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La ambivalente relación entre la lucha de los movimientos y la nueva gobernabilidad latinoamericana // Colectivo Situaciones

La crisis social, económica y política sin precedentes que se vivenció en Argentina –desde mediados de los años 90– no logro ocultar el desarrollo de novedosas experiencias de autoorganización que, a veces en condiciones muy duras, han conseguido recrear posibilidades de vida en medio de la guerra declarada por el neoliberalismo. Y es que la singularidad de estos diversos movimientos estuvo marcada por una determinación común:  este nuevo protagonismo social desplegó en los hechos nuevas estrategias de poder por fuera de los partidos políticos y los sindicatos, forjando modos de interpretación, de acción y de vínculos que, bajo influencias diversas de la experiencia zapatista, anticiparon hipótesis de construcción de un contrapoder que sin embargo, luego del 2003, ingresó en una fase de “repliegue”.

Durante las jornadas insurreccionales de diciembre del 2001, bajo la consigna “que se vayan todos”, se hizo evidente una altísima capacidad de destitución política, sin precedentes respecto de los poderes constitucionales. Como es sabido, a las oleadas populares suelen seguir largos momentos introspectivos. Esos momentos, sin embargo, no pueden ser comprendidos sin evaluar la composición y las decisiones tomadas por las fuerzas contestatarias, pero tampoco sin considerar las operaciones que los poderes, en su faz reconstructiva, lanzan sobre los propios movimientos.

Y bien, la actual situación política argentina, presentada oficialmente frente al mundo como la  reconstrucción de una soberanía fundada en una renovada representación popular y en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo económico y social post Consenso de Washington, no se comprende sin tener en cuenta este cuadro complejo formado por la crisis de las políticas neoliberales plasmada en el “que se vayan todos”, el “tempo” /en el sentido de temporalidad propia (espacio-tiempo] político de los movimientos –muchos de los cuales decidieron apostar a una participación subordinada en este proceso– y los modos en que continúan los viejos dispositivos de poder tanto políticos como económicos y sociales, jamás desmantelados ni sustituidos.

Un balance precario de esta nueva fisonomía de la Argentina a más de dos años del gobierno de Kirchner muestra, entonces, esta ambivalencia: si de un lado, el consenso neoliberal ha sido destrozado en sus pretensiones simbólicas de legitimidad, subsiste sin embargo en las condiciones de existencia de la vida social; al tiempo que los movimientos que con mayor radicalidad buscaron innovar los lenguajes y prácticas de la lucha política, tomando como inspiración la autonomía como función organizativa y política, se vieron ante la alternativa de participar subordinadamente de una nueva legitimidad simbólica que ha logrado –a través del reconocimiento del lenguaje y los símbolos de las luchas populares– recomponer ciertos niveles de estatalidad, o bien resistir, con una pérdida considerable de influencia social, en una subterránea y frágil reorganización de los modos del contrapoder.

El debilitamiento en la tentativa de abrir un terreno político propio de y para los movimientos, ha llevado, por el momento al menos, a una reducción de horizontes y de capacidades. El desafío entonces, en nuestra interpretación, consiste en la preservación y desarrollo de un plano propio de los movimientos que se distingue claramente tanto de la dimensión puramente económica social y restringida a las negociaciones de los movimientos con los gobiernos, como de la dimensión estrechamente representativa del sistema político. Cuando este desarrollo se combinó con la descomposición de la dimensión institucional y representativa, en el período 2001 – 2003, la dispersión de los movimientos, lejos de ser un estorbo, dio lugar a una potencia de movilización y habilitó niveles cada vez más altos y articulados de coordinación. Durante los últimos años, la recomposición del mando político aceleró la fragmentación de este espacio y de modo paralelo se fue destejiendo la trama de nociones internas capaces de leer y producir hipótesis activas de recomposición.

La complejidad de exponer este apresurado cuadro surge del hecho de que los balances sobre las propias estrategias de este nuevo protagonismo social no han alcanzado aún una madurez que permita retomar y revitalizar las líneas de investigación política, pero no es esperable tampoco que estos balances se hagan de modo independiente a las nuevas apuestas y prácticas que ya se despliegan con relativa fuerza en todo el país. Hoy, mientras los protagonistas de las luchas previas al 2003 están en un proceso de reorganización, surgen una serie de resistencias y explosiones vinculadas con la gestión neoliberal de la existencia de la población, tales como los estallidos recurrentes en torno a los servicios de agua y transporte privatizados hasta las protestas en colegios secundarios por las condiciones edilicias, la recomposición salarial en torno a nuevas representaciones asamblearias o alrededor de las víctimas de catástrofes sucedidas debido a la propia trama irregular de gobierno y empresariado que se evidenció, por ejemplo, en la masacre de Cromañón, un espacio de recitales de rock que se incendió cobrándose la vida de 194 jóvenes.

Paralelamente, es difícil considerar la situación Argentina, sin tener en cuenta una serie de discusiones que vienen desplegándose en el escenario latinoamericano, y que a partir de su carácter experimental concentra  atención en todos los rincones del planeta, que no siempre logra sustraerse a la idealización.

La reactivación de las luchas bolivianas, a partir del 2003, plantea entre nosotros una problemática nueva en torno a los recursos naturales, la cuestión indígena y la posibilidad de nuevos modos de autogestión y renovación de lo público que entroncan de manera directa con la naturaleza de la nueva conflictividad. Pero también, el surgimiento de una nueva situación latinoamericana, cuyo común denominador ha sido, en el último tiempo, la tentativa generalizada de abandonar los parámetros impuestos por la retórica neoliberal, que busca configurar modos de gobierno capaces de compatibilizar ciertas formas de desarrollo económico y social con una nueva legitimidad política. Uruguay, Brasil, Argentina y Venezuela, Bolivia hasta ahora, y probablemente México en pocos meses, forman así, a partir de situaciones diversas y con suerte dispar, intentos particulares de forjar una nueva configuración política.

Este contexto está caracterizado por una relativa autonomía conquistada en el Cono Sur de América debido a la reorganización de capacidades y prioridades de los Estados Unidos, pero también por los desarrollos durante las últimas décadas de los movimientos sociales como actores organizados de un descontento mucho más amplio de las resistencias contra el neoliberalismo. Son estos movimientos, de hecho, los que dieron forma y duración a una perspectiva constructiva en torno a cuestiones fundamentales: la discusión sobre una nueva relación gobernante-gobernado, los usos de los recursos naturales y el rechazo a la militarización de los conflictos y la criminalización de la protesta. Esto ha permitido una reapertura del juego político, dando lugar a un escenario extremadamente ambiguo e inestable que, como en el caso argentino, navega a dos aguas entre el agotamiento de la potencia de legitimación del discurso político y económico neoliberal y la consolidación de una existencia social determinada por la subsistencia de condiciones neoliberales (caracterizadas por el desfondamiento de la vieja estructura estatal-desarrollista y la emergencia de nuevos modos subjetivos y de socialización).

En el caso de Brasil y Uruguay, además, se suma el hecho de que los nuevos gobiernos han sido conformados tras décadas de paciente organización política popular y de las izquierdas, abriendo una gran expectativa sobre la posibilidad de adecuar una nueva representación política para todos aquellos que rechazan el modelo neoliberal impuesto en la región. Situación ésta que supone, en el primer caso, que la frustración respecto del PT repercute negativamente sobre los movimientos que de alguna manera se fueron articulando en el proceso y, en el segundo, es más bien la carencia de toda otra construcción social y política lo que marca la gravedad de un eventual fracaso político del Frente Amplio. En ambos casos, lo que parece estar en juego es el modo en que las expectativas en la representación política, tal como surge de su calco sobre el concepto de soberanía del viejo estado nación, restringe la imaginación de los movimientos.

La propia situación de Venezuela parece dar la clave del proceso ya que si, de un lado, los movimientos venezolanos han decidido dar apoyo a Chávez a cambio de obtener condiciones inéditas para su propio desarrollo, la disputa por los recursos naturales a escala global ha hecho de Chávez una presencia valiosa para todos los cálculos geopolíticos continentales.

En todo caso, el dilema que queda planteado a partir de la creciente influencia bolivariana es si la actividad popular que se despertó en su seno será capaz de reabrir una y otra vez la imaginación política de sus protagonistas o si esta representación exige una subordinación creciente de las autonomías conquistadas por los movimientos a una nueva jefatura. Todo lo cual cuenta especialmente en un continente que no se sustrae a la gestión del orden bélico del planeta. La militarización que se desarrolla en todo América Latina parece trazarse tanto en torno a la cartografía de los recursos naturales estratégicos como sobre las líneas del narcotráfico y de las resistencias sociales más desarrolladas. Tanto las coyunturas de Colombia como la de la región andina parecen encajar especialmente en esta geografía de guerra, mientras que se anuncian en estos días las invitaciones a Paraguay para reforzar las posiciones militares en la zona sur del continente.

Es a partir de esta nueva apertura de la coyuntura en América Latina que se replantean los modos de concebir las relaciones entre gobiernos y movimientos (pero también entre gobiernos, regiones y potencias), renovándose el interés por forjar nuevas hipótesis políticas y cobrando relevancia el experimento social que se desarrolla actualmente en Bolivia –donde los movimientos sociales  protagonizan una auténtica guerra contra la estructura colonial del estado afrontando incluso riesgos de secesión nacional– pero también en Chiapas, donde la producción de una propuesta como la Sexta Declaración abre nuevas discusiones sobre el curso a seguir por los movimientos.

Conferencia en Granada: «La investigación militante en el impasse» (05/03/10) // Colectivo Situaciones

La investigación militante en el Impasse

Granada, 5 de marzo de 2010

 

Introducción

Nuestra experiencia de investigación se desarrolla en el contexto de una crisis del neoliberalismo. Retengamos estos dos elementos que determinarán nuestro recorrido:

 

  • de un lado la CRISIS, demoledora y ambivalente;
  • por otra parte el AGOTAMIENTO DEL NEOLIBERALISMO, luego de un largo y profundo reinado en el que la realidad fue moldeada según sus parámetros y consideraciones.

 

A pesar de que se han sucedido muchísimos cambios, no puede decirse que aquel escenario haya quedado atrás. Como ustedes sabrán, la CRISIS insiste y no hace más que proliferar. Al mismo tiempo, e incluso si tomamos en cuenta los procesos políticos que se desenvuelven en el cono sur de América Latina, debemos admitir que no ha emergido todavía un horizonte post-neoliberal consistente.

 

Nuestra investigación asume esta temporalidad difícil de definir, donde al menos una alternativa parece simple: quién no se dispone a inventar, queda condenado a la ineficacia. De ahí que sea vital introducir un tercer elemento, el NUEVO PROTAGONISMO SOCIAL, una multiplicidad de luchas y movimientos capaces de develar el aspecto creativo de la crisis. Es en el vínculo con este nuevo protagonismo social que nuestra investigación deviene militante, al explicitarse como una co-investigación en la que no hay lugar para sujetos que conocen, ni para objetos que esperan ser conocidos.

 

Con el fin de ordenar mínimamente esta intervención, decidimos separarla en tres momentos distintos. En cada uno de ellos la protagonista será “la palabra”.

Al primer capítulo lo titulamos: “Tomar la palabra para nombrar la crisis: por un nuevo vocabulario político”.

Al segundo: “La resignificación de los conceptos heredados: una política de la memoria”.

Y el tercer y último episodio recibirá una designación más agónica: “La crisis de la palabra y las virtualidades del impasse”.

 

Nuestra única ambición será trasmitirles algo tan básico como primordial: que la investigación-militante no es una metodología a ser aplicada, ni tampoco un saber que se acumula y certifica. Ella deber ser concebida como una disponibilidad siempre discontinua, inevitablemente sujeta al desvarío y la desorientación, sin que esto suponga relativismo alguno.

 

I. Tomar la palabra para nombrar la crisis: la construcción de un nuevo vocabulario político

 

El surgimiento del Colectivo Situaciones estuvo directamente vinculado al de otras prácticas que fueron emergiendo en la Argentina de los años noventa. Ese fue el contexto para un conjunto de decisiones que luego resultaron fundamentales.

 

Por un lado, la política abandonó al poder como horizonte en el cual reconocerse y tomó al pensamiento como un interlocutor más potente.

Por otra parte, ese pensamiento y esa política pasaron a depender estrechamente de la capacidad de implicación con otros.

Así las cosas, ya no podíamos concebir al sujeto del conocimiento y de la acción política como algo trascendente respecto de las situaciones en la que participábamos. Ahora esa subjetividad se constituía como el efecto de tales encuentros.

Quizás la decisión bisagra en este sentido fue animarse a pensar “en y desde” la situación, sin concebir teorías ni sujetos «a priori».

 

Lo que hallamos en este desplazamiento fue una serie de preguntas que poco a poco fueron organizando la búsqueda:

¿Cómo vincularnos con la fragilidad de estas experiencias, favoreciendo su desarrollo, sin neutralizarlas con nuestras buenas intenciones?

¿Con qué dispositivos perceptivos y conceptuales podíamos captar la emergencia de elementos de sociabilidad inéditos, que demandan precisamente una nueva disposición del sentir y del pensar?

¿De qué grado de ignorancia es preciso armarse para que la indagación sea el auténtico organizador de nuestros recorridos y no una mera cobertura táctica?

 

En una época en que la “comunicación” es la máxima indiscutible, donde cada suceso se justifica por su utilidad comunicable, la Militancia de Investigación intenta poner en el centro a la experimentación:

– no a los pensamientos, sino al poder de pensar;

– no a la validez de tal o cual concepto, sino a las vivencias donde tales nociones adquieren valor.

Pero si la intensidad no radica tanto en lo producido (es decir lo “comunicable”), y más bien habita en el proceso mismo de producción… ¿cómo hacer, entonces, para contar algo de toda esa riqueza y no solamente exhibir los resultados del proceso?

 

Llegados a este punto las interrogaciones ya no distiguen entre investigación y voluntad política: ¿cómo trazar vínculos capaces de alterar nuestras subjetividades y hallar cierta comunidad en medio de la radical dispersión actual? ¿Cómo provocar intervenciones que fortalezcan la horizontalidad y las resonancias evitando tanto el centralismo jerarquizante como la pura fragmentación?

¿Y cómo co-elaborar un pensamiento con experiencias que vienen desarrollando prácticas hiper-inteligentes? ¿Cómo producir hipótesis teóricas desde estas composiciones, evitando posicionarse como alguien exterior a la dinámica de pensamiento, pero a la vez sin fusionarse con experiencias que no son directamente las propias?

¿Cómo evitar la ideologización, la idealización con la que nuestra época recibe todo lo que genera interés? ¿Qué tipo de escritura hace justicia a lo que se produce en una situación singular? ¿Qué hacer con la amistad que surge de esos encuentros? ¿Y cómo dar concresión política al conjunto de virtualidades que se vislumbran en estas co-investigaciones?

 

Mientras nos empecinábamos con este sin fin de preguntas, tuvo lugar la insurrección de diciembre de 2001 en Argentina, de la que seguramente habrán oído hablar.

Puestos a describir muy sucintamente lo que se puso en juego para nosotros en aquel momento, elegimos tres sensaciones o procedimientos:

 

  • En primer lugar, un goce muy acentuado por la manera en que el universo de la representación y el espectáculo se resquebrajaba entero, toda vez que la sociedad irradiaba un cuestionamiento general respecto de las instituciones y las referencias establecidas.
    No sólo el sistema político estaba siendo destituído, sino que también el complejo mercantil, con sus circuitos de consumo y publicidad, había quedado reducido a la mínima expresión. Los medios de comunicación, los expertos y especialistas, incluso los intelectuales y los artistas, contemplaron boquiabiertos lo que acontecía, sin capacidad de gestionar o interpretar el proceso.
    Los discursos se multiplicaron sin reparar en jerarquías ni ordenamientos; la ciudad descubrió una elocuencia que no sospechaba y, a la vez, estaba hambrienta de nuevos signos. La calle se llenó de instancias asamblearias donde se re-codificaban los lenguajes dominantes.
    La contracara del carácter festivo que supuso la implosión, fue el pánico y la angustia de quienes sólo experimentaron caos y barbarie, ante la demoledora inmediatez de la crisis.

 

  • La segunda vivencia experimentada en aquel momento fue el nominalismo radical que se impuso como premisa. Hablar en ciertas condiciones de agotamiento de los sentidos previamente instituidos, es tener que nombrar otra vez cada cosa que acontece. Y aún cuando sólo atinemos a emplear los viejos y gastados nombres de siempre, estos mismos términos se convierten en vehículos que posibilitan la emergencia de nuevos significados.
    El equivalente de tal aptitud discursiva puede hallarse en el lenguaje infantil, particularmente en ese instante cúlmine y al mismo tiempo iniciático por el cuál el niño conquista el idioma sin ajustarse a la ortografía.
    El nominalismo hace uso de un olvido activo, que afecta especialmente a las “sagradas escrituras”. Es por eso que ninguna escuela o tradición ideológica pudo estar a la altura y más bien adoptaron una actitud reactiva frente al acontecimiento.
    Puede decirse que al nominalista le interesa menos “escribir lo que nunca ha sido dicho”, que “leer lo que nunca ha sido escrito” (Benjamin). Porque su deseo no es codificar lo nuevo que ya emergió, sino ir tan lejos como sea posible en su labor performativa.

 

  • Por último, hay algo que no alcanzamos a distinguir muy claramente en aquel entonces. Se trata de la constitución fugaz pero efectiva de un plano linguístico inherente a la experiencia común, donde los enunciados circulaban sometidos a constantes vibraciones, y no como información envasada de antemano.
    La característica principal de esta instancia dialógica “entre” singularidades que no consideran necesario apelar a mediaciones, es que su alcance trasciende el nivel puramente discursivo. Un vuelco significativo tiene lugar en la expresión social, cuando el habla logra reorientarse hacia aquello que paradójicamente resiste a la palabra, para dar cuenta de una realidad que prolifera en silencio y que sin embargo contiene la chispa que puede devolver al lenguaje su dignidad.

 

II. La resignificación de los conceptos heredados: una política de la memoria.

 

Todo proceso de radicalización social interpela con ímpetu a las distintas disciplinas expresivas. Durante las décadas del sesenta y del setenta, por ejemplo, muchos artistas e intelectuales se vieron obligados a realizar desplazamientos que rompieron las fronteras entre los “campos” del arte, el pensamiento y la política. Se suelen interpretar estas voluntades como la consecuencia de cierta impronta soberbia y dogmática, lindera con el mesianismo, que finalmente no consigue otra cosa que empobrecer el lenguaje y sectarizarse en términos ideológicos. Pero contra esta revisión un tanto resentida, preferimos reavivar aquella intuición a la véz ética y epistemológica, para interrogar sus posibilidades.

 

El cineasta Glauber Rocha, decía en 1970: “Creo que llegó la época en que esta división elitista entre artistas y políticos se debe terminar de una vez por todas. Este hombre intelectual es una cosa que terminó, no existe más. Aquellos que insisten en esta posición son realmente unos pelotudos. En el mundo de hoy se gesta una revolución muy importante: integrada a las revoluciones políticas y sociales, estamos en la víspera de un nuevo tipo de hombre y todas esas categorías que crean mecánicas de prestigio, de premios, de mitos populares o culturales, todo eso pertenece al pasado. El intelectual y el político deben ser llamados solamente hombres creadores, integrados en un proceso de revolución total. Por eso no quiero que la gente jamás me llame intelectual o artista. Yo no formo parte de esa fauna.

 

Al escuchar estas palabras uno no puede más que preguntarse: ¿cómo puede ser que hoy sigamos planteando los problemas del pensamiento y la política, según el canon de las estructuras disciplinarias, modo de fraccionamiento que por otra parte ni siquiera el mercado estimula?

 

Ni nosotros ni nuestros contemporáneos han sido acusados de mesiánicos o exaltados. Menos mal. Sí recibimos el mote de “románticos”, por subordinar la producción de conocimiento objetivo, privilegiando la consecusión de nuestros propios deseos. Romántico es el investigador extraviado, que traiciona el compromiso con la verdad pautada por las instituciones del saber.

Podríamos admitir que algo de razonable tienen estas imputaciones, porque quienes introducimos una perspectiva política en nuestros horizontes comprensivos, solemos correr el riesgo de enfatizar aquella porción de la realidad que confirma de manera momentánea nuestras apuestas. Son esos –breves- momentos de relativa correspondencia entre deseo y objetividad los que activan desvíos que nos convierten en una fuerza portadora de sentido, en una tendencia viva de interpretación de lo real.

Y dado que lo real es infinito, móvil y sorprendente (es decir inaprensible en fórmulas definitivas), es inevitable reflexionar sobre el destino y la persistencia de esos momentos de intensidad, cuando la realidad toma un curso menos favorable a las apuestas que la fundan. Quienes no toman este riesgo se resguardan en un determinismo histórico simple, que sólo asoma a posteriori.

 

Otro tipo de reacción frente a los desafío abiertos por el acontecimiento, que sin embargo comparte la misma naturaleza reactiva, tiene que ver con una modalidad de la memoria, en torno a la que se condensan la mayoría de los estereotipos que bloquean la imaginación en el presente. Este tipo de perspectivas que entre nosotros llamamos setentismo, pero que también adoptan la forma de un neodesarrollismo (más que estatal, estetizante), operan aferrándose a formas y dispositivos que ya en los años setentas estaban siendo desmontados. Hay una gran variedad de énfasis: desde las actitudes más nostálgicas; hasta quienes se muestran desengañados y difunden una amargura paralizante; pasando por el más lúcido cinismo, que se ha vuelto experto en manipular símbolos previamente vaciados. Pero lo que cada una de estas figuras comparte es la inevitable referencia a la derrota, que obliga a un vínculo con el pasado en el que prima el “arrepentimiento” , la “glorificación” o el “sin sentido”.

 

En este contexto, para nosotros es urgente insistir en la pregunta por lo colectivo.

Durante un tiempo hemos hablado de “movimientos sociales”. Hemos destacado su agudeza a la hora de problematizar momentos de crisis y conflictividad. Ahora se impone pensar lo colectivo como aquello que desborda el presente de esos movimientos, abriendo el horizonte de sus posibilidades.

Por un lado, porque la tonalidad común de aquellos protagonismos fue sometida a la fragmentación y comenzó a desafinar. Se trata de un trago amargo, aún si siempre descreímos de la unidad como fundamento para la eficacia política. De hecho, polemizamos cuanto pudimos contra la idea de homogeneizar estas expresiones, a partir de una concepción hegemónica de la acción concertada. Y sostuvimos que en la multiplicidad había fuerza y lucidez suficientes, como para que la coordinación fuera un cotejo de riquezas, capaz de síntesis parciales, al calor de un mismo poder destituyente.

Por otra parte, es cierto que no todo es interesante en los colectivos. A veces cargamos con un tipo de grupalismo que termina siendo un pesado caparazón, especialmente cuando sedimenta como agregación de personas ya hechas, con opiniones y sentimientos definidos, con identidades estables.

Pero lo colectivo que sí vale la pena seguir invocando, existe como una tensión que nos invita a ir más allá de lo que somos o fuimos, inventando funciones que se despliegan de manera autónoma, y que son capaces de construir nuevos territorios comunes.

 

III. La crisis de la palabra, la virtualidad de un impasse

 

Impasse es una imagen que nos sirve para preguntarnos por el estado actual de aquellas dinámicas que cuestionaron la legitimidad del neoliberalismo, determinando positivamente su crisis. En América latina esas dinámicas se desplegaron de manera bifronte: de un lado las luchas callejeras surgidas en torno a los movimientos sociales; que dieron lugar, por otra parte, a gobiernos progresistas en toda la región. Nuestra impresión es que la posibilidad de una salida posneoliberal, basada en la articulación virtuosa entre movimientos sociales y nuevos estados ha quedado bloqueada, desde que las expresiones de autonomía más innovadoras fueron acalladas por la lógica de polarización entre gobiernos que necesitan estabilizarse y fuerzas de oposición que buscan derechizar el escenario. Desactivada esa excedencia que sólo la movilidad social produce, y que contiene los signos del porvenir, se empobrece la imaginación política.

 

Pero, ¿puede definirse el impasse como el triunfo de la normalización?

La respuesta es sí… y no.

Porque si bien en el impasse el tiempo está como suspendido, en ningún caso podemos decir que está pacificado.

Bajo la apariencia de un ethos dominante que se sirve de terapias anestesiantes y saberes especializados, es posible advertir un trasfondo oscuro y caótico que amenaza cualquier estabilidad. Es el anuncio insistente de la crisis, tan íntima y concreta, que ya no puede ser tratada como simple turbulencia. Esta crisis que vivimos en Argentina de manera anticipada y que hoy se ha vuelto realidad global, no es un ente metafísico imaprensible pero tampoco puede definirse como un fenómeno puramente económico. La materialidad de esta crisis es la de una rebelión en sordina, una resistencia micropolítica, que no encuentra la forma de devenir revolución, pero que alcanza a bloquear la restitución de un orden fundado en la seguridad y el cálculo mercantil.

En el impasse un nuevo modo del conflicto social aparece.  Hay que ver si seremos capaces de crear nuevos nombres para la emancipación, cuando los métodos de control que se experimentan son cada vez más sofisticados.

 

Hablamos también de impasse para señalar la esterilidad de los intentos por establecer un “cuadro de situación” completo o exhaustivo, fruto de perspectivas panorámicas o genéricas. En el impasse lo que está en crisis es nada menos que la propia palabra política. Y esto se debe a que la “fábrica del sentido” se ha desplazado hacia la esfera mediático-administrativa, en detrimento de la proliferación de un pensamiento colectivo.

Hay un modo cada vez más sutil, flexible y eficaz de establecer la codificación de los lenguajes que innovan e inquietan. Consiste en conectarlos a todo tipo de flujos dinerarios, que terminan significándolos bajo la modalidad de la subsunción. No hallaremos aquí, necesariamente, coacción explícita ni censura, sino más bien una inoculación de preocupaciones, criterios y ritmos que regulan desde adentro la dinámica del pensamiento, haciendo imposible determinar qué es lo propio y qué es lo impuesto.

La consecuencia es una sorprendente «facilidad de palabra». Los enunciados circulan desprovistos de todo peso o intensidad. Conservan su brillo, pero pierden el filo. Asistimos a la proliferación de discursos académicos, políticos y militantes, que tienen como efecto paradójico la despolitización. Y si hay algo que sostiene «materialmente» esta efervescencia retórica y simbólica, estimulando una inflación sin límites, es la disociación entre la palabra y su carnadura afectiva, independencia que le permite al discurso realizarse como dinero.

 

El impasse se revela, en este sentido, como un bloqueo de nuestra capacidad colectiva de formular sensaciones y de construir nociones comunes. En otras palabras, como pasividad frente al funcionamiento de una máquina social que se alimenta de gestos privados. Vivimos en un mundo gobernado por poderes capaces de introducir todo su veneno abstracto dentro de nuestros tejidos pensantes y perceptivos. No por gusto un filósofo contemporáneo aconsejaba algo aparentemente sobrio, que sin embargo cada vez resulta más difícil de sostener: ¡no cambien nunca sus intensidades por representaciones!

En estas condiciones, nuestra primera hipótesis es partir del malestar que cada uno de nosotros experimenta respecto del modo en que se constituye la subjetividad actual. La lucha política hoy se desarrolla como un materialismo perceptivo, una disputa por determinar la constitución de posibilidades. El terreno de la conflictividad se ubica más acá (o quizás también mas allá) del territorio mediático, allí donde se verifique el resurgir de un gusto por tantear, una sed de preguntas, un pensar despojado de cálculos utilitarios.

El método que encontramos es de lo más casero: dar rienda suelta a nuestras arbitrariedades, a partir de las resistencias más cotidianas y aparentemente más sencillas, cotejarlas con quienes hacen de sus vidas campos de batallas, e ir tirando del hilo a ver qué aparece, con la prudencia de verificar si lo que vamos viendo se coloca fuera del campo de visibilidad inmediata, que es siempre coherente con lo que nos muestran los medios y las instituciones del saber y de la cultura.

Para terminar, queremos compartir con ustedes siete hipótesis que formulamos para desarrollar nuestra in-quietud en el impasse,  como un intento de otorgar nuevos sentidos a la militancia de investigación:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, dos modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado (el “proyecto personal” o las islas de reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la vida metropolitana.

 

  1. Intentar plantear asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras la estetización propone un pseudo-enfrentamiento sin carnadura. La asimetría es problematizante y desorienta, mientras que la estetización nos otorga un lugar a priori en torno a conflictos siempre prefabricados. La estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado.

 

  1. Enfatizar la distinción entre el grupo y lo colectivo. El grupo es una reunión de personas que comparten ciertas afinidades; lo colectivo es más bien una instancia en la cual los individuos participan a partir de su in-completitud.
    En momentos en que la potencia deviene pública, el grupo suele participar con fluidez del proceso de creación social. Pero en las fases de repliegue, donde carecemos de códigos comunes porque todos han devenido estereotipos, la movilidad de los grupos se dificulta y surgen todo tipo de patologías grupales.
    Lo colectivo es, por el contrario, una inclinación a la apertura pública que está motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos. Si tuviéramos que definir qué es lo colectivo, diríamos que se trata de construir una disponibilidad en la desorientación.
  2. Inventar nuevas formas de pensar la relación entre regla y praxis. Si es cierto que la crisis puede ser pensada como imposibilidad de imponer reglas exteriores a la praxis… Y si la crisis es el momento en que la institución ya no puede apelar a una obediencia a priori… Pues entonces se nos presentan por lo menos tres modos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución:
    a. la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones que derivan del interior mismo de la praxis, según una lógica destituyente siempre en erupción;
    b. el “atravesamiento” de la institución por parte de la praxis, que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro a las instituciones;
    y c. el “camuflaje”, como modo débil del antagonismo, o intento de sostener viva la crisis, a la espera de escenarios más propicios.

 

  1. Desplegar toda nuestra fuerza de fabulación, trascendiendo la oposición tradicional entre ideología y ciencia, o entre alienación y conciencia, para inventar lenguajes y afectividades (es decir nuevas realidades) a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario neoliberal.
    Contra la performatividad del capital basada en la promesa, proponemos una potencia de fabulación que sea capaz de liberar virtualidades, sin suprimir la trama común que subyace siempre como premisa de toda creación.

 

  1. Poner en juego una disponibilidad en la desorientación, una inclinación hacia los otros que es capaz de afirmarse a pesar de la carencia de un código previo compartido. Nosotros consideramos que la única trasversalidad que hoy vale la pena alimentar, es aquella que tiene como fundamento a la inquietud.

 

  1. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. Tenemos que aprender a valorar asumiendo como punto de partida la ambivalencia inherente a todo signo. No para acomodarnos en el relativismo. Ni para sumarnos al coro cínico. Sino para crear asimetrías al interior de procesos que son discontinuos, a veces efímeros, otras veces demasiado abigarrados. Tales asimetrías no suelen percibirse a la distancia. Y al mismo tiempo hay que pensar cómo hacemos para que la necesaria proximidad logre eludir el riesgo de recaer en nuevos encapsulamientos y endogamias.

 

Hipótesis IV
Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?

 

Por una nueva madurez de los movimientos (30/03/2006) // Colectivo Situaciones

Texto leído en el Global Meeting. Venecia, 30 de marzo de 2006

 

I.

Hemos hablado mucho de lo sucedido en Argentina durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001. También sobre las dinámicas que anticiparon la insurrección. Hemos sido atravesados por los movimientos y la novedad social que desde entonces no ha cesado de proliferar en todo el continente.

Aún hoy se discuten los efectos de aquella rebeldía colectiva y feroz. Una verdadera disputa interpretativa no cesa de reabrirse sobre los sentidos del ¡qué se vayan todos, que no quede ni uno sólo!

Por nuestra parte, insistimos en al menos tres consecuencias irreversibles de aquel diciembre.

En primer lugar, fueron destituidas las funciones simbólicas y los atributos políticos del estado-nación. No sólo eso, pues de algún modo la hegemonía del mercado sobre toda la sociedad ya era una señal clara de ese agotamiento. Lo nuevo de diciembre del 2001 es la irrupción de luchas sociales que lograron pensar e intervenir las articulaciones concretas del cambio de época. A partir de ese momento la radicalidad política dejó de ser sinónimo de una vuelta atrás, de cierto conservadurismo y de consignas meramente defensivas.

En segundo lugar, las formas políticas del neoliberalismo, que durante la década del noventa se habían mostrado imbatibles en toda América Latina, entraron en una crisis de legitimidad e iniciativa que aún persiste y no cesa de profundizarse.

Por último, nada de lo anterior puede comprenderse sin dar cuenta del surgimiento de innumerables experiencias de creación, que adoptaron la forma de un conjunto heterogéneo de movimientos sociales por todos conocidos. La Argentina que supo del abismo, que percibió la desmesura de la situación, lejos de ser un campo de padecimiento, impotencia y miedo, se transformó en un territorio de experimentación colectiva, de imaginación política y de producción de nuevas modalidades subjetivas. El hacer social atravesó los límites de la crisis, delineó nuevas formas de cooperación y abrió un horizonte político contemporáneo.

 

II.

Estos tres pasajes son el piso sobre el que se edifica, a partir del 2003, el paisaje de una nueva gobernabilidad en América del Sur. Si el gobierno de Kirchner es efectivamente distinto de lo conocido al menos desde 1983 en Argentina, es precisamente porque logra leer estas nuevas condiciones que han conseguido imponer los movimientos sociales, y hacer uso de ellas en su intento por insertar de otro modo al país en el mercado mundial.

Algunos hechos sobresalientes que permitieron la configuración de esta nueva gobernabilidad son:

– La capacidad de asumir que la consistencia tradicional de las instituciones estatales ya no puede darse por supuesta, le permitió al kirchnerismo tener conciencia de que la legitimidad y solidez del gobierno se conquista y se pone en juego a cada instante. La naturaleza de toda hegemonía actual es su precariedad. En ese sentido, el estado de excepción que el 2001 grabó en la sensibilidad de todos, persiste hoy como fondo inconfesable del poder político.

– Hubo una serie de iniciativas que lograron inscribirse institucionalmente, y que confirmaron la crisis política del neoliberalismo. Entre ellas se deben mencionar la modificación de la corte suprema de justicia (nexo decisivo desde el que se operaron los principales negocios vinculados a las privatizaciones); la remoción de las cúpulas militares y policiales ligadas a la dictadura y a las represiones de las últimas décadas, y el consecuente reconocimiento de la legitimidad constitucional de la protesta social; la derogación de las leyes de impunidad para los genocidas y la adopción oficial de la narrativa histórica de los movimientos de derechos humanos; el trazado de una autonomía relativa pero real respecto de los organismos de créditos internacionales y de los dictados del consenso de Washington, que a su vez habilita una política regional cuya prioridad es la integración latinoamericana, orientada hacia el multilateralismo, etcétera. Sin embargo, hay que señalar que estos logros conviven con continuidades (neoliberales, desarrollistas, clientelares y mafiosas) que se constituyen como verdaderos bloqueos para desplegar las posibilidades insinuadas. Mencionemos, solo al pasar, tres persistencias que nos parecen fundamentales: la prioridad dada en términos económicos a los agro-negocios y a la extracción de los recursos naturales por parte de las trasnacionales, que impiden una real distribución de la riqueza; las políticas sociales que promueven la recuperación de la sociedad salarial y se orientan según el imaginario de la inclusión, lo que redunda en una re-victimización de los pobres; y la complicidad con las estructuras de gestión política territorial del peronismo, articuladas localmente según un modelo de manejo mafioso de los negocios y de control social.

– Por último, y quizás lo decisivo, tiene que ver con el vínculo que el kirchnerismo establece con el nuevo protagonismo social que está en su origen y al que de algún modo debe su existencia. Este diálogo complejo, que quizás permanece abierto en alguna de sus declinaciones, pero que no ha mostrado aún episodios de verdadera innovación política, contiene de manera condensada la ambivalencia de la nueva gobernabilidad. La paradoja a la que nos enfrentamos, en cada uno de los pliegues en los que esta relación se juega, es la de una efectiva apertura de espacios para los movimientos que olvida lo principal: su capacidad constituyente. Se trata de un reconocimiento que efectúa una inclusión subordinada.

La autonomía experimentada por las luchas es reducida, así, a la tradicional figura de un sujeto con demandas. Esto sucede tanto con aquellos movimientos que se han expresado de modo más organizado y visible, como para los que proliferan de manera difusa e informe. La subordinación a la que nos referimos no es lineal porque no puede atribuirse sólo a la mala voluntad del gobierno, sino a su falta de imaginación, una incapacidad política que también afecta a los movimientos. El problema es de la relación y no de uno de sus términos.

Cuando el conjunto de virtualidades que fueron abiertas se efectúan en una sola dirección, la situación se empobrece; la transformación se congela; el neoliberalismo, lejos de desaparecer, muta y adopta nuevas formas.

III.

Frente a este devenir de la nueva gobernabilidad, los movimientos que mejor expresaron la radicalidad política de la crisis de fin de siglo han sido afectados por una extraña sensación de tristeza. Quiénes estaban inmersos en procesos de creatividad social, de repente fueron sorprendidos por un llamado al orden que señalaba el final de la fiesta. Así quedaron separados de sus propias potencias, al confrontarse con un falso dilema: aceptar la inclusión subordinada que el reconocimiento de la nueva gobernabilidad opera; o bien dejarse arrastrar por la alternativa del aislamiento y la dispersión.

Algunos rasgos que componen la tonalidad de la tristeza, y que nosotros hemos experimentado son:

– la imposición de la lógica de los especialistas, quienes llegan para ordenar lo que, se supone, era una caótica creatividad. Así, toda novedad lingüística es subsumida por categorizaciones disciplinarias que clasifican y jerarquizan. Los propios agentes de la innovación son presentados como expertos y separados del proceso colectivo de experimentación.

– La modelización, que hace de toda eficacia contingente y singular una fórmula apta para ser aplicada.

– La nostalgia, de quedar atado a las formas y los estilos que antes funcionaron, y que convierte la alegría de la invención en moldes y mandatos que hay que sostener.

– El vaciamiento de las consignas colectivas por la vía de su literalización, por ejemplo respecto de enunciados como el ¡qué se vayan todos!

– Un “economicismo reactivo”, expresado en mil frases del tipo: “los piqueteros sólo quieren conseguir dinero sin trabajar”, “la clase media sólo sale a la calle si le tocan el bolsillo”, y todos los modos de reducción del juego subjetivo a la crisis financiera;

– El desprecio por el modo en que la producción se socializa, lo que redunda en un recorte violento del poder virósico que la politización de la crisis permitió. La normalización es una interrupción del contagio y la interpelación trasversal. Es el gobierno de las marcas.

– La identificación mecánica de lo “micro” con lo “chico”, según la cual las formas concretas de la revuelta son identificadas con un momento previo, local y excepcional respecto de una realidad “macro” (“mayor”), que debe ser administrada.

– La vedetización de los actores, el espectáculo, que instituye voces reconocidas, personajes, ídolos, que luego son responsabilizados y culpados por la falta de resultados.

Nos encontramos así frente al desafío político que la autonomía determina. La imposibilidad de ir más allá de la opción entre integración y marginalidad es lo que despolitiza.

No se trata, por lo tanto, de simplemente negarla, haciendo como si la fiesta continuara, fingiendo una alegría sórdida, apelando a un hiper-activismo insensible. Tampoco alcanza con travestir el pesimismo injustificado de quienes sienten que el proceso ha recaído en el fracaso, con el optimismo de quienes festejan el cambio sin recalar en la naturaleza ambigua de la situación.

Pero mucho menos podemos conformarnos cuando la autonomía se convierte en doctrina, dando la espalda a la transversalidad de la que se nutre y de la que extrae su potencia real. La creación desprendida de la cooperación social se seca, se aísla, pierde toda su potencia política y deviene una moral tranquilizadora, que hace del resentimiento su morada.

IV.

En los grupos y movimientos autónomos la tristeza aparece como amenaza de cooptación o abandono de la búsqueda. Para deshacerse de este corset, la autonomía necesita conquistar una nueva madurez. Ahora bien: la paradoja consiste en que la lucidez que se precisa sólo será alcanzada a través de un recomienzo. Esto es: el escenario de la nueva gobernabilidad será reabierto sí y sólo sí se desanda la dinámica de subordinación de los movimientos, relanzando la iniciativa social en aquellas dimensiones que hasta ahora no han sido politizadas.

La madurez de la que hablamos implica romper los binarismos fijos y por lo tanto ilusorios. En algunos casos, como hemos visto, hay que sustraerse de opciones como el fracaso o el éxito, la victoria o la derrota. Pero también hay polarizaciones que conviene atravesar, yendo más allá de ellas: la relación entre movimientos e instituciones es un ejemplo.

Si la relación entre gobiernos y movimientos no puede ser pensada en los términos clásicos de la representación, es entre otras cosas porque lo global es ya una realidad inmediata de cada vínculo político. Ni el gobierno ni los movimientos son términos fijos, dados, estables, sino más bien consistencias frágiles y en permanente constitución, desde que lo estatal-nacional ha dejado de ser la forma inevitable que daba marco a su relación. En ese sentido, es muy cierto que hoy cada conflicto y cada lucha en América del Sur adquiere una dimensión inmediatamente regional, cuyas repercusiones se constatan en sitios más bien distantes, tanto en el modo en que afectan al poder como en la resonancia que encuentran en otras realidades de lucha.

La rebeldía de los habitantes de Gualeguaychú, en la provincia argentina de Entre Ríos, contra la instalación de una megafábrica de celulosa por parte de una transnacional finlandesa, en territorio uruguayo, es un nítido ejemplo de lo anterior. Sin tiempo para describir los pormenores de este conflicto, sólo lo mencionamos para dar cuenta de hasta qué punto aquella integración regional que en más de un aspecto y por primera vez se presenta como una gran posibilidad de expandir la energía productiva de los movimientos, puede por el contrario volverse en contra, hasta constituir una amenaza, si es que en la base de esta articulación se consolida la subordinación política de la autonomía social. Cuando esto es lo que sucede, la cooperación es desplegada de manera mercantil; y tras las buenas intenciones y el espíritu solidario, resurge siempre algún que otro empresario (con retórica estatalista, bolivariana o setentista, da igual) dispuesto a hacer negocios.

Finalmente, si esta tendencia se confirma, el espacio político conquistado por las luchas, que ha podido traducirse en términos de una relativa independencia del continente respecto a los poderes globales, será desperdiciado y la oportunidad de imaginar un proceso autónomo de desarrollo quedará clausurada. En el mismo sentido, son desaprovechadas las inéditas condiciones de crecimiento económico de la región, para promover una radical redistribución de la riqueza, y así modificar de manera efectiva las condiciones neoliberales de la existencia.

V.

Dijimos antes que madurar es una capacidad que sólo se consigue gracias a un recomienzo. En este caso, asumir lo global como dimensión en cada lucha no implica tanto ocuparse de lo que está afuera, ni necesariamente dar un salto de las cuestiones de los movimientos hacia las preocupaciones geopolíticas o estratégicas. Lo global hoy se presenta como el modo concreto en que las dinámicas trasnacionales atraviesan nuestras realidades singulares. Reconocer, señalar y derribar las nuevas fronteras levantadas por estos desplazamientos, constituye una vía fundamental de politización en el contexto de la nueva gobernabilidad. Es por eso que estamos intentando seguir de cerca el modo en que las subjetividades productivas son segmentadas según una nueva topología del trabajo y de la ciudad.

En el primer caso, las formas contemporáneas de explotación del alma, delinean una nítida separación entre la parte alta de la fuerza laboral inmaterial, que es muy bien pagada y pone en juego su creatividad en la producción; de la parte baja, que no sólo está precarizada y mal pagada, sino que está sometida a las promesas de la imagen y la comunicación. Las incipientes luchas de los operadores telefónicos de los call-centers, con los que hemos venido compartiendo intuiciones, nos han ayudado a percibir la magnitud del problema político que está emergiendo.

En el segundo caso, la de una nueva cartografía urbana, la experiencia de los migrantes bolivianos y peruanos en el conurbano y en las villas de Buenos Aires, comienza a recortar una crítica contemporánea a la real entidad de instituciones que han recuperado su apariencia inclusiva, como la ciudadanía, la escuela, la noción de los derechos humanos y el trabajo. Las virtualidades que abre el contagio verdadero entre las dinámicas activadas por el neoliberalismo y los movimientos en los últimos años de América Latina, están en realidad  a la vuelta de esquina, y es allí donde se vuelven a poner en juego los modos concretos de su efectuación.

Para terminar, tenemos la impresión que el análisis y el pensamiento político en la actualidad también reclaman un recomienzo. Es evidente que el desafío no pasa, como cree buena parte de la izquierda, por el hecho de definirse a favor o en contra de los gobiernos. No nos parece que vivamos un tiempo labrado por la inminencia de “soluciones definitivas”; ni vemos demasiada vitalidad en los debates que procuran encontrar los verdaderos sujetos de la transformación o que buscan recuperar los modelos de futuro que hace muy poco fueron sobrepasados por la imaginación de las luchas.

Precisamos cautela y serenidad, para conquistar una mayor soberanía sobre dimensiones de la vida diaria y colectiva, que nos permitan elaborar nuevas formas de articular la multiplicidad de niveles temporales y existenciales que constituyen lo común.

Experimentar las potencias de una abstención que no es pasividad sino plena disponibilidad, pues evita ser simplemente arrastrados o conquistados por los oficialismos de turno, al tiempo que elude la confrontación autodestructiva con los nuevos gobiernos.

La constitución de espacios públicos no estatales requiere de “políticas concretas”, donde aparezcamos con nuestras verdaderas preguntas. Pero la radicalidad de esta intervención se juega en la escucha colectiva que logremos instituir.

Reconstruir un horizonte político de las luchas exige, en primer lugar, una nueva sensibilidad militante.

¿Hay una «nueva gobernabilidad»? (16/03/2006) // Colectivo Situaciones

Texto publicado en La Fogata edición papel, N° 1, marzo de 2006.

 

La invitación que hemos recibido a escribir en el cumpleaños de La Fogata –para formar parte de su versión impresa– es una buena excusa para ingresar en una discusión colectiva siempre ya iniciada sobre los problemas en torno a los que vale la pena impulsar nuevas hipótesis. El desafío pasa, nos parece, por registrar las variaciones que han tenido lugar en una realidad que no deja de mutar. Enfatizamos una perspectiva “en movimiento”, es decir, la que surge del protagonismo de todo lo que “se mueve”, de una movilidad social -sea difusa, sea organizada- que no se cesa de buscar sus formas expresivas y de evadirse de las instancias de control y empobrecimiento de nuestras existencias.

  1. El estallido de diciembre de 2001 no sólo testimonia la crisis de legitimidad política del neoliberalismo en Argentina y produce la destitución de tradicionales funciones simbólicas del estado nacional y los partidos políticos. Además, visibiliza la emergencia de figuras inéditas de la subjetividad colectiva. Un nuevo «campo de posibles» se abrió entre nosotros. En un contexto determinado por estos rasgos han debido operar con mayor o menor fortuna (y virtud) quienes participan del juego social y político.
  2. Las asambleas (de vecinos, de piqueteros, de micro-emprendimientos, de obreros de fábricas recuperadas, de los trueques, de trabajadores de los servicios públicos y del transporte, de las nuevas formas de expresión de jóvenes, de familiares de víctimas, de las marchas del silencio, y un largo etcétera) fueron-son el dispositivo, la dinámica básica, de los experimentos que se propusieron-proponen construir nuevas derivas políticas, recuperando su capacidad de decidir y de crear sobre una superficie social que no ha resultado inmune a su accionar (la ciudad, los barrios, la cuestión del empleo, la tierra y los recursos naturales, la producción y el intercambio de bienes y servicios, los derechos humanos, la salud pública, la actividad artística, la elaboración y transmisión de la información y un etcétera igualmente largo).
  3. El kirchnerismo, corriente política en formación desde mucho antes del estallido del 2001, no es comprensible en su efectividad sino a partir del modo en que interpreta el nuevo contexto social y político. Se trata de una interpretación que asume el agotamiento de la legitimidad de un modo de gestión de la economía y de la política. A partir de este reconocimiento, el gobierno desarrolla iniciativas en el propio campo de las resistencias: incorpora, a través de la apropiación de su narración histórica, a los organismos de derechos humanos y a su ala más radical; limita parcialmente la acción represiva frente a las protestas masivas; financia proyectos económicos y sociales que fueron inventados en la fase de resistencia cruda al estado neoliberal; atrae a sus filas a buena parte de los movimientos piqueteros de la fase anterior; exhibe una sostenida confrontación –si bien ambigua, efectiva en lo retórico- con los organismos de crédito internacionales; elabora un relato que le permite inscribirse, por la vía de la simplificación, en la historia de las luchas políticas de los setentas y en la zaga de los nuevos gobiernos de tono progresista en la región. Al mismo tiempo, se reinstala una dinámica de crecimiento económico clásicamente neoliberal que revierte en forma parcial el clima de frustración que caracterizó durante la crisis a sectores medios y, en menor medida, a sectores precarizados de la sociedad que, aún en un contexto de creciente desigualdad, muestran moderadas expectativas de recuperación de su capacidad de consumo.
  4. La orientación general del gobierno K está plagada de ambigüedades. En más de un sentido, su efecto ha sido limitar los impactos de la politización social iniciada en plena década neoliberal. Desde el gobierno (primero con Duhalde y luego con Kirchner) fueron cuestionados los rasgos más interesantes de la politización en curso: la dinámica asamblearia como sitio de elaboración y no de legitimación; la destitución de los modos de representación política tradicionales; el cuestionamiento radical de la gestión de la economía y los servicios; la tendencia al intercambio entre sectores sociales movilizados de orígenes diversos; la autonomía organizacional de los movimientos respecto de las necesidades del palacio de gobierno; la interpelación a los medios masivos de comunicación por su permanente manipulación de lenguajes y por los modos arbitrarios de manejo de la información; la experimentación con la acción directa y la capacidad de decidir y difundir la agenda propia de un emergente protagonismo social. La ambigüedad del kirchnerismo entonces se resume en la naturaleza del reconocimiento que opera: a la vez que asume la existencia de nuevos actores, subjetividades y energías sociales, dándoles un lugar simbólico inédito en la narrativa oficial, desconoce –e incluso impugna– las dimensiones constituyentes de estos experimentos, su capacidad de inaugurar modos de existencia y horizontes políticos propios. Entonces, en la misma medida en que el gobierno acude al propio espacio de los movimientos en búsqueda de una nueva hegemonía, es claro que la estrategia de los movimientos ya no puede ser la misma si aspira a sostener o a aumentar su efectividad en el escenario actual.¿Hay una «nueva gobernabilidad»? // Colectivo Situaciones
  5. El kirchnerismo, entonces, no es mera continuidad. Tampoco es mero cambio. Es, sí, un modo astuto de comprender lo que ha cambiado y de disputar con los nuevos movimientos (no sólo con los movimientos sociales organizados, sino también con toda una movilidad social difusa) el tipo de configuración política y social en curso, luego del estallido de 19 y 20.
  6. Podemos denominar al proceso dinámico y parcialmente abierto en torno a esta mezcla de elementos de naturaleza diversa, como «nueva gobernabilidad». La “nueva gobernabilidad”, para ser sintéticos, surge tanto de la crisis parcial de legitimación de la antigua configuración del poder político trasnacional sobre la región, como de las luchas que precisamente abrieron esa crisis e instalaron un nuevo terreno, en el centro del cual se colocan con más o menos énfasis, los gobiernos llamados “progresistas” que intentan aprovechar una potencial autonomía regional, en función de proyectos distintos, en algunos casos aún no muy definidos. Ese espacio abierto por la crisis se debe en parte a las exigencias de control de un mundo que no acepta la unipolaridad trasnacional y resiste a la guerra y, por otro, a las luchas sostenidas en nuestro continente frente a las políticas neoliberales de las últimas décadas.
  7. La “nueva gobernabilidad” no es sinónimo de los “nuevos gobiernos”, de tono progresista, de la región. Más bien alude a una posibilidad, a una dinámica favorable a los movimientos que se puede desarrollar o bloquear por parte tanto de los gobiernos como de los movimientos mismos. La naturaleza de esta nueva dinámica emerge como una posibilidad conflictiva de articulación (sin dudas variable y compleja) entre el empuje de la autonomía de los movimientos y la necesidad de los gobiernos de regular su inscripción en el mercado mundial, contribuyendo a alterar las instituciones políticas que lo regulan por el impulso democratizador de la lucha de los movimientos. Sin embargo, esta posibilidad no se efectúa necesariamente. Lo contrario es igualmente posible: que estos gobiernos intenten disciplinar a los movimientos en un sentido inverso, es decir, para inscribirse de modo subordinado en el mercado mundial. Existe, por tanto, una correlación directa entre el tipo de reconocimiento que algunos gobiernos hacen del protagonismo de los movimientos con la naturaleza de la integración regional. Es la mayor o menor centralidad de los movimientos en el devenir social, económico y político lo que orienta tanto las posibilidades de un nuevo paradigma de desarrollo como de una continentalización democrática.
  8. En el caso argentino, el potencial político y social desencadenado con la crisis se ha orientado en diversas direcciones. Las instancias de gobierno han impulsado la participación negociada de algunos movimientos, la subordinación lisa y llana de otros, la competencia cruda con algunos y una denigración permanente hacia quienes se mantienen irreductibles. Todas estas estrategias se combinan con un pedido de confianza al presidente, a su persona, a sus intenciones y a una estrategia política e institucional que traslada sus ambigüedades a los ámbitos de gobierno, incorporando dirigentes sociales al aparato de estado y en las listas electorales parlamentarias, siempre en condiciones subordinadas a las maquinarias políticas territoriales. Y esto es aún más ambiguo cuanto que estas maquinarias operan como desafío a las viejas jefaturas territoriales, pero también como posibilidad de reconversión privilegiada para esta dirigencia tradicional adiestrada en su combate contra los movimientos.
  9. La mayor paradoja de la “nueva gobernabilidad” reside en el modo en que este potencial queda bloqueado ante la evidente continuidad de cuestiones tan determinantes como el proceso de valorización del capital (soja, papeleras, privatizadas –servicios-, recursos naturales, etc.), de gestión de la fuerza de trabajo (desempleo, planes miserables, trabajo hiperprecario, contención del salario en relación a la inflación), de distribución del ingreso (decaimiento de los servicios públicos, prioridad de los pagos externos a la inversión de áreas como salud, previsión y asistencia social, indiferencia ante las propuestas de un esquema impositivo progresivo y a la universalización de un salario social) y del armado político (que reconvierte los cuadros de gestión neoliberales en “oportunos” progresistas de ocasión).
  10. Como vemos, la hipótesis de la “nueva gobernabilidad” parece más propicia en otros países de la región, donde la fuerza de los movimientos mantiene aún abierta la posibilidad de esta dinámica. Por llamativo que resulte, los nuevos gobiernos que surgen de un camino gradual de acumulación política por parte de las “izquierdas” (PT, en Brasil, FA en Uruguay y eventualmente PRD en México) parecen articularse con los actores tradicionales de manera más sólida y moderada que en aquellos sitios donde los gobiernos se conforman de modo más repentino, y donde las luchas han alterado las previsiones en curso (Chávez en Venezuela, Evo en Bolivia y Kirchner en Argentina). En estos últimos casos, la base de sustentación es más ambigua, sus programas de gobierno son menos previsibles, a la vez que los partidos de gobierno están en constitución, o en recomposición luego de la crisis y la dinámica de los acontecimientos recientes. En el caso de Venezuela y Bolivia, aunque de modo diferente, la defensa de los recursos naturales tiñó al antagonismo de una radicalidad mayor. En el caso argentino, el piso puesto por las jornadas del 19 y 20 implica la carencia de modelos definidos y de principios rectores, la falta de estructuras políticas sólidas y de un sujeto que se sienta interpelado (el «pueblo» se ha deshecho a la par de los dispositivos estado-nacionales y disciplinarios que lo constituían).
  11. No deja de llamar la atención el hecho de que los partidos progresistas del continente coordinados en el Foro de San Pablo, que desde comienzos de los noventa se aprestan para gobernar, sean a su vez los que menos influencia regional hayan tenido cuando, ya casi una década y media después, llegaron finalmente a ocupar sus respectivos aparatos de estado. Mientras tanto fueron dos excepciones a estas previsiones las que polarizaron la escena de los movimientos de estos últimos años: el zapatismo a nivel del autogobierno y el chavismo a nivel de una nueva relación entre gobierno y movimiento. Ambos fenómenos comprenden –cada cual a su modo- replanteos sobre la relación entre lo social y lo político, y surgen vinculados a una temporalidad más irregular y sorpresiva, más en sintonía con el tipo de movilización social actual del continente.
  12. Corresponde a los movimientos elaborar esta nueva situación, creando dispositivos de deliberación y teorización propios para hallar los modos de desarrollarse con ímpetu. Esta irreverencia es tan constitutiva como irrenunciable, en un contexto complejo en que por lo mismo que logran a veces un reconocimiento abierto, enfrentan también de un modo nuevo los intentos de captura, la hostilidad y la competencia de otros sectores políticos y sociales.
  13. Una de las cuestiones a experimentar en esta nueva dialéctica abierta (o más o menos abierta, según dónde y cuándo) entre gobierno y movimientos, es el hecho de que el reconocimiento abre posibilidades de inscribir conquistas, y de desarrollar tendencias progresivas más allá del espacio nacional. Esta diferencia con los gobiernos anteriores es notable, pero no siempre fácil de confirmar a fondo, como se está viendo actualmente con las actitudes de los gobiernos de Argentina y Uruguay por el conflicto en torno a las plantas de celulosa. De allí la importancia de que los movimientos no se plieguen a las dinámicas de gobierno sino que regulen sus tácticas con una autonomía astuta y firme.
  14. La “nueva gobernabilidad” resulta entonces (sobre todo en países como Argentina) del cruce entre el reconocimiento de una novedad y un intento de normalización que intenta controlar lo que esta novedad abre. La “normalización” es la tendencia imposible de reglar la imprevisibilidad. Imprevisibilidad que la presencia de una dinámica social activa impone a un gobierno que es aún promotor de condiciones para la inversión del capital, y no del desarrollo fundado en la acción de los movimientos. De aquí que para los movimientos se imponga, de algún modo, el proceso inverso de reconocer lo que se ha abierto por la propia potencia de las luchas y evitar a toda costa que estas aperturas, estos “nuevos posibles” se cierren, se agoten, en una retórica cada vez mas insustancial. Es un desafío de los movimientos (tanto para los más estructurados como para los más difusos) retomar la capacidad de afirmar nuevas dinámicas de desarrollo y auto-gobierno, vinculadas a cada aspecto de la existencia. Una experimentación tal resulta inseparable de la invención de una pluralidad de dispositivos no estatales capaces de efectuar y difundir las prácticas y valores que emergen en las luchas.
  15. En efecto, la “normalización” pretende estabilizar los rasgos más ásperos de estas nuevas subjetividades ante los requerimientos de la gestión de los flujos capitalistas y su legitimación. La reducción de las opciones de los movimientos al clásico esquema electoral, al chantaje de lo “menos malo” y demás modos de expropiación de la inteligencia colectiva, y las represiones micropolíticas (la Legislatura, Caleta Olivia, Mosconi, Las Heras) participan de esta tendencia normalizante que tiende a recolocar la relación gobernantes-gobernados.
  16. Tanto la Otra Campaña impulsada por el zapatismo en México, como el debate actual de los movimientos bolivianos apuntan a contrapesar estas pretensiones normalizantes y a establecer un plano autónomo y vivo de los movimientos para relanzar las luchas en torno a los nuevos desafíos abiertos en esta fase. De allí que el mayor de los riesgos (incluso para los ímpetus de cambio de estos gobiernos) sea abandonar la dinámica de los movimientos por un sistema de delegaciones sobre la base de una supuesta revitalización de los mecanismos de representación política, precisamente cuando la fuerza de estos procesos es la alteración de los modos representativos por efecto de la experimentación de nuevos modos del vínculo (macro y micro) político.
  17. La pregunta que surge es por el significado de la autonomía en este contexto, en el que está en juego la relación (y sus posibilidades conflictivas) entre los movimientos y las nuevas formas de gobernabilidad. ¿Qué espacios se abren de lucha y creación en el nuevo escenario? Para asumir los desafíos de este nuevo momento se hace fundamental distinguir la “autonomía” como función de autoproducción y autovalorización de las luchas y como tendencia de expansión transversal al campo social, del “autonomismo” como cristalización caricatural, o doctrina sobre las luchas y los movimientos, que se limita a juzgarlo todo desde un saber válido a priori. La autonomía surge como elemento práctico en las luchas y se radicaliza y difunde cuanto más creativamente es replanteada en función de todos los problemas de la construcción. El “autonomismo” (del que ninguna lucha que reivindique la autonomía estará exento del todo), en cambio, es la detención de la autonomía, su inmovilización y su marginalización. El despliegue de la autonomía, entonces, estará tanto más vivo cuando mejor pueda elaborar las formas de cooperación e invención que se requieren en un escenario plagado de nuevos problemas y desafíos.

Colectivo Situaciones
Buenos Aires, 16 de Marzo de 2006

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