Ignoramos si este tipo de afirmaciones se sostienen desde el punto de vista de la tradición académica de la historia del arte, pero en todo caso, a nosotros –ignotos– nos hizo pensar. ¿Qué se juega en este pasaje? Una hipótesis fácil: el carácter preconstituido del sujeto que mira (juzga) se ve alterado en la segunda secuencia. Se trata, al parecer, de una cuestión de puntos de vista o de una política de la mirada.

Podríamos decir que este pasaje tiene un cierto poder de sugerencia sólo en la medida en que cada uno de nosotros tendemos –por razones complejas, seguramente– a prefigurarnos frente al mundo. A resistir una apertura. A defendernos de lo que nos afecta. Sigamos este itinerario, a ver adónde nos conduce.

Durante los últimos años fue difícil –para quienes vivimos en Argentina, o quienes visitaron el país o simplemente estuvieron al tanto de los acontecimientos– sustraerse de lo que habitualmente se nomina como crisis del neoliberalismo. Esa “crisis” nos afectó a todos, de una u otra forma. De ella hablamos, escribimos y de ella –también– hemos pretendido extraer imágenes e ideas. Alguno dirá que le hemos pedido demasiado, pero para nosotros –al contrario– el auténtico déficit ha sido, hasta ahora, no aprender más de todo lo que ha ocurrido y de algún modo sigue ocurriendo en Argentina y en América Latina.

Hablábamos de miradas preconstituidas. De esto, creemos, conversamos con ustedes en diciembre –en nuestro último encuentro en Buenos Aires–, cuando nos preguntábamos por la viabilidad de una intervención contrahegemónica en el sistema del arte, en este caso, en un clásico museo alemán. No nos interesa ahora hacer un balance de esa muestra –aunque tal vez haya algo de eso en este texto– cuanto avanzar en una reflexión sobre qué diríamos hoy, meses después de la muestra, de qué cosa es un hecho –digamos– contrahegemónico.

Admitamos que la hegemonía política del neoliberalismo en América Latina ha sido dañada. No ha desaparecido, pero ya no goza –por decir lo mínimo– de prestigio. ¿Cómo subsiste entonces? Según Ignacio Lewkowicz, el neoliberalismo sobrevive como modo de ser actual del capitalismo: la fluidez, la condición financiera, el arrasamiento de la soberanía estatal, la destitución de las viejas instituciones disciplinarias. No es entrañable lo que se fue, pero tampoco hay emancipación en lo que viene. Mas que de festejar –entonces– o que restaurar, se trata de pensar.

Como es perfectamente conocido, la crisis argentina (o de la Argentina) no ha nacido de la nada ni se ha agotado en tan poco tiempo. Sería inútil ofrecer aquí análisis estructurales o pormenorizados sobre todo esto. Pero sí será conveniente retener que antes del estallido, fueron surgiendo experiencias inusuales –que algunos llamamos políticas (y otros simplemente “prepolíticas” o sociales, y otros, más despectivos, llaman “antipolíticas”) ya veremos por qué– cuyo común denominador fue una nueva precomprensión de la situación: el estado ya no organiza el sentido, el mercado directamente lo disuelve, la exigencia de lazo requiere un paso al acto, la supervivencia (en su sentido más amplio, pero también más restrictivo) debe ser contemplada por los nuevos modos organizativos, los elementos de esta nueva sociabilidad requieren ser defendidos y desplegados aún sin perspectivas claras de desarrollo.

El despliegue de este tipo de experiencias (muy variado en todo sentido, es decir, tanto en escala, en ubicación geográfica, en población convocada y en perspectivas subjetivas pero también en la suerte corrida) entronizó ciertas figuras de la crisis, dándoles una visibilidad propia. Nombremos a cuatro de estas figuras: el piquetero, el asambleísta, el cartonero y el ocupante de fábricas. (Pero estas figuras no agotan para nada la cuestión. Podríamos seguir con la lista nombrando también a los escarches de los hijos de desaparecidos y los vecinos por ellos convocados, a quienes participaron de los clubes del trueque o de las variadas marchas del silencio o a los movimientos campesinos, por seguir haciendo la cuenta de los agenciamientos sociales más visibles).

El evidente interés que generó este abanico de figuras (tanto dentro como fuera de Argentina) fue notorio, aunque también parece claro que ha comenzado a decaer, dejándonos a todos con la pregunta: ¿qué hemos experimentado, dicho, escrito, visto y mostrado sobre todo esto?¿Y cómo lo hemos hecho? Estas preguntas, para nosotros, poseen una gran actualidad, porque si es cierto que la Argentina –y, por supuesto– el resto de América Latina sigue siendo un gran laboratorio, no lo es menos, que hasta ahora hemos presenciado más discusiones sobre la calidad del objeto, que sobre la potencia de las miradas.

III.

En una entrevista más o menos reciente la periodista y activista canadiense Naomi Klein (que pasó varios meses en Argentina y produjo aquí la película “La Toma”) ha formulado su perspectiva de un modo especialmente claro (abarcando, suponemos, un punto de vista bastante difundido) sobre la cuestión: según Klein, la crisis argentina nos habla de las consecuencias a las que lleva la radicalización de las políticas neoliberales, incluso en sociedades relativamente integradas. Llamar la atención sobre la Argentina es una tarea de máximo interés por cuanto hallamos, allí, dramáticas ilustraciones de lo que puede ocurrirle a cualquier otro país que siga los pasos propuestos por los organismos financieros internacionales.

Esta mirada –decíamos– no es aislada. Muchas personas de Argentina y de otros países han elaborado perspectivas similares. La hipótesis en juego es clara: la crisis argentina merece ser contada en la medida en que nos muestra el temido futuro al que conducen las actuales orientaciones neoliberales en casi todos los países. Ella nos enseña la disutopía. Nos indica, por tanto, el camino de la resistencia contra las reformas del mercado. Nos señala, en fin, el enemigo del que defendernos –el capital, hoy hegemónico en su modalidad financiera– y al cual atacar –los políticos y técnicos que lo representan.

¿Qué ocurre en este tipo de miradas con respecto a las figuras visibles de la crisis? Se las contextualiza. Se encuadra su lucha en ese contexto, el de la crisis neoliberal. De allí que la intelectualidad crítica discurra con mayor o menor fortuna sobre la viabilidad política de cada una de ellas, hasta llegar a la relativa falta de interés actual, en la que prima la sensación de que los modos de lucha desarrollados ya dieron lo que podían dar.

La sensación que queda luego del paso de la ola, es que la mirada que buscó organizar los efectos políticos de la crisis no fue a fondo. Que el sentido de advertencia –y, claro, de solidaridad– que se movilizó al ritmo de las luchas de los movimientos argentinos se orientó a una actitud defensiva, es decir, que se trató, al fin y al cabo, de interpelar a la población distraída sobre lo que ocurriría si no aprendemos de la crisis ocurrida.

IV.

Pero, ¿por qué hablamos de una mirada defensiva? Lo hacemos retomando la intuición de Guy Debord, en el sentido de que –finalmente– la construcción de imágenes y discursos orientados al espectador (se entiende: a la figura del espectador como tal) siempre tienen la paradojal eficacia del espectáculo: confirman más de lo que alteran. Es decir: si uno dice “alerta: si el gobierno avanza con esta medida quedaremos sin protección, supongamos, médica” –como nos hemos cansado de hacer en la Argentina de los ´90 con pésima suerte–, le está diciendo, claramente, hay algo que defender (lo cual demuestra perfectamente hasta qué punto puede ser justa y necesaria la mirada defensiva).

Y por el mismo camino: si uno dice, “cuidado: Argentina nos muestra el desastre”; “vean a los piqueteros, ellos se han quedado sin trabajo, ¡no queremos eso para nosotros!” está, en efecto, fortaleciendo hábilmente su defensa.

Lo que nos lleva, sin embargo a una incómoda pregunta: ¿no sacrifica este uso de las imágenes y palabras de la crisis lo que sus figuras portan de más activo?, ¿no conlleva este tono defensivo una imposibilidad de ir más allá de sí misma a la hora de valorar lo que estas figuras puedan de tener de auténticamente activas?, ¿no corre el riesgo este punto de vista de operar instrumentalmente sobre lo que las figuras capturadas tienen de profundo y universal?

La pregunta, claro, no pretende invalidar la defensa en sí, sino lo que ella pueda bloquear –si es que efectivamente lo hace– en relación a la potencia propiamente política que buscamos en las experiencias del contrapoder en Argentina.

V.

Volvamos al comienzo. Al pasaje del juicio sobre el objeto a las afecciones. Tal vez halla en este movimiento un buen índice de “politicidad”, en relación a nuestro asunto. Quizás podamos decir que la política nos desubica respecto de nuestro modos actuales de vida, y nos obliga a interrogarnos sobre ellas. Si esto fuese así, un momento político sería tal si invita –que lo logre o no es una cuestión un poco más compleja– a alterar los modos en que nos representamos, nos relacionamos, sentimos nuestros modos de ser. Digamos, entonces, que entendemos por política, en un sentido muy elemental, la capacidad de ser afectados de modo tal que en esa afección se nos revele nuestra propia constitución (individual, social) y, con ello, se abra una investigación sobre los modos de ser.

Así, una estética política –no una personal, autocentrada, puramente ególatra, ni tampoco una esteticista, en donde la forma ideal se desentienda y corrija la potencia del desafío– sólo se reconoce cuando produce un pensamiento capaz de afectar, de abrir y, en ese sentido, anticipar, estrictamente hablando, un modo efectivo de agenciar-componer procedimientos, materiales y fuerzas que efectúan enunciados-imágenes.

Claro, esta idea de “política” y de “arte” depende de una ontología ella misma creadora y en este sentido política: lo primero es la afección, no el cuerpo inerte. Lo primero es la política. Mas aún: no hay imagen previa a una política de la imagen-afección. En este sentido entre arte y política no hay una lógica de dos elementos: esa duplicidad sólo adviene de un tercero espectador que observa de afuera. Lo que nos interesa es la percepción que se construye más allá de la politización del arte y de la estetización de la política. Es decir, cuando la mirada se constituye en una máquina óptica, que pliega capacidad de juzgar y su arraigo deseante.

VI.

Y bien, entremos un poco en tema: ¿cómo ha circulado la imagen (las imágenes) de la Argentina (de la crisis y sus figuras, sus modos de vida)?, ¿en dónde hemos buscado su politicidad? Algo ya hemos dicho: un común denominador de muchas miradas –respetuosas y hasta entusiastas con los fenómenos sociales de lucha y creación de la Argentina entre los anos 2001-03– fue la focalización en las figuras de la crisis como efectos del neoliberalismo. Argentina, en este sentido, anticipa una tendencia global.

Tanto en la medida en que los gobiernos deben ensayar nuevas modalidades de convivencia con los movimientos sociales como en las nuevas formas de gestión que deben establecerse: ambas implican asumir la crisis como elemento constitutivo y por tanto verifican el carácter decisivo que toma “la política” en el manejo de esas crisis.

Un anticipo siempre es una advertencia de lo por venir. Al espectador, entonces, se le advierte que puede perderlo todo, precisamente, a manos de las reformas neoliberales. Las imágenes de la Argentina funcionan así como una película futurista: muestran como será la sociedad tras una catástrofe que recualifica completamente sus usos y costumbres, sus prioridades y sus expectativas. Esa imagen no es meramente descriptiva: si por un lado  relata la precarización y la destrucción de miles de vidas al mismo tiempo denuncia los “responsables de la crisis”. Construir el mapa del poder y la explotación es parte –como revés de trama–  de las figuras de la crisis. Es un modo de politizar la crisis: denunciar a sus responsables y cómplices.

El efecto buscado aspira así a una doble politización. Por un lado, develar: poner nombres a los causantes de la crisis, identificar empresas y apellidos tras los flujos económicos aparentemente anónimos. Y, luego, concienciar: restar consenso a la iniciativa del capital con la evidencia empírica que ofrece la imagen anticipatoria. Y, finalmente, en el mejor de los casos, crear una corriente de simpatía por las luchas de resistencia a tales iniciativas.

Claro que todo esto es muy interesante, por la dimensión movilizadora e igualitarista que lleva implícita, pero nos interesa presentar un enfoque un poco diferente del asunto, al menos para disparar un poco la discusión.

Especialmente para insistir sobre un punto: la relación entre estética (eso que venimos llamando las afecciones perceptivas) y política (que aquí identificamos con la dimensión productiva) se funda en una cierta capacidad de revisar los actuales modos de ser. Y si esa estética política efectivamente habilita una apertura a otros tipos de relaciones posibles, a vivencias de otro género, a sentidos diferentes para el mundo, entonces, no puede confundirse con la resistencia conservadora que nos confirma en la persistencia del actual modo se ser. No se trata de despertar la conciencia del abismo como un peligro que nos asusta, sino de forzar, de hecho, esa apertura. Así puesta, la creación a la que dan lugar y tiempo estas resistencias aparece como principal fuente de valor.

Nuestra hipótesis es que la crisis argentina no posee meramente el valor de mostrar el precipicio, y con él figuras curiosas, “creativas”, en un sentido paternalista, sino que –por  sobre todo– la propia crisis fue en cierta medida empujada, atravesada, recorrida y elaborada por figuras que nos hablan de lo humano y sus capacidades, de la inteligencia y los modos de ser, es decir, que, mirados en su singularidad, interrogan agudamente sobre la conformación actual del lazo social. ¿En qué sentido nos interrogan sobre lo humano? En tanto lo humano no es más que un soporte que se actualiza –logra densidad histórica y política, existe– en la medida en que ciertos procedimientos producen nuevos modos de lo común.

Esta imagen, sospechamos, cuestiona la habitual vinculación entre arte y política porque logra ir más allá de la denuncia de las figuras oprimidas y sus opresores. Nos empuja a un desafío mayor: ¿qué posibilidad existe que esa capacidad expresiva provenga de una mayor capacidad de afección?

En Argentina el post-fordismdo  y el General Intellect no viene de la mano de un proletario inmaterial sino –por sobre todas las cosas- de estas nuevas figuras que operan en los siguientes sentidos: saben leer las nuevas condiciones del capitalismo, inventan modos de adaptación eficaces y despliegan un plus de inteligencia para producir lazo social en estas condiciones.

  • En este sentido hay un curioso nietzscheanismo que consiste en proclamar que la autonomía de estas nuevas figuras, concebidas en su hacerse desafío con respecto al neoliberalismo, no consiste tanto en proclamar su independencia formal frente al estado y el capital (finalmente esta autonomía es un proyecto del propio capital) cuanto de afirmar recursos, subjetividades y nuevos lenguajes. Es esta afirmación la que funda la perspectiva autónoma y no a la inversa.
  • En este sentido las figuras de la crisis tienen una universalidad inmediata. Una universalidad doblemente potente en tanto es localizable y fechable. O, en otras palabras: no es reductible a mera pobreza, o a mero enfrentamiento.
  • Somos concientes que esta perspectiva nos coloca ante un riesgo fundamental: estetizar la devastación producida por el neoliberalismo. Sobre esto hay que trabajar. Pero la idea de que la afirmación –ligada a la fundación de una universalidad concreta que interroga lo humano en tanto tal- nos sigue pareciendo la vía mas fecunda y a la vez nos da la clave para comprender las formas actuales del fascismo que consisten en negar y desear la desaparición d esta interrogación.

Hasta siempre,

Buenos Aires, 22 de septiembre del 2004

Verónica y Diego,

por el Colectivo Situaciones

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