La actualidad de Pasolini // Ivana Peric M.
El exceso de información con el que convivimos vuelve inevitable vincular el término “actualidad” con cierta impunidad del presente. Cada vez que nos enfrentamos a un evento inesperado le dedicamos inmediatamente un puñado de palabras, como si con ello se pudiera controlar cualquier desvío de aquello a lo que estamos habituados. Nos sentimos compelidos a decir algo, cualquier cosa, con tal de mantener el presente inmutable. La impunidad, entonces, opera de modo inverso a lo que el sentido común dicta. No es que la reacción ante un evento novedoso esté liberada del juicio de responsabilidad al que está sometido cualquier lectura, precisamente por su condición de experimental. Sino que es el propio presente el que parece liberado de la necesidad de ser vinculado con algo distinto del estado actual de las cosas como condición para su legibilidad.
La impunidad del presente parece haberse radicalizado con la emergencia de la así llamada crisis sanitaria. A propósito de la propagación a escala mundial del coronavirus se logró, en cuestión de semanas, disciplinar todas las formas de vida existentes. Y es que no sólo va actuando sobre la realidad de los cuerpos relegándolos a un espacio cerrado, sino que va operando sobre las redes virtuales también infectadas de información acerca de su despliegue. Ante el convencimiento de que el encierro generalizado es la única manera de frenar el contagio, es casi imposible desmarcarse de este aislamiento saturado de explicaciones. Cuestión que envuelve una paradoja sobre todo en países cuya institucionalidad, antes del inicio de la pandemia, estaba siendo cuestionada por revueltas nacidas desde los márgenes del capitalismo. Particularmente en Chile, nos ha situado frente a una aguda contrariedad: en nombre de proteger la salud de todos y todas nos hemos impuesto el mismo aislamiento que, a partir del 18 de octubre, comenzamos a resistir por ser una consecuencia descarnada del neoliberalismo.
En el contexto de dicha paradoja, los círculos de pensadores parecen haber estado esperando la aparición de este ser vivo microscópicamente extraño para remover las lógicas individualistas que permeaban sus propias prácticas, no menos expresivas de lo que se estaba denunciando en las calles. A partir de la emergencia sanitaria se reinstaló el ejercicio de citar polémicamente a otro u otra al momento de compartir reflexiones en medios de visitación masiva. Abandonaron su cómoda posición de académicos y académicas encerradas en la universidad para transformarse en verdaderos intelectuales públicos. Sin embargo, su falta de imaginación ha quedado al descubierto. Sus intervenciones tienen en común una vocación de ser fieles a los marcos de legibilidad instalados antes de tener noticias de la existencia del virus. Apelan a términos que son fácilmente atribuibles a sus respectivas autorías. “Máquina biopolítica”, “estado de excepción que deviene en regla”, “paradigma inmunitario”, “precariedad”, “comunismo renovado”, todas ellas exhiben cierto privilegio que niega la apertura hacia una eventual potencia novedosa subyacente a la propagación del virus.
No se ha podido imaginar un modo diverso de leer la situación actual que aquel que tradicionalmente ha ordenado la ciencia. Cada uno se ha presentado como si quisiera mostrar su capacidad predictiva, y entonces apuesta todo su valor a si la realidad puede ser subsumida con un mayor grado de verosimilitud bajo el marco propuesto. El virus pasa a ser un evento como cualquier otro, una excusa para sostener obstinadamente una matriz de análisis recitado de memoria, una nueva oportunidad para repetir la música de la cual ellos son a la vez compositores e intérpretes. De esto modo, se insiste en la percepción del coronavirus y las medidas gubernamentales que su amenaza suscita, como un objeto al que hay que tratar con la debida distancia explicativa.
Se podría aventurar la hipótesis de que dicha actitud metodológica nace de una falta de amor por la realidad que empaña cualquier esfuerzo creativo. Ese amor que el intelectual italiano Pier Paolo Pasolini decía, citando al cineasta Roberto Rosellini, que era más fuerte que la realidad misma. Tan fuerte que, a fines de los años cincuenta, confesaba que su alejamiento del otrora admirado Gramsci se debía a que objetivamente ya no tenía frente a sí el mismo mundo que éste había habitado, que ya no existía un pueblo al que dirigirse, y que por ende no se podía seguir sosteniendo el arte de contar historias. A partir de la identificación de este giro dramático de la realidad, se sabrá siempre afectado por los acontecimientos que su propia vida atestigua, arrancando desde ellos mismos, y no al revés, cualquier intento de darle forma. Lo que trae consigo una radicalización de la polemicidad reconocible ya en su primer libro publicado, Poesía en Casarsa, con el que a los veinte años se resistió al intento fascista de imponer el italiano como lengua oficial, rescatando en vez el friulano, dialecto del pueblo natal de su madre.
Es ese amor por la realidad lo que marcó su experimentación en formatos heterogéneos: la elección de si expresarse en poesía, en novelas, en artículos periodísticos, en textos académicos, en guiones, o en filmes respondía exactamente a su necesidad de hacer hablar a las cosas. Es así como durante el régimen fascista opuso a través de la poesía la espontaneidad del dialecto a la lengua nacional italiana; en el periodo de la Resistencia tensionó la racionalidad de la ideología con la irracionalidad de la pasión sintetizada en sus novelas; en la administración de la Democracia Cristiana interrumpió por medio de sus filmes la unilateralidad del relato del pasado con la posibilidad de su presentificación; en el devenir neoliberal se resistió a la economía del poder con el sudor de los cuerpos que mostraba en pantalla. Todo ello, sin que pudiera ser capturado por una promesa de superación de estos extremos en colisión permanente: su obra estuvo empeñada en mostrar no sólo la irreductibilidad de un extremo en el otro, sino que la imposibilidad de pensar la historia sin reconocer su eterno entrecruzamiento como si de un baile en parejas se tratara.
Esta vocación experimental lo llevó a preferir la exploración en el cine porque según afirmaba le permitía, como ninguna otra forma estética, “estar dentro de la realidad sin salir nunca de ella, sin tomar distancia para hablar de ella: (…) expresar la realidad por medio de la realidad”.[1] Lo que quiere decir que la cosa que se ve en pantalla es la misma que se ve fuera de ella solo que en un filme se muestra su duración: en él las cosas permanecen. Y entonces lo que haría el realizador cinematográfico sería inventariar los elementos que hay, por ejemplo, en el mismo paisaje que el novelista recorta, pero sin poder dejar de tomar consciencia de cada una de las cosas allí habidas.[2] De este modo, el cine es concebido por Pasolini como una actividad que se ocupa de la presentación misma de la realidad.
Pero ¿cuál es la realidad que infecta el virus? ¿Es una que se va modificando a medida que se resiste a su propagación? ¿Cómo actúan nuestros cuerpos ante la posibilidad de ser infectados y cómo se vinculan con los que no lo están? ¿Qué relaciones se configuran en la batalla por la evitación del contagio? ¿Cuál es la escritura que, infectada de realidad, puede anticipar el mundo en el que viviremos posterior a la pandemia? ¿El tiempo de la propagación afecta la duración de las cosas? Pasolini insistía en la operación de traer textos o personajes del pasado, con su propia forma de decir, al tiempo en el que vivía. La mayoría de sus filmes hacen uso de obras literarias que se ubican a una distancia temporal considerable de su época: utiliza tragedias griegas (Edipo Rey, Medea, La Orestíada), textos bíblicos (fundamentalmente del Nuevo Testamento), algunos textos profanos de la Edad Media y algo, las menos, de la modernidad (El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury, Las mil y una noches, Otelo, Los 120 días de Sodoma). Con ello, no buscaba actualizar sus contenidos, sino que proponer un vínculo indestructible entre cualquier forma material de vida y cierta vivencia del tiempo.
De este modo, la pregunta por la actualidad de Pasolini cobra un nuevo sentido, toda vez que al revisitar su obra la impunidad del presente se levanta a favor de una interpretación de los hechos que asume la responsabilidad de inducirnos a mirar, pensar, y vivir distinto. En otras palabras, con él se lee el presente mirando hacia un pasado que no se termina de reescribir. Lo que nos obliga a hacer nuestro el epíteto con el que empapelaban las ciudades italianas los fascistas en los años 60’ para manifestarse en su contra: “basta de apóstoles de fango”, decían. Actuar como si se fuera un apóstol significa anunciar la palabra que dice aquello que aún no conocemos pero que podemos imaginar. Sin embargo, actuar como si se fuera un apóstol de fango es ensuciarse con la realidad en la que se vive y, por ende, manosear esas palabras al punto tal de hacerlas indistinguibles de la propia realidad que se persigue presentar.
La invitación es, entonces, doble. En primer lugar, a asumir el desafío de actuar como si el coronavirus abriera un escenario propicio para no sólo ofrecer una renovada lectura de nuestras prácticas actuales, sino que anticipar un modo de relacionarse que todavía no ha sido imaginado. Y, en segundo lugar, a traer al presente la obra de Pasolini no sólo porque parece abordar sustantivamente ciertas problemáticas hoy agudizadas a propósito de la pandemia que todo homogeniza. Quizás, más fundamentalmente, porque muestra en la propia forma de experimentación que su actualidad depende de la capacidad de conectar dos cuestiones que parecían antes distanciadas, opuestas, o contradictorias lo que puede constituir el primer paso para revertir la anemia creativa que, durante demasiado tiempo, hemos padecido.
Santiago, abril de 2020.
[1] Silvestra Mariniello, Pasolini (Madrid, España: Ediciones Cátedra, 1999), 44.
[2] Pier Paolo Pasolini, Cartas Luteranas, 2017.a ed. (Madrid, España: Trotta, 1975), 41.