Anarquía Coronada

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Tendré que errar solo // Jacques Derrida

Texto publicado en Libération, París, 7 de noviembre de 1995. Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos, 2005. Edición digital de Derrida en castellano

 

Demasiado que decir, y hoy no tengo ánimo para ello. Demasiado que decir sobre lo que nos acaba de suceder, sobre lo que me acaba de suceder a mí también, con la muerte de Gilles Deleuze, con una muerte temida sin duda (sabíamos que estaba muy enfermo), con esta muerte concreta, esta imagen inimaginable cuyo acontecimiento seguirá ahondando, todavía más si es posible, el doloroso infinito de otro acontecimiento. Deleuze el pensador es ante todo el pensador del acontecimiento, y siempre de este acontecimiento. Lo fue del principio al fin. Releo lo que decía del acontecimiento, ya en 1969, en uno de sus mejores libros. Logique du sens. Primero cita a Bousquet («A mi gusto por la muerte, dice Bousquet, que era un fallo de la voluntad, sustituiré un deseo de morir que sea la apoteosis de la voluntad»), y luego continúa: «De ese gusto a ese deseo, nada cambia en cierto modo, salvo un cambio de la voluntad, una especie de salto de todo el cuerpo, sin moverse del sitio, que troca su voluntad orgánica por una voluntad espiritual, que desea ahora no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por venir que está de acuerdo con lo que sucede, de acuerdo con las leves de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. En este sentido es en el que el amor fati se identifica con la lucha de los hombres libres». (Habría que citar interminablemente.)

Demasiado que decir, sí, sobre el tiempo que con tantos otros de mi «generación» tuve la suerte de compartir con Deleuze, sobre la suerte de pensar gracias a él, pensando en él. Desde el principio, todos sus libros (pero sobre todo Nietzsche, Difference et Répètition, Logique du sens) fueron para mí no sólo fuertes incitaciones a pensar, por supuesto, sino que en cada ocasión la experiencia turbadora, tan turbadora, de una proximidad o de una afinidad casi completa con las «tesis», si puede decirse así, a través de las diferencias demasiado evidentes en aquello que llamaré, a falta de palabra mejor, el «gesto», la «estrategia», la «manera»: de escribir, de hablar, de leer quizás. Por lo que respecta, aunque esta palabra no es apropiada, a las «tesis», y concretamente a aquella que concierne a una diferencia irreductible a la oposición dialéctica, una diferencia «más profunda» que una contradicción (Différence et Répètition), una diferencia en la afirmación felizmente repetida («sí, sí»), la asunción del simulacro, Deleuze sigue siendo sin duda, a pesar de tantas diferencias, aquel de quien me he considerado siempre más cerca de entre todos los de esta «generación», jamás he sentido la menor «objeción» insinuarse en mí, ya fuese virtualmente, contra ninguno de sus discursos, incluso si ha sucedido a veces que haya protestado contra tal o cual proposición de L’Anti-Œdipe (se lo dije un día mientras volvíamos juntos en coche de Nanterre, después de haber asistido a la lectura de una tesis sobre Spinoza) o tal vez contra la idea de que la filosofía consista en «crear» conceptos. Me gustaría tratar un día de explicarme a propósito de semejante acuerdo sobre el contenido filosófico cuando ese mismo acuerdo no excluye nunca todas esas distancias que no sabría, todavía hoy, nombrar o situar. (Deleuze había aceptado la idea de publicar un día una larga entrevista improvisada entre nosotros sobre este tema, pero tuvimos que esperar, que esperar demasiado.) Únicamente sé que esas diferencias jamás dieron lugar entre nosotros a otra cosa que amistad. Jamás una sombra, ningún gesto, que yo sepa, ha indicado lo contrario. Esto es algo tan raro en nuestro medio que por eso quiero hacerlo constar aquí en este momento. Esta amistad no tenía que ver solamente con el hecho, por lo demás significativo, de que tuviésemos los mismos enemigos. Nos veíamos poco, es cierto, sobre todo en los últimos años. Pero todavía puedo oír el sonido de su voz un poco cascada diciéndome tantas cosas que me gusta recordar literalmente («mi enhorabuena», me susurró con una amable ironía un verano de 1955 en el patio de la Sorbona cuando yo estaba a punto de conseguir una agregaduría: o bien, con la misma amabilidad del veterano: «Es una pena que dediquéis todo ese tiempo a esta institución [el Colegio Internacional de Filosofía], preferiría que os dedicaseis a escribir…». Recuerdo también la memorable década «Nietzsche» en Cerisy, en 1972, y tantos y tantos otros momentos que me hacen, sin duda como a Jean François Lyotard (que se encontraba también allí), sentirme hoy muy solo, como un melancólico superviviente de eso que llamamos, con esa terrible y un poco falsa palabra, una «generación». Cada muerte es única, sin duda, y por lo tanto insólita, pero ¿podemos llamarla insólita cuando, de Barthes a Althusser, de Foucault a Deleuze, se ceba de ese modo en la misma «generación», como en serie –y Deleuze fue también el filósofo de la singularidad serial–, podemos llamar insólitas todas esas muertes fuera de lo común?

Sí, todos amábamos la filosofía, ¿quién puede negarlo? Pero es verdad, lo dijo él mismo, que Deleuze era de todos, en esta «generación», el que practicaba la filosofía más alegremente más inocentemente. Me parece que no le habría gustado la palabra que he utilizado antes, «pensador». Habría preferido «filósofo». Se reconocía a este respecto «el más inocente (el más exento de culpabilidad por “hacer filosofía”» (Pourparlers 1972-1990). Ésta era sin duda la condición para dejar en la filosofía de este siglo la profunda, la incomparable huella que ha dejado. La huella de un gran filósofo y de un gran profesor. El historiador de la filosofía que procedió a una especie de selección para configurar su propia genealogía (los estoicos, Lucrecio, Spinoza. Hume, Kant, Nietzsche, Bergson, etcétera), fue también un inventor de filosofía que no se encerró jamás en ningún coto filosófico (escribió sobre la pintura, el cine y la literatura, Bacon, Lewis Carrol, Proust, Kafka, Melville, etcétera).

Y además quiero decir también aquí que me gustaba y admiraba su manera –siempre justa– de tratar con la imagen, los periódicos, la televisión, la escena pública y las transformaciones que ha experimentado en el curso de los últimos decenios. Economía y prudente retirada. Me sentía solidario con lo que él hacía y decía a este respecto, por ejemplo en una entrevista en Libération a raíz de la publicación de Mille Plateaux (en la línea de su panfleto de 1977). «Habría que saber», decía, «lo que está pasando actualmente en el terreno de los libros. Vivimos desde hace algunos años un periodo de reacción en todos los dominios. No hay ninguna razón para que no afecte también a los libros. Estamos a punto de fabricarnos un espacio literario, lo mismo que un espacio jurídico, un espacio económico, político, completamente reaccionarios, prefabricados y agobiantes. Yo creo que hay ahí una empresa sistemática que Libération tendría que haber analizado». Esto es «mucho peor que una censura», añadía, pero «este periodo de esterilidad no durará eternamente». Tal vez, tal vez. Como Nietzsche y como Artaud, como Blanchot, otras admiraciones compartidas, Deleuze no perdió nunca de vista esa alianza de la necesidad con lo aleatorio, con el caos y lo intempestivo. Cuando escribí sobre Marx hace tres años, en el peor momento, me tranquilicé un poco al saber que él pensaba hacerlo también. Y voy a releer esta tarde lo que él decía en 1990 a este respecto:

Felix Guattari y yo hemos seguido siendo marxistas, de dos maneras diferentes, tal vez, pero los dos. Porque no creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y de su evolución. Lo que más nos interesa de Marx es el análisis del capitalismo como sistema inmanente que no cesa de rechazar sus propios límites, y que se los vuelve a encontrar siempre a una escala más grande, porque el límite es el Capital mismo.

Continuaré o recomenzaré a leer a Gilles Deleuze para aprender, y tendré que errar solo en esa larga entrevista que debíamos haber hecho juntos. Mi primera pregunta, creo, habría tratado de Artaud, de su interpretación del «cuerpo sin órganos», y de esa palabra, «inmanencia», a la que siempre recurrió, para hacerle decir o para dejarle decir algo que todavía sigue secreto para nosotros. Y habría intentado decirle por qué su pensamiento no me ha abandonado nunca desde hace casi cuarenta años. ¿Cómo podré hacerlo ahora?

Una pregunta // Giorgio Agamben

La plaga marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción… Nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes consideraba bueno, porque creía que tal vez podría morir antes de llegar a él.
Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 53.

Me gustaría compartir con los que quieran una pregunta en la que no he dejado de pensar desde hace más de un mes. ¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta? Las palabras que utilicé para formular esta pregunta fueron consideradas cuidadosamente una por una. La medida de la abdicación a los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos tendrá que estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado.

1) El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino -algo que nunca había sucedido antes en la historia, desde Antígona hasta hoy- que sus cuerpos fueran quemados sin un funeral?

2) Entonces aceptamos sin demasiados problemas, sólo en nombre de un riesgo que no se podía especificar, limitar nuestra libertad de movimiento a un grado que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra estaba limitado a ciertas horas). Por lo tanto, aceptamos, sólo en nombre de un riesgo que no podía ser especificado, suspender nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.

3) Esto podría suceder -y aquí tocamos la raíz del fenómeno- porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre inseparablemente corpórea y espiritual a la vez, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por el otro. Ivan Illich mostró, y David Cayley lo recordó recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por sentada y que es en cambio la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de vida vegetativa pura.

Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como se intenta hacer hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay salida.

Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el “distanciamiento social”, como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.

No puedo en este punto, ya que he acusado a las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad humana. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro?

Sé que invariablemente habrá alguien que responda que el grave sacrificio se hizo en nombre de los principios morales. Me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, para obedecer lo que creía que eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella.

13 de abril de 2020

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