Anarquía Coronada

Tag archive

Pandemia

Ante el inminente desalojo de la toma de Guernica // Entrevista a Neka Jara, de la asamblea feminista de la toma

Publicamos un importante documento para entender lo que se juega en la toma de Guernica. A menos de 24hs del plazo legal previsto para el desalojo, Neka Jara, de la asamblea feminista de la toma fue entrevistada esta mañana por Daniel Tognetti. Se trata de un testimonio imprescindible de la necesidad de una presencia diferente del estado, abrazando y no criminalizando a las organizaciones populares. Neka fue, además, militante del MTD de Solano y recordando la Masacre de Avellaneda de junio de 2002, advierte con tono urgente sobre la imperiosa necesidad de frenar una nueva tragedia.

Olor a nada 2 (tacto y olfato como potencias anímicas) // Agustín J. Valle

 

El rechazo general al tacto es parte de las formas de vida que eran parte clave de la normalidad y con cuya profundización se organiza, ahora, la excepción con que nos cuidamos de la pandemia. El distanciamiento social, más bien distanciamiento corporal, encontró afinidad electiva con la pandemia. Así es que el dolor, la pena, el miedo por el coronavirus resultan colateralmente una buena noticia para ciertos deseos, los deseos de la vida celular, tocarse lo menos posible, olerse lo menos posible, aislarse en una cápsula privada donde sostener una muy definida vida propia (vida blíster, como dice Franc Paredes). Cuanto más requiere el capital financiero de una disponibilidad general del cuerpo común a la recombinación, cuanto más desarraiga el viento especulatorio, más crece, a la par, la hiper definición de las vidas: yo soy esto, me gusta esto y lo otro no, mis bordes son esto y lo demás no es mi problema. Una forma -de vida- dada por todo lo que definitivamente no la toca. Y esto, por cierto, esta definición del propietarismo existencial (“yo tengo mi vida”), así como tiene una cara de alivio con el aislamiento obligatorio, tiene otra cara de banderazo porque un gobierno osa decirte lo que no debés hacer en tanto parte de un cuerpo colectivo.

Hace rato que la ciudad muestra el paisaje propio de esta subjetividad mediatizada que vive en la nube. En casi todas partes se busca estar como en una autopista, pasando por los lugares sin estar en ellos; y si no se tiene el auto, bendito sea, si no queda otra que ir rodeado de docenas de personas, igual, se autopistea la escena con auriculares que bloqueen el sonido del mundo, mientras la mirada se encapsula en la pantallita continua, para atravesar la ciudad sin verla ni oírla, tolerando el tacto de los otros entre la queja abierta y el simulacro de insensibilidad. Y los edificios metropolitanos con “amenities”, que ofrecen espacios y servicios para salir lo menos posible a la calle (al barrio, al barro), uno de los formatos de vivienda de  mayor crecimiento en nuestro siglo, ¿fueron hechos a medida de la pandemia, o al revés? Nada: coincidencia y profundización de tendencias de larga data.

No son nuevos los despreciadores del cuerpo que ya atacaba Zarathustra. Ahora por ejemplo se lo disciplina, al cuerpo, con una modélica corporal en apps y challenges de instagrám… Aunque lo que más desprecia al cuerpo es economía; la economía, que, precisamente por ser la gran ordenadora de los cuerpos, es política.

Una economía política refractaria al tacto, y al olfato, y a los modos de pensar y sentir que tienen puntales en el tacto y el olfato. Para qué sentir la presencia del otro cuerpo cuerpo vivo: siempre más impredecible, menos “bloqueable” que su virtualización. La existencia conectiva organiza un régimen de contactos sin tacto. Y aunque no creo que la subjetividad mediática sea propia de una ideología política ni de una clase social, sí recuerdo que en el año 2016, en una manifestación en Plaza de mayo de apoyo al entonces Presidente, una asistente festejaba así: “Acá no hay olor a chori, no hay olor a nada” (acá, video).  Olor a nada, una de las banderas de la sensibilidad neoliberal -el olor es signo de que hay alguien, y el capital financiero tiene la ilusión de su soledad, de su autonomía (se valoriza solito!), y si hay población, que se adapte…

Ahora oler es peligroso. Tocar es peligroso. Exactamente lo que plantea Bifo Berardi cuando distingue el modo conjuntivo de relación del modo conectivo. Pero si lo conectivo es un régimen general, y no  una instancia determinada, es porque su modo de pensar y sentir organiza también las relaciones presenciales y el espacio físico común. El ideal celular encuentra en el barbijo un descanso, descanso de ser visto. En el alcohol en gel, un íntimo alivio -la corporalidad tiene algo asqueroso…-. De Emmanuel Levinas heredamos la idea de que un rostro dice no matarás. Algo de la cara funda umbrales básicos de empatía y semejanza. ¿Qué efectos tendrá la supresión de los rostros en la ciudad? Los rostros permanecen allí donde no hay cuerpo, en las pantallas.

¿Y suprimir el tacto y el olfato? Tener tacto, tener olfato, son, además de sentidos, metáforas. Los sentidos metaforizan modos más sofisticados de la sensibilidad del alma, de la mente, del pensamiento… Tener tacto y tener olfato nombra potencias subjetivas. Tener tacto, por caso, designa el tener conciencia del impacto en los otros de nuestros movimientos e intervenciones, con capacidad de sutileza y cuidado. Tener tacto es responsabilizarte de que podés llegar a dañar. De los cinco sentidos, el tacto nos recuerda que no podemos percibir sin ser percibidos, no se puede tocar sin ser tocado. Que cuando algo es algo para nosotros, nosotros somos algo para ello. El tacto es el sentido de mayor fomento ético. (Por eso podemos decir que vemos algo pero no lo sentimos hasta tocarlo; el gusto sería un mega-tacto, un tacto con especificidad)

Y el olfato, como potencia del alma o intelectual, designa a la capacidad de percibir lo no evidente, de intuir, de captar lo que no está, percibir las huellas, percibir lo involuntario… “Sabés, papi?”, me dijo estos días mi cachorro de flamantes cinco años, “yo sé el olor de todas las personas. Cuando alguien me regala algo, lo huelo, lo huelo, y me doy cuenta de si era suyo, o si se lo regaló otra persona o si es nuevo”. Olfatear es la capacidad de adivinar la pista de lo que no está en acto. Los virtuales de lo viviente (no su virtualización), la presencia inactual pero real. Para el realismo capitalista, para el imperio de lo obvio, nada mejor que seres que no olfateen, que tengan oído para órdenes y ofertas, y vista para ver la realidad, las cosas como son, sin más.

 

No me olvides. Esquirlas del miedo #6 // Marcelo Percia

Aquí las otras partes: PARTE 1PARTE 2PARTE 3 , PARTE 4, PARTE 5

No se trata de aforismos ni de sentencias, tampoco proverbios de la peste. Insisten las esquirlas como contundencias heridas, certezas perplejas. Más anonadadas que reflexivas. Restos de las noches y los días. Meditaciones que casi no meditan, que apenas posan una mano en la frente de sensibilidades fatigadas. A veces, pensar -más allá de goces y espantos del vivir- se impone como responsabilidad.

 

Congojas no personales arrastran los pies de los días. Eso que se nombra como incertidumbre no se presenta, hoy, como falta de certezas: sobrevuela como percepción de un mañana desganado. Certidumbres se presentan como casilleros previstos por las normalidades. No interesan ahora esos paneles de futuros destinados, importa tentar de ganas al porvenir.

 

Sujeciones engendran soberanías alucinadas, ficciones de libertad, autonomías ensoñadas. Así lo relata Kafka (1924): “El animal arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para volverse amo. No se da cuenta de que solo se trata de una fantasía creada por un nuevo nudo en la correa”.

No se trata de un Amo interiorizado ni de auto explotación, sino del placer que da el poder que se siente al dominar y al destruir, aunque se trate del único cuerpo sobre que se pueda reinar.

 

Urgencias sanitarias necesitan acompañar el morir. Requieren ternuras que sepan, en ese momento, a quiénes llamar para que llegue una voz o una imagen querida cuando no se puede abrazar o acariciar estando ahí. Despedidas piden un tiempo: el que solo se da, muchas veces sin hablar.

 

Agitan el terror al aislamiento mientras repiten la imagen desaforada de desahogos que corren alrededor de un lago. Contingentes aturdidos escapan trotando hacia lo que temen. Estampidas de confusión relucen muecas de libertad. El aislamiento que más daña se llama individualismo.

Carla Vizzotti, voz pacificadora del Ministerio de Salud, dijo entre otras cosas: «Es difícil para alguien a quien nosotros le decimos que todavía no puede salir a hacer una changa, ver gente corriendo en Palermo».

 

Se aplazan deseos para no morir ni propagar la enfermedad. Se contienen caricias y abrazos del amor, eróticas de los contactos, sentimientos que se rozan, para poder sobrevivir. Pero, ¿por cuánto tiempo más?

Subsistencias sin casas, sin dineros, sin cuidados, llevan decenas de años haciéndose esta pregunta.

 

Sufrimientos sobrellevan dolores que no saben o que no tienen con quién hablar. Cuando se repliegan callados, llega un momento en el que no pueden “distinguir dichas de quebrantos”.

Escribe Alejandra Pizarnik (1968) en “Extracción de la piedra de locura”: “De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque”.

 

Estrecheces de los aislamientos magnifican tristezas de lo triste, dolores de lo que duele, distancias de lo distante.

 

Sartre veía en las filas, para subir a un colectivo, series de figuras indiferentes. Hileras anónimas de existencias insignificantes. Sin embargo, en las colas de barbijos a metro y medio, de repente, estallan conversaciones que cuentan que el dinero no alcanza, que se extraña a una hija, que el sol abriga, que un doctor de la televisión dijo no me acuerdo qué cosa.

 

Si nos permitimos glosar un pasaje de Hamlet, volveríamos a decir que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueñan nuestras psicologías. Necesitamos aprender a acompañar lo inescrutable, a pacificar lo incomprensible.

 

Acciones de cuidar, obsequiar el presente, acompañar despedidas, necesitan despojarse de apoltronados lujos pesimistas e inútiles omnipotencias heridas.

Lo que no se cura, no se remedia, no se sana, necesita tiempos que, a veces, se dan en un común silencio o en la sola mirada.

 

Asaltan desasosiegos cuando después de hablar, ante no se sabe bien quiénes, se apaga la cámara, el audio, la ilusión de contacto. Sobreviene un páramo en el que solo se escuchan ruidos monótonos de una casa. Sin corporeidades que vibran, las palabras se quedan rumiando desecadas.

 

Esta normalidad planetaria no va más. Aunque la restituyan como si no estuviera pasando nada. Habrá que volver a decir que no va más.

Sensibilidades envejecidas con el psicoanálisis albergamos una fe inconfesable. Cuando nos enteramos que alguien se enferma, preguntamos -sin que se note- si se analizaba. Confiamos en la fuerza inmunológica de un estar que se da a la palabra, al silencio, al por fin “andar sin pensamientos”.

 

Las Naciones Unidas afirman que una nueva enfermedad infecciosa sobreviene cada cuatro meses. Esta pandemia no será la última ni la peor. Se conocen virus que matan más, pero que se transmiten menos. ¿Qué pasará cuando combinen facilidad de transmisión y feroz mortandad?

 

Se dice el miedo no es zonzo para recordar que detecta y señala peligros. Pero cuando esos peligros no se pueden pensar ni contener, los miedos se tornan fanáticos. Certeros se movilizan detrás de poderes que prometen seguridad y desmienten lo insoportable: la común vulnerabilidad.

 

En casi todo el planeta se advierten economías de cuidados uniformes.

Imperativos de género (sin contar crudas violencias y explotaciones) imponen patrones que incitan a las mujeres a desvivirse cuidando.

 

El problema no reside en la vulnerabilidad sino en los individualismos y en los agrupamientos que actúan omnipotencias. Una común vulnerabilidad, que no se niega ni desmiente, levanta defensas. Desdramatiza lo irremediable entre cercanías que frotan deseos.

 

Necesitamos ideas que nos ayuden a vivir, aunque la vida no necesite de nuestras ideas.

Escribe Faulkner (1939) en Las Palmeras Salvajes: “No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne, no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejaría de ser, la mitad de la memoria dejaría de ser y si yo dejaría de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena”.

En El ser y la nada, Sartre (1943) escribe “La nada es siempre un en-otra-parte”.

Entre la pena y el hambre no hay elección. La nada no está entre las opciones. La demasiada nada lleva casi un siglo dándose atracones con la ficción del ser.

 

Hablas del capital desestiman visiones que conciben otras formas de vivir, llamándolas utópicas e ingenuas. Bloquean imaginaciones futuras cegando historias disidentes.

En tiempos coloniales, ingleses llevan fútbol a todas partes. Se sabe de una tribu en Nueva Guinea, los tangu, que se opusieron a que el desenlace de tan hermoso juego contemplara el ganar y perder. Disfrutaban empatando. A veces se extendían varios días hasta conseguirlo.

 

Frotamos potencias clínicas sin impacientarnos si, de nuestras lámparas, no se liberan genios.

 

Hablas del capital se desconciertan con el solo dar que no espera nada a cambio, se ponen nerviosas con gratitudes que se sienten y se declaran sin especular ni pretender ganar algo.

 

Hasta ahora no hay instituciones que entreguen certificados de “tranquilidad emocional”.

 

Se suele hablar de una “dimensión subjetiva” como si se tratara de zonas desconocidas que se necesitan calcular, indagar, medir.

Tensiones de época no se expresan tanto entre subjetivación y objetivación, sino entre sensibilidades e indolencias; estas últimas entendidas como sensibilidades normalizadas, disciplinadas, deslumbradas por brillos que incitan consumos, competencias, rendimientos, perfecciones.

 

Un observatorio de Psicología Social Aplicada de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, tras setenta días de cuarentena, concluye que el sentimiento que predomina en la población, formulado en términos personales, se llama «incertidumbre». La encuesta que hace, no concibe respuestas que expresen “vivimos la común perplejidad de habitar un presente sin certezas”.

 

El observatorio concluye que la incertidumbre actual “constituye una incubadora de inseguridad, estrés, ansiedad, angustia y temor al futuro”. No imagina que las no certezas puedan sacudir conformismos y agitar deseos de porvenires no normalizados.

 

El observatorio concluye que largos aislamientos impactan sobre la “salud mental”. Sus gráficos de sentimientos negativos no contemplan que la suspensión de las inercias pueda hacer lugar al proyecto de un común habitar sin desidias, vejaciones, crueldades.

 

El observatorio concluye que aislamientos incrementan miedos y angustias. No considera que malestares intensificados puedan liberar tristezas furiosas que disientan con la destrucción de la vida y por la ausencia de un común cuidado planetario.

 

El observatorio hace preguntas que miden el temor a contagiarse o enfermarse, en clave ensimismada. No interroga vivencias de una común vulnerabilidad ni enojos cansados por tantas desigualdades que matan.

 

El observatorio indaga perspectivas futuras de sensibilidades que responden aisladas sobre cómo creen que seguirán sus vidas. No estima que se podría pensar en un común porvenir o conjeturar otras formas de economía, de trabajo, de cercanías y lejanías que no dañen.

 

Un texto de Kant (1798) “El conflicto de las facultades” postula que la Facultad de Filosofía que en su tiempo incluía lo que hoy llamamos psicologías, ejercía la libertad de pensar y producir en contra de poderes que ahora estamos considerando normalizadores.

Vidas estremecidas se confían a las palabras para decir sentimientos. Pero ¿cómo saber lo que nos pasa? Facultades de Psicologías podrían participar de las discusiones sobre cómo nombrar lo que estamos viviendo, sin reforzar automatismos del sentido común que tanto complacen a las derechas.

 

Instrumentos que recogen «información» editan sentimientos con sus preguntas. Silencian lo que no saben, no pueden, no quieren escuchar fuera de sus matrices, de sus normalidades establecidas.

El observatorio mencionado interroga a su muestra sobre la preocupación por la economía personal y la del país. Pero no pregunta cómo la pandemia permite percibir que vivimos a merced de capitales que sólo persiguen rentabilidad y acumulación, ajenos a la idea de un común bienestar.

 

Derechas emplean la palabra “economía” como fachada que encubre que se padece una vida mercantilizada.

Cuando una encuesta del observatorio interroga a un perfil de edad, clase, género, localidad, cómo percibe “su economía”, evita una pregunta urgente: ¿cómo sufre el lugar que le tocó, las telarañas de la sumisión, las pesadumbres de las lógicas del capital?

 

No se sabe qué pensar ni en qué versión de lo que está pasando confiar. Se seleccionan, repiten, amplifican voces que se escuchan. Nos sostenemos en creencias y adhesiones. Hacen falta bares, pasillos de la facultad, entusiasmos que trabajan y discuten en un hospital, amistosas reuniones, confidencias amorosas, para no ahogarse en la confusión.

Sentimos simultaneidades, pero el pensamiento ordena lo vivido en tiempos sucesivos. El lenguaje recupera apenas algo de la demasiada vida que se agolpa en un solo soplo.

Se llama realidad a una representación que se presenta como el recuerdo de un sueño reprimido y fragmentado. Como el montaje de una película que ensambla, yuxtapone, suprime cuadros. Como narrativa de un poder que ordena, selecciona, jerarquiza, traduce, un verosímil que impone como verdad.

Realidades editadas (no hay otras) no se componen como mentiras ni falsedades, sino como enunciados que verifican visiones instaladas en el sentido común. Como retóricas que hacen pasar intereses y percepciones de pequeños grupos dominantes como punto de vista de las mayorías.

 

Se dice que tanta la vida que, cuando se la siente de un solo golpe, se precipita como angustia de muerte. Demasías angustian, pero no hace falta el miedo a la muerte para aplacarlas. El deseo de cuidar cada vida, todas las vidas, no tiene que nacer del terror, necesita advenir de temperaturas de la proximidad, del abrazo, de la decisión de alojar.

 

Angustias que arremolinan sensibilidades no tendrían que apaciguarse con pastillas ni con desgastes de energías; quizás portan deseos impensados de un común vivir. Tal vez sin desamparos ni imperativos productivistas.

 

Cercanías y distancias no interesan como reflejo confirmatorio de semejanzas, sino como inflexiones, desvíos, saltos, combas, que sorteen la ilusión de mismidad. Se comienza por el olvido de la sagrada identidad personal, de a poco se trata de llegar al momento en que la ficción del yo pierda importancia.

En Hyperion, Hölderlin (1799) propone el olvido de sí para devenir existencia entre todas las existencias vivientes. Lamenta la racionalidad que enseña a diferenciarse del mundo. Piensa que dolores ensimismados debilitan la conexión con las bellezas de lo vivo.

Fortalezas insomnes que no descansan ahondan llagas que ensombrecen las mañanas.

 

“No me puedo quejar” dicen receptividades que se saben privilegiadas. Pero, una cosa la queja y otra el cansancio que protesta. Quejas demandan resarcimiento personal. Protestas solicitan cercanías que ayuden a traspasar lamentos complacidos en una voz que dice “pobre de mí”.

Adorno (1945) en su Mínima Moralia toma precauciones respecto de la queja por “la marcha del mundo”, no tanto por ese lícito pesar, sino porque el fastidio quejoso corre el riesgo de quedarse detenido y embelesado en la sola descarga, consintiendo -tras ese gasto- la misma marcha del mundo.

 

Se extrañan barullos de la vida y sus sentimientos.

Flores pequeñas que se llaman nomeolvides recuerdan ruidos superpuestos, algarabías de las fiestas, bullas de la amistad. Recuerdan emociones celestes de la vida.

 

El virus, la crítica y el “Estado fuerte” // Diego Sztulwark

La crítica

Desde siempre, la palabra de quien habla en nombre de la filosofía ha sido motivo de burla, recelo y también de admiración. La arrogancia e impostura asociadas a la pretensión del decir filosófico ­-aspirante al saber- han concitado, sin embargo, particular atención cada vez que el discurso teórico pudo mostrar alguna clase de utilidad para alguien cuando articula la creación de conceptos con la creación de formas de vida. Esa exigencia de practicidad pesa sobre la intervención filosófica en el espacio público, sabiéndose bajo la atención examinadora y suspicaz de unxs lectores que la someten a la pregunta práctica: ¿Para qué sirve semejante discurso?

 

El capital de Karl Marx marca un punto de inflexión en la historia de esta relación entre discurso teórico y vida práctica. La operación, presente en su “Crítica de la economía política”, surgió al cabo de una larga batalla contra la religión que se desplazaba entonces a comprender y transformar las relaciones de producción. Esta fusión entre discurso reflexivo y deseo de revolución caracteriza el nacimiento y la fuerza de la crítica moderna, que en la obra de Marx llegó a penetrar en el misterio fundamental de la sociedad capitalista: el poder de un “objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas”, cuya circulación perturba a la conciencia humana creando la impresión duradera de una doble realidad. Este objeto circulante, llamado “mercancía”, se presenta como un cuerpo particular revestido de una realidad fantasmagórica que anima sus movimientos. La función de la crítica moderna es mostrar no solo cómo se produce semejante desdoblamiento -de procedencia teológica-, por el cual una existencia material sensible aparece como portadora de una misteriosa realidad espiritual o suprasensible -“valor”-, sino también, y sobre todo, develar que esa realidad suprasensible no es propiedad natural del cuerpo mismo de la mercancía –fetichismo-, sino en la medida en que ese cuerpo expresa relaciones sociales capitalistas de producción.

 

Un siglo después, Guy Debord, autor de La sociedad del espectáculo, aplica el mismo método crítico para dar cuenta, en las condiciones del capitalismo tardío, de la evolución de este “objeto endemoniado” que circula ahora bajo la forma de la “imagen” en condiciones de producción maduras: “Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una  representación”. El mundo devenido espectáculo es un poderoso “instrumento de unificación” que reúne en el régimen de lo visible todo aquello que la imagen-mercancía separa en el orden de la vida. Como en Marx, el poder metafísico de la imagen “física” no surge de su propio cuerpo, sino de su aptitud para viabilizar la división que recorre la constitución misma de lo social.    

 

¿Hasta qué punto la intervención filosófica actual retoma el uso de los procedimientos de la crítica moderna para dar cuenta de la circulación de un nuevo “objeto endemoniado”, virus físico a cuya realidad metafísica se le atribuye el milagro de la interrupción momentánea de la sacrosanta dinámica de la economía de mercado? ¿Quiere aún la filosofía investigar en qué medida este cuerpo mínimo expresa las postmodernas relaciones de producción, abriendo el campo de aquello que sería deseable transformar en las relaciones humanas, con lo humano y lo no humano?

 

***

 

Rita Segato vinculó recientemente la circulación del COVID-19 a lo que Ernesto Laclau denominó el “significante vacío”. A diferencia de la tradición que de Marx a Debord lee sintácticamente al objeto “endemoniado” para descubrir en él la clave de comprensión de las relaciones de producción, el “significante vacío” pasa por alto este reenvío a la materialidad productiva de los cuerpos y apunta de modo directo a las leyes del lenguaje en las que se dirime la lucha interpretativa. La reacción de Segato consiste en devolver significación a la materia microscópica del virus, para escuchar ahí, en esa voz inaudible de lo no-humano, un sentido previo que pertenece a la materia primera sobre la que se constituye toda disputa política. Una voz que se limita a recordar que la humana no es la especie única en esta tierra ni le cabe aspirar a la eternidad. Y que su propio futuro se dirime en su capacidad de imaginar, mediante el empleo de la crítica y el reencuentro sensible con la materia, un continuum virtuoso con la vida no-humana

 

***

 

Marzo impulsó a lxs pensadores críticos a la escritura. Algunxs de ellxs, los maestros de la argumentación occidental, reconocidos por sus aportes previos, tendieron a justificar la validez de sus aportes y a comunicar el uso de sus nociones clave en la nueva coyuntura global provocada por la llamada zoonosis. La intervención más resonante, y quizás también la más polémica, fue la de Giorgio Agamben, para quien la reacción de los Estados contra la pandemia ejemplifica, de modo lineal, su lección sobre la figura del Estado de excepción como clave de comprensión de los dispositivos de control. A la respuesta escéptica del pensador Jean-Luc Nancy, que llama a tomar en serio la gravedad de la pandemia, siguió la defensa del profesor Roberto Esposito, para quién la filosofía debe advertir sobre el paradigma biopolítico de poder que domina la acción de los Estados. El interés académico del diagnóstico se agota en el pesimismo ontológico de los autores. Otro contrapunto resonante fue el de Byung Chul-Han contra Slavoj Ẑiẑek. Si este último ve en el colapso sistémico en curso la oportunidad de un nuevo comunismo, el primero, en cambio, lee un capitalismo reforzado por las tecnologías y formas disciplinarias puestas en juego en países del oriente del plantea. En ambos casos, lo que falta es la identificación de sujetos de transformación. Tampoco Alain Badiou encuentra novedades subjetivas en la situación. Para él, asistimos a la mera repetición agravada del mismo fenómeno (la propagación de epidemias y catástofes), y el coronavirus se deja explicar con los saberes ya disponibles. Solo Judith Butler se atrevió a plantear una posibilidad diferente, al insinuar que en torno a la gestión desigualitaria del aparato sanitario estadounidense podría renacer un nuevo deseo de igualdad, comunicado quizás por el propio virus. 

 

***

 

También se manifestaron, con notable repercusión, una variedad de escritorxs cuya palabra descansa en enarbolar diversas estrategias de subjetivación ligadas a minorías activas, grupos autogestivos y militancias alternativas o movimientos sociales. Estos autores aportan descripciones sobre las mutaciones en el plano de la vida ligadas tanto a los afectos que moviliza o bloquea la crisis, como a la reconfiguración de los espacios, el papel de las redes, o las tácticas del pensamiento para encontrar sentido ante lo que se presenta como un nuevo apocalipsis desde una perspectiva emancipadora. Paul B. Preciado, Verónica Gago, Franco Berardi (Bifo), o Amador Fernández-Savater, entre otrxs, han narrado en tiempo real la pandemia y, en nombre de los diversos movimientos sociales, llaman a colocar en el centro nuevas experiencias estéticas, terapéuticas o políticas fundadas en los cuidados, en la suspensión de la sujeción financiera (la deuda), o la huelga de alquileres, la reapropiación de artefactos tecnológicos y de redes sociales y en el acceso común a bienes y disfrutes. Intentan, también, anticipar y  desarmar las jugadas con las que podría responder el aparato de control. Su especificidad es la de dar cuenta del desafío de sostener politizaciones ligadas a micropolíticas de la existencia estimuladas y, a la vez, amenazadas, advirtiendo sobre la formación de bloques represivos constituidos como amenazas a las condiciones precarias de vida.

 

Cabe destacar por su calidad investigativa, dentro de esta serie de intervenciones, la del colectivo Chuang, cuyo texto, “Contagio social: guerra de clases microbiológica en China”, ofrece una lectura de las líneas de fuerza y fragilidad, así como de las zonas de emergencia desde las cuales investigar la posibilidad de rupturas y de creación de alternativas políticas y subjetivas, a partir de una analítica aguda e informada de las condiciones actuales de producción.

 

Finalmente, los escritos de Oscar Ariel Cabezas (desde la sublevación en Chile) y Maurizio Lazzarato enfatizan la importancia política de las subjetividades organizadas como clave para la crítica. Si el primero toma la sublevación en Chile como fuente de un saber de los cuidados que el aparato estatal chileno intenta liquidar mediante la represión sanitaria, el segundo toma muy en serio el hecho de que la “máquina de guerra” capitalista, por más crisis que padezca, no puede admitir ninguna clase de reforma a menos que se le oponga la amenaza concreta de una máquina de guerra revolucionaria que la enfrente.   

 

***

En el contexto sudamericano, hubo, sobre todo, dos intervenciones que vale la pena comentar por el modo específico de enlazar la reflexión en torno a la pandemia con los procesos políticos o las coyunturas nacionales.

 

Vladimir Safatle da cuenta de que en Brasil la derecha enfrenta la pulsión demente del neofascismo liderado por Bolsonaro, frente a una izquierda completamente neutralizada y sin estrategia ni disposición al combate. Safatle afirma que Bolsonaro es capaz de esconder los cuerpos de los muertos por el coronavirus, encarnando y radicalizando -junto al bloque económico que lo apoya- el inconsciente esclavista del Estado brasileño. El descuido sanitario de la población y la precarización económica de los trabajadores consuman el rasgo suicida que, según Safatle, es la gran novedad del Estado brasileño en su fase actual. El neofascismo no busca gobernar la crisis sino movilizar al país, según una racionalidad que proviene de sus estructuras necropolíticas, que considera sujetos a cuya muerte no iría ya ligado el luto ni el dolor. ¿Pesimismo ontológico u oportunidad urgida de pensar todo de nuevo?

 

Por su lado, el ensayista y profesor argentino Horacio González retoma y analiza con detenimiento el debate filosófico en boga, para referirse a los modos como los distintos discursos públicos abordan la crisis, trazando transversales que permitan crear un espacio de vacilaciones productivas introducidas por la novedad de las circunstancias -no necesariamente “acontecimientos” a la Badiou- y, al mismo tiempo, rescatar el filo crítico (esa función del pensar que Walter Benjamin identificaba con la advertencia de un “aviso de incendio”), amenazado o directamente ahogado cada vez que se moviliza la unanimidad salvífica de la población y su ciega identificación con el Estado. Aislado en su casa y desde el acuerdo con la decisión de la cuarentena preventiva, González se pregunta, sin embargo, por ciertas dimensiones de ensayo para leer la barbarie del control total que poseen estos experimentos sociales, abriendo el lugar para distinciones centrales (más próximas a las formuladas por Butler que por Agamben) entre los lazos colectivos -entendidos como cuidados públicos y sanitarios- y aquellos promovidos por la perspectiva securitista y policial, afines a cierta idea de una “guerra al virus”, expresión fomentada por el presidente francés. A esta distinción promisoria entre cuidados públicos y control, González añade la necesidad de distinguir qué máquinas productivas merecen ser reactivadas luego del impasse si, como cree necesario, se trata de salir de él poniendo en juego nuevos sistemas de traducción o interfaz no capitalistas entre hombre y animal (retomando al colectivo Chuang). Esto implica, en el ritmo de su escritura, una tercera distinción -hecha en amable discusión con textos del psicoanalista Jorge Alemán- sobre el destino de la metafísica. Esto último para Alemán resulta inseparable del gran movimiento hacia la muerte de la ciencia, la técnica y la economía capitalista, mientras que en González, al contrario, merece ser rescatada de ese movimiento, para encontrar en ellas ese poder de sustracción del mundo de la física sin el cual el propio pensamiento queda, como diría Henri Bergson, cerrado sobre la faz práctica de la existencia, sin percibir el Todo Abierto de la vida.  

 

***

 

¿Qué elementos quedan en limpio a la hora de pensar en torno a este “objeto endemoniado”? En mi caso, adulto que vive en Buenos Aires y está, como todxs, obligado a un aislamiento que entiendo necesario, solo cuento con tres fuentes de insumos para pensar lo que sucede, por fuera de los afectos más íntimos: mis clases de filosofía y política en grupos de estudio, que ahora practico por medio de un dispositivo virtual; mis intercambios de impresiones con amigxs de otras ciudades; la actividad de edición del blog Lobo Suelto, que comparto con Facundo Abramovich y León Lewkowicz y que implica la lectura diaria de reflexiones diversas sobre el asunto.

 

Se trata de una reflexión que parte de confesar su propia ignorancia sobre las implicancias científicas y las consideraciones sanitarias que forman parte del gran cálculo de riesgos (una buena definición de gubernamentalidad biopolítica foucaultiana) que organiza hoy a cada uno de los Estados. 

 

Detecto tres rasgos principales en la experiencia subjetiva de la incertidumbre que acompaña a la pandemia. El primero es lo inédito (que no quiere decir sin antecedentes): las personas que conozco no vivieron algo comparable, a pesar de que en el pasado hubieron virus y pandemias amenazantes. Lo segundo, que deriva de lo anterior, es la inducción deliberada por parte de las lógicas preventivas de los Estados -cada uno según sus cálculos- de un estado de supervivencia, en que cada quien debe velar en una primera instancia por sí mismo, olvidar redes y estrategias colectivas de vida, antes de saber si contará con asistencia pública, antes, también, de saber cómo ser útil a lxs demás y de poder anticipar mínimamente el tiempo por venir. Lo tercero podría llamarse sincronía casi planetaria de las almas y las conductas, como no se veía desde hace décadas.

 

***

 

El “Estado fuerte”

La interrupción de los circuitos de movilidad de tantos millones de personas conlleva una aparente suspensión de la temporalidad. Un examen rápido de la situación, sin embargo, alcanza para comprobar que no estamos ante un mero paréntesis ni mucho menos ante una detención del tiempo: asistimos, en realidad, a un colapso de las estructuras que sostuvieron la “normalidad” previa. La magnitud de la destrucción, aún por determinar, impone nuevas relaciones entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero. El nuevo contexto ya no puede organizarse en torno a un llamado al orden, sencillamente porque las bases de aquel orden han sido seriamente perturbadas. Bajo el apacible paisaje de una ciudad ralentizada se presiente el movimiento hacia los extremos. Y es que tanto los partidarios de sostener a toda costa los esquemas neoliberales de reproducción social, como quienes advertimos su inviabilidad y deseamos su destrucción en beneficio de impostergables reformas radicales, necesitamos dar forma a mecanismos de intervención contundentes sobre una temporalidad en descomposición, apenas contenida por la cuarentena.

 

La cuarentena es, en este sentido, tiempo retenido o bien de elaboración pasiva, que evita un desenlace violento de las contradicciones presentes. Y, como tal, fue defendida en estos dias por el presidente argentino Alberto Fernández bajo la fórmula: “Es la hora del Estado”. Una vez más, y quizás esta vez de modo más justificado que nunca, el “Estado fuerte” emerge como figura aclamada. Pero se trata de un clamor recorrido por una ambigüedad asfixiante: el “Estado fuerte” no será más que una congestión de demandas contradictorias (salvar bancos y empresas o ponerse al servicio de una economía de base comunitaria), sin ser tan fuerte como para soportar la sobrecarga de una tensión tan insoportable. Es necesario tomar nota de las violentas contradicciones que se incuban en esa consigna, e intentar distinguir aquello que permite que por “Estado fuerte” entendamos una cosa -la salvación estatal de bancos y empresas, la extensión e intensificación del poder de control- o todo lo contrario a ella -un incremento de lo público capaz de hacer saltar la forma Estado tal y como la hemos conocido hasta el presente-. Esta contradicción extrema se hace presente a cada paso, al tiempo que la aclamada fortaleza del Estado está llamada a convertirse en fuerza de rescate de las dinámicas de la acumulación del capital, si es que no se asume desde el comienzo la necesidad de un nuevo lenguaje para asumir los criterios de su construcción.

 

Un ejemplo de la extrema tensión en la relación entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero, se evidenció en el anuncio de Fernández de la primera prolongación de la cuarentena obligatoria. Por entonces, el presidente argentino explicó que priorizaba la vida, en términos de salud, a la economía. Acto seguido, los neoliberales, gustosamente subidos al clamor del “Estado fuerte”, respondieron con una pregunta supuestamente -o más bien, tramposamente- “materialista”: ¿No es la vida, acaso, también economía? ¿No es un error “idealista” del presidente priorizar la salud en detrimento de esta indispensable materialidad económica, cuando la vida depende por igual de ambas? Lo que interesa en este ejemplo es el modo como entra en juego la materialidad en el lenguaje, determinando la materialidad misma de la disputa. En la retórica de Fernández, priorizar la salud (“la vida”) implica defender el gasto público para afrontar circunstancias excepcionales, y “que los empresarios ganen menos” (en sus palabras). Para los neoliberales, que acuden siempre a las arcas del Estado, y lo hacen tanto con mayor violencia en tiempos de crisis, se trata, en cambio, de enseñar qué es la economía, definiéndola como producción de la materialidad misma de la vida (incluida la salud), movida irremediablemente por la valorización de capital.

 

En tiempos de crisis, los neoliberales aceptan la idea de un “Estado fuerte”, imponiéndole, sin embargo, una tarea y un límite. La tarea: salvar bancos y empresas, ya que no conciben la reproducción social por fuera de la reproducción de las categorías del capital. El límite: el gasto público dedicado en el pico agudo de la crisis a garantizar momentáneamente la reproducción social, por fuera de la lógica de producción de valor, no debe perturbar el reencarrilamiento de la dinámica social hacia la acumulación de capital. En definitiva, la fuerza del Estado fuerte es, para los neoliberales, un asegurador ante el serio peligro de desfundamentar la comprensión capitalista de la vida, de la cual el lenguaje de Fernández, que opone salud a economía, no se desembaraza.

 

Es esta la tensión (apenas tolerable) entre las palabras y las cosas, y entre estas cosas y el dinero, la que llama a recrear el punto de vista materialista de la crisis para atravesar la crisis. ¿Es sostenible, acaso, semejante oposición entre salud y economía? Alcanza con abandonar el diccionario neoliberal de las palabras en español para advertir que la propia dinámica de la crisis empuja, como indica Butler, a comprender “salud” y “economía” de un modo nuevo en el que ya no es posible oponerlas. No se trata de conciliar lo que los neoliberales llaman salud y economía, sino de llegar a captar el sentido que estos términos tienen en las luchas que entretejen la crisis. La recomposición del vocabulario es una premisa fundamental para volver inteligible un principio nuevo de recomposición de las palabras y de las cosas, y entre  las cosas y el dinero. En la medida en que toda forma de vida es un modo de producción, reconstruir el andamiaje público de servicios indispensables para crear vida humana bien puede ofrecer las trazas de una economía no neoliberal. Esto implica identificar la fuerza no meramente en el Estado sino en las fuerzas materiales del cuidado, desde la salud a la educación, hasta el conjunto de redes que permiten crear forma de vida, además de nuevos continuos entre vida humana y no humana.

 

Por otro lado, está el problema de cómo el lenguaje opera sobre el tiempo. ¿El clamor en favor del “Estado fuerte” será interpretado de modo restringido en un conjunto de medidas de excepción, destinadas solo a atravesar la crisis? O, por el contrario ¿se reconoce la existencia de un nuevo tiempo que reclama el diseño de instituciones de gobierno para una nueva época? Si contra el llamado “realismo capitalista”, que no imagina mundo más allá del capital, se ensayara una inspiración no neoliberal ni tampoco apocalíptica del tiempo de las luchas, tendríamos que responder a la pregunta: ¿cuáles serían, en este caso, las categorías con las que pensar estos nuevos diseños?

 

Además de recomponer una idea no capitalista de la economía, sostenida sobre la producción de servicios que creen forma de vida, la discusión filosófica en curso permite incluir en estos diseños dos distinciones clave por igual: la del continuo entre vida humana y no humana, que no puede prescindir del cuestionamiento de la actual interfaz capitalista con la vida animal (de la que habla de modo preciso el colectivo Chuang); y la distinción entre control (el paradigma biopolítico reforzado en la utopía occidental de un modelo “oriental” -en los términos de Byung-Chul Han-) y los cuidados públicos, base comunitaria sobre los cuales pueden pensarse de aquí en más las relaciones de gobierno.     

 

Si algo define la aparente calma del momento es la espera a la activación de nuevas fuerzas. El fin del mundo que hemos conocido y, en general, el deseo de aniquilar las estructuras sobre las que hasta aquí se apoyó la normalidad, llevarían a pensar esas nuevas fuerzas más allá de la idea-Estado hasta aquí conocida, para experimentar con nuevas instituciones comunes, a partir de un reverdecer de la crítica de la economía política tal como la vienen practicando diversos movimientos sociales en lucha. El Estado fuerte activa mecanismos de salvación excepcionales, que bien se podrían convalidar como regularidades habituales para el tiempo que viene. Pasando del aislamiento impuesto por el aparato de coerción, al mismo aislamiento pero regulado por la reflexión comunitaria de los cuidados; del gobierno del miedo a la contemplación de los lenguajes con los que pensar lo que viene; una reflexión que bien puede estar extendiéndose de una imagen restringida a una ampliada de los cuidados públicos (abarcando las formas de producción, circulación y consumos).

 

Las fuerzas que esperamos,  si no quedan secuestradas en el mito de un Estado salvador del capital, remiten, en términos políticos, a un reencuentro con los fundamentos del poder colectivo y los mecanismos de creación de igualdad que en nuestra historia corresponden con el lenguaje de la revolución. Marx escribió que la revolución opone cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad a los modos de propiedad que en determinada fase lo bloquean. Las revoluciones, sobre todo, son momentos de conmoción general, en las que se agitan las condiciones económicas de la producción. Pero también son tiempos en los que se derriban las formas jurídicas, políticas y religiosas, artísticas o filosóficas con que las personas nos explicamos los conflictos. Se trata de un pensamiento muy riguroso, que combina la dimensión objetiva de la crisis con los modos subjetivos de procesarla. Más aún, la crítica de la economía política, como lo vio con toda claridad Georg Lukács, tiende a cancelar la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, reintroduciendo la subjetividad común como nueva fuerza reorganizadora del conjunto. Marx creía que la humanidad jamás se planteaba enigmas que no pudiera resolver. Quizás sean estas preguntas que nos hacemos el preciso valor de este momento.

 

 

El coronavirus como teatro de la verdad // Santiago López Petit

¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿Y si parar (relativamente) el mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en desafío?

            Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales: la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales etc. incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación a la defensiva como la actual ¿Quién podría negarlo?

            Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida” nos repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas – no olvidemos que  “estadística” deriva de la palabra Estado – para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse. Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que según Hobbes lo fundamenta y legitima.

            En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus. Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz. Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 i 15.000 muertos; en Catalunya,  300000 personas (mayoritariamente mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o sensibilidad química múltiple,y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantasen. Por cierto: ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?

            La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa. Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye  un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.

            En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus  representantes  no tienen ya cabida. Está el personal sanitario en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta sociedad (por favor: llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el insulto que ya era); están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.          

            La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos, resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.

            La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella  – y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza. Por eso hay que entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.

            #Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% (500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas a un deuda infinita. A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.         

 

 

El extraño silencio antes de la tormenta. Crónica de la psicodeflación #4 // Franco «Bifo» Berardi

El extraño silencio antes de la tormenta

4 de abril

Lucia encontró una foto en blanco y negro y me la mando por teléfono.

En la foto, veo una mujer joven y hermosa, vestida como lo hacían en los años treinta durante un día festivo. Hay una niña con ella. En el fondo un edificio que reconozco fácilmente. La mujer y la niña entran por Vía Ugo Bassi y en la parte inferior se encuentra el frontón triangular del edificio que separa el Pratello de San Felice. La joven mira hacia adelante, con una mirada ligeramente ausente, y la niña, que se aferra a su mano, parece exigir atención, pero la mujer no la mira, no se vuelve hacia ella, mira hacia adelante, hacia otro lado.

Esa mujer es mi madre, y la niña es su prima María.

Inmediatamente me pregunté quién tomó esa foto, quién sostiene la cámara. Es Marcello, estoy seguro, su novio Marcello. Mi abuelo Ernesto permitió que Dora se fuera de con él, pero solo si estaba acompañada por alguien, un hermano o una niña. Dora parece molesta, un poco arrogante, quizás fastidiada por la presencia no deseada de su prima. No se da vuelta para mirarla, mira hacia él, hacia el fotógrafo que capturó ese instante. Mira hacia el futuro, hacia ese futuro que imagina, en ese día festivo de primavera a fines de los años treinta, cuando mi madre tenía poco más de veinte años, y la tragedia parecía estar muy lejos. Luego vino la tragedia de la guerra que devastó la vida y trastornó el futuro que esperaba.



6 de abril

A Grim Calculus

El título de The Economist de esta semana lo dice todo. Grim significa sombrío, desalentador, oscuro e incluso feroz. Un triste cálculo que nos vemos obligados a hacer.

Es fácil de entender de qué cálculo está hablando la revista que durante un siglo y medio ha estado representando al pensamiento económico liberal. Cuánto nos costará la pandemia del coronavirus en términos económicos y qué tipo de razonamiento nos vemos obligados a hacer, teniendo que elegir entre dos decisiones alternativas: cerrar todo y bloquear casi por completo la producción, la distribución, es decir toda la máquina de la economía, o aceptar la posibilidad de una hecatombe. 

Leí en la revista: “El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, ha declarado que «no debemos ponerle precio a la vida humana». Es una declaración, un llamado a la acción y a la unión por parte un hombre valiente cuyo estado está abrumado. Sin embargo, dejando de lado las compensaciones, Cuomo está abogando por una opción que no considera las consecuencias que traerá a toda la comunidad. Suena despiadado, pero ponerle precio a la vida, o al menos buscar alguna forma de pensar sistemáticamente, es precisamente lo que los líderes necesitarán si quieren encontrar una salida durante los terribles meses que van venir. Al igual que en las unidades de terapia intensiva, algunas renuncias y algunos compromisos son inevitables (…) Por el momento, el esfuerzo para combatir el virus parece estar destinado a consumir todos nuestros recursos (…) Pero en una guerra o durante una pandemia, los líderes no pueden escapar al hecho de que cada curso de acción impondrá enormes costos sociales y económicos. 

Para el verano, las economías habrán sufrido caídas de dos dígitos en el PBI trimestral. Las personas habrán soportado meses de aislamiento, perjudicando tanto la cohesión social como su salud mental. El cierre y el confinamiento de un año costarían a Estados Unidos y a la Zona Euro un tercio, más o menos, del PBI. Los mercados caerían y las inversiones se retrasarían. La capacidad de la economía se marchitaría a medida que la innovación se estancara y las habilidades decayeran. Finalmente, incluso si muchas personas mueren, el costo del distanciamiento podría superar los beneficios. Ese es un lado de las compensaciones que nadie está dispuesto a admitir todavía”

 

Todo muy claro: The Economist nos pone frente a un razonamiento que puede parecer brutal, pero que es simplemente realista. Un titular de la revista dice «Hard-headed is not hard-hearted». Tener una cabeza brillante no significa tener un corazón de piedra.

¿Cómo negarlo? Gracias a la decisión de detener el flujo de la actividad social y el ciclo de la economía, los líderes políticos ciertamente han salvado millones de vidas en los próximos tres, seis, doce meses. Pero, observa The Economist, con una consistencia intransigente, que esto nos costará un número mucho mayor de vidas en el tiempo que viene. Estamos evitando el desastre que el virus podría significar, pero ¿qué escenarios preparamos para los próximos años, a escala mundial, en términos de desempleo, ruptura de las cadenas de producción y distribución, en términos de deuda y quiebras, de empobrecimiento y desesperación?

Frenemos un momento.

El editorial de The Economist es razonable, coherente, irrefutable. Pero lo es solo dentro de un contexto de criterios y prioridades que corresponde a la forma económica que hemos llamado capitalismo. Una forma económica que hace que la asignación de recursos, la distribución de bienes dependa de la participación en la acumulación de capital. En otras palabras, hace que la posibilidad concreta de acceder a bienes útiles dependa de la posesión de valores monetarios abstractos.

Este modelo que hizo posible movilizar enormes recursos para la construcción de la sociedad moderna ahora se ha convertido en una trampa lógica y práctica de la que no pudimos encontrar una salida. Pero ahora la salida se ha impuesto, automáticamente, con violencia, desafortunadamente. No es la violencia de las revoluciones políticas, sino la violencia de un virus. No es la decisión consciente de las fuerzas dotadas de voluntad humana, sino la inserción de un corpúsculo heterogéneo, como la avispa en relación a la orquídea, un corpúsculo que comenzó a proliferar hasta que el organismo colectivo fue incapaz de comprender y desear, incapaz de producir, incapaz de continuar.

Esto detuvo la reproducción, absorbió enormes sumas de dinero que no han servido para mucho. Hemos dejado de consumir y producir, y ahora estamos aquí, mirando el cielo azul desde la ventana y nos preguntamos cómo terminará todo esto. Mal, pésimo, dice The Economist, para quien la interrupción del ciclo de crecimiento y acumulación parece ser un evento catastrófico que pagaremos con hambre, miseria y violencia.

Me permito estar en desacuerdo con el catastrofismo que propone The Economist, porque me refiero a la palabra «catástrofe» de una manera diferente, aquella que en su etimología significa «un giro más allá del cual se puede ver otro panorama». Kata se puede traducir como más allá, y estroofeina significa moverse, desplazarse.

Entonces fuimos más allá. Finalmente hemos hecho ese movimiento que las luchas conscientes, decididas y locuaces de cincuenta años no han logrado. Todo se ha detenido o casi todo y ahora se trata de reiniciar el proceso, pero según otro principio, el principio de lo útil y no del de la acumulación de lo abstracto. El principio de igualdad frugal de todos, no el de competencia y desigualdad.

¿Seremos capaces de desarrollar este principio para reiniciar la máquina, pero no esa máquina que funcionaba antes de manera implacable, sino una máquina elástica, una máquina quizás un poco más inestable y ciertamente más frugal, aunque más amigable?

¿Seremos capaces? No lo sé y, sobre todo, no sé a quién me refiero con el «nosotros» de mi pregunta. ¿Quienes seremos capaces?

Ya no es política, ni es el arte del gobierno. La política es incapaz de cualquier gobierno y, sobre todo, es incapaz de comprender. Los pobres políticos parecen estar perseguidos, tambaleantes, ansiosos. 

El nuevo juego, el de la proliferación rizomática de corpúsculos ingobernables, pone en el centro al conocimiento, no a la voluntad. Por lo tanto, ya no es política, sino conocimiento.

¿Y cuál saber?  

No el de los economistas, incapaces de salir de la casa de espejos de la valorización, que traduce el producto en términos abstractos de cálculo monetario y aumenta el volumen de destrucción con el objetivo de aumentar el volumen del valor abstracto. Se trata de un saber concreto, que no traduce lo útil en valor, sino en placer, en riqueza.

¿Necesitamos aviones de combate F35? No, no los necesitamos, no sirven para nada, excepto para ganarse la vida mediante una alianza militar inservible y hacer que los trabajadores produzcan latas de atún de manera más rentable. 

¿Y también porque sabes todas las unidades de cuidados intensivos que se pueden construir con un sólo avión F35? Doscientas. 

Lo sé, este es el discurso de los vagos que no saben cuán complejas son las cosas, con sus interdependencias, etc, etc. Bien, me voy a quedar callado y escuchemos el discurso de los realistas que repiten la misma canción de siempre: si queremos mantener la ocupación en los niveles actuales tenemos que producir armas, ¿es así no? Eso es lo que dicen los realistas de The Economist y los de la derecha y la izquierda.

Así que seguiremos fabricando armas para que todas esas personas trabajen ocho, nueve horas al día. Y en un mes o un año a partir de la epidemia, seguirá la miseria masiva y después la guerra. Y la extinción, de la que esta vez solo probamos un bocado, nos encontrará en su hermoso caballo blanco como en el triunfo de la muerte que se puede ver en el Palazzo Abatellis, en Palermo.

¿Y, si en cambio, decidimos hacer que las personas trabajen solo el tiempo necesario para producir lo que es útil? ¿Y si acaso les damos a todos un ingreso independientemente del tiempo de trabajo (inútil)?

¿Qué pasa si interrumpimos los pagos por los aviones inútiles que ya hemos comprado? ¿Qué pasa si acabamos con las obligaciones internacionales y aquellas relaciones que nos obligan a pagar grandes sumas por la guerra?

Estos discursos no son delirios ni desvaríos de un extremista, sino el único realismo posible. There is no alternative 😉

Mi amiga Penny me escribe desde Londres: “I just sit and write – this strange life has become familiar and calming but there is always calm before the storm” (Nota: «Me siento y escribo, esta vida extraña se ha vuelto familiar y relajante, pero siempre viene la calma antes de la tormenta»).

Siempre hay un extraño silencio antes de que estalle la tormenta. Como si me dijera: la mejor parte vendrá cuando el virus cansado se retire. En ese punto, los tontos pensarán que es hora de volver a la normalidad. 

Los sabios se preparan para una gran tempestad. 

 

7 de abril

Después de dos meses de inexplicable ausencia, el asma volvió y me estuvo persiguiendo todo el día. Me la pase acostado en la cama, jadeando por la falta de oxígeno y sin fuerzas para hacer nada.  

Por la noche salgo a tirar la basura: orgánica, vidrios, no diferenciada. Camino lentamente por la pequeña plaza debajo de mi casa. El Hotel San Donato Best Western está cerrado, con postigos atornillados en sus puertas. Camino un poco por Via Zamboni para ver las torres. No hay nadie en esta calle, donde, desde el siglo XII y durante la primavera, los estudiantes acuden en masa y cortejan.

 

8 de abril

Tomo mi café y miro hacia la plaza soleada. Incluso hoy está esa chica que pasa siempre por debajo del arco. Tal vez vive sola en un estudio en via del Carro. Tiene un traje negro con ribetes amarillos, sostiene su teléfono celular en la mano y hace movimientos de gimnasta. Movimientos un poco incómodos: levanta la pierna derecha y permanece así durante unos segundos, hasta que el teléfono celular llama su atención. Luego levanta la pierna izquierda mirando el teléfono celular, gira hacia la pared, inclina los brazos y hace algunos movimientos de ida y vuelta con la cabeza. Mi teléfono suena, me alejo.

Me llaman desde Milán para preguntar si todavía puedo mandar una grabación para Radio Virus. 

Vuelvo a la ventana, la chica ya no está.

Si no fuera que su representante terrenal prohibió considerar la enfermedad como un castigo de Dios, asumiría que el Señor es un viejo ingenioso. Primero mandó a Johnson a terapia intensiva y, después también, al homofóbico ministro Litzman del Estado de Israel 

Desafortunadamente, esta es la única noticia reconfortante que proviene de ese país de racistas. Por lo demás, la crónica política israelí habla de la lucha sin fin entre el torturador Ganz, el corrupto Netanyahu y ese nazi de Lieberman. Tal vez lleguen a la cuarta elección en un año. Mientras el mundo se disuelve a su alrededor, ellos están demasiado ocupados peleando por eso.

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de Ginebra, la pandemia provocará un aumento del desempleo de alrededor de 25 millones de personas. En los Estados Unidos ha habido más de diez millones de despidos en dos semanas, y se espera que el número aumente en los próximos días. Son números sin precedentes, para usar una de las expresiones más populares de estos días. 

Las políticas económicas tradicionales no bastarán para hacer frente a este fenómeno. O recurrimos a la marginación violenta de una gran cantidad de personas que viven en la miseria y rugen en las afueras de la ciudad, o abandonamos, por completo, el discurso de la economía moderna, la vieja utopía del pleno empleo, el prejuicio del trabajo asalariado y, literalmente, empezamos de nuevo. Solo nos queda una certeza: el conocimiento científico acumulado, y, sobre todo, el poder viviente del trabajo cognitivo, de la invención técnica y de la palabra poética. 

Pero el criterio económico que ha regulado, hasta ahora, las relaciones y las prioridades se ha vuelto definitivamente loco. Está desencajado/fuera de sí. Y esto es para siempre.

Porque si tratamos de restablecer la antigua relación entre quienes tienen riqueza y quienes tienen que trabajar para ganarse la vida, entonces la miseria estará destinada a generar ríos de violencia y desempleo para alimentar ejércitos desesperados listos para cualquier cosa.

Será cuestión de requisar espacios y estructuras de producción. Será cuestión de regular, en igualdad de condiciones, el acceso a los recursos disponibles. 

No podemos perder el tiempo con la ilusión de volver a la normalidad pasada, porque correríamos el riesgo de arrastrar lo que queda en un espiral de devastación sin retorno. Lo que los consumidores esperaban en los últimos cincuenta años se ha ido y no debe regresar. Es el sistema de expectativas que debe cambiar radicalmente.

Si me pidieran que indicara un evento, una fecha y un lugar que está en el origen de este apocalipsis, diría que ese evento es la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en junio de 1992. Por primera vez, las grandes naciones se encontraron para evaluar la necesidad de abordar los peligros que el crecimiento económico comenzaba a revelar. En esa ocasión, el presidente de los Estados Unidos, George Bush, declaró que «el nivel de vida de los estadounidenses no se puede negociar».

Todos estamos pagando por su orgullo, que tal vez es inherente a la existencia misma de esa nación nacida del genocidio, y cuya riqueza depende de la deportación, la esclavitud, la guerra y el robo de los recursos y el trabajo de otras personas. Esa nación pronto enfrentará una devastadora guerra interna y, merecidamente, no sobrevivirá. 

 

9 de abril

Después de un mes de aislamiento y de incertidumbre sobre los resultados futuros de la situación, se percibe cierto nerviosismo en la voz de los amigos que llaman, y también en los testimonios escritos, o en los análisis que me llegan todos los días. No leo todo lo que se me llega, pero si bastante.

En una lista de correo llamada Neurogreen recibí un artículo de Laurie Penny, publicado en Italia por Internazionale y, originalmente, en la revista californiana WIRED, que durante muchos años ha sido líder de la imaginación digital futurista y visionaria, y, en última instancia, ultraliberal. 

Es extraño leer un artículo así en esa revista generalmente ultraoptimista. Ante todo es el relato de una experiencia bastante dramática. Laurie Penny se encuentra quién sabe dónde, lejos de casa, y está sorprendida por la tormenta viral. “El capitalismo no puede imaginar un futuro más allá de sí mismo que no sea una carnicería (…). La socialdemocracia se reintroduce rápidamente porque, parafraseando a Margaret Thatcher, realmente no hay alternativa”

150 miembros de la familia real saudita afectados por el virus.

Bernie Sanders se retira, Biden perderá las elecciones (¿o quizás las gane?), si es que se llevan adelante las elecciones estadounidenses.

Ocho médicos murieron en Gran Bretaña tratando a personas con el virus. Todos eran extranjeros: de Egipto, India, Nigeria, Pakistán, Sri Lanka y Sudán.  

El cielo de Delhi es claro, algo que no se ha visto en años. Por la noche se ven las estrellas.

Pero Confindustria (Confederación General de la Industria Italiana) tiene prisa por reanudar las actividades, incluso si las noticias procedentes de China no son tranquilizadoras: Wuhan reabre, pero Heilongjiang cierra. La batalla contra el coronavirus es como tratar de vaciar el mar con un balde. 

Tal vez no deberíamos luchar en absoluto, porque la guerra se perdió al principio: deberíamos minimizar nuestros movimientos, reconocer que el poder del que nos emborrachamos en la era moderna se agotó. Los que más caro pagan son los que más han creído y siguen creyendo en el poder ilimitado de la voluntad humana. Es comprensible que los hombres se pisoteen, quieran volver a tomar el mando, quieran gobernar su futuro ya que, engañándose a sí mismos, creían que lo estaban haciendo, en su pasado glorioso. Pero el virus nos enseña que el poder ilimitado era un cuento de hadas y que el cuento de hadas se terminó.

 

10 de abril

La ANPI (Asociación Nacional de Partisanos de Italia) lanzó una propuesta para hacer del 25 de abril una cita por la democracia. Acepto su convocatoria y estoy disponible para lo poco que pueda. ¿Cantaré también el himno de Mameli al comienzo de las celebraciones?

Espero el 25 de abril con el mismo espíritu con el que espero la Misa de Pascua del Papa Francisco. 

A pesar de mi ateísmo, me hizo bien escuchar a Francisco la otra noche en la plaza desierta. Con ese mismo espíritu, voy a participar en el evento virtual el 25 de abril. La divinidad que adoran los demócratas es tan ilusoria como el dios de Francisco, pero me hará bien sentir la cercanía de un millón de personas.

 

 

11 de abril

En via Castiglione, en las colinas de Bolonia, a dos kilómetros del centro de la ciudad, alguien filmó a un jabalí con otros seis pequeños siguiéndolo. 

En Bruselas, los holandeses reiteran que quienes necesiten dinero deben firmar un pagaré que diga que pagarán sus obligaciones. Italia estuvo de acuerdo con los holandeses cuando en 2015 se trataba de imponerle a Grecia el respeto por la ley de acreedores. Hoy es comprensible que Italia quiera evitar el trato que se le infligió a Grecia. Pero las nociones de deuda y crédito parecen bastante destartaladas hoy. La insolvencia tiene la intención de destruir el sistema de comercio. Acá también: There is no alternative.

Hablando de Grecia, Stella y Dimitri nos esperan allá en julio. Durante más de diez años hemos estado alquilando una pequeña casa entre los olivos. ¿Qué será del verano, los viajes, el mar? Billi y yo cambiamos de tema con cuidado. Tal vez no habrá viajes este verano.

 

12 de abril 

Después de la grosería abierta de Rutte y Hoekstra (Primer Ministro y ministro de Finanzas holandés), la Sra. Ursula (NOTA:  La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen) intenta endulzar la píldora para los italianos que están muy molestos por la avaricia un tanto ofensiva de los holandeses. ¿Otorgarán un MES sin condiciones? ¿De los coronabonos no se habla? 

En una cosa, sin embargo, están todos de acuerdo: no debe haber un borrón y cuenta nueva. He escuchado esto varias veces de los negociadores europeos. 

¿Por qué el borrón y cuenta nueva parece algo malo para todos? Quizás sería mejor resignarse a esto. “Chi ha avuto ha avuto ha avuto chi ha dato ha dato ha dato scurdammoce ‘o passato simm’e Napule paisà” (NOTA: se refiere a la canción Simmo ‘e Napule paisà: ¡Quien ha tenido, ha tenido, ha tenido, quién ha dado, ha dado, ha dado, olvidémonos el pasado, somos de Nápoles paisano!).  Aquí, para los economistas, la profunda sabiduría de estos versos napolitanos es incomprensible. 

 

14 de abril

El viejo socialista Rino Formica, en una entrevista publicada en el Manifiesto, señala que no debemos creer que sobrevivir, en este momento, es más importante que pensar, como sugiere el lema latino primum vivere deinde philosophari. Si no filosofamos, observa Formica, corremos el riesgo de no saber qué decisiones tomar para vivir.

Marco Bascetta, por su parte, siempre para el Manifiesto, publica una reflexión (confusa pero intrigante) sobre el mismo lema latino ligeramente modificado: “primum vivere deinde laborare”. Y con razón observa que no hay mercado sin vida.

Agamben ha escrito varias veces que, en nombre de la nuda vida, estamos dispuestos a renunciar a la vida, y me acuerdo de otra máxima latina, que siempre he preferido a la mencionada por Formica: navigare necesse est, vivere non est necesse. ¿Para qué vivimos si no somos capaces de navegar? 

Por segunda vez, el Presidente de los Estados Unidos ladra amenazando con suspender o cancelar la financiación de la Organización Mundial de la Salud porque dice que reaccionó lenta y erróneamente ante el enfoque de la pandemia, o tal vez porque tomó una posición pro-china. También amenaza subrepticiamente con despedir al experto más autorizado en el sistema de salud estadounidense, el virólogo Anthony Fauci.

En los últimos días, han llegado fotos de su país, cerca de la metrópoli cosmopolita de Nueva York, que muestran bolsas donde guardan cadáveres, que son arrojados a fosas comunes excavadas para aquellos que ni siquiera tienen los medios para pagar un funeral y un entierro. Muchos se sorprendieron al pensar que esto es una consecuencia del virus maldito, que obliga a los estadounidenses a renunciar al funeral y al respeto por el fallecido.

Error.

Esas fotos no son noticia, no tienen mucho que ver con la epidemia.

En ese país, de hecho, aquellos que no tienen nada y mueren como perros generalmente son enterrados de esa manera, por sepultureros que están detenidos en alguna prisión, en una fosa común en la periferia fétida de una ciudad muy rica. Es la normalidad a la que muchos desean regresar rápidamente.

15 de abril

En California, los grupos de personas que viven en la calle están ocupando apartamentos y villas en venta que nadie comprará en este momento. Noticias reconfortantes. En Lagos, los ciudadanos de algunos barrios se arman para defenderse de las hordas de ladrones que acechan por las noches, aprovechando el toque de queda. Noticias inquietantes.

Pero quizás no sea la misma pregunta, quizás no sea el hecho de que en momentos como estos, en tiempos como los que se están preparando, la propiedad privada se convierte en algo inestable, débil, frágil. Algo oblicuo.

Leo en Facebook:

«Qué feo clima se ha creado.

Salís con máscara y guantes para ir a comprar o a buscar el diario, prestas atención, todos se miran con recelo y si alguien se acerca demasiado, hay una actitud de terror, de pánico.

Si salimos de este virus, ¿también saldremos de este comportamiento?

No lo sé.

¿Nos miraremos de reojo para siempre?»

__________________

Traducción: Lobo Suelto!

“La Tierra puede deshacerse de nosotros con la más pequeña de sus criaturas” // Entrevista a Emanuele Coccia

Entrevista de Nicolas Truong

El filósofo explica por qué, en su opinión, la actual pandemia devuelve al ser humano a la naturaleza. Y cómo la ecología necesita ser repensada, para alejarla de la ideología patriarcal basada en el “hogar”

 

El filósofo Emanuele Coccia es profesor en la École des hautes études en sciences sociales y uno de los intelectuales más iconoclastas de su tiempo. Autor, en la editorial Payot et Rivages, de las obras La Vie sensible (2010), Le Bien dans les choses (2013), La Vie des plantes. Une métaphysique du mélange (2016), acaba de publicar Métamorphoses (Payot et Rivages, 236 páginas, 18 euros), un libro que recuerda cómo se relacionan entre sí las especies vivas, incluyendo los virus y los humanos, porque, según escribe “somos la mariposa de esta enorme oruga que es nuestra Tierra”. En la entrevista que sigue a continuación analiza los impulsores de esta crisis sanitaria mundial, y explica por qué, por mucho que sea necesaria, “la orden de quedarse en casa es paradójica y peligrosa”.

 

 

Se están tomando medidas importantes para asegurar que la economía no se derrumbe. ¿Debería hacerse lo mismo para la vida social?

Frente a la pandemia, la mayoría de los gobiernos han tomado medidas firmes y valientes: no solo la vida económica se ha detenido en gran medida o se ha visto fuertemente ralentizada, sino que también la vida social pública ha quedado ampliamente interrumpida. Se ha instado a la población a quedarse en casa: se han prohibido las reuniones, las comidas compartidas, los ritos de amistad y de debate público y el sexo entre desconocidos, pero también los ritos religiosos, políticos y deportivos. De repente, la ciudad ha desaparecido o, mejor dicho, se la han llevado, ha sido sustraída del uso: se presenta ante nosotros como tras un escaparate. Ya no hay espacio público ni lugares para la libre circulación, abiertos a todos y a las actividades más populares y dispares, dedicadas a la producción de la felicidad tanto individual como compartida. La población se ha quedado sola frente a este enorme vacío, y llora la ciudad desaparecida, la comunidad suspendida, la sociedad cerrada junto con las tiendas, las universidades o los estadios: los directos de Instagram, los aplausos o los cánticos colectivos en el balcón, la multiplicación de la las arbitrarias y alegres carreras semanales son en su mayoría rituales de elaboración de duelo, intentos desesperados de reproducir la ciudad en miniatura.

Esta reacción es normal y fisiológica. La interrupción de la vida económica –que ya venimos experimentando cada domingo– ha sido objeto de un número infinito de reflexiones y medidas de anticipación y reconstrucción. En cambio, el gesto de suspender la vida en común, mucho más inédito y violento, ha sido abrupto y radical: sin preparación, sin seguimiento.

La necesidad de estas medidas está fuera de toda discusión: solo de esta manera seremos capaces de defender a la comunidad. Pero se trata de medidas muy serias: relegan a toda la población al hogar. Y, sin embargo, no ha habido ningún debate, ningún intercambio ni ningún otro discurso más allá del de la muerte y el miedo, por uno mismo y por los demás.

 

 

¿Cuál es la responsabilidad de los gobiernos en este olvido social del confinamiento? 

Es bastante infantil imaginar que se puede mantener a millones de vidas bajo arresto domiciliario únicamente a través de amenazas o difundiendo el miedo a la muerte. Es muy irresponsable por parte de estos mismos gobiernos el pretender obtener la renuncia de una comunidad a sí misma haciéndola sentir culpable o infantilizándola. El coste psíquico de esta forma de proceder será enorme. No se han tenido en cuenta, por ejemplo, las diferencias en cuanto al tamaño de los apartamentos, su ubicación, el número de individuos de diferentes edades que conviven en ellos: es casi como si, al tomar medidas en relación con la vida económica, hubiéramos optado por ignorar las diferencias en cuanto al volumen de negocio o al número de empleados de cada empresa.

No se ha tenido en cuenta la soledad, las angustias y especialmente la violencia que todo espacio doméstico a menudo oculta y amplifica. Invitar a cada uno a coincidir con el propio hogar significa producir las condiciones para una futura guerra civil. Podría estallar de aquí a unas pocas semanas.

Además, si para la vida económica hemos tratado de buscar un compromiso entre la necesidad de mantener a la sociedad viva y la de protegerla, para la vida social, cultural o psíquica hemos afinado mucho menos. Por ejemplo, hemos dejado abiertos los estancos, pero no las librerías: la elección de lo que se consideran «necesidades básicas» traslada una imagen bastante caricaturesca de la humanidad. Hay un tema iconográfico que ha atravesado la pintura europea: el de «San Jerónimo en el desierto», representado con una calavera y un libro –la Biblia que estaba traduciendo–. Las medidas hacen de cada uno de nosotros y nosotras «jerónimos» que contemplan la muerte y sus miedos, pero que ni siquiera tienen derecho a llevar consigo un libro o un vinilo.

 

 

 

“¡Quédense en casa!”, dice el presidente. Ahora bien, en Métamorphoses, haces una crítica de este “todos para casa”, y de esta obsesión con asignar la vida a la residencia. ¿Por qué razones?

Esta experiencia inaudita de arresto domiciliario indeterminado y colectivo que se extiende de golpe a miles de millones de personas nos enseña muchas cosas. En primer lugar, experimentamos el hecho de que el hogar no nos protege, no es necesariamente un refugio: también puede matarnos.

Podemos morir por exceso de hogar. Y la ciudad, la distancia que implica cualquier sociedad, nos protege normalmente contra los excesos de intimidad y de proximidad que cualquier casa nos impone. Así que no hay nada extraño en el malestar que vive la gente estos días. La idea de que el hogar, la casa, es el lugar de la proximidad a la “naturaleza” es un mito de origen patriarcal. La casa es el espacio dentro del cual conviven una serie de objetos e individuos sin libertad, en el seno de un orden orientado a la producción de una utilidad. La única diferencia que existe entre las casas y las empresas es el vínculo genealógico que une a los miembros de las unas pero no de las otras. También por esto, cualquier casa es exactamente lo opuesto a lo político: de ahí que la orden de quedarse en casa sea paradójica y peligrosa.

 

 

 

¿En qué sentido el análisis ecológico de la crisis sanitaria te parece inapropiado, romántico en el mejor de los casos y reaccionario en el peor? 

La experiencia de estos días debería por lo tanto enseñarnos que la ecología, la ciencia que debería ayudarnos a reparar el planeta, debe ser completamente reformada, empezando por su nombre, que todavía alberga la imagen de hogar (oikos en griego significa hogar, casa). La ecología no solo es romántica, sino que sigue siendo esa ciencia profundamente patriarcal que, a pesar de todos los esfuerzos del ecofeminismo, no ha logrado liberarse de su pasado.

De hecho, al seguir pensando que la Tierra es el hogar de lo vivo, y que todas las especies tiene la misma relación privilegiada con un territorio que un individuo humano tiene con su apartamento, no solo nos empeñamos en someter a arresto domiciliario a la totalidad de las especies vivas, sino que además estamos proyectando un modelo económico en la naturaleza. La ecología y la economía de mercado nacieron al mismo tiempo, son dos gemelos siameses que comparten los mismos conceptos y un mismo marco epistemológico, y es ingenuo pensar que, desde la ecología, tal y como está estructurada hoy en día, se pueda llegar a luchar contra el capitalismo.

No, no hay casas u hogares ontológicos, ni para nosotros, los humanos, ni para los no humanos; en la Tierra solo hay migrantes, porque la Tierra es un planeta, es decir, un cuerpo que está constantemente a la deriva en el cosmos. En tanto que ser planetario, cada ser vivo está a la deriva, cambia de lugar, de cuerpo y de vida, constantemente. Es imposible protegerse de los otros, y esta pandemia lo demuestra. Solo podemos evitar algunas de las consecuencias del contagio, pero el contagio como tal, nosotros, como seres vivos, nunca podremos evitarlo.

Contrariamente a lo que nos gustaría imaginar, esta pandemia no es la consecuencia de nuestros pecados ecológicos: no es un azote divino que nos envía la Tierra. Es solo la consecuencia del hecho de que toda vida está expuesta a la vida de los otros, que todo cuerpo alberga la vida de otras especies, y es susceptible de ser privado de la vida que lo anima. Nadie, entre los vivos, está en su casa: la vida que habita en el fondo de nosotros y que nos anima es mucho más antigua que nuestros cuerpos, y también es más joven, porque seguirá viviendo cuando nuestro cuerpo se descomponga.

 

 

 

El virus se percibe como algo preocupante, por supuesto, pero también radicalmente diferente a nosotros. Y, sin embargo, en tu libro muestras que él es parte de nosotros. ¿En qué sentido es una de las caras de la metamorfosis de lo vivo?

Todos los seres vivos, cualquiera que sea su especie, su reino, su estadio evolutivo, comparten una sola y misma vida: es la misma vida que cada ser vivo transmite a su descendencia, la misma vida que una especie transmite a otra especie a través de la evolución. La relación entre los seres vivos, no importa si pertenecen a especies diferentes, es la que existe entre la oruga y la mariposa. Toda vida es tanto repetición como metamorfosis de la vida que la precedió. Cada uno de nosotros (y cada especie) es al mismo tiempo la mariposa de una oruga que se ha formado en un capullo y la oruga de mil futuras mariposas. Si somos mortales es únicamente por el hecho de que compartimos la misma vida. Porque la muerte no es el final de la vida, sino solo el paso de esa misma vida de un cuerpo a otros. Aunque no lo parezca, este virus también es una vida futura en ciernes –no necesariamente idéntica a la que conocemos, ni desde un punto de vista biológico, ni cultural–.

El virus y su propagación pandémica también tienen una importancia crucial desde otro punto de vista. Llevamos siglos contándonos a nosotros mismos que estamos en la cima de la creación –o de la destrucción–. Muy a menudo, el debate en torno al antropoceno ha derivado en el empeño por parte de unos moralistas perversos en pensar la magnificencia del hombre en la ruina: somos los únicos capaces de destruir el planeta, somos excepcionales en nuestro poder nocivo, porque ningún otro ser posee un poder semejante.

 

 

 

Con el brote del nuevo coronavirus, ¿estamos experimentando nuestra extrema vulnerabilidad?

Por primera vez en mucho tiempo –y a una escala planetaria, global– nos hemos topado con algo que es mucho más poderoso que nosotros, y que nos va a dejar paralizados durante meses. Tanto más porque se trata de un virus, que es el más ambiguo de los seres que pueblan la Tierra, un ser que es incluso difícil calificar de “vivo”: habita en el umbral entre la vida “química” que caracteriza a la materia y la vida biológica, y no alcanzamos a definir si pertenece a la una o a la otra. Es demasiado animado para la química, pero demasiado indeterminado para la biología.

Resulta perturbador constatar, en el propio cuerpo del virus, la clara oposición entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, este agregado de material genético se ha liberado y ha puesto a la civilización humana –la más desarrollada, desde el punto de vista técnico, de la historia del planeta– de rodillas. Soñábamos que éramos los únicos responsable de la destrucción…. y estamos cayendo en la cuenta de que la Tierra puede deshacerse de nosotros con la más pequeña de sus criaturas. Es muy liberador: por fin nos hemos liberado de esa ilusión de omnipotencia que nos obliga a imaginarnos como el principio y el fin de cualquier acontecimiento planetario, tanto para bien como para mal, y a negar que la realidad que tenemos delante sea independiente de nosotros.

Incluso una minúscula porción de materia organizada es capaz de amenazarnos. La Tierra y su vida no nos necesitan a la hora de imponer órdenes, inventar formas o cambiar de dirección.

Economías de guerra y conflictos post-pandémicos // Alberto De Nicola y Biagio Quattrocchi

La alusión martillante a la guerra utilizada para describir los efectos de la emergencia sanitaria, parace señalar una mutación al interior del debate económico maisntream. Dentro de este interregno, las luchas en curso y las por venir podrían jugar un rol decisivo.

4 abril 2020                            

 

En la plenitud de la emergencia Covid, nada parece ser más pervasivo que la alusión a la guerra. La retórica bélica junta economistas y líderes políticos de diferentes orientaciones: es difícil encontrar a alguno que no la haya evocado al menos implícitamente, primero para presentar las medidas de distanciamiento social y sucesivamente para preparar a las poblaciones para las amargas consecuencias de la recesión económica que éstas ya están implicando. Para medir la vastedad y la profundidad de la situación de emergencia presente y futura, es indudable que las dos Guerras Mundiales constituyen los dos únicos “hechos totales” a los que es posible echar mano en el reservorio de la memoria colectiva. Se necesitará considerar con atención las implicaciones de esta alusión continua y martillante a la guerra de parte de quienes mueven las levas del poder económico y político: a primera vista, la impresión es que se orienta a modelar las expectativas sociales hacia un horizonte signado por la enorme compresión de los niveles de vida, por la disipación de los recursos y la militarización de los espacios sociales. Además, la metáfora bélica –ante todo referida a un “enemigo invisible”- lleva a representar el cuerpo social como algo homogéneo e indiferente a sus divisiones internas.

 

Pero hay algo más. La movilización del imaginario de la guerra parece querer romper con aquel sentido de familiaridad al que nos había acostumbrado, por más de diez años, la palabra “crisis”, y esto porque la que vivimos ahora no continúa simplemente  aquella precedente, si no que se inserta sobre ella, radicalizándola y haciéndola mutar de naturaleza. La crisis como forma de regulación permanente de la sociedad que difiere al infinito el momento de su resolución, deja ahora el campo al imaginario de la catástrofe: el revelarse de una percepción colectiva ligada a la amenaza de la supervivencia de la comunidad, no la temporal interrupción en la continuidad de un sistema, sino su misma reproducibilidad y sostenibilidad global. No debemos olvidar que éste deslizamiento estaba en acto antes de esta emergencia pandémica.

 

De ello eran testimonio los movimientos feministas, aquellos por la justicia climática y las recientes sublevaciones globales que, de Francia a Chile, habían mostrado cuanto la cronificación de la crisis del capitalismo neoliberal terminaba por amenazar las condiciones mismas de la reproducción de la vida. También lo testimoniaba el debate entre aquellos economistas que se interrogaban sobre la necesidad de recurrir a medidas no convencionales para salir del “estancamiento secular”. Ahora, con la pandemia, se agota aquel arsenal de retóricas y respuestas institucionales que habíamos conocido con la crisis precedente: en este caso, la típica descarga de los desequilibrios sistémicos hacia el endeudamiento y la responsabilidad individual, así como la culpabilización de la sociedad por las fallas del mercado parece –al menos temporalmente- imposible de proponer. La dificultad con la que tropiezan estos días los neoliberales para reponer condicionalidades workfarísticas al apoyo de los ingresos de los pobres, y contrapartidas austeritarias para las ayudas económicas a los Estados puestos en dificultad por la emergencia sanitaria, son una demostración del impasse actual. El recurso a la retórica bélica y a la economía de guerra es luego y también el indicador de una mutación ocurrida en el paradigma de la crisis como arte de gobierno.

 

El interregno de la “ciencia triste”: ¿hacia un nuevo consensus?

 

Si se restringe el campo a los economistas mainstream es fácil individualizar una doble utilización de la alusión al evento bélico. Mientras de un lado la guerra constituye un válido ejemplo de lógica económica para un shock no cíclico o simétrico, que se distiende completamente sobre los componentes de la demanda y de la oferta agregada, del otro, el evento imprevisto, en la admisión misma de Mario Draghi, justificaría “un cambio de mentalidad” al interior del pensamiento económico dominante, aludiendo a la necesidad de una política económica a la altura de los “problemas de la reconstrucción”.

 

El fuerte retorno de la política fiscal a la caja de herramientas de los economistas ortodoxos es ya un dato de hecho, después que en el período de la Gran Moderación (desde la segunda mitad de los años Ochenta hasta la debacle de 2007), el gasto público y la tasación habían sido consideradas inútiles y dañinas. Solo para dar pocos pero significativos ejemplos: Edmund Phelps, economista norteamericano premio Nobel 2006, referente de los new keynesianst, apunó recientemente la oportunidad no sólo de un aumento del gasto público, si no de las intervenciones estatales a gran escala “en cómo nuestras economías producen y distribuyen bienes y servicios”, evidenciando la necesidad de una desplazamiento en las funciones del Estado. Kenneth Rogoff, uno de los principales economistas del FMI entre el 2001 y el 2003, afirma que los países implicados deberían comprometerse en ingentes gastos públicos en déficit fiscal para sostener sus economías. Mario Draghi, ex banquero central del BCE, en un denso artículo en el Financial Times, escribió que en tal coyuntura el rol del Estado es “distribuir su propio presupuesto para proteger a los ciudadanos y la economía de los shocks de los cuales el sector privado no es responsable y que no puede absorver”. Agregando que la política monetaria expansiva de los bancos centrales debe coordinarse con el gasto público de los gobiernos, con el objetivo de salvar a las empresas de las caídas y contener los niveles de ocupación, desempeñar un rol de garantía de los préstamos bancarios a las empresas, además de promover inversiones específicas. Actividades que inevitablemente implicarán un aumento de los niveles de endeudamiento público, compensados por la reducción de los privados. Advirtiendo además que, en ausencia de tales políticas, se asistiría a “una destrucción permanente de la capacidad productiva y por tanto de la base fiscal”, comprendida la transmisión de nuevas inestabilidades en la economía financiera.

 

 

Se trata del discurso de economistas neoliberales pertenecientes a diversas tradiciones de la teoría económica, que parecen señalarnos que estamos en medio de un corrimiento al interior de la economics. Una suerte de “interregno” del pensamiento económico burgués, una redefinición todavía inestable, que parece aludir sin embargo a una inédita hegemonía. Un deslizamiento que adviene, obviamente, no abstractamente en el cielo de las ideas, si no sobre el fondo del enfrentamiento geopolítico y geoeconómico entre los EEUU, China y Europa; e internamente  a Europa misma, entre los ordoliberales alemanes (y sus países satélites) y los países del Sur europeo, sobre el terreno de los coronabonds y de la mutualización de los riesgos entre los Estados.

 

En un conocido artículo de 1972 –intitulado The Second Crisis of Economic Theory- Joan Robinson traza un esquema de los ciclos hegemónicos de la teoría económica en relación a las crisis cíclicas del capitalismo. Al lado de las importantes cuestiones teóricas observadas por la economista inglesa en el ensayo, la primera crisis emergería en los años 30 con la debacle del laissez-faire, favoreciendo el consensus keynesiano. La segunda crisis, por su parte, se manifiesta plenamente en los años 70, con la afirmación del laboratorio neoliberal. La alusión a Robinson nos resulta útil para decir, junto a otros economistas heterodoxos que han avanzado tales tesis, que estamos probablemente al medio de la tercera crisis de la teoría económica.

 

Se podría objetar, no sin razón, que ya antes del Covid-19, a seguido de la crisis financiera global, hubiera algunas señales. Desde las reflexiones de Larry Summers sobre el estancamiento secular a las reconsideraciones de Olivier Blanchard, economista jefe del FMI, que empujaban hace tiempo por la recuperación del rol del gasto público. Sin descuidar tampoco el consenso generado en torno a un genérico Green New Deal, sostenido por diversos neo-keynesianos, también como resultado de las presiones de los movimientos ecologistas globales. El punto, sin embargo, es que sólo ahora, en el post-Covid, el énfasis no está puesto exclusivamente sobre el rol del gasto fiscal expansivo, si no todavía más a fondo sobre las nuevas funciones que el Estado debería asumir para apurar un inédito “motor del crecimiento”,  después de la crisis del “keynesianismo privatizado” de los años 90 y 2000.

 

Si estamos o no fuera de la racionalidad reclamada al pragmático “intervencionismo” del Estado neoliberal, llamado continuamente a reconstruir el funcionamiento real del mercado, todavía es temprano para decirlo. Lo que es cierto es que cada potencial pasaje hegemónico en la ciencia económica no llega en el vacío. Ya Mario Tronti, en Obreros y Capital, aclaraba que detrás del keynesianismo de la Progressive Era estuvieron primero las grandes luchas sindicales en los EEUU de los años 30, solo después las conceptualizaciones en la Cambridge inglesa. Así como la segunda crisis de la teoría económica fue el reflejo de la inversión de las relaciones de fuerza social sobre el final de los años 70 del siglo pasado. Cuando hablamos luego de la eventual tercera crisis hegemónica, pensamos en aquel campo de tensiones abierto por los ciclos de luchas globales de los últimos años, y en aquello que en potencia podría abrirse nuevamente en una fase en la cual el pensamiento mainstream y los gobiernos empiezan a discutir sobre cual “reconstrucción” posible.

 

Economia de guerra, reconstrucción y reconversión.

 

En estos días, el empleo del imaginario de la guerra lleva consigo la reiterada alusión a la reconstrucción, cuando las sociedades pongan las bases de una nueva economía sobre los escombros producidos por el conflicto. En el libro “El gran nivelador”, aparecido recientemente y citado con frecuencia en estas jornadas, el historiador Walter Scheidel muestra cómo el período de las dos guerras mundiales en el siglo pasado representó uno de los más potentes fenómenos de nivelación de las desigualdades de la historia humana. A este extraordinario resultado las dos guerras mundiales contribuyeron en todo caso de modo diferente. Todos los estados beligerantes debieron realizar un enorme esfuerzo para financiar los gastos de la guerra: en buena parte, este proceso fue sostenido por la requisición por parte del Estado de importantes cuotas del PIB y “tomando prestado dinero, imprimiendo billetes y cobrando impuestos”.

 

En la Primera Guerra Mundial, sin embargo, los países en conflicto respondieron a esta común exigencia balanceando de modo diverso estos instrumentos: mientras los EEUU y el Reino Unido apuntaron mayormente a la fiscalidad, acentuando la progresividad de los impuestos – dando entonces vida con la capacidad de tasación sobre los ingresos más altos, a una forma de “conscripción de la riqueza” útil para contrapesar, en el terreno del consenso social, la masacre de las masas populares en las trincheras-, Alemania y Rusia prefirieron en mayor medida tomar en préstamo el dinero o imprimirlo ex novo. En particular en Alemania, el escaso recurso a la leva fiscal, para defender la renta de las élites industriales, no produjo efectos relevantes de nivelación de las desigualdades, antes bien, aumentó el ingreso de los perceptores de rentas más elevadas. Como es notorio, a esta política de expansión monetaria y de protección de los ingresos del capital le siguió la hiperinflación de los años sucesivos, los motines revolucionarios y la sucesiva reacción nazi.

 

 

En todo caso, la Primera Guerra no modificó radicalmente la estructura de las desigualdades sociales. Será con el fin de la Segunda Guerra que se alcance este efecto: la ingente destrucción de capital producida por la guerra unida a la permanencia en el período de los impuestos fuertemente progresivos utilizados para financiar el esfuerzo militar, fueron las condiciones que permitieron una extraordinaria nivelación de los ingresos. Sin embargo, el pasaje de una mera política de “requisición” a una efectiva política de “redistribución” llega solo en virtud de transformaciones mucho más radicales. A partir de los años 30, de hecho, en  muchos países occidentales se pusieron las bases para la “sociedad salarial”, esto es, aquel sistema de estatutos sociales y canales de transmisión de la riqueza centrados en la figura del salariado, que los estados adoptaron para contrastar el creciente poder del movimiento obrero organizado y para conjurar la extensión de la revolución comunista. Luego, cuando concluye el conflicto mundial, el enorme potenciamiento fiscal del Estado y la adopción de nuevos dispositivos de tasación sobre la riqueza, originariamente creados para la economía de guerra, fueron reconvertidos en la creación del Welfare State post-bélico.

 

La historia de las economías de guerra y de la reconstrucción post-bélica nos señala que el nuevo protagonismo del Estado en la dinámica económica no define de por sí ninguna transformación, ni necesariamente da vida a salidas democráticas o redistributivas. Para que esto sea posible, es necesaria una red de contrapoderes capaces de guiar algo más que una reconstrucción: una reconversión.

 

Un ejemplo patente es proporcionado por el problema del refinanciamiento de las instituciones del Welfare a las cuales se les reclama tanto. Los últimos cuarenta años han estado signados por fuertes recortes al gasto, incluida la sanidad. Más en profundidad, hubo una readecuación funcional del gasto público a favor de nuevas normas sociales de productividad en las instituciones de la “reproducción social”: el intervencionismo del Estado neoliberal ha vuelto al Welfare funcional a la lógica de la competencia económica, precarizando a los trabajadores y trabajadoras, recurriendo a procesos de externalización y privatización, recortando los costos para maximizar la ganancia de las divisiones operativas singulares, adoptando las lógicas administrativas y sistemas de control de la fuerza de trabajo típicas del sector privado, atendiendo plenamente las indicaciones de la ideología del New Public Management.  

 

Como siempre ha sido, los presupuestos de los Estados son un terreno de enfrentamiento de las clases sociales y entre las subjetividades colocadas diferenciadamente en el proceso productivo social. La insistencia en el rol del gasto en déficit propuesto por los economistas ortodoxos, no es otra cosa que el preanuncio de una nueva Progressive Era que está develándose. La disputa que se inicia en torno al tema de la reposición del gasto público, abre inmediatamente lo relativo a su dirección y función, definiendo ya una línea de separación entre quienes, como los economistas mainstream, piden en primer lugar salvataje de las empresas y welfare residual, y las luchas, que empiezan instalar muy otras necesidades.

 

 

Horizontes post-pandémicos

 

Los conflictos futuros están siendo ya preparados por aquellos en curso. Mientras los líderes políticos, uno tras otro, lanzaban sus apelaciones a la “unidad” en la guerra contra el enemigo invisible, nuevas líneas de fractura si iban formando. La presión de la opinión pública organizada en redes ha compelido a los gobiernos – incluso a aquellos inicialmente más recalcitrantes al lockdown-, a adoptar drásticas medidas de protección de la sociedad, confirmando de alguna manera la posición de aquella parte de los trabajadores que estaban luchando por la extensión del bloqueo completo de la actividad productiva, en defensa de la salud común. Por su parte, la difusión en más países de las campañas por la extensión universalista de las medidas de sostén a los ingresos está evidenciando la iniquidad de los sistemas de protección social. La protesta creciente del personal sanitario muestra como detrás de la retórica de “nuestros soldados al frente”, están las desastrosas condiciones de una fuerza de trabajo precarizada y de un sistema sanitario debilitado por las políticas de racionalización.

 

Pero sobre todo, la emergencia Covid muestra finalmente a plena luz cuanto el funcionamiento de la economía y la operatividad de la valorización capitalista depende estrechamente del trabajo reproductivo y de las instituciones colectivas que lo garantizan. Este “arcano”, develado ya por los movimientos feministas y ecologistas de los últimos años, muestra cómo el declamado “retorno al Estado” es en realidad una mistificación del nuevo protagonismo político de la reproducción social. Es en esta encrucijada que las actuales presiones en defensa de lo público muestran su inconciliable tensión con las políticas del Estado, aquel mismo Estado que ha reducido lo público a una función residual y a un territorio a ser colonizado por el mercado.

 

El campo abierto por las políticas de reconstrucción pone luego, a un tiempo, un doble desafío. El primero es el de una resocialización igualitaria de la riqueza: las medidas puestas en juego por los gobiernos nacionales muestran con evidencia cierta la existencia de agujeros estructurales en los sistemas de protección social. La creciente convergencia hacia reivindicaciones universalistas del ingreso es la más clara demostración de la inadecuación de los instrumentos a disposición de los Estados para proteger los niveles de vida de toda la población, y la medida del progresivo desmantelamiento de los canales de distribución de la riqueza típicos de las sociedades salariales.

 

En segundo lugar, el momentáneo aumento del gasto público no dice todavía nada de su dirección y función. La movilización en defensa de las instituciones colectivas del Welfare y por su refinanciamiento, plantea inmediatamente la cuestión de repensar la articulación jerárquica entre lo público/ lo común, el mercado y el Estado, como marca de la nueva centralidad asumida por la reproducción social. Si el aumento del gasto público no es garantía de la redistribución del ingreso, mucho menos lo es de una redistribución del poder hacia el abajo. Por esta razón, las movilizaciones que estamos observando parecen indicarnos, una vez más, la necesidad de retomar la reflexión sobre contrapoderes capaces, por un lado, de orientar las decisiones en el campo de la “reproducción social” de parte de los Estados y de la rutilante Comisión Europea (en el caso de Europa), y del otro de experimentar abajo fórmulas nuevas de mutualismo, de instituciones autónomas en el campo de los “cuidados” recíprocos, así como ya está sucediendo espontáneamente en diversas realidades italianas, en Europa o en América.

 

Ya hemos visto cuanto una situación de estancamiento secular,  en ausencia de políticas de resocialización de la riqueza, y el mantenimiento en el frente interno de las normas neoliberales, estuvieron en la base de aquella reciente torsión autoritaria que ha signado los sistemas políticos de muchas partes del mundo. Hoy, frente a un escenario que anuncia un deslizamiento del estancamiento a una más probable espiral  depresiva, y ante la ocasión proporcionada, por las actuales políticas de emergencia, de una centralización del poder por parte de los gobiernos, el horizonte de una nueva onda neo-autoritaria que resuelva los radicales desequilibrios mediante una militarización de la vida social y económica, arriesga presentarse como una amenaza mucho peor que aquella que hemos experimentado ya durante el ciclo reaccionario de esta última década.

 

Traducción: Diego Ortolani

Fuente: https://www.dinamopress.it/news/economie-guerra-conflitti-post-pandemici/

La actualidad de Pasolini // Ivana Peric M.

El exceso de información con el que convivimos vuelve inevitable vincular el término “actualidad” con cierta impunidad del presente. Cada vez que nos enfrentamos a un evento inesperado le dedicamos inmediatamente un puñado de palabras, como si con ello se pudiera controlar cualquier desvío de aquello a lo que estamos habituados. Nos sentimos compelidos a decir algo, cualquier cosa, con tal de mantener el presente inmutable. La impunidad, entonces, opera de modo inverso a lo que el sentido común dicta. No es que la reacción ante un evento novedoso esté liberada del juicio de responsabilidad al que está sometido cualquier lectura, precisamente por su condición de experimental. Sino que es el propio presente el que parece liberado de la necesidad de ser vinculado con algo distinto del estado actual de las cosas como condición para su legibilidad.

 

La impunidad del presente parece haberse radicalizado con la emergencia de la así llamada crisis sanitaria. A propósito de la propagación a escala mundial del coronavirus se logró, en cuestión de semanas, disciplinar todas las formas de vida existentes. Y es que no sólo va actuando sobre la realidad de los cuerpos relegándolos a un espacio cerrado, sino que va operando sobre las redes virtuales también infectadas de información acerca de su despliegue. Ante el convencimiento de que el encierro generalizado es la única manera de frenar el contagio, es casi imposible desmarcarse de este aislamiento saturado de explicaciones. Cuestión que envuelve una paradoja sobre todo en países cuya institucionalidad, antes del inicio de la pandemia, estaba siendo cuestionada por revueltas nacidas desde los márgenes del capitalismo. Particularmente en Chile, nos ha situado frente a una aguda contrariedad: en nombre de proteger la salud de todos y todas nos hemos impuesto el mismo aislamiento que, a partir del 18 de octubre, comenzamos a resistir por ser una consecuencia descarnada del neoliberalismo.

 

En el contexto de dicha paradoja, los círculos de pensadores parecen haber estado esperando la aparición de este ser vivo microscópicamente extraño para remover las lógicas individualistas que permeaban sus propias prácticas, no menos expresivas de lo que se estaba denunciando en las calles. A partir de la emergencia sanitaria se reinstaló el ejercicio de citar polémicamente a otro u otra al momento de compartir reflexiones en medios de visitación masiva. Abandonaron su cómoda posición de académicos y académicas encerradas en la universidad para transformarse en verdaderos intelectuales públicos. Sin embargo, su falta de imaginación ha quedado al descubierto. Sus intervenciones tienen en común una vocación de ser fieles a los marcos de legibilidad instalados antes de tener noticias de la existencia del virus. Apelan a términos que son fácilmente atribuibles a sus respectivas autorías. “Máquina biopolítica”, “estado de excepción que deviene en regla”, “paradigma inmunitario”, “precariedad”, “comunismo renovado”, todas ellas exhiben cierto privilegio que niega la apertura hacia una eventual potencia novedosa subyacente a la propagación del virus.

 

No se ha podido imaginar un modo diverso de leer la situación actual que aquel que tradicionalmente ha ordenado la ciencia. Cada uno se ha presentado como si quisiera mostrar su capacidad predictiva, y entonces apuesta todo su valor a si la realidad puede ser subsumida con un mayor grado de verosimilitud bajo el marco propuesto. El virus pasa a ser un evento como cualquier otro, una excusa para sostener obstinadamente una matriz de análisis recitado de memoria, una nueva oportunidad para repetir la música de la cual ellos son a la vez compositores e intérpretes. De esto modo, se insiste en la percepción del coronavirus y las medidas gubernamentales que su amenaza suscita, como un objeto al que hay que tratar con la debida distancia explicativa.

 

Se podría aventurar la hipótesis de que dicha actitud metodológica nace de una falta de amor por la realidad que empaña cualquier esfuerzo creativo. Ese amor que el intelectual italiano Pier Paolo Pasolini decía, citando al cineasta Roberto Rosellini, que era más fuerte que la realidad misma. Tan fuerte que, a fines de los años cincuenta, confesaba que su alejamiento del otrora admirado Gramsci se debía a que objetivamente ya no tenía frente a sí el mismo mundo que éste había habitado, que ya no existía un pueblo al que dirigirse, y que por ende no se podía seguir sosteniendo el arte de contar historias. A partir de la identificación de este giro dramático de la realidad, se sabrá siempre afectado por los acontecimientos que su propia vida atestigua, arrancando desde ellos mismos, y no al revés, cualquier intento de darle forma. Lo que trae consigo una radicalización de la polemicidad reconocible ya en su primer libro publicado, Poesía en Casarsa, con el que a los veinte años se resistió al intento fascista de imponer el italiano como lengua oficial, rescatando en vez el friulano, dialecto del pueblo natal de su madre.

 

Es ese amor por la realidad lo que marcó su experimentación en formatos heterogéneos: la elección de si expresarse en poesía, en novelas, en artículos periodísticos, en textos académicos, en guiones, o en filmes respondía exactamente a su necesidad de hacer hablar a las cosas. Es así como durante el régimen fascista opuso a través de la poesía la espontaneidad del dialecto a la lengua nacional italiana; en el periodo de la Resistencia tensionó la racionalidad de la ideología con la irracionalidad de la pasión sintetizada en sus novelas; en la administración de la Democracia Cristiana interrumpió por medio de sus filmes la unilateralidad del relato del pasado con la posibilidad de su presentificación; en el devenir neoliberal se resistió a la economía del poder con el sudor de los cuerpos que mostraba en pantalla. Todo ello, sin que pudiera ser capturado por una promesa de superación de estos extremos en colisión permanente: su obra estuvo empeñada en mostrar no sólo la irreductibilidad de un extremo en el otro, sino que la imposibilidad de pensar la historia sin reconocer su eterno entrecruzamiento como si de un baile en parejas se tratara.

 

Esta vocación experimental lo llevó a preferir la exploración en el cine porque según afirmaba le permitía, como ninguna otra forma estética, “estar dentro de la realidad sin salir nunca de ella, sin tomar distancia para hablar de ella: (…) expresar la realidad por medio de la realidad”.[1] Lo que quiere decir que la cosa que se ve en pantalla es la misma que se ve fuera de ella solo que en un filme se muestra su duración: en él las cosas permanecen. Y entonces lo que haría el realizador cinematográfico sería inventariar los elementos que hay, por ejemplo, en el mismo paisaje que el novelista recorta, pero sin poder dejar de tomar consciencia de cada una de las cosas allí habidas.[2] De este modo, el cine es concebido por Pasolini como una actividad que se ocupa de la presentación misma de la realidad.

 

Pero ¿cuál es la realidad que infecta el virus? ¿Es una que se va modificando a medida que se resiste a su propagación? ¿Cómo actúan nuestros cuerpos ante la posibilidad de ser infectados y cómo se vinculan con los que no lo están? ¿Qué relaciones se configuran en la batalla por la evitación del contagio? ¿Cuál es la escritura que, infectada de realidad, puede anticipar el mundo en el que viviremos posterior a la pandemia? ¿El tiempo de la propagación afecta la duración de las cosas? Pasolini insistía en la operación de traer textos o personajes del pasado, con su propia forma de decir, al tiempo en el que vivía. La mayoría de sus filmes hacen uso de obras literarias que se ubican a una distancia temporal considerable de su época: utiliza tragedias griegas (Edipo Rey, Medea, La Orestíada), textos bíblicos (fundamentalmente del Nuevo Testamento), algunos textos profanos de la Edad Media y algo, las menos, de la modernidad (El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury, Las mil y una noches, Otelo, Los 120 días de Sodoma). Con ello, no buscaba actualizar sus contenidos, sino que proponer un vínculo indestructible entre cualquier forma material de vida y cierta vivencia del tiempo.

 

De este modo, la pregunta por la actualidad de Pasolini cobra un nuevo sentido, toda vez que al revisitar su obra la impunidad del presente se levanta a favor de una interpretación de los hechos que asume la responsabilidad de inducirnos a mirar, pensar, y vivir distinto. En otras palabras, con él se lee el presente mirando hacia un pasado que no se termina de reescribir. Lo que nos obliga a hacer nuestro el epíteto con el que empapelaban las ciudades italianas los fascistas en los años 60’ para manifestarse en su contra: “basta de apóstoles de fango”, decían. Actuar como si se fuera un apóstol significa anunciar la palabra que dice aquello que aún no conocemos pero que podemos imaginar. Sin embargo, actuar como si se fuera un apóstol de fango es ensuciarse con la realidad en la que se vive y, por ende, manosear esas palabras al punto tal de hacerlas indistinguibles de la propia realidad que se persigue presentar.

 

La invitación es, entonces, doble. En primer lugar, a asumir el desafío de actuar como si el coronavirus abriera un escenario propicio para no sólo ofrecer una renovada lectura de nuestras prácticas actuales, sino que anticipar un modo de relacionarse que todavía no ha sido imaginado. Y, en segundo lugar, a traer al presente la obra de Pasolini no sólo porque parece abordar sustantivamente ciertas problemáticas hoy agudizadas a propósito de la pandemia que todo homogeniza. Quizás, más fundamentalmente, porque muestra en la propia forma de experimentación que su actualidad depende de la capacidad de conectar dos cuestiones que parecían antes distanciadas, opuestas, o contradictorias lo que puede constituir el primer paso para revertir la anemia creativa que, durante demasiado tiempo, hemos padecido.

 

 

 

Santiago, abril de 2020.

 

[1] Silvestra Mariniello, Pasolini (Madrid, España: Ediciones Cátedra, 1999), 44.

[2] Pier Paolo Pasolini, Cartas Luteranas, 2017.a ed. (Madrid, España: Trotta, 1975), 41.

Parir en pandemia // Sebastian Kohan Esquenazi

1.

El 15 de marzo pasado la Negra, mi pareja, cumplía 9 meses de embarazo. Adentro de su panza se encontraba, milagrosamente, un ser humano llamado Pipi de manera provisoria. Pipi era una personita habitando el misterioso interior del útero de una mujer que había decidido que no quería saber el sexo de la criatura. Un día, bajo la obligación socio comunicativa de nombrarle, alguien dijo Pipi y así se quedó. Pipi era funcional porque no tenía genero, por lo que le otorgaba prematuramente sus derechos adquiridos de ser lo que quisiera. El problema surgía con el diminutivo, forma empleada muy frecuentemente dada la ínfima magnitud del ser en cuestión. Que Pinina para acá, que Pipino para allá, o que Pipine no sé qué.

 

Sin embargo, llegó el día 15 de marzo, Pipi cumplía 40 semanas ahí adentro y no mostraba señal alguna de querer salir. La decisión de cuándo salir era únicamente suya, ya que con la Negra habíamos decidido que sería un parto natural, o humanizado, como le dicen en México a un parto que se realiza fuera del quirófano. Habíamos decidido disfrutar el nacimiento del nueve integrante y no pedirle a un doctor que mirara su agenda y nos dijera que día tenía libre para desenfundar su bisturí y sacarle de ahí. Cuestión que el críe, dando vueltas en su liquido amniótico, como si estuviese en el espacio, era quien decidiría cuándo tocaba la puerta de la nave para que le abrieran. En ese momento nosotros tendríamos que salir disparados de la casa camino al hospital. Además de los nervios y los dolores, hay que considerar el hecho de que en la Ciudad de México las distancias no se miden en distancia sino en tráfico. Es decir, que el espacio se mide en tiempo aunque Stephen Hawking se retuerza en su tumba.

 

Así que, nos dice el ginecólogo, cuando las contracciones se repitan equis tiempo, y duren no sé cuántos minutos, significa que la dilatación es de no sé cuántos centímetros. Pipi va a salir cuando la dilatación sea de diez, por lo cual, ustedes tienen que llegar al hospital con ocho centímetros. El hospital cobra una fortuna por día, así que si llegas antes y esperas ahí, es problema tuyo. Ooooooquei. No problemo. Es decir que, a las 2 de la mañana el hospital queda a 20 minutos de la casa, pero a las 6 de la tarde, queda a una hora. Por lo que, de solo pensar en la posibilidad de qué las contracciones indiquen 8 centímetros de dilatación a las 6 de la tarde, un viernes digamos, pa ponernos un poco dramáticos… lo mejor es decirle al ginecólogo que sí todo, como a los tontos, cambiar de tema y a otra cosa mariposa. La imagen de parir en el auto es, simplemente, escalofriante. Julito Cortázar y su autopista al sur son un poroto en la Ciudad de México. O sea, un frijol. Como Pipi hace 38 semanas.

 

Todo iba a ser en el Hospital Durango, de la colonia Roma, donde hay una sala llamada LPR: Labor, Parto y Recuperación, que tiene la cualidad de funcionar de manera opuesta a todo el resto de los hospitales de país. Es decir, que no considera el embarazo como una enfermedad y el parto como una operación. En todo México, que no es justamente una aldea, sino una inmensa bestia feroz, solo hay tres Hospitales con dichas salas. El resto, naca la pirinaca. El 98% de los partos son por cesárea. Doctor, agenda, fecha, camilla, piernas pa´riba, epidural, bisturí, y apúrese un poquito por favor que la siguiente cesárea es en media hora, sale el bebé y antes de que la madre pueda disfrutar un poco, la enfermera malvada se lo lleva a la sala de cunas, como castigade, le dan leche de formula (la Maruchan de las leches, digamos) y punto pelota. Después, al día siguiente, si la madre se portó bien, le pasan un rato a su hije. O sea, un sistema médico sumamente violento, autoritario y anti natura. Y el padre… bien gracias. El boludo de turno.

 

En cambio, Pipi iba a nacer en LPR, una sala que le lleva de todo lo que usté guste. Una pelota de plástico gigante, un fular colgado del techo pa nacer como Tarzán tlaxcalteca, un banquito para nacer en cuclillas como las indias en la selva Lacandona y un jacuzzi. ¡Olé! ¡Jacuzzi! Ese nos gusta a nosotros. Pipi va a nacer en agua, y no somos más cancheros porque no tenemos tiempo.

 

Cuestión, que los nacimientos de los nuevos integrantes de este mundo, no son en el mes nueve, como dicen los cuentitos, sino cuando al ser en cuestión le de gana, dentro de un margen comprendido entra la semana 38 y la 42. El día 15 de marzo, en el que estaba presupuestado que naciera Pipi, era el día promedio. Y llego el día, y no había ni contracciones, ni dilatación, ni nada, solo tráfico y un pequeño detalle añadido: un virus global tremendamente hijo de puta llamado Corona Virus.

 

 

2.

 

Nos habíamos enterado primero de lo que estaba pasando en China, pero claro, a quién carajo le importa China. Digo, más allá de que son casi la mitad del mundo y el único contrapeso de los gringos, y que todos los objetos del mundo están hechos ahí, y que comemos su comida y nos fabrican los teléfonos, y etcétera, a quién carajo le importa de verdad lo que le pasa a los chinos.

 

Había un virus, decían las noticias, que había nacido en el mercado de Wuhan, un mercado que nadie conocía y que ahora, lamentablemente, es el mercado más famoso del mundo, y que se había contagiado a los humanos a través de un murciélago que un chino no se había alcanzado a comer porque se le había escapado volando del plato.

 

Los casos de contagios comenzaban a aumentar y nadie le daba la suficiente importancia por varias razones. La primera es que los seres humanos hemos aprendido a ser indolentes porque este mundo es una verdadera calamidad, repleta de catástrofes de todo tipo, y si uno le presta real atención a cada guerra, cada hambruna, cada éxodo, cada maremoto, cada desaparición de especies por calentamiento global, cada deformación por pesticida, la única opción posible sería la de ir a inmolarse a la casa Blanca o a alguna otra casa de los mandatarios del G20. Mejor y más sano seguir preocupados por la infinidad de problemas locales, como las desapariciones en México, las torturas en Chile o la crisis económica en Argentina. Así que, cuando nos hablaban de los chinos, preferíamos pensar que no era tan grave y que pasaría al olvido como otras tantas influenzas. Además, el desconcierto era incrementado por una cuestión de proporciones dada la gran cantidad de chines que hay en la China. Todos suponemos, por instinto matemático, que cien mil uruguayos son muchos para Uruguay, que cien mil mexicanos no son tantos para México y que, obviamente, cien mil chinos no son nada para China. Así que claro, no le dábamos la importancia suficiente. Y así nomás sucedió: el estúpido sentido común de la gente común, fue adoptado no solo por los comunes, sino por todos los mandatarios, administraciones y sistemas políticos del mundo mundial.

 

Resulta entonces que en diciembre ya había algunos chinos infectados por haber ido al mercado ese horrible a comerse su wantan de murciélago termino medio. Pero resulta que las autoridades chinas, que no se caracterizan precisamente por permitir el ejercicio de la libertad de expresión, no permitieron que se difundiera la noticia de los primeros infectados. Así que algunos chinos volvieron al mercado a buscar su promo de vampiro y así se empezó a ir al carajo todo. Ahí perdimos un par de meses para afrontar el asunto que se nos venía encima. Después, cuando se dignaron a blanquear la situación, los italianos y los españoles no les hicieron mucho caso y dilataron la puesta en marcha de medidas aproximadamente un mes más. Por lo que parece, si algo no tienen los epidemiólogos italianos, es visión a futuro. Quizás deberían agregarle un catalejo a sus microscopios y dejarse un poco de joder su parsimonia.

 

Corría la primera semana de marzo y los tanos y los gaitas ya estaban viviendo esta espantosa historia que hasta a José Saramago le parecería exagerada. Y nosotros en México, dubitativos entre pensar seriamente como escandinavos que no somos, o como buenos latinos y no hacer absolutamente nada.

 

 

3.

 

Era obvio que Pipi no quería salir. No hace falta hablar en amniótico para entender que estaba haciendo su propia cuarentena uterina. Y qué pasa, nos preguntábamos nosotros, si decidía salir una o dos semanas más adelante, cuando el virus estuviese más expandido, y nos obligara a ir al hospital en esos días. En México parecía que no pasaba nada. Daba la sensación de que, aunque los italianos se estuviesen muriendo a millares, aquí teníamos una fuerza que nos protegía. Quizás el calor, decían algunos, quizás los anticuerpos que les han dado las bacterias radiactivas de los tacos callejeros, decían otros. Cuestión, que le preguntamos al doctor que qué ondita con la situación. Qué si no era mejor dejarse de joder con el parto en agua, natural y con playlist de Cerati, y pensar mejor en inducir el nacimiento de el críe antes de que aumentaran los riesgos. El doctor dijo que sí. Parece que había visto mucho las noticias la noche anterior, o quizás, se estaba enterando de primera mano de casos de contagio que los datos oficiales no estaban dando. En el país, decía el gobierno, hay nueve casos, y el doctor ya estaba al tanto de 12. La cosa se ponía fea y empeoró cuando nos enteramos que el hospital donde Pipi iba a nacer, era el hospital de los trabajadores del Metro y que ya había algunos casos de contagio rondando por ahí. ¡Santa cachucha!, dijimos nosotros. Todo se desarrollaba en una tensa calma hasta que el doctor nos dijo que iba a mudar su consultorio a otro hospital, uno ultra fresa (cheto, cuico, pijo) donde había menos riesgo de contagio. Y ahí todo cambió, radical e intempestivamente. Corría el miércoles 18 y el doctor fijó la inducción con oxitocina para el viernes 20.

 

El cambio de hospital no era exactamente fácil. No era, como decía Aristóteles, soplar y hacer botellas. Al cambiar de hospital se mantiene al ginecólogo pero se cambia a la pediatra y a la doula, que se pronuncia dula.

 

Paso a explicar brevemente que es una dula y seguimos con el cuento. Una dula es una mujer (desconozco si hay dulos, calculo que sí, pero seguro que en algún país desarrollado, no en este) que acompaña a la pareja en el parto natural y le da consejos de postura, respiración y demás cuestiones que faciliten la salida del pequeñe y la tranquilidad de los padres ante tan, pero tan, extraña situación. Con la Negra habíamos decidido que no necesitábamos dula, que estaríamos los dos adentro del jacuzzi, y que simplemente tendríamos que mantener la calma, respirar profundo, y Pipi saldría de cabeza al agua. ¡Al agua pato!, creo que se dice en contextos infantiles. Así que calma, amor, paciencia, comprensión, respiración, y listo. Una semana antes del nacimiento, la Negra se despertó a las 4 de la mañana con un calambre de la puta madre, gritaba como si estuviera a punto de parir, yo intenté ayudarla y solo la hice sufrir un poco más. “Agárrame aquí” -decía ella-, “¿Aquí? -preguntaba yo-. “Nooooo, ahí no, aquí” – repetía ella”. “Ah” -decía yo-, “Nooooo, así noooo, asiiii”, “¿Así?” Al final terminó puteándome de lo lindo y el calambre se fue solo cuando se tenía que ir. La mañana siguiente acordamos que si no éramos capaces de superar juntos un calambre, menos un parto natural, así que llamamos a una dula para que nos acompañara.

 

Así que, teníamos 48 horas para encontrar dos personas que tuviesen permiso para trabajar en ese hospital y no fuesen chantas, fresas, místicas y nos dejaran, de paso, con la billetera vacía. Todo el miércoles y el jueves entrevistando pediatras por teléfono. La mitad eran colombianas, holísticas, integrales, hipi-chics y excesivamente cariñosas. Ah, y mientras más cariñosas de cariño, más cariñosas de caras. Y la negra con un niñe de casi 4 kilos atroden. Vaya infierno. Al final, la ultima pediatra con la que hablamos, una que parecía una persona normal, nos pareció lo máximo y aceptó parir con nosotros.

 

Hablamos con varias dulas ese día. Todas eran excesivamente cariñosas. Ninguna nos convenció, y decidimos recibir solos y juntitos al tan esperade Pipi. 

 

 

4.

Y claro, ahí los chinos se pusieron las pilas e hicieron un hospital gigante en media hora. Un hospital donde podrían vivir plácidamente la mitad de la población uruguaya, sin compartir el mate, obviamente. Mientras las autoridades españolas se tomaban la ultima caña, algunos países nórdicos decidieron dejarse de joder y cerrar las fronteras sin titubear. Los latinos, fieles a su tradición, decidieron dejar para mañana lo que podían hacer hoy. Así, Europa comenzó a encuarentenarse de manera oficial pero tardía. Sánchez llenó la ciudad de policía para vigilar que la gente no saliera y no se le ocurrió ni por casualidad la posibilidad de generar planes sociales para los despedidos que las empresas empezaban a dejar en la calle, cosa que sí hizo Macron, que de buenas a primeras dijo que los encuarentenados no iban a pagar la renta ni los servicios. Fue el primero de los pseudo latinos en tomar medidas coherentes. Y los coreanos ni hablar. Eran junto con China e Irán, uno de los tres países más afectados, hasta que prendieron la compu, hicieron una formula rara, apretaron enter y listo, toda la población curada.  

 

Mientras tanto en América…  En América ya habíamos iniciado el concurso del presidente más fascista de la región. Porque claro, a los sudacas progres nos gusta criticar a los europeos por conquistadores y esas cosas, pero, ¿cómo andamos por casa? El primer país en tomar medidas fue Argentina. Alberto Fernández, un hombre de poca retorica, de mensajes no incendiarios, con bajas dosis de hipocresía, alejado del discurso de las falsas izquierdas latinoamericanas, un hombre de centro, medio buena onda y aparentemente sensato, que más que peronista parece radical, se dio cuenta primero que nadie que la cosa venía fea y antes de la primera muerte declaró la cuarentena, y el que salía de casa sería sancionado. Punto pelota. Las cosas como son y nos quedamos en casa por si acaso nomas. Las economías se recuperan, las muertes no.

 

No vaya ser que el virus no sea un cuento chino y nos venga a matar a la mitad de la población de este continente sin salud pública. Y ojo que Argentina, permanentemente en crisis, es el país con la mejor salud pública del continente. Menos mal que Macri ya no estaba porque la debacle habría sido total y hubiera obligado a la gente a ir a trabajar para no afectar la economía que por cierto, destruyó. Mientras Fernández daba el anuncio de las medidas al país, Piñera, su vecino trasandino, no tenía la más puta idea qué hacer, y Bolsonaro, el vecino fascista, parecía haberse contagiado y decía que a él no le hacen nada esas gripitas, aunque claro, él dijo gripiñas, que suena mucho mejor. Los fascistas brasileros hablan tan bonitiño que parecen menos fascistas, pero ojo, no lo son. Porque como decía Roque Dalton, “hasta el menos fascista de los fascistas, es un fascista”. Y atrévanse a negarlo.

 

Mientras, por aquí por el norte, el presidente mexicano se convertía en predicador y daba discursos en actos públicos por todo el país, diciendo que con unión y honestidad, los mexicanos superaríamos la pandemia. Para después bajar de la tarima y besuquear a todo el mundo, incluida una niña de 6 años que se negaba sin éxito a ser besuqueada. 

 

 

5.

 

El viernes veinte a las 6 de la mañana salíamos con la Negra y Pipi bien guardada al hospital en la loma del orto. Un poco más lejos y nacía en Estados Unidos. El GPS nos indicó un camino equivocado así que tardamos un poco más de la cuenta. A las 7 habíamos llegado y a las 7:30 la Negra ya estaba enchufada a la oxitocina que le ayudaría a generar las contracciones necesarias para que Pipi se sintiera aludida y aceptara salir de ahí. En ese momento tuve que ir a la Administración del Hospital a pagar. Parir en México es tremendamente caro y el sistema público no es la opción que más nos gusta para parir en pandemia. La señora de la Administración me explicó todo lo que ya sabía, me pidió la tarjeta de crédito y antes de devolvérmela, me hizo firmar un boucher como garantía por todos los gastos extras que se pudiesen generar. Si Pipi no salía por parto natural, tendría que salir por cesárea, y claro, el quirófano es más feo, más peligroso, más jodido, y también más caro. Una ecuación tan rara como cierta, y tan cierta como triste. La señora me hizo firmar alrededor de una tonelada de papeles. Por mi, por la Negra, por Pipi, por el boucher, por si quería recibir publicidad, por si quería hacer una donación a una institución de muy dudosa procedencia, por si quería recibir en la habitación la visita de unas señoras religiosas del sagrado corazón de no sé qué, y varios etcéteras más. En cada una de las hojas tenía que escribir nombre completo mío y de la Negra, y yo, que hace unos cinco años que no escribía a mano, tuve que encender la memoria holográfica, recrear mi nacimiento y volver a las primeras clases de caligrafía. Todo en 15 segundos, para tardar alrededor de una hora en escribir quince veces Sebastian Kohan Esquenazi y Lorena Ahuactzin Guevara, con una letra absolutamente incomprensible. Cuando la señora vio que Pipi tendría como apellidos la nada despreciable sumatoria de Kohan Ahuactzin, apellidos de indescifrable procedencia, con ese equilibrado compendio de haches intermedias, quizá mudas, quizá no, y esa desproporcionada cantidad de consonantes desordenadas, agrandó los ojos, me miro fijamente con la mente en corto circuito, como sin poder arrancar, hasta que logró proseguir y me dijo muchas gracias, que todo salga bien. Yo, que me había puesto alcohol en gel cada vez que la señora me cambiaba de hoja y me daba el lápiz nuevamente, lo cual retrasó la sesión de firmas y caligrafía una media hora más, le di las gracias, sin darle la mano y me levantaba de la silla para irme al nacimiento de mi hije, cuando de repente escuché que la señora me decía de manera abrupta y decidida: “Primero Dios”. Yo quedé desconcertado, como atontado, sin entender qué me estaba queriendo decir. Igual de atontado que ella cuando leyó Kohan Ahuactzin. Finalmente, cuando me destrabé y logré arrancar el motor, solo atiné a decirle “bueno”, y me fui. Alguna vez había escuchado la frase “Dios mediante” y hasta me gusta un poco, pero “Primero Dios” no, y no lograba descifrarla. Camino a la habitación pensaba que quizás Dios había llegado primero esa mañana porque se sabía el camino y no había puesto el GPS y entonces nosotros entraríamos a parir después que él. Cuando entré en la habitación la Negra estaba ahí, tranquila, sola, acostada en la camilla con la bolsa de oxitocina enchufada al brazo y el goteo comenzaba a hacer su trabajo de comunicarse con Pipi de manera artificial. Dios no estaba por ninguna parte.

 

 

6.

 

Al principio, más allá del alto riesgo sanitario, todo parecía una cuestión de buena voluntad, de solidaridad, de no salir a la calle por el bien del otro, de lavarse las manos sin parar, con jabón y abundante agua por más de veinte segundos, cantando el estribillo de nuestra canción favorita. La cuarentena ya había comenzado en Italia y en España y el riesgo latente se hacía manifiesto. Ya no era problema de los muchos chinos lejanos, sino de nuestros conocidos españolitos que tan creyente habían hecho a la señora de la caja del hospital. La primera impresión era que había que quedarse en casa y punto, como decían los hashtags y esas cosas de milenials. Y entonces Messi, el insufrible de Sergio Ramos, Piqué, Marcelo y demás figuritas millonarias, comenzaban a viralizar videos en unas fachas horribles, haciendo jueguitos con papel higiénico para, supuestamente, crear conciencia. Anda a lavarte el orto, pensaba yo, en buen porteño.

 

Así, las occidentales conciencias televisivas se iban nutriendo de mensajes solidarios. No hay mal que por bien no venga, decían los optimistas comentaristas. El virus nos había convertido en una hermosa ONG donde todos velaban por el bien común y salían a los balcones a cantar o a aplaudirle a les doctores de un sistema de salud universalmente devastado. La humanidad por fin había encontrado el camino de la bondad y solidaridad universal. Más allá, claro, de los pelotudos que salen igual y que claramente son más tontos que malos. Sin embargo la gravedad de la situación no estaba ahí, en la capacidad de no salir a la calle y aprender a aburrirse (cosa que los freelance hemos hecho toda la vida), o en tener que soportar a la pareja y a los hijos durante días y días de encierro, sino en otro lugar mucho más grave que las lágrimas por la emoción de la solidaridad de Sergio Ramos no nos permitía ver.

 

El problema es que en el medio del pánico, los Estados y las empresas, están tramando la manera de ganar nuevamente la partida, de jugar a la bolsa, de llevarse sus dolarucos a las Islas Caimán, y dejar a la deriva a la población universal. El problema es que la crisis sanitaria activa de manera inmediata todos los mecanismos de poder que cotidianamente nos convierten a todos, en los más desafortunados.

 

En España, al primer día de crisis sanitaria nos dimos cuenta que el problema mayor no era la enfermedad provocada por el virus, sino que la casta de los Socialistas y los Populares, se había encargado durante los últimos veinte años de desmantelar el Estado de Bienestar y se había llevado puesto el sistema de salud. El problema no era el virus, sino que estaban faltando las doscientas mil camas que antes sí existían. Cuando parecía que el problema era un virus generado por el murciélago ese que no se dejó comer, y creíamos que los cuidándonos podíamos mejorar la situación, las empresas empezaron a despedir gente y a dejarnos confinados en cuarentena, desocupados y sin dinero para pagar la renta. Porque claro, el insufrible Sergio Ramos puede crear conciencia con su papel de baño porque su mansión es suya y el Real Madrid no lo va a despedir. Y hablando de los fachas del Madrid, que lindo va a ser si algún día vuelve el fútbol.

 

Triste darse cuenta, de sopetón, que el problema no era el virus sino, como siempre, este sistema donde los pocos que detentan poder, tienen la venia de los Estados para destruir las vidas de todo el resto de los mortales con total impunidad. Toda catástrofe natural se vuelve humana y sistémica automáticamente. En los huracanes, terremotos, maremotos, epidemias siempre, pero siempre, se mueren los pobres. Apenas la epidemia se hizo pandemia, se activaron los mecanismos de desigualdad a su máxima potencia. La gente desde los balcones hace su acción del día insultando al idiota que sale a la calle, pero nadie cuestiona al sistema que nos tiene abandonados a la suerte del señor. “Crisis económica” le llaman ahora a lo que no es otra cosa que la demostración de que el sistema económico no considera los riesgos que conlleva el simple hecho de vivir. El sistema neoliberal, ese al que juegan todos los países, no considera la pobreza, ni la enfermedad, ni la muerte, como crisis económica, sino como una variable necesaria de la estabilidad económica. Mientras haya pobreza, mano de obra barata y ejercito de reserva, todo va a andar bien. Y ahora que tienen que tomar medidas, se preocupan de la gente de a pie. Pues, diría yo, déjense de joder y saquen al Ejercito a repartir comida, y ya. Pan, tortillas, frijoles, porotos, alubias, judías, cada uno en su idioma que el sabor es el mismo (menos los beans ingleses que son asquerosos), y nadie se les va a morir de hambre. Que unos frijolitos no le van a hacer mella a sus cuentas. “Crisis económica” no es más que un eufemismo de la debacle planificada de la población, y el salvataje de los bancos, los ejércitos, del negocio armamentista, de las drogas, del fútbol, y obviamente, de las farmacéuticas. Los Estados solo están ganando tiempo para mantener a flote a sus amigos los privados.  

 

Todas las crisis económicas las pagan los ciudadanos. Todas. Las de ahora y las de antes. La del Tequila en México, la de Argentina en el 2001, la de España en los dosmiles, la de Estados Unidos en 2008, cuando parecía que quebraba Wall Street, pero al final perdió la población clasemediera y el Estado aprobó un salvataje a los bancos de 700 mil millones de dólares para que no quebrara ni uno, y ahí andan, vivitos y culeando. Así nomas funcionan las cosas, siempre, pero nos olvidamos rápidamente y ahora, tanto la derecha como la izquierda, que unidas jamás serán vencidas, discuten hasta cuándo estirar la puesta en marcha de medidas sanitarias, con tal de dilatar el inicio de la “crisis económica”. En México quieren planificar un equilibrio entre medidas sanitarias y crisis económica, lo cual tendría mucha lógica sino fuese porque mientras dilatan el estado de emergencia, la gente se contagia, y al final, un poco después quizás, la mentada crisis va a llegar igual, pero un poco peor y con zombis por la calle.

 

Así, mientras las cuentas offshore inundan los paraísos fiscales, nosotros, clasemedieros cagados de susto, nos quedamos en casa aprendiendo a hacer pizza con la harina que compramos el día que nos agarró el pánico, y aplaudimos a Sergio Ramos porque un día amaneció solidario.

 

 

7.

 

A la Negra la enchufaron a la oxitocina a las ocho de la mañana. Ella en su camilla y yo en mi sillón, esperábamos la llegada de Pipi mientras veíamos CNN. El panorama era desolador en todos lados menos en México. ¿Será que el país ya está tan hecho mierda que no tiene lugar para nuevas calamidades?, pensaba yo. Mi teoría de la densidad de catástrofes por metro cuadrado fue desarticulada inmediatamente con la noticia de que Croacia había sufrido un terremoto en medio de la pandemia. El gobierno le había permitido a la gente salir a las calles, pero manteniendo su sana distancia. El doctor que revisaba el goteo de oxitocina, las contracciones y los latidos del integrante uterino, nos contaba que el gobierno les había pedido que no hicieran más pruebas del Covid19 hasta nuevo aviso y que no podían entregar los resultados de las pruebas ya realizadas. Para ganar tiempo y que la “crisis económica” inicie lo más tarde posible, hay que descubrir los casos muy de a poquito. En cualquier momento, cuando el presidente diga que está todo en orden, se nos viene el punto de inflexión, agarramos la curva a toda velocidad, llegamos al pico y nos vamos al carajo. Y hasta ahí nomás llegó el discursito de la “crisis económica”. 

 

Al cabo de cinco horas de goteo, habían aumentado en el mundo alrededor de tres mil casos positivos, o cien infectados por gota, para ser más exactos, y Pipi, obviamente, no mostraba una sola intención de salir de su cuarentena individual. La Negra tenía pocas contracciones y el gobierno mexicano, muchas contradicciones.

 

 

8.

 

En Chile la gente había a comenzado a guardarse sola, antes de que Piñera decidiera una sola medida. Chile es un país que hace varios meses comenzó una revolución y la gente se está gobernando sola. El domingo 8 de marzo se habían manifestado en las calles más de un millón y medio de mujeres. El país no podía estar más encendido cuando llegó este maldito virus a intentar desactivar la movilización. Claro está que no lo va a lograr y cuando el virus se vaya, con lo que quede de nosotros, se volverá a reactivar la revolución en las calles. Quizás seremos zombis, pero furiosos. Por lo pronto, a la derecha chilena la pandemia le venía como anillo al dedo para desmovilizar a la población y prohibir cualquier tipo de manifestación. Tan hija de puta es la derecha chilena, que en vez de establecer una cuarentena o pedir confinamiento y distancia social, decretó muy tardíamente la situación bajo el pomposo y dictatorial asunto de: Estado de Excepción Constitucional por Catástrofe, con toque de queda incluido, y desplegó más de veinte mil efectivos de las Fuerzas Armadas por las calles. Así de claro. Piñera y sus secuaces aprovecharon la pandemia para fortalecer el control social y la represión. Veinte mil soldados armados en las calles y ni uno solo desinfectando la ciudad para evitar contagios. Mucha lacrimógena y poco jabón. Podrían meterle jabón al guanaco (tanque con chorro de agua) y ayudar a la población, en vez de meterla presa y torturarla, digo yo, no sé. Eso sí, antes incluso de las medidas sanitarias, habían tomado una primera decisión política: se posponía el plebiscito para redactar la nueva constitución porque la gente no se podía juntar, pero no suspendieron ni las actividades laborales y ni las clases en las escuelas. La primera noche de confinamiento en los hogares, los carabineros aprovecharon para limpiar la Plaza de la Dignidad y sacar todas los monumentos y obras de arte que había instalado la revolución. Miserables es poco. Pero no se preocupen. Apenas se curen los chilenos les van a volver a romper la ciudad entera para construir otra encima.     

 

 

9.

 

La Negra llevaba conectada 13 horas a la oxitocina esa, las contracciones eran muchas, duraderas y dolorosas. CNN nos tenía la cabeza destrozada y la dilatación no aumentaba. Pipi no quería salir. Quizás si en la habitación del hospital no hubiese habido televisión, otro gallo cantaría. A las once de la noche el doctor nos dijo que no había señales esperanzadoras y que la única alternativa para terminar con la cuarentena de Pipi era la cesárea. Así que, a las doce de la noche estábamos en el quirófano, con la Negra abierta al medio, yo a su lado con mi telefonito grabando como un pelotudo de vacaciones, intentando no levantarme mucho y ver integro el interior de mi mujer y así mantener ciertos niveles de respeto por la intimidad de la pareja. El doctor, tras cortar varios largos tajos con su bisturí, metió una especie de cilindro de plástico con salida por ambos extremos, dejando uno afuera por el cual, yo me daba cuenta, el doc veía a Pipi agazapade, aferrade a algún órgano, o colgade cual Trazán a su cordón umbilical para no salir de ahí. El doctor metió las dos manos y le agarró pero se le resbaló. Después presionó fuertemente las costillas de la Negra con su antebrazo y metió la otra mano, pero Pipi se escabulló con una finta mágica. Por un momento pensé que se venía el nuevo Messi, pero el pensamiento no duró. Finalmente la asistente le pasó un instrumento largo, curvo y metálico, parecido a un calzador de zapatos pero gigante, que el doctor introdujo en la Negra y con el cual hizo palanca, sí señores, palanca, logrando que asomara la cabeza de Pipi. Todo ahí era asombro, sangre y amor. Cuando Pipi ya no podía volver atrás, el doctor la agarró con las dos manos y la fue levantando de a poco, como el rey león a su hijo, o como Maradona a la copa del Mundo, hasta sostenerla en aire para que la Negra la pudiera ver. Tras unos segundos de observación y silencio, la Negra dijo emocionada “Martina hermosa, ven aquí”. En ese momento el doctor me pasó una tijera para que yo cortara el cordón umbilical, ese que Martina usaba de liana para quedarse en cuarentena. Me acerqué, lo corté y en ese momento el doctor la acostó en el pecho de su madre, al que se pegó inmediatamente y del cual, una semana después, no se piensa despegar.

 

 

10.

 

Sin embargo Piñera no era el único que aprovechaba el virus para llevar agua a su molino. El presiente mexicano, convertido en una especie de predicador evangelista, mezcla de mesías que viene del futuro y fuerza moral que viene del pasado, aprovechaba cada pregunta que le hacían los periodistas para cambiar el tema. Como al niño que el profe le pregunta, “Pepito, ¿qué sabe usted de las hormigas?” Y Pepito, que no sabía de hormigas pero si de elefantes, responde: “Pues yo se que la hormiga es un animal muy chiquito y que el más grande es el elefante. El elefante tiene cuatro patas, una trompa y hace brgrruuuu…”. Y así hacía Obrador con las preguntas del virus, mientras besaba escapularios. La mejor fue cuando le preguntaron que qué opinaba sobre la pandemia y dijo que él confiaba en la fuerza y la honestidad del pueblo mexicano, porque la corrupción se había terminado, y que por eso ya no se iba a construir el aeropuerto de Texcoco sino el de Santa Lucía. Una joya nuestro presi. El presidente mexicano era el único mandatario no fascista del continente que no le daba ninguna importancia al tema. Había pasado de ser un hombre aparentemente empático, a un obtuso militante que creía que el virus era una invención de los conservadores para destruir a su gobierno. Debe haber leído mucho al pelotudo de Giorgio Agamben, reconocido filosofo italiano que los primeros días de marzo expresaba su izquierdismo y su rebeldía, diciendo que el virus no era tan grave, que el Consejo Italiano de Salud había dicho que era una gripe común y corriente, así que, obvio, la cuarentena era una exageración inútil impuesta por el status quo universal, para implantar un nuevo estado de excepción, restringir las libertades y dominar a la población. Cómo la escusa del terrorismo ya no era suficiente para seguir reprimiendo, se inventaron esta, dice tan pancho el señor filosofo mientras en su país se agotaron los ataúdes. Todo parece indicar que los epidemiólogos italianos leen al filosofito ese. Porque claro, es verdad que el status quo universal se va a aprovechar de la situación para generar control sobre la población, pero eso no hace al Coronavirus un virus común y corriente. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. ¡Agamben el favor!

 

Menos mal que la gente en México comenzó a tomar medidas antes de que las planteara el presidente besucón, y que Sheinbaum, la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, actuó con seriedad ante las condiciones imperantes y comenzó a suspender actividades. El día 22 de marzo, con más de 200 contagios en México y casi medio millón en el mundo, Obrador decía lo siguiente desde un restaurant en Oaxaca, “Yo les voy a decir cuando no salgan, pero si pueden y tienen posibilidad económica, sigan llevando a la familia a comer, a los restaurantes, a las fondas porque eso es fortalecer la economía. Los mexicanos por nuestra cultura somos resistentes a todas las calamidades y en esta ocasión vamos a salir adelante. Nuestro pueblo es poseedor, heredero de culturas milenarias”. Digamos, para empezar, que lo de las culturas milenarias no tiene nada que ver con nada, porque los italianos tambien las tienen y no les ha servido de nada, y de los chinos ni hablar. El presidente mexicano prometió tres puntos de crecimiento economico cuando asumió el mandato y prefiere arriesgarse al virus y rezarle en público a las virgencitas, a vivir una crisis economica que por cierto, es imposible de evitar. Dilatar la puesta en macha de las medidas de la mentada Fase 2, para que la recesión economica dure menos es, a mi juicio, una bajeza de proporciones. La economía se va ir al carajo en todos lados y habrá que sostenerse de otra manera. Pero quién soy yo para hablar de economía, si los economistas han demostrado que hacen muy bien su laburo.

 

Es cierto que dos días después de esas declaraciones chamánico-mercantiles, el Secretario de Salud anunció la Fase 2 y el gobierno tomó medidas, lo que hace pensar dos alternativas: una, la del policía bueno y el policía malo, donde Obrador hace del bueno y tranquiliza a la población, para evitar el pánico y una crisis gratuita y prematura, y el policía malo, donde el resto del gobierno toma las medidas más radicales. O la otra, la más factible, es que Obrador padece una grave deformación profesional y cree que todo se mide en oficialismo/oposición (cualquier similitud con el resto de los líderes de izquierda latinoamericanos es pura coincidencia). Y así, dominado por sus sueños transformadores, y presa de su impermeable cerrazón, mantuvo un extraño y eterno soliloquio, un tanto autista, que el resto de los integrantes de gobierno fue interviniendo de a poco, rectificando el camino.

 

Si por alguna razón México supera sin demasiadas muertes esta pandemia, Obrador quedará como un estratega un poco sabio y un poco cauto, un poco loco, con un toque de realismo mágico y escapularios mediante, pero si por el contrario, México llega a la Fase 3, vive el punto de inflexión y da la curva pronunciada que han dado Estados Unidos, España, Italia, Francia, Irán, China y otros tantos, la actitud campechana y la dilación en la toma de medidas, se convertirán en errores criminales…

 

 

11.

 

Pipina, de nombre Martina, nació a las 00:23 del 21 de marzo. Yo tenía todas mis energías puestas en que naciera el día 20, o sea, 23 minutos antes para que fuera Piscis y no Aries, como la madre, y en una de esas tener la esperanza de que tenga un carácter un poquito mejor, pero no se pudo. Es Aries y ahora habrá que amarlas y soportarlas a las dos tal cual son. Estuvimos los tres en el hospital dos días mientras la Negra se recuperaba del tajo ese enorme que le hicieron. Ya estamos en nuestra casa. Martina está increíble, hermosa, sana, fuerte y toma teta todo el día. Salió monotemática la nena. Y aquí estamos encerrados, en cuarennena, esperando que pase esta historia. Ahora mi pasión es cambiar pañales y sacarle los chanchitos a la 1 AM, 3 AM, 5 AM, 7 AM y así sucesivamente. Ella aun no sabe que yo existo porque no soy una teta, pero supongo que algún día diversificará sus amores y espero ser uno de ellos.

 

 

12.

 

La cosa está que arde. Ahora nos despertamos todas las mañanas rogando que bajen los contagios en España y en Italia, que sea real que en algún momento no muy lejano la curva de la muerte comienza a descender. Esperamos que cambie allá, para que cuando nos toque aquí, tengamos algún miserable dato del que agarrarnos, como Pipina a su cordón. La cosa está fea fea. Estados Unidos es el foco de contagio más importante del mundo, el presidente naranja dice que no puede ser peor el remedio que la enfermedad, así que mejor todos a trabajar y nada de estar enfermitos en sus casas. Y Obrador no piensa cerrar la frontera del Norte. Ahora somos nosotros los que queremos que pongan el muro. Quién lo iba a decir. 

 

13.

Pipina linda, hermosa, ya te lo he dicho más de mil veces en estos 10 días desde que te conozco, pero te lo escribo aquí otra vez. Eres la cosa más linda que vi nunca en la vida. Te trajimos a este mundo jodido porque, aún sabiendo que estamos rodeados de personas peligrosas, creemos que la vida puede ser hermosa y digna de ser vivida. Haremos todo para que así sea. Tu hermano Ale ya sabe arrullarte y hacer que dejes de llorar. Yo no. La Negra es fuerte y te ama. Estamos felices y agradecidos de estos nueve meses que te llevó a cuestas a todos lados, y de esas tetas que te hacen tan feliz. Te tocó llegar en plena pandemia, confinamiento y distancia entre la gente. Estamos en cuarentena en la casa, carentes de contacto pero repletos de amor. Esperemos que pase esta crisis de mierda y podamos abrir las puertas de la casa para que entre la gente querida y te llene de besos, abrazos y amor.  

 

Impresiones comunes sobre lo indistinto // Alfredo Aracil  

 “Durante las crisis, una epidemia social que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de repentina barbarie: diríase que el hambre o que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio”. 
Karl Marx: El Manifiesto Comunista.

Son varios los textos donde el filósofo francés Georges Batallile define lo sagrado como lo que se niega a ser abstraído del mundo como totalidad: una sabiduría y un estado de resonancia que, aceptando la muerte como experiencia y condición común, en su grado más intenso, puede desembocar en la locura. Dice Bataille: “…si lo sagrado, lejos de ser asible, como lo son los demás objetos de la ciencia, se definiera como lo que se opone a los objetos abstractos -a las cosas, a las herramientas, a los elementos captados distintamente-, al igual que se les opone la totalidad concreta… El mundo de lo sagrado es un mundo de comunicación o de contagio, donde nada está separado.”.

Palabras oraculares para un tiempo suprasecular, con el Papa en aislamiento preventivo y obligatorio, oficiando misa en una plaza del Vaticano desierta. Hoy que nada debería ser urgente, en un mundo que sin embargo no cesa, donde las invitaciones a plataformas de teletrabajo proliferan más rápido que los contagiados por el virus y el tiempo avanza impasible, al ritmo que se actualizan los datos de muertes e ingresados.

La separación y el miedo al contagio, en todo caso, vienen de lejos. Desde los albores de la modernidad, el arte de gobernar no es otra cosa que el arte de reunir y separar: un tratamiento extensivo y espacial que busca inmunizarse de un persistente miedo a lo común y la comunidad por medio de   prohibiciones, muros y fronteras que distribuyen las relaciones entre poblaciones y mercancías. Para la forma de soberanía que se impone en el siglo XV, tras un proceso paralelo de concentración de poder y acumulación de capital, en los deseos igualitarios, en las zonas de indiferencia y en los bosques comunales se esconde la amenaza del colapso civilizatorio. De modo que el terror a lo indistinto, a la parte idéntica, habría servido a la vez de causa y efecto a la profecía auto-cumplida del hombre que es un lobo para el hombre, la razón de una competitividad biológica y del miedo a ser asesinado por una multitud violenta que ambiciona la totalidad de lo que uno tiene.

En Violencia y comunidad, Roberto Esposito lleva a cabo un análisis histórico de las sombras que la filosofía política ha proyectado sobre la comunidad originaria, donde se esconde el enemigo interior y acecha nuestro igual: “la violencia no sacude a la comunidad desde el exterior, sino desde el corazón mismo de eso que es común, quién mata no es un extranjero sino un miembro de la comunidad”. Es decir, para los que hacen leyes de su voluntad y dibujan a golpe de interés los mapas políticos, lo verdaderamente aterrador no es nunca lo diferentes que somos entre humanos, sino el paquete de percepciones y modos de sentir que compartimos, la igualdad entre nuestros instintos y lo que, en definitiva, se parecen nuestros deseos. De modo que lo indistinto y la relación de dependencia ambiental que estructura cualquier forma comunitaria de vida, en la cual los sujetos logran su individuación tomando de un medio común los medios para su propia evolución, son los enemigos naturales que el poder enfrenta en su lucha por la distinción y la supremacía de sus privilegios. 

Ahora que las fronteras están cerradas y que cruzar varias calles en busca de medialunas se parece a una travesía por un no man’s land, los terrores y esperanzas que convoca lo común vuelven a tomar un lugar central en las discusiones políticas. Para empezar, que el virus no tenga ni ojos ni piel oscura, como apuntaba Santiago Alba Rico, unido al hecho de que los potenciales portadores sean nuestros vecinos y de que detrás de la trasmisión no se oculten intereses de clase, hace realmente difícil que la pandemia pueda ser catalogada o bien como un agente revolucionario venido para acabar con el capitalismo o bien como un argumento en el discurso racista de la nueva derecha. Su carácter acelular y no-humano invalida, por lo tanto, que pueda recibir el calificativo de “extranjero”. Así, independientemente de su origen y de su naturaleza viajera, sin otro devenir que la propagación, el virus desnuda un plano de sentir todavía más común que la ideología, la condición vulnerabilidad que resulta de vivir expuestos a fuerzas y contingencias que, en cualquier momento, te pueden matar.

Continua Roberto Esposito: “lo que empuja a la comunidad al remolino de violencia es precisamente la indiferencia, la ausencia de una barra diferencial que, distanciando a los hombres, los mantenga a salvo de la posibilidad de la masacre”. Que es, en definitiva, el objetivo de las distintas medidas de aislamiento que se han adoptado: frenar el contagio haciéndonos guardar las distancias, separándonos por la vía de la inmunización general. Evitar el contagio, al parecer, es mantener a las personas a más de un metro de distancia. No tocar. “Nos tenemos que acostumbrar a estar más anchos”, según un miembro de la OMS. Una vez más, como sucedió con la peste, la orden es compartimentar y encerrar a los cuerpos para neutralizar su naturaleza y su potencia indistinta. Monitorizar los consumos y ser capaces de predecir mejor las posiciones relativas, librándonos de paso de peligros que en un futuro no muy lejano parecerán reliquias de un tiempo barroco por lo táctil y sensual. Reducir el espacio público y los flujos humanos indeseables. En definitiva, acabar con las zonas de ambigüedad semiótica, prolongando la crisis de presencia que ya vivíamos. En este nuevo régimen sensible-profiláctico, la incertidumbre y la soledad se reproducen a pesar de la banda ancha y de las fiestas online, haciendo tambalearse la base de solidaridad y empatía que, a lo largo de la historia, animó proyectos utópicos de vida comunitaria y otros movimientos sociales de carácter internacionalistas.

Vuelve, en un inesperado giro biopolítico, la razón primera del contrato que legitimó el poder soberano, en la génesis de los estados-nación: garantizar la vida de algunos súbditos y desatender a otros, dejarlos morir. Para ello, se adecuan los modos de producción a las costumbres sociales, al nuevo régimen moral, minimizando los intercambios afectivos y las relaciones sensibles entre la población sana, controlando hasta los gestos más instintivos, como llevarse las manos a la cara. Mientras, del lado de los que van a morir, están los ancianos y los vulnerables, la gente con problemas de salud. Aparecen en las portadas de los diarios: abuelos, abuelas y muchas personas dependientes a los que antes la medicina procuraba una vida más larga, pero igualmente miserables, concentrados en desatendidas residencias de mayor y otros establecimientos públicos menguados de servicios a consecuencia del cierre del estado de bienestar. Sí, exactamente, la parte enferma, frágil e improductiva que, para la cultura neoliberal de optimización y austeridad, era poco más que una carga. A su lado, están las personas que trabajan sin contrato, y no hablo de la clase media precarizada que está encerrada en su casa, delante del ordenador. Pienso, por ejemplo, en los repartidores de Glovo y otras empresas esclavistas que sin descanso y sin seguro médico, como hormigas, cruzan a diario La Zona en sus bicicletas, aquellos y aquellas que a riesgo de caer enfermos “voluntariamente” han decidido continuar su actividad económica. Y al final de todo, olvidados e invisibles, las personas que tiene su casa en la calle. Con la policía y los militares pidiendo documentos en todas las esquinas, por fin comprendemos lo que para ellos y ellas es la experiencia más común y cotidiana, la indefensión y la arbitrariedad que sienten cuando son hostigados en el ejercicio de su trabajo o cuando simplemente están buscando un lugar para dormir.    

Esto y mucho más es lo que podría decirse del estado de excepción que nos envuelve, y de lo rápido que las personas nos habituamos a cualquier modo de normalidad, no importa lo distópica o grotesca  que sea. Si queremos entender las escenas de violencia machista que se reproducen estos días, las denuncias por romper la cuarentena o los insultos a discapacitados que se lanzan desde los balcones en algunas ciudades españolas, es recomendable no menospreciar al fascista que vive en nuestro interior, a esa parte de nosotros que en la playa echa de menos la oficina, la parte de uno mismo que prefiere la servidumbre a la rebelión.

Ahora bien, no me gustaría insistir más en los argumentos macro-políticos que muchos están manejando mejor que yo. No quiero volver sobre la militarización de la vida cotidiana, sobre la aplicación en nuestras comunidades de restricciones de circulación que antes, alegremente, eran aplicadas a las personas migrantes, ni tampoco sobre lo extendido y sofisticado de los métodos protésicos de vigilancia y control cibernético. Más interesante me parece pensar la crisis en relación a los procesos del sentir que consume y alimenta. Esto es, detenerse en la angustia sin objeto que suscita el encierro, pero también en el vitalismo que puede despertar. Actualizar y profundizar en dudas. Cuando baja el telón y la extraña lucidez del cautiverio permite percibir con claridad los mandatos exteriores y las exigencias autoimpuestas, la esclavitud disfrazada de diferencia y novedad que se camufla en la naturaleza indistinta de la existencia que llevamos antes del secuestro, como dice un amigo.

Pienso en la separación y en la cuarentena como algo para lo que inconscientemente nos venían preparando. Lo mismo que sucede en las cárceles, el encierro sigue siendo una práctica habitual en muchas instituciones. Sin ir más lejos, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires, son varios los alojamientos para personas con padecimiento mental que albergan en torno a unas 1.000 personas. ¿Cómo lo estarán viviendo allá? Sería fácil decir que, antes del aislamiento, esta forma hospitalaria de privación de libertad amparada por leyes preludiaba las ansiedades que ahora sufrimos, confinados en nuestras casas y alejados de nuestros amigos y familiares por no sabemos cuánto tiempo, sujetos-sujetos  a reglamentos y normas de higiene que no alcanzamos a comprender y que, como ocurre en los manicomios, se legitiman en objetivas razones médicas.

Para los autónomos subproletarios y cosmopolitas que trabajamos en casa, no hace demasiado, salir a una reunión, ir a dar una clase, boxear en el club o ir al supermercado eran actividades que venían a romper la monotonía general de largas jornadas de más de diez horas delante del portátil, donde trabajar no era muy distinto de vivir (mal). Para no pensar que uno estaba perdiendo el tiempo, todo tenía, de algún modo, que responder a una utilidad. Estar vivo era lo mismo que participar de un proyecto de atribución personal y profesional. Incluso el cuidado de uno mismo respondía a esa lógica miserable. También salir a bailar, tomar cerveza con las amigas o tener sexo sucedía en espacios y dispositivos de socialización fuertemente tecnologizados, claramente atravesados por el cálculo y el interés empresarial.

Pero no quisiera moralizar. No seré yo quien critique a los que piensan que trabajo y placer pueden ser compatibles. Lo que estoy tratando de expresar es otra cosa. Desde hace días no dejo de pensar cómo las determinaciones soberanas y la voluntad propia, bajo la bandera de la libertad y el pretexto del desarrollo individual, respondían a métodos disyuntivos que producían la ilusión de vivir una forma de totalidad. Quererlo todo. Poder siempre más, de forma literal. Eso sí, una totalidad por completo profana, donde todo es intercambiable y todo parece lo mismo, donde la vida en comunidad está orientada a valorizar y valorizarse en términos económicos. Como escribe Guy Debord en La sociedad del espectáculo, vivimos en una forma de sociedad espectacular que reúne lo separado como separado, en una comunidad de individuos sin comunidad.  

En la Avenida Córdoba, Buenos Aires, de camino a sacar dinero, me topo con un cartel publicitario de Movistar. En azul corporativo, una tipografía cosmopolita enumera ofertas y beneficios para PYMES. Pantalones y chaqueta, look juvenil, ejecutivo: la mujer de la imagen ni va envejecer ni va a enfermar nunca. Inmunizada por el progreso técnico, es parte de esa comunidad sin comunidad. Trabaja sola aunque conectada, en su propia jefa en una empresa que no necesita trabajadores. Unos metros más adelante, un anuncio del Gobierno de la Nación, también en azul, recuerda que no estamos de vacaciones. Lo confirman los helicópteros a la mañana, así como los parques infantiles vacíos a la tarde, cuando bajo a pasear con el perro. Aunque de fondo se escucha un rumor: de repente, es imposible abstraerse de la sensación de que todos los días tienen algo idéntico. Un día festivo muy largo que empieza temprano, cuando tras leer las noticias en el celular y recordar que no es posible salir a tomar el aire, se precipitan las ganas de esconderse bajo las sábanas y cerrar los ojos. No salir de la habitación. Encerrarse ¿voluntariamente?, como la segunda semana de unas vacaciones con toda la familia, ya indistintas de una pesadilla.

El virus, por lo demás, a pesar de las nuevas tecnologías somático-políticas que nos protegen, propaga terrores viejos. Porque las fiestas, cuando son celebras con la seriedad de los antiguos, en el sentido sagrado que Bataille les otorgaba, siempre tienen como horizonte posible “esa parálisis que deriva del miedo”. Ocurría, por ejemplo, en los fines de semana totales que la generación de los años noventa disfrutó bailando en éxtasis. En cualquier momento, algo podía torcerse, algo podía salir mal. Por eso, para un instante mayor de placer absoluto, había que estar pendiente de los amigos y las amigas, había que cuidarse entre todos. Esa era una de las pocas reglas de las familias transitorias del universo rave. Ahora, superada y detenida, nuestra realidad parece haber tomado otro tipo de cariz terrorífico, igual aunque distinto del que presidía juegos y fiestas rituales. Porque a pensar de lo disminuido e higiénico de las fiestas-simulacro que se organizan en sitios web como ZOOM, lo está en juego es cómo queremos vivir la vida y no sólo por el hecho de que, en efecto, te puedes enfermar.

Una última cita de Bataille: “A fin de permanecer con vida, perder lo que constituye el sentido de la vida es lo que anuncia la soberanía del trabajo, que subordina todas las cosas al miedo a morir”. Sus palabras no pueden ser más actuales. Lo pienso mientras veo fotografías en Instragram de una amiga posando en su cuarto, muy cool, frente a su ordenador Apple, como estoy yo ahora mismo, indiferente al silencio de la calle, produciendo contenidos para tratar de rentabilizar el encierro, deseando volver cuando antes a la normalidad, como si nada hubiese pasado.

Y sin embargo, recuperar el sentido de la vida debería ser algo más que recuperar la normalidad. Podríamos, tal vez, en esta suspensión de la realidad, dedicar tiempo a escuchar nuestros malestares persistentes y reflexionar sobre la vida que deseamos llevar. Y así caer en la cuenta, en primer lugar, de cómo nos está costando saber, por ejemplo, si estamos más asustados por el miedo a la muerte o por la culpa que nos da esta distraídos y no poder rendir. Puede, incluso, que exista una tercera opción. Y sea posible, frente al vacío, experimentar la crisis como una lupa que profundiza el miedo que produce darse cuenta que de no nos vale con la existencia modelada que, bajo la forma de cuarentena blanda y falsa totalidad, llevábamos semanas atrás.

Son más de tres semanas paralizados por un asombro muy poco filosófico, cuando en realidad lo sorprenderte es, parafraseando a Wilhelm Reich, que ante la extrema desigualdad y la pobreza que vive el mundo, los estados de excepción, las crisis de gobernanza y la muerte a gran escala no constituyan la norma. Más de tres semanas, decía, y seguimos sin ser capaces de imaginar ejercicios y programas de vida para inventar un futuro mejor. Es gracioso cuando nos pregunta qué es lo que queremos hacer cuando esto termine, como si un día, sin más, se fuera a terminar la dominación que soberanamente nos hemos impuesto. Mientras la historia tiene lugar, nos limitamos a organizar la rutina. Participamos de clases de yoga y ejercicios espirituales online, hacemos cursos de Deleuze, tutoriales de gimnasia guiados por cuerpos blancos y musculosos y aprendemos a cocinar platos exóticos. “En casa encerrada, las horas pasan más rápidas y, aun teniendo todo el día por delante, no tengo tiempo para nada”, me confiesa una amiga. “Me está constando concentrarme”, me dice otra. El cuerpo se rebela y el deber de mantenerse ocupado y productivo, que pensábamos dependía de la voluntad, se ve anulado. Queremos no ser aguafiestas. Ni hablar de regalarse un momento para frenar, bloquearlo todo y pensar qué es lo que en verdad deseamos hacer.

Frente a un escenario que hace ridículo el lema-movilización de la generación J.A.S.P, vivo “entre casa y la oficina”, me vuelve como un fantasma una imagen de hace años. En un piso del madrileño barrio de Las letras, en una habitación de no más de 10 m2, veo la cama individual de un amigo pegada contra el escritorio. Presidiendo la escena, un ordenador de mesa y una pantalla plana sobre varios libros gordos. El borde de la silla ergonómica que usa para trabajar, literalmente, se mete por las sábanas. Por si necesita echar una cabezada a lo largo de su jornada laboral, por si sobreviene la fatiga… Ahora lo entiendo. No se trataba de una imagen costumbrista post-universitaria, ni tampoco de una estampa propia del mundo de las instituciones totales, antes de las sociedades de control. Era una visión: era el futuro mismo, la apoteosis del programa pastoral extendido, la célula-celular, el se-alquila-monoambiente-tipo-loft.

Si es que por un momento somos capaces de frenar la máquina neurótica y su incesante producción de necesidades, este cotidiano que se ha impuesto de manera externa, tan nuevo pero tan indistinto, visibiliza un suelo de sumisión: el terror al sinsentido de una existencia atravesada por la falta y la aspiración, a una vida sin más mundo y sin más totalidad que los audios y los e-mails por recibir y contestar.

Como el obrero que no puede más y se niega a producir más en el círculo de valor que le separa de lo que produce y le produce, me pregunto si es posible romper el código, romper con cierto modo de ser uno mismo. Sentir la crisis y experimentar la cercanía de la muerte no como algo excepcional que nos distrae, sino como un instante sagrado e intempestivo que agudiza nuestra sensibilidad común, como lo que permite la recuperación de cierta esfera de soberanía a la vez personal y colectiva. Y no solo para articular una cadena de causas y efectos que expliquen lo que está pasando. Necesitamos más prácticas, menos sistemas y menos teoría general. Son momentos para escurriese en las inquietudes, para llevar a cabo un movimiento hacia adentro que permite sentir las intensidades de esta curiosa forma de angustia final de mundo, como la llama otro amigo. Y por qué no, para enloquecer un poco y alucinar otras experiencias de existencia. Cambiar obligación por deseo. O mejor, introducir el deseo en la  producción, entregándose a esa extraña fuerza que prevalece y es capaz de transformar la realidad. Pareciera que tenemos tiempo, incluso, para darnos el lujo de confundirnos, que nunca será lo mismo que vivir confundidos.

Causalidad de la pandemia, cualidad de la catástrofe // Ángel Luis Lara

1.

En octubre de 2016 los lechones de las granjas de la provincia de Guangdong, en el sur de China, comenzaron a enfermar con el virus de la diarrea epidémica porcina (PEDV), un coronavirus que afecta a las células que recubren el intestino delgado de los cerdos. Cuatro meses después, sin embargo, los lechones dejaron de dar positivo por PEDV, pese a que seguían enfermando y muriendo. Tal y como confirmó la investigación, se trataba de un tipo de enfermedad nunca visto antes y al que se bautizó como Síndrome de Diarrea Aguda Porcina (SADS-CoV), provocada por un nuevo coronavirus que mató a 24.000 lechones hasta mayo de 2017, precisamente en la misma región en la que trece años antes se había desatado el brote de neumonía atípica conocida como «SARS».

En enero de 2017, en pleno desarrollo de la epidemia porcina que asolaba a la región de Guangdong, varios investigadores en virología de Estados Unidos publicaban un estudio en la revista científica «Virus Evolution» que señalaba a los murciélagos como la mayor reserva animal de coronavirus en el mundo. Las conclusiones de la investigación desarrollada en China acerca de la epidemia de Guangdong coincidieron con el estudio estadounidense: el origen del contagio se localizó, precisamente, en la población de murciélagos de la región. ¿Cómo una epidemia porcina había podido ser desatada por los murciélagos? ¿Qué tienen que ver los cerdos con estos pequeños animales alados? La respuesta llegó un año más tarde, cuando un grupo de investigadores e investigadoras chinas publicó un informe en la revista Nature en el que, además de señalar a su país como un foco destacado de la aparición de nuevos virus y enfatizar la alta posibilidad de su transmisión a los seres humanos, apuntaban que el incremento de las macrogranjas de ganado había alterado los nichos de vida de los murciélagos. Además, el estudio puso de manifiesto que la ganadería industrial intensiva ha incrementado las posibilidades de contacto entre la fauna salvaje y el ganado, disparando el riesgo de transmisión de enfermedades originadas por animales salvajes cuyos hábitats se están viendo dramáticamente afectados por la deforestación. Entre los autores de este estudio figura Zhengli Shi, investigadora principal del Instituto de Virología de Wuhan, la ciudad en la que se ha originado el actual COVID-19, cuya cepa es idéntica en un 96% al tipo de coronavirus encontrado en murciélagos a través del análisis genético.

 

2.

En 2004, la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, más conocida como FAO por sus siglas en inglés, señalaron el incremento de la demanda de proteína animal y la intensificación de su producción industrial como principales causas de la aparición y propagación de nuevas enfermedades zoonóticas desconocidas, es decir, de nuevas patologías transmitidas por animales a los seres humanos. Dos años antes, la organización por el bienestar de los animales Compassion in World Farming había publicado un interesante informe al respecto. Para su elaboración, la entidad británica utilizó datos del Banco Mundial y de la ONU sobre industria ganadera que fueron cruzados con informes acerca de las enfermedades transmitidas a través del ciclo mundial de producción de alimentos. El estudio concluyó que la llamada «revolución ganadera», es decir, la imposición del modelo industrial de la ganadería intensiva ligado a las macrogranjas, estaba generando un incremento global de las infecciones resistentes a los antibióticos, así como arruinando a los pequeños granjeros locales y promoviendo el crecimiento de las enfermedades transmitidas a través de los alimentos de origen animal.

En 2005, expertos de la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial de Sanidad Animal, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos y el Consejo Nacional del Cerdo de dicho país elaboraron un estudio en el que trazaron la historia de la producción ganadera desde el tradicional modelo de pequeñas granjas familiares hasta la imposición de las macro-granjas de confinamiento industrial. Entre sus conclusiones, el informe señaló como uno de los mayores impactos del nuevo modelo de producción agrícola su incidencia en la amplificación y mutación de patógenos, así como el riesgo creciente de diseminación de enfermedades. Además, el estudio apuntaba que la desaparición de los modos tradicionales de ganadería en favor de los sistemas intensivos se estaba produciendo a razón de un 4% anual, sobre todo en Asia, África y Sudamérica.

A pesar de los datos y las llamadas de atención, nada se ha hecho para frenar el desarrollo de la ganadería industrial intensiva. En la actualidad China y Australia concentran el mayor número de macrogranjas del mundo. En el gigante asiático la población de ganado prácticamente se triplicó entre 1980 y 2010. China es el productor ganadero más importante del mundo, concentrando en su territorio el mayor número de «landless systems» (sistemas sin tierra), macroexplotaciones ganaderas en las que se hacinan miles de animales en espacios cerrados. En 1980 solamente un 2,5% del ganado existente en China se criaba en este tipo de granjas, mientras que en 2010 ya abarcaba al 56%.

Como nos recuerda Silvia Ribeiro, investigadora del Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (ETC), una organización internacional enfocada en la defensa de la diversidad cultural y ecológica y de los derechos humanos, China es la maquila del mundo. La crisis desatada por la actual pandemia provocada por el COVID-19 no hace más que desnudar su papel en la economía global, particularmente en la producción industrial de alimentos y en el desarrollo de la ganadería intensiva. Sólo la Mudanjiang City Mega Farm, una macrogranja situada en el noreste de China que alberga a cien mil vacas cuya carne y leche se destinan al mercado ruso, es cincuenta veces más grande que la mayor granja de vacuno de la Unión Europea.

 

3.

Las epidemias son producto de la urbanización. Cuando hace alrededor de cinco mil años los seres humanos comenzaron a agruparse en ciudades con densidad poblacional, las infecciones lograron afectar simultáneamente a grandes cantidades de personas y sus efectos mortales se multiplicaron. El peligro de pandemias como la que nos afecta en la actualidad surgió cuando el proceso de urbanización de la población se hizo global. Si aplicamos este razonamiento a la evolución de la producción ganadera en el mundo las conclusiones son realmente inquietantes. En el espacio de cincuenta años la ganadería industrial ha «urbanizado» una población animal que previamente se distribuía entre pequeñas y medianas granjas familiares. Las condiciones de hacinamiento de dicha población en macro-granjas convierten a cada animal en una suerte de potencial laboratorio de mutaciones víricas susceptible de provocar nuevas enfermedades y epidemias. Esta situación es todavía más inquietante si consideramos que la población global de ganado es casi tres veces más grande que la de seres humanos. En las últimas décadas, algunos de los brotes víricos con mayor impacto se han producido por infecciones que, cruzando la barrera de las especies, han tenido su origen en las explotaciones intensivas de ganadería.

Michael Greger, investigador estadounidense en salud pública y autor del libro Bird Flu: A virus of our own hachting (Gripe aviar: un virus de nuestra propia incubación), explica que antes de la domesticación de pájaros hace unos 2.500 años, la gripe humana seguramente no existía. Del mismo modo, antes de la domesticación del ganado no se tiene constancia de la existencia del sarampión, la viruela y otras infecciones que han afectado a la humanidad desde que aparecieron en corrales y establos en torno al año 8.000 antes de nuestra era. Una vez que las enfermedades saltan la barrera entre especies pueden difundirse entre la población humana provocando trágicas consecuencias, como la pandemia desatada por un virus de gripe aviar en 1918 y que tan sólo en un año acabó con la vida de entre 20 y 40 millones de personas.

Como explica el doctor Greger, las condiciones de insalubridad en las atestadas trincheras durante la Primera Guerra Mundial no sólo figuran entre las variables que causaron una rápida propagación de la enfermedad en 1918, sino que están siendo replicadas hoy en día en muchas de las explotaciones ganaderas que se han multiplicado en los últimos veinte años con el desarrollo de la ganadería industrial intensiva. Billones de pollos, por ejemplo, son criados en estas macrogranjas que funcionan como espacios de hacinamiento susceptibles de generar una tormenta perfecta de carácter vírico. Desde que la ganadería industrial se ha impuesto en el mundo, los anuales de medicina están recogiendo enfermedades antes desconocidas a un ritmo insólito: en los últimos treinta años se han identificado más de treinta nuevos patógenos humanos, la mayoría de ellos virus zoonóticos inéditos como el actual COVID-19.

 

4.

El biólogo Robert G. Wallace publicó en 2016 un libro importante para trazar la conexión entre las pautas de la producción agropecuaria capitalista y la etiología de las epidemias que se han desatado en las últimas décadas: Big Farms Make Big Flu (Las macrogranjas producen macrogripe). Hace unos días, Wallace concedió una entrevista a la revista alemana Marx21 en la que enfatiza una idea clave: focalizar la acción contra el COVID-19 en el despliegue de medidas de emergencia que no combatan las causas estructurales de la pandemia constituye un error de consecuencias dramáticas. El principal peligro que enfrentamos es considerar al nuevo coronavirus como un fenómeno aislado.

Tal y como explica el biólogo estadounidense, el incremento de los incidentes víricos en nuestro siglo, así como el aumento de su peligrosidad, se ligan directamente con las estrategias de negocio de las corporaciones agropecuarias, responsables de la producción industrial intensiva de proteína animal. Estas corporaciones están tan preocupas por el beneficio económico que asumen como un riesgo rentable la generación y propagación de nuevos virus, externalizando los costes epidemiológicos de sus operaciones a los animales, las personas, los ecosistemas locales, los gobiernos y, tal y como está poniendo de manifiesto la actual pandemia, al propio sistema económico mundial.

Pese a que el origen exacto del COVID-19 no está del todo claro, señalándose como posible causa del brote vírico tanto a los cerdos de las macrogranjas como al consumo de animales salvajes, esta segunda hipótesis no nos aleja de los efectos directos de la producción agropecuaria intensiva. La razón es sencilla: la industria ganadera es responsable de la epidemia de Gripe Porcina Africana (ASF) que asoló las granjas chinas de cerdos el pasado año. Según Christine McCracken, una analista en proteína animal de la multinacional financiera holandesa Rabobank, la producción china de carne de cerdo podría haber caído un 50% al final del año pasado. Considerando que, al menos antes de la epidemia de ASF en 2019, la mitad de los cerdos que existían en el mundo se criaban en China, las consecuencias para la oferta de carne porcina están resultando dramáticas, particularmente en el mercado asiático. Es precisamente esta drástica disminución de la oferta de carne de cerdo la que habría motivado un aumento de la demanda de proteína animal proveniente de la fauna salvaje, una de las especialidades del mercado de la ciudad de Wuhan que algunos investigadores han señalado como el epicentro del brote de COVID-19.

 

5.

Frédéric Neyrat publicó en 2008 el libro Biopolitique des catastrophes (Biopolítica de las catástrofes), un término con el que define un modo de gestión del riesgo que no pone nunca en cuestión sus causas económicas y antropológicas, precisamente la modalidad de comportamiento de los gobiernos, las élites y una parte significativa de las poblaciones mundiales en relación con la actual pandemia. En la propuesta analítica del filósofo francés, las catástrofes implican una interrupción desastrosa que desborda el supuesto curso normal de la existencia. Pese a su aparente carácter de evento, constituyen procesos en marcha que manifiestan, aquí y ahora, los efectos de algo ya en curso. Como señala el propio Neyrat, una catástrofe siempre sale de alguna parte, ha sido preparada, tiene una historia.

La pandemia que nos asola dibuja con eficacia su condición de catástrofe, entre otras cosas, en el cruce entre epidemiología y economía política. Su punto de partida se ancla directamente en los trágicos efectos de la industrialización capitalista del ciclo alimenticio, particularmente de la producción agropecuaria. Amén de las cualidades biológicas intrínsecas al propio coronavirus, las condiciones de su propagación incluyen el efecto de cuatro décadas de políticas neoliberales que han erosionado dramáticamente las infraestructuras sociales que ayudan a sostener la vida. En esa deriva, los sistemas públicos de salud se han visto particularmente golpeados.

Desde hace días circulan por las redes sociales y los teléfonos móviles testimonios del personal sanitario que está lidiando con la pandemia en los hospitales. Muchos de ellos coinciden en el relato de una condición general catastrófica caracterizada por una dramática falta de recursos y de profesionales sanitarios. Como apunta Neyrat, la catástrofe siempre posee una historicidad y se sujeta a un principio de causalidad. Desde comienzos del presente siglo, diferentes colectivos y redes ciudadanas han estado denunciando un profundo deterioro del sistema público de salud que, a través de una política continuada de descapitalización, ha llevado prácticamente al colapso de la sanidad en España. En la Comunidad de Madrid, territorio particularmente golpeado por el COVID-19, el presupuesto per cápita destinado al sistema sanitario se ha ido reduciendo críticamente en los últimos años, al tiempo que se ha desatado un proceso creciente de privatización. Tanto la atención primaria como los servicios de urgencia de la región se encontraban ya saturados y con graves carencias de recursos antes de la llegada del coronavirus. El neoliberalismo y sus hacedores políticos nos han sembrado tormentas que un microorganismo ha convertido en tempestad.

 

6.

En medio de la pandemia habrá seguramente quien se afane en la búsqueda de un culpable, ya sea en la piel del chivo expiatorio o en el papel de villano. Se trata, seguramente, de un gesto inconsciente para ponerse a salvo: encontrar a quien atribuir la culpa tranquiliza porque desplaza la responsabilidad. Sin embargo, más que empeñarnos en desenmascarar a un sujeto, resulta más oportuno identificar una forma de subjetivación, es decir, interrogarnos acerca del modo de vida capaz de desatar estragos tan dramáticos como los que hoy nos atraviesan la existencia. Se trata, sin duda, de una pregunta que ni nos salva ni nos reconforta y, mucho menos, nos ofrece un afuera. Básicamente porque ese modo de vida es el nuestro.

Un periodista se aventuraba hace unos días a ofrecer una respuesta acerca del origen del COVID-19: «el coronavirus es una venganza de la naturaleza». En el fondo no le falta razón. En 1981 Margaret Thatcher dejaba una frase para la posteridad que desvelaba el sentido del proyecto del que participaba: «la economía es el método, el objetivo es cambiar el alma». La mandataria no engañaba a nadie. Hace tiempo que la razón neoliberal nos ha convertido el capitalismo en estado de naturaleza. La acción de un ser microscópico, sin embargo, no sólo está consiguiendo llegarnos también al alma, además ha abierto una ventana por la que respiramos la evidencia de aquello que no queríamos ver. Con cada cuerpo que toca y enferma, el virus clama porque tracemos la línea de continuidad entre su origen y la cualidad de un modo de vida cada vez más incompatible con la vida misma. En este sentido, por paradójico que resulte, enfrentamos un patógeno dolorosamente virtuoso. Su movilidad etérea va poniendo al descubierto todas las violencias estructurales y las catástrofes cotidianas allí donde se producen, es decir, por todas partes. En el imaginario colectivo comienza a calar una racionalidad de orden bélico: estamos en guerra contra un coronavirus. Tal vez sea más acertado pensar que es una formación social catastrófica la que está en guerra contra nosotros desde hace ya demasiado tiempo.

En el curso de la pandemia, las autoridades políticas y científicas nos señalan a las personas como el agente más decisivo para detener el contagio. Nuestro confinamiento es entendido en estos días como el más vital ejercicio de ciudadanía. Sin embargo, necesitamos ser capaces de llevarlo más lejos. Si el encierro ha congelado la normalidad de nuestras inercias y nuestros automatismos, aprovechemos el tiempo detenido para preguntarnos acerca de ellos. No hay normalidad a la que regresar cuando aquello que habíamos normalizado ayer nos ha llevado a esto que hoy tenemos. El problema que enfrentamos no es sólo el capitalismo en sí, es también el capitalismo en mí. Ojalá el deseo de vivir nos haga capaces de la creatividad y la determinación para construir colectivamente el exorcismo que necesitamos. Eso, inevitablemente, nos toca a la gente común. Por la historia sabemos que los gobernantes y poderosos se afanarán en intentar lo contrario. No dejemos que nos enfrenten, nos enemisten o nos dividan. No permitamos que, amparados una vez más en el lenguaje de la crisis, nos impongan la restauración intacta de la estructura de la propia catástrofe. Pese a que aparentemente el confinamiento nos ha aislado a los unos de los otros, lo estamos viviendo juntos. También en eso el virus se muestra paradójico: nos sitúa en un plano de relativa igualdad. De algún modo, rescata de nuestra desmemoria el concepto de género humano y la noción de bien común. Tal vez los hilos éticos más valiosos con los que comenzar a tejer un modo de vida otro y otra sensibilidad.

 

Primero no fue el miedo // Marina Chena

Primero no fue miedo. Quizás asombro y la atracción que suscita lo exótico. El nombre extraño de la ciudad de los  mercados mugrientos. Lo primero fue el televisor que proyectaba los números en vivo. Casos, muertos, casos, muertos, casos, muertos.  Mapas llenos de círculos rojos que crecían como la humedad de las paredes. Después las ciudades en cuarentena, la palabra pandemia en boca de todos, la inmunidad  como incerteza. Qué fácil parece ahora la vida anterior a este sopor en el que estamos. Qué simples los cuerpos y su ritmo, su mecánica invisible. Si hubiésemos advertido que el curso de la historia se jugaba en el punto cero del contagio. La peste. La vida desconocida como tal. Quién podrá decir que la culpa no es propia. Que nada hizo para contribuir a la caída, como caen las naranjas en invierno, llenas del sabor que acumularon con la helada. 

El riesgo es una amenaza  imperceptible, omnipresente,  daña más que cualquier peste, más que la helada.  Porque ahora sí, es el miedo y su certeza, los enemigos que sabíamos ahí, en cierta forma inofensivos. Nos habíamos acostumbrado a la mansedumbre y ahora nos hablan de la guerra, como si no tuviésemos que alimentar una vida lo suficiente, dar de comer a los hijos, ganarse el pan. Una vida es tan poco después de todo, cuando hablan de la guerra. En la guerra a escala planetaria, una vida ya no cuenta. Solo se trata de amigos o enemigos y su distribución exacta. 

El deseo, en cambio, es tan distinto,  corre, llama, mezcla lo que no debía mixturarse, enciende por sí solo la soledad de los días. El deseo tomando de los cuerpos su memoria de músculos, la verdad de lo vivo, poder decir aquí he sido amada. Los cuerpos, habituados al cansancio de sostener una rutina de siglos, siguen siendo lo único que ofrece novedad en el desierto humano. O acaso no los han visto inclinarse, parecer vencidos y –sin embargo- encontrar la belleza y el goce. Los cuerpos amputados, torturados, enterrados de mujeres no nos han mostrado que la vida siempre vuelve, que la casa está donde descansan los muertos. 

Quisiera un cuerpo donde alojar la peste, anhelar el contagio y extenderme en otros cuerpos donde encontrar mi morada. Tocar y ser tocada. Saber que no habrá nada que nos proteja de la muerte o de esta obediencia marcial, que acabará siendo lo mismo.

Ir a Arriba