Rafael Nahuel // Diego Valeriano
Nahuel corre por el bosque, por los pasillos del bajo, a todo ritmo en la Honda 100 por Ruta 4, salta del Urquiza en movimiento, esquiva los de seguridad del Sarmiento, se planta unos pares de veces con lo de la local. Corre y le quema la garganta de odio, está agitado pero no puede detenerse.
Tiene un disparo de prefectura que le quema desde abajo, un puntazo en las costillas que le dieron en Olmos, los ojos blancos de fumar base, tiene bastonazos de la montada cada vez que intenta ir a ver a Boca, un acuerdo con los de la primera para trabajar para ellos, tiene una marca en el hombro de cuando vendía plantas, también tiene los ojos que le explotan por las lágrimas contenidas cuando la mamá le jura que ahora su novio cambio.
Nahuel tiene un hijo, la necesidad de pelear, el ceño fruncido, varias noches encerrado, muchos golpes, la duda de cuál fue la suerte de una pibita que no vio más, tiene una bala alojada en el cuerpo, amigos muertos, corazones ortiba que lo señalan, apenas una casilla en el fondo y el cuero curtido de tantas mentiras.
Nahuel tiene una pelea casi perdida, tiene esa certeza cuando ve a los camiones, las tanquetas y el armamento, cuando vuela en la moto con los dos patrulleros atrás, cuando corre y sabe que ya lo alcanzan y lo linchan. Nahuel tiene la necesidad de no rendirse, convicciones urgentes, el mismo enemigo en cada lugar. Tiene un nombre y pasado del que está orgulloso y un abuelo que según le contaron tuvo su misma suerte.