Anarquía Coronada

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Oscar Ariel Cabezas

¡Revuelta o barbarie! // Oscar Ariel Cabezas

Esto no es el fin

La inconsistencia permanece

en la fisura

somos exilio

en la patria del río.

—Daniela Catrileo, Río herido (2016)

En el contexto de la pandemia por Covid-19, en uno de los países con porcentajes de contagio y de decesos más altos, el fuego profano por la dignidad está lejos de apagarse. En la historia política de Chile, el rechazo de la sociedad civil a acatar la normatividad del orden neoliberal constituye un acontecimiento sin precedentes a lo largo de los treinta años de transición democrática. El modelo económico basado en el libre mercado y la privatización de los bienes comunes más exitoso del planeta es un cadáver que solo logra sostenerse sobre la base de la represión del Estado. La rebelión por la dignidad iniciada el 18 de octubre del 2019 (18-O) es una insurrección contra la normalidad de los treinta años de la llamada transición a la democracia. La consigna por el alza del boleto del metro, “No son 30 pesos, son 30 años”, condensa el desborde de un modelo basado en el sacrifico de los desposeídos. La evasión y luego las revueltas en todas las ciudades de Chile no fue otra cosa que la interrupción del sacrificio de millares de chilenas y chilenos, de migrantes latinoamericanos y haitianos que padecen no solo la explotación de la energías extraídas de sus cuerpos, sino la humillación, la discriminación, el desprecio, la indiferencia, el olvido, el expolio de sus vidas.

El 18-O es la primera fractura significativa en la hegemonía neoliberal y la apertura germinal de un laboratorio político y experimental en el que todo parece estar abierto. ¿Qué es lo que se ha abierto? En principio, la posibilidad de una trasformación radical del modo de producción que vampiriza y precariza la vida de la sociedad en su conjunto. La manera en que la sociedad civil ha traducido la experiencia del dislocamiento del tiempo de la normalidad neoliberal ha sido la indignación. El fuego de la pasión política que definió la lucha por la dignidad de los primeros meses, las barricadas en los barrios periféricos contra la represión policial del gobierno, las evasiones en el Metro de Santiago desatadas por los estudiantes secundarios, los cacerolazos durante la pandemia contra la falta de medidas sanitarias y el incremento del control policial, han estado acompañados de un antagonismo radical e insoluble desde las estructuras institucionales de la democracia parlamentaria. La democracia en Chile no es una democracia universal y plural, sino el instrumento de coerción policial de la clases políticas, que suplementa el programa global del neoliberalismo “mundial e integrado”.

La democracia encarnada en la materialidad social del devenir plebeyo, que se ha configurado desde el 18-O, pero que tiene precedentes en las luchas estudiantiles del 2001, 2006 y 2011, es inasimilable a la democracia parlamentaria de la forma-partido-estatal. La revuelta ha interrumpido la democracia neoliberal y la racionalidad de sus mecanismos de dominación micropolítica (subjetividad del emprendimiento, narcisismo autófago, individualismo sin aperturas, miedo al otro, salvación especulativa en el consumo). El tiempo de la normalidad y de su racionalidad ha sido fisurado por la irrupción social que se expresa en la revuelta por dignidad. Esta irrupción es de carácter múltiple y se sustrae a las formas modernas del partido-estado. La revuelta es la resta de la democracia neoliberal y la suma de una heterogeneidad radical de cuerpos que aspiran, a través de lógicas de organización asamblearia y de desmilitarización de la autodefensa de la sociedad civil, a constituirse en un contra-poder. Lo que la irrupción de la protesta social ha expresado es el deseo por destituir un gobierno que ha administrado la crisis del modelo mediante la peor represión social conocida en democracia después del fin de la dictadura en 1989. Así, el movimiento en las calles ha sido un movimiento contra el secuestro de la democracia y la justicia social en manos de la clase política y sus pactos oligárquicos. El odio a la revuelta de la sociedad civil que han expresado distintos sectores de izquierda y derecha a la interrupción del tiempo de la normalidad es el odio a la democracia de los cuerpos que se han expresado en la calle decididos a destituir una forma de gobierno y de sociedad que sostiene las desigualdades sociales y la violación de los Derechos Humanos. El antagonismo social, heterogéneo y plural, ha puesto en escena la descomposición del orden político y ha revelado que las estructuras de representación de las instituciones modernas y republicanas, secuestradas por la política neoliberal, ya no gozan de legitimidad. A través de la consigna la indignación por 30 años de abuso desocultó que el pacto oligárquico no es solo un pacto que a espaldas de la sociedad civil firmaran solo los gobiernos de la derecha, heredera de la dictadura que hizo posible el experimento neoliberal más exitoso del planeta. Los 30 años por los que reclama la sociedad civil son sobre todo los años de pactos firmados por los  gobiernos democráticos de la Concertación y la Nueva Mayoría.

En Chile ha sido la izquierda neoliberal la que sobre todo ha establecido una continuidad con el régimen constitucional que heredó de la dictadura del General Pinochet[ii]. Así, el tiempo de la normalidad de los 30 años es el tiempo hecho posible por el escamoteo de la heterogeneidad de cuerpos que componen a la sociedad civil y por la negociación de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. El tiempo de la normalidad neoliberal es el tiempo de los que oprimieron la democracia de la Unidad Popular en 1973 y, por lo tanto, es el tiempo que está inscrito en el legado de la dictadura militar, la que tiene su expresión conceptual y jurídica en la Constitución de 1980. En efecto, desde la década de los ochenta la carta magna del gobierno militar ha hecho posible que el experimento neoliberal sea el más exitoso en el mundo y que el atropello a los Derechos Humanos permanezca en la penumbra de una legalidad que protege a las fuerzas castrenses. De hecho, una de las características de la policía de Carabineros de Chile, durante los primeros meses de la rebelión, ha sido la represión desmesurada, la tortura y el asesinato. Las fuerzas del orden de manera sistemática han mostrado voluntad deliberada por violar los DD.HH. con el motivo de restablecer el tiempo de la normalidad. La criminalización de la revuelta por dignidad ha permitido que el gobierno sea el principal responsable de la mutilación de ojos de los manifestantes, torturas, violación de mujeres, maltrato infantil y asesinato según los resultados del informe anual del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH)[iii]; esta ha sido la respuesta del gobierno. La revuelta ha interrumpido el tiempo de la productividad afectando la popularidad del empresario y presidente de la república Sebastián Piñera que gobierna con menos del 10 % de aprobación ciudadana. 

El tiempo de la revuelta ha dislocado el tiempo del productivismo y, junto a los efectos de la pandemia por Covid-19, ha herido la lógica del consumo como espacio de recreación democrática y normalización de la subjetividad. El Chile que Tomás Moulián había diagnosticado en el Consumo me consume (1998) describiendo el síndrome de la individualidad neoliberal y la relación con el hedonismo de la pasión por el consumo ha sido herida por la irrupción de la revuelta. La subjetividad que ha emanado de lo incalculable de la revuelta podría llegar a constituir la protohistoria de un umbral emancipatorio o bien de una catástrofe social provocada por la desmesura de la represión. La revuelta es una especie de volcán en erupción y la verdad de una excepcionalidad que no tiene traducción en la normalidad del tiempo del consumo. La sociedad civil, hoy medianamente confinada —según privilegio de clase social y no de política de control sanitario estatal— por los peligros de la pandemia del Covid-19, no parece desear el continuum de una normalidad que se realiza en la compulsión hedonista del fetichismo de la mercancía. A pesar de la pandemia y de la “cuidadocracia” ejercida sobre todo por los sectores acomodados de la población, la crisis de la sociedad del consumo ha sido un destello emanado de la revuelta de la sociedad civil. Esto hace pensar que lo que Jean Baudrillard llamaba “las seducción de los objetos” del espacio mercantilizado del Mall y la subjetividad crediticia de los endeudados por el oasis del consumo ha sido herida por la subjetividad de la desobediencia civil. La subjetividad del 18-O ha emergido como una experiencia novedosa del tiempo que explica la fisura del tiempo del consumo y del productivismo de la modernización mercantilizadora del capital.    

La izquierda tradicional del parlamentarismo neoliberal se viene sumando a la deriva necropolítica desde el pacto oligárquico con los militares y los grandes empresarios desde 1989. Toda la estructura parlamentaria está corroída por la pulsión narcótica (dinero, poder, prestigio) del neoliberalismo y la revuelta lo sabe desde mucho antes del estallido. Lo sabe porque la sociedad civil debe vivir la crueldad perceptible de las fuerzas de la represión, al mismo tiempo que vive la violencia imperceptible inscrita en la subjetividad que habita la angustia y la muerte de la sociedad neoliberal. Por eso, la revuelta no confía en la izquierda del parlamentarismo neoliberal desde que sabe que la “cosa nostra” de los parlamentarios es parte de la injusticias estructurales del sistema. El saber de la revuelta es un “acervo de conocimiento a mano” sostenido por largos años de acumulación de experiencias de injusticia y abandono porque la transparencia de las desigualdades sociales es absoluta.  El promedio de lo que gana un parlamentario chileno es de unos 13.000 dólares, mientras que el salario mínimo es de unos 460 dólares. La rebelión por dignidad es también una reacción a la desmesura de estos privilegios. Y la violencia que se asocia a la emergencia de la marea en las calles que clama por el fin de los abusos se criminaliza porque el Estado neoliberal no tiene ya como contener la rebelión.

En su libro El porvenir se hereda: fragmentos de un Chile sublevado (2019) Rodrigo Karmy, uno de los teóricos de la hipótesis destituyente, ha señalado con acierto que “la violencia popular no es una “violencia hobbesiana” sino una violencia que interrumpe la simbología capitalista” (50). Esta interrupción no ha sido obra de vándalos como ha querido hacer creer el gobierno, sino de un  clamor genuino que está asociado a la consigna de que “Chile despertó” de la hipnosis, del letargo, de la pandemia neoliberal internalizada a punta de crueldad. El despertar es incontenible. La desesperación por parte del gobierno de controlar el “estallido social” ha carecido de la más mínima racionalidad política. La arbitrariedad y el abuso de la fuerza se ha acoplado al sin sentido que se condensó, desde los primeros días, en la sentencia militar de Piñera: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable”. Esta proclama bélica contra la emergente sociedad civil es el deseo expreso de asfixiar los ímpetus de la rebelión por dignidad convirtiendo a la sociedad civil en presa de los crímenes de Estado: Torturar, mutilar, apresar niños y asesinar a más de treinta personas durante los primeros meses de la rebelión civil son el resultado de la imposibilidad estructural del gobierno y la casta de políticos que se han coludido con el intento por acallar el clamor de la sociedad civil. Una sociedad desgarrada que ha tenido que padecer los 17 años de una de las dictaduras más sanguinarias de la historia de América Latina y los 30 años de experimentación neoliberal basados en la humillación de las clases populares y la precarización de la vida de éstas. La dignidad de las clases humilladas emerge como un relato desde la epidermis de los cuerpos que se duelen y que se reconocen en las formas y los mecanismos con los que el sistema neoliberal los ha vejado. Pero sobre todo se reconocen en la lucha que resiste la crueldad de una historia de humillación y saqueo de las energías de millones de ciudadanos, ciudadanas e inmigrantes precarizados por el dominio de un sistema con aval global para explotar y usurpar la vida digna.

En Chile la dignidad es el relato entrelazado a los afectos micropolíticos de lo que Diego Sztulwark ha llamado “ofensiva sensible”[iv]. Este relato-afecto es lo que el gobierno no puede ni podrá detener con la estafa del control de la pandemia por Covid-19. En el relato-afecto la dignidad es algo así como la palabra plena de cuerpos que encendidos por la rebeldía oponen resistencia al mismo tiempo que afirman el umbral y la urgencia de una vida distinta de la que han ofrecido los pactos del parlamentarismo neoliberal. Alia Trabucco, una de las voces jóvenes más interesantes de la literatura chilena, hallael síntoma de la oposición al gobierno de Piñera en la ausencia de relato. En su artículo “El otro relato” Trabucco describe la miopía de la oposición y la manera en que la ausencia de relato oposicional y anti-neoliberal revela a una clase política incapaz de agenciarse, sin criminalizar, el clamor de la revuelta social: “La miopía de la oposición, por lo mismo, es gravísima. Supo ceder al ‘relato del orden’ no solo respecto del presente y las urgentes demandas de transformación, sino también respecto del futuro y sus urgencias sociales y ecológicas. La oposición, al parecer, no tuvo un relato propio que oponer. Pero tal vez ese otro relato, el que está imaginando futuros posibles, futuros vivibles, no esté al interior del congreso.”[v] Trabucco narra con la serenidad de quien sabe que la ofensiva sensible de la revuelta es la apertura a un Chile posible y urgente en el que pueda morar la dignidad de la pluralidad de mundos subjetivos. Su sospecha es que el relato de esta pluralidad ya no se halla en la izquierda del parlamentarismo neoliberal.Y en efecto, lo que está afuera del congreso es irreductible a lo meramente parlamentario porque toda esta estructura moderna vive una crisis profunda de legitimidad.

La ausencia de relato de la izquierda neoliberal resuena en la crisis de legitimidad y en la falta de imaginación, y en la retirada del horizonte emancipatorio que defendió durante la asonada de protestas contra el régimen militar de Augusto Pinochet en la década de los ochenta[vi]. La izquierda tradicional es constitutiva de la clase política del Estado patriarcal que pactó la transición a la democracia sin jamás salir de los marcos jurídico-normativos del experimento constitucional de 1980. Se puede decir, en la estela de Trabucco, que la oposición (ex-Concertación y Nueva Mayoría) carece de una narrativa para imaginarse a sí misma como una oposición real al parlamentarismo neoliberal del cual es parteEste diagnóstico no es algo que haya requerido un contingente de políticos y cientistas políticos, sino que es un saber de la sociedad civil en rebeldía. Se trata de un saber colectivo fundado en la experiencia de abusos, saqueos a los bienes comunes y humillaciones por más de 30 años de hegemonía neoliberal. En la inteligencia colectiva del devenir plebeyo de la revuelta del 18-O tiene todos los elementos teóricos y de desocultamiento del principio de crueldad con el que el neoliberalismo articula el mundo de vida.

El saber de la necesidad de otro relato y la crítica al neoliberalismo puede ser expresado por un estudiante secundario, un rapero popular, un militante de la primera línea, una anciana, un mapuche, un obrero, una lavandera, un universitario, un ciudadanx/proletarix nómade con la misma complejidad que la de un gran catedrático de ciencia política. Es por eso que la revuelta social no requiere de los intelectuales de la izquierda tradicional y menos de la academia a la que su inscripción en la universidad, sin distancia del neoliberalismo, la vuelve ajena al clamor del cambio social. La izquierda tradicional y sus intelectuales están agotados y han sido sustituidos por la inteligencia colectiva de la ciudadanía de la revuelta. Por eso, la crítica a la filosofía de Friedrich von Hayek, Milton Friedman, Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Jaime Guzmán no llega ya a constituir un relato oposicional. La revuelta es la crítica a la crítica de la filosofía y el más intenso intento por superar el deslegitimado sistema de partidos políticos que sostiene el modelo neoliberal. Los que han pensado que la revuelta social es acéfala o que no tiene una orientación política olvidan que hay una inteligencia plebeya que recorre la estructura afectiva desde los estratos más populares hasta las maltratadas clases medias, de todas las fuerzas y los cuerpos que componen una revuelta  en marcha.  El General Intellect de la revuelta ha zurrado —al igual que lo había hecho en el movimiento de estudiantes en el 2001 (“Mochilazo”), en el 2006 (“La revolución pingüina”), en el 2011 (“La primavera de Chile”)— las pretensiones de ilustración proveniente de la intelectualidad de los partidos políticos. La revuelta en Chile es plebeya, pero no porque carezca de ilustración, sino porque su ilustración es radical respecto de la necesidad de arrancar de raíz el problema; y la raíz es el neoliberalismo y sus políticas de miseria y muerte. Lo que ocurre en el país con uno de los movimientos feministas más fuertes de la región es una revolución molecular, una revolución de los afectos y de la sensibilidad. Esta condición no-moderna de la revuelta es la verdadera novedad. La Pandemia de Covid-19 y la instrumentalización del gobierno de Piñera no podrá controlar una revolución que escapa a los manuales de la ciencia política y del marxismo vulgar.  En la superficie de un neoliberalismo estatal que es molar; la dualidad entre lo molar y lo molecular es la dualidad entre un Estado que intenta reprimir la multiplicidad de mundos subjetivos. Hasta antes de la pandemia por Covid-19 la revuelta había sido imposible de reducir mediante la represión policial y por las estrategias disuasivas de la clase política. La transformación de la ira acumulada en los afectos de una sociedad civil decidida a cambiar las crueldades del sistema ha permitido identificar que la descomposición del sistema de partidos políticos es parte del problema que la revuelta civil desea erradicar. La desconfianza en la clase política no es arbitraria ni menos aún irracional o acéfala. La revuelta por dignidad funciona con un operador de saber-potencia que se traduce en la inteligencia colectiva de la sociedad civil. Así el operador de saber-potencia de la rebelión por dignidad se distingue de los dispositivos del saber-poder  del gobierno y sus aparatos de represión policial. Lo que el parlamentarismo neoliberal no le perdona a la revuelta es que el General Intellect de la revolución molecular en marcha está diseminado en la pluralidad de los cuerpos. La pluralidad no tienen centro es pluralidad descentrada de las lógicas modernas con las que se ha pensado convencionalmente el poder. La revuelta está en todas partes, no tiene un centro de operaciones, ni un Estado Mayor, sino un devenir plebeyo múltiple que en nombre de la dignidad atraviesa los estratos sociales.

 La revuelta no es solo la ira de los humillados o el músculo cargado de energía contra el principio de crueldad del parlamentarismo neoliberal, sino también la inteligencia colectiva de los cuerpos reunidos por la indignación; así, el deseo de dignidad es la inscripción de la pluralidad de mundos subjetivos en la imaginación de un mundo plural que hoy se opone al Estado. En su artículo “Piglia y Walsh: escribir en tiempos de crisis”, el escritor y ensayista Diego Zúñiga piensa desde la sensibilidad de la revuelta que no es posible concebir  la crisis sin imaginar ficciones que tensen la relación con el estado[vii]. La revuelta es hoy la topología en la que ocurre un poema o la posibilidad de una ficción fundacional que tense la relación con el Estado y desborde la ilegitimidad del relato del orden social. Al igual que en la república de Platón, el Estado neoliberal desea dejar fuera la experiencia poética de la revuelta. Por experiencia poética entiendo las intensidades y los afectos de la pluralidad de mundos subjetivos que abre en el cielo turbulento de la historia el clamor por el fin del neoliberalismo. Los afectos y las intensidades que han emanado de la revuelta civil y militarmente desarmada se expresan en la experiencia de un poema vivo que desafían símbolos y pone en crisis el orden. La revuelta es ciudad y está movilizada por la politización de las expresiones artísticas más mundanas. Las danzas, las murgas, los Avengers de la primera línea, el negro Matapacos, la presencia de raperos en medio de barricadas, la canción “El derecho de vivir en Paz” de Víctor Jara, la performance “El violador eres tú” del Colectivo Lastesis, los poemas de La Guerra Florida de Daniela Catrileo, la lectura de los libros de Nona Fernández, las imágenes de las cicletada conducidas por la Wenüfoye, bandera mapuche reprimida desde su genealogía por el gobierno de Patricio Aylwin[viii], entre otros, constituyen la tensión estética o poemática de resistencia a símbolos de opresión colonial y neocolonial. El Negro Matapacos, la Wenüfoye constituyen el clamor de un liderazgo carismático sin precedentes. En el interior de la revuelta social los liderazgos carismáticos se inscriben en la pluralidad de mundos. Estos desafían símbolos coloniales y abstracciones nacionalistas cuya razón de ser es el umbral de un horizonte emancipatorio contra la barbarie neoliberal. 


Nota: agradezco a Lorena Amaro la lectura, los comentarios y sugerencias que generosamente hizo a este artículo

[ii] Véase Tomás Moulian, Chile actual: anatomía de un mito, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 1997.

[iii] Véase al respecto el informe del INDH: https://bibliotecadigital.indh.cl/bitstream/handle/123456789/1701/Informe%20Final-2019.pdf?sequence=1&isAllowed=y

[iv] Diego Sztulwark, La ofensiva sensible: Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político, Buenos Aires: Caja Negra, 2019.

[v] Trabucco Zerán, Alia:  https://www.eldesconcierto.cl/2019/12/07/el-otro-orden/

[vi] Freddy Urbano, El puño fragmentado: la subjetividad militante de la izquierda en el Chile post-dictatorial, Santiago de Chile: Ediciones Escaparate, 2008.

[vii] Diego Zúñiga: https://www.latercera.com/culto/2020/01/19/ricardo-piglia-rodolfo-walsh-escribir-tiempos-de-crisis/

[viii] Fernando Pairican, “La bandera mapuche y la batalla por los símbolos”: https://ciperchile.cl/2019/11/04/la-bandera-mapuche-y-la-batalla-por-los-simbolos

Leopoldo Méndez y la imagen indianizada de Gramsci // Oscar Ariel Cabezas

 

Este señor a quien no le gustaba decir “yo” fue uno de los grandes artistas de nuestro tiempo, sin duda uno de los mejores grabadores contemporáneos, el más riguroso, el que vivió con mayor plenitud. Cuenta en su haber más de 700 grabados que podrían exponerse junto con los de Kathe Kolwitz y Franz Masereel. Y sus muchos dibujos no desmerecerían junto a los de Daumier, Durero, Goya y Rembrandt.

(Elena Poniatowska, La jornada)

 

 

Leopoldo Méndez (1902-1969) es el grabadista mexicano más grande del siglo veinte.  Nació en 1902 en las entrañas de la Ciudad de México. Sus grabados son una de las más fieles expresiones de un arte plebeyo que se comprometió con los proyectos que marcaron las tensiones modernas del periodo postrevolucionario de México. El grabado de Méndez está así inscrito en la singularidad de las luchas por darle continuidad a la revolución que había puesto fin a la dictadura de Porfirio Díaz. Famoso es, por ejemplo, el grabado en que Méndez alegoriza al viejo Porfirio sentado en la silla presidencial conduciendo un Estado a punta de garras y desdén por las clases rurales.

 

“Posada in His Workshop” (Homage to Posada), 1953, Linocut in black on cream wove paper, 355 x 793 mm (image/block); 498 x 870 mm (sheet); http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/222760

 

Las ciudades modernizadas constituyeron fundamentalmente el lugar de desplazamiento o extermino de las comunidades de campesinos indígenas. Su pobreza y estado de miseria compone los signos de la historia de la modernidad del capital y de las destrezas de las masas plebeyas para producir imágenes de los abigarramientos precolombinos que fueron y han sido destruidos por la hegemonía del capitalismo colonial y poscolonial mexicano. De manera que los grabados de Méndez se abren a la expresión de las imágenes de una experiencia brutal de desplazamientos, exterminios y crueldades orquestadas por los proyectos civilizatorios de una nación que se ha venido desarrollando en medio de catástrofes sociales, de restos y fantasmas pergeñados a hacer visible la imagen de los indígenas. La propia metrópolis en la que crece y vive Méndez está acosada por los fantasmas de las comunidades indígenas y, sobre todo, por la pobreza de las clases subalternas a las que les han grabado en sus rostros las marcas e imágenes de las múltiples temporalidades de la historia.

La mirada de Méndez se formará ante las imágenes abigarradas y en la materialidad viviente de los residuos de sociedades arrasadas por el proyecto modernizador del siglo diecinueve  y antes por la desastrosa colonización imperial. En las imágenes de Méndez se puede sentir el dolor y la lucha de las formaciones sociales precapitalistas y el plano residual y palaciego al que fueron conminadas las comunidades precolombinas. A pesar de los intentos de blanqueamiento de las hegemonías culturales y “extranjerizantes” no hay ninguna posibilidad de eliminar la imagen del indio de las artes visuales con las que Méndez produce esos más de setecientos grabados que podrían ponerse, como bien dice Elena Poniatowska, junto a los de Daumier, Durero, Goya y Rembrandt[1]. En los grabados de Méndez la imagen de las clases oprimidas y, así, la imagen del indio-campesino apegada a la tierra perdura y orienta de manera temprana su obra. El indio es la verdad histórica, está en el trazo y las huellas de la historia del grabado de Méndez hasta el punto en que compone la subjetividad sensible de su temperamento. Como militante de los proyectos plebeyos y como artista destinado a expresar la lucha por la hegemonía de las imágenes no duda en hacer del grabado la expresión de las luchas sociales de México.  La materia expresiva misma de la técnica del grabado social y de lo social en el grabado le permite escudriñar desde los elementos de su arte en lo más profundo de la expresividad de México. El grabado de Méndez es un elogio a lo plebeyo que hay en cada mexicano insurrecto. No sería exagerado pensar que la frase de Paul Valery “lo más profundo es la piel” en Méndez cobra vida a través de la madera y de la tinta con la que hace temblar lo que llamaré imágenes enluchadas en el trazo. Las imágenes enluchadas refieren a la manera en que Méndez graba la historia de las luchas plebeyas de México sin olvidar que estas se dan en la densidad afectiva de los cuerpos que se duelen, se desgarran, hacen duelos, producen fantasmas y luchan. El grabado es, así, una topología en que se expresa e inscriben el trabajo del duelo y lucha.  Así, la imagen enluchada de Méndez es el modo de resistencia a la imagen visual de circulación sacrificial, de la piedad afectiva y del rostro cristiano que reduce/traduce las luchas plebeyas a la domesticación de la imagen iconográfica.

En Escritos sobre arte mexicano Jean Charlote escribió que José Guadalupe Posada “recreaba plásticamente su emoción, exaltando la anécdota hacia corolarios insospechados. Para lograr esto, tuvo que romper con la tradición algo débil del grabado mexicano, hijo dócil de la imagen piadosa española, y estableció una nueva tradición, con rasgos tan fuertes, tan raciales, que pueden parangonarse con el sentimiento comunal del arte románico”[2]. En un registro bastante parecido al del estridentista francés, Raquel Tibol enfatiza este punto sosteniendo que “[l]a obra de Posada constituye el primer rompimiento con el colonialismo cultural; su obra es el precedente más importante de la revolución artística”[3]. Por eso, Méndez reconocerá en Posada una importante fuente de inspiración como maestro del grabado. Así, lo que lo ata a Posada de manera fuerte es tanto la ruptura con la tradición de la imagen piadosa de la iconografía cristiana como la distancia y resistencia a la hegemonía del colonialismo cultural europeo y a la rapacidad del neocolonialismo de los Estados Unidos. Pero la ruptura no es exactamente un afuera o un éxodo a la iconografía, sino más bien una discontinuidad en el espacio, digamos, iconoclasta de transformar las imágenes de la dominación teológica. No sería totalmente justo decir que las imágenes de los grabadistas mexicanos son imágenes cristianas secularizadas, pero tampoco se podría decir que la iconografía cristiana le es completamente extraña. Las imágenes martirológicas, la imagen “humana demasiado humana” del sacrificio y de la piedad son metamorfoseadas en el espacio inconsciente de un devenir político y de un elogio plebeyo de la imagen que anima la lucha social disputando el ámbito de la hegemonía cultural[4]. Esta disputa se da en el pliegue interno de una memoria plebeya e indianizada por el trazo de sus dibujos y porque la técnica del grabado —su juego de sombras, sus grietas melancólicas y lúdicas en blanco y negro sobre la superficie expuesta a la expresividad del dibujo— parecieran evocar en el seno del grabado eso que la posición de Méndez resume en las frase “Ligo mi obra a las luchas sociales”.

En el artista mexicano el grabado es un arte plebeyo que busca orientar las imágenes en la lucha contra el cielo en tanto este es la expresión abstracta que se resuelve y se despliega en la lógica modernizadora del capital. Las imágenes abstractas son cristianas y capitalistas en virtud de una economía de la visión que se entrelaza a las formas abstractas e iconográficas de la producción fetichista y cultual de las imágenes. Como lo muestran algunos de sus grabados, Méndez se opuso a la posición de los Cristeros que quemaban las escuelas liberales en el periodo postrevolucionario de Plutarco Elías Calles. Pero también se opuso a las formas de articulación del pensamiento liberal encarnadas por este y expresadas en los proyectos modernizadores. En los grabados de Méndez hay una memoria visual anterior a la economía de las imágenes icono-cristocapitalistas y al mismo tiempo un compromiso del arte con las políticas populares del periodo cardenista. Méndez es un artista y un militante moderno y, sin embargo, hace posible contemplar el aura de sus grabados a contrapelo de las teologías secularizadas del progreso. La pregunta que emana de esta sospecha es en qué sentido la técnica del grabado produce imágenes enluchadas anteriores a la economía de los signos capitalista. Esta interrogación no es retórica y menos lo podría ser al tratarse de la especificidad de un arte que está inscripto en la singularidad de la historia del cuerpo múltiple de los mexicanos. La técnica del grabado atañe a la fuerza figural que la historicidad política e imaginal tiene en la cultura y las prácticas de luchas sociales indígenas del pueblo mexicano. Grabar es producir incisiones en la superficie de un objeto. El que graba también estampa impresiones. La impresión es la experiencia visual que habla a través del grabado, tal como ocurre con los hombres que inscribían en cuevas, o en los huesos de grandes animales, figuras rupestres tales como las paradigmáticas cuevas de Altamira o Lascaux. El grabadista hace heridas en el cuerpo de la madera (xilografía) o en el zinc (piedra litográfica) en el que inscribe su dibujo. La madera o el metal son la superficie, el soporte de la inscripción sobre el cuerpo de esos elementos. La incisión es la esencia del grabado. Esta procede sobre la planicie de la madera o el metal hiriendo, cortando, hendiendo, agrietando la superficie para que en el hacerse de la forma, nazcan las impresiones desde las heridas.  La técnica de grabar a partir de incisiones emula las formas en que la historia graba/inscribe en esa otra superficie que es la del cuerpo social las configuraciones, las contradicciones y las tensiones de la memoria que suplementa los modos en que las imágenes evocan pasados, presentes y porvenires enluchados.

Habría entonces que poner en juego lo inevitable que resulta el vínculo entre memoria e impresiones que ante los ojos de Méndez emanan de la experiencia de las clases subalternas y de una memoria residual que antecede, que es previa a las arqueologías plásticas de los devenires del dibujo, del grabado plebeyo con el que insoslayablemente el artista trama y destrama los traumas y avatares de la historia, inclinando la imagen del lado de los “vencidos”. Pero sobre todo, del lado del devenir plebeyo de la imagen enluchada que se pliega y repliega en los entuertos de una recóndita topología que precisa de una imagen anterior a las imágenes. A partir de la técnica del grabado hay que pensar en la experiencia colonial como el topos originario de la “guerra de las imágenes” moderna. En otras palabras, la interrogación de la circulación de las imágenes iconográficas, sus metamorfosis y, sobre todo, la resistencias a estas en las imágenes enluchadas de los artistas plebeyos o con devenires en lo plebeyo no resuelve el misterio, el secreto de lo a-temporal, de la imagen de imposible acceso que quedó sepultada en las ruinas de un mundo que no volverá.  Y, sin embargo, esa imagen que suponemos anterior —“imagen de una supervivencia”— está sin estar como imago residual de un contra-poder o del poder de aparición o reaparición de una potencia visual. Esto es, precisamente, lo que compone y recompone el tejido imaginal de las imágenes enluchadas de los grabados del artista mexicano. Los estampados y las impresiones de Méndez y antes, las de su inspirador y maestro Posada, son impresiones sobredeterminadas por aquello que con tanto acierto Miguel León-Portilla llamó Visión de los vencidos (1959)[5]. En el libro de León-Portilla la fundación de la historia mexicana está arraigada en el fenómeno de la des-aparición de esas culturas que vieron e imaginaron el mundo con los ojos de un mundo y de unas imágenes sin retorno. La visión de los vencidos es la visión de los que fueron derrotados y extinguidos en la fuerza de sus hegemonías culturales y políticas cuya alegoría suele (re)aparecer residualmente en la brutal constatación de la destrucción del templo Tenochtitlan, es decir, en la (des)aparición, fragmentación y metamorfosis de una cultura imperial. La desaparición del mundo de vida de las culturas que habitaban Mesoamérica (mexicas o aztecas, mayas, zapotecos, olmecas, náhuatls, entre otras) no pudo ser completa, así como tampoco pudieron ser completas las imágenes anteriores a las del imperio iconográfico de la mirada[6].

El trabajo de la acumulación de riquezas y destrucción capitalista no es solo la destrucción del modo de producción económica de los llamados “pueblos aborígenes” es también la destrucción de una economía de la mirada anterior a las hegemonías de la circulación iconográfica. Por eso, la pérdida de una cultura, su extinción o su derrota, es también la pérdida de su visión de mundo. El mundo que está ante la mirada es a su vez el mundo social que hace posible o no el acto de ver o no ver. La destrucción y agotamiento de los pueblos que pueblan y poblaron lo que hoy es México naturalizó la violencia con la que la economía de las imágenes, su circulación colonial y militar, marcaron la relación entre los usos de la mirada y el cuerpo sin cuerpo del capital. La modernización de la mirada es la subordinación del acto de ver a lo más intenso del fetichismo cristocapitalista. Pues en la compulsión fetichista el capitalismo halla el suplemento que modela la visión sobre los cuerpos y los objetos que componen los mundos sociales dominados por el capital. Así, se puede decir que Méndez es un gramsciano virtuoso, es decir, un gramsciano que comprende que la colonización de la mirada es lo que el grabado debe des-obrar o des-trabajar. De ahí que su (des)obra responda a la violencia cultural que las hegemonías de la mirada producidas y administrada por el poder de las sociedades modernas ejercen sobre el cuerpo de los desposeídos. Desde la mirada plebeya que trabaja con restos, con fantasmas, con imágenes estriadas que se rebelan contra la des-aparición de la mirada modernizadora que lo incendia todo a su paso, Méndez desobra las obras injustas de la modernización mexicana. Méndez nos permite pensar y contemplar la fuerza figural de un movimiento en imágenes que reacciona contra el desdén, la desaparición, el desplazamiento, la violación de los derechos de las comunidades de campesinos llevada a cabo por el “progreso civilizatorio”. Y es que en la gráfica mendeciana las imágenes reaccionan, se dan cita con una promesa de lucha que contiene y frena los incendios del poder del capital.  Nada más inscrito en los cuerpos de los mexicanos que una lógica de las cenizas y una “invisibilidad de la huella” , cuya genealogía se abraza como hielo intemporal a los incendios del “progreso” inaugurados por la violencia de la colonización y cuya contraparte se halla en la fuerza de lo plebeyo que Méndez grabará sin parar con la pasión del militante comunista y desde la memoria de la imagen anterior a la captura del complejo industrial capitalista de producción de la imagen. Las inflamaciones de largo aliento iniciadas en las entrañas de la colonización no han dejado, hasta nuestros días, de quemar el pasado, el presente y el porvenir de los mexicanos.

En la madera de sus memorias, hecha de sangre y tinta, la historicidad de México ha grabado todas las heridas venidas y venideras de una nación que no termina nunca por (des)hacerse ante la mirada de la historia de los vencidos. México es, quizá, el lugar donde con mayor intensidad las artes visuales muestran la fuerza de una historia de la circulación de la mirada inescindible de la iconografía cristiana. Pero también donde la huella intemporal de la (re)aparición de los indígenas resiste el convencional y apocalíptico concepto de muerte. Aunque, sin duda, la historicidad mexicana se ha deliberado a través de la sangre y la imagen sacrificial que funda una economía de la mirada desde que la primera espada fuera hendida en los blandos cuerpos indígenas. Esos cuerpos que el racismo cristiano inmediatamente coloreó subordinando a sus jerarquías raciales, murieron atónitos ante la imagen de la cruz del cordero sacrificado. Así, las imágenes icnográficas del mundo cristiano incendiaron los mundos sociales de pueblos precolombinos antes de que empíricamente el fuego inflamara comunidades enteras. La imagen del cordero degollado quema los ojos, promueve el shock de un rostro desfigurado por la sangre y espinas y se expande trayendo muerte, dolor y finalmente la extinción, la quema de modos de producir y mirar anteriores a occidente. Es la entrada del terror de la imagen sublimada del sangriento sacrificio cristiano, imagen que aún pesa en la conciencia, la imagen del cordero es la entrada de la muerte y la congoja de los indios por la brutalidad con la que se asienta el poder de la supremacía blanco-cristiana y su continuidad blanqueada o no en la cultura colonial y poscolonial de México. La imagen iconográfica es la entrada de México en la historia de la destrucción de una totalidad social inaccesible y que nunca más retornará. Pero en la historia de México no solo hay destrucción. Sin embargo, las imágenes del cristocapitalismo fueron metamorfoseadas, es decir, la iconografía como hegemonía de lo visual moderno halló y hallará su muro de contención en los residuos del imposible regreso de la totalidad social de mundos indígenas. La contención, el freno plebeyo y la (re)aparición indianizada en las grietas del grabado, hace imposible la imagen pura, resiste el racismo ario de los rostros de la trinidad cristiana. En los grabados de Méndez esto adquiere la forma de imágenes de resistencia, de rebelión, de  revolución y de heroísmo militante[7]. En uno de los notables grabados que hizo para la película Rio escondido (1948) destinados a formar parte del fondo de los créditos se halla uno titulado Antorcha.

 

“Antorchas, de Río Escondido» (1948), Linocut in black on cream wove paper; 305 x 417 mm (imagen); 389 x 505 mm (hoja) http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/122483?search_no=19&index=110

 

El grabado fue hecho para expresar la trama plebeya de una película orientada a la valoración de una memoria de resistencia popular como posibilidad de los cambios sociales. En la Antorcha se expresa la posibilidad de un incendio del orden opresivo. La película realizada por Emilio “Indio” Fernández narra la historia de una maestra (María Félix) que se rebela contra la tiranía del cacique que controla los recursos del pueblo y enciende el alma plebeya de los campesinos rurales para que se alcen contra el tirano. La Antorcha, especie de mural en movimiento, funciona como pliegue interno a las disputas hegemónicas de lo visual. En el primer plano, la imagen de un campesino empuña una antorcha en una mano mientras en la otra comprime con fuerza sus dedos haciendo un puño para la lucha. La mirada rápidamente se inclina —es inevitable que lo haga— a  un segundo plano en el que se ve el cuerpo de anónimos y enardecido iluminados por el fuego de las antorchas. Méndez, sin duda, decide expresar su arte de movilización política en la imagen enluchada del fuego de las antorchas de un pueblo erguido. Esta decisión busca mostrar que el grabado o, en este caso, mural en movimiento solo puede revelar su potencia en la guerra plebeya de las imágenes que muestra una supervivencia en el clamor de esos invisibles cuerpos que  invisibilizados por las injusticias del poder no tienen otra opción que no sea aquella de la contra-violencia del alzamiento plebeyo. El devenir de las antorchas no es sólo un deliberado intento de rotular el círculo virtuoso de las imágenes iconográficas del fetichismo del rostro que de la trinidad aria a las hegemonía visual de la propaganda Nazi y continuando han dominado la cultura tardo occidental y criolla, sino también la iluminación de los rostros anónimos a través de esa luz-fuego de la dignidad de la contra-violencia de esta singular imagen enluchada. Ante las antorchas que graba Méndez, las cenizas de la historicidad de los “vencidos”  no son más que un efecto de la destrucción provocada por la guerra colonial-capitalista. Pero estos efectos, buscan encender la posibilidad mediante el poder de las antorchas que frenan. Así, Méndez hace de las cenizas y de las huellas invisibles del pasado indígena la tinta y el combustible para encender antorchas que detengan las injusticias. La imagen enluchada puede aquí interpretarse como una respuesta a las hogueras teológico-católicas que impusieron las imágenes del mundo colonial-capitalista y que se perpetua en ese convulsionado siglo veinte que habita a Méndez.

En el México que graba Méndez el mundo colonial no ha desaparecido, más bien es lo que no deja de (re)aparecer. Este (re)aparecer ocurre en medio de las proximidades de la revolución de Zapata y Villa, de las guerras cristeras y también de los años de lucha antifascista. La estética colonial-teológica que suplementa el poder de la imago del siglo veinte es una presencia insoslayable. Por eso, en su historia de grabadista Méndez no olvida que ante la visión de cronistas, evangelizadores y colonos españoles las culturas indígenas fueron leídas desde la primacía de imago poder de la iconografía. Pero también desde la imagen a priori que los colonos europeos traían como determinación visual de su modo de estar y habitar el mundo. El indígena es el otro para la mirada de los colonos europeos. En el interior de la imagen a priori y en tanto otro, el indígena puede haber tenido la forma del salvaje o de un monstruo. Tal como lo ha demostrado el estudio de Roger Bartra, El mito del salvaje, lo otro des-formado ante la conciencia y la visión aparece como salvaje, bárbaro o monstruoso; un mito de las sociedades europeas. Bartra analiza las condiciones de aparición del hombre salvaje identificando que la genealogía de este se halla en la literatura y el arte del siglo doce. Así, siguiendo la interpretación del pensador mexicano, el otro de Occidente está desplegado en la interioridad de su propia cultura, es decir, en el pliegue inmanente del imaginario óptico que antecede a la idea del descubrimiento de lo otro. La colonización europea no habría descubierto a un otro empírico, digamos corpóreo, porque éste ya estaba en la maquinaria abstracta de su inconsciente visual. Pero, en el contacto cara a cara y, por tanto, en el proceso imaginal de indianización de los rostros aborígenes la mirada imperial europea se despliega como máquina óptica de traducción de lo visual aborigen a lo visual europeo. La máquina de traducción visual, sin embargo, no puede traducir sin que los elementos  residuales provenientes del “mundo de los vencidos” no contaminen los procesos iconográficos en la formación de la modernidad-capitalista de México. De hecho, toda la reflexión weberiana sobre el ethos de la modernidad-capitalista que Bolívar Echeverría hace para desocultar los arcanos de las imágenes de la blanquitud y mostrar que la identidad de las naciones, incluso aquellas que su pigmentación cultural es no-blanca, está fundada en la hegemonía visual de la imagen icónica de lo “blanco”[8]. En este marco de referencia de la ficción racial europeo-colonial el grabado de Méndez es el modo en que resistiendo la operación de traducción abre la imagen no tanto a su expresión no-blanca como polo dialéctico de una visón que vería solo en dos dimensiones la guerra de las imágenes. En el seno de la cultura mexicana y acoplándose en las metamorfosis que se dan dentro del espacio mismo de la visión iconográfica traída por los colonizadores europeos Méndez graba imágenes de resistencia que empujan mundos posibles e inmanentes a los procesos de la modernidad capitalista. Se trata, sin duda, del paso de la guerra de movimientos a la guerra de posiciones como, precisamente, posición del devenir de la imagen plebeya o enluchada en el pliegue interno del dominio y la disputa por fisurar el orden cristo-burgués de la iconografía moderna.  

El libro escrito por Juan de la Cabada Incidentes melódicos del mundo irracional, inspirado en la cepa misma de las leyendas orales y escritas del pueblo maya, recrea del mundo precristiano con ilustraciones de Méndez. El grabadista compone para este libro una de las imágenes serpiente más expresivas y, a su vez, anfibológica .

 

«La serpiente de cascabel» (1945), wood engraving in black on grayish ivory China paper, 135 x 135 mm (image); 249 x 177 mm (sheet);
http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/131144?search_no=7&index=28

 

Es incuestionable la condición anfibia del grabado y el uso de la imagen de la serpiente que regresa a la imaginación del lenguaje de los códices precolombinos. La percepción de que en los grabados de Méndez no habría nada parecido a elementos residuales de una imagen anterior a la imagen iconográfica no solo es cuestionada por la imagen serpiente, sino que, además, el grabado redime a la serpiente de la imaginería cristiana. Es inevitable aquí no pensar en los modos en que Aby Warburg pensó la relación del arte y sus imaginarios no-occidentales. En El ritual de la serpiente piensa en los pueblos indígenas en el que el mundo de la lógica y el de la magia no se hallan escindidos como el contrapelo a la imagen occidental de la serpiente. El reptil que organiza la topología originaria del mal en el relato cristiano es analizado como un símbolo intercultural del miedo, es decir, del repliegue en la comunidad de salvación cristiana. La serpiente exiliada del paraíso respondería, según Warburg, a la pregunta por el origen del mal, la muerte y el sufrimiento del mundo[9]. La Serpiente como causalidad mitológica será olvidada por el ingreso de las comunidades de salvación en el interior de la modernidad tecnológica. Sin embargo, la Serpiente en el grabado de Méndez retorna desde la interioridad de la cultura producida por el mundo occidental, dicho retorno se abre a la diferencia del reptil que simboliza el origen del mal. La serpiente de Méndez está, en sentido warburgiano, hibridizada, indianizada en las marcas agrietadas del cincel que produce en la imagen el correlato visual de los “incidentes melódicos del mundo irracional”. Así, la serpiente de Méndez des-obra de manera profana al reptil originario del mal, restándolo a la circulación de la iconografía cristiana. Lo pagano, lo profano, lo plebeyo son retratados por un reptil que abre su boca para que emerja un hombre que posiblemente danza sobre el aliento de una serpiente. Sin duda es imposible no pensar en Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, como el origen de toda la cultura mesoamericana y cuya figuración simbólica se resta, haciendo temblar las diferencias, al retrato maléfico de la serpiente exiliada del paraíso.

La anterioridad de Quetzalcóatl es el inconsciente óptico de Méndez que lo hace cincelar la madera para junto a la sensual y curvada cola de la serpiente grabar a Doña Caracol esposa del señor ardilla, ambos engañados por un zopilote que en Incidentes melódicos del mundo irracional será ajusticiado por el pueblo. La afectividad del grabado de Méndez produce la imagen sensual y sonora de un retorno que ya no tiene otra existencia que no sea la del pasado prehispánico en el presente de la modernidad capitalista. Así, la imagen serpiente, sensual y sonora, se opone a la colonización de la mirada y, al mismo tiempo, a través de los contornos visuales de la hegemonía occidental de la serpiente, corrobora que el relato y la iconografía cristiana son la mayor empresa teológica conocida en la historia de Occidente. En otras palabras, no hay ninguna posibilidad de entender el régimen de circulación visual, su dominio hegemónico y fetichista, sin el programa de “acumulación de almas” del proyecto imperial español. Pero tampoco se puede negar que en las manos de los grabadistas mexicanos —de Posada al Taller de Gráfica Popular— las imágenes, como nos advierte en clave gramsciana Didi-Huberman, toman posición y se politizan contra el inconsciente óptico de la colonización cristiana. No es nada casual que, en su ensayo, “Caminos de nacionalidad”, José Revueltas sugiera que la imagen del indio centellea en la piedra terrenal desde la cual emana el origen del indio:

 

Todavía el rostro de nuestros indios [nos dice Revueltas] es el mismo semblante geológico de las antiguas deidades.  Todavía es el mismo misterio y la misma  “falda de serpientes”; en ellos se retrata el tiempo, el tiempo eterno y duro, el tesón, la espera, la angustia y el asombro de la espera (…). El rostro de ídolo se remonta al recuerdo de una gran pérdida, reproduce la nostalgia por esa gran perdida, por esa gran muerte. Tal vez piensen que para ellos ya ha pasado todo, pero quizá también piensen que nada ha pasado y que después del sufrimiento vendrá la resurrección[10].

 

En un espacio de memoria afectiva, Revueltas imagina no dialectizar la resurrección del ídolo casi al modo en que Charles Baudelaire imagina que el fetiche mexicano “es el Dios verdadero”[11].  En el grabadista mexicano y en particular en la ilustración que graba para Incidentes melódicos del mundo irracional lo que está en juego es el misterio de la imagen incognoscible por la inconmensurabilidad de mundos sociales. Se trata, posiblemente de imágenes a las que sin renunciar —y Méndez, como artista y militante, no renuncia— no tenemos ni tendremos nunca la llave de acceso. Pero no debemos confundir la llave de acceso ni menos aún lo invisible en la huella de la imágenes con su inexistencia. De hecho, hay en toda imagen visible una que no lo es, es decir, una que no ha tomado lugar aún y que por no tomar “su” lugar insiste más allá de la pérdida o de una imposible y utópica resurrección tardocristiana.

En efecto, la imagen invisible funciona como pre-texto, es decir, como icono anterior a la operación de escritura y de imágenes iconográficas. Digamos entonces que lo que Revueltas sugiere, no es otra cosa que la invisibilidad del rostro en la piedra primigenia que dio y vio nacer a los indios. El rostro de ídolo anterior a la circulación de la hegemonías visuales de occidente no es exactamente lo que vemos, sino más bien, lo que no vemos en lo que vemos. Esto que no vemos, quizá, es la paradoja de esa minucia imaginal que abre los mundos de vida precolombina a una resurrección no-cristo-capitalista o, quizá, a su completa destrucción en el despeje de su revelación. El misterio constitutivo de las resistencias anticoloniales de las que nos habla Revueltas se consuma en lo que la madera agrietada de los grabados de Méndez dirán o, sobre todo, en lo que no harán inmediatamente visible. Los dibujos del grabadista más grande del siglo veinte nunca cedieron a la compulsión fetichista de lo indígena. Por el contrario, en la plasticidad del lenguaje del grabado entendido desde algo así como un Gramsci visual, ese rostro de ídolo fenecido o fantasmal, ese rostro invisible en la huella colonial y, aún más, en la huella postcolonial es expresado por Méndez y el TGP  en términos de guerra de posiciones a través de las imágenes. Las imágenes del grabadista se posicionan, toman partido por los “vencidos” e ingresan al espacio de la batalla por la disputa estética y política de la modernidad. No será exagerado decir que en  la guerra por la posicionalidad de las imágenes la madera hace mimesis con la memoria de los indígenas. En la oposicionalidad de imágenes que luchan contra la topología hegemónicas del moderno capitalismo mexicano, el cincel de Méndez graba, hace heridas a la madera, regresa y vitaliza la lucha de aquellos que fueron antes de que se consumara “la visión de los vencidos”. En un contexto marcado por las guerras mundiales, por el Nacional Socialismo de Hitler y por la Guerra Fría la lucha de la gráfica mendeciana es la lucha de las imágenes enluchadas, imágenes de la pérdida sin pérdida de objeto psicoanalítico porque las imágenes que graba Méndez son oposicionales, es decir, se mueven en el círculo abierto y virtuoso de la posibilidad de hegemonía.  En lo más hondo de sus arcanos, el capitalismo es cristiano y, como tal, es el lugar de invención de las jerarquías faciales que recorren toda la historia de esa poderosa “mitología blanca” a la que llamamos Occidente. En América Latina, toda genealogía del racismo es sin duda el correlato histórico de los fenómenos coloniales y postcoloniales de acumulación capitalista. Y el racismo es visual y, como tal, hay que buscarlo en el triunfo imperial de la iconográfica del cristianismo. En términos visuales, el cristianismo es todavía la historia de los vencedores. Los grabados de Méndez, de esta manera, son oposicionales en sentido gramsciano, es decir, en el sentido de la guerra de posiciones. Pero también son guerra de imagen-movimiento porque fueron concebidos como suplemento, como acoplamiento a las luchas sociales. Se trata de la deconstrucción de una visualidad dominante y hegemónica. Así se podrá entender que el racismo y la lucha de clases, como correlato interno del capitalismo, están profundamente atadas a la imagen afectiva y sacrificial de la iconografía cristiana. Leída en clave cristiana, la resurrección pura de los indígenas no es otra cosa que la consumación del romanticismo secularizado de una poderosa teología residual en las que el cuerpo social, la imagen viviente del indio se sumergen, ya definitivamente, en lo cultual capitalista, es decir, en la mera fabricación fetichista del racismo facial como discriminación positiva. México es el mejor lugar para entender que el devenir de los rostros es inventado y reinventado por los pigmentos con los que la mirada cristiana ha venido jerarquizando y hegemonizando la circulación de lo visual en el interior del sistema de representación pictocutáneo desde la modernidad-colonial. Pero también, lo sabemos, México es el mejor lugar para entender que las formas de la mirada son históricas y que estas están sobreterminadas por elementos culturales e ideológicos; la mirada está sujeta a metamorfosis. La producción de los grabados de Méndez expresa el deseo de discontinuidad, ruptura y escape de la dominación afectiva de la imagen teológica habiéndose hecho un artista de las metamorfosis del grabado. Por eso, más que tratarse de imágenes militantes por su sincera filiación en el PCM o por haber estado inspirado por los hermanos Flores Magón, sus imágenes más bien se hallan desinscritas de esa otra teológica que fue la del realismo socialista. El juicio del gran ensayista mexicano Carlos Monsiváis respecto de la militancia del artista en el realismo socialista es implacable:

 

[L]a militancia de los pintores y grabadores de México tiene muy poco que ver con el realismo socialista en arte y literatura. Como lo ratifica la obra de Méndez, la preocupación estética es un requerimiento ético, una derivación de la política entendida de manera totalizadora. Mientras los realistas socialistas mezclan el conformismo, la lírica fracasada y los personajes que (des) animan causas y convicciones (…)[12].

 

La posición estética del grabador no es solo la sospecha a la convicción ciega en los aparatos doctrinales, sino también la posición a-posicional de una ética del grabado que está más allá del puro comercio de las imágenes o de la pura posición del artista en la estética de la crítica-visual aristocratizante. Es la ética de la posición a-posicional lo que orienta la fidelidad de las artes del grabado de Méndez, deconstruyendo en sus dibujos los banales sermones (onto-teo-lógicos) de la retórica de partido o la del realismo socialista. El trabajo con la invisibilidad de la huella y el trazo firme de la imagen enluchada componen en Méndez una estética de las metamorfosis y un elogio profano de la imagen plebeya. Es esto lo que, a fines de los años treinta, le permite abrir la metamorfosis del arte del grabado a la guerra de posiciones. Por lo que tempranamente va a ilustrar revistas tales como Norte, Ruta de Veracruz e incluso uno edición del libro Los de abajo de Mariano Azuela y un linóleo de Los olvidados de Luis Buñuel. Junto al TGP  a mediados del siglo veinte la obra de Méndez resulta de una enorme productividad en materia de enlaces y entrelaces con el soporte visual de la cultura mexicana. Tibol describe distintos  momentos de la historia del grabadista[13]. Estos momentos son lo que dan cuenta de que Méndez es el Gramsci visual de la historia del siglo veinte mexicano. Así las imágenes de Méndez son las imágenes de Gramsci hasta el punto en que el propio Gramsci es una imagen de Méndez.

 

«Antonio Gramsci» (1942), woodcut on paper, 160 x 190 mm; http://www.artic.edu/aic/collections/artwork/49569?search_no=13&index=102

 

No sería inoportuno señalar aquí que el retrato de Gramsci tiene el aura indianizada de eso que Lezama Lima llamó con tanto acierto “la expresión americana”. Podemos, así, conjeturar y concluir que el retrato grabado del preso de Turin tiene las virtudes de lo eterno profano. En la data necrológica Méndez tacha, borra para que el grabado mismo de Gramsci pueda sólo ser reconocible como icono profano. Este icono es el que se halla en Los cuadernos de la Cárcel que publicó la editorial Era en la década de los ochenta del siglo pasado. ¿Quién no ha visto el icono profano de Méndez? Su Gramsci es elevado a la singularidad de una figura fantasmal y universal que orienta el pensamiento de las imágenes enluchadas. En el interior de esa imagen indianizada se halla también la data de Méndez como legado y herencia de un Gramsci visual sin fecha de senectud. Le debemos a Leopoldo Méndez la imagen del preso de Mussolini como huella europea y no-europea. Y es que Méndez grabó la imagen posteuropea y descentrada de las matrices onto-teo-lógicas del marxismo doctrinario.

    

*Este texto es parte del libro Imágenes de Gramsci (Ediciones La cebra) editado por Alejandra Castillo.

 

[1] Elena Poniatowska, La Jornada, México (24 de mayo, 2002).

[2] Jean Charlot, “José Guadalupe Posada, grabador mexicano”, en Escritos de arte Mexicano. Editado por Peter Morse y John Charlot. http://www.jeancharlot.org/writings/escritos/charlotescritos.html (El subrayado es mío)

[3] Raquel Tibol, “José Guadalupe Posada: Puente entre dos siglos”, Elvira Concheiro y Víctor Hugo Pacheco (comps.) Raquel Tibol. La crítica y la militancia, México, Cemos, 2016, pp. 33-50.

[4] Véase, por ejemplo, los grabados del periodo del Taller Popular de Gráfica (TPG) orientado a producir imágenes plebeyas comprometidas con el programa de Lázaro Cárdenas.

[5] Miguel Portilla-León, Visión de los vencidos, México, Fondo de Cultura Económica, 2013.

[6] Oscar Ariel Cabezas, “Tecnoindigenismo. Efectos de rostro”, Elixabete Ansa-Goicoechea y Oscar Ariel Cabezas (eds.), Efectos de imagen: ¿qué fue y qué es el cine militante?, Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2014.

[7] Un caso paradigmático de destrucción e intento de hacer desaparecer en nombre de la modernización a un pueblo entero es el caso de los Yaquis. El lector interesado puede consultar el ensayo de Paco Ignacio Taibo II, Yaquis. Historia de una guerra popular y de un genocidio en México, México, Planeta, 2013.

[8] Bolivar Echeverría, Modernidad y blanquitud, México, Ediciones Era, 2010.

[9] Aby Warburg, El ritual de la serpiente, trad. Joaquín Etorena Homaeche, México, Sexto Piso, 2008, p. 60.

[10] José Revueltas, “Caminos de nacionalidad” (1945), Ensayos sobre México, México, Ediciones Era, México, 1985, p. 29.

[11] Citado en “¡Atención: ruinas mexicanas! Dirección única y el inconsciente colonial”, John  Kraniauskas, Políticas literarias: poder y acumulación en la literatura y el cine latinoamericano, México, FLACSO, 2012, p. 34.

[12] Carlos Monsiváis, Leopoldo Méndez y su tiempo. El privilegio del Dibujo, México, Ediciones RM, 2009. p. 29.

[13] Como director de La Estampa Mexicana, Hannes Mayer vigiló las siguientes ediciones con obras de Méndez: 25 Grabados de Leopoldo Méndez (1943), Incidentes melódicos del mundo irracional (1944), 40 grabados en madera y scratch board que ilustraron cuentos de Juan de la Cabada, Río Escondido (1948), diez grabados en linóleo hechos en 1947 para la película del mismo nombre. Otras películas para las que Méndez aportó estampas, que se utilizaron como soporte visual para los créditos, fueron: Pueblerina, 1948, linóleo; Un día de vida, 1950, linóleo; El rebozo de Soledad, 1952, madera; La rosa blanca, 1953, linóleo; La rebelión de los colgados, 1954, linóleo; Un dorado de Pancho Villa, 1966, litografía. También colaboró en la versión de 1950 de Memorias de un mexicano. Entre un crédito y otro las estampas lucían a toda pantalla. Seguramente la reproducción de ellas nunca tuvo mejor oportunidad Méndez lo sabía y se esmeró sobremanera tanto en la composición como en la variedad, sentido y emotividad de los cortes. Raquel Tibol, “90 años de Leopoldo Méndez”. revista Proceso (25 de Julio, 1972). http://www.proceso.com.mx/159826/90-anos-de-leopoldo-mendez

Anomalía cristiana y rechazo del trabajo // Oscar Ariel Cabezas

A diferencia de lo que ocurrirá a mediados del siglo XX (explosión del movimiento de derechos civiles) y comienzos del siglo en curso (crisis del trabajo y emergencia de nuevas identidades políticas) el siglo XIX y gran parte del XX están hegemonizados por la clase obrera como sujeto de la política emancipatoria. Con relación al trabajo, hay una distancia importante de la política marxista con prácticamente todas las teologías políticas de la modernidad en las que se supone que el trabajo redime. Marx es un subversivo porque su punto de mira es la destrucción del trabajo capitalista, que opera como supuesto de la comunidad de salvación moderna. No se trata simplemente de la lucha por el salario o por el aumento del empleo; su filosofía se halla desplegada como movimiento profano en las antípodas del desarrollismo fundado en la expropiación de la fuerza de trabajo. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 el joven hegeliano descubrirá el papel de la conciencia enajenada del trabajo, y en El capital el fetichismo de la mercancía y la acumulación de plusvalía en virtud de la explotación y extracción de la plusvalía producida en los procesos de trabajo. El trabajo asalariado no sólo es el punto nodal de la crítica a las formas de acumulación de la modernidad capitalista, es también la reproducción de una conciencia esclava al comercio de la fuerza de trabajo. La venta de la mano de obra, su conversión en mercancía, es la manera en que la célebre teoría de Étienne de la Boétie sobre la servidumbre voluntaria llega a encarnarse en el deseo de trabajo como deseo por salario (dinero). El salario, como expresión traductiva del dinero, es una sustancia fantasmática y su potencia mercantilizadora tocará rápidamente el tuétano mismo del capitalismo industrial. El efecto de esta sustancia en los partidos políticos

modernos es inmediato. Con muy pocas excepciones, los partidos verán en la lucha por la mejora del salario el horizonte de reproducción de la vida social y del Estado moderno. El límite de este horizonte militante y de compromiso con el sujeto del mundo industrial es el límite del mundo burgués. De manera que este límite movilizará las arrugas de la piel de los esclavos de nuevo tipo; esos sísifos contemporáneos que en el movimiento infinito y circular del trabajo reconocerán en el dinero el amo absoluto. Como Dios de sustitución desplegado en el espacio de la «muerte de Dios», sin la sustancia fantasmática de ese cuerpo sin cuerpo del dinero no hubiesen tenido ninguna importancia los proyectos socialdemócratas o, incluso, socialcristianos que dominarán el ámbito de la política durante más o menos dos siglos.

Con excepción de la creación del Partido Comunista proclamada en el Manifiesto de 1848, los partidos modernos no aspiran a destruir el orden burgués, sino más bien a ser el garante del Estado burgués liberal. Durante la modernidad industrial el modo de articulación afectivo-política de estos partidos tiende a la reproductibilidad del orden. Esta tendencia les viene dada porque el orden emergente en el siglo XIX, así como el que se desplegará, inscrito en la matriz burguesa, hasta mediados de los años ochenta está sostenido por la inseparabilidad del pacto entre la clase obrera y el Estado moderno. En tanto relato político fundado en la sustancia fantasmal del dinero, es decir, en políticas de mejoramiento salarial, las tendencias modernas de partidos socialdemócratas y socialcristianos constituyen la aspiración última de la reducción de las luchas obreras a la afectividad del salario. La historia empírica de los partidos comunistas no es muy distinta de esta tendencia, puesto que, salvo quizá ciertos lugares importantes de las experiencias anarquistas como la de caso español, no hay lógica de los partidos modernos que no esté regulada por el pacto entre clase obrera y Estado moderno. Desde una

comprensión de la modernidad capitalista como «sistema-mundo», este pacto indisoluble no distingue posiciones de izquierda y de derecha en la medida en que el pacto constituye el mecanismo de aseguramiento de la producción industrial. Sin ir más lejos, con la emergencia de la Guerra Fría que toma lugar después de la Segunda Guerra Mundial, el orden de la producción industrial borra las diferencias entre el orden socialista de la URSS y el orden liberal de los EEUU. Dicho en breve, entre una potencia mundial y la otra no habría habido una diferencia sustantiva que indicara la destrucción del trabajo capitalista como trabajo asalariado.

La modernidad capitalista centrada en el paradigma de la producción industrial se cierra con la apertura de los años de Reagan, Thatcher y Kohl. Desde ningún punto de entenderse como el fin del trabajo capitalista y sus velocidades hegemonizadas por la industria taylor-fordista. En virtud de una deliberada estrategia política de deterioro y descomposición del pacto entre la clase obrera y el Estado moderno, el cierre del imaginario industrial se abre al llamado ciclo de la globalización. El debilitamiento del Estado orientado a la «cuestión social» y la desregulación de la economía será la consigna privilegiada del neoliberalismo que hegemoniza el planeta y se expande como una plaga. La imposición del neoliberalismo tiene en su base la destrucción del pilar con el que se había erguido la modernidad capitalista, es decir, el Estado. Fundado en la soberanía popular y débilmente profano, el Estado entrará en un proceso de metamorfosis y de apogeo del apocalipsis del trabajo propiamente moderno. En otras palabras, el «trabajo libre» entendido como la venta de la mano de obra que había emergido con la desterritorialización de los campos y del fin de la esclavitud llegará a su fin como trabajo industrial articulado por el pacto entre la clase obrera, sus poderosos sindicatos y el Estado moderno. Este proceso no significa la muerte del trabajo capitalista que durante toda la modernidad del derecho burgués se había elevado a estado

de juridicidad de la regulación de los salarios. En contextos de globalización planetaria y ampliación de los derechos civiles, el derecho burgués ha sido ampliado, no destruido. Su continuidad hace imposible regresar a la problematización del comunismo moderno como crítica radical a la beatificación de la propiedad y del salario regulado por el derecho burgués. Esto nos permite volver a nuestro punto de partida.

En un mundo dominado por el capitalismo financiero, falsamente profano porque beatifica el dinero, esa sustancia fantasmática, a niveles nunca antes imaginados, Wall Street aparece como la iglesia más reciente de la postsoberanía. Se trata de la iglesia que se levanta sobre las ruinas del trabajo industrial moderno y sobre un Estado precarizado que solo puede cumplir funciones de máquina policial o, en el peor de los casos, de máquina narcoasesina. Bajo condiciones de postsoberanía o soberanía absoluta del capital, los modos de articulación del fin del trabajo moderno están concentrados en lo que el discurso teórico contemporáneo suele identificar con sociedades de la información, sociedades en redes, sociedades postindustriales, capitalismo cognitivo, sociedades del postrabajo; es decir, sociedades en las que la tendencia es la acumulación de signos. Wall Street es el gran palacio de la administración bursátil de signos monetarios y el lugar quizá más importante e intenso de realización formal del trabajo inmaterial. Se trata del trabajo abstracto que desensibiliza los afectos que mueven las pasiones colectivas de la política en nombre del sueño de la riqueza monetaria. En su irrupción inmediata, el movimiento Occupy Wall Street es deseo por rechazar el trabajo de la especulación que pone fin al trabajo moderno. Más allá del Fausto desarrollista, es en la estela de los movimientos de rechazo o, si se prefiere, de negatividad con respecto al dominio de la especulación financiera y su miserable correlato en el fetichismo del salario dónde deberíamos situar la figura literaria de Bartleby como una anomalía inscrita en las

tendencias imposibles de un conato de revolución contra el trabajo (moderno) y el postrabajo asalariado (postsoberano). Más que identificarse en las figuras convencionales de la izquierda tradicional, la insurrección callejera del 2008 del movimiento Occupy Wall Street se reconoció en el personaje literario Bartleby, creado a fines del siglo XIX por el escritor estadounidense Herman Melville.

El movimiento social Occupy Wall Street no sólo no se reconocía en los partidos políticos tradicionales de la izquierda, no parecía siquiera contar con demandas y reivindicaciones que justificaran su protesta. Sin embargo, el rechazo a las formas de dominio inscritas en la lógica del olvido de la soberanía popular hizo aparecer en la revuelta una demanda de carácter estructural. Occupy Wall Street no fue un mero reventón social detonado por una crisis bursátil, fue también la alegoría del agotamiento de los partidos modernos (tradicionales). A pesar de un evidente debilitamiento de la modernidad, a través de la literatura de Melville ésta siguió hablando, como si quisiera orientar el vacío dejado por la crisis de los partidos tradicionales o incluso colmarlo con una anómala forma de la militancia (no)moderna. Desde las napas del siglo XIX apareció Bartleby como alegoría de la crisis de la política moderna. A través de un enunciado educado y soft expresa el rechazo absoluto hacia el trabajo. A través de la frase «I would prefer not to» (preferiría no hacerlo), el escribano del cuento de Melville, que amablemente rechaza revisar/escribir documentos relacionados con gente rica de Nueva York, se aloja en los intersticios de la protesta en Wall Street. Bartleby es el hijo figural de la mejor literatura del novecientos y, sin duda, uno de los mejores cuentos de la gran literatura americana. Pero ¿por qué esta figura vuelve a reaparecer en los movimientos contra el capitalismo financiero? Bartleby permite problematizar el pasado y el futuro de las militancias en la interioridad de las metamorfosis del trabajo. Es insoslayable que el escribano del cuento de Melville

pertenece a esas figuras trágicas de la historia de la militancia, y aunque muchas imágenes pueblan el suelo de la relación entre tragedia y política, hay en Bartleby una especificidad que se sustrae, se resta, a las formas modernas del partido y de la militancia política. Se podría mostrar que las figuras trágicas –desde Antígona hasta el Che Guevara, pasando por el Cristo revolucionario y el desdichado Fausto– son el resultado de una militancia a la que ni puede sustraérsele la política del sacrificio ni menos aún el sacrificio como lógica del trabajo.

A diferencia de los movimientos de lucha del presente (feministas, antirracistas, indígenas, entre otros), que no logran zafarse del esencialismo identitario, y que cuando lo hacen es en base a enormes esfuerzos teóricos y epistemológicos, la singularidad del cuento de Melville reside en que restituye la crítica activa al trabajo capitalista. Pero el límite de este rechazo es la imposibilidad de ofrecer una política emancipatoria que indique el camino de salida al capitalismo postsoberano, el cual se nutre de la usura legitimada en los grandes centros bursátiles del poder del capital. Bartleby rechaza copiar y escribir los documentos que legitiman este orden de la usura en la que Wall Street funciona como morada. No es casual que el movimiento Occupy apareciera en la escena de la protesta como un movimiento de reforma moral. De hecho, no faltaron los despistados, los conservadores fundamentalistas, los anticomunistas furibundos que se atrevieron a declamar que Estados Unidos es una nación cristiana y que el comunismo de Occupy era el deseo por destruir el país de los valores de Cristo. Además de usar una playera estampada con la frase de Bartleby y participar activamente en la consigna «We are the 99%», Slavoj Žižek recuerda que el fundamentalismo conservador y anticomunista olvidaba los valores esenciales del cristianismo. La idea del Espíritu Santo está basada en la igualdad de la comunidad libre de creyentes unidos por el amor, y para Žižek este es, precisamente, el espíritu de la protesta de Occupy. Mientras que los valores paganos de Wall Street continúan adorando falsos ídolos –tales como el toro creado por el artista Arturo Di Modica después de la crisis bursátil de 1987, para simbolizar la fuerza y el poder neoimperial de los Estados Unidos–, el fundamentalismo conservador olvida los principios más básicos del cristianismo.

Hay, sin duda, una especie de resto cristiano en la protesta de Occupy y quizá sea esto lo que explica la fascinación por el escribano que se resiste a trabajar. El residuo cristiano y sacrificial de Bartleby resiste la propia cultura protestante que dispone los cuerpos a una ética ciega por y para el trabajo. En las oficinas escribano se resiste el paganismo del dinero que pone a circular la fuerza y el poder del toro de Di Modica. Pero ¿qué resistencia militante expresa la posición de Bartleby? En un sentido opuesto a las militancias de la izquierda tradicional moderna, es la figuración de la aflicción y del sufrimiento de un tipo de militancia acéfala, anómala, porque no es siquiera reconocible en la utopía anárquica de una sociedad sin instituciones de poder. Bartleby repele incluso la diferencia entre la posición pasiva y la posición activa de las militancias que han recorrido la historia de las luchas sociales por más de dos siglos. En su no-posición, el rechazo al trabajo del escribano deviene disolución de la acción pasiva o activa. El motor de su resistencia no es la fuerza militante ni tampoco el movimiento de ocupación de masas de instituciones de Estado. No se trata de un líder político. Su mesianismo sin liderazgo ni partido bordea y habita la locura. En las oficinas de la modernidad de Wall Street Bartleby es una anomalía salvaje. Su mesianismo no tiene punto de comparación en las formas de las militancias modernas. Por eso, quizás, es un personaje literario que está más cerca de la locura del personaje fílmico de Eliseo Subiela de Hombre mirando al Sudeste (1986). El hombre que mira al Sudeste, personaje cristológico, viene a anunciar, al igual que Bartleby, que hay algo en los afectos que no funciona o que ha dejado de funcionar respecto de un orden que está de cabo a rabo malogrado por el espíritu del capital, un orden que se refiere a la escritura del derecho burgués que complicita con la reproducción del orden. El mesianismo de Bartleby no tiene liderazgo, su partido político es la mónada subjetiva de su resistencia individual. Al escribano nadie lo sigue, no tiene partisanos al servicio de su causa hasta el punto en que a lo largo del cuento el lector no está seguro de si Bartleby defiende alguna causa.

¿Cuál es la causa de la resistencia de Bartleby al trabajo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que su resistencia a trabajar está compuesta por el hálito del desencanto, la tristeza, el agobio de los nadie. Pero, como un nadie, Bartleby es una figura trágica y mesiánica. En esto último consiste el carácter excepcional de lo que suponemos que viene a anunciar. Su negación del trabajo lo lleva a la cárcel acusado de vagabundaje, donde se entrega a una huelga de hambre hasta que perece sin seguidores ni secuaces de su desobra. Muere como un nadie, muere en el anonimato absoluto de la negación de toda comunidad de inscripción. Muere como muchos mueren en el anonimato de la anomia sin que nadie sepa en nombre de qué o por quién ha muerto. Se podrá, sin duda, decir que Bartleby muere por la comunidad de los que no tienen comunidad. Pero lo cierto es que la pulsión heroica de ninguna epopeya revolucionaria está vinculada a su resistencia moderna. La modernidad de su resistencia al trabajo es también su no-modernidad, su salida del círculo virtuoso entre militancia y salario, entre militancia y lucha por el acceso al consumo. Bartleby es una especie de Cristo solapado en la oscuridad de la pulsión melancólica que anuncia el fin de lo que ata la escritura a las leyes del capital. Bartleby es la ausencia completa de inscripción en la comunidad de la política. Su resistencia se sustrae a los partidos modernos que aspiran al Estado o incluso a la destrucción del Estado que durante todo el siglo XIX y XX gozaron de tanta popularidad. Por la relación que los partidos políticos tienen y han tenido con

la estructura de la producción capitalista, el rechazo del trabajo es también el rechazo a la organización política de la sociedad. De ahí que no podamos exactamente saber en nombre de qué o de quién muere el escribano. Sería demasiado fácil decir que muere en nombre del comunismo por venir. Pero en la figuración de este hombre dócil y amable que se resiste a escribir hay toda una teoría de la militancia imposible. A diferencia del militante moderno que es en sí y para sí el sujeto de duelo por las sociedades que preceden a la modernidad capitalista, en Bartleby el duelo se revela como imposibilidad. Es decir, desde un punto de vista psicoanalítico, el escribano padece de una melancolía profunda. Su militancia es patológica e imposible de cuajar en las filosofías modernas del progreso cuya empresa última es la organización del trabajo. La genialidad del cuento de Melville consistiría en haber concebido la idea de un sujeto que palideciendo en el espesor de su melancolía, actúa sin actuar; actúa sin el comando de un programa o de un partido, actúa desde la condición acéfala de una mónada que se ha hundido en los pliegues de la melancolía profunda y sin afuera. La no-acción como desobra del trabajo de la posición militante es la pulsión que provoca la intensidad de un cuerpo que es movilizado desde una pasividad sin posición. Esta pasividad anuncia que el cuerpo inmóvil, el cuerpo sin movimientos, es el cuerpo muerto del rechazo absoluto al trabajo.

Si tuviésemos que buscar una genealogía moderna del rechazo al trabajo para situar la memoria de las huelgas de hambre, la figura del escribano de Melville sería un candidato importante. Hay algo en la militancia no-moderna de la modernidad de Bartleby que permite enlazar su resistencia pasiva con la violencia pacífica que desde Gandhi hasta los diversos movimientos de derechos humanos suponen poner el cuerpo. En la medida que la afirmación y creación de una situación de ingobernabilidad, tenue o fuerte, pertenecen a la figura del

escribano de Wall Street, la genealogía de la posición sin partisanismo político anuncia que hay en los cuerpos melancólicos el recuerdo de algo que repela sustantivamente el trabajo capitalista. En otras palabras, Bartleby alegoriza el paro de la producción y, quizá, su atractivo, su anomalía salvaje, sea el hecho de que también alegoriza el fin de la escritura como suplemento de la juricidad de la propiedad capitalista. Esto, sin duda, es una alegoría del duelo que no se completa, es decir, del duelo en el que no hay ninguna sustitución, ninguna utopía que pueda funcionar como espacio de transferencia. Muy distinto al Fausto desarrollista de Goethe, el monstruo cristiano inventado por Melville muestra, como todo monstruo, que la melancolía como política es imposible y que, no obstante, en esta imposibilidad reside no solo la mejor posibilidad de rechazo al trabajo capitalista, sino también el impulso por imaginar la potencia del comunismo como comunidad de los que han sido despojados de toda comunidad. Bartleby es el comunista imposible que anuncia la profanación del trabajo capitalista. Su comunismo es también un comunismo anómalo porque hace posible un pensamiento que, si bien supone es de suyo melancólico, trata de una melancolía sin objeto de pérdida. La hipótesis comunista que habrá que trabajar es la que el escribano de Wall Street abre, es decir, la hipótesis de que hay una melancolía sin objeto, sin pérdida del origen. Hay una melancolía comunista que, en el rechazo a la organización capitalista, es negación ex nihilo; movimiento oscuro del cuerpo que resiste su subordinación a la estructura de dominación del trabajo. La tarea del comunismo por venir debe comenzar con la muerte del Cristo del rechazo al trabajo como afirmación de la experiencia común que vendrá, pero nada nos asegura que la anomalía de un Bartleby, todavía incompletamente profano, pueda deconstruir la hegemonía del capitalismo financiero.

LaTempestad.N.127.(México)

El Estado patán o las cajas vacías de Peña Nieto // Oscar Ariel Cabezas



El único imperativo que los estados neoliberales afirman hoy es el de acumular más y más, sin ningún control sobre el modo en que se explota y somete la vida vulnerable y vulnerabilizada por la descomposición de la soberanía moderna. En países de América Latina  este proceso tiene su epicentro en economías abiertas a los vaivenes de los mercados transnacionales que mediante la retirada del Estado orientado a la “cuestión social” desregula las economías nacionales a favor del capital globalizado y usurero. En la usura y el escandaloso principio de la especulación financiera  ha hecho incluso que las naciones no puedan encontrar en el principio de la soberanía la posibilidad de inmunizar las contingencias de la naturaleza.  La idea de que estas contingencias son ajenas a los estados que deben ocuparse por la vida en común enajena y esconde la voluntad de los especuladores que han tomado la posibilidad de que la máquina estatal sea otra cosa que un conglomerado de mafiosos y mafias destinadas a reproducir la riqueza de unos poquísimos.  Para nadie es una sorpresa que la soberanía es un concepto derruido y escamoteado por bandas criminales de especuladores que operan al servicio de la acumulación voraz y salvaje. El olvido completo de la ciudad y de sus espacios y habitantes por parte de una racionalidad que opera singularmente en países empobrecidos por la usura y el cinismo de los patanes en el poder. El cinismo es “humano, demasiado humano” como para constituir un delito de Estado. Su modus operandi  es la del paladín humanitario que emana de la las tragedias sociales y políticas. El cinismo se encarna en el patán o el conjunto de patanes desvergonzados protegidos por el poder y el dinero. No debemos engañarnos, el patán como marioneta de un Estado subordinado a los intereses de la especulación financiera no es delictivo, no constituye delito alguno. Por el contrario, el patán cínico es una figura importante de la política afectiva del neoliberalismo como producción sentimental de mecanismos culturales en los que la “ayuda humanitaria” se acopla al humanismo abstracto de la especulación y del poder de los estados en los que el tsunami de la corrupción se ha naturalizado. Sin duda, aglomerados en partidos políticos de izquierda y derecha el conjunto de patanes que funcionan como grandes espacios del negocio de la usura y la explotación  es lo opuesto al hombre de la ciudad y, así, es lo opuesto al hombre político que compone y recompone la ciudad toda vez que esta ha sido convertida en escombro por motivos de una guerra o por las contingencias de la naturaleza.    
Azotada por el reciente terremoto de 7.1 en la escala de Richter, Ciudad de México se halla en medio de los escombros y las ruinas de viviendas y edificios colapsados. La apertura a la afectividad, el cuidado y la preocupación por el otro emanan de manera espontánea. Hombres, mujeres y perros buscadores se convierten en los héroes de una ciudad desamparada por la patanería del Estado.  La posibilidad de rescatar a los sobrevivientes sepultados por viviendas y edificios que no estaban preparados para recibir un sismo diez veces más débil que el que dejó más de dos mil muertos el 19 de septiembre de 1985 se convierte en materia afectiva de solidaridad genuina y también en presa fácil de la prensa sensacionalista. En el calor humano de la afectividad desbordada, sin embargo, no es posible no gritar la siguiente pregunta:  ¡¿Cómo es posible que en 32 años el Estado no haya podido controlar y vigilar la construcción de la ciudad?!  El estado patán ha olvidado sus ciudades porque hace mucho ha dejado de comportarse como Estado, hecho y compuesto por ciudades.
El olvido de la ciudad es el olvido de lo común y de los lugares que hacen posible el repliegue de la vida en lo inevitable del estar-en-común. La administración, el cuidado y la preocupación de lo común es lo que la metamorfosis del Estado social en Estado-mercado hace posible la multiplicación de los cadáveres que yacen debajo de las ruinas de las ciudades de México. El Estado patán y cínico  multiplica los cadáveres en países donde los estándares de vida acrecientan la docilidad de las capas medias domesticadas por su capacidad de consumo. En un planeta  con cambios climáticos, azotado por terremotos, tsunamis, huracanes el nihilismo hipster facilita la labor de los estados patanes. La indiferencia y la desafección hacia aquellas clases de desposeídos y explotados hasta la muerte es un complemento indisociable del estado patán. Por eso, el olvido de la ciudad es también el olvido que fortalece y reproduce la enajenación de la distinción de las clases sociales según sus hábitos y acceso al consumo. El estado patán y cínico es capaz de encubrir sus políticas de la muerte, su impulso necropolítico, en  la estabilidad de la clase media y de la prensa humanista que las organiza entorno a la educación sentimental de la lágrima cosificada. Junto al complejo transnacionalizado de los mass media, el neoliberalismo de izquierda o de derecha es un humanismo consumado en esta forma de la lágrima con la que el estado patán compone y produce una política de los afectos cosificados.  ¿Es este estado patán el único Estado posible?
El Estado al servicio de las ciudades como lugares de realización de la vida en comunidad y ajeno a los signos de la especulación monetaria  es un estado que debe re-inventar la izquierda no-tradicional y los movimientos sociales. Esta reinvención no va a ocurrir como efecto de la afirmación de que hay que des-cosificar la lágrima para que de ella surja la solidaridad genuina.  Una ciudad  compuesta de cuerpos sensibles, de hombres y mujeres que sienten y luchan  contra las contingencias de la naturaleza debe ser también una ciudad que lucha contra el estado patán y cínico que hunde la vida de las ciudades de México en la destrucción de las condiciones mínimas del habitar. El Estado liderado por el Sr. Peña Nieto es un estado humanista y movilizador de una política de los afectos destinada a proteger la usura, la especulación y los intereses de las clases acomodadas. Este humanismo consumado en la performancede las cajas vacías tiene el signo de la ayuda humanitaria y es una de las muestras del cinismo desvergonzado de un patán que promueve desigualdades e injusticia en un país envuelto por los escombros y el dolor causado por una mala y descuidada administración de la ciudad. 
Las cajas vacías de Peña Nieto y las lágrimas de su mujer son propias de la estética de la mediocridad cínica del conglomerado de patanes del Estado neoliberal.  La ayuda humanitaria es ayuda vacía, es el intento delictivo y corrupto de movilizar los afectos de una ciudadanía que cada vez más se aproxima a naturalizar el dolor y la muerte. La performancede Peña Nieto y su mujer no solo constituye delito de estafa y propaganda engañosa es también el síntoma de que los estados patanes han aprendido a administrar la muerte desde el humanismo abstracto de una política de los afectos. Así, las tragedias sociales son una buena cosa para la obtención de votos y para lucir las bondades de caraduras que no merecen ni votos ni el respeto de ningún habitante sensato que se conmueva ante el dolor del otro. En medio de la patanería de Peña Nieto los mexicanos trabajan a contrapelo de un Estado que prefiere vigilar a quienes se oponen a las políticas de los especuladores. Peña Nieto prefiere cumplir el rol policial y muchas veces asesino para asegurar que la responsabilidad con la vida cívica de una ciudad y de un país parezcan como una ilusión de otro tiempo.
 Las ciudades tienen memoria porque son la morada de las experiencias y los afectos de una comunidad que hace y deshace sus lazos según los modos de habitar, convivir el espacio en común. Esperemos que la memoria no nos haga olvidar que para que haya ciudades debe haber estados orientados al bien común de sus habitantes. Pues, la solidaridad y el afecto que ha emanado de lo más doloroso del terremoto en México no son suficientes para recomponer los cimientos de la vida de las ciudades.  El peligro de que esos afectos y solidaridades sea simplemente una contribución más a la historia de la lágrima mercantilizada es inminente. La  patanería de los estados neoliberales y sus empresas comunicacionales vive y se fortalece con el afecto escamoteado, robado y hurtado a la miseria y el dolor de los que sufren en carne viva el dolor y la desesperanza.   ¡Fuerza México!

A tres años de Ayotzinapa // Oscar Ariel Cabezas

Desgraciados los pueblos donde la juventud no haga temblar al mundo y los estudiantes sean sumisos ante el tirano
—Lucio Cabañas
Con sus intensidades y sus incendios, la infancia es el lugar de una experiencia singular. Es el Ave Fénix que quema las infinitas energías del estar vivos sin la ansiedad de la muerte. En su vuelo desordenado se ordena la vida como proximidad a lo infinito. Lo infinito es la condición genérica y singular de que la vida es vida para el juego. La infancia es el plano erotizado de las reglas y del cambio de reglas de juego que emerge una y otra vez de las cenizas del cuerpo. Sin embargo, el cuerpo es el finito de la infinitud de destellos de historia. Por eso es que las historias, aunque no sin el juego del duelo, pueden siempre volver a empezar.  La infancia no tiene más refugio que el infinito re-nacer. Ayotzinapa es el clamor de la urgencia de este re-nacer porque es hoy el nombre del crimen organizado contra la infancia. Renacer es lo opuesto al cadáver y la materia desde las que todos los lugares del nacimiento confluyen en la afirmación del juego de la vida como lucha por la dignidad de estar y habitar en común la Tierra.
Ayotzinapa es el lugar de la memoria de la infancia de esa multiplicidad que llamamos humanidad. Es el clamor que se opone a la mano criminal de genocidas escudados en el Estado de contabilidad del libre mercado o en el poder acéfalo de las armas del narco. Los estudiantes son el fantasma de los saberes posibles e imposibles de una voluntad de memoria fundada en la experiencia de la comparecencia ante el otro. Ayotzinapa es el otro que habita las edades posibles de la niñez y de las escuelas como experiencia cotidiana de estar vivos en la intemperie. Olvidar el clamor de los 43 estudiantes desaparecidos sería abrazar la complicidad del poder y la de los poderosos que niegan la experiencia infinita de los nacimientos. La infancia nace a la intemperie porque se abre al juego de los acontecimientos. En el juego, la oscuridad de la noche es la claridad de una mañana sombría. La infancia es la distracción de la crueldad, de la discriminación racial, de la explotación y de la banalidad del mal porque es el intermedio entre la temperatura del sol y el río Mississippi de las aventuras genéricas del amanecer a la infancia, como en los juegos, siempre al borde de un desborde, de Tom Sawyer y Huckleberry Finn.
Pero la noche de Iguala en la que desaparecieron 43 niños-estudiantes está desinscrita de la experiencia del juego del amanecer.  Esa noche se les desgarró la carne ensoñada a niños-profesores como síntoma de que la infancia podría desaparecer.  Si la infancia es el lugar genérico de realización de la humanidad, lo que ocurrió hace dos años fue el horror consumado de apagar la infancia de la humanidad. A través del horror innombrable de una masacre que rotula la esfera inmunológica del Estado y abre la vida de la especie a su posibilidad de extinción, la ferocidad del crimen amparado en un estado cómplice de la mano asesina, hizo temblar —desde Ayotzinapa hasta el lugar más recóndito de la tierra— toda comunidad de nacimientos.
No es difícil imaginarlo, mientras se apagaba la infancia de los 43 normalistas, a esa misma hora nacía, en plena intemperie, el hijo, la hija de un padre, madre anónimos que no dejaban y, aún no dejan, de temblar ante el acontecimiento de la vida. El que nace ante la ley del manantial de la vida es promesa de infancia, es promesa de vida y jamás (por mucho que persista cierta filosofia de la finitud en ello) la infancia está ante la muerte.  Esta actualidad que arranca la piel de los hijos e hijas que nacen de la pasión por la vida solo puede entenderse como pasión necropolítica si la inactualidad de la memoria, su potencia activa, se opone, resiste y lucha contra la complicidad con el crimen, la indiferencia, la apatía, el consumo y el espectáculo de la muerte. Esta, como circulación mercantil, como estética de horror y fetichización de lo que ha sido despojado de rostro y mutilado en su carne, es la conversión de la materia ensoñada de la infancia en cadáver. En la circulación cambiaria el cadáver emerge como olvido y despojo de humanidad a la que le falta su infancia, su vitalidad, su posibilidad de volver a nacer, su renacimiento. El habitus del fetichismo del cadáver no es otra cosa que el habitus de una economía de lo visual depuesta en marcha por falta de fidelidad a la memoria de las luchas en Ayotzinapa.
Recordar las luchas de los niños-normalistas de Ayotzinapa —y las de las luciérnagas que acompañaron a Lucio Cabañas en la sierra de Guerrero— es compartir el destello de luz que enciende la memoria de una fidelidad irrenunciable. La memoria enlutada no es la renuncia a la mirada de lo que ha ocurrido, ni menos aún la de la espectacularización mercantil-informática del cadáver, sino efervescencia de un recuerdo que incendia el alma y hace temblar a aquello que nos mira. Cuando miramos el rostro de esos niños desaparecidos de Ayotzinapa, sabemos que hay “algo” que nos mira hasta hacer que nos reconozcamos en la experiencia aniquilada por lo innombrable e inenarrable de la tragedia política, social y económica de México, esto es, la masacre de la noche de Iguala. 
¿Qué significa ver hoy esos rostros de niños-normalistas desaparecidos? Hay que romper el cerco de la circulación cambiaria del cadáver. El inconsciente óptico deviene político cuando el luto hace temblar la circulación mercantil del cadáver y nos dispone a pasar de la contemplación de la tragedia convertida en plusvalía sentida para los ojos de un mercado cultural que vive del goce mediático de los niños muertos de Ayotzinapa a la política de quienes miran hacia el por venir de lo infinito de la vida. ¿Pero qué es lo que mira por fuera de la circulación del cadáver? El paso al acto de la mirada que compone la  memoria del dolor y de la pérdida de la infancia arrebatada de los brazos de Ayotzinapa. La memoria enlutada para aproximarse a la verdad y la justicia debe ser, es urgente que así sea, una memoria enluchada. Se trata de una memoria que no evita las cenizas como inminencia de lo que ha desaparecido para volver a reaparecer porque en el duelo y la lucha, desde las cenizas, reaparecer no solo supone la fidelidad a la política y  a la lucha de Ayotzinapa, sino también a la justicia y a la posibilidad de la infancia como experiencia irreductible del clamor por la vida.
Podrá, en efecto, hallarse en el movimiento de la escritura de Jacques Derrida, en el poema de Pier Paolo Pasolini a Antonio Gramsci, en el conmovedor poema “Serán cenizas” de José Ángel Valente, en la leyenda del ave Fénix, el lugar de un pensamiento de las cenizas. Pero una escritura que escribe sobre y en las cenizas jamás podrá reconocerse en la compulsión circulatoria del cadáver. El cadáver es lo que niega el pensamiento ceniciento que enciende y se encarna en los movimientos de indignación, protesta, y clamor por la vida. Se trata de las cenizas colectivas de la comunidad de nacimiento y, así, de la lucha por la infancia como lugar en el que ocurren  los nuevos comienzos. Debemos decirlo con todo el clamor de la justicia, la infancia es una categoría esencial de la lucha política. Por eso, es lo opuesto a la mercantilización del cadáver, cuya plusvalía también niega y retira el ritual social del estar ante la muerte.
Frente a la muerte que nos hace temblar, el cadáver de la circulación mercantil es el olvido de la infancia, la asfixia de su memoria. Durante toda la modernidad, haciendo prevalecer el cadáver y las tecnologías de la desaparición forzada con las que los estados han operado, se desea arrancar la infancia como materia ensoñada y subversiva de la especie humana. Los estados temen a la infancia que abre lo visual a su venganza porque detiene la muerte y pone en circulación los fantasmas de una permanente rebelión. La infancia es la imaginación de una subversión urgente y necesaria contra las formas de olvido que anidan en los excesos tardo capitalistas del muestreo del cadáver. Lo que se resta a la rebelión de los desaparecidos —de todos aquellos que han sido víctimas del horror del Estado y de la complicidad acomodaticia de los espectadores y escribanos académicos de la sangre— es, precisamente, el estar ante la muerte.
El recogimiento ante la muerte es inevitable. Pero también lo es la indignación y la ira convertida en duelo y clamor por el devenir político de los cambios. Por eso, los rostros de los normalistas desaparecidos evocan el nombre de Ayotzinapa como lugar de aquello que nos falta. Nos faltan las alegrías y las tristezas de los desaparecidos por los estados del terror. Nos faltan los 43 normalistas-niños de Ayotzinapa. La memoria, sin duda, es el registro de luchas abiertas y sedimentadas que conmemora la falta de justicia, de equidad, la falta de cuerpo ensoñado dispuesto a interrumpir la valoración capitalista de las experiencias de lucha. Nos faltan cuarenta y tres veces, nos faltan infinitamente nuestros hijos de Iguala, nos falta la ensoñación de sus cuerpos guerreros llamados a cambiar la injusta sociedad en la que nos ha tocado vivir. Nos queda el lugar de las cenizas, siempre quedan las cenizas en las energías de quienes recuerdan, evocan, rememoran y, sobre todo, pasan al acto como los miles y millones de anónimos que desde el temblor de lo ocurrido en Iguala afirmaron el recuerdo de la infancia y las cenizas en Iguala como posibilidad del por venir de la justicia.
En los rostros de los 43 niños-normalistas se puede ver el Ave Fénix de la memoria de Ayotzinapa. ¿Apocalipsis de la infancia? La memoria de la experiencia de lucha, de juego, de amor y pasión por la vida de esos valientes hijos de Ayotzinapa corrobora los conatos del nacer y re-nacer a la experiencia negada por la nada del cadáver con la que hoy se espectacularizan sus muertes. La infinitud de la vida está del lado de este segundo nacimiento, es decir, re-nacer, cuarenta y tres veces, re-nacer desde la fuerza revolucionaria de las cenizas del Ave Fénix, porque nacer dos veces compone la ontología del recuerdo de las cenizas, como ontología política.
En el nacimiento por segunda vez, el recuerdo disemina e insemina la posibilidad o imposibilidad de levantarse —desde las cenizas— a  contrapelo de las catástrofes y de los horrores de la mala muerte y, así, también de la “mala infinitud” que es la vida de muerte vampirizada por gobiernos corruptos y estados al servicio de la vida sin vida del capital. En el rostro de los 43 niños de la escuela de Ayotzinapa podemos ver hoy las huellas de la subversión y de la resistencia, de la infancia y de la lucha política que emana del malestar dejado por el crimen en contra de esos niños de Iguala en el Estado de Guerrero. Los rostros de los 43 niños normalistas componen la figuración alegórica de un desborde, un derrame en las calles de la siempre fallida modernidad. Pero sobre todo, componen la posibilidad política de una memoria que detenga las injusticias de la pulsión de muerte, es decir, que detenga las injusticias producidas por la barbarie neoliberal consumada en una necropolítica asesina y generalizada en todos los rincones del planeta donde juegan y aman los mismos infantes que hoy recordamos con tristeza enluchada.
Lo que evocan los 43 normalistas es la irreductibilidad del fantasma de nuestra infancia, de cualquier infancia y, sobre todo, de la infancia por-venir. El fantasma de la justicia es el terror del terror necropolítico. Es lo que atemoriza al poder hasta hacer temblar ante la ley incalculable de lo que en tanto relación a la experiencia de la infancia no tiene edad, ni raza y menos posición en la división social del trabajo capitalista. La justicia es lo que ante la demanda incalculable interrumpe el orden del capital. Lo que Derrida, pensando en el fantasma del padre asesinado de Hamlet, llamó el tiempo disyunto (out of joint) multiplica su intensidad en Ayotzinapa porque ya no se trata del padre muerto y su fantasma que clama por justicia. En México, en Ayotzinapa, ha ocurrido, hace tan solo dos años, y sigue ocurriendo, el ejercicio consumado de una política del cadáver, de una política para la muerte cuya nomenclatura no puede hoy decirse que está dominada por el espectro del padre muerto. Se mata a los hijos porque en ellos está la multiplicidad infinita de una vida que podría afirmar otro modo que el del capitalismo y sus narcóticos cotidianos y solidarios con el narcomundo, puesto en marcha con la complicidad del Estado o, más bien, de la falta de Estado en México. Pero también, solidarios con la complicidad de lo que esa enorme superpotencia, tan cerca de México y tan lejos de la infancia, hace o deja de hacer en las proximidades de sus fronteras.
México es uno de los lugares más adoloridos y trágicos del planeta. El dolor de esta nación no solo expresa la imposibilidad del análisis de los afectos encerrados en el duelo y la melancolía de la irreparable pérdida de esos 43 niños que nos faltan y les faltan a sus padres, a sus amigos cercanos, a las singularidades colectivas que los vieron crecer, reír, estudiar, amar la vida. El análisis de lo irrepresentable del horror sufrido esa noche de Igual repele la transferencia porque la sustitución de esos 43 niños de Iguala es imposible y quedará, en la historia de la humanidad, escrita en el alma de una infinita melancolía.
La  violencia sin nombre e inclasificable en el Estado de Guerrero es la violencia desplegada más allá de la “contabilidad soberana” del Estado de derecho. Es el síntoma de la descomposición del Estado moderno y burgués. Tal como lo afirma el análisis de Adolfo Gilly, este es el mismo Estado que interrumpió la larga marcha por la justicia de la revolución plebeya de Pancho Villa y Emiliano Zapata. Pero también y sobre todo es la lucha de ese humilde maestro rural egresado de la Escuela Normal de Ayotzinapa que fuera Lucio Cabañas. Lucio, nombre de luciérnaga y hombre hecho a la altura del tamaño de la esperanza, tuvo que levantarse en armas e irse a la sierra de Guerrero para destemplar el oído obtuso del gobierno siendo asesinado el 2 de diciembre de 1974.  Hoy cuando la posibilidad de las guerrillas se halla agotada su figura no deja de inspirar y de regresar clamando justicia y memoria para esas zonas olvidadas de México.  
Como si volviese de la misma fuente de la infancia, Lucio es la expresión alegórica de un irrenunciable clamor de justicia. Y mientras haya memoria, sus  cenizas, al igual que la de los 43 normalistas incendiarán los estados injustos que oprimen y se coluden con criminales. Desde ese rostro-fantasma que es el de Lucio Cabañas se escucha la voz de una infancia al servicio de las rebeldías, al servicio de la insubordinación de las injusticias en las que se posa y bate alas la luciérnaga enlutada que trabaja en nosotros contra el olvido. En las miles de luciérnagas que tras la luz de una vela encendida por esos, los 43 hijos de México, la sociedad civil no solo conmemora, sino que también se oponen a las privatizaciones de una sociedad neoliberal cansada de las mezquindades de un Estado ineficiente y cómplice del terror y la muerte.  En medio de una guerra sin regulación ni fin, en medio de la falta de un Estado que vele por la seguridad y la equidad en un México tantas veces herido,  el rostro de los normalistas es también el rostro de Lucio y viceversa. Rostros de fantasmas para recordar, contener y detener la necropolítica que emana de manera confesa o inconfesamente del Estado.
Como muchos estados en América Latina, la reconversión del Estado social y soberano en Estado necropolítico y solidario del “narcomundo” globalizado es responsable y doblemente responsable de lo que ocurre en el territorio de México. Las tecnologías de la desaparición, los complejos carcelarios globalizados y las políticas basadas en el capitalismo por desposesión no solo están visibilizados por la tragedia de México. Dan cuenta de que el neoliberalismo como programa de dominio global desea el privilegio de las políticas a través de soberanías débiles o descompuestas. Esta descomposición permite la hiperexplotación de los sectores rurales más pobres de México y el intercambio mercantil, transnacional y a escala planetaria, sin importar quienes son esos infantes privados de la experiencia de la infancia y de un por venir que no sea el de encontrar la muerte como signo de un Estado que no solo no protege a sus ciudadanos sino que, además, los entrega a la industria mortuoria de la producción mediática y espectacular del cadáver. 
En México, el lugar del cadáver, topología necropolítica de la postsoberanía, es el arma desplegada contra la infancia femenina y masculina y, quizá, más femenina que masculina porque el poder es masculino y falocéntrico. La infancia no es simplemente el lugar de la niñez es la ocurrencia de un acontecimiento que corrobora que la experiencia de la vida es lo opuesto a la fabricación de cadáveres. Si la postsoberanía necropolítica es fabricación de cadáveres, la apelación y defensa de la aparición y reaparición de la infancia —como experiencia irreductible de la vida— es su contención,  su más profunda y honda trinchera.
No hay memoria sin infancia. La memoria es la producción de la infancia y viceversa, es decir, la memoria produce el fantasma juguetón que se sobrepone al duelo narcisista y transforma el dolor en acontecimiento colectivo. El fantasma es el  movimiento de aparición y reaparición, cuyo clamor es tan potente como las imágenes que tiene un ciego para, en medio de la noche, imaginar y ver las estrellas. Hay que volver a imaginar y actualizar los fantasmas que contra el terror y el miedo aparecen y reaparecen para indicar, quizá, que el camino está del lado de las cenizas del Ave de Ayotzinapa. Larga vida a Lucio, larga vida a esos 43 niños normalistas que reaparecerán una y otra vez cuando la memoria active la urgencia de la lucha contra la muerte. 

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