El lenguaje del color (Blossoms Shanghai, 2023) // Moro Anghileri y Diego Sztulwark
Wong Kar Wai es un colorista de los sentidos. Trabaja el color de un modo único e inimaginable por fuera de él. Cada escena, cada rostro, cada palabra, están pintadas en primer lugar, por una luz que estalla un color específico. Rostros cálidos contra un fondo ocre para definir un tono (un placer) en el encuentro de dos que podrían ser enemigos, amantes, o vecinos, dejándonos inquietos por algunas razón que no terminamos de entender, porque empieza en un lugar que es difícil nombrar, pero parece tener la fuerza de una verdad. Es el lenguaje del color. Un lenguaje que en cada una de sus películas –y ahora serie– evoca tonos y sus matices impresos en nuestra memoria. Hasta qué punto los colores y las texturas están talladas en la organización de nuestros sentidos a través de experiencias escondidas en algún cajón de nuestro archivo sensorial. Y no es decoración, es sentido, sensualidad, pensamientos. Wong Kar Wai descubre que es posible tramitar la potencia de las cosas en el color, y luego lo demás.
Blossoms Shanghai tiene la magia histórica de un giro clave en China, entramado en personajes adorables. El modo de apropiarse de mecanismos y reglas de géneros norteamericanos y de mezclarlos con el dialecto de los nuevos ricos emergidos de las reformas del camarada Deng Xiaoping, provoca una extrañeza familiar. Los vínculos sobrevuelan una cierta naturalidad, un universo de expresiones poco conocidas para occidente, tejidos con gracia en el mundo de los sentidos. Por momentos se tiene la impresión de estar asistiendo a un film noir impecable y en otros a un manga con sus ritmos, sus estallidos y sus looks. Un ritmo frenético en contraposición con los momentos pausados, realentados, cargados de elegancia y misterio que ya habíamos disfrutado en Con ánimo de amar.
Un protagonista que busca crecer de la mano de un anciano experto en el mundo de las finanzas –una suerte de señor Miyagi de los negocios– y luego en el del comercio exterior justamente cuando –tras un cambio notorio de política del Partido Comunista– la bolsa de valores pase a simbolizar el vuelco económico en un país que aun recordaba la Revolución Cultural y el capitalismo asome de un modo extraño -propiamente chino– en oposición (y en combinación) con los códigos socialistas que reinaban hasta hace un momento. En las primeras temporadas –hasta ahora se publicaron 15 de los 30 capítulos– el dinero se territorializa en la calle de los restaurantes, administrados por Madamas que llevan adelante la economía de los comercios. En ese tupido paraje de sabores y bussines hace su ingreso una pretenciosa recién llegada de Hong Kong que deberá pagar derecho de piso. Personajes serios, personajes sexys, personajes graciosos, personajes elegantes y grotescos que parecen salidos del comic, se ponen al servicio de una historia de intrigas que avanza entre astucias y ambiciones. La rivalidad, la sensualidad y el amor harán de campo de batalla pero también de indecisión, dilatando el tiempo y desdibujando los límites precisos. La enérgica señorita Wang, empleada del departamento de comercio exterior, deberá encarnar los movimientos de la asociación mixta de lo público/privado, de amante o futura esposa, y de una agencia estatal incompatible con la apropiación privada del flujo de riquezas. El espacio mercantil, naciente, arrasa con los vínculos sometidos a una velocidad que se apodera de todo.
La calle de las sabrosas serpientes y los sofisticados platos de arroz es un paraje recargado: fachadas imponentes y las luces estridentes conforman un exterior en el que se entrecruzan los dueños y empleados de los restaurantes con desparpajo y grandilocuencia. Se contraponen los interiores de sus salones exclusivos, alquilados a precios exorbitantes – recintos adecuados para forjar grandes negocios– con las calles repletas, llenas de taxis que llevan y traen clientes. Si la globalización y la proliferación de plataformas vuelve parecidas las narraciones –los detalles del lenguaje, los vínculos, incluso las locaciones de algún modo se parecen (por el modo de ser filmadas)– y neutraliza la anunciada novedad consolidando una suerte de nada de acontecimiento en el panorama audiovisual, Wong Kar Wai, fanático de Puig, transforma géneros y modos Hollywodenses, haciendo de ellos un medio capaz de retratar el florecer mercantilismo de los años 80s y 90s de su ciudad natal, haciendo de cada escena un juego sensorial que se enriquece con cada plato de comida, con especias de diferentes países, con la simpleza de una cultura que nunca se creyó a sí misma marginal y cuya grandilocuencia seduce y se hace desear. Los mismos recursos que en EE.UU retratan decadencia (Succession) en esta trama, con estos personajes y bajo la luz colorida de Wong Kar Wai reflejan inocencia y pujanza. Su mirada, casi publicitaria, se sitúa en el borde de una belleza exagerada, aunque el borde no se desborda: se detiene justo en el límite. Allí se rescata para darnos una escena sofisticada, contrastando formas y ritmos con sello de autor.