Anarquía Coronada

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Pedro Yagüe

Engendros: Viñas // Pedro Yagüe

Cuando le preguntaron por qué escribía su respuesta fue tajante. Venganza, escribo por venganza. A David Viñas no le interesaba ingresar en la comunión de los santos. O tal vez sí, pero ya era tarde. Había hecho de su vida una guerra y de su escritura un arte del combate. ¡No! ¡No!, decía. Lo decía fuerte, lo gritaba. Y así empezaba a escribir. ¡No! ¡Eso sí que no! El pensamiento de Viñas se inicia en la negación, en una negación vivida, impregnada de historia. Es un no que nace de las entrañas. De sus entrañas. Una negación que surge del odio. De un odio profundo y suyo. Viñas escribe y al escribir se venga: del pasado, de su experiencia y sus maestros, de los otros, sus amigos y de sí. No escribe impoluto desde un afuera, seco e intacto. Se empapa de historia. Escribe mojado bajo la lluvia. Con el agua chorreando por el cuerpo, con la tormenta a punto de estallar, Viñas odia, niega y se venga. Piensa con rabia, con esa rabia llena de cuerpo que lo lleva a dar la cara. Porque el odio, en sus textos, no es una mera pasión. Es mucho más que eso. Es un proyecto teórico-político.

Yuda sintió que tenían odio, un odio magnífico, que no iba a terminar así nomás y que no se acabaría como ella había creído siempre. “El odio se acaba. Las ganas de comer se acaban”. No. Ese odio era hermoso, un cuerpo duro y vivo. Y si esos hombres tenían la cara envejecida y avanzaban sin titubear, apoyando los pies sobre el suelo con firmeza, golpeando el suelo, era porque en ese momento todo les era enemigo. El mundo también era duro, enemigo. Y si se negaban a trabajar, era porque querían tener las manos desocupadas, cerca, a los costados de su cuerpo.

 La escritura como venganza: así dicho no alcanzamos a nombrar la singularidad de David Viñas. No es el único argentino que, convocado por la guerra, transforma el texto en una forma del desquite. El desierto y su semilla, por ejemplo. Jorge Barón Biza lo escribe cuando su hermano –junto a él, sobrevivientes de una epidemia de suicidios familiares– le deja de enviar el dinero que garantizaba su silencio. La plata no llega y Barón Biza comienza a escribir.

            Otro caso es el de Correas y su Operación Masotta. Al igual que Barón Biza, la venganza se efectúa mediante una biografía. Correas busca ajusticiar una amistad perdida, recuperar al Masotta que Masotta había dejado de ser. Recuperar al amigo, al querido, al amado Oscar Masotta, compañero de caminatas, conversaciones y proyectos. Masotta, traidor de sí; Correas, vengador de la traición. Esa amistad intensa, sexuada, siempre a punto de romperse, es la que Correas, con su retrato, intenta perpetuar en el tiempo. Y así hacer justicia contra el olvido.

            En Viñas la venganza es otra. Es la venganza del humillado, de quien asume su condición para modificarla. Una venganza plural que busca dar voz a los que no la tienen. A partir de la humillación vivida, Viñas consigue hacer del odio un proyecto literario, ensayístico, intelectual y político. Y así escribe con los pies en su disgusto. En un disgusto que es en primera persona y en plural. Un disgusto que es nuestro. Nuestro disgusto. Viñas escribe, y al escribir se hermana con los otros en un mismo sentimiento. Una internacional de los humillados, decía León Rozitchner, a quien Viñas cita en el epígrafe de su único libro de cuentos: El escritor debe ser juzgado por la apertura sobre lo prohibido, por la irreverencia ante el poder actual, por la infracción. Y esa apertura, esa irreverencia, esa infracción, es la forma con la que Viñas le da voz a los humillados. La forma con la que lleva a cabo su venganza.

El lenguaje: continuación del odio por otros medios. Así lo entendía Viñas. O por lo menos así lo trataba. Porque el lenguaje no es asunto de administradores, no es un juego de combinación aritmética o un enigma a descifrar. Es algo a hacer. Y Viñas le hace algo. Lo aturde con su rabia, lo golpea con su historia, lo penetra con su odio. Deja el sello de su combate en las palabras. Y así logra hablar sin ser hablado. Así logra darse voz. Porque si fuera hablado, si las estructuras lo movieran como a un soldado de la historia o como a un monigote, no habría venganza posible en el lenguaje. Pero Viñas habla, grita, y así conquista una voz. Coje, con jota. Que agarren los gallegos, decía, yo quiero cojer. Y el lenguaje, claro está, no es algo que pueda ser agarrado.

            En Indios, ejército y frontera Viñas habla de las sincronías de la autohumillación. Este concepto nombra el mecanismo por el que intelectuales de los países coloniales o semicoloniales leen y comentan novedosos ejemplares de escritores europeos. Ellos, sostiene, protegen el ejemplar y se reservan para sí el monopolio de las lecturas legítimas. Ponen de moda una jerga, unos tonos, unas poses. Canonizan un texto y lo difunden de modo compulsivo hasta transformarlo en referencia ineludible de cualquier paper o prólogo que pretenda obtener cierto reconocimiento. Lo interesante aquí es que la autohumillación aparece como condición de posibilidad para la humillación de los demás. Y esto es exactamente lo que, según Correas, Masotta hace frente a Lacan: se autohumilla para humillar. Se abre de piernas frente al francés, como condición para que los argentinos se abran frente a él. En esto Correas expone una inteligencia sutil: su interés en la traición de Masotta no radica exclusivamente en el hombre Oscar Masotta, sino en la preocupación por cierto provincianismo, por los efectos del crimen en forma de terror represivo de nuestras Fuerzas Armadas. (Si en esta lucidez, la de Viñas, la de Correas, pudiera detectarse algún matiz de resentimiento, cabe una breve aclaración: sí, claro, la forma más pura y justa del resentir.)

 Pero ¡claro que es por resentimiento! —Yuda escupió las hilachas de su pajita—. Si yo cultivo mi resentimiento, si es lo mejor que tengo. Sobre todo que es mi reacción contra todas las cosas que aborrezco. (…) Porque si un señorito diestro, seguro de sí mismo y de toda su Verdad, dice que esto o lo otro es formidable, me pongo a dudar y hasta aseguro que no, que es un bodrio. Todas las afirmaciones de esa gente me aseguran mis “no”… “No” a lo que les gusta, “no” a lo que comen, “no” a lo que leen, “no” a lo que tienen metido en la cabeza… ¿Es claro lo que digo?

 Ya sea en la política, ya sea en el campo literario, el problema de Viñas termina siendo siempre el de la obediencia. El de los mecanismos por los que esta se perpetúa. Allí se inscribe el problema de la humillación, que es recuperado desde la experiencia de su propia historia: en la escuela religiosa, en el servicio militar, en la universidad. En estos mundos jerárquicos, sofocantes, se hace presente para Viñas el problema del lenguaje. Porque cierto uso de las palabras –y esto se encuentra bien expuesto desde la época deContorno– es también una forma de servidumbre. Y, como tal, un camino hacia el fracaso. Seamos claros de nuevo: no me refiero al fracaso como consecuencia realista del romanticismo de un escritor que pretende dedicar su vida a las bellas artes. Me refiero a otra cosa. Al fracaso del que no sirve. Del que no sirve de, del que no sirve para, del que no sirve a. Entonces uno piensa en la cultura, en esos gestos desfigurados por el maquillaje. Y piensa que también para ellos –pobrecitos– el fracaso es no servir.

 “El fracaso”. Era eso lo que teñía al resto: toda la carne se le aflojaba sobre los huesos como si empezara a tiritar y sentía vértigo. El fracaso, no servir.

 El problema fundamental de Viñas: la obediencia. La herramienta con que se propone abordarla: la historia. Es en el terreno de la historia –ya sea en la ficción o en el ensayo– donde Viñas lleva a cabo su venganza. La humillación a la que se enfrenta es la humillación de un tiempo. Nunca una humillación en abstracto. Se vive en las calles, en los minutos y horas en que se va la vida.

La historia, para Viñas, se desenvuelve con un ritmo sospechoso. Con un ritmo en el que la repetición pareciera anunciar la forma en que las variaciones participan de una misma constancia. Lo extraño de esta repetición es que no se produce desde una linealidad ni desde una circularidad. Es una vibración que atraviesa el tiempo, una presencia del pasado en cada presente. Una presencia acechante, sí, pero también productiva. Porque –dice Viñas– cuando Simón Radowitzky asesina con justicia a Ramón Falcón, en ese mismo acto se encuentra sin saberlo vengando al Chacho Peñaloza. Los presentes se conjugan en un mismo tiempo, en una misma vibración. Por eso la obsesión de Viñas por las continuidades, por las series: de la conquista de América a la Campaña del Desierto, de los malones a los anarquistas, del indígena al desaparecido, del positivismo de Roca al genocidio de Videla.

La violencia que subyace en la constitución del Estado liberal argentino es una de las principales insistencias de su pensamiento. El exterminio aparece, en su repetición, como un ritual de Estado. La violencia de la conquista, la violencia del desierto, se encuentra vibrando todavía en nuestro presente. Entenderla, recordarla, es una forma de actualizar la vibración de un mundo que, aunque lejano, supo respirar el mismo aire que nosotros.

En Viñas la escritura es un desquite frente a la humillación. Esto convierte a la obediencia en su problema fundamental y a la historia en el arma de su venganza. Pero nos falta algo. El medio por el que la obediencia se perpetúa en el tiempo. Sabemos que ningún orden social se mantiene por la mera coacción física. Si lo hiciera, la obediencia no sería un problema político a pensar. ¿Qué es lo que falta para reconstruir las coordenadas del pensamiento de Viñas? El miedo, el terror. Este es el factor que somete, que perpetúa los mecanismos de humillación y obediencia. El miedo al patrón, al cura, al militar. Al maestro, al solemne intelectual. El miedo a decir lo propio, a exponerse, a volcar la vida en el lenguaje. Lo más temido: que el cuestionamiento de la jerarquía haga que esta se derrumbe entera contra quien la pone en entredicho. Entonces se prefiere el silencio, la búsqueda de otra voz, el saber de la autoridad que nos mantiene impolutos, lejos del peligro.

La venganza de Viñas se dirige hacia ahí: hacia el miedo. Contra él. Es una venganza que libera, que busca trastocar con las palabras el orden constante de la historia. ¡No!, dice Viñas. ¡Eso sí que no! Quiero escribir, quiero decir, quiero abrir un espacio en la historia, un espacio que penetre en lo más hondo de la repetición. Quiero desnudar el orden perverso de los humillados, sacar mis odios, mis resentimientos, hacer de ellos la tierra firme de mis palabras. ¡No! ¡Eso sí que no! Voy a escribir para ser yo, voy a ser yo para escribir. Esa es mi venganza. La venganza que busco y necesito.

*Viñas es un capítulo del libro Engendros publicado en 2018 por Hecho Atómico Ediciones

¿Qué es una idea? La prolongación de un cuerpo en el lenguaje // Amador Fernandez Savater

La lectura, por tanto, lejos de ser una actividad puramente mental o racional, mero ejercicio de desciframiento de sentido, es la escucha -se escucha con todo el cuerpo- del afecto que las palabras transportan, de su acarreo de fuerza.

No lee el espíritu, sino la materia ensoñada que somos. La imaginación es un órgano de la sensibilidad: la amplifica, intensifica y prolonga.

Pero en el lenguaje siempre es la guerra. ¿Por qué? Porque lo que en su día fue movimiento de afecto cristaliza y se impone como consenso, autorizando sólo la repetición. Tal estilo, tal concepto, tal gesto. El consenso es la desaceleración de las energías, el olvido de su dimensión instituyente, la petrificación y la pacificación.

El signo es la ceniza de la intensidad. Las instituciones establecidas -en política o en la academia, en literatura o poesía- son las guardianas del signo, mantenedoras de un orden de ceniza. Ideología, estética, cultura, progresismo: distintos modos de nombrar el discontinuo organizado entre cuerpo e idea, palabra y experiencia, pensamiento y afecto. Modos de no escuchar.

Leer y escribir, pensar o poetizar se juegan siempre “contra” las tentaciones de la Cultura y la Forma: sus recompensas, reconocimientos, likes. Contra nosotros mismos y nuestro miedo. A fracasar, a decepcionar, a no tener nada que decir, a no encajar, a no ser interesantes, a abandonar los gestos que han devenido simples trucos de seducción pero que reportan éxito, a no ser nadie…

Sólo desestabilizándonos podemos desestabilizar los sentidos de la época. La verdad es solitaria. Menos crítica y más guerra, interior, exterior.

El argentino Pedro Yagüe llama “engendros” a algunos puntos de potencia en este mapa de la guerra del lenguaje.

Lee a los engendros Barret, Mansilla, Fogwill, Gombrowicz, Lamborghini, Albertina Carri, Asís, Viñas, Rozitchner.

Y los lee asimismo como engendro.

Gombrowicz // Pedro Yagüe

La inmadurez es lo real. Y lo real no tiene forma. La forma envuelve, oculta. Asfixia. Crea una ficción sofocante. En ese encubrimiento hay algo que se gana y algo que se pierde. La ganancia: seguridad, integración, cultura. La pérdida: inmadurez, realidad. Así, nos dice Gombrowicz, se vuelve el hombre incapaz de expresar lo interior. Incapaz de expresar su verdad. Verdad que nunca es solo suya porque nunca está solo. En Gombrowicz hay un amor por la inmadurez. Un romanticismo extraño, entrañable; una búsqueda de nuevas fuerzas en lo más profundo de uno mismo. La inmadurez es concebida como un combate insistente contra la forma. Una resistencia contra el aroma putrefacto de la cultura. Se escribe para resquebrajar un orden, para hacer salir lo que no debería. Aparece entonces una fórmula: escribir es la búsqueda de un acuerdo con lo propio, la expresión de una discordia con lo exterior. Para Gombrowicz nada de lo que le es propio debe impresionar al hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre. Gombrowicz odia la cultura. La combate, la enfrenta: su parafernalia, sus recompensas y reconocimientos, generan en el hombre un anhelo de madurez. Aparece entonces todo el circo de los escritores, los cantantes, los poetas y sus falsedades. ¿Cómo no aburrirse con todo eso? ¿Cómo no aburrirse de los cantautores y poetas, tan parecidos entre sí, tan calculadamente tiernos? Muestran su arte como quien publica en Instagram o Facebook una imagen de sus nuevas tetas. Son artistas de papelito, de brillantina. ¿Cómo no aburrirse con todo eso? Con un enorme esfuerzo. Esto lo sabe cualquiera que haya ido a ver el arte de estos personajes: la incomprensible carcajada esnob de los teatros, la atención fingida a la lectura de textos solemnes e ilegibles, la estupidez amable del aplauso a una canción, el infinito simulacro de un sentir que no se tiene. Varones y mujeres que se obligan a arrodillarse frente a la imagen que construyen de sí mismos. Asesinos de su tiempo. El sentido de la escritura se descubre cuando ésta se vuelve contra uno mismo. Escribir, para Gombrowicz, es una forma de resistencia. O mejor dicho: se escribe porque algo en uno se resiste. ¿A qué? Al maquillaje asfixiante de la cultura. Algo quiere brotar, algo que busca destruir la realidad como el sueño a la vigilia. Una fuerza que intenta salir y mostrarse como es, a cara limpia. Una fuerza incomprensible, incontrolable, impredecible. Eso es la inmadurez.

Engendros de Pedro Yagüe // Diego Valeriano

Estos son mis escritores, estos son mis amigos ¿Cuáles son los tuyos? Engendros de Pedro Yagüe es un libro que te activa, un libro agite, trinchera, escaramuza a la salida de un bautismo en Merlo. En un mundo cada vez más careta lleno de cuidados, burócratas, filminas y correcciones Engendros es una gran noticia. 

Engendros nos habla de escritores cero caretas que escapan a la manija insaciable del mercado, la cultura, la opinión y la academia. Nos habla de una vitalidad nueva en el bueno de Barrett, el dandy de Mansilla, el falopero de Fogwill. Nos charla de lo guachín de Gombrowicz, del abandono de la forma humana de Lamborghini, de la permanente obstinación de Carri. Deja para el final al crocante de Asís, al runfla de Viñas, al arbitrario de Rozitchner.

Es necesario dejarse llevar por este libro, asumir el riesgo que esto implica. Leerlo de un tirón, contener la respiración, reirte, escabiar entre autor y autor. Es un libro experimento que nos pone en juego, que nos da ganas de activar, de salir al boliche de la esquina, de llamar al transa, de entrar en una. De ir a cualquier lado a cagarse a piñas defendiendo el hablar de Asís, la inmadurez de Gombrowicz, lo puto de Barrett. 

Frente a lo aburrido del progresismo, frente a esta cosa terrible que se propagó por todos lados, hecha de vínculos gorra, frivolidad, stalker y preocupaciones por cómo se dicen las cosas más que por las cosas mismas Engendros está muy bien para poner en práctica nuevos ensayos, asumir nuevos riesgos, poner en juego nuestras convicciones prestadas y descubrir o redescubrir a estos animales que en su escritura se jugaban la propia siempre.

Engendros – Pedro Yagüe – Hecho Atómico Ediciones

 

 

La actualidad política del pensamiento de León Rozitchner // Pedro Yagüe

*Ponencia escrita para las Jornadas de Sociología realizadas en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en Septiembre 2017. Mesa 25: ¿Cómo (y desde dónde) criticar en la actualidad? Dilemas teóricos de la crítica social.

Durante estos años de mi vida académica me tocó escribir algunos artículos y ponencias en los que se repitió la misma estructura: una introducción en la que se anuncia lo que se va a decir, un texto en el que –en el mejor de los casos– se dice algo, y una conclusión en la que se repite lo que ya se dijo. Imagino que a nadie sorprenderá esta secuencia que suele ocultar los tiempos lógicos y problemáticos de un pensamiento. Tiempos lógicos y problemáticos, digo, que no pueden sino desarrollarse al calor de otras preguntas. ¿Cómo llega uno a decir lo que dice? ¿Por qué y desde dónde se escribe? ¿Contra qué o quién? ¿Tiene uno realmente algo para decir? Si escribo estos interrogantes, si menciono estos problemas, es porque hoy, en esta ponencia, decidí empezar por un comienzo más sincero.

Desde septiembre del 2015 estoy haciendo mi doctorado con una beca de la UBA. Eso explica, en buena medida, la existencia de este texto. En tanto becario contraje el compromiso (implícito desde el punto de vista su enunciación, explícito desde el punto de vista de sus efectos) de participar de estos espacios a los que a veces llamamos jornadas, congresos o simposios. No digo nada sorprendente: uno tiene que escribir dos o tres ponencias por año, no importa lo que se diga (de allí la libertad que siento al escribir estas líneas, sabiendo que probablemente casi nadie las lea). Entonces, decía, uno tiene que publicar dos o tres ponencias por año. ¿Y qué hace el becario promedio (en este caso yo) frente a esta situación? Tiene dos caminos: o bien se anota en una mesa de gente cercana, gente conocida con la que trabaja, o bien examina uno a uno los títulos de las mesas pensando cuál de ellas tendrá algo que ver con lo que uno hace, cuál de ellas tendrá algo que ver con las propias ganas. Así, a partir de un paneo general como quien busca una mirada en el colectivo, elegí participar de esta mesa. Me gustó el título. Y es allí por donde, pienso, debería empezar.

¿Cómo (y desde dónde) criticar en la actualidad? Ésa es la pregunta con la que la mesa nos invita, pregunta con la que se intenta marcar un sendero por el que los ponentes deberemos transitar. No es ésta una tarea sencilla ni evidente. Diversas bifurcaciones parecieran abrirse a partir del interrogante. Distintos caminos aparecen como posibles. Debemos, por lo tanto, tomar una decisión. ¿Cómo (y desde dónde) criticar en la actualidad? Comenzaremos, entonces, por mencionar dos problemas que marcarán el rumbo de estas páginas.

La pregunta de la mesa lleva implícita una afirmación: no sabemos cómo ni desde dónde emprender una crítica que esté a la altura del presente. Éste será uno de los problemas que deberemos hacer resonar a lo largo de estas páginas. Tenemos la necesidad –si es que se quiere evitar la simulación, la impostura– de repensar los términos en que la crítica teórica y política se desarrolla en la actualidad. Hay cierta insuficiencia que se respira en el ambiente académico y cultural que nos obliga a preguntarnos por las carencias de la razón con las que nos pensamos.

Surge aquí el habitual problema del pensamiento crítico. Parafraseando a Descartes se podría decir que el pensamiento crítico es lo que mejor repartido está en el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que incluso los más quejosos respecto a cualquier otra cosa no suelen desear más del que ya tienen. Todos parecieran estar conformes con la cuota de pensamiento crítico que les toca. Resulta casi imposible hablar de él sin caer en la autocomplacencia. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de crítica? Podríamos arriesgar una rápida definición: el pensamiento crítico es aquel que disminuye la distancia que nos separa de la realidad material y, al hacerlo, enfrenta las contradicciones teóricas y políticas del presente. El pensamiento crítico hace pensar lo que no se sabe que se piensa, hace sentir lo que no se sabe que se siente. Busca tener arraigo en la materialidad de nuestros problemas, de nuestra experiencia. Nada más lejano a la repetición vacía, a la palabra muda de la misa académica.

Si nos preguntamos esto es porque, como señalé, las categorías con las que pensamos nuestro presente parecieran carecer de esa eficacia a la que –por seguir la pregunta de la mesa– llamaremos “crítica”. Eficacia conceptual para abrir un campo de teoría pensable, eficacia política para abrir un espacio de experiencia posible. El pensamiento en el que nos vemos incluidos, aquel que repetimos hasta el cansancio, no está a la altura del presente que nos avasalla. Señalar la necesidad de una oxigenación en la crítica implica afirmar la necesidad de volver a pensar en su movimiento los problemas que nos preocupan, aquellos en que se nos va la vida. Un ejemplo: la infatigable repetición de la figura del “empresario de sí” para comprender la subjetividad neoliberal. Foucault desarrolla esta figura de una manera brillante, envidiable. Sin embargo, no pareciera ir más allá de la mera descripción: no analiza el tránsito por el que los hombres asumen como propio el principio económico de la satisfacción, no piensa las resistencias históricas concretas que pudieran poner esta subjetividad en entredicho, no le interesa la experiencia contradictoria y dolorosa que esta racionalidad desata en el sujeto. Es una verdad meramente descriptiva, cuyas carencias mantienen cierta relación con la pasividad de los lectores y especialistas, casi siempre relegados al papel de “aplicadores” del concepto. Todo queda en la descripción por la descripción misma y allí nada pasa. Falta algo. Este algo que falta es lo que me preocupa, y sobre lo que la mesa nos invita a reflexionar.

Este primer problema que enuncio nos conduce a una segunda pregunta. ¿De qué hablamos cuando hablamos de la actualidad de una crítica, de la actualidad de un pensamiento? Pienso que para responder esta pregunta debemos partir de una afirmación: no hay teoría actual sino teoría actualizada. Esto nos conduce a realizar, por lo menos, dos señalamientos: en primer lugar, debemos señalar el carácter procesual de toda actualización (no hay teoría que sea de por sí actual); en segundo lugar, que esta actualización se da necesariamente a partir de la relación histórica que un sujeto –o, en el mejor de los casos, que un conjunto de sujetos– establece con una producción teórica. Es desde los problemas históricos del sujeto actualizante que la teoría actualizada adquiere cuerpo. Otro ejemplo: la difícilmente cuestionable actualidad del pensamiento de Marx. Ella no va de suyo sin una vida que reclame en sus textos la solución para los problemas del presente. Requiere, para adquirir vigor, para hacerse cuerpo, ser actualizada por sujetos que reconozcan en la teoría marxiana la posibilidad de pensar la propia vida. Y la vida, claro está, es impensable sin su historicidad. Por eso es que no hay teoría actual sin un proceso singular de apropiación. Actualizar una teoría será hacerla propia. Lograr animar las ideas, los conceptos, en los problemas políticos del sujeto. En nuestros propios problemas. Actualizar un pensamiento será encontrar en él las condiciones que permitan iluminar nuestros errores y dependencias; animarnos a nosotros mismos en las ideas y a las ideas en nosotros mismos, para así arrancar a la teoría de la quietud en la que se encuentra. Es, en algún punto, un ejercicio de doble traducción: se traducen los conceptos en la vida, y la vida en los conceptos.

A través de estos problemas quisiera introducir el pensamiento de León Rozitchner. Para hacerlo, claro está, no puedo ignorar la necesaria arbitrariedad que toda actualización (en este caso la mía) implica. Son los problemas que me preocupan, que me movilizan, los que me conducen a asumir la necesidad de apropiarme de sus conceptos. Hay algo en la obra de Rozitchner que no cesa de cautivarme. Algo de la forma en que problematiza, en que escribe, en que logra hacer de su voz viva el medio mismo de su pensamiento. Pero para que esta sensación no quede en la mera arbitrariedad con la que uno se acerca o distancia de un autor, habrá que ver en esa especie de seducción el índice de una verdad. Hay algo verdadero en sus textos que reclama desde otro tiempo la necesidad de su actualización en el presente. Algo que, intuyo, podría ayudar a nuestra sofocada crítica.

Haciendo, tal vez, un abuso del esquematismo quisiera remarcar algunos aspectos de la filosofía de Rozitchner que, según entiendo, nos hablan de su alcance crítico en la actualidad. Tres problemas que, sin tener un lugar destacado en la razón con la que pensamos, nos permiten reconocer el carácter políticamente actual de su pensamiento. Estos puntos son: el lugar otorgado a la experiencia, la idea del sujeto como núcleo de verdad histórica, y la categoría de guerra y su relación con la eficacia política.

En primer lugar: la experiencia. Para referiros al lugar que ésta ocupa en el pensamiento de Rozitchner (y al que ocupa en los actuales debates) debemos remontarnos al contexto político e intelectual de la Francia de posguerra. Después de la segunda Guerra Mundial se desarrollaron dos vertientes teóricas, ambas desarrolladas al calor de una especie de alianza entre la reflexión filosófica y ese amplio espacio político al que llamamos izquierda. Una de ellas, fuertemente ligada a la fenomenología, cuyas principales figuras fueron Jean-Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty y Simone de Beauvoir; la otra, no tan nucleada aunque más expandida, giró en torno a lo que se llamó estructuralismo, con sus posteriores vertientes “post” (largo campo que va de Claude Lévi-Strauss a Gilles Deleuze, pasando por Jacques Lacan). Hoy, algunas décadas más tarde, podemos afirmar que la vertiente estructuralista fue la gran vencedora: pocos se interesan hoy por los escritos de Sartre o Merleau-Ponty. Han desaparecido casi totalmente de las currículas académicas. Y con ellos parece haber desaparecido también la pregunta política por la experiencia.

¿Qué tiene que ver León Rozitchner con todo esto? En 1948, a sus veinticuatro años, Rozitchner decidió partir hacia Francia para ingresar a la carrera de Filosofía en La Sorbonne. En Paris asistió a los cursos de los principales profesores del momento: Piaget, Bachelard, Jean Wahl, Hippolyte, Ricoeur y Merleau-Ponty. Fue la vertiente fenomenológica la que mayor impresión generó en él. Luego de presentar su tesis doctoral (bajo la dirección de Jean Wahl y con Lucien Goldmann en el jurado) sobre la significación ética de la afectividad en la fenomenología de Max Scheler, el joven Rozitchner regresaría a Buenos Aires donde, en la escuela de la revista Contorno, empezaría a desplegar los conceptos aprendidos a la luz de los problemas de su tierra y de su tiempo. Aquí, en Buenos Aires, traduciría libros de Merleau-Ponty y Jules Vuillemin, entre otros. Esta alianza entre fenomenología y marxismo era introducida por Rozitchner en la Argentina de los años sesenta. Años en los que se comenzaría a forjar el núcleo de su problemática filosófica.

Ambos libros de Merlau-Ponty fueron traducidas por León Rozitchner

 

Desde su tesis doctoral sobre Scheler hasta el final de su vida León Rozitchner estableció una estrecha relación entre política y experiencia. No hablamos aquí de la experiencia en tanto acervo de conocimientos que uno tiene por la condensación del paso del tiempo, sino de la experiencia como experiencia sensible. Hay en el cuerpo un saber que no es aprendido, que no se incorpora a través de la razón. Y es de esta experiencia de la que, una y otra vez, nos habla Rozitchner. Podríamos pensar a la obra de León Rozitchner como un enorme esfuerzo por hacer del cuerpo vivido, de la experiencia, el lugar en el que la razón penetra y, que al penetrar, se modifica. Por eso hablamos de una estrecha relación entre experiencia y política: porque hay algo de lo político que sólo la experiencia vivida puede poner de manifiesto. Es un tipo de introspección semejante a la que el poeta realiza a la hora de elaborar su poesía, o a la que el narrador lleva a cabo cuando escribe. Tal vez sea en este sentido que Merleau-Ponty señala que la fenomenología “es laboriosa como la obra de Balzac, la de Proust, la de Valéry o la de Cézanne: con el mismo género de atención y de asombro, con la misma exigencia de consciencia, con la misma voluntad de captar el sentido del mundo de la historia en estado naciente” (Merleau-Ponty, 1993: 21). Por eso es que el fenomenólogo francés señala que no hay otra manera de conocer el cuerpo que no sea vivirlo. Que no hay otra manera de conocer el mundo que no sea vivirlo. Y que, por lo tanto, no habrá otra manera de conocer aquello que llamamos política que no sea vivirla.

Esto es justamente lo que las teorías estructuralistas y pos-estructuralistas no pueden pensar. El estructuralismo desecha la vivencia como lugar de la elaboración de una verdad: hace del cuerpo humano el mero soporte de fuerzas anónimas. Tal vez sea por eso que, como señalamos, las actuales reflexiones estructuralistas y pos-extructuralistas sobre lo neoliberal no alcancen más que a describir funcionamientos. La filosofía de Rozitchner incorpora otra pregunta: la pregunta por el tránsito que el cuerpo humano tuvo que hacer para tener acceso a una razón histórica. Esta problemática abre una vía diferente. Una vía que obliga a pensar la infancia, obliga a pensar al cuerpo como cuerpo afectivo, vivido, y obliga a pensar el proceso que todo hombre tuvo que atravesar hasta ser lo que hoy es. Esta pregunta, esta forma de problematización, habilita un camino distinto para pensar nuestro presente político. Habilita un punto de vista: el de la experiencia[1].

No habría que confundir la importancia –por así decirlo– epistemológica de la experiencia con una concepción de la verdad como inmediatez. Rozitchner nos habla de un trabajoso movimiento por el que el sujeto hace de su experiencia el espacio a partir del que una verdad posible pueda ser elaborada. Si la experiencia fuera el lugar inmediato de la verdad, quedaría el hombre condenado a ser el reflejo pasivo de la realidad que la produjo. Aquí no hay nada de eso. Aquí la experiencia aparece como trabajo, como irrupción: “un ser que se estruja para decir su ser” (Rozitchner, 2015c: 117). Rozitchner le asigna un rol activo al sujeto en esta dialéctica productiva que lo vincula con su experiencia. Hay un conjunto de vivencias, de significaciones, que permanecen como el subsuelo de una conciencia que no dice ni piensa (pero siente) la materialidad sobre la que se construyó. Rozitchner nos habla de la necesidad de desandar estas vivencias, de la necesidad de abrir un nuevo horizonte sensible sobre el que fundar una racionalidad diferente.

El problema de la experiencia en el pensamiento de Rozitchner, claro está, merecería un desarrollo mucho más extenso. Teniendo en cuenta la extensión correspondiente al género “ponencia” voy a limitarme a señalar algunos puntos. La importancia política de la pregunta por la experiencia ya se encontraba presente en los primeros escritos de Rozitchner para la revista Contorno. En su artículo “Experiencia proletaria y experiencia burguesa” de 1956 afirma en relación con la experiencia peronista:

 

Lo que constituye un laborioso aprendizaje en la lucha, la superación de los obstáculos, la discriminación del enemigo, el discernimiento de la realidad que no se lee en los libros y que el obrero aprende en su historia, en cada una de las coyunturas que la rebeldía enseña al organizarse, todo eso se evitó. Se quiso eludir el drama. Obtener lo que se obtiene con el esfuerzo, pero sin el esfuerzo y creer que es lo mismo. Que lo mismo da hacer una huelga en el miedo y en el terror porque se dispone del ímpetu que vence al miedo y al terror, que recibir la orden de huelga que todo favorece, diligenciada por la policía, y salir a gritar lo que se pide. Este camino de pantomima, esta simulación de la tragedia que se vive como una comedia, esta facilidad organizada carecía de porvenir porque no era dueña de sí misma, porque su fuerza le venía de otro lado: de un poder conferido sin contraparte y sin reciprocidad. (Rozitchner, 2015b: 278)

En este pasaje puede verse cómo, para Rozitchner, la experiencia de un proceso político se encuentra directamente relacionada con su eficacia. No importa sólo lo que se haga, lo que se consiga, sino el tránsito vivido hacia la acción. Dentro de esta misma línea problemática se inscribe su clásico artículo de 1966 “La izquierda sin sujeto”, resultado de una discusión implícita a John William Cooke. En dicho texto Rozitchner se propone advertir sobre las dificultades presentes en el tránsito que la izquierda argentina buscaba hacer desde la racionalidad burguesa hacia una diferente. Tránsito imposible, señala Rozitchner, si no se logra abrir el drama que dicha racionalidad desata al interior de cada sujeto. Imposible, decimos, si no se logra asumir activamente la experiencia de la contradicción entre lo que se es y lo que se quiere dejar de ser.

 

La salida de la contradicción en la que estamos viviendo no puede ser pensada con la racionalidad burguesa; debemos descubrir una racionalidad más profunda que englobe en una sola estructura, partiendo desde la experiencia sensible de nuestro propio cuerpo, nuestra conexión perdida con los otros. (Rozitchner, 2015b: 25)

 

Queda aquí resonando un problema: el de la experiencia de nuestra conexión perdida con los otros. Esto es fácil de enunciar pero, ¿cómo recuperar la conexión perdida con los otros si no es abriendo el drama de esa pérdida al interior del propio cuerpo? Rozitchner señala un problema teórico y político: el de la relación conflictiva entre lo que se dice y lo que se siente. El teórico de Chivilcoy intenta señalar cómo la burguesía está en nosotros como un obstáculo a enfrentar. Cómo los hombres se encuentran sitiados al interior de sí mismos. No es éste un llamado al subjetivismo sino un grito de alerta sobre las consecuencias políticas del menosprecio de las cuestiones subjetivas. “Con las categorías burguesas que ordenan nuestro modelo de ser personal no resulta posible pasar de la práctica burguesa a la praxis revolucionaria, aunque sólo sea porque en la segunda se abre un riesgo, un peligro, un fracaso posible que linda con la muerte y que la primera no contiene” (Rozitchner, 2015b: 37) (si a alguno, por razones de moda, de costumbre, le resultan ajenas las palabras “burguesa” y “praxis revolucionaria”, cámbiese ellas por “neoliberal” y “transformación social” respectivamente: el problema seguirá siendo el mismo).

Algunos años más tarde, en Filosofía y emancipación. Simón Rodríguez: el triunfo de un fracaso ejemplar León Rozitchner señalará a la experiencia de la empatía como condición de posibilidad para el conocimiento –aquel que, señalamos, disminuye la distancia con lo real– y para la práctica política. En este libro puede leerse:

 

la experiencia desde la cual accedemos al saber reposa en ese sentimiento: no sabe el que quiere saber sino el que se atrevió a sentir el sufrimiento ajeno como propio. Porque por mucho que “sepan” serán siempre ignorantes: ignorarán en su cuerpo el sentir del otro sobre el cual el verdadero saber se desarrolla en su verdad. Y no en la mentira de los que, al ocultarlo, deberán siempre simular que no son lo que en realidad sienten: que en verdad no sienten profundamente nada, salvo la angustia de la propia muerte que los acompañará para siempre, porque cada cuerpo insensible es el lugar que encierra un muerto en sus entrañas. (Rozitchner, 2012: 25)

 

A lo largo de las páginas de este libro León Rozitchner insistirá en la idea –directamente vinculada con su trabajo Freud y los límites del individualismo burgués– de la necesidad de expandir los límites del propio cuerpo hacia el de los otros como experiencia política irrenunciable. No hay pensamiento político real sin una voluntad de recuperar la experiencia perdida de la conexión con los otros. Sentir al otro en uno, sentir el sufrimiento ajeno como propio, será condición de posibilidad para la teoría política. Sin este acto de empatía fundamental los conceptos serán solo maquillaje, simulación, palabras muertas que no podrán penetrar en el núcleo de lo real. Es que, en última instancia, la pregunta que me preocupa es ésta: ¿cómo puede la teoría social pensar sin pensarse? ¿Y cómo pensar sin pensar pensarse en relación con los otros? ¿En qué piensan los aplicadores de conceptos, los exégetas, que no se atreven a animar sus palabras con la propia experiencia? Hacia allí nos dirige la filosofía de Rozitchner: no sabe el que quiere saber, sino el que se atrevió a sentir al otro en uno.

Esto es lo que quería decir sobre el problema de la experiencia. Problema político que, como señalé, pareciera ausente en la teoría contemporánea. El desarrollo no fue lo extenso que el asunto se merece, pero, en el contexto de esta ponencia, espero que haya servido para señalar una forma en que la teoría social y política puede ser pensada. Directamente ligado con el lugar que Rozitchner le asigna a la experiencia, aparece el segundo punto que me gustaría mencionar. En su obra de 1972 Freud y los límites del individualismo burgués encontramos una definición que se repetirá posteriormente a lo largo de su obra: el sujeto es núcleo de verdad histórica. Al decir que el sujeto es núcleo de una verdad Rozitchner nos invita a pensar que en lo más profundo de cada uno se produce saber sensible relativo al mundo y a los otros. La idea del sujeto como núcleo de una verdad histórica que en él se elabora, implica un movimiento teórico a través del que Rozitchner buscó romper con las tradiciones estructuralistas que veían en cada individuo el mero soporte de un poder anónimo. Hay efectivamente una determinación histórica que organiza al sujeto como sometido, pero también hay oposiciones que hacen de ese cuerpo el lugar contradictorio y productivo de una resistencia. Cada uno de nosotros es el lugar humano en el que la verdad de lo colectivo, con sus tensiones, se elabora.

Aquí se hace evidente cierta distancia entre su lenguaje y el de alguno los autores contemporáneos. Rozitchner nos habla de sujeto. En su primer libro sobre Freud el filósofo argentino intenta señalar la importancia política de esta categoría. Frente al cientificismo marxista althusseriano que veía en dicho concepto un residuo de las tradiciones idealistas, el teórico de Chivilcoy se propuso reivindicar dicha categoría advirtiendo sobre las consecuencias políticas de su abandono.

 

La ciencia “no tiene sujeto”, se nos dice. Pero sabemos que la política sí. Más allá del sujeto negado, ¿quién sufre?, ¿quién soporta la tortura? La política tiene la tortura y la muerte, puesto que nunca el dolor y el término de la vida son anónimos, a pesar de que el intento del represor consista, también el suyo, en aniquilar al sujeto. En su caso límite la política muestra los dos extremos disociados, cosa que el “científico” –tanto como el policía– elude en su espiritual y anónima práctica: la unión de lo más individual y de lo más colectivo. (Rozitchner, 2013: 24)

 

El sujeto, para Rozitchner, es un cuerpo sintiente que vive, y que al vivir elabora un sentido y significaciones nuevas de su propia experiencia. Esta idea de Rozitchner debe entenderse 1) a partir del carácter indisociable de lo individual y lo colectivo; y 2) junto a la necesidad de que el hombre se haga cargo activamente de ese proceso. Aquí aparece la importancia de su definición del sujeto como un absoluto-relativo. Si el hombre fuera un mero absoluto (como en la metafísica cristiana de Scheler) no habría, entonces, lugar para la asunción de la propia existencia como el lugar de la producción de una verdad posible. El hombre quedaría separado de los otros y del mundo. Si el hombre fuera una mera relatividad, un mero soporte en el que los poderes anónimos de la historia se despliegan, tampoco cabría pensar el reconocimiento de la propia existencia en su productividad. Es justamente la idea del hombre como absoluto-relativo la que le permite a Rozitchner pensarlo como el lugar tensionado y contradictorio de una verdad posible que busca prolongarse de una manera diferente en los otros y el mundo.

De allí, una vez más, la importancia de la experiencia. La vivencia, angustiante, dolorosa, de la verdad histórica que cada hombre encarna, reclama desde la incoherencia sentida con el mundo la exigencia de su transformación. Ésta es la dialéctica frente a la que nos ubica Rozitchner: un sentir real que, en su carácter de verdad histórica, lleva en sí el germen de su destrucción. Un malestar que señala la necesidad de dejar de ser lo que se es. Este movimiento nos ubica frente a dos caminos: la asunción activa de esa insatisfacción vivida o el ocultamiento, el refugio, en los agujeros negros de la imaginación. ¿Se escuchan los ecos de la categoría marxiana de “praxis revolucionaria”?

Para Rozitchner resulta impensable la praxis sin entender el malestar que produce la incoherencia vivida con el mundo. De allí surge la voluntad de transformar la realidad, aquella que el malestar señala como un obstáculo. Por eso es que el sentir y el pensar abstracto anestesian la verdad del sujeto y cancelan, por lo tanto, el movimiento de la praxis. La negación de la experiencia del cuerpo niega también la actividad humana mediante la que el hombre transforma la realidad histórica y se transforma a sí mismo. Detiene un estado de cosas en el tiempo. Decir que la praxis es el más alto grado de conciencia implica la afirmación de un doble ser consciente: por un lado, el de la conciencia y asunción activa del sentir, de la experiencia; por el otro, del reconocimiento de la necesidad de transformar el fondo histórico-económico sobre el que ese sentir se constituye. Es en la praxis, como dice Marx en la segunda de las Tesis sobre Feuerbach, donde el hombre demuestra la verdad, donde el hombre se descubre a sí mismo como el lugar de la elaboración de una verdad.

Hasta aquí el problema del sujeto. El tercero de los puntos que me propongo mencionar no se encuentra explícitamente relacionado con los anteriores. Me refiero al problema de la guerra que Rozitchner elabora a partir de su lectura de Clausewitz a comienzos de los años ochenta. El pensamiento de la guerra aparece en la filosofía de Rozitchner a partir de la necesidad de analizar la capacidad política de las propias fuerzas. ¿Por qué aparece este problema en este momento de su obra? Principalmente a partir de la necesidad de pensar las razones de la derrota política de los setenta, las razones que volvieron ineficaz la enorme contraviolencia de aquellos años. Rozitchner advierte la existencia de una radicalización abstracta en buena parte de la izquierda argentina. Abstracta en tanto incapaz de medir las propias fuerzas en relación con las del adversario, incapaz de analizar relaciones de fuerza, condenada, por sus propias fantasías, a dirigirse sacrificialmente hacia la muerte. Por eso Clausewitz: por que la lucha de clases no es una lucha, un duelo, sino una guerra. Y la guerra implica táctica, estrategia y análisis. El general prusiano aparece en la obra de Rozitchner como un extraño puente que vincula a Freud con Marx. ¿Qué de su enseñanza permite vincularlos? La relación que establece entre fuerzas populares y enfrentamiento armado.

Todo esto comienza, por así decirlo, a partir de la capacidad del general prusiano de hacer de su experiencia el camino hacia una teoría. Clausewitz había visto con sus propios ojos la abdicación prusiana frente a Napoleón. El ejército popular creado a partir de la Revolución Francesa había logrado vencer las capacidades de resistencia de las monarquías que hasta ese entonces parecían indestructibles. ¿Cuál era la ventaja que Napoleón había logrado capitalizar? La participación del pueblo, de su movilización radical, en la guerra. A partir de sus vivencias Clausewitz realizará posteriormente una teoría de la guerra en la que las masas ocuparán un rol fundamental en el combate. Su teoría fue olvidada durante años, hasta que Lenin y Mao la retomaron, convirtiéndolo en el teórico de la guerra de las revoluciones.

Hay una pregunta en la filosofía de Rozitchner que vincula a Clausewitz con los desarrollos freudianos y marxianos. O mejor dicho, hay un mismo problema que conduce a Rozitchner hacia estos autores: la pregunta por las condiciones de la eficacia política. ¿Bajo qué condiciones se torna eficaz una acción política? Allí aparece el problema de la subjetividad y el problema de la guerra, el problema de cómo lo subjetivo se prolonga en lo colectivo. El problema de la guerra es recuperado en los escritos freudianos a partir de una lectura del Edipo en la que, a diferencia de Lacan, Rozitchner resalta el papel del enfrentamiento y la resistencia. Pero no sólo eso: también en su lectura del mito de la horda primitiva y de la alianza fraterna es recuperada la imagen del enfrentamiento a muerte en relación con la figura del padre. Con respecto a Marx el enfrentamiento es evidente: la lucha de clases, la expropiación del contenido y la forma de la riqueza colectiva. Rozitchner recupera el pensamiento de Clausewitz –pensamiento anterior a Marx, anterior a Freud– para trabajar sobre el problema que vincula a ambos: el de la violencia y la dominación. Y todo eso a partir de la pregunta señalada: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de la eficacia de una acción política que pueda poner la dominación en entredicho? ¿Bajo qué condiciones existe una contraviolencia eficaz?

Clausewitz, Marx y Freud, en la lectura de Rozitchner, nos ubican frente a la evidencia de que la guerra se encuentra siempre presente, aunque a veces encubierta. Aquí aparece la idea del enfrentamiento explícito como prolongación de la política estatal burguesa por otros medios. La paz política, la tregua –que hoy llamaríamos democracia–, aparece cuando el vencedor logra imponer sus leyes al vencido. Por eso dice Rozitchner que la tregua es “una transacción, y continúa ahora el conflicto por medio de la política, como si la violencia hubiera desaparecido ya y en su lugar imperara la ley, no del vencedor, sino de la justicia universal” (Rozitchner, 2015a: 143). ¿De qué conflicto nos habla Rozitchner? De la lucha de clases (por las dudas, vuelvo a aclarar: si las actuales costumbres, modas, o lo que fuera consideran anacrónico el uso de la noción de lucha de clases, habrá que preguntarles a los actuales administradores del lenguaje qué sociedades conocen donde los conflictos políticos fundamentales no sean aquellos que enfrentan a los poseedores de los medios de producción con los desposeídos que sobreviven a partir de la venta de su fuerza de trabajo). A partir de esta lectura que vincula la lucha de clases con la teoría de la guerra, Rozitchner problematizará a la democracia como tregua, pero valorándola estratégicamente y entendiéndola como algo deseable cuando la relación de fuerzas no da para una victoria en el enfrentamiento directo. La tregua, nos dice Rozitchner, es el único momento en el que puede cambiar la relación de fuerzas, ya que en el plano de la política democrática se pueden reagrupar fuerzas sin una lucha abierta. Pero esto sólo es posible si no se desconoce el fundamento violento sobre el que la tregua se funda.

¿Cómo se relaciona este problema con el de la eficacia política? Rozitchner dirá, siguiendo a Clausewitz, que la eficacia de las masas napoleónicas, que el poder de las fuerzas populares, se fundó en una concepción de la guerra desde la defensiva y no desde la ofensiva. Estas dos categorías (“defensiva” y “ofensiva”) serán fundamentales. La tregua se abre cuando la ofensiva del fuerte encuentra su límite en la defensiva del dominado. Hasta ahí llega el enfrentamiento, enfrentamiento que no tiene como finalidad la aniquilación del otro, sino su dominación. Por eso es que la defensiva, nos dice Rozitchner, es siempre la defensiva popular. La ofensiva represiva del Estado llega hasta donde las clases populares lo permiten. Quisiera insistir en este punto: León Rozitchner recurre a estas categorías para pensar las razones de la derrota política de la contraviolencia de los años setenta.

La teoría de la guerra de Clausewitz permite pensar que la defensiva popular es el verdadero fundamento de la eficacia de toda contraviolencia. Rozitchner dirá que buena parte de la izquierda pensó durante los años setenta a la lucha de clases con las categorías del duelo (dos adversarios enfrentados a muerte, el uno con el otro) y no con las de la guerra (donde se pone en juego el problema de la dominación y una “extraña trinidad” compuesta por las masas populares, el general militar y el Estado). En su libro Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política, el filósofo argentino escribe:

 

La concepción imaginaria de la guerra como duelo, individualista y abstracta, es la que sigue imperando pese a todo en nuestro inconsciente, no sólo en el militar sino también en el militante de izquierda. Es la misma que circulaba –pero ya no como fórmula inconsciente– en la concepción de la política y de la guerra en Perón. Es esa misma concepción la que estaba presente, como fue posible verlo, en el proyecto de la guerrilla en los Montoneros. Porque pese a tener como contenido fantaseado las fuerzas de la clase obrera, seguían aceptando y confirmando con sus categorías tanto políticas como militares la idea de la guerra como duelo: sin ejército popular real, sin dirección efectivamente política, sólo con jefes de guerra. No desde la defensiva estratégica sino desde la ofensiva. No desde los fundamentos materiales y morales de la nación, sino desde la movilidad de los grupos de acción. Sin retaguardia, sin suelo propio al cual retirarse, sin apoyo popular en el cual cobijarse y con el cual nutrirse, sin modelo humano que le sirviera de guía salvo ese que la burguesía represora y asesina le ofrecía en la figura de Perón. Por eso imperó sólo la destrucción simbólica del enemigo (Aramburu, Rucci, por ejemplo).

Las categorías que ordenan el campo político de quienes pretenden realizar una revolución no pueden apoyarse en las mismas categorías de acción que organizan la represión de la política oficial. Cada muerte que la izquierda produce, regulada aun por la fantasía lógica del duelo, se inscribe sólo en el campo simbólico de la “representación” de la guerra, porque ese simbolismo destructivo no tiene campo propio en el cual inscribir la realidad de lo que quiere significar: no destruye al sistema ni construye una opción. Y si adelanta alguna, sólo encuentra el campo ilusorio del cual por otra parte se partió. La burguesía fascista sí lo logra a su manera, porque cada asesinato suyo resta poder real, por medio del terror, a la fuerza popular que la izquierda quiere suscitar. Pero en la destrucción simbólica del poder por medio del asesinato la izquierda sólo actualiza, entonces sí, la violencia desatada y enloquecida del sistema, que encuentra la necesidad de emerger desnudamente con toda su saña asesina como terror generalizado, y ejerce entonces realmente en todos los ámbitos de la realidad su fuerza represiva. A ese poder real sólo cabe oponerle otro poder real, y no una fantasía peronista o socialista de poder: el trabajo lento y paciente de la creación de un poder que le sea adecuado. (Rozitchner, 1998: 156-157)

 

Aquí aparece la relación entre el problema de la guerra y los dos que anteriormente mencionados: el de la experiencia y el del sujeto como núcleo de verdad histórica. Toda política de izquierda, toda contraviolencia que se pretenda eficaz, debe organizar desde su propia experiencia nuevas categorías políticas, diferentes a las que la burguesía plantea. Otra concepción del juego democrático, otra concepción del enfrentamiento armado. Cuando se organiza la realidad con las categorías del enemigo no hay eficacia posible que pueda abrir un espacio nuevo en la experiencia política. El sujeto, dice Rozitchner, debe hacer ese tránsito a partir de su encuentro con los otros, debe asumirse a sí mismo como el lugar de elaboración de una verdad posible, y así romper con aquello a lo que el orden social lo relega. La contradicción entre lo que se es y lo que se quiere dejar de ser debe romper con las fantasías que alejan a las prácticas políticas de la realidad material.

La teoría de la guerra, nos dice Rozitchner, es un modelo de ciencia social. La teoría de la guerra exige otro nivel de rigurosidad: aquí no se puede pensar impunemente sin consecuencias. Implica otro tipo de exigencia. El combate se verifica en la batalla, y allí la derrota es la muerte. Este modelo es doblemente indisociable de la experiencia. En primer lugar porque no es una teoría que pretenda hablar desde una supuesta exterioridad, sino que se encuentra sumergida en el combate mismo, calculando efectos, analizando estrategias, enfrentando adversarios. Pero también porque la producción misma de la teoría resulta indisociable de un sujeto que busca prolongarse en un lenguaje como medio para producir aquella verdad que el malestar le señala como posible. Aquí la teoría aparece como un camino hacia la praxis, y la praxis viene desde y va hacia la experiencia.

Hasta aquí llega lo que me había propuesto. Quise señalar tres elementos de la filosofía de Rozitchner que nos hablan de su actualidad. O mejor dicho: que nos hablan de la necesidad de su actualización en el presente. Sus palabras nos ayudan a ventilar esta época asfixiada por la exégesis y el comentario. ¿Cómo (y desde dónde) criticar en la actualidad? La respuesta Rozitchner no pretende ser exhaustiva ni exclusiva. Pretende señalar algunos puntos, algunos caminos que nos permitan encontrar aquella voz que nos anda faltando.

 

 

Bibliografía citada

 

Marx, K. (1973). “Tesis sobre Feuerbach”, en La ideología alemana. Buenos Aires: Pueblos Unidos.

Merleau-Ponty, M. (1993). Fenomenología de la percepción. Buenos Aires: Planeta.

Rozitchner, L. (1998). Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política.  Capital Federal: Catálogos.

Rozitchner, L. (2012).  Filosofía y emancipación: Simón Rodríguez, el triunfo del fracaso ejemplar.  Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2013).  Freud y los límites del individualismo burgués.  Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2015a).  Escritos psicoanalíticos.  Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2015b). Escritos políticos. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2015c). Marx y la infancia. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

[1] La pregunta por el tránsito es en la filosofía de Rozitchner tan importante como la pregunta por la experiencia. Son, de hecho, problemas inescindibles. Por una cuestión de extensión me limitaré a la problemática de la experiencia, dejando el desarrollo de la pregunta por el tránsito para otra ocasión.

Clásicos, populistas y postmodernos: breve comentario a Jorge Alemán

Pedro Yagüe y Diego Sztulwark


Jorge Alemán discute en su reciente artículo (“Neoliberalismo, experiencias populares e izquierdas”) con dos caricaturas que él mismo construye: la izquierda clásica y la izquierda posmoderna. Ambas, afirma el Consejero cultural de la embajada Argentina en España, critican las experiencias populares latinoamericanas sin advertir las transformaciones estructurales que estos procesos llevaron a cabo. El tipo de discusión que Alemán plantea en su artículo nos habla menos de las izquierdas con las que pretende discutir que de su propia necesidad de caricaturizarlas para así refutar fácilmente objeciones simplistas que nadie realizó.


Alemán señala que la izquierda argentina se regocija en la comodidad de dos críticas falaces a los procesos latinoamericanos: 1) la incapacidad de salir del modelo extractivista, 2) la producción indeseada de una “clase media consumista”. La falacia de estas críticas radica, según el propio autor, en no advertir la imposibilidad de los gobiernos latinoamericanos de jugar en un terreno diferente al que la agenda neoliberal les impuso. Esta agenda neoliberal aparecería entonces como el punto de partida de cualquier política transformadora. Es desde los pliegues de su poder que las experiencias populistas logran, según él, intervenir políticamente con eficacia. El problema es que el neoliberalismo pareciera tener la agenda bastante cargada y hará falta contar con algo más que con fe y esperanza para desarticular su renovado ímpetu gerencial-securitista.
Dos oraciones después de relativizar los efectos subjetivos del consumo Alemán sostiene que la subjetividad neoliberal “provoca en la propia vida íntima una relación bloqueada casi en su totalidad con todo intento de transformación, que no coincida con una mera “gestión”. ¿Puede esperarse que una sociedad en la que la inclusión fue planteada desde el consumo no desee ahora una buena gestión? ¿No era ése el atributo principal de Randazzo, quien, según el ala progresista del FPV, era el representante más adecuado al “modelo”? Consumo y gestión aparecen hoy como dos caras de una misma moneda.
El modelo neoextractivista permaneció intacto durante estos años. Las permanentes luchas que lo enfrentaron no pudieron entrar nunca en la agenda oficial. Más bien lo contrario. Por lo que suena a mala fe invocar aquí razones de imposibilidad estructural para modificar este rasgo salvaje del modo de acumulación mientras que en otros ámbitos se acude con razón a la voluntad política como fuerza capaz de problematizar todo aquello que el neoliberalismo naturaliza. Y no nos referimos sólo al problema asociado a la fuga de dinero por parte de las grandes empresas (fuga que la legislación financiera vigente posibilita), sino también el impacto ambiental y su fuerte influencia en la salud y los modos de vida de la población.
Desde lo que llama la “Izquierda clásica” podría recordársele a Alemán que los trabajadores de Cresta Roja pelean en este mismo momento para que cinco mil familias no queden en las calles. Ellos participan, a pesar de Alemán, de eso que no vemos cómo denominar sino “clase obrera”. Y dado que la “Izquierda postmoderna” es la que ha identificado el campo político con el de la producción de subjetividad, no sería ocioso preguntarle desde allí a Alemán cuál es el aporte especifico de la izquierda “lacaniana” o “populista” a esta noción productiva de la política más allá de insistir con la ecuación prototípica de: Estado = Orden Simbólico = Clase Media intelectual. Ecuación que se ha mostrado insuficiente a la hora de desplazar la batalla cultural del terreno de las ideas a la de los afectos, como puede leerse en la coyuntura actual. ¿No se equivoca Alemán en buscar culpas afuera en lugar de ayudar a pensar los límites de los razonamientos de estos últimos años, sin los cuales será difícil asumir el desafío político actual representado por el macrismo?
Alemán tiene razón al sostener que si las experiencias populares fueran inoperantes entonces no se entendería por qué “tanto empeño en las oligarquías financieras nacionales e internacionales en pagar cualquier precio por arruinar a esos proyectos y contratar a todo tipo de mercenarios mediáticos para destruirlos”. Pero este modo de preguntar se vuelve retórico porque no permite formular el interrogante del momento: ¿qué es lo que no funcionó durante estos años en el modo de concebir el protagonismo popular? La izquierda llamada clásica podría recordarle a nuestro autor que durante este “largo” proceso el sector financiero nacional e internacional fue uno de los principales beneficiarios económicos y jurídicos. Y lo que él llama izquierda postmoderna tal vez podría ayudarlo a señalar los límites de una concepción de la inclusión incapaz de trastocar jerarquías (las rémoras de colonialismo interno en el propio proceso de inclusión), de alterar el fondo de la precariedad social, de denunciar el accionar de las fuerzas represivas en los barrios pobres y de repensar un modelo de consumo por fuera de la propia subjetividad neoliberal. 
Más que inventar izquierdas caricaturales funcionales al proceso de culpabilización por la derrota electoral del FpV, mejor haríamos todos en comprender qué es lo que pasó para que del proceso latinoamericano de los gobiernos llamados progresistas surgiera una coyuntura tan oscura como la actual (que no podemos adjudicar sólo a los enemigos del proceso sin pensar a fondo el modo de concentración de la decisión política de los propios gobiernos). Más que inventar caricaturas a las que rebatir, mejor haríamos en imaginar juntos cómo superar los límites teóricos y prácticos que todos quienes participamos de estos procesos evidenciamos.

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